DOMINGO

Domingo por la mañana


– Felicidades, mein Herr.-Ilse le apretó el brazo y susurró-. ¡Haremos que reviva el pasado!

Hartmuth tenía miedo de que su sonrisa pareciera una mueca de dolor y desvió la mirada. Se concentró en el calvo alcalde de París, de pie entre los diplomáticos europeos que asistían a la ceremonia. Sólo una vez se movieron sus ojos hacia la pared gris de la sala.

Recordaba bien esas paredes. En esta misma habitación había archivado órdenes de deportación de la población judía por cuadriplicado. Su Kommandant consideraba la deportación una simple función de negocios de la ocupación. Los judíos eran “material a retirar”, sujeto a formalidades pesadas y rutinarias, formalidades que a Hartmut h se le ordenaba llevar a cabo cada vez que barría el Marais en una redada contra los judíos. Había encontrado demasiado tarde a la familia de Sarah. Ya los habían deportado en un convoy a Auschwitz.

Ilse estaba radiante de alegría bajo el ala de su sombrero rosa. Al otro lado, Cazaux reía amistosamente con el alcalde. Después de la ceremonia de apertura, Hartmuth acompañó a Ilse, con sus zapatos ortopédicos marrones, al lado opuesto de la rotonda de azulejos blancos y negros.

Entró en la limusina que lo esperaba y que los llevaría a la iglesia d Saint Sulpice. Allí dentro, en la nave con aroma a incienso, bajo los fantasmas de mirada maliciosa aprisionados en el mural de Delacroix, exhaló el aire velozmente. Se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Se dijo que pronto, muy pronto, todo habría terminado. Unos días más y estaría de vuelta sano y salvo en Hamburgo.

Mientras las campanas repicaban y el grupo descendía los escalones de mármol de Saint Sulpice, sintió que se le ponían los pelos de punta.

Tenía la extraña sensación de que lo vigilaban. Por supusto, los Hombres Lobo vigilaban, pero esto era distinto. Y no sabía si le importaba.

En la recepción que siguió, Cazaux sonrió y lo llevó a un lado.

– Tenemos que hablar del futuro de la comisión de comercio. Ya sabe, creo que usted estaría capacitado para liderar las negociaciones.

Hartmuth no quería tener esta conversación. Y tampoco creía en el tratado injusto que se veía presionado a firmar. Le daría largas a Cazaux y ganaría tiempo. Puede que pudiera presionar a otros delegados para que se comprometieran con las políticas más duras. No albergaba demasiadas esperanzas, pero lo intentaría.

– Me siento halagado-djjo-. Otros están mucho más cualificados que yo.

– Los políticos no podemos permitirnos el lujo de ser modestos.- Cazaux guiñó un ojo y le dio unas palmaditas en la espalda-. La comisión se reunirá después de que se haya firmado el tratado. Lo primero es lo primero.

Quimper, el delegado belga de rosadas mejillas, se les unió.

– ¡Este paté es soberbio!-dijo, dándose suaves golpecitos en el bigote con una servilleta

Cazaux sonrió.

– ¿Puedo ofrecerle la intimidad de mi despacho para que efectuéis una lectura detallada de las cláusulas del tratado?

Hartmuth ya había visto los anexos. Se imaginaba que Cazaux quería conseguir primero la aprobación de Bélgica y de Alemania, y luego convencer a otros delegados para que se mostraran de acuerdo.

– Por lo que entiendo, ministro Cazaux-dijo Hartmuth-, a los delegados de la Unión Europea, en su conjunto, se les presentará mañana el tratado y discutiremos los detalles o posibles cambios antes de su ratificación.

Una sombra pareció cruzar el rostro de Cazaux por un instante, pero desapareció de inmediato.

– Pero, ¡claro que está usted en lo cierto, Monsieur Griffe!-asintió con tristeza. Les pasó el brazo por los hombros y estudió el suelo.

Hartmuth miró a Cazaux fijamente.

– Este tratado elude las diligencias legales debidas para los emigrantes. E l mandato permite que sean retenidos en centros de detención indefinidamente, sin ser juzgados por un tribunal con juez o jurado. Ningún tribunal superior lo sancionará.

– ¿Un tribunal superior? No, querido Monsieur Griffe. Nunca llegará hasta ahí. Una vez que se apruebe y firme el tratado, desanimando así a nuevos emigrantes, comenzaremos con los procedimientos para deshacernos de esas cláusulas.- Cazaux sonrió ampliamente-. Las cláusulas se borrarán… ¡como si nunca hubieran existido! La inmigración se habrá reducido a un simple goteo. Y, voilà, nuestras conciencias descansarán tranquilas después de eso.

– Ya tendremos tiempo mañana de ocuparnos de todo eso-dijo Hartmuth.

– Por supuesto, caballeros.- Cazaux sonrió y volvió a rodearlos con sus brazos-. ¿Dónde he dejado mis buenos modales de anfitrión? ¿Y dónde está ese paté?

Hartmuth sentía sobre su hombro el apretón de Cazaux, como si de una pezuña se tratara. Más que nunca, deseaba estar lejos de allí


Domingo a mediodía


Sarah se caló el sombrero sobre los ojos. Se sentía desorientada, luchando contra los cambios producidos en los cincuenta años desde que ella se había marchado y el viejo París que conocía.

– Bonjour, Monsieur. Le Figaro vespertino, por favor.

