Miércoles por la mañana
Aimée estaba sentada erguida sobre el sofá de mullido terciopelo negro, vestida con un traje rojo, el único que pudo permitirse rescatar de la tintorería. Había dejado caer de mala gana unos cuantos billetes de cien francos en las manos del recepcionista. En los hoteles lujosos cotizaban alto los sobornos: era lo que había que pagar por hacer negocios.
– ¿Mademoiselle Leduc?-dijo una voz que hablaba francés con fuerte acento-. ¿Quería usted hablar conmigo??
Hartmuth Grief le dedicó una particular reverencia y la miró a la cara expectante. Cuadraba perfectamente en el salón del Pavillon de la Reine, entre el discreto tintineo de la plata y el cristal. Engolado, bronceado y muy atractivo. Dejad paso, Curt Jurgens y Klaus Kinski.
– Herr Griffe, siéntese, por favor. Sé que le espera un largo día. ¿Le apetece un café?- Aimée extendió los brazos en dirección al mullido sofá.
– La verdad es que ya voy tarde-dijo mirando al mismo tiempo su café con leche sobre la mesa y su reloj
– Uno rápido. Sé que está usted terriblemente ocupado.- Aimée llamó la atención del camarero y señaló su taza. Hizo un gesto en dirección a un sillón de cuero color burdeos-. Por favor.
– Solo un momento-dijo-. ¿De qué quiere que hablemos?
Ella quería retenerlo hasta que tuviera su café
– ¡Rápido! Para el señor, s´il vous plait!- demandó en alta voz
Inmediatamente apareció un café con leche en taza de Limoges y una copiosa bandeja de frutas
– Cortesía del hotel-dijo el director casi rozando la mesa con la barbilla al inclinar la cabeza
– Merci-dijo Hartmuth alcanzando su taza
Ella intentó no mirarle las manos. Intentó no quedarse mirando fijamente los guantes de piel de cerdo que llevaba puestos. Sobre todo, intentó ocultar su desilusión al no poder tomar muestras de sus huellas dactilares. Decidió ir al grano.
– ¿Conocía usted a Lili Stein?
– ¿Perdone, ¿a quién?-Hartmuth Griffe la mirba fijamente
Ella se dio cuenta de que la cremosa espuma de la taza temblaba ligeramente
– A Lili Stein, una mujer judía quizá unos cuantos años más joven que usted.-Hizo una pausa
– No-dijo moviendo la cabeza-. Estoy en París con motivo de la cumbre de comercio. No conozco a nadie aquí
Ella tomó un sorbo mientras observaba cómo la miraban sus ojos. Su mirada se había vuelto brillante y distante
– La asesinaron cerca de este hotel-dijo Aimée dejando la taza despacio sobre la mesa-. Estrangulada. Le grabaron una esvástica sobre la frente.
– Me temo que no conozco ese n-nombre-dijo. Pestañeó repetidamente
Ella percibió el tartamudeo y vio temblor en su boca en su esfuerzo por ocultarlo
– Su familia dijo que había tenido mucho miedo antes de que ocurriera. Creo que ella tenía algún secreto.- Aimée lo observaba-. Pero usted estuvo en París antes. Puede que se conocieran entonces, ¿no?
Se trataba de un farol, pero merecía la pena intentarlo
– Me ha confundido usted con otra persona. Es la primera vez que vengo a París.- Se puso en pie deprisa
Aimée también se levantó
– Aquí tiene mi tarjeta. Esos retazos de nuestros recuerdos tienden a resurgir después de conversaciones como ésta. Llámeme a cualquier hora. Una última pregunta: ¿por qué aparece usted como fallecido en la batalla de Stalingrado, herr Griffe?
El pareció estar realmente sorprendido
– Pregunto en el Ministerio de Defensa. Lo único que recuerdo son los cuerpos apilados como leños en la nieve. Montones de ellos. Congelados todos juntos. Kilómetros de ellos, abarcaban todo el horizonte ruso.
En ese momento Hartmuth se tensó, como si de repente recordara donde estaba
– Pero adelante, madame Leduc. Pellízqueme. Soy de verdad. Y ahora, perdone.- Golpeó los tacones y se marchó
Ella se derrumbó en el sofá de terciopelo. ¿Llevaba puestos esos guantes para evitar dejar huellas? Todo lo que sabía es que había algo reprimido en su interior. Tirante y a punto de explotar
Aimée acabó la fuente de fruta; sería una pena echar a perdr unas frambuesas en noviembre. Pero por lo menos se había enterado de algo: o se trataba de un mentiroso increíble o se había cometido un error. Optó por la primera posibilidad. Después de todo, se trataba de un diplomático y político.
Hordas de manifestantes gritando “¡Nunca más! ¡Nunca más!”, le bloquearon el trayecto hasta el metro. Los autobuses se alineaban en la estrecha rue des Francs Bourgeois, enrareciendo el aire con los gases de combustible y mal genio. Aimée deseó poder dejar atrás los altos y sólidos muros del siglo XVII, que la acorralaban a ella y a los demás transeúntes en las aceras.
Los policías, revestidos del atuendo negro antidisturbios acechaban entre los jóvenes sionistas y los skinheads que gritaban “¡Francia para los franceses!”. Una ligera llovizna caía formando cristalinas gotas sobre los escudos antibalas de los policías, agazapados cual mantis religiosa.
Más adelante, le llamó la atención una limusina Mercedes de color negro, atascada en el patio del hotel Pavillon de la Reine. El conductor gesticulaba en dirección a la angosta calle y discutía con un miembro de los antidisturbios.
Alguien bajó el cristal tintado y Aimée vio una mano venosa que se extendía
– Phillipe, por favor, quiero ir andando-dijo una inconfundible voz. Recordó la última vez que la había oído: en la radio después de descubrir el cuerpo de Lili.
La reluciente puerta se abrió y el ministro Cazaux, probablemente el próximo primer ministro francés, apareció en medio del tráfico detenido. Los guardaespaldas de paisano que se apresuraron a rodear su alta y huesuda figura, llamaron la atención de la multitud.
– S´il vous plaît, Monsieur le Ministre, en estas condiciones…-comenzó a decir un guardaespaldas
– ¿Desde cuándo no puede andar entre la gente un empleado del Gobierno?-dijo Cazaux sonriendo-. A punto de firmarse el tratado, necesito tener todas las oportunidades para poder escuchar lo que les preocupa.-Guiñó un ojo a la pequeña multitud alrededor de su coche y su encanto hizo que muchos de ellos se derritieran en sonrisas mientras se desplazaba entre ellos estrechando manos, absolutamente cómodo con la situación
Sonrió directamente a Aimée, la cual se había situado torpemente entre los empleados del hotel. Aparentaba ser más joven que como aparecía en los medios, pero a ella le sorprendió su abundante maquillaje
– Bonjour, mademoiselle. Espero que apoye usted la plataforma de nuestro partido
Cazaux sostuvo sus manos entre las suyas cálidas y ella hizo un gesto de molestia al sentir la repentina presión
– J m´excuse.-Se retiró, mirándole la mano
Tenía un encanto arrollador. Una vez que lo nombraran, sería primer ministro durante cinco años.
– Monsieur le Ministre- dijo ella sofocando una sonrisa-, usted promueve la reforma social, pero su partido sanciona este tratado racista. ¿Puede usted explicar esta contradicción?
Cazaux asintió e hizo una pausa
– Mademoiselle, ha mencionado usted algo interesante.-Se volvió hacia la multitud, una mezcla de cabezas rapadas, gente que iba de compras y jóvenes sionistas-. Si hubiera otra manera de reducir nuestra atroz tasa de desempleo del doce coma ocho por ciento, sería el primero en hacerlo. En este momento, Francia tiene que ponerse en pie, volver a tomar parte en el mercado global, y no hay nada más importante que eso.
En la multitud muchos asintieron, pero los jóvenes sionistas coreaban: “No más campos!”
El ministro se dirigió a ellos
– No existen respuestas simples ante la inmigración. Ojalá fuera así
Abrazó a un gimoteante bebé que le tendió una madre sudorosa. Tomándose todo el tiempo del mundo, acunó al bebé como un experimentado abuelo. Luego lo besó en las mejillas, lo arrulló y se lo devolvió con cuidado a su encandilada madre
– El diálogo es el fundamento de nuestra república.-Sonrió a los sionistas-. Hagan llegar sus preocupaciones a mi despacho.
Tuvo que admitir que Cazaux era bueno. Se trabajaba bien a las masas. Varios fotógrafos lo cazaron hablando seriamente con un joven sionista. Para cuando se disolvió el atasco, incluso el estruendo de los sionistas casi había cesado.
A una señal de los guardaespaldas, Cazaux saludó con la mano, subió a la limousine y salió a toda velocidad calle abajo. Se dio cuenta de que todo el incidente había durado menos de quince minutos. Su experto manejo de la violencia potencial disparó su inquietud. Había manipulado la volátil situación casi como si la hubiera planeado él mismo. Se preguntó cuándo se había vuelto tan cínica.
Delante de ella había un hombre que llevaba una boina azul ladeada.
– Como en los viejos tiempos. Sólo que está vez igual lo hacen bien-dijo, murmurando. Tenía el rostro contorsionado por el odio
“Hay negros y árabes por todos los sitios-continuó-. Mi pensión de veterano de guerra es la mitad de lo que consiguen los negros. Meten ruido durante toda la noche y ni siquiera hablan francés.
Ella se volvió hacia otro lado y miró directamente a los ojos de Leif, el skinhead del pantalón de cuero de Les Blancs Nationaux. Estaba en pie junto a la entrada de un lúgubre hotel particulier y la observaba. Aunque iba vestida con un traje rojo, maquillaje y tacones en lugar del cuero, el pintalabios negro y las cadenas, no iba a quedarse a ver si la reconocía.
Cuando volvió a mirar se había ido. Se sintió rodeada por el olor a sudor rancio y a lana húmeda. Se quedó paralizada cuando vio su cresta aparecer por encima del hombro del anciano.
– Salauds! – maldijo el viejo a la multitud que se empujaba, sin que Aimée supiera muy bien a quién se refería.
