VIERNES

Viernes por la mañana

Las pesadillas de Hartmuth estaban llenas de pinzas para el hielo y de bebés que lloraban. El sueño lo había atrapado.

Alguien tocó suavemente a la puerta de la suite adjunta. Sería Ilse. Se puso un albornoz y se acercó hasta la puerta arrastrando los pies

Mein Herr-dijo Ilse cuyos ojos brillaban mientras recorrían la habitación con rapidez-, ¡ya está usted de vuelta! Miré ayer, pero su habitación estaba vacía. ¡Le hemos echado en falta!

Hartmuth esbozó una sonrisa forzada

– Se trata de esta comida francesa tan elaborada, Ilse. No estoy acostumbrado. Si no doy un paseo, me resulta muy pesada para el estómago

Jawolh, tiene usted razón. Yo misma-se acercó a él furtivamente-echo en falta nuestra comida alemana. Es sencilla, sí, pero buena y nutritiva-Continúo hablando sin perder ni un segundo-. No me importa decirle, mein Herr, que monsieur Quimper y el ministro Cazaux son de la vieja escuela. Debido a su sinceridad, todos los delegados se han mostrado de acuerdo esta noche en firmar el tratado. Pero, por supuesto, eso ocurrirá mañana en la ceremonia. Y con su firma para que sea por unanimidad.

– ¿A qué hora es la ceremonia, Ilse?-dijo en tono más profesional posible.

– A las siete de la tarde, mein Herr-dijo sonriendo-. A tiempo para que salga en las noticias del canal internacional de la CNN. Pensé que era un buen toque.-Avanzó pesadamente hacia la puerta-. Unter den Linden.

El tratado era prácticamente un hecho.


Viernes al mediodía


Aimée llamó a la puerta dos veces, y luego una vez más. Javel, vestido con una camiseta interior hecha jirones, abrió la puerta despacio.

– Estoy ocupado-dijo sin sonreí-. No hay nada más que decir.

Aimée puso el pie en la puerta

El se mantuvo a un lado del pasillo sin demasiadas ganas

– ¿Conduce esta puerta a la tienda?-dijo Aimée señalando una puerta húmeda y mohosa

El asintió, achicando los ojos

Aimée subió los tres escalones rápidamente y empujó la puerta antes de que él pudiera detenerla

– ¡Eh! ¿Qué hace?-dijo

Para cuando él hubo subido los escalones con dificultad, ella ya había vuelto a salir y había pasado junto a él, a toda velocidad por el estrecho pasillo.

El la alcanzó en la sala de estar y consiguió articular palabra

– No es usted más que una detective aficionada y meticona que no hace más que correr en círculos-dijo

Aimée lo miró fijamente

– Usted lo oyó todo, ¿no es así?

– ¿De qué está hablando?-preguntó él enfadado, agarrándose al respaldo de su única silla

– En esta tienda y en la rue Pavée. El sitio está tan cerca que seguro que lo alcanzaría de un escupitajo-dijo

El farfulló con la mirada huidiza

– ¡Nada de esto tiene sentido! ¡Todos ustedes son iguales!-Cerró apresuradamente el cajón de la mesa de pino de la cocina y se desplazó hasta la mecedora

– ¿Es por eso por lo que decidió usted tomarse la justicia por su mano y convertirse en la vigilante de un crimen de hace cincuenta años?-dijo ella.

Era obvio que ocultaba algo. Ella se acercó furtivamente a la mesa y abrió el cajón empujando el oxidado tirador.

– ¿Qué está haciendo? ¡Quítese de ahí!-aulló él

Aimée palpó por debajo de las servilletas bordadas a mano por Arlette y alcanzó la parte de atrás del cajón. Sacó una bolsa de hilo de tejer

– ¿Por qué lo ha guardado?

– ¿Guardado? ¿El qué?-repuso él

– La bolsa de Lili con su labor-dijo ella mientras la sacaba del cajón

– La… la encontré-replicó él

– El miércoles usted oyó la conversación de Lili y Sarah cuando hablaban del pasado-dijo ella-. Por lo que usted pudo oír, dedujo que Lili había matado a Arlette hace cincuenta años. Después de que Sarah se marchara, se encaró con Lili. Lili negó con vehemencia haberla matado, pero dijo de Arlette que era una chantajista ladrona y oportunista, que se lo había buscado. ¿No es así?-Se detuvo y miró a Javel a los ojos, que brillaban de odio-. O algo parecido. Buscó usted en el bolsillo lo único de lo que disponía-dijo, sacando un estrecho cordón de zapatos de su propio bolsillo-. La siguió y la estranguló con uno como este cogido de su taller. Para terminar, grabó la esvástica para que pareciera obra de los neonazis.

Balanceó en el aire el cordón del zapato.

– Mire el plástico en los extremos que lo protege y que hace que sea más fácil pasarlo por los ojales. Ese trocito se desprendió cerca de Lili. EL otro extremo está en la bolsa de pruebas de la policía-dijo.

– Detenga esta fantasía-gritó él moviendo la cabeza de un lado a otro-. ¡Detenga todas estas mentiras!

– ¡Esto es lo que le pone a usted en la escena del crimen y le da un motivo!-continuó Aimée ientras sostenía en alto la bolsa de la labor de Lili.

El tenía el rostro rubicundo y jadeaba

– Pero mató usted a la persona equivocada. El asesino de Arlette había vuelto a París-dijo ella

Ella lo observó cuidadosamente

– Estaba usted a punto de matar a Hartmuth, solo…

– Mentiras, mentiras-gritó él

Cuando él la embistió con una vieja tubería que había cogido de detrás de la silla, ella estaba preparada. Rápidamente la apartó retorciéndola y le puso la zancadilla. El cayó al suelo con un ruido sordo y ella le sujetó las piernas inmovilizándolo de inmediato. Le estaba empezando a dar pena, cuando él comenzó a arrancarle mechones de pelo mientras se revolvía.