Pagó y pasó bajo las húmedas columnatas de la place des Vosgues. Extrañamente, el Marais le resultaba igual que antes, y sin embargo distinto. Los recuerdos la acosaban desde cada rincón

L viento azotaba las hojas secas que crujían alrededor de sus piernas y ella comprimió su delgada figura en la gabardina. El aroma a castañas asadas se extendía por la plaza. En la parte inferior de la contraportada, vio el artículo que buscaba.


Asesinato en el Marais

Lili Stein, de sesenta y siete años de edad, del 64 de la rue des Rosiers, apareció muerta a última hora del miércoles por la tarde. Según los resultados de la autopsia, fue víctima de un homicidio.

Las investigaciones policiales se centran en el Marias y en el distrito cuatro. El Templo de E´manuel ofrece una recompensa a cambio de información que conduzca a la detención y condena de las personas involucradas.


¡Aquí estaba el asesinato de Lili, confirmado por escrito! Se le debía haber pasado la primera mención al mismo en los periódicos anteriores. Por encima de su cabeza, los acordes de un violín que tocaba “Coeur Vagabond” se escapaban por una ventana abierta.

Su madre tarareaba esa canción los días de colada antes de que la brigada móvil francesa, supervisada por la Gestapo, detuviera a su familia en la redada del Velódromo de Invierno y los deportaran a Auschwitz en julio de 1942.

Comenzó a temblar, y no era a causa del gélido viento de noviembre. ¿La buscaban también a ella? ¿Y Helmut?


Domingo a mediodía


}aimée encontró a Abraham Stein en la sinagoga Templo de E’manuel, situada a pie de calle en la rue des Êcouffes, una calle con forma de astilla que cruzaba la rue des Rosiers. La sinagoga se encontraba junto a una frutería que exponía sobre la acera tarros de oscuras berenjenas color violeta, brillantes pimientos verdes y patatas con costra, que anteriormente había sido una papelería.

Abraham parecía estar más delgado, si eso era posible. Oscuros círculos rodeaban sus ojos, y la camisa de rayas azul oscuro le hacía parecer un inquilino de un campo de concentración sacado de un viejo noticiero. E funeral de Lili Stein había hecho que la pequeña comunidad se reuniera en el interior de la diminuta y oscura sinagoga.

A Aimée todo le parecía hecho a medida de la tradición: hablar en voz baja, e olor del tocino antes de que la sopa de pollo se desgrasara en algún lugar de una cocina cercana, el brillo de los candelabros de bronce, y el tacto del áspero banco de madera. El presente se desvanecía.

Volvió a convertirse en una niña, con calcetines que siempre se le resbalaban y jerséis de lana que picaban y le rozaban el cuello. Jugueteando, como siempre. Intentando ser tan francesa como los demás, la lucha continua durante su niñez. Su madre que le sostenía las manos, le hacía la señal de la cruz, le decía que dejara de mezclar el inglés con el francés.

Mais, maman, ¡no puedo evitarlo!-suplicaba ella

– Deja ya de hablar ese franchinglis, Amy. A tu edad ya tenías que saber-decía su madre. Pero le resultaba tan ajeno como sentirse francesa.

– Cuanto antes aprendas, mejor.-Eso es lo que decía su madre-. ¡Así ya podrías cuidar de ti misma!

Baruch hatar adonhai.

Regresó despacio al presente, cuando un par de manos marchitas agarraban las suyas y la ayudaban a hacer movimientos con ellas. Pero no era su madre. Era una mujer de pelo blanco, con los ojos nublados por las cataratas, a la que nunca antes había visto.

– Très bien, mon enfant!- La anciana de desencajados dientes postizos sonreía abiertamente al abrazarla.

Aimé se echó hacia atrás desilusionada. Su niñez había desaparecido y su madre no volvería. Tomó aire se liberó con suavidad y apretó agradecida las nudosas manos de la anciana.

En el exterior, saludó a Sinta con la cabeza y se dirigió a Abraham Stein que se encontraba sobre la acera. Parecía melancólico, como siempre.

Rachel Blum, encorvada y vestida con un viejo y holgado vestido estampado de flores, desapareció tras una puerta de madera frente a la sinagoga.

– Perdone-dijo Aimée a Abraham. Llamó varias veces a la puerta de madera. Finalmente, una tablilla de madera dejó ver una rendija.

– Hola, Rachel. Soy Aimée Leduc. ¿Puedo entrar un momento?-dijo.

Rachel no sonrió al mirar al exterior.

– ¿Por qué?

– Se me olvidó preguntarle algo

Despacio, Rachel abrió la pesada puerta con un chirrido

– ¿Cómo está, Rachel?-dijo Aimée y entró en el mohoso vestíbulo

Rachel suspiró

– Pies planos. Así lo llama el médico. No aguanto mucho de pie, mis pies no aguantan, no tanto como solían

Se dirigió hacia Aimée. Se sentaron juntas en un banco de madera en el vestíbulo de oscuro suelo.

– Andar demasiado sobre piedra… Eso es lo que lo provoca.-Se había quitado el zapato y se frotaba la planta del pie-. Las escaleras de la casa de Lili antes eran de madera. La piedra hace que me duelan los callos.

– ¿Es ahí donde estaban las huellas teñidas de sangre?-Sorprendida, Aimée recordaba la descripción de Rachel. Los hombres de Morbier también habían encontrado evidencia ahí de la sangre de Lil Sten.

– No se rinde, ¿verdad?

– Nadie merece morir así-dijo Aimée con el rostro sofocado-. Sin embargo, cada vez que pregunto sobre el pasado de Lili Stein, la gente no quiere hablar. Me dicen que por qué no persigo a los neonazis, que haga algo.