Tenía mucho miedo. N esa calle angosta y abarrotada, no tenía adónde ir. Se agazapó detrás del anciano, se quitó la chaqueta roja, y se colocó un gorro marrón de esquiar sobre el pelo. Le dio un escalofrío al quedarse vestida con una camiseta de seda color crema bajo la persistente lluvia, se colocó unas gafas de gruesa montura negra y se mezcló con la multitud lo mejor que pudo.
– Despidieron a mi hijo, pero él no recibe ese abultado cheque de bienestar social que esos negros consiguen sin hacer nada-gritó el viejo
Aimée sintió unos dedos que la palpaban por debajo de la blusa, pero no podía ver a quién pertenecían. Se inclinó, abrió la boca y mordió con todas sus fuerzas. Alguien aulló de dolor y la multitud se desperdigó asustada. Aimée se abrió paso a codazos a través de la muchedumbre que rezongaba. No se detuvo hasta que llegó al metro, donde deslizó su pase en la canceladora y corrió hasta el andén más próximo. Ráfagas de aire caliente salían de los conductos de ventilación embaldosados cuando los trenes se detenían y partían. Se quedó en pie delante de ellos hasta que se le secó la blusa, dejó de temblar y tramó un plan.
Miércoles a mediodía
Aimée trabajaba con el ordenador en su apartamento y desde él accedía a la actividad de la tarjeta de crédito de Thierry Rambuteau, a sus multas de aparcamiento e incluso a su pasaporte. Conducía un Porsche clásico del 59, vivía con sus padres y la noche anterior había estado cenando en Le Crepuscule en la orilla izquierda del Sena y había utilizado su tarjeta American Express.
La mañana del miércoles anterior, el día en el que asesinaron a Lili, la tarjeta mostraba un pago por gasolina en la autopista A2 cerca de Amberes, en Bélgica. Le daba tiempo a conducir hasta París a última hora de la tarde. Repasó el resto con el cursor y estaba a punto de rendirse, cuando solo por asegurarse comprobó la actividad de su pasaporte. Ahí estaba. Entrada en Estambul, Turquía, el sábado de hacía una semana y no existía registro de la vuelta. Aunque la mayoría de los países no sellaban el pasaporte al partir, pensó que no había duda sobre por qué estaba bronceado la primera vez que lo vio en las oficinas de Les Blancs Nationaux. También se podía tratar de una posible coartada.
Tomó un trago de la botella de agua y llamó a Martine en Le Figaro.
Martine la hizo esperar un momento y se dirigió a ella por teléfono
– Esto es lo que he encontrado. Como si de una pieza de relojería se tratara, todos los meses se produce un ingreso en la cuenta de la DFU. Es decir, la Deutsche Freiheit Union, los fascistas que hacen salir a los turcos de sus casas incendiándolas. ¿Por qué estás investigando a este tipo? Solo es curiosidad
– Es sospechoso del asesinato de una mujer judía-replicó Aimée.
– Deja que lo adivine-Martine bostezó-. En realidad es judío
Aimée se atragantó y casi deja caer la botella de agua
– Es un punto de vista irónico en el que yo no había pensado
Ahora Martine se encontraba despierta.
– ¿De veras? Solo estaba bromeando; le daría una excusa para sentirse jodido
– ¿Tanto como para estrangular a una mujer y grabarle una esvástica en la frente?-dijo Aimée
– ¡Dios! Me lo contó Giles, está en su reportaje de la edición vespertina del domingo. ¿Crees que los hizo?
– Martine: esto es entre tú y yo. Nada de Giles-dijo Aimée con rotundidad. Mientras hablaba tecleó el nombre de Claude Rambuteau en el ordenador-. ¿Por qué iba el padre de Thierry…?
– Un momento, Aimée. ¿Quién es su padre?
– Según la solicitud de Thierry para American Express, su padre es Claude Rambuteau-dijo al tiempo que descargaba la información desde su pantalla.
– ¿Te preguntabas por qué iba a tener una cuenta conjunta con su hijo Thierry y por qué iba a recibir dinero de la DFU?-preguntó Martine
– Por ahí iba, si-dijo Aimée-. Mejor voy y se lo pregunto
La lluvia salpicaba sobre los adoquines mientras Aimée corría hacia el número doce. Pulsó el portero automático junto al nombre borroso de Rambuteau, se ajustó la falda larga de lana y se remetió el pelo peinado con pinchos debajo de una boina de lana a conjunto.
Se materializó la silueta de una figura más bien pequeña, recostada contra la puerta de cristal esmerilado. Un hombre fuerte, bajito, con pelo cano, gafas oscuras y vestido con un moderno chándal, entreabrió la puerta
– ¿Sí?- Permanecía parcialmente entre las sombras de la puerta
– Soy Aimée Leduc, de Leduc Investigation-dijo entregándole su tarjeta-. Me gustaría hablar con Thierry Rambuteau
– No está, no vive aquí, ¿sabe?-dijo el hombre. Ya lo había cogido en una mentira
– ¿Puedo entrar un minuto?-dijo sin alterar la voz. Tenía la boina empapada
– ¿Hay algún problema?-dijo
– No exactamente. Estoy trabajado en un caso y…
– ¿De qué va todo esto?-la interrumpió él
– A Lili Stein, una anciana judía, la asesinaron cerca de aquí. Una sinagoga local ha contratado mis servicios.-Ella echó un vistazo hacia el interior del pasillo. Del perchero del vestíbulo colgaba un abrigo militar de cuero negro-. Ese abrigo es de su hijo, ¿verdad? Deje que hable con él.
El negó con la cabeza
– No está. Ya se lo he dicho
– Me gustaría aclarar algunas cuestiones, Monsieur Rambuteau. Usted puede ayudarme.- Se acercó a él-. Me estoy mojando terriblemente y le prometo que me marcharé después de hablar con usted.
– Solo un momento-dijo él encogiéndose de hombros.
Echó a andar por delante de ella, arrastrando los pies y la condujo al interior de un comedor de diario inmaculadamente limpio. Sobre una larga mesa con tablero de melanina se encontraba dispuesto un único servicio. Junto a una bandeja con dibujos de girasoles, taza y platillo a juego y un vaso de vino vacío, había frascos de píldoras multicolores. El aroma de unas rosas amarillas emanaba de un jarrón envuelto en plástico de burbujas junto a la ventana.
El hombre le indicó con un gesto que se sentara en un sofá al lado de la ventana. Se inclinó hacia adelante y se quitó las gafas oscuras. Desde la cocina le llegaba el monótono tictac del reloj. Montones de papeles y una caja de cartón llena de recortes de prensa amarillentos se extendían por el suelo.
Aimée abrió su mojada mochila y sacó una libreta empapada
– En este papel mojado se correrá la tinta. ¿Le importaría que le pida un poco de papel seco?-dijo Aimée apurada
Monsieur Rambuteau dudó un momento
– Encima de esos montones tendrá que haber algún folio. Estaba escribiendo una lista- señaló
– Merci.- Se estiró para llegar a la pila más cercana. El folio vacío estaba sobre ella. Lo cogió junto con una carpeta para apoyarlo
El retorcía nervioso los nudillos de su dedo anular
– ¿Está usted investigando al grupo de Les Blancs Nationaux?- Su voz o ocultaba una nota de angustia
– Estoy explorando todas las posibilidades-replicó Aimée con calma
Rambuteau dejó escapar un suspiro y descansó las palmas sobre la inmaculada mesa blanca situada frente a Aimée
– Mi mujer acaba de fallecer.-Señaló una fotografía en un marco de plata situada sobre una alacena con el frente de cristal-. Debo ir al Père-Lachaise; hoy es su funeral
– Lo siento mucho, Monsieur Rambuteau-dijo ella
En la foto, una mujer con delgadas cejas perfiladas, vestida con pantalones brillantes de cuero y un jersey con pedrería, aparecía con un corte de pelo tipo casquete. Sus ojos aparentaban sorpresa, lo cual Aimée atribuyó a un lifting.
– Son sus cosas-dijo él señalando los montones de papeles
– Sé que no es un buen momento, así que seré breve-dijo ella-. ¿Conocía su hijo a Lili Stein?
– A veces mi hijo se deja llevar. ¿Se trata de eso?-dijo
– Se lo diré de otra manera, Monsieur Rambuteau: su casa no está lejos de la tienda de la víctima en la rue des Rosiers. ¿Conocía Thierry a Lili Stein?
– Yo no sé si la conocía o no. Pero lo dudo
– ¿Por qué lo dice?-dijo Aimée
– No podía, digamos, tener contacto con los judíos-dijo Monsieur Rambuteau
– ¿Podría llevar sus sentimientos hasta el extremo?
Monsieur Rambuteau desvió la mirada sobresaltado
– No. Nunca. Le he dicho que puede dejarse llevar, pero eso es todo. Es culpa mía, en realidad. Yo lo he animado. Bueno, al principio me alegré de que se metiera en política. Una buena causa
Obviamente, de casta le venía al galgo. Aimée se esforzó por hablar en un tono neutro
– En su opinión, ¿una buena causa incluye grupos a favor de la supremacía aria?
– Yo no he dicho esos-dijo con un carraspeo-. Al principio, Thierry y yo hablábamos sobre su ideología. Hay algunos puntos de su programa, se esté o no de acuerdo, que tienen sentido. Está claro que no disculpo la violencia, pero, que yo sepa, Thierry no ha tenido nada que ver con ellos últimamente. Su campo es la filmación.
– ¿Diría usted, Monsieur Rambuteau, que la educación de su hijo se produjo en un ambiente políticamente conservador?-dijo
El enarcó las cejas y se encogió de hombros
– Digamos que servimos le sucre à droite, y no à gauche.
Se estaba refiriendo al azúcar blanco y al moreno, la metáfora para referirse a los conservadores de la derecha y a los socialistas de izquierda. Sabía que en muchos hogares las inclinaciones políticas se identificaban con el tipo de azúcar que se encontraba en los azucareros.
