Martes por la mañana
Aimée se despertó y se puso una camiseta con el aroma a almizcle de Yves. El se había marchado. Una parte de ella se sentía enfadada consigo misma por haberse lanzado a su cama la noche anterior. Y otra parte de ella ronroneaba satisfecha. Había pasado un año desde que Bertrand, su novio pirata informático, después de un montón de palabrería sobre su compromiso, se mudara a Silicon Valley
Ella e Yves habían pasado una vez más mucho tiempo en la bañera. Las cosas no habían hecho más que mejorar. Un buen término para describir su relación parecía ser el de relation fluide. Decidió pasar la fregona al suelo alicatado del baño.
Aimée hizo una pausa para saborear el placer de la noche anterior. Por las ventanas, a pie de calle, situadas sobre la cama, se filtraba la luz del sol. Se habían movido al mismo ritmo mental y físicamente, lo cual raramente le ocurría. Había algo en él que la hacía sentir bien. Excepto lo de sus simpatías nazis.
No había forma de evitarlo
Rozó algo con la pierna desnuda y se dispuso a recogerlo. Lo que le vino a las manos fue su grabadora último modelo fuera de su funda de plástico
¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Se había concentrado en los videos y la otra noche se le había olvidado esto. Tenía que haber estado más borracha de lo que pensaba. ¿Se habría dado cuenta Yves? Pulsó el botón de reproducción y la cinta comenzó a funcionar. Estaba claro que la habían rebobinado hasta el principio
Sintió que el corazón le daba un vuelco. Yves tenía que saber que ella no era lo que parecía ser. ¿Habría planeado enfrentarse a ella, pero se había dejado llevar? ¿Se lo habría contado a los otros? Si lo sabía, ¿por qué no se lo había dicho? Pensó que era una idiota
Asqueada de sí misma, salió de la cama como un resorte y se puso los vaqueros negros y la cazadora. Sea cual fuera el juego al que él estaba jugando, se retiraba. Quizá él había estado a punto de mostrar su grabadora y demostrar así su lealtad. La frente mutilada de Lili flotaba ante sus ojos. Durante todo el camino a la oficina, se preguntó cómo podía haberse equivocado tanto.
Martes por la tarde
René dobló la esquina de la página y dejó el libro al ver entrar a Aimée en el despacho.
– Tengo un pagaré de Eurocom. Veinte mil francos-dijo
Aimée lo abrazó
– Superbe! -Cogió el libro, El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, y lo ojeó-. Lees demasiado, René.
– Nom de Dieu!- René se tapó los ojos con sus cortos brazos-. Se trata de un clásico, Aimée. Podrías dar con alguna pista.
– ¿Pista?-bufó-. Pensaba que había tenido suerte ayer por la noche. Lo que ocurre es que no he podido hacerlo peor.
Masticó con furia su chicle Nicorette.
– ¿Por qué no damos un poco por saco a nuestro cliente de Lyon que no ha pagado? Explícaselo cara a cara a ese director tan agradable. Sería difícil echarte del despacho-dijo
– ¿Estás tratando de deshacerte de mí?-dijo René
Le tiró las llaves de su Citroën
– Vamos. Te encanta conducir. Lo único es que no te mates. Y mientras estás allí, consigue que te dé un anticipo.
El sonrió. Al salir miró hacia atrás
– ¿Dónde llevas la protección?
Ella dio unos golpecitos a la pistola que asomaba por los bolsillos de su pantalón de seda.
– Aquí
Para las tres de la tarde, Aimée había obtenido permiso de Abraham Stein y de los otros inquilinos, una autorización del CCEHM (Consejo Ciudadano de Edificios Históricos del Marais), una orden judicial con el permiso de la Comisión de Realojo del Distrito Cuatro, y el permiso de demolición necesario para poder dejar a la vista la escalera de madera. Disponer de una orden de registro de Morbier había acelerado realmente el proceso. El gruñía porque no podía fumar. El Luminol era altamente inflamable.
– ¿Dónde diablos está esa palanca, Leduc?-dijo
Pero ella no podía escucharle. Dentro de la tienda en el oscuro patio del apartamento de los Stein en la rue des Rosiers, Aimée y Serge, un barbudo criminólogo de mediana edad, se encontraban ocupados. Vestidos con monos fluorescentes Day-Glo para evitar que su piel absorbiera el producto químico, rociaron de Luminol los viejos tablones de roble expuestos en el patio junto al fregadero. El Luminol mostraba la sangre y sus rastros sobre cualquier superficie porosa. A pesar de que se hubiera pintado o frotado en la superficie, los rastros de sangre permanecían.