– ¡Amante de los judíos! ¡El asesino de Arlette sigue vivo!-dijo él luchando por coger aire

– ¿Va usted a resistirse continuamente?-dijo ella-. De acuerdo, hombrecillo, yo también sé luchar.-Dicho lo cual le pegó un puñetazo en la cabeza-. Esto es para que no haga usted que se me caiga más el pelo

Por lo menos ahora no se resistiría. L levantó e intentó colocarse el pelo, ya que tenía el aspecto del de un gallo. Se levantó las arqueadas piernas y comenzó a arrastrar torpemente por el pasillo al hombre semiinconsciente. Un golpe punzante hizo que perdiera el equilibrio y aterrizó bajo un viejo televisor. Se imaginó que los cuernos de la tele se le interpusieron al tambalearse y la hicieron caer, no podía moverse

– ¡Javel! ¡Javel!-balbuceó

Silencio. Luego el insistente tintineo de las campanas.


Aimée se preguntó por qué ni siquiera se habían molestado en poner el sitio patas arriba. Los ojos saltones de Javel miraban al techo fijamente. Su cabeza estaba ladeada como solo podía estarlo la de un muerto. Lo habían estrangulado con un cordón de su propio taller, exactamente igual que el utilizado con Lili. Habían intentado que pareciera un suicidio y lo habían colgado de una viga. La nota parecía lo suficientemente auténtica, teniendo en cuenta que posiblemente lo habían obligado a escribirla: “Me reuniré contigo, Arlette”.

Lo había oído gritar. Había recobrado el conocimiento y se había vuelto a desmayar. ¿Por qué no la habían estrangulado a ella también? En su cerechro permanecía un tintineo distante. Las campanas. Entonces reconoció el ruido. Las campanas de la puerta de la tienda que daba a la calle, querían decir que había clientes entrando y saliendo

Il y a quel qu´un? ¿Hay alguien?-preguntó una voz. En ese momento se oyó el tintineo de las campanillas y el ruido de la puerta al cerrarse cuando se marchaba el cliente.

Salió de debajo de la mesa del televisor con dificultad y se sintió culpable. Otra vez. Había acusado a Javel y lo había golpeado justo cuando él comenzaba a contarle que el asesino de Arlette seguía vivo. El asesino había entrado por la puerta y probablemente se encontraba todavía allí mismo y se lo agradecía en silencio. En ese momento la envió al otro lado de la habitación, la golpeó e hizo añicos sus teoría. No solo había llegado al límite de la estupidez, sino que además había ayudado al asesino.

¿Pero por qué tomarse la molestia de que pareciera un suicidio? A no ser que el asesino hubiera estado a punto de cargarse a Aimée hubiera desistido cuando apareció un cliente, pero ¿entonces?… Puede que ahora el valiente y pequeño Javel se una a su Arlette después de todo este tiempo.

Había desaparecido la bolsa de red de Lili. Un hinchado gato blanco se movía sigilosamente y maullaba alrededor de sus tobillos como si fuera una boa de plumas

– Pobrecito, ¿quién te va a cuidor?-dijo Aimée acariciándole la cabeza. Atravezó tambaleándose la cortina de cuentas azules para ir a por lecha para el gato y se detuvo. ¿Qué llevaba Lili en la bolsa además de su labor? Javel habría escondido otra cosa que habría encontrado.

Comenzó a buscar sacando los cajones y desmontando los armarios de la cocina. Podría haberlo hecho parecer el crimen que ella se imaginó. Pobre del viejo Javel: tenía pocas cosas y tiraba muy pocas cosas. Su único armario ropero contenía únicamente almidonadas camisas blancas sin estrenar y dos trajes mohosos. Un par de zapatos de piel de cordero hechos a mano, de lo que hoy en día muy poca gente se puede permitir el lujo de llevar, descansaban sin estrenar sobre la balda inferior. El armario del vestíbulo contenía un juego de cama sin usar, amarillento por los años y probablemente bordado por Arlette.

Buscó hasta en el último rincón del apartamento infestado de mugre. Nada, excepto los trastos de un viejo solitario.

Puede que Lili no llevara nada más en la bolsa… o que el asesino supiera lo que tenía que buscar y lo había encontrado. Frustada ante una nueva situación sin salida, se desplomó contar el armario. Las circunstancias del asesinato de Javel la dejaban perpleja.

Con toda probabilidad, él pasaba la mayor parte del tiempo en la tienda, así que decidió seguir allí la búsqueda. El aroma penetrante del cuero la asaltó según entró. Bajo la exposición de plantillas, encontró su bandeja de trabajo abarrotada de cosas. Estaba colocada a presión contra la pared y necesitó vario intentos antes de que se aflojara. Bajo los recortes de piel yacía un libro pequeño, muy usado. Arañas negras reptaban sobre la caligrafía de Lili. Con manos temblorosas Aimée levantó el diario y madejas de hilo multicolor rodaron por el suelo. Apartó las arañas de un manotazo y metió el diario bajo su chaqueta de diseño.

En el dormitorio de Javel, vertió comida para el gato en un recipiente. Cuando salía, se santiguó


De vuelta con Leah, Aimee se puso a leer una de las páginas arrancadas del diario de Lili:

Sé que es él. Laurente, ese portento de ojos avariciosos que se sentaba

junto a mí y me copiaba las repuestas en los exámenes de matemáticas.

El que se reía de papá cuando trabajaba tras el mostrador, que nos llamaba

chupasangres judíos a la cara y luego me retaba como si fuera dueños de

toda la manzana. PEOR que los nazis, se aseguró de que todos lo de la escuela

que de alguna manera le habíamos molestado, pagáramos por ello. El poder,

simple y llanamente. Los padres de Sarah fueron los primeros, hasta se jactaba

de ello. Ganaba cien francos por cada denuncia. Pero yo, yo maté a mis padre

el día que me planté y no dejé que me copiara. Mi elevado sentido de la moralidad

los mandó a los hornos. Informaba sobre todo el mundo, judíos o no. Arlette, tonta

y avariciosa, se reía de él. Ese fue su gran error. Y él va a hacerlo de nuevo.


