Más tarde, ese mismo día, durante uno de sus últimos intentos de decodificación, utilizó una vieja clave de la posguerra. Le sorprendió ver que el sistema respondía:
“Para acceder, seleccionar formato audio/visual”. Era una ruta de acceso rara, pero no desconocida.
Con el audio no sucedió nada. Abrió el archivo visual utilizando el software de la decodificación de documentos. De repente, la pantalla se llenó de blanco y negro. Después de varios segundos pudo distinguir con claridad una fotografía. No aparecía ningún texto, sólo la foto. Mejoró la definición aumentándola para ello al máximo sin distorsionar la imagen.
La rasgada instantánea en blanco y negro con difuminados márgenes blancos mostraba una escena en un café cercano a un parque lleno de niños. Había gente sentada en la terraza del café y otros estaban de pie formando pequeños grupos. Los que estaban de pie eran de las SS. Estaban de espaldas, pero reconoció el símbolo de los rayos en los extremos de los cuellos.
Nadie miraba la cámara. La mayor parte de los civiles vestían ropa oscura y sencilla. Una cándida instantánea del París ocupado. Casi la mitad de la fotografía había sido destruida.
Se quedó mirando la foto fijamente, conmocionada. Había comido numerosas veces en ese café, conocía a muchos de sus clientes habituales. Pero ahora siempre pensaría en los nazis que habían estado allí antes que ella.
Esta era la primera vez que descifraba un código que dejaba ver una fotografía sin texto. ¿De qué manera podría constituir este documento una prueba para la señora? Pero, eso, tal y como se forzó a recordar, no era asunto suyo.
Tras archivar la imagen, Aimeé imprimió una copia. No podía evitar preguntarse cuál sería la reacción de esa mujer.
Con la fotografía guardada en su bolso de Hermés, un hallazgo de mercadillo, se enrolló una bufanda con estampado de leopardo alrededor del cuello, se abrochó el cinturón de la chaqueta y cerró con llave la puerta del despacho.
Cuando llegó abajo, detuvo un taxi que paró con un derrape sobre la mojada rue du Louvre. Grupos de gente llenaban a última hora de la tarde las terrazas, cubiertas por un toldo, de los cafés. El Sena relucía a su derecha al dejar atrás la piedra gris iluminada del pont Neuf.
Los edificios cambiaron cuando el taxi entró en el Marais, el distrito judío, lleno de hôtels particuliers del siglo XVI que en su momento fueron abandonados y ahora habían sido restaurados en su mayoría. Las figuras caminaban apresuradas sobre los brillantes adoquines. En la nebulosa y estrecha rue de Bearn el taxi rebotó contra el bordillo y ella se bajó. Un aire fétido emanaba de los bouches d’egouts, los sumideros que conducían a las alcantarillas.
Su destino, el 64 de la rue des Rosiers, estaba situado sobre un polvoriento escaparate con el letrero “Délices de Stein”, de un dorado descolorido y que anunciaba artículos Kosher en hebreo y en francés. Enfrente había un puesto de falafel con bandejas de lombarda troceada, cebollas y zanahorias en vinagre, que sobresalían bajo un toldo a rayas.
La pintura verde oscuro se desprendía de las sólidas puertas de entrada, en forma de arco, que tenía ante ella. Se abrió paso evitando una bicicleta apoyada contra la pared de piedra, bajo el cartel de un circo. El patio adoquinado olía a la basura del día anterior. A su izquierda, la garita vacía de un portero hacía guardia a la entrada.
En el descansillo del segundo piso, la puerta de madera del apartamento de Lili Stein estaba abierta. Desde el interior atronaba la radio. Llamó varias veces con fuerza. No obtuvo respuesta. Empujó la chirriante puerta.
– Allô??
Entró despacio en el sombrío vestíbulo de un piso con olor a humedad, reacia ante la perspectiva de invadir la intimidad de alguien. Dudó. Seguía sn obtener respuesta.