Rachel continuó frotándose el pie sin mirar a Aimée

– No me importa cómo encaja usted en el pasado de Lili Stein-dijo Aimée-. Se niega a hablar conmigo porque piensa que voy a juzgarla. Nadie de mi edad entendería por lo que tuvieron que pasar durante la ocupación, ¿no es así?

Aimée trataba de mantener un tono de voz neutro, pero no lo estaba consiguiendo

– ¿Quién le da el derecho a decidir? E, incluso si no lo entiendo, ¿quieren que el horror de lo que tuvieron que pasar permanezca oculto para siempre?

Rachel seguía evitando la mirada de Aimée

– Mírame a la cara, Rachel-dijo Aimée. Rachel negó con la cabeza.

– El asesinato de Lili no fue una de las especialidades de los skinhead. Esa esvástica era al estilo de las Waffen-SS-dijo-. Las SS… ¿no lo entiende? O puede que no quiera entenderlo

Rachel se encogió de hombros

– Usted es la que tiene las teorías importantes

Aimée se recostó y se sintió derrotada, al tiempo que el duro banco le rozaba la zona quemada de su columna. Movió la cabeza y habló como si lo hiciera consigo misma

– ¿Quién será la siguiente?

Rachel suspiró

– El asesinato de Arlette ocurrió después de una gran redada contra los judíos en el Marais-dijo

Aimée se quedó helada

Rachel movia las manos en el aire, enfatizando así sus palabras.

“Después de eso, los judíos permanecieron en el interior de sus casas. Solo salíamos a las compras a ciertas horas del día, hasta teníamos miedo de eso. Entonces fue cuando la Gestapo comenzó a realizar más redadas. Casi todas las noches. Nunca lo olvidaré. E medio de la noche, el chirrido de los frenos en la calle y pasos que resonaban en la escalera. ¿Se detendrían en tu piso? ¿Gritarían “¿Abran!” y destrozarían las puertas con sus botas? ¿O seguirían y escogerían a otros esa noche? Mi vecina de abajo les tomó la delantera. Cuando estaban echando abajo su puerta, cogió a sus dos pequeños, que estaban dormidos, y se tiró por la ventana, justo a la rue des Rosiers.- Rachel señalo la calle-. Justo delante de este edificio. Me gusta pensar que esos niños no se despertaron hasta llegar al cielo.

Aimëe sentía que había algo extraño en la manera en la que hablaba Rachel; pero no sabría decir exactamente quë Rachel tomó aire y siguió hablando

“En el apartamento de Lili no pudieron limpiar la sangre de esos pasos Nadie subía las escaleras, acabaron por taparlos por encima con estuco.- Se inclinó hacia el oído de Aimée

Aimée se revolvió en el oscuro y estrecho banco

Algunos dicen que eran los pasos manchados de sangre de Lili, porque eran pequeños-susurró-. Pero Lili no estaba. No regresó hasta la liberación, y estaban ocurriendo tantas cosas que a nadie se le ocurrió interrogarla. Una vez le pregunté sobre el asesinato de la portera del que había sido testigo, pero no dio detalles. Nunca quería hablar sobre la ocupación, decía que la guerra ya había terminado. Sin embargo, le gustaba contarle a su hijo cómo se las veía con los colaboracionistas. A veces, Lili podía ser malvada-añadió

– ¿Quién encontró a Arlette, la portera?- preguntó Aimée

– Javel. Parece que vino a buscarla esa misma tarde y vio un montón de sangre. La encontró en el tragaluz, con los sesos deparramados.

– ¿Qué quiere decir con eso de “un montón de sangre”?-dijo Aimée

– Yo no estaba allí, pero es lo que tengo oído.-Rachel Blum volvió a meter presión el zapato en el pie y se levantó despacio-. Deje que le diga algo: la gente sí se hacía preguntas sobre el asesinato de Arlette, ya que no era judía. Según los rumores, era un BOF, pero entonces cualquiera podía hacerlo en París

– ¿Una BO?

– Beurre, oeufs, fromage: mantequilla, huevos y queso-dijo Ranchel-. Era la moneda del mercado negro. Le sorprendería saber cuantos presuntos miembros de la Resistencia hicieron una fortuna de esa manera. Todos tenían envida de los BOF. Me acuerdo de Arlette como una persona tonta y avariciosa. Siempre hablaba de su novio. Ahora que Lili ya no está, supongo que nadie lo sabrá.

Aimée se preguntó por qué, si Lili había presenciado un asesinato, nunca se lo había dicho a nadie

Rachel se volvió y miró a Aimée con firmeza

– No saldrá nada bueno de volver a sacar todo esto a la luz-dijo-. Deje en paz a los muertos

– No es la primera vez que lo oigo. ¿Va a poner usted más obstáculos en mi camino, Rachel? ¿Va a volver a amenazarme?

Rachel movió la cabeza con determinación

– ¡Usted me envió el fax!-dijo Aimée

– Se lo diré una vez más: olvide el pasado. Se acabó.-La mirada de Rachel se endureció

– No, Rachel.-Aimée se puso en pie. Ahora la historia tenía sentido-. Usted debe revivirlo cada día. ¿Era usted una confidente? Cincuenta años no es castigo suficiente, ¿verdad?

La bravuconería de Rachel se desintegró y se cubrió el rostro con las manos

– No tenía que haber ocurrido así-gimió-. Fueron al piso equivocado. Yo no quería

– ¿Cómo puede decirme que olvide el pasado?-dijo Aimée-. ¡Usted vive atrapada en él!