La mano de Sarah temblaba cuando Aimée le pasó el fragmento rasgado.

– ¡Lo reconocería usted después de todos estos años?

– Si Lili lo hizo…-Se frotó las lágrimas de los ojos-. Tenía una marca de nacimiento en el cuello, como una mariposa marrón

– Claro que podría haberla ocultado, haberse operado-dijo Aimée

– Siempre me pregunté quién denunció a mis padres. Laurent era mayor, estaba en la clase de Lili. Yo nunca le hablaba mucho, trataba de evitarlo. Había algo en él que no me gustaba

– Tiene que existir alguna prueba por escrito-dijo Aimée-. Por eso Lili contacto con Soli Hecht. Pero necesito documentos que lo prueben. ¿Se acuerda de dónde vivía, de ese edificio que menciona Lili?

– En la rue du Plâtre, a la vuelta de la escuela-contestó Sarah de inmediato-. Sus padres eran rentistas; es la calle bordeada por árboles más bonita de todo el gueto judío.

– Quédese aquí, Sarah. No está segura en la calle

Sarah se cruzó de brazos asustada

– Pero no puedo hacer eso. Tengo un trabajo. Albertine necesita muy ayuda, cuenta conmigo

– Llámela-dijo Aimée-. Encontrará a alguien de momento

– Pero esta noche hay una cena importante…-comenzó a decir Sarah.

– No es seguro ni para usted ni para nadie que esté con usted. Los pondrá usted en peligro. Quédese aquí, no salta. Albertine se las arreglará.-Aimée sabía que Sarah dudaba, aún sin convencerse-. Si Lili reconoció a Laurent y por eso la mataron-Aimée hizo una pausa y habló despacio-. ¿no se da cuenta de que usted es la siguiente?


Aimée entró en el patio del colegio en la animada rue des Blancs Manteaux y vio niños que formaban filas sobre las escaleras del liceo. Probablemente lo mismo que habían hecho desde hacía cincuenta años. Esta vez no había estrellas amarillas, solo grupos de adolescentes de piel oscura y de ojos grandes que pasaban de largo ante las burlas y los insultos.

Cuando se acercaba, una profesora se fijó en ella y los amonestó sin tardar.

– Arrêtez!-Los abucheos decayeron

– ¿Es usted una madre?

– Tengo algo que hacer en la secretaria

– ¿Puede enseñarme su identificación? Nos tomamos en serio las amenazas de bomba.-Parecía como si la profesora de rostro abotagado necesitara una noche más de sueño reparador-. Edicto del Ministerio de Educación

– Por supuesto-dijo Aimée mostrándole la documentación

– Por ahí a la derecha.-Una pelea había comenzado detrás de la profesora y se marchó para separarlos

En el interior de las oficinas de la escuela una mujer rechoncha con el rostro del color del ébano entrecerraba los ojos mientras comprobaba algo en el ordenador

– Los informes están en el sótano si es que los hemos guardado y no se los han comido los ratones-dijo

– Gracias, ¿podría comprobarlo?

– ¿Apellido?

– Su nombre es Laurent, y la familia vivía en la rue du Plâtre-dijo Aimée

La secretaria enarcó la ceja

– ¿Años de asistencia?

– Entre 1941 y 1945. Durante la guerra

La secretaria levantó la vista inmediatamente y movió la cabeza

– Pasados diez años, se envía todo al Ministerio de Educación-dijo encogiéndose de hombros-. Vuelva a pedirlo dentro de un par de semanas

– ¡Pero lo necesito ahora!

– Todo el mundo lo necesita ahora. ¿Sabe usted cuántos niños asistían a la escuela en aquella época?-Miró a Aimée-. Francamente, le diría ue no perdiera el tiempo. No se puso nada en microfichas hasta los años sesenta

– ¿Hay algún profesor o algún bedel que fuera a la escuela en esa época?-dijo Aimée

– Antes que yo…-se detuvo-, Renata, una mujer de la cafetería, lleva aquí trabajando desde siempre. Es todo lo que puedo sugerirle.

En la cafetería de azulejos amarillos, Renata, una mujer con una gruesa trenza gris enrollada en la nuca, la miró con recelo con ojos entrecerrados

– ¿Quién ha dicho usted que es? Preguntó

Aimée se lo dijo

Renata no hizo más que mover la cabeza

Una de las camareras, una mujer de rostro arrugado como una pasa, se acercó a Aimée rozándola con el codo

– Se me olvida encender el audífono

Aimée le dio las gracias y señaló el oído de Renata. Lo único que esta hizo fue fruncir el ceño

– Es bastante vanidosa. Piensa que ninguno lo sabemos-le confío la mujer cuya etiqueta con el nombre indicaba que se llamaba Sylvie Redonnet-. Bastante nos importa. La mitad del tiempo tenemos que estar gritándola, porque no oye

Renata revolvía con un cazo un humeante puchero de lentejas

Aimée se volvió a Sylvie, que sonreía

– Quizá pueda usted ayudarme.

Después de que Aimée se lo explicara, la mujer asintió con la cabeza

– Lo crea o no, soy demasiado joven como para haber estado aquí en los cuarenta-dijo riéndose-. Ahora bien, mi hermana Odile, que es unos años mayor que yo, sí que estaba. Vaya a preguntarle, le encanta hablar.

– Eso me sería de gran ayuda, gracias

– Usted será un entretenimiento para Odile; ella sí que oye.- Sylvie miró en la dirección de Renata-. Pero está en silla de ruedas. Vive a la vuelta de la esquina, en el 19 de la rue du Plâtre.