– ¿Tenía su esposa las mismas ideas?-dijo ella
– No me avergüenza decir que teníamos en buena consideración al mariscal Pétain y su Gobierno de Vichy. Usted no ha vivido una guerra. Usted no podrá entender cómo intentó el mariscal limpiar la reputación de Francia-dijo él
Aimée se inclinó hacia adelante
– ¿Es por eso por lo que Thierry recibe fondos de una organización alemana de extrema derecha y por lo que usted apoya a Les Blancs Nationaux?
El achicó los ojos
– No puede usted probarlo
– No es demasiado difícil comprobar que a Les Blancs Nationaux los financia el grupo de supremacía aria de la DFU. Y seguro que eso molesta a los que todavía recuerdan a los alemanes como nazis y “boches”.
Las mejillas de monsieur Rambuteau se habían puesto rojas y su respiración se había vuelto dificultosa. Tomó el frasco de píldoras amarillas de encima de la mesa que tenía delante. Lo agitó para sacar tres, se sirvió un vaso de agua y las tragó de golpe. Su débil respiración era entrecortada.
Finalmente, tomó aire y juntó las manos
– Estoy enfermo-dijo-. Será mejor que se vaya.- Se levantó haciendo un esfuerzo evidente y la acompañó a la puerta-. Mi hijo no sería capaz de hacer daño a nadie-dijo. Aimée vio el dolor en sus pequeños ojos cansados.
– No me ha convencido, monsieur.-Se ajustó la boina y lo miró resuelta-.Volveré
El cerró la puerta y Aimée anduvo bajo la lluvia incesante hasta la parada del autobús
Con la ayuda de René y su habilidad con el ordenador, demostraría que Les Blancs Nationaux existían gracias al dinero neonazi. Veinte minutos más tarde bajó del autobús en la calle St. Louis cerca de su casa y entró en el café de la esquina de su calle. Chez Mathieu le resultaba más apetecible y cálido que su apartamento.
– Bonjour, Aimée-la saludó un hombre bajo y fornido vestido con un delantal blanco que jugaba a la máquina de dardos en un rincón. Sonaba un tintineo de campanillas cuando los darlos daban en el blanco.
– Ca va, Ludovice? Un café crème, por favor.
El asintió. El café estaba vacío
– Tengo unos huesos para tu chico.-Se refería a Miles Davis
– Merci.-Aimée sonrió y escogió una mesa junto a las empañadas ventanas que daban al Sena. Extendió sus papeles para que se secaran y sacó el ordenador portátil, pero la encimera de mármol estaba pegajosa y necesitaba cubrirla con algo. Sacó algo de papel y se dio cuenta de que lo que tenía en las manos era el folio de monsieur Rambuteau. Y también la carpeta, que había cogido por error. La abrió
Las listas con las posesiones personales de Nathalie Rambuteau llenaban dos páginas. Sobados guiones de cine y viejos programas de teatro se alineaban en la carpeta junto a dos fajos de fotocopias, uno de los cuales llevaba la etiqueta: “Últimas voluntades y testamento”. Aimée lo abrió con curiosidad. En la parte superior se encontraba un codicilo con fecha de tres meses antes: “Enferma terminal, yo, Nathalie Rambuteau, no puedo mantener en secreto los orígenes de mi hijo con la conciencia tranquila. No puedo romper la promesa que hice a la madre biológica de mi hijo. Tras mi fallecimiento, solicito que mi hijo sea informado sobre sus verdaderos progenitores”.
Grapada en la parte posterior había una nota escrita con caligrafía alargada: “S:S.carta con el notario Maurice Barrault”. Aturdida, se acomodó en el asiento. ¿Quién era la verdadera madre de Thierry?
– Ça va? – le preguntó Ludovice cuando le puso el café sobre la mesa
– ¡Dios! No sé. ¿Tienes un cigarro?
– Pensaba que lo habías dejado.-Se frotó las manos mojadas en el delantal y metió la mano en el bolsillo
– Pues sí.-Aceptó un Gauloise sin filtro y él se lo encendió. Mientras inhalaba profundamente, el acre humo le golpeó la garganta y sintió la familiar sacudida cuando llenó sus pulmones. Exhaló el humo saboreándolo.
Aimée le señaló una silla. Se desató el delantal, se sentó y encendió un cigarrillo
– Deja que te pregunte una cosa…-comenzó a decir ella
– Tomamos algo. Yo te invito.-Cogió una botella de Pernod y dos vasos de chupito y lo sirvió-. ¿De qué se trata?
El café vacío estaba silencioso a no ser por la lluvia que rebotaba en el tejado
– ¿Crees en los fantasmas?-preguntó Aimée-. Porque creo que yo estoy empezando a hacerlo
Aimée abandonó el café cuando dejó de llover y entró en su piso con aire cansado. Antes de que pudiera desprenderse de sus ropas húmedas, comenzó a sonar el teléfono
Contestó. La enfermera a la que había dado unos cuantos francos para que la informara de cualquier cambio en el estado de Soli Hcht le hablaba deprisa.
– Soli Hecht ha salido del coma hace quince minutos-dijo
– Voy ahora mismo
Se puso rápidamente unos pantalones negros y botines rojos de lona, se enrolló al cuello un pañuelo de Channel bajo la chamarra vaquera y bajó corriendo los dos tramos de escaleras de mármol. Su ciclomotor se tambaleaba y rebotaba sobre los irregulares adoquines del muelle. Al cruzar el Sena, el aire renovado por la lluvia se mezclaba con un ligero olor a cañería. Su padre lo llamaba “el perfume de París”. Se mantuvo en las calles pequeñas del Marais. En el exterior del hospital St. Catherine, empotró el ciclomotor contra otros en fila y lo aseguró.
El olor a tabaco y el timbre amortiguado de un altavoz la saludaron cuando apareció en el quinto piso del hospital. Ceniceros desbordados ensuciaban la sala de espera cerca de una fila de tiestos con plantas marchitas.
Se dirigió a grandes zancadas sobre el gastado linóleo hacia la habitación 525. Sonaban estridentes zumbidos al tiempo que un equipo de enfermeras y médicos pasó volando a su lado
– ¡Attention! Liberen el paso-gritó un médico que pasó junto a ellos empujando una unidad médica
Ella lo siguió mientras sentía un terrible presentimiento. Un médico estaba arrodillado junto a un policía vestido con uniforme azul, caído sobre el linóleo.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó con preocupación.
– No estoy seguro-dijo el doctor intentando encontrarle el pulso.
Ella entró corriendo en la habitación 525. Hecht yacía desnudo, a excepción de una ligera sábana que le cubría desde la cintura y tenía su cuerpo blanco lechoso conectado a cables y tubos. Le brillaba la piel a consecuencia del sudor. Su antebrazo mostraba la marca de un pinchazo y una burbuja de sangre.
Salió al pasillo a toda velocidad
– ¡Doctor! ¡El paciente necesita atención!
Sorprendido, el médico hizo un gesto con la cabeza a la enfermera y entraron
Aimée cogió la radio sujeta al bolsillo del policía y encendió el botón de transmisión
– Se necesitan refuerzos; un ataque en el quinto piso contra Soli Hecht. Hay un agente caído. ¿Lo tienes?
Lo único que oyó fueron interferencias. Al meter la mano en el bolsillo del policía, encontró una pistola de frío metal. Se preguntó por qué un policía de París iba a llevar una Beretta 765. Los policías no llevaban este tipo de armas. Ni siquiera se les concedían armas de fuego. La deslizó en su propio bolsillo.
Más interferencias y por fin una voz
– Oído. Se encaminan refuerzos. ¿Quién llama?
Pero Aimée se encontraba a los pies de la cama donde los médicos y enfermeras se afanaban con Soli Hecht
– Adrenalina a la de tres-dijo un médico situado cerca del pecho de Soli, el cual respiraba espasmódicamente
Ella miró la burbuja de su brazo, ahora hinchada y de color púrpura, y escuchó su trabajosa respiración. Los hundidos pómulos de Soli se contraían al tratar él desesperadamente de succionar aire. En sus ojos había un destello de lucidez.
El doctor levantó la vista
– Será mejor llamar al rabino. Que vaya a alguien a ver. ¿Hay alguien de la familia?
Aimée ignoró los latidos de su corazón y se adelantó
– Soy su sobrina. Mi tío se encuentra bajo protección las veinticuatro horas, pero alguien ha llegado hasta él. Le han inyectado alguna droga
El médico le disecó una mirada inquisidora
– ¿Quiere decir que lo que tiene en el brazo…?-Cogió el expediente de Soli que estaba colgado de la cama-. No responde. Compruebe la solución intravenosa.
– ¿No pueden hacer nada?-Aimée se dirigió hacia la cabecera de la cama con un sentimiento de culpabilidad por mentir. Soli fijó en ella su mirada y ella le devolvió el gesto
– Las respuestas vitales son mínimas-dijo el médico
Aimée se inclinó y acarició con delicadeza el brazo de Soli, el cual estaba frío y húmedo. Le molestaba su mala conciencia, pero no sabía qué otra cosa hacer para saber qué ocurría-. Soli, ¿qué significa esa foto?- le susurró al oído.
Soltó los brazos de los tubos y los agitó de manera incontrolada. Intentó aproximarse a ella
– Usted lo sabe, ¿verdad, Soli?-Ella intentaba buscar la respuesta en su mirada-. Por qué mataron a Lili
Sus afiladas uñas se le clavaban como agujas en la piel. Aimée hizo una mueca de dolor e intentó echarse hacia atrás, pero él la trajo más cerca
– No…deje que…él…-le dijo al oído con voz rasposa
– ¿Quién?-dijo Aimée cuando su aliento árido le golpeó la mejilla
Alguien le tocó el hombro
– Está aquí el rabino. Deje que su tío rece con él.
Soli puso los ojos en blanco.
– Dígame, Soli, dígame…-Pero las enfermeras comenzaban a retirarla.
El movió la cabeza y tiró de Aimée con más fuerza, arañando su piel con las uñas
– ¡Dígalo! ¡Diga su nombre!-suplicó Aimée
Soli agitó el otro brazo escarbando en la sábana
– Lo…
– ¿L´eau, Soli? ¿Agua?-dijo ella-. ¿Qué quiere decir?