– Tres días más tarde nos llevaron a todos

Aimée movió la cabeza. Rachel permanecía encogida, la mirada perdida en la distancia

Aimée salió al exterior, a la animada rue des Rosiers. La escalera de Lili albergaba respuestas. El problema era cómo obtenerlas. Un gran problema.

Se acercó a Abraham e ignoró la mirada de Sinta. El carraspeó

– Tenemos que hablar-dijo Aimée

D’accord.-Se volvió hacia Sinta, pero ella ya se había marchado.

Anduvieron despacio por la rue des Rosiers, dejaron atrás la tienda de Stein y se dirigieron hacia la rue du Temple. En la place Ste. Avoie, frete a las columnas romanas cubiertas de grafitis, se sentaron en la terraza de la cafetería.

– Lo siento, mademoiselle Leduc. Sus intenciones son buenas, ya lo sé. El rabino del Templo de E’manuel me dio que tenía que ser de más ayuda, y no ser tan intolerante.-Abraham Stein bajó la vista hacia sus manos

Ella se mantuvo en silencio hasta que el camarero les sirvió un agua mineral a él y un café con leche doble a ella

– Las cosas no son fáciles ahora para usted, monsieur Stein-dijo ella-. Lo entiendo

En la acera, un padre agarró a su niña pequeña, que se había tropezado en el bordillo antes de que se chocara con un coche que se acercaba. Enjugó sus lágrimas con un abrazo y la colocó sobre sus hombros.

Aimée recordó su doceavo cumpleaños, cuando se negó a que su padre siguiera acompañándola a su clase de ballet. Para su sorpresa, a él no le molestó. Solo había mostrado su exasperación moviendo la cabeza y diciendo que, puede que solo fuera francesa a medias, pero que la cabezonería era del todo parisina. Entonces la había abrazado, un abrazo largo y fuerte, algo que rara vez había hecho desde que su madre se marchó

– ¿Qué ha averiguado?-preguntó él

Ella dejó a un lado sus recuerdos

– Ayer por la noche me alisté con Les Blancs Nationaux y casi destrozamos a golpes su sinagoga

Abraham se atragantó con el agua mineral

– ¿Qué?

Aimée le contó lo de la reunión de los neonazis en el ClicClac y lo de su objetivo. Evitó la parte sobre su hombro y sobre Yves

El abrió los ojos de par en par, alarmado

– Por favor, cuénteme con detalle lo que hizo su madre el pasado miércoles por la tarde

El se concedió una pausa para pensar

– Normalmente, los miércoles se tomaba la tarde libre, hacía recados, compraba algo de comer especial para el Sabbat

– ¿Cocinó?

El negó con la cabeza

– Normalmente los miércoles cenamos en casa de mi sobrino Ital. Pero esa noche maman no apareció. Así que yo fue a buscarla

– ¿Vive cerca Ital?

– A la vuelta de la esquina, en la rue Pavée

Ella revolvió el café con excitación

– ¿Cerca de la zapatería de Javel?

– En el portal de al lado

Ella pensó que, de alguna manera, todo concordaba y recordó los zapatos del armario con los tacones recién puestos que había mencionado Sinta

– ¿Había recogido un par de zapatos ese día?

El se detuvo a pensar

– El Bar Mitzvá de la hija de Ital es la semana que viene. Maman dijo algo de unos zapatos. No estoy seguro

– ¿Qué más hizo?

– Los miércoles organizaba la basura para que yo lo dejara en el patio y luego venía

Aimée estuvo a punto de que se le cayera la cucharilla. Los hombres de Morbier habían encontrado signos de forcejeo cerca de la basura

– Su madre ya había bajado al tragaluz

Stein movió la cabeza

Maman nunca entraba ahí. Se negaba

Algo se iluminó en su mente: la cercanía de la tienda de Javel, el tragaluz donde habían encontrado a su prometida, y donde ahora había restos de sangre de Lili Stein cincuenta años más tardes. Todo apuntaba a Javel

Se dispuso a explorar una fea avenida

– Monsieur Stein…

– abraham-dijo él, sonriendo por primera vez

– D’accord. Llámeme Aimée.- Esto lo ponía todo más difícil. Qué mala suerte. Le gustaba este hombre, sentía como suyo su dolor-. No se ofenda, por favor. Lamento preguntarle esto. A muchas mujeres que confraternizaron con los nazis las marcaron con esvásticas sobre la frente después de la liberación. ¿Podría existir alguna relación?

Abraham suspiró

– Yo también he oído eso. Pero está claro que maman no era una colaboracionista. Más bien al contrario, los señalaba con el dedo, tal y como me contó una vez

Entrecerró los ojos con dolor y escondió el rostro entre sus manos. Aimée se acercó a él y le acarició el brazo. Esperó hasta que dejó de temblar y le dio una servilleta

Escolares riéndose por nada pasaban volando por la calle empedrada y dejaban atrás la terraza casi vacía. Buscó dentro de su mochila y sacó lo primero que tocó con la mano. Era una attugada copia de The Hebrew Times en la que había envuelto el abrigo de Lili Stein

Contuvo la respiración. En una caligrafía angulosa estaba escrito “Cochon assasin” (cerdo asesino) sobre una pequeña fotografía y el artículo que la acompañaba. Alisó el periódico. En ese escrito habían resaltado a los políticos y a los ministros con gruesas líneas de color rojo. Aimée no podía distinguir las caras, pero sí los nombres

Le dio el periódico

– Su madre escribió esto, ¿no?