Aimée sintió un rayo de esperanza al oír la dirección


Odile se reía socarronamente desde cinco pisos más arriba mientras Aimée se quedaba sin aliento al subir la empinada escalera con pasamanos de metal.

– Eso es algo de lo que no me tengo que preocupar

Aimée alcanzó por fin el descansillo.

– ¿Odile Redonnet?-dijo. Al ver a la vieja bruja en la silla de ruedas negra, Aimée pensó que estaba claro que la belleza no bendecía precisamente a esa familia

– Encantada de conocerla, mi nombre es Aimée Leduc.

– Mi hermana me ha llamado para avisarme de su visita. Entre.-Odile Redonnet avanzó en su silla delante de Aimée hacia el interior del apartamento-. Cierre la puerta, por favor

Después de dos tazas de fuerte té Darjeeling y exquisitas magdalenas recién horneadas, Odile Redonnet dejó que Aimée fuera al grano

– Estoy buscando a alguien-comenzó

– ¿No es eso lo que hacemos todos?

– Un chico llamado Laurent. Su familia era propietaria de un edificio en esta calle. En 1943 tendría unos quince o dieciséis años.

Por toda respuesta, Odile empujó su silla hasta una cómoda de roble y abrió un cajón con un chirrido. Sacó un mohoso álbum de fotos. Varias fotografías sueltas en blanco y negro danzaron hasta el suelo. Aimée se agachó y las recogió. En una de ellas se veía a una radiante Odile de pie y rodeando con sus brazos a un hombre con uniforme de la RAF.

Aimée la miró sonriendo

– Está usted muy bella

– Y enamorada. Eso siempre hace que parezcas más bella-diojo Odile-Esto tendría que ayudarme a recordar.-Colocó el pesado álbum sobre la mesa del comedor e hizo un gesto a Aimée-. Un paseo por la memoria. ¿Podría poner el fonógrafo?

Sin demasiadas ganas, Aimée fue y se levantó para acercarse a un viejo tocadiscos que utilizaba discos de 78 revoluciones. Giró varias veces la manivela y puso la aguja sobre el rayado vinilo negro. Los sones de Glen Miller y su big band de los cuarenta llenaron la estancia. Los ojos de Odile se llenaron de lágrimas y sonrió

– Abandoné el liceo en 1944 para trabajar en una fábrica de vidrio-dijo mientras pasaba las frágiles hojas.

– ¿Hay alguna foto de la clase?

– No puedo decirle que entonces fuéramos tan sofisticados-dijo Odile buscando en las sobadas páginas. Tarareaba a un tiempo con el raposo sonido del solo de clarinete-. Esto es lo más parecido a una fotografía de clase-dijo despegando algunas fotos

Aimée casi derrama el té caliente. Era la misma foto que había descifrado del disco codificado que Soli Hecht le había dado

– ¿Quién de ellos es Laurent?

El dedo retorcido de Odile señaló un chico alto, de pie junto a Lili, en la plaza Georges- Cain

– Laurent de Saux, si eso es a lo que se refiere. Vivía en el número 23, dos portales más abajo.

La foto en blanco y negro mostraba el café con los nazis ociosos y el parque con los alumnos

– ¿Cómo hicieron la foto?

– Madame Pagnol, la profesora de historia, la hizo para ilustrar la estatua de César Augusto. Mire-dijo señalando la estatua de mármol-, estábamos estudiando el imperio romano.

Aimée se dio cuenta en ese momento. Lo que le había parecido una escena tomada al azar en la calle, servía de ilustración para la magnífica estatua de César Augusto. Por eso la habían hecho.

– ¿Le dio una a casa alumno?

– Oh, no-repuso Odile-. Solo a los que podían permitírselo. Después de esto dejé la escuela. Nunca acabé

Hizo un esfuerzo por contener su excitación. He aquí la prueba…pero ¿la prueba de qué?

– laurent pasaba información sobre los alumnos durante la ocupación.

Odile cerró los ojos

– ¿O fue usted?-dijo Aimée

Los ojos de Odile relucían de furia

– Nunca.-Apartó el álbum a un lado

– La nostalgia ya no es lo que era.-Aimée estaba harta-. Esa historia de “cualquier tiempo pasado fue mejor” ya no vale.

Odile miraba por la ventana

– Nada desaparece, ¿eh?

– No, la cruda y horrible verdad no lo hace

Por fin Odile habló

– Laurent me pidió que informara. Los chivatazos anónimos conseguían cien francos. La Gestapo ofrecía varios cientos de francos por denuncias propiamente dichas. Pero yo me negaba. Veía el odio y el miedo en los rostros de mis compañeros cuando Laurent pasaba a su lado. El daba por supuesto que los nazis ganarían la guerra y lo protegerían.

– ¿Y usted?

– la persona equivocada en el momento equivocado. Di refugio a ese piloto de la RAF durante la ocupación. Así que me dieron una lección.-Señaló sus piernas marchitas

– ¿Quiénes?

– Los médicos de la Gestapo que investigaban sobre las terminaciones nerviosas de la médula. Me llevaron a Berlín y me expusieron como a un bicho raro

– Perdóneme, por favor.- Aimée movió la cabeza de un lado a otro-. Lo siento

– Yo también lo sentí.- Odile sonrió-. Pero sigo intentando recordar los pocos buenos momentos del pasado.

– ¿Qué le ocurrió a Laurent?

– Ya no lo vi hacia el final. Desapareció junto a un montón de gente. ¿Quién lo sabe?

– ¿Y su familia?-dijo Aimée

– Los fusilaron.-Señaló la calle-. Contra la pared. A su padrastro y a su madre en 1943. Se dice que informó sobre ellos

Aimée casi se atraganta con el té

– ¿Quién se hizo cargo del edificio?-consiguió decir al fin

– Un primo por parte de madre. Ya ve, él adoptó el apellido de su madre. Ella era la que tenía el dinero. Después de que ella muriera y su padre volviera a casarse, él mantuvo el apellido

– ¿Qué nombre?