El pestañeo varias veces y luego su mirada se tornó vacía. El monitor del ritmo cardíaco registró unas líneas planas. De la naríz de Soli brotaba un reguero de sangre. Con cuidado, el médico levantó los dedos de Soli del cuello de Aimée
– Yit-ga-dal v-yit-ka-dash shemei.-El rabino entonó la oración por los difuntos al entrar en la habitación
La enfermera condujo a aimée al pasillo, donde se recostó temblando en las rayadas paredes. Había visto morir a su padre frente a ella. Y ahora a Soli Hecht
Sentía el cuello en carne viva. Como su corazón. Otro callejón sin salida. Solo pedía agua.
El rabino metió el libro de oraciones bajo el brazo y se le unió en el pasillo. La miró durante un rato
– Usted no es la sobrina de Soli. Toda su familia murió en la cámara de gas en Treblinka
Aimée sintió que se le tensaban los hombros. Miró a un lado y otro del pasillo y se preguntó por qué no habían llegado los refuerzos policiales
– Rabino: a Soli Hecht lo han asesinado
– Más vale que tenga usted algo más que un simple chutzpah como para mentir en el lecho de muerte de un hombre y luego decir que lo han asesinado. Explíquese
O bien la capacidad de reacción de la policía había disminuido o ella no había hablado realmente por una radio de la policía. Comenzó a sentirse cada vez más inquieta
– Estoy dispuesta a explicarlo, pero aquí no -dijo-. Andemos por el pasillo despacio, hasta la recepción y el ascensor
Pasaron junto a la UVI móvil medicalizada, abandonada ahora en el medio del pasillo
– Me ha contratado el Templo de E´manuel para que investigue
El rabino abrió unos ojos como platos
– ¿Quiere decir que esto tiene algo que ver con el asesinato de Lili Stein?
Aimée asintió
– ¿No vio usted que el policía que vigilaba la habitación yacía inconsciente en el suelo? ¿Y la marca del pinchazo en el brazo de Soli, un trabajo chapucero hinchando como si fuera una pelota de golf?
El rabino asintió despacio
– Alguien empujó a Soli contra el autobús-dijo ella-. No salió bien, así que cuando salió del coma, acabaron con él con una inyección letal. Por desgracia, llegaron antes que yo. No sé de qué manera, pero tiene que ver con el asesinato de Lili Stein. ¿Pudo él hablar?
El rabino negó con la cabeza
– Iba y venía. Nunca recobró la conciencia
Del pasillo les llegó ruido de voces. Varios policías vestidos de paisano avanzaban por el pasillo a grandes zancadas. ¿Por qué no había llegado una patrulla uniformada? Se incrementaron sus sospechas. Aimée se volvió de espaldas a ellos, inclinó la cabeza y agarró al rabino del brazo
– Vayamos despacio hacia las escaleras. No quiero que me vean. ¡Por favor, ayúdeme!-le susurró al oído
El rabino suspiró
– Es difícil creer que alguien pudiera maquinar todo esto
La empujó ligeramente hacia delante. Anduvieron cogidos del brazo hacia las escaleras mientras ella escondía su rostro entre su rasposa barba grisácea. Cuando escuchó las interferencias y los crujidos de las radios de la policía por el pasillo, refugió la cabeza aún más en su hombro.
– Solo la estoy ayudando porque Soli era un buen hombre-siseó el rabino al doblar la esquina. Se acercó sigilosamente a las escaleras, bloqueando así la visión, mientras Aimée reptaba escaleras abajo. Se movía tan rápida y silenciosamente como se lo permitían las viejas escaleras.
– Perdone, rabino. ¿Dónde está la mujer con la que estaba usted hablando?-le preguntó al rabino alguien con voz alta
– Ha ido a lavarse la cara a los aseos-escuchó que él contestaba
En el piso de abajo, Aimée avanzó rápidamente por una pasarela peatonal de cristal, hasta la parte antigua del hospital. Una vez en el exterior, soltó el ciclomotor y examinó la zona
Unos pocos coches de policía camuflados estaban estacionados a la entrada el hospital, pero ella no vio a nadie. Un olor penetrante a lejía emanaba de la lavandería del viejo hospital. Arrancó accionando el pedal y avanzó por la rue Elzevir flanqueada por árboles, tranquila a esta hora de la tarde.
Los de la Comisaría de la Policía no llevaban Berettas. Lo hacían los matones profesionales, eso ya lo sabía. El motor de una motocicleta aullaba ruidoso tras ella. Pocos coches transitaban la estrecha rue Elzevir. El motor desminuyó la velocidad y luego rugió una vez más. De repente, de un callejón salió un coche como una flecha y se cruzó delante de ella. Solo vio la ventana tintada del coche antes y la lanzara por los aires. Durante los tres segundos que se mantuvo suspendida en el aire, vio todo a cámara lenta mientras se daba cuenta de que la motocicleta se alejaba a toda velocidad.
Se protegió la cabeza y dio un salto mortal. Se golpeó los hombros contra el parabrisas de un coche estacionado. Inhaló la fetidez de la goma quemada antes de golpear con la cabeza el espejo retrovisor, como un martillo. Sintió que el dolor se le extendía por todo el cráneo. Cayó del capó rodando.
Se derrumbó sobre la acera, conmocionada, comprimida entre un neumático lleno de barro y el desagüe de piedra. El coche se detuvo y dio marcha atrás acelerando el motor a tope. Mareada, se arrastró por encima de los grasientos restos de aceite y rodó hasta situarse debajo de un coche aparcado. Apenas cabía. Sacó la Glock de 9 mm de la chamarra vaquera y deslizó el seguro. La puerta del coche se abrió y sonaron unos pasos cerca de su cabeza sobre la acera.
Temerosa hasta de respirar, vio los talones de un par de botas negras. Tendría suerte si podía dispararle en el pie. Ruidosas sirenas de la policía atronaban calle abajo. Tiraron un cigarrillo rubio a la acera junto a ella que se apagó en un charco. Se oyó el chasquido de la puerta al abrirse y después el coche se alejó a toda velocidad.
Volvió a colocar el seguro de la pistola y salió despacio de debajo del coche rodando. Le dolía la cabeza. Le temblaban tanto las rodillas que se tambaleó y se cayó sobre un desagüe. Se quedó allí tendida, mientras esperaba que dejara de latirle el corazón a tanta velocidad. Manchas de grasa y aceite cubrían sus pantalones negros y tenía las manos sucias de algo marrón que olía sospechosamente a mierda de perro. Cogió la empapada colilla del cigarrillo. Solo un matón bien pagado podía permitirse el lujo de fumar lujosos cigarrillos rubios Rothmans de importación.
Aimée llamó a la puerta de cristal esmerilado. Mantenía la vista fija en la silueta borrosa que se veía en el pasillo
– Necesito hablar con usted, monsieur Rambuteau-gritó-. No voy a marcharme hasta que lo haya hecho
Por fin se abrió la puerta y ella miró fijamente al rostro del corpulento monsieur Rambuteau
– ¡Nom de Dieu! ¿Qué ha ocurrido…?
– ¿Quiere hablar del testamento de su esposa en la calle?
Una expresión de dolor y miedo surcó sus rotro. Abrió más la puerta y se dirigió al cuarto de estar arrastrando los pies
A Aimée le retumbaba la cabeza sin cesar
– ¿Tiene una aspirina?
El señaló un frasco sobre la mesa. Aimée extrajo dos, las tragó con agua y se sirvió hielo del congelador
– Merci-dijo. Metió un hielo en una bolsa de plástico limpia, la retorció y se la aplicó sobre el chichón de la cabeza con una mueca de dolor
– ¿Quiénes son los verdaderos padres de Thierry Rambuteau?
El se sentó pesadamente
– ¿Ha sido mi hijo el que le ha hecho esto?
– No es eso lo que le he preguntado, pero, ciertamente, está en la lista
– Deje en paz el pasado-dijo él
– Esa frase está empezando a resultarme monótona-dijo ella-. No me gusta que la gente intente matarme por demostrar curiosidad
Sacó la carpeta y la dejó de golpe sobre la encimera de melamina blanca
– Si no me lo dice usted, lo hará el abogado, monsieur Barrault
– ¡Lo ha robado!-la acusó monsieur Rambuteau
– usted me dejó que lo utilizara, si quiere que hablemos con propiedad.-Puso despacio su Glock sobre la fuente con los girasoles, sin dejar de mirarlo a la cara. Tenía la mitad del cráneo congelada por el hielo y en la otra mitad sentía un dolor sordo y continuo-. No estoy amenazándole, monsieur Rambuteau, pero pensaba que le gustaría ver los métodos de los muchachos cuando necesitan información. Aunque yo fui a una escuela de detectives de pago. Nosotros preguntamos primero-dijo.
Le temblaba la mano cuando cogió un frasco de pastillas amarillas
– Estoy evitando que se lea el testamento de mi mujer, con una orden judicial, así que cualquier cosa que haga usted no importará
– Yo lo recurriré como información de dominio público-dijo ella-. Dentro de tres días, monsieur, se podrá publicar como un documento legal. ¿Qué esconde usted exactamente?
– Nathalie era muy inocente, demasiado confiada.-Movió la cabeza de un lado a otro.-Mire, la contrataré. Le pagaré para evitar que se más daños. Hace más de cincuenta años que acabó la guerra, la gente ha rehecho sus vidas. Es mejor que algunos secretos permanezcan así. Por lo menos los de mi hijo.
– Hasta ahora han asesinado a dos judíos, y yo soy la siguiente-dijo ella. ¿Cuánto le costaría llegar hasta él?-. Mejor que empiece a hablar porque todo apunta a Thierry Rambuteau. ¿Quién es?
El miró furtivamente a su alrededor, como si alguien pudiera estar escuchando
– No tenía ni idea de que Nathalie había cambiado el testamento-dijo él-. Nunca nos mostramos de acuerdo con especto al cambio. Quizá había bebido. ¿Por qué tienen que permanecer con nosotros toda la vida los errores que cometemos cuando somos jóvenes?