– Ah, sí. Maman despotricó sobre ello una noche. Un nazi mentiroso que se pavoneaba con sus botas negras: lo sabía todo sobre él. Siguió hablando así, pero cuando le pregunté los detalles, se calló. Se negó a hablar de ello. No era fácil tratar con maman-sonrió-. Pero la familia es la familia, ya sabe.

Aimée sonrió como si lo supiera, pero no

El continuó hablando

– La semana pasada, Sinta se dio cuenta de que maman salía mucho.-Abraham hizo una pausa para beber agua mineral-. Sinta recuerda que dijo que los fantasmas ya no la iban a hacer echarse atrás.- Hizo una nueva pausa, como si dudara

– Siga, abraham.-Se preguntaba de qué tenía miedo

– Antes dudaba de usted, Aimée.-El bajó la mirada-.Echele la culpa a mi anticuada forma de pensar sobre las mujeres. Pero ahora, haga bien o mal, estoy preocupado por usted.

La conmovió esta preocupación y no supo que decir

Abraham hablaba en un tono de voz mesurado

– Las últimas palabras que recuerdo que maman dijo fueron que iría a donde Ital un poco más tarde, como si esperara algo

Aimée sintió un conflicto en su interior, ya que quería decirle a Abraham que su madre la esperaba a ella. Pero si lo hacía, eso podía poner a Abraham en peligro sin que se acercara al asesino de Lili

Abraham siguió hablando

– Luego maman dijo que esa noche yo tenía que retirar los tablones de su ventana

Ella se incorporó en la silla

– Y ¿qué quiso decir con eso, Abraham?

– No lo sé-dijo él

– Está claro que le sorprendió como algo extraño-dijo ella- ¿Qué cree que quiso decir?

– Con maman nunca se sabía…, pero puede que se sintiera culpable

– ¿Culpable? ¿De qué?

– Es solo una sensación que tengo-dijo-, sin un fundamento concreto, parecía molesto

– Tengo que volver.-Dejó caer unos francos en la mesa y marchó deprisa. Ella se levantó sintiéndose más confundida que antes y volvió a poner el periódico doblado con cuidado dentro de la mochila. ¿Qué tenía que ver la ventana condenada con la foto que ella había descifrado?


Aimée se detuvo en el quiosco de la esquina cerca de su despacho en al rue du Louvre. Maurice, el dueño, la saludó con la cabeza. Tenía bigotillo y brillantes ojos de gorrión.

– ¿Lo de siempre?-dijo

Ella sonrió y puso unos francos sobre un grueso montón de periódicos

Era veterano de la guerra de Argelia y gestionaba varios quioscos, pero eso no impedía que no le importara ocuparse de Miles Davis ocasionalmente

Ella tomó el periódico y subió los escalones altos y gastados que conducían hasta su piso. Mientras subía se preguntaba por qué Lili tenía que sentirse culpable por el asesinato de Arlette que supuestamente ni siquiera había visto. Y, si había reconocido a un viejo nazi, ¿por qué no había hablado de él?

De vuelta a la oficina, entró en su ordenador y en el de René. Sabía dónde tenía que mirar. Los archivos que no habían sido destruidos por los alemanes habían sido centralizados. Desde el terminal de René accedió al Memorial yad Vashem en Jerusalén y descargó el fichero R.R.SS, Sicherheits-dienst memorandum 1942-45. Mientras los documentos se mostraban, los gruesos rayos negros, símbolo de la Gestapo, adornaban la pantalla del ordenador.

En su terminal, eludió un enlace de rastreo y descargó Grouper y realizó una búsqueda con el término: Griffe, Hartmuth, el nombre bajo la fotografía del periódico sobre la que Lili había escrito. Una agradable voz robótica y digitalizada dijo que el tiempo estimado de descarga era de cuatro minutos y veinte segundo.

La pantalla de René mostraba un lago informe en alemán titulado Nachtrichten-Nebermittlung y fechado el 21 de agosto de 1942. A pesar de sus rudimentarios conocimientos de alemán, podía hacerse una idea general del tema. Dirigido a Adolf Euchmann en Berlín, el tema del informe era “Abtrasport von Juden aus frankreich nach Auschwitz”, El transporte de los judíos franceses a Auschwitz). Según la aproximada traducción de Aimée, en octubre no se había realizado provisión alguna para el traslado de los judíos a Auschwitz y el jefe de la Gestapo preguntaba a Eichmann por lo que debía hacer.

Vaya, aquí tenemos a un ferviente nazi, pensó.

En agosto ya estaba preocupado por el hecho de conseguir suficiente gente para las cámaras de gas en octubre. Un pelota de Adolf, probablemente se quedaba despierto por la noche preocupándose por la posibilidad de tener hornos vacíos. El informe lo firmaba R.a. Rausch, Obersturmführer. Otras dos firmas, las de K. Oblath y H. Volpe aparecían como subordinados Si-Po, sicherheitspolizei und Sicherheitsdienst, responsables de las redadas contra los judíos.

De vuelta a su terminal, comprobó la existencia de una respuesta a su búsqueda en el Grouper. Tras un zumbido, se escuchó una versión reggae de 2001: Una odisea en el espacio. Parecía ser que hoy el acceso a Grouper llegaba vía servidor ecléctico. Viejos informes de guerra soviéticos alumbraron la pantalla. Recorrió los nombres de los tres de la Gestapo que encontró: Rausch, Oblath y Volpe. Todos aparecían como fallecidos. Qué extraño.