En el interior, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Desde el vestíbulo, dirigió la mirada al interior de la sala tenuemente iluminada y entró. Un aparador de pino estaba cubierto por un camino de mesa bordado con la estrella de David y sobre él se encontraban candelabros de bronce. A su lado había un aparato de radio antiguo junto a un reclinatorio. Tenía la tapicería gastada, sucia con manchas de grasa. Se acercó a la radio y vio una foto sepia enmarcada en la pared. En ella, una jovencita vestida con un uniforme escolar pasado de moda aparecía delante de un escaparate, del brazo de una mujer robusta con delantal. Ambas llevaban estrellas bordadas con la palabra juif sobre el pecho. Aimeé se detuvo entristecida. Reconoció el escaparate como el de la rue des Rosiers perteneciente a Délices de Stein. Bajo la foto florecía una rosa blanca en un jarrón.
Pensó que Lili Stein tenía que estar sorda para poner la radio tan alta. Quizá la anciana tenía serias dificultades de audición.
Se acercó a la radio, un viejo aparato de cristal con botones para el dial y con la banda de frecuencias de color amarillo. Bajó el volumen. En el suelo había pañuelos de papel usados.
– ¡¡ Madame Stein! ¿He traído su paquete!
No hubo respuesta alguna.
Sintió que se le tensaban los músculos de la nuca. Desde algún lugar del vestíbulo se oía que caía agua. Esto no le gustaba nada. ¿No se suponía que la anciana la esperaba?
Se detuvo en el umbral de la puerta de la sala. Al otro lado del pasillo, en el cuarto de baño, un grifo goteaba sobre una mancha marrón en el lavabo. Palpó la pared forrada de madera en busca de un interruptor, pero lo único que consiguió fue que se le mancharan los dedos de grasa.
Sintió que su nerviosismo aumentaba. Pasó de largo el lúgubre cuarto de baño y avanzó por el estrecho pasillo. Al final del mismo permanecía parcialmente abierta la puerta de lo que parecía ser un dormitorio. Buscó las llaves dentro del bolso de piel y situó los bordes de las mismas entre sus dedos a modo de arma, su primera lección de artes marciales.
Con cuidado, hizo cuña a la puerta para abrirla del todo y que no se cerrara. A la tenue luz vio una anciana tumbada de cualquier manera sobre la cama con las medias bajadas.
– Madame? Madame?
Encendió la luz. El ceniciento rostro de la mujer miraba sin ver al techo cubierto de telarañas. Aimeé echó a andar hacia la cama y se quedó paralizada. Alguien había grabado una esvástica en la frente de la mujer. Emitió un grito ahogado y se agarró con fuerza al cabezal de la cama porque le fallaban las piernas. El corazón le latía con fuerza. Tomó aire y se obligó a tocarle la mejilla. Suave y fría como el mármol…
Y si el asesino seguía allí?
Cogió el destornillador Phillips, parte del conjunto de herramientas en miniatura que llevaba en el bolso, y echó un vistazo a la habitación el busca del atacante. Pero el único habitante era un pez ángel de hinchada cabeza, cuyas burbujas plateadas se elevaban en la pecera sobre el viejo secreter. Sobre la única ventana del dormitorio habían clavado listones de madera que bloqueaban la luz, excepto un pequeño haz proveniente del tragaluz.
Dio unos pasos alrededor de la cama con cautela. Después de comprobar el armario y observar las bolas de polvo bajo el colchón hundido, se convenció que no existía ningún atacante que la acechara en la habitación. Se escuchaba el zumbido de una mosca volando cerca de los ojos que, sin pestañar, miraban fijamente al techo. La espantó con asco.
Con los sentidos alerta por si existiera un intruso, anduvo por el pasillo sin hacer ruido y examinando cada armario y cada habitación. Nada.
No se había encontrado frente a un homicidio desde que trabajaba con su padre. Su primer impulso fue salir corriendo del apartamento, llamar a los flics y devolverle el dinero a Hecht. Pero se obligó a regresar.
En el dormitorio inspeccionó el cadáver de la anciana con más cuidado. Profundamente y sin sangre, la esvástica se extendía desde sus cejas hasta los ralos cabellos grises del comienzo del cuero cabelludo y dejaba a la vista tejido óseo y carnoso. Enredada en la marca cubierta de sangre, que había dejado la cuerda sobre su cuello, colgaba una cadena de oro con letras hebreas.