Ella no estaba segura de lo que quería decir, pero parecía fatigado y se secó la frente
– Al grano, monsieur.-Le retumbaba la cabeza y su paciencia se estaba agotando-. ¿Quién es?
– Durante la guerra, Nathalie era actriz. Yo me ocupaba de la iluminación y era cámara para Coliseum. Trabajamos con Allegret, el director, en la misma compañía que Simone Signoret.-Una sonrisa melancólica le surcó el rostro-. Nathalie nunca se cansaba de contárselo a todo el mundo. En cualquier caso, acusaron a Coliseum de ser una productora colaboracionista, y luego se convirtió en Paricor. Pero nosotros solo habíamos las películas y Göbbels la propaganda. Al igual que todo el mundo en Francia, teníamos permiso de la Gestapo para todo lo que hacíamos. En ese momento, para cortarse las uñas se necesitaba la aprobación de la Kommandatur de la Gestapo, así que nunca entendí todo ese lío de los colaboracionistas. Todos lo éramos, visto así.
Puede que fuera cierto, pero le recordaba al chiste sobre la Resistencia. Menos de un cinco por ciento de los franceses habían pertenecido a ella en algún momento, pero si hablabas con cualquiera que tuviera más de sesenta años, todos habían tenido el carnet.
El hizo una pausa, su rostro estaba inundado por la tristeza.
– El caso es que, en el momento de la liberación, tuvimos un niño que nació muerto. Mi mujer no pudo superarlo, pero entonces, ya sabe, muchos bebes nacieron muertos durante la guerra. Puede que fuera por la falta de comida. Pero Nathalie se sentía terriblemente culpable. Cuando se produjo la liberación, todos estaban locos de contentos. Nuestros salvadores, los aliados, bailaban al son de los repiques de campanas, y aquí estaba ella, a punto de suicidarse.
Tenía la respiración entrecortada y el rostro sofocado
– En las calles se veían desfiles de mujeres con la cabeza afeitada que se habían acostado con los nazis
– Monsieur, ¿quiere un poco de agua?-interrumpió ella. Le pasó la botella de píldoras amarillas desde el otro lado de la mesa
– Merci-dijo él al tiempo que tragaba el agua junto con más pastillas.
– ¿Qué tiene eso que ver con Thierry?-dijo ella
– Una noche alguien llamó a nuestra puerta. La pequeña Sarah, casi una niña en realidad, sostenía a un bebé en sus brazos. Yo conocía a su padre, Ruben
– ¿Sarah?-¿Dónde había oído ese nombre? Algo se encendió en su cerebro: ¡lo había visto en la lista de Lili junto al de Hecht!-. ¿Cómo se apellidaba?
Claude Rambuteau movió la cabeza
– No me acuerdo. Su padre trabajaba de cámara antes de la guerra. Era judío, pero…-Se le empañaron los ojos y continuó hablando-. El caso es que fue una gran sorpresa. No la había visto desde hacía años. Le habían afeitado la cabeza y tenía una horrible cicatriz de una esvástica grabada en la frente. Lloraba y gemía delante de nuestra puerta: “Mi bebé tiene hambre, se me ha secado la leche, se va a morir”. El bebé lloraba lastimosamente. Me dí cuenta de que en su rasgado vestido se notaba una silueta más oscura, el lugar en el que había estado cosida una estrella. Le pregunté dónde estaba su familia. Lo único que hizo fue mover la cabeza de un lado a otro. Entonces me dijo que nadie le daba leche para su bastardo nazi.
“Le dije que no podía ayudarla. La gente podía pensar que yo era un colaborador. Especialmente porque trabajé durante toda la guerra para Coliseum. Miró a mi esposa y dijo que el bebé moriría si se lo llevaba con ella y no conocía a nadie más a quién pedírselo. Dijo que sabía que habíamos tenido un bebé, y si no podría mi mujer amamantar también al de ella. Le dije que nuestro bebé había muerto.
Rambuteau cerró los ojos
– Me suplicó, se puso de rodillas en el umbral. Dijo que sabía que con nosotros estaría seguro porque estábamos bien relacionados. Bandas de vigilantes de la Resistencia peinaban París buscando venganza. Ya le digo: era más peligroso estar en la calle después de que marcharan los alemanes, que antes, si es que pensaban que eras un colaborador.
Tomó aire y continuó hablando con determinación
– De repente, mi esposa tomó al lloroso niño en sus brazos. Se abrió la blusa e instintivamente, el bebé comenzó a mamar con fruición. Nathalie todavía tenía leche. Su rostro se llenó de felicidad. Supe que nos quedaríamos con el bebé. Así que ya ve: Nathalie es su madre real. Le dio la leche y la vida: siempre se lo dije. Nunca volví a ver a Sarah. Nos trajo al niño porque supuestamente éramos de derechas y nadie sospecharía.
– ¿Cómo pudo aceptar al bebé dada su aversión con respecto a los judíos?-preguntó Aimée incrédula
– Siempre lo he considerado un ario, porque una mitad suya lo es
– ¿Medio ario?-Aimée se incorporó en el asiento
– El producto de la unión entre una judía y un soldado alemán. Evidentemente, mi esposa había hecho la estúpida promesa a Thierry de revelarle su pasado. Algunas veces la bebida le hacía dudar.-Con gesto cansado, levantó la mano y se retiró el pelo gris detrás de las orejas. Al hombre no le quedaban ya lágrimas. Aimée recordó que Javel el zapatero había mencionado a una judía de ojos azules con un bebé.
– ¿Tenía esa Sarah los ojos de color azul brillante?-dijo ella
Monsieur Rambuteau pareció sorprendido y frunció el entrecejo
– Sí, como Thierry.-Se encogió de hombros-Es tan hijo mío como si hubiera salido de mis entrañas. Y es todo lo que me queda
– Dígale la verdad. Sea honrado-dijo ella
Monsieur Rambuteau parecía estar paralizado de terror
– No sé si podría. Verá, no sé cómo reaccionaría
– ¿Se refiere usted a reaccionar violentamente?-Ella pensó que parecía tener miedo de su propio hijo
El movió la cabeza con tristeza
– Su verdadero origen va en contra de todo aquello en lo que yo lo he educado. Y ahora se vuelve para perseguirme. Nunca tuve intención de ser tan antisemita cuando él estaba creciendo. Solo creía que las razas tenían que vivir separadas. Lo mimé, nunca pude decirle que no. Tiene mucho carácter, no sé qué hacer
Aimée estaba atónita ante la ironía de monsieur Rambuteau. Pero le conmovía el amor que sentía por su hijo, a pesar de que este fuera medio judío.
Después de un minuto de silencio, su laboriosa respiración se fue haciendo más pausada y sonrió débilmente
– Lo siento. Soy un hombre viejo y enfermo. Y estoy desesperado. La verdad destruiría a Thierry.-Suspiró-. No es fácil tratar con mi hijo. Si le hace muchas preguntas, dígale que todos los registros de nacimientos fueron destruidos por los nazis cuando abandonaron la prisión de Drancy. Es la verdad.
– Usted lo ama-dijo ella-. Pero yo no puedo ayudarle
– Se destruyeron los registros, no queda nada
Aimée sacó una fotografía instantánea de la esvástica negra pintada en la pared de su despacho
– Esta es la obra de artesanía de su hijo
El negó con la cabeza
– No es cierto, detective
– ¿Cómo lo sabe, monsieur Rambuteau?-Ella le escrutaba el rostro.
– Porque así es como pintaban los nazis en mi época
Sorprendida, ella hizo una pausa y la estudio de nuevo
– Podía haber copiado el estilo-dijo
Pero a pesar de que Aimée lo presionó, él solo agitó la cabeza
– Por lo que a mí respecta, señorita, nunca hemos tenido esta conversación. Yo lo negaré. Siga mi consejo: nadie quiere que se desentierre el pasado.
Miércoles por la tarde
Thierry Rambuteau, el líder de Les Blancs Nationaux, andaba impaciente de un lado a otro delante de un decrépito mausoleo de piedra. ¿Dónde estaba su padre? Había quedado en encontrarse con él antes del funeral de su madre.
Era ridículo. No iba a esperar más. Anduvo a grandes zancadas entre los estrechos senderos que dejaban las inclinadas lápidas en el cementerio de Père-Lachaise, se dio cuenta de que se había perdido. Cada giro que daba parecía alejarlo más del lugar a donde quería ir. Un trío de jubilados enfrascados en una acalorada conversación, se encontraba en pie sobre el sendero de gravilla y su aliento formaba nubes de vaho en el aire frío.
– Alors, ¿es este el ala oeste?-pregun´to Thierry al que tenía la pala-.Estoy buscando la fila E.
El anciano levantó la vista y asintió
– ¿Un entierro nuevo? Esta usted en el corredor este, joven, la girado usted mal hace un rato
El hombre se qui´to los pesados guantes, metió la mano en el bolsillo de su chaleco y sacó un plano de color naranja fluorescente. Sobre él se encontraban los rostros de los famosos entrerrados en Père-Lachaise. Le recordó el plano de las casas de las estrellas en Hollywood que había visto vender en Beverly Hills. Solo que estas estrellas se encontraban en las casas de los muertos. Justo en ese momento, un grupo de turistas pasó junto a ellos paseando, parloteando en holandés al tiempo que consultaban sus propios planos
– ¿Qué es esto? ¿Una visita turística?-preguntó Thierry asqueado.
El anciano encendió un Gauloise
– A los muertos no les importa.-Se encogió de hombros y le señaló su plano-. Bueno, en la de Oscar Wilde gire a la drecha. Está muy claro: es la del ángel. Es una de las atracciones, ya sabe. Y luego vaya recto hasta la cripta de mármol. Si llega hasta la Baudelaire, ha ido demasiado lejos. En ese caso gire a la derecha después de la de Colette y ya está
El viejo puso el plano en las manos de Thierry
– ¿Alguien de su familia?-preguntó
– Mi madre-dijo Thierry. Le sorprendía muchísimo que no la hubiera matado su amor por el alcohol. El cáncer lo había hecho.