Siguió buscando y los encontró a todos ellos como muertos en la batalla de Stalingrado de 1943. Aimée se preguntó por que enviarían en 1943 al frente a Rausch, el jefe de la Gestapo

Comprobó otros memorandos del archivo. Rausch todavía firmaba informes que deportaban a judíos de París en 1944, pero había aparecido en las listas de fallecidos en 1943. Aimée se incorporó en el asiento y dejó escapar un silbido.

En su pantalla aparecieron archivos de identidad de la Interpol contrastados con los del Centro de Documentación de Estados Unidos de la posguerra en Berlín, de aproximadamente 1948. En ellos aparecía en la lista de fallecidos un tal Helmut Griffe, como combatiente en la batalla de Stalingrado. Eso era todo.

Obviamente, habían manipulado los datos. Aquí había una prueba. Pero no suficiente para identificar cuál de esos tres nazis seguía vivo, en el supuesto de que alguno lo hiciera.

Sinta le había dicho que Lili sentía que los fantasmas la acosaban. Pero el fax amenazante de Rachel la había advertido de que dejara en paz a los fantasmas.


Domingo por la noche


– Resérveme un billete en el vuelo de la noche a Hamburgo, por favor.-Hartmuth tamborileó con los dedos sobre el elegante secreter de nogal que hacía las veces de mostrador en la recepción del hotel.

Esa tarde se había dado cuenta de que ya había aguantado suficiente. Había aplacado los humos de Cazaux al firmar el tratado, y había hecho felices a los Hombres Lobo. El acuerdo de la Unión Europea sancionaba los cambos de concentración, pero queizá era eso lo que Cazaux quiso decir cuando había prometido que se eliminarían las cláusulas racistas posteriormente.

Hartmut pensaba que podría detenerlo. Ahora se daba cuenta de lo fútil que era eso: nadie podía detener a los Hombres Lobo. Ahora solo deseaba acatar la disciplina de partido y volver a Alemania. Los Hombres Lobo ganarían, daba igual; sus garras se extendían por todas partes.

– Por supuesto, monsieur. Le informaré cuando se haya completado la reserva-dijo el empleado.

Al darle las gracias amablemente, Hartmuth pensó que así se podría librar del fantasma de Sarah que habitaba en su mente. ¡Qué idiota había sido al pensar que podría haber sobrevivido! Pero en lo profundo de su ser, se había encendido la llama de una diminuta esperanza. Tampoco existirían informes sobre ella: él mismo se había ocupado de eso en 1943. Hartmuth miró tristemente la place des Vosgues a sus pies.

– Perdone, monsieur Griffe-dijo el recepcionista con una inclinación de cabeza a modo de disculpa-. Casi se me olvida: ha llegado esto para usted.-Le entregó a Hartmuth un sobre blanco grande.

Hartmuth le dio las gracias distraídamente y se dirigió al ascensor. Al entrar y saludar con la cabeza a los otros ocupantes, se fijó en su nombre sobre el sobre. Estaba garabateado en la caligrafía cursiva característica de su época, no con la letra de hoy en día, redonda y uniforme. El sistema cambió después de la guerra, como tantas otras cosas. Cuando el ascensor se detuvo y dejó salir a una pareja, tuvo ganas de que llegara la noche y despegara su avión. Por fin estaría a salvo. Conseguiría escapar de París.

Hartmuth percibió un bulto en el sobre. Y entonces le entró el pánico. ¿Habría recogido, confiado, una carta bomba? Después de todo, esto era París. ¡Continuamente ocurrían atentados terroristas! Le comenzaron a temblar tanto las manos que se le cayó el sobre. Pero lo único que sucedió fue que un trozo de marfil envuelto en una descolorida tela amarilla salió rodando sin hacer ruido sobre el suelo enmoquetado del ascensor.

Se arrodilló y desdobló con cuidado la ajada estrella amarilla, la “J” bordada de manera infantil con hilos negros rotos que se obligó a llevar a todos los judíos. ¿Podría ser de Sarah? Llevaba tantos años viéndola en sueños que se acordaba de ella. Sostuvo el marfil entre las manos. No había nada más en el sobre. ¿Estaría viva después de todos estos años? ¿Habría sobrevivido?

Ese hueso había sido su señal. Ella dejaba el hueso sobre una repisa en el exterior de las catacumbas. Quería decir “Nos venos esta noche”. ¿Quién más le mandaría un mensaje así? Las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos

Iría a encontrarse con ella donde siempre lo había hecho. Cuando cayera la noche y las luces se escondieran tras la salamandra de mármol sobre el arco. Hartmuth volvió a bajar en el ascensor y se dirigió a la recepción

Sonrió

– Perdone de nuevo. Ha habido otro cambio de última hora. Cancéleme el vuelo de esta noche. ¿Quién entregó el mensaje para mí?

– Lo siento, herr Griffe. Acabo de empezar el turno a las dos y el mensaje ya estaba aquí

– Claro, gracias-dijo Hartmuth. Sentía que el recepcionista podía oír los latidos de su corazón. Dentro de unas horas estaría oscuro. Siempre se habían encontrado justo después de la puesta del sol, la hora más segura, ya que a los judíos se les prohibía permanecer en las calles después de las ocho de la tarde.