– Siempre se llamaba a sí mismo De Saux. Odiaba a su padre por volver a casarse

Odile Redonnet hizo una pausa y miró a Aimée un momento

– Todo esto tiene que ver con él, ¿no es así?

Aimée asintió

– Era el diablo encarnado, pero ni siquiera puedo decir eso porque era amoral. Sin conciencia. Haría cualquier cosa por mantener el poder sobre alguien. Pero Laurent desapareció, igual que lo hicieron muchos otros colaboracionistas después de la guerra. Tenía diecisiete o dieciocho años cuando la liberación. ¿Quién iba a reconocerlo ahora con sesenta y tantos?

Aimée hizo una pausa al recordar la página arrancada del diario de Lili

– Sé que es él. Laurent.-La frase de Lili que Abraham le había repetido “No olvides Nunca”. Lili había reconocido a Laurent porque había mandado a su familia a los hornos. Nunca se lo perdonaría.

– Ha vuelto, ¿verdad?

– ¿Puedo quedarme con esto?-Aimée se puso en pie-. Tengo que averiguar quién es y esto podría ayudar

Metió la foto dentro de su bolso, llevo la taza a la cocina y la puso en el fregadero. La ventana de la cocina de Odile daba a una serie de ruinosos patios El número 23 era probablemente uno de ellos

Una vez en la puerta, Aimée se dio la vuelta

– Gracias-dijo-. Pero no estoy de acuerdo, Odile

– ¿Y eso?-preguntó Odile desde su silla de ruedas junto a la mesa.

– Estoy empezando a pensar que nunca se marchó.


El primer timbre que tocó lo contestó una mujer de cuarenta y tantos años vestida con un maillot de estampado de cebra, con las mejillas sofocadas y ligeramente perladas de sudor. Aimée podía oír el ruido de fondo del sonido rítmico de los tambores.

– ¿El dueño? No lo sé. Mando los cheques a una inmobiliaria-dijo casi sin respiración.

– ¿Y el portero?

– No hay.-En ese momento, comenzó a sonar el teléfono-. Disculpe-dijo antes de cerrar la puerta.

Nadie contestó cuando llamó a las otras puertas. Se dio una vuelta hasta la parte trasera del edificio donde se guardaban los contenedores de basura y buscó el contador de gas. Por fin lo encontró tras una puerta de madera podrida. Escribió el número de serie del contador. Era fácil obtener información si accedía a EDF (Electricidad de Francia), ya que de otra manera constituiría una tediosa búsqueda encontrar al dueño a través de la oficina de Hacienda. Por supuesto, quizá tendría que acabar acudiendo allí. Ahora lo que necesitaba era tener acceso a un ordenador y contempló la posibilidad de volver a entrar en la casa museo de Víctor Hugo y usar el teclado de su ordenador de última generación.


Viernes por la tarde


Llamó a Abraham Stein desde una cabina en la estación de metro de Concordia, ya que se le había acabado la batería del teléfono móvil. Contestó Sinta.

– Abraham está hablando con un policía de nariz grande

– ¿Uno que fuma continuamente y lleva tirantes?-preguntó Aimée

– Acertaste

– Por favor, dígale a Abraham que se ponga, pero no le diga que soy yo.-Aimée esperó mientras Sinta iba a buscarlo. Podía escuchar el ruido de fondo de las noticias de la radio y los lacónicos comentarios del periodista: “La policía antidisturbios ha tenido que acudir a disolver a los manifestantes que se encontraban frente al palacio del Elíseo donde se firmará el Tratado de Aranceles de la cumbre de la Unión Europea. Se están produciendo esporádicos enfrentamientos entre grupos neonazis y el Partido Verde tanto aquí como en zonas del distrito cuatro, fundamentalmente en el entorno de la Bastilla ”.

El teléfono rozó algo cuando contestó Abraham

– ¿Diga?

– Soy Aimée. No diga nada, solo escuche y conteste con un sí o un no, si puede

El emitió un gruñido y luego habló

– Sinta, ofrece una taza de té al detective

– ¿Se llama Morbier?

– Sí

– ¿Me ha mencionado? ¿Ha preguntado cuándo nos hemos visto por última vez?

– Sí a las dos

– ¿Algo que ver con el asesinato de Lili?

– Sí

De repente, oyó que Abraham carraspeaba y la voz grave de Morbier le llegó desde el otro lado del hilo telefónico

– ¿Leduc! ¿Qué demonios estás…?

– ¿Por qué me tiendes una trampa, Morbier?

– Alto ahí. No viniste a mi encuentro, no me devolviste las llamadas y ahora han disparado a tu socio-dijo él

– Ahórrate toda esa basura-repuso ella-. ¿Quién está detrás de todo esto? Voy a colgar antes de que localices la llamada. Tengo algunas preguntas.

– A propósito, tu socio está cabreadísimo-dijo-. Le dolió que lo abandonaras. Parece que no quiere que sigáis siendo socios.

– ¿Por qué estás haciendo preguntas a Abraham cuando te han retirado del caso de Lili?-dijo ella mirando el reloj

– Tenía curiosidad por saber si había tenido noticias tuyas-dijo él

– ¿Por qué diablos había que tenderme una emboscada?

– Estás paranoica, ¿qué se te ha metido en la cabeza? Escucha, Leduc, tómate una dosis de realidad. Nadie te persigue.

– La única otra explicación posible es que pincharon mi teléfono y escucharon dónde íbamos a encontrarnos. Javel…

El la interrumpió

– ¿Por qué están tus huellas por toda su casa?