– Vaya, mis condolencias. Seguro que ustedes tienen uno de esos viejos panteones familiares. Ya no quedan espacios nuevos. Pero disfrutará visitándola. Aquí no te aburres nunca, especialmente ahí, junto a la tumba de los Morrison, la estrella del rock. Ahí hay muchas fiestas nocturnas.
Thierry se puso en marcha y se detuvo junto al ángel, tal y como el anciano le había señalado en el mapa. Sobre el mármol estaban inscritos el nombre de Oscar Wilde y las fechas 1854-1900, así como la inscripción “Los que le lloren serán parias, y los parias siempre lloran”.
Había solo una rosa roja a los pies del ángel. Desoladamente, tal y como le pareció a Thierry. El sabía lo que se sentía al ver que se era un paria.
Cuando Thierry llegó al alugar en el que iban a enterrar a su madre, esperó durante largo tiempo. Por fin llegó su padre arrastrando los pies con dificultad. Monsieur Rambuteau tanía el rostro colorado, y le faltaba el aliento
– Ha sido difícil encontrar este sitio hasta con un plano-resopló-. Pero por lo menos tu madre está bien acompañada.-Señaló la lápida de Jacques Brel cubierta de grafitis unas parcelas más allá.
– ¿Por qué no cobran por entrar como en la Torre Eiffel?-dijo Thierry enfadado
Quince personas asistieron a la ceremonia. Nathalie Rambuteau,que era agnóstica, había solicitado una ceremonia simple junto a las tumbas de su familia y amigos. Aparecieron varios veteranos de sus días de cine y teatro.
Cuando Thierry y su padre se alejaban de la tumba, monsieur Barault, el abogado, le recordó que estaría en su despacho más tarde para proceder a la lectura del testamento de madame Rambuteau
Al pasar junto a la hundida lápida de Stendhal, ennegrecida y llena de malas hierbas por efecto del descuido, Thierry movió la cabeza de un lado a otro
– ¿Cómo pudieron permitir que entraran judíos?
La manera en la que su padre le agarraba del brazo se había hecho cada vez más fuerte hasta que comenzó a hacerle daño, y se apoyó con fuerza sobre Thierry en busca de apoyo. Sorprendido, Thierry miró a su padre de a la cara y vio su expresión dolorida.
– Papá.-Hacía mucho tiempo que Thierry no lo llamaba así-. Pareces enfermo. ¿Por qué no vas a casa y descansas?
Monsieur Rambuteau no contestó
Monsieur Rambuteau permaneció en silencio de regreso a su casa en el interior del Porsche de Thierry. Luego habló con voz extraña
– Cierra nuestra cuenta conjunta, Thierry. Llevaba un tiempo intentando decírtelo-dijo-. Es más seguro si das salida a los fondos de otra manera
– ¿Por qué, papá?-preguntó Thierry
– Nunca se es demasiado precavido-dijo monsieur Rambuteau. Su tono de voz cambió-. ¿Te acuerdas de cuando dábamos de comer migas a las palomas en la place des Vosgues?
A Thierry le conmovió la dulzura en la voz de su padre
– Pero eso ocurrió hace mucho tiempo, papá. Yo era un niño pequeño.
– Te encantaba hacerlo. Todas las noches, después de cenar, me suplicabas que te llevara-dijo-. Me decías que eras el niño más felíz del mundo cuando esparcías migas de pan cerca de la estatua a caballo de Luis XIII
Thierry sonrió
– Hacía años que no pensaba en eso. ¿Qué ha hecho…?
Monsieur Rambuteau se había cubierto el rostro con las manos. Le temblaban los hombros
– Papá, ¿qué ocurre?-Thierry se acercó a él y le dio unas palmaditas en el hombro-. Volveremos a vivir tiempos felices.-Se refería a las frecuentes curas de recuperación contra el alcoholismo que su madre había pasado en la clínica suiza.
Claude Rambuteau asintió con la cabeza y se frotó los ojos
– Thierry, busca un sobre azul cerca de la fotorgrafía de maman.
Thierry lo miró curioso mientras su padre se dejaba caer en el asiento del copiloto
– En el cuarto de estar, ¡no lo olvides!-Ahora monsieur Rambuteau jadeaba
“Hijo mío-gorjeó mientras Thierry detenía el coche y se hacía a un lado
Thierry rebuscaba frenético en el interior de los bolsillos de su padre
– ¡Claro, no te preocupes…! ¡Papá!-gritó Thierry
Pero Claude no podía oírlo mientras Thierry aceleraba a través de las calles medio vacías hacia la entrada de urgencias del hospital St. Catherine.
Miércoles por la tarde
Aimée se cambió de ropa y se puso unos pantalones de lana bien planchados y un impecable cardigan de cachemira. Se anudó al cuello el fular de seda de Hermés, otro de los tesoros que había encontrado en el rastro. Tomó más aspirinas a la vez con una generosa dosis de Ricard- La cabeza le ardía pero el hielo había evitado una hinchazón importante. El viejo latido había remitido y si volvía, bebería más vermut. A la vuelta de la esquina de su casa, se subió al autobús que llevaba al Palais Royal.
El bufete del notaire Maurice Barrault estaba situado a pie de calle en lo que una vez había sido un Hôtel particulier en la rue du Temple. Renovado probablemente durante los setenta, habían dividido el salón de altos techos para realizar despachos. Tal y como Aimée percibió con desagrado, se había perdido la mayor parte del encanto, pero no las corrientes de aire.
– Monsieur Barrault está reunido-le informó una cortante voz de secretaria detrás de una montura metálica de diseño.
– ¡Vaya! ¿Qué hago?-suspiró Aimée-. Se supone que van a leer hoy el testamento de mi tía. ¡Tiene que ser hoy!
– Lo siento. ¿Quiere que le dé otra cita?-La secretaria apartó unos ficheros a un lado del escritorio y sacó un dietario
Aimée se pasó los dedos por la peluca de lacio y largo cabello negro
– Pero tengo un billete para el TGV a Burdeos para dentro de dos horas
Captó con la mirada las fotos de bebé enmarcadas que adornaban la mesa de la secretaria. Los franceses adoraban a los niños y les demostraban excesivo cariño y atenciones
– ¡Mi bebé de un añito ha cogido difteria! El médico teme que se complique con neumonía
La mirada de preocupación de la secretaria asomaba detrás de sus gafas de metal
– Entiendo. Dígame su nombre, por favor-dijo
– Céline Rambuteau-dijo-. Nathali Rambuteau era mi tía
– Veré si puedo hacer algo.-La secretaria dio unos golpecitos a la silla junto a su mesa y en su voz se precibía ternura-. Calmez-vouz.
La secretaria desapareció tras un tabique de madera. Aimée oyó que se abría una puerta y luego un chasquido al cerrarse. Se levantó rápidamente y echó un rápido vistazo al fichero con alrededor de quince expedientes legales apilados junto a ellos con la etiqueta “Para transcribir”, al tiempo que echaba pestes. El testamento se encontraba probablemente justo sobre la mesa del abogado y nunca podría echarle un vistazo.
Vio que colgaban unos ficheros del cajón abierto de la secretaría. Bajo el fichero “Archivar en la sección para trámite de declaración de herederos”, había una carpeta a la que no habían empujado lo suficiente. La miró furtivamente y se sobresaltó excitada. En el centro había una ficha con la etiqueta “Nathalie Rambuteau”.
Junto a ella el teléfono sonó ruidosamente sobre la mesa. Ella dio un bote. La luz roja parpadeaba. No iba a tener tiempo de sacar la ficha de Nathalie Rambuteau. Le temblaban las manos. Sabía que la secretaria estaría de camino para contestar.
De repente, la luz dejó de parpadear y se apagó. Aimée tomó aire. Extrajo con destreza la ficha, tiró de la cubierta y echó un rápido vistazo a las hojas. Pasó las páginas rápidamente, buscando algo que tuviera que ver con Thierry. Escrituras y material legal. Nada sobre Thierry. Escuchó que se cerraba una puerta y unos tacones, tras el tabique de madera. ¿Qué historia le había hecho creer Rambuteau? ¿Había mentido para extraviarla de la verdadera pista?
Grapado en la parte trasera del testamento había un sobre con las letras “Thierry Rambuteau” escritas en caligrafía afilada. Aimée tosió para ocultar el ruido que hizo al desprenderlo y deslizarlo en su bolsillo. Al mismo tiempo que la secretaria doblaba la esquina del tabique, Aimée dejó caer el testamento en la carpeta que colgaba.
– me temo que se ha producido una complicación, madame Rambuteau.-La secretaria parecía preocupada-.El testamento de su tía tiene que ser validado legalmente
– Pero ¿por qué?-dijo Aimée
– Monsieur Barrault quería habérselo dicho, pero, por desgracia, está reunido. Le llamará más tarde
– ¿Qué tiene que ser validado?-Aimée enarcó las cejas
– Mis disculpas si todo esto le resulta inesperado…-comenzó a hablar la secretaria
– Lo que no me parece es profesional.-Aimée se levantó, se ajustó el pañuelo de seda y se dirigió a la puerta-.Necesito una explicación
La secretaria le obstruyó el paso, pero evadió su mirada
– Monsieur Barrault está reunido con un vicepresidente del Banco de Francia. Le llamará en cuanto acabe y se lo explicará
Aimée estuvo a punto de montar una escena y empujar las altas puertas de roble, pero se detuvo. Se le encendió la luz de por qué un testamento necesitaba validarse.
– Mi tío ha muerto, ¿verdad?
Loa ojos de la mujer iban de un lado a otro nerviosos y luego asintió
– Lo siento, monsieur Rambuteau ha sufrido un infarto después del funeral. Ahora se bloquea la lectura del testamento hasta que las propiedades de su tío sean sometidas a un procedimiento sucesorio
Aimée volvió a sentarse, conmocionada
– Siento que se haya enterado por mí.-La secretaria se inclinó y le acarició el brazo. Tenía una mirada amable-. Lo siento de veras.-La mujer interpretó que la sorpresa de Aimée se debía al dolor
– ¿Un infarto?-Aimée movió la cabeza de un lado a otro
– Justo después del funeral, cuando volvía a casa. ¡Y justo acaba usted de verlo en el cementerio! ¡Menudo susto!