Soltó un juramento y volvió a espantar a la insistente mosca que se había posado sobre la falda de lana de la mujer, recogida a la altura de las rodillas. Los tobillos hinchados sobresalían de los desaliñados zapatos. Aimeé se dio cuenta de los arañazos y los moratones en las pálidas piernas; las manos medio cerradas se extendían sobre un costado, como si hubiera muerto luchando.
“En las manos de Lili Stein”. Eso era lo que le había prometido a Soli Hecht. Eso ya no tenía ningún sentido, ya que la mujer estaba muerta. No era supersticiosa, pero…Se inclinó para observar detenidamente la mano de la mujer. En las palmas tenía astillas de madera clavadas a la ventana. Unas muletas yacían sin ninguna utilidad en el suelo. Tenía las uñas rotas y descascarilladas. Como un animal acorralado, había tratado de salvarse a arañazos.
Aimeé posó sus dedos, con cuidado, sobre la muñeca de venas azuladas. Sacó el sobre con la foto y lo posó en la fría mano de Lilli, la cual aún no estaba del todo rígida a pesar del rígor mortis.
En ese momento sintió que el asesino se acercaba a la fría y húmeda habitación. Le invadió una premonición. Fue consciente de la voz nasal del locutor de radio. En un mensaje pregrabado el día anterior para los sindicatos de Lili, Cazaux, el ministro francés de Comercio y posible candidato a primer ministro, había prometido estrictas cuotas para la inmigración. “¡Industria francesa, trabajadores franceses, productos franceses!”, despotricaba la familiar voz de Cazaux ante los vítores de la multitud.
Aimeé pensó que eso era justo lo que Francia necesitaba, más fascismo.
– Maman?- llegó la profunda voz de un hombre desde el pasillo.
Aimeé se puso en pie sobresaltada, con demasiada rapidez, y al hacerlo se chocó con el secreter del dormitorio. La pecera del pez ángel se bamboleó y ella se estiró para sujetarla. Fue entonces cuando vio el pedazo de foto bajo la pecera, apenas visible a través de la oscura gravilla. Tiró de ella para sacarla y suavemente alineó la fotografía encriptada junto a su trozo. Se correspondían. Aturdida, se dio cuenta de que estaban sosteniendo la esquina que le faltaba a su fotografía, por la que quizá esta mujer había sido asesinada.
– Maman, ça va?
Deslizó las fotografías dentro del sobre y lo metió dentro de la caña de su bolso de piel.
– No entre, monsieur- dijo con voz alta intentando mostrarse autoritaria.-Llame a la policía.
– Eh? Quién…?- Un hombre maduro, alto y delgado como una estaca, entro en la habitación. Encorvado, como si se disculpara por ocupar un espacio. Los rizos frontales largos, al estilo jasídico bajo un sombrero de fieltro con el ala levantada.
Ella le ostruía la visión
– Es Lili Stein su madre?
– Que ha ocurrido?-Se puso rígido-. ¿Está mamá enferma?- Miró por encima del hombro de Aimeé antes de que ella pudiera detenerlo-.No…-dijo moviendo la cabeza.
Se acercó al hombre en un intento de ayudarlo.
– ¿Quién es usted?.-En sus ojos había miedo.
– Yo trabajo con…-Se calló a tiempo, antes de mencionar a Hecht-…el Templo de E’manuel. Soy detective privado. Teníamos una cita.-Ella lo condujo a una hornacina de la que colgaban rollos de escrituras-.Siéntese.
Él la apartó a un lado.
– Cómo ha entrado aquí?-dijo abriendo los ojos aterrorizado.
– Monsieur Stein?-Se arrodilló hasta llegar a la altura de sus ojos, deseosa de que la mirara a los suyos…
Él asintió.
– Lo siento. La puerta estaba abierta. La he encontrado hace unos minutos.
Se derrumbó y sollozó. Ella sacó el teléfono móvil, pulsó el 15 del SAMU, servicio de emergencias, y dio la dirección. Entonces marcó el 17, el teléfono de la policía.
– Yiskaddashvýiskaddash shmey rabboh – comenzó a rezar la plegaria hebrea por los muertos. En ese momento se vino abajo. Ello le rodeó los delgados hombros con su brazo y se santiguó susurrando “Descanse en paz”
Para cuando el SAMU se detuvo en el patio con un chirriar de frenos, ya había desfilado una avalancha de la Brigada Criminal primero y de la Brigada Territorial después. Llegó entonces la policía del distrito número cuatro. Una figura rechoncha subió las escaleras jadeando, su bigote colgaba sobre la media sonrisa que mostraba su rostro. Aimeé pestaño sorprendida.