Sus huellas dactilares se encontraban por todas las habitaciones del escenario de un supuesto suicidio. En su reloj aparecían dos minutos y cincuenta segundos en el momento en el que colgó el teléfono de la cabina

Aimée oyó el chirrido del metal y el zumbido de los frenos de aire cuando el tren se detuvo. Cruzó la puerta del que se dirigía a porte des Vanves, lleno de parisinos de camino de vuelta a casa desde el trabajo. Se agarró a la barra superior mientras la cabeza le daba vueltas y le entraba malestar. ¿Quién decía la verdad? ¿Podría haberse vuelto contra ella René, su socio y amigo desde la Sorbona? ¿Realmente la protegía cuando le dijo que echara a correr? Por supuesto. Su comportamiento protector era coherente con la manera en la que siempre la había tratado. Normalmente con el consiguiente enfado por su parte.

Luego estaba Morbier. Había mentido sobre la investigación sobre Lili y se había comportado muy en su estilo.

Se bajó en Châtelet. En el quiosco compró una recarga para su teléfono móvil. Los viajeros la arrastraban en el andén como si de una ola se tratara y se separaban ante ella en el último minuto. Vestida con el traje negro de diseño, no desentonaba entre los profesionales de la hora punta. En cuanto insertó la recarga el teléfono emitió un pitido.

– ¿Sí?-contestó mirando el reloj.

– Ya era hora-dijo Thierry-. Es difícil dar contigo. ¿La has encontrado?

– Tenemos que vernos-dijo ella

– Trae a Sarah a mi despacho en Clingancourt-repuso Thierry

No haría eso por nada

– Nos vemos en Dessange, en la Bastilla, dentro de media hora

– ¿Te refieres a la peluquería esa? ¿Cómo…?

– Dentro de treinta minutos. Después me habré ido.-Colgó y llamó a Clotilde.


Estar huyendo de alguien, que los skinkeads y la policía la buscaran y que pudiera regresar a su apartamento no suponía un motivo suficiente para tener el pelo grasiento. Clotilde enjabonaba con henna el cabello de Aimée mientras Françoise, la propietaria, acompañaba a Thierry hasta la zona de lavado.

– ¿De qué va todo esto?-preguntó Thierry desconcertado

– Siéntate. Te haría falta un corte-dijo Aimée

– Ahórrate tus comentarios agudos-resopló él

– Un servicio completo: las uñas, facial… ¿Por qué no te aprovechas?-dijo ella bajo la redecilla, mientras sonreía a Clotilde, la cual le masajeaba el cuero cabelludo. Thierry jugueteaba con las manos y parecía encontrarse incómodo. Indicó un espacio en el luminoso y ventilado salón, que bullía de actividad con los profesionales del color vestidos con batas de laboratorio; mujeres con las mechas envueltas en papel de aluminio sobre sus cabezas, como si de antenas se trataran y enormes fotografías ampliadas de modelos con aspecto desamparado en las paredes. Los secadores junto con la música disco antigua proporcionaban el sonido de fondo, junto con el penetrante olor a amoníaco de las permanentes.

Thierry tenía que, o bien quedarse en pie y bajar la cabeza para hablar con Aimée, o recostarse en una silla y hacer que le lavaran la cabeza

– ¿La has encontrado?

– Si lo he hecho, ¿qué significa eso para ti?-dijo Aimée mientras Clotilde le aclaraba el cabello jabonoso

– Ese es tu trabajo. E he pedido que me ayudaras-dijo-. Ahora que hemos encontrado a mi padre. A mi verdadero padre.

– ¿Por qué quieres conocerla?-dijo ella

– Es lo normal, ¿no?-replicó él

Cuando Aimée se sentó y Clotilde le secaba el pelo, ella percibió sus movimientos bruscos y sus ojos inyectados en sangre. Apretaba y soltaba el cinturón de piel de su abrigo militar. Ella nunca organizaría un encuentro entre Sarah y Thierry en su estado actual.

– Mira, voy a volver a la manifestación en el palacio del Elíseo-dijo él-. Estamos obligando a los Verdes a retraerse. Enseñando a esos idiotas quela gente adoptará una postura firme. El tratado se firmará.

Sonaba petulante para ser un hombre de cincuenta años. Y también alguien con miedo.

– ¿Te refieres al Tratado de Comercio de la Unión Europea?

El asintió

– Deja que la vea, que hable con ella

– Se lo preguntaré. ¿Por qué esa escoria vestida con pantalones de cuero tenía un rifle con sensor de calor?

Thierry entrecerró los ojos

– ¿Qué?

– Intentó acribillarme como si fuera un conejo. En el patio del hotel Sully.- Aimée se encorvó bajo la toalla mojada cliente mientras Clotilde continuaba alborotándole el pelo

Thierry las siguió con desgana hasta un sillón hidráulico que Clotilde elevó con el pie. Al mirarse en el espejo, Aimée pensó que parecía una criatura peluda, ahogada, mientras que él parecía una rapaz despeluchada.

– Igual quieres contármelo-dijo ella.

– Parece que te estás volviendo paranoica-dijo él moviendo la cabeza-. El está ocupado organizando las manifestaciones.

– Ya no-dijo ella-. Y es demasiado tarde para preguntárselo

Thierry hizo girar la silla tan rápido que las tijeras y los peines de Clotilde salieron volando. Botes de espuma y gel moldeador cayeron al suelo con un repiqueteo. Todos los ojos se volvieron hacia ella, sujeta en su bata de barbero como en una camisa de fuerza, mirando a un Thierry que a punto estaba de echar espuma por la boca y que agarraba fuertemente los apoyabrazos del sillón, al tiempo que acercaba su rostro al de Aimée para empujarla. Varias estilistas automáticamente se pusieron a recoger cepillos y una agarró un resistente secador a modo de defensa.

– ¿Te has cargado a Leif?-Thierry abrió los ojos como platos, incrédulo

– Era él o yo. A eso llegamos-dijo ella intranquila-. Leif parecía demasiado guarro como para ser nórdico

– ¡Idiota!-dijo él-. Un reconocido cabo en nuestro cuerpo.