– Y mi pobre primo, Thierry… ¡Tengo que ir con él!-Ahora más que nunca, tenía que descubrir la identidad de Thierry
La secretaria elevó las manos
– Por favor, no deje que monsieur Barrault se entere de que se lo he dicho. Mi trabajo…
– Por supuesto.-Aimée asintió y se incorporó-. Encontraré a mi primo. Esto quedará entre nosotras
Al entrar en su oficina, Aimée se alarmó instantáneamente al ver la expresión en el rostro de René. El evito mirarla a los ojos y se concentró en la pantalla del ordenador
– ¿Qué ha ocurrido, René?
El aguantó la respiración, al tiempo que inclinaba la cabeza y señalaba el fax
Miles Davis correteó ruidosamente a sus brazos cuando ella se agachó para cogerlo. La lamió y la olisqueó con su húmedo hocico
Había llegado un extenso fax de Martine, y se enrollaba hasta llegar al suelo. En la parte superior, Martine había garabateado: “He perdido el apetito… vayamos a cenar en otro momento”
Aumentadas a partir de archivos microfilmados había notas de una página de extensión con el título, toscamente impreso: Citoyen (ciudadano). Plagados de artículos vengativos y acusaciones sobre los colaboracionistas, una Francia muerta de hambre y viuda descargaba su rencor. Cada uno de los artículos estaba encabezado por un “J´accuse”.
Había fotografías de colaboradores que colgaban ahorcados en las farolas, con esvásticas pintadas sobre sus grotescas figuras; plazas de pueblo llenas de cuerpos distorsionados fusilado por pelotones de vigilancia, y grupos de mujeres con las cabezas afeitadas lapidadas por la multitud. No era de extrañar que Martine se sintiera mal.
Aimée miró con tristeza las fotos de esas mujeres, conducidas como ovejas ante un tribunal popular en el momento de la liberación. Justo lo que había dicho Claude Rambuteau. La leyenda bajo una de las fotos decía:
No solo las putas francesas se llevaron la comida de los
Alemanes mientras sus vecinos se morían de hambre, sino que las
Judías se acostaban con los nazis mientras sus familias eran
Quemadas por órdenes de la Gestapo.
Dentro de un grupo de mujeres vestidas de manera variopinta y con el cráneo afeitado, una de ellas llevaba un bebé. Parecía joven, inexpresiva y con la cabeza alta. Aimée sacó una lupa del cajón para ver los detalles con mayor claridad.
La escena captada por el fotógrafo preservaba para siempre la horrible realidad. Sobre su frente había sido grabada una esvástica. La joven madre se había desplomado en el suelo por el dolor, sosteniendo aún al bebé y manteniéndolo alejado de la multitud. ¿Sería Thierry el que estaba en los brazos de la mujer? ¿Sería está la judía que se acostaba con un nazi?
Entre la multitud se veía una joven adolescente de mirada maliciosa. De su cuello colgaba una cadena de oro con extraños símbolos. Observando con más atención a través de la lente, recordó haber visto esos mismo símbolos antes, entrelazados con las marcas de una cuerda. Reconoció esa cara. De pie entre la multitud estaba una joven Lili Stein.
– Me gusta tu teoría-dijo René. Sus dedos volaban sobre el ordenador portátil-. Les Blancs Nationaux funcionaban como un frente, financian las patrullas arias, y operan con dinero de la DFU a través de la cuenta conjunta de los Rambuteau
– Tiene sentido-dijo Aimée-. Los fondos alemanes proporcionan la cobertura perfecta para la solución final en la que Thierry cree seriamente. Ahora lo único que tenemos que hacer es demostrarlo.
René ya había comenzado a acceder desde su ordenador a la cuenta bancaria de Rambuteau.
– Sería capaz Thierry de matar a Soli Hecht por ser un cazador de nazis que se inmiscuía y a Lili Stein, como rito de iniciación-dijo
Aimée abrió la ventana ovalada que daba a la rue du Louvre. El frío de noviembre no conseguía ocultar las cuatro manos de pintura que habían sido necesarias para cubrir la esvástica. Puede que fuera su imaginación, pero todavía podía distinguir los bordes curvados.
– Mira esto-dijo entregando a René el sobre azul- Lo he robado del testamento de Nathalie Rambuteau. Aquí está la confirmación hecha por su verdadera madre.
– ¿Su verdadera madre?-dijo René. Pulsó “Guardar” en el portátil-. ¿Quién es?
– Una mujer llamada Sarah. La ironía está en que él es medio judío-dijo-. Lo mismo que dicen de Hitler
Haría que saltara la verdad de boca de Thierry. No solo mostraría su cuenta bancaria incriminatoria, sino que le mostraría el contenido del sobre
– Entonces, ¿quién es su padre?-dijo René después de leer la carta-. ¿Tienes idea?
– Un oficial de la Si-Po que deportaba a judíos del Marais-dijo ella-. Pero solo hay una forma de averiguarlo con toda seguridad. Y Thierry me ayudará a hacerlo.
Miércoles por la noche
Aimée rodeó con sus dedos el frío plástico de su Glock de 9 mm y llamó a la puerta con la mano enguantada. Apareció un pálido Thierry Rambuteau. Se la quedó mirando fijamente. Un débil rayo de reconocimiento surcó su rostro.
– ¡Usted! ¿Qué quiere?-dijo
– Tenemos que hablar-dijo ella
– ¿Quién es usted?-No parecía querer saber la respuesta porque comenzó a cerrar la puerta
Ella bloqueó la puerta con la bota, con la mano en el bolsillo sobre la pistola.
– Tengo algo que quiero que vea.
El negó con la cabeza
– Y no voy a marcharme
– Ya que insiste…-dijo él haciéndose a un lado
Ella avanzó por el pasillo. El cuarto de estar, anteriormente claro y meticulosamente ordenado, aparecía ahora apagado y sombrío. Había papeles dispersos por encima del sofá. La foto enmarcada de Nathalie Rambuteau la contemplaba desde la chimenea.
– Dígame por qué ha intentado matarme-dijo Aimée en un tono inexpresivo, con los dedos sobre el gatillo en el interior del bolsillo
– ¿Yo? Yo no-dijo. Sus salvajes ojos inyectados en sangre se movían con velocidad de un lado a otro de la habitación. Movió la cabeza con brusquedad y se pasó las manos por la barba de varios días
– ¿Quién más iba a hacerlo?-dijo ella sin soltar el gatillo
– Pensaba que sería usted una flic, pero está claro que yo no habría sacado un cuchillo. El salvaje es Leif. Intenté detenerlo, pero se desmadró
– Leif, ese de los pantalones de cuero, ¿es el que me ha estado siguiendo?
– Leif tenía razón con respecto a usted.-Se levantó y comenzó a murmurar para sí mismo, andando de forma distraída adelante y hacia atrás.
“¡Son todos unos aficionados! Tengo que trabajar más duro para que entiendan.-El la ignoraba y se puso a remover viejos recortes de periódico
Sus ojos azules brillaban con furia-. Mi obligación, mi compromiso es con la raza blanca. Trabajo para Les Blancs Nationaux por amñor y por sacrificio. ¿Quién más iba a mantener el mundo puro si no lo hacemos nosotros?
Aimée estaba atónita
– ¿Mataron a Lili Stein para mantener puro el mundo?-dijo-. ¿Diseñó usted los asesinatos de Lili Stein y de Soli Hecht y luego hizo que sus esbirros los ejecutaran? Dígame la verdad.
– ¿La verdad?-rió él-. Mi padre me advirtió. Usted busca al que se cargó a la vieja, ¿no? Esos son los dominios de Les Blancs Nationaux, pero el asesinato no es nuestro estilo.
– ¿Por qué iba a creerlo? Usted tiene un motivo-dijo Aimée-. Y no tiene una coartada real
– ¿Un motivo? Los flics me interrogaron-interrumpió irritado-. Yo estaba en Estambul, volé a Amberes, recogí unas cintas de vídeo nuevas, y regresé en coche. Está registrado mi pasaporte
Ella había visto la actividad de su tarjeta de crédito en la autopista A2 desde Bélgica el día de la muerte de Lili.
– Enséñemelo
– Se lo quedaron los flics. Vaya a pedírselo. Si surge algo jugoso, su intención es cargarme a mí con ello.-Los ojos de Thierry refulgían
– Los miembros nuevos de Les Blancs Nationaux matan como parte de sus ritos de iniciación-dijo ella-. ¡Para demostrar su compromiso!
Thierry negó con la cabeza. En sus ojos había un brillo de asombro
– La supremacía aria es algo real-dijo-. Nadie tiene que matar por ella.
Lo que le resultaba más irritante era creer que él estaba siendo honrado. Le molestaba. Había sido difícil que pudiera avanzar en la teoría de que él era el asesino.
Lo que siguió fue más duro. Era un ser humano que había perdido a sus progenitores. Tenía que llevarlo al límite, hacer que revelara la verdad, probara o no su teoría. Comenzó a hablar sin demasiadas ganas
– No es fácil hacer esto.-Estaba en pie frente a la foto de Nathalie Rambuteau
– ¿Decirme que soy adoptado?-dijo él
Ella se sorprendió: ¿cómo podía saberlo?
– Mi padre me dijo que vendría usted-dijo-. Que me soltaría unas cuantas mentiras. Ahora váyase. Juegue a los polis en otro sitio. ¡Ya sé la verdad!
Por supuesto, Claude Rambuteau habría tratado de desacreditarla. Era exactamente lo que había prometido que haría
– Mi padre murió en mis brazos-dijo Thierry. Se le quebró la voz-. Déjeme en paz. ¡Yo no he matado a nadie!
– Será mejor que lea esto-dijo ella. Sujetó más fuerte la pistola dentro de su bolsillo mientras sacaba el sobre de la letra angulosa-. Esto es para usted. Su padre tenía intención de bloquear el testamento, pero murió y ahora todo esto ha de ser validado.