– ¡Inspector Morbier!
Llevaba varios años sin ver al viejo amigo de su padre. Desde el día de la explosión. Todo le vino a la mente como un torrente: el tufo de la cordita y el TNT, el silbido y el repiqueteo de la fría lluvia cayendo sobre el metal caliente, retorcido, la palma de su mano que se quemaba sobre la manija de la puerta de la furgoneta de vigilancia. Había visto cómo la fuerza de la explosión hacía volar por los aires a su padre hasta convertirse en una humeante masa informe.
– ¡Aimeé!- Rápidamente, Morbier se corrigió en presencia de los miembros de la Brigada-. Mademoiselle Leduc.
Había cambiado poco. Sus tirantes azules se tensaban sobre su amplia barriga. Con una cerilla encendió un Gauloise e inhaló profundamente. Ella casi pudo saborear el tabaco en el cargado ambiente del pasillo.
– ¿Fumando en la escena del crimen, Morbier?
– Se supone que soy yo el que hace las preguntas.-Sacudió la ceniza en la palma de su mano.
Los técnicos en criminología, con las batas de laboratorio sobresaliendo bajo los chubasqueros amarillos, se desplazaban eficazmente entre conversaciones amortiguadas, escaleras arriba y abajo.
– No me digas que tienes algo que ver con este circo- dijo él.
– No tengo nada que ver.- En realidad, no mentía. Miró hacia otro lado, incapaz de mirarlo a la cara. Cuando era pequeña, él siempre la había cazado antes de que lo hiciera su padre.
La gastada alfombra turca de la entrada tenía ya restos de barro. Stein se balanceaba hacia adelante y hacia atrás en una silla, moviendo la cabeza aturdido.
Aimeé y Morbier esquivaron al fotógrafo cargado con su equipo y se dirigieron a la cocina al otro lado del pasillo.
Stein pareció volver a la vida y comenzó a emitir sonidos sordos.
– Soy Abraham Stein. Esta mujer estaba aquí cuando encontré a maman.
Morbier la escudriñó con la mirada.
– Explique cómo encontró el cuerpo.
Ella negó con la cabeza, lo cual indicaba que no hablaría delante de Stein, y tiró a Morbier de la manga mientras con un gesto de la cabeza señalaba a la cocina. Él puso entonces los ojos en blanco y avanzó tras ella pesadamente.
– El Templo de E´manuel me contrató para que le siguiera la pista.-Hablaba en voz baja, recordó que la mejor defensa es un buen ataque-. Explícame por qué la Brigada Criminal ha llegado antes y ha acordonado a escena antes que tú lo hicieras.- En ese momento, se escucharon unos fuertes golpes provenientes del pasillo, al chocar la camilla contra el marco de la puerta. Ella se quedó mirándolo fijamente.
¡Inspector Morbier!- Un detective de voz ronca le dijo con un gesto que fuera-. El forense lo necesita. Ahora mismo.
Morbier emitió un gruñido y salió.
Ella miró hacia otro lado para esconder su alivio.
El se detuvo tras dar unos pocos pasos y señaló con el pulgar a un sargento, con la cara marcada por la viruela, que tenía cerca.
– Agente, compruebe el contenido de su bolso.
– ¿Por qué?- dijo ella dejando caer los hombros.
– El presunto homicida debe cooperar- Vociferó
– No tengo nada que ocultar- dijo ella intentando ocultar su ira y mantener un tono neutro.
Dejó caer su teléfono móvil, un pase del metro caducado, un cable transmisor de repuesto, dos máscaras de pestañas “extra-negro”, tarjetas de visita, un paquete de chicles de nicotina Nicorette y un manual muy sobado sobre software de codificación, manchado de laca de uñas roja.
Desde la puerta del dormitorio de Lili Stein, Morbier se volvió hacia ella con una expresión inescrutable en el rostro.
– Quiero verla en la comisaría. A primera hora de la mañana.- Hizo un gesto con la cabeza al sargento-. Acompáñela a casa.