– Me disparó desde el tejado-repuso ella-. No voy a disculparme por haber conseguido salir viva.

De repente, Thierry levantó la mirada y vio que la peluquera lo contemplaba con sus instrumentos de belleza en alto.

Bajó su voz hasta convertirla en un susurro

– Trae a esa cerda judía-siseó-. Nos vemos esta noche en el despacho. Si no, el enano no legará a mañana

Le tocaba a ella el turno de sorprenderse

– Habitación 224 del Hospital St. Catherine. Tu socio, René Friant.

Y entonces se fue, dejando tras de sí un halo de sudor rancio

Françoise se acercó corriendo

– ¿Llano a los flics?

– No, por favor-dijo Aimée-. Gracias, pero no ha ocurrido nada.

Françoise asintió

– Malas noticias, ¿no?

– Peores de lo que te imaginas-asintió Aimée

Con el pelo goteando, Aimée cogió su teléfono móvil y llamó inmediatamente al Hospital St. Catherine

– ¿Friant, René? Le han dado el alta hace sinco minutos-le dijo la enfermera de planta con voz inexpresiva

Llamó a su oficina. No contestó nadie, pero dejó un mensaje con un código que ellos mismos habían acordado. Advirtió a René y le pidió que se encontraran más tarde en donde su primo Sebastián. Dejó el mismo mensaje en casa de René. Ahora se sentía de alguna manera más tranquila. Si no podía encontrar a René, dudaba que Thierry pudiera. Por lo menos, no de inmediato

El salón recobró su ajetreo y Clotilde la miraba expectante, dispuesta con el peine y las tijeras

– Hablemos del color. Este castaño es demasiado pardo-dijo Aimée

Clotilde simplemente guiño un ojo y sacó unas muestras. Aimée señalo varias de ellas. Con un nuevo color de pelo, gafas oscuras y el traje a medida nadie la reconocería entre la multitud. Al haberse despedido radicalmente de los vaqueros, la chamarra de cuero y las gastadas botas, podría piratear lo que fuera

Mientras Aimée permanecía sentada, se imaginó todos los escenarios posibles. Aunque quería culpar a Thierry del ataque contra ella, parecía estar realmente sorprendido

Supongamos que Leif trabajaba para Laurent, quienquiera que fuera ¿Podría Laurent, con la ayuda de Leif, haber quitado de en media a Lilim haberse cargado a Soli Hecht de una sobredosis, haber tratado de matarla, y haber estrangulado a Javel haciendo que pareciera un suicidio? Para hacer todo eso habrían necesitado más ayuda

Algo que no entendía era por qué no habían puesto la cuerda en sus manos y simular que ella había matado a Javel. La única razón que se le ocurría era que quizá había entrado un cliente y el asesino no tuvo tiempo.

O el asesino quería desviar la atención del asesinato de Arlette en el pasado haciendo que Javel apareciera taciturno: después de echar en falta a Arlette durante todos estos años, había decidido unirse a ella suicidándose. Aimée pensó que eso tendría sentido. Desde la cobertura que los tabloides sensacionalistas y la televisión dedicaron al alarde del Luminol, las cosas se habían calentado. Estaba claro que los asesinos habían hecho horas extras.

Y todo eso volvía a conducirla a Laurent. Tenía que descubrir su identidad y proteger a Sarah.

Aimée salió a la pequeña calle adoquinada. Ahora su pelo cortito lucía mechas de un rubio claro. Un silbido de admiración le llegó de un anciano desde un puesto de fruta cercano. Le guñó un ojo y sonrió para sí.

Justo enfrente del salón de belleza, un Yves bien vestido salía por las puertas de hierro forado de la Brasserie Bofinger. Por una vez supo que su pelo tenía un aspecto fantástico y que iba vestida adecuadamente. Se preguntó qué hacer, nerviosa y encantada a la vez.

Vestido con un traje cruzado de color azul marino, su aspecto era pulcro y profesional. No como el de un neonazi. Clotilde había cepillado la pelusa, por lo cual su traje negro parecía listo para la pasarela. Unos pocos botones, los restos del incidente en el contenedor, habían caído al suelo del salón, y Aimée le había contado la historia a Clotilde, entre risas.

Estaba considerando seriamente la posibilidad de levantar el brazo para saludar a Yves cuando un Renault camuflado hizo chirriar los frenos hasta detenerse junto a él en la pequeña calle.

El coche lo empujó hasta un portal. Dos tipos vestidos de paisano lo zarandearon y lo introdujeron a la fuerza en el asiento trasero. Pegaron un portazo y el Reanult se alejó chirriando calle abajo.

Ella se apoyó temblando contra un escaparate. Suponía que eran policías de paisano. Después de todo, él era un neonazi… ¿no?.


Viernes por la tarde

Hartmuth y Thierry estaban sentados al otro lado del museo de Víctor Hugo junto al parque infantil de la place des Vosges. La risa de los niños se eleva desde los columpios, bajo las ramas secas de los plátanos. Los arcos de piedra abovedados que rodeaban la plaza cercada por una verja, llena de fuentes y espacios cubiertos de césped, reflejaba los últimos rayos de sol del final del otoño. El aroma a castañas asadas se extendía sobre los gastados adoquines. Las manos de Hartmuth temblaban cuando dobló el periódico que había simulado leer.

– Solo he accedido a que nos veamos porque dijiste que era importante -dijo-. ¿Qué tienes que decirme?

– Millones de cosas. Eres mi padre.-Los ojos de Thierry brillaban, casi como si se encontrara en estado de trance-. Comencemos por conocernos. Cuéntame algo de mi familia alemana.