Salió del vestíbulo, a través del patio rebosante de geranios rojos a la place des Vosgues bañada por el sol. Cruzó la verja, la cerró a sus espaldas y dejó que los pies y la mente vagaran. El deber. Hartmuth lo sabía todo sobre ello ya que la mayoría de su vida estaba basada en él: su vida política, su matrimonio y ser un recto alemán

Los plátanos aún mantenían algo de su follaje, pero las hojas amarillas caían y danzaban en las burbujeantes fuentes. Niños pequeños envueltos en cálidas chaquetas perseguían a las palomas y se tiraban al césped entre gritos de regocijo. Como lo había hecho una vez su hija, Katia. Antes de que se hubiera puesto a ciegas ante un camión del ejército americano en las afueras de Hamburgo para morir en los brazos de Grete. Solo tenía seis años.

Pero no podía olvidar la primera vez en la que vio a Sarah. Podrían haber salido directamente de la balda de figuritas de porcelana de la pared de la casita de campo de su abuela en Bremerhaven.

Cuando era un niño, pasaba los veranos en la casita jugando con sus primos cerca del mar. Se quedaba mirando la colección de su abuela, a veces durante horas, y se inventaba historias sobre cada figurita. La abuela nunca le permitía tocarlas, eso estaba prohibido, pero se sentía satisfecho con poder mirar

Su favorita, aunque se había tratado de una difícil decisión, era la pastora, con su pelo ondulado negro como el carbón, los ojos azul celeste con pintas de un azul más oscuro y piel de porcelana blanca. Sostenía una vara y llamaba a su suave y sedosa oveja, cuyas pezuñas quedaron para siempre suspendidas en el aire.

Por supuesto, ya todo había desaparecido. La casita de su abuela, al igual que kilómetros de extensión de otras casitas suburbanas, habían sido bombardeadas durante los primeros ataques aéreos sobre el puerto de Bremerhaven.

Pero Hartmuth había visto a su pastora en carne y hueso ese día de 1942. Había estado vigilando el Marais más cerca del edificio de la salamandra. Una figura se inclinaba en el patio de las adormecidas ventanas del mediodía con las persianas bajadas y acariciaba a un gato de color naranja como la mermelada.

Una chica de ondulado cabello negro había elevado la vista y le había sonreído al acercarse. Tenía los ojos de un azul increíble y la piel como el alabastro. Su expresión cambió al ver el uniforme negro con el símbolo de las SS y sus pesadas botas militares. El había ignorado su expresión de terror cuando ella se levantó con voz entrecortada. Hartmuth siempre la recordaba como la única chica francesa que lo había saludado con una sonrisa. Pensó que el amor a primera vista puede ocurrir cuando se tienen dieciocho años. Había durado toda su vida

Ella había retrocedido con miedo, pero él le había puesto su dedo sobre los labios y se había arrodillado para acariciar al gato. Tenía el pelo desigual, y escamosos brotes de sarna, lo cual probablemente explicaba el hecho de que no se lo hubieran comido. Le abrió su corazón y sonrió. Entonces ella asintió y se arrodilló al lado del gato y junto a él

Sus libros de la escuela sobresalían de la gastada cartera sobre los adoquines. Había algo en ella tan indefenso que él decidió ignorar la estrella amarilla bordada sobre su bata de la escuela. Se turnaron para acariciar al gato, que ahora ronroneaba con fuerza y esperaba que le dieran algo de comer. Tenía los ojos azules más grandes que había visto jamás. Hartmuth no podía dejar de mirarlos. Cuando ella levantó su mirada hacia él, él sacó de su bolsillo un trocito de tiza. Dibujó un gato con patillas y los dos sonrieron. Su francés era tan escaso y sus ganas de comunicarse tan desesperadas que hizo lo único que se le ocurrió.

Guau, guau- ladró.

La mirada incrédula dio paso a ahogadas risitas y a una decidida carcajada cuando él se levantó y comenzó a rascarse como un mono y a saltar de un lado a otro. A Hartmuth no le importaba si estaba haciendo el ridículo, solo quería hacerla reír. Era tan hermosa. Recordó algo que decía su tío, soltero y con muchas amantes: una vez que las haces reír, ya son tuyas.

Para él también era importante que ella lo quisiera, que no fuera solo su captor. Suavemente le puso la mano en el hombro, sintió sus huesos y su delgadez, e hizo un gesto con la otra mano. Temblando, ella sacó de su cartera de la escuela el carné escolar con un documento de identidad (ausweis), pegado en la parte de atrás. El reconoció la dirección. Sus hombres habían efectuado allí una batida durante la llamada redada del Vélodrome d’Hiver en el mes de julio. El señaló hacia delante con su brazo y la condujo a través del patio para subir una escalera de sinuosa barandilla de metal.

Ja. Cést bien, kein problem.-Sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro para que se sintiera más tranquila

En el momento en que se acercaban al apartamento, se abrió una puerta al otro lado del descansillo y salió un anciano tambaleándose, apoyado en un bastón. Sus acuosos ojos les dedicaron una larga mirada al detenerse y chasquear la lengua mostrando su desaprobación. Sarah había levantado la vista temerosa, pero Hartmuth ignoró al anciano intencionadamente y este se dirigió al portal arrastrando los pies. Cuando llegaron delante de su puerta, Hartmuth hizo gestos de comer e intentó hacerla entender que le traería comida.

Hartmuth utilizó el poco francés que sabía y con un gesto de las manos le dijo que esperara. Le enseñó el reloj y la hora a la que regresaría. Parecía que ella le había entendido y movió la cabeza asintiendo vigorosamente. Tomó su barbilla entre las manos. Su piel era cálida y suave, y él sonrió. Seguía sin poder dejar de mirarla. Después se marchó.