Thierry parecía estar inseguro
– Por supuesto-dijo mientras abría despacio el sobre-. Yo ayudé al desarrollo de las cosas en el bufete. Creo que su verdadera madre está viva, Thierry
– El dijo que usted había intentado…-torpedeó Thierry
– Y usted es judío
– ¿Qué está diciendo?
– Técnicamente-continúo Aimée-, ya que nació de madre judía. El judaísmo sigue la línea materna. Pero usted también es alemán, ya que su padre era un soldado de la ocupación. Probablemente de la Si-Po, responsable de la Gestapo que perseguía a los enemigos del Régimen
Thierry le arrancó la carta de las manos. Se acercó hasta la ventana y la leyó. Durante lo que le pareció una eternidad, ella solo escuchó el monótono tictac del reloj de la cocina
– ¿Cómo puede ser esto cierto?-Sus ojos echaban fuego. Se sentó y releyó la carta-. ¿Todos estos años? ¡Mentiras! ¡Un atajo de mentiras ¡ ¿Por eso bebía?
– Yo no puedo contestar a eso-dio ella. Mantuvo su mirada salvaje-. ¿Qué tiene esto que ver con Lili?
– ¿Cómo voy a saberlo?-Thierry bajó la voz-. Nada tiene sentido. Es como si una ola del océano me hubiera revolcado y mis pies no tocaran la arena. No sé cómo subir para coger aire. ¿Por qué nunca me dijeron que no era hijo suyo?-preguntó entonces
Parecía sentirse desolado. Aunque sentía lástima por él, tenía que conocer la verdad
– ¿Mató usted a Lili? ¿Para dar ejemplo con su muerte?- Lo miró atentamente.
El negó con la cabeza
– ¿Desde un avión? Ya se lo he dicho: estaba volando desde…
– ¿Quién lo hizo?-interrumpió ella
– Alguien está intentando inculparme-repuso él. Comenzó a hurgar entre los papeles cerca de la ventana
– ¿Qué está buscando, Thierry?
– Algo que me diga quién soy en realidad.-Thierry recogía papeles sin tratar de mirarla-. Lo que esto revela es…- Pero no podía decirlo
– ¿Qué su madre era judía y su padre nazi?-acabó ella la frase
– ¿Qué significa eso?-dijo Thierry con una expresión extraña en la mirada. Sacó la foto de Nathalie Rambuteau del marco de plata y levantó un trocito de papel-. ¿Es este mi nombre judío?-dijo tirándoselo a Aimée
Ella lo cogió. En un trozo de papel amarillento, estaba impreso “Sarah Tovah Strauss, née 12 de abril de 1828”
– ¿Puede creérselo?-dijo él-. Ni con todo mi trabajo para Les Blancs Nationaux me he sentido realmente un nazi.-Se rió
Lanzó el marco al suelo. Nathalie Rambuteau los contemplaba fijamente desde el suelo, bajo el filtro de centelleantes fragmentos de cristal
– Puede que sea porque soy medio judío- dijo él
Odiaba ir a los Archivos Nacionales de Francia, pero si existía algún tipo de registro sobre Sarah Tovah Strauss, además de en el Centro de Documentación Judía Contemporánea, donde no había nada, este era el único lugar en el que podía encontrar algo. El viejo palacio, en el que reinaba un frío glaciar y donde los excrementos de los roedores ensuciaban las esquinas, abría hasta tarde los miércoles. Los documentos de Napoleón y de los nazis junto con la mayoría de la historia francesa llenaban gran parte de las mansiones adyacentes, el hotel de Soubise y el hotel de Rohan. Su tarjeta de acceso al nivel dos le permitía la entrada la entrada las veinticuatro horas del día.
Siguió a un empleado de mostacho fino y rizado que apestaba a guiso de conejo al ajillo. Entraron en una sala acristalada, llena de grandes mesas de lectura de madera
– Es un material bastante pesado. Utilice un carrito.-Señaló una construcción de metal de alta tecnología que parecía un coche deportivo italiano. Junto a esta zona de suelo de parquet, abierta y luminosa debido a las numerosas claraboyas, se encontraban más y más estanterías de volúmenes encuadernados en piel y tela.
Se acercó al pequeño mostrador de préstamos
– Bonjour, estoy buscando archivos de los años 1939 a 1945 de los Archivos de la Dirección General de la Policía sobre el asunto de los judíos.
– ¿Algo en particular?-preguntó la bibliotecaria-. Tenemos miles de archivos
– Strauss, Sarah Tovah-dijo Aimée
La bibliotecaria pulsó una tecla en el ordenador
– ¿Viva o muerta?
– Bueno-titubeó Aimée-, por eso estoy aquí
– Solo pregunto porque algunos de los que nos visitan ya lo saben.-La bibliotecaria sonrió comprensiva-. Encuentre el aparato AN-AJ38. La sección de los fallecidos está a la izquierda, por números impares. El pasillo 33 fila W, tiene volúmenes con los nombres que empiezan por “S”. Los desconocidos o los que se dan por muertos están a la derecha.-Señaló una zona mucho más pequeña-. Llame por favor si necesita ayuda. Buena suerte.
A la entrada de las estanterías, un cartel señalaba que las etiquetas naranjas eran documentos de las fuerzas aliadas y las verdes, eran archivos nacionales franceses. La mayoría de las estanterías estaban llenas de material etiquetado en azul. Aimée ya conocía la reputación que tenían los alemanes por registrar todos los detalles, pero esto era asombroso. Cogió un viejo volumen azul atado con una cuerda y leyó una lista de cinco páginas con los contenidos de una fábrica de relojes en el 34 de la rue Coche-Perce que pertenecía a un tal Yad Stolnitz. Habían tachado su nombre con una línea roja. A menudo pasaba a pie por la estrecha y medieval rue Coche-Perce, la cual iba a dar a la animada rue St. Antoine, llena de boutiques y restaurantes de sushi. Hubo un tiempo en el que estaba repleta de pequeñas panaderías judías y puestos de falafel.
Trepó por las pequeñas escaleras de la biblioteca y encontró el Servicio para Asuntos Judíos, del 11 al 112 de la Sicheheitsdienst-SD, los servicios de inteligencia de las SS. Entre los volúmenes con la “S”, solo los que comenzaban por “St” ya ocupaban dieciséis tomos. Cargó con cuidado el carrito con documentos amarillentos y lo condujo hasta la mesa de lectura
Aimée se sentó con tristeza y pasó una página tras otra, llenas de judíos parisinos que ya no existían. Descendía por las columnas de nombres y leía Strauss, Strausz, Strauz. Todos y cada uno de los derivados de Strauss habían sido tachados con una línea roja. Había una Sarah Strausman en la lista, pero ninguna Sarha Tovah Strauss. Después de dos horas, le dolían los ojos y se sentía culpable. Culpable de ser parte de una raza que había reducido a cenizas generaciones completas y de haber hecho que vertieran cal viva en tumbas colectivas.
Lista de convoyes conformaban la mayor parte de la sección de los desconocidos. Se controlaba a los judíos que habían llegado a los campos de concentración, pero no exitían registros posteriores. Tampoco aquí se mencionaba a ninguna Sarah Tovah Strauss
De vuelta en la sección de los fallecidos, Aimée descubrió que los alemanes también se referían a los deportados considerando los distritos de París a los que pertenecían. Habían seccionado la ciudad en diferentes áreas con la categoría de judenfrei. Probablemente fue idea de esa pelota de la nota a Eichmann, ese que se preocupaba porque no podían hacer que llegaran hasta los hornos lo suficientemente deprisa. Aimée se preguntó cómo podían comportarse así los seres humanos entre ellos.
Bueno, entonces empezaría por el distrito cuatro, por el Marais, en el que vivieron la mayoría de los judíos. Calles, callejones y boulevares mostraban listas de nombres y direcciones. Cuarenta minutos más tarde encontró un hogar en el 86 de la rue Payenne relacionado con un tal Ruben Strauss y con la siguiente leyenda:
Strauss, Sarah T . 12-4-28 Paris Drancy JudenAKamp Konvoy 10
El nombre estaba tachado por una línea roja, al igual que el resto de los de la página. La familia Strauss fue deportada a través del campo de tránsito de Vélodrome d´Hiver. Sarah T. Strauss había entrado en la prisión de Drancy y luego su nombre aparecía en el convoy número 10 A, que quería decir Auschwitz. ¿Cómo podía ser la madre de Thierry esta Sarah Strauss?
Aimée se dio cuenta de lo brillante que era la línea roja que tachaba el nombre de Sarah comparada con las otras. Era muy extraño: el color de cada una de las otras líneas aparecía deslavado hasta llegar a un tono rosado. Casi le pareció que habían metido la “A” de judíos en negrita. Como si hubieran añadido más tarde la A de Auschwitz. Pero eso no concordaba con lo que había averiguado
Claude Rambuteau había visto a Sarah viva cuando les entregó al bebé Thierry. Aimée recordó el comentario de Javel. Había mencionado a la judía de brillantes ojos azules que había dado a luz a un bastardo boche.
Cuando pasó junto al mostrador sacudiéndose el polvo de las manos, la bibliotecaria le dijo que era política de la casa que la bibliotecaria misma volviera a colocar el material en las estanterías.
– ¿Ha encontrado lo que buscaba?-preguntó
– Sí, pero surgen incluso más preguntas-replicó Aimée
– Muchas de las personas que vienen dicen eso. Inténtelo en la Biblioteca Nacional de Washington o en la Biblioteca Vienesa de Londres. Son las fuentes principales además del Yad Vashem en Jerusalem.
Aimée le dio las gracias y bajó despacio la amplia escalinata de mármol. Se sentía sucia después de tocar esas páginas y sus dedos apestaban al olor a moho característico que se adhería al catálogo de los muertos. Una vez en casa se derrumbó y se puso a pensar en todos los acontecimientos del día. Se dio una larga ducha y permaneció debajo del agua caliente hasta que esta se acabó. Pero no pudo ni desprenderse del olor, ni borrar de su mente las líneas rojas.