Hartmuth se revolvió culpable en el asiento

– Tuviste una hermana-dijo después de una larga pausa mirando a los niños-. Se llamaba Katia. Nunca fui un buen padre

Thierry se encogió de hombros

– ¿Quién te crió?-preguntó Hartmuth

– Unos conservadores que me mintieron.-Thierry pegó una patada a una paloma ansiosa por conseguir unas migas-. Pero siempre he sido como tú, he creído en aquello por lo que tú luchaste. Ahora sé por qué me uní a la Kameradschaft, es normal que acarreara creencias arias, igual que tú.

Hartmuth movió la cabeza. Se levantó y comenzó a andar por el sendero de gravilla. Se detuvo junto a una fuente borboteante, cerca de la estatua ecuestre de Luis XIII

Thierry rebuscó en su memoria y vio a Claude Rambuteau dándole migas a las palomas en esa misma estatua. ¿Por qué no le habían dicho nada los Rambuteau sobre su verdadera identidad?

– Me despedí de ella-dijo Hartmuth-. Aquí

– ¿A quién te refieres?-preguntó Tierry sobresaltado

A tu madre, antes de que embarcaran a mi compañía al matadero del frente.-Hizo una pausa-. Sigue siendo bella-murmuró melancólico.

– ¿Cómo puedes decir eso?-dijo Thierry aterrado. No era así como se imaginaba que actuaría su padre nazi.

– La amaba, y todavía lo hago-dijo Hartmuth-. Ella cree que todo está en mi cabeza. Deja que te enseñe dónde solíamos encontrarnos.- Hartmuth atravesó la plaza a grandes zancadas, arrastrando con él a Thierry.

Ninguno de los transeúntes apresurados les prestaba demasiada atención, un hombre de llamativos ojos azules y un caballero esbelto de pelo cano, que si se reparaba en ello, poseían un claro parecido.

Cuando habían recorrido la mitad de la rue du Parc Royal, Hartmuth se dio la vuelta y señaló el escudo de Francisco I, la salamandra de mármol esculpida en el arco.

– Aquí la vi por primera vez, sobre esos adoquines-dijo Hartmuth-. Pero por ahí está donde te concebimos, bajo tierra.

– ¿Bajo tierra? ¿Qué estás diciendo?-Thierry preguntó intranquilo. Enfrente, en la esquina de rue Payenne con la plaza Georges-Cain, Hartmuth trepó con agilidad la verja cerrada. Comenzó a escarbar entre las plantas entre las antiguas esculturas. Thierry oía el ruido que hacían los trozos de tierra al caer entre los arbustos. Tenía miedo de que Hartmuth estuviera perdiendo la cabeza.

– ¿Qué estás haciendo?-preguntó Thierry cuando hubo trepado tras él.

– Ven a ayudarme-dijo Hartmuth. Le hizo un gesto con la mano, con los ojos brillantes como si estuviera poseído-. Mueve esta columna.- Hartmuth estaba intentando apartar la columna de mármol caída-. Tiene que ser por aquí.

– Estás loco. ¿Qué es lo que estás buscando?-dijo Thierry levantando la voz

Estaba anocheciendo y las farolas se encendieron de una en una.

– ¡La entrada a las catacumbas!-dijo Hartmuth-. La encontraremos, llevan aquí desde la época de los romanos. No se han escapado. Esta ciudad está surcada por los viejos túneles cristianos.-Tomó la mano de Thierry y lo miró fijamente-. Solía esconderme ahí con tu madre todas las noches.

Thierry se sintió violento al ver el anhelo que se evidenciaba en los ojos de su padre

– ¿Por qué la llamas mi madre? ¡No la conocí nunca, me abandonó, era una judía asquerosa!-Su risa histérica se elevó exageradamente-. ¡Asquerosa! ¡Perfecto! ¡Revolcándose en el suelo con un ario!

– Qué extraño. Ella decía lo mismo.- Harmuth movió la cabeza con tristeza-. No debes hacerle daño. Lo entiendes, ¿verdad?

– ¿El qué? ¿Qué un ario se acostara con una judía?-dijo Thierry acusador-. ¿Fue porque estabas lejos de casa y te sentías solo? ¿Te parecía exótica y te sedujo?

Los ojos de Hartmuth se llenaron de lágrimas

– ¿De dónde has sacado todo ese viejo odio?

– Sé que Auschwitz fue una mentira-dijo Thierry-. Me he ocupado de demostrar todos esos montajes de los campos de la muerte

– Olí el hedor de demasiados de ellos-dijo Hartmuth con desgana antes de apoyarse en la columna caída de mármol-. Tus abuelos, los padres de Sarah, acabaron allí

– ¡no! ¡No! ¡No te creo!-gritó Thierry atónito

Unas pocas personas que pasaban por la acera se volvieron a mirar y siguieron andando

– Bombardearon el tren de nuestra compañía en algún lugar de Polonia-dijo Hartmuth-. Tuvimos que reconstruir las vías en medio de la nieve mientras los partisanos nos disparaban desde los bosques. En ese bosque olvidado de Dios había un olor terrible que no desaparecía nunca. No sabíamos lo que era porque no veíamos pueblos, solo túneles de humo negro. Cuando el tren volvió a andar, pasamos junto a un ramal. Una flecha señalaba un letrero que decía Begen-Belsen. Los cadáveres descompuestos de aquiellos que habían saltado del tren jalonaban los lados de las vías. Nunca olvidaré ese olor.- Hartmuth hablaba con voz distante.

Los ojos de Thierry echaban fuego

– ¡Mientes, amigo de los judíos!

Saltó la verja y echó a correr calle abajo. Hartmuth se derrumbó de rodillas entre las ruinas, ya no le quedaban lágrimas. En su interior surgía la nana que le cantaba su abuela: Liebling, du musst mir nicht böse sein, Liebling, spiele und lach ganzen Tag (Cariño, no seas malo conmigo, cariño, juega y ríe todo el día”

Cantó la letra mientras cavaba la tierra y movía las piedras. Mucho tiempo después de que se hubieran encendido las farolas, seguía cavando.

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