Cuando regresó, el apartamento estaba vacío. Ella había huido de él

Así que esperó, el apartamento estaba vacío. Ella había huido de él

Así que esperó y vigiló en el Marais. La encontraría. El tercer día la vio saliendo del patio cubierto con tablas de una mansión en estado de abandono, un hôtel particulier junto a la rue de Pavée. Cuando ella finalmente regresó ya había anochecido. El estuvo esperando. Esperando para poder seguirla. Esta vez no se escaparía. Vio cómo avanzaba a través de los escombros y desaparecía tras un montón de basura.

Agarrando fuertemente el paquete de comida, deslizó su cabello oscuro bajo la gorra, sacudió el polvo de las jarreteras y sacó brillo rápidamente a sus botas con el pañuelo. Se acercó a los arbustos y al andar aplastó con sus botas ramas y pedazos de muebles rotos.

Se encontró cara a cara con un viejo y roñoso somier de muelles. Lo apartó a un lado de un puntapié, que hizo que los muelles se inclinaran hacia un lado traqueteando como borrachos, y vio la abertura. Encontró los puntos de apoyo y descendió por ellos. Se dio cuenta entonces de que estaba penetrando en una cueva iluminada por velas y con huesos esparcidos, parte de las catacumbas romanas que recorrían el subsuelo de París. Ella se encontraba hecha un ovillo, en posición fetal, en la penumbra de un rincón y se confundía con la húmeda tierra. Le temblaban las manos al gesticular que se mantuviera apartado.

Non! S’il vous plaît. Non! – rogó

Mangez, mangez.-El sonrió y se llevó los dedos a la boca para señalar la comida.

En un rincón de la catacumba se encontraba una remendada manta extendida sobre un colchón lleno de bultos, mientras que una maltrecha caja de té hacía las veces de mesa. Hartmut hizo un gesto para que se acercara y señaló el paquete de comida. Sacó de debajo del brazo unos libros con las cubiertas desgastadas.

Ja. Amis. Étudiez f-français

Retiró el puñal de la Gestapo de su funda y lo colocó sobre la caja de té. Movió las manos entusiasmado y ella comenzó a avanzar arrastrándose despacio, sin apartar la mirada del puñal que brillaba a la luz de las velas

Sus ojos se abrieron como platos cuando él abrió el paquete y desplegó las latas de foie gras, turrón de Montelimar, calissons d’aix en Provence (pastelitos de almendras) y crujiente pan integral

– Seamos amigos. Compartir-dijo él en el primitivo francés que había ensayado

Como si a su vez le estuviera ofreciendo su hospitalidad, ella extendió los brazos con la vista baja y, al hacerlo, derramó la botella de agua en su regazo

Al principio, no se sentía dispuesta a comer, pero cuando él hubo desconchado la botella de vino tinto, ella casi inhaló el contenido de la lata de turrón

Hartmut comenzó a hablar en alemán mientras ella comía. Intentaba hacer que se sintiera relajada, y para ello consultaba constantemente un diccionario de francés-alemán, una publicación estándar del ejército del Tercer Reich, y un viejo libro con frases prácticas que había encontrado en un puesto callejero en el quai Celestin. Reforzaba cada palabra mirándola en el diccionario para asegurarse.

Ella levantó la mirada al ver que tartamudeaba. Todo empezó cuando él tenía diez años y su padre murió. Una vez más, su boca no quería cooperar. Ella lo miró atentamente y vio su frustración. Le tomó de la mano y se la puso en sus propios labios para que pudiera sentir cómo formaba las palabras en su boca

Je m’appelle Sarah. “Sa’rah”

– Ich b-b…in He…Helmut. “hel’mut”-balbuceó él mientras sostenía sus pequeñas y blancas manos sobre su boca y las besaba

Ella retiró inmediatamente sus manos

Enchantée, Hel´mut-dijo con semblante serio

Enchantée, S-Sa´rah.-inclinó la cabeza al máximo, y las rodillas le crujieron al hacerlo

Un vago olor a podrido se adhería a las paredes de la cueva de las que salían trocitos de huesos. El frío húmedo reptaba desde la oscuridad más allá de la luz de la vela.

N-no t.te haré d-daño, Sa´rah-susurró- N-nunca.

Su turno de noche en la Kommandatur comenzaba a media noche, y se separó de ella con el tiempo justo para recorrer andando las pocas manzanas que lo separaban de allí. Ella le había contado que dieciocho familias de su calle habían sido entregadas por un colaboracionista. El le había prometido que buscaría a sus padres, aunque eso sería un fútil ejercicio.

Todos habían embarcado en el convoy número 10 con destino a Auschwitz. Lo único que podía hacer era salvarla. Si tenía cuidado. Quizá todo lo que ella tenía ahora fuera el miedo, la gratitud y una promesa de seguridad. Pero esperaría.

En 1942, a todos los detenidos de la prisión de Danzy se les pidió que escribieran a casa una misiva esperanzadora antes de ser conducidos a los trenes como rebaños. La semana siguiente, él encontró una postal de sus padres y se la entregó. Con gran euforia, ella lo abrazó y lloró. Rápidamente envió una manta extra a la cárcel

Hartmuth sabía que nunca sería capaz de contarle la verdad. Sarah no podría entender por qué le mentía. Todo lo que podía hacer era llevarle la comida con su precaria paga del ejército gastada en los sobornos. La noche en la que su Kommandant fue a la ópera, Hartmuth se coló en el despacho de la Kommandatur en el que se guardaban los ficheros con los nombres de las personas en búsqueda y captura. Tachó su nombre, lo único que podía hacer para salvarla.

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