– ¿Un homicidio sin resolver hace cincuenta años y piensas que encontrarás las huellas del asesino?-La máscara amortiguaba la voz de Serge-. Siete años es el límite máximo considerado, y se ha demostrado que lo más elevado son once años. ¿Por qué piensas que aparecerán restos?
– Si ha funcionado sobre una mancha de hace siete años, ¿por qué no iba a hacerlo sobre una de cincuenta?-dijo-. Nadie ha demostrado lo contrario.
Había predicado sus argumentos para usar Luminol bajo esa presunción. Pero ahora se preguntaba si funcionaría. ¿Y si no era así?
Salió de la tienda para buscar a Morbier y se encontró cara a cara con un grupo de cámaras de televisión. Inmediatamente sintió el resplandor de los brillantes focos sobre ella
– ¿Está usted con la Brigada Criminal? ¿Qué es lo que esperan descubrir?-gritaban los reporteros.
El mono ya estaba haciéndola sudar como si se encontrara en una sauna. Los focos lo empeoraban
– Reconstrucción oficial de la escena del crimen. No se autoriza la presencia de la prensa-dijo. Silbó a un flic de uniforme azul, el cual se dirigió al grupo de cámaras.
No contaba con que esta prueba con el Luminol saliera a la opinión pública. ¿No sospecharía el asesino si existía una conexión entre ambos asesinatos?
El objetivo del asesino sería su silencio. Intentó retirar de su mente ese pensamiento perturbador. Se dijo que si esto hacía que la rata saliera a la superficie, mejor.
De vuelta en el interior de la tienda, se puso un par de patucos para evitar la contaminación y comenzó a grabarlo todo con una cámara con sensor para poca luz. Serge roció los adoquines del patio con Luminol, así como el viejo cemento alrededor del fregadero para ver si aparecía algo. Continuó rociando mientras retrocedía para alejarse de los viejos tablones y subía despacio por las escaleras. Empapó los escalones por todo el recorrido, a lo largo de los listones de madera que se extendían hasta la puerta de los Stein.
– Que venga Morbier-le gritó a Aimée-. Si funciona, y digo si funciona, tendría que haber un light show dentro de tres minutos.
Aimée sabía que el cemento y la piedra sobre ella hubieran protegido y conservado cualquier prueba restante. Bueno, lo averiguarían. Después de cinco años, no se podía tipificar la sangre, pero eso no le importaba. Eso no era lo que buscaba.
Morbier entró en la tienda y dejó que entrara a la vez un amplio rayo de luz.
– Deprisa-gritó Serge deteniéndose en la puerta de los Stein. No podía moverse hasta que el Luminol se adhiriera. Si es que lo hacía.
– Asegurad el panel desde el exterior-gritó Morbier mientras se ajustaba torpemente sus patucos Day-Glo
En el interior de la tienda la oscuridad era absoluta
– ¡Dios mío, Leduc! Más vale que esto funcione. Me quedo con el culo al aire. Hemos cortado la mitad de la calle, realojado a estos inquilinos por cortesía de los contribuyentes parisinos, que son de la virgen del puño, y hay algún imbécil del distrito cuatro que piensa que estamos haciendo una peli de ciencia ficción y se lo ha contado a la prensa. Para colmo, ha venido Agronski, un agudo inspector de la Brigada Criminal, porque dice que “Le encanta el Luminol”.
– No pares, Morbier. Estoy grabando todo lo que dices aunque no pueda verte-le dijo Aimee
Ahora estaba que echaba humo
– Leduc, te he dicho… ¡Ay!
Aimée encendió la LumaLite portátil
– ¡Fuegos artificiales!-gritaron a coro ella y Serge
El Luminol resplandecía, dejando así a la vista la escena fluorescente de una carnicería de cincuenta años de antigüedad.
– ¡Dios mío! -dijo ella en dirección a la cámara, la cual captaba casa veta y cada salpicadura de sangre. Javel tenía razón. Había sangre por todos lados. Las gotas formaban arcos en dirección ascendente por el tragaluz y el irregular arroyo serpenteaba hasta el desagüe hasta desaparecer. El Luminol duraba menos de un minuto, pero ella lo captó todo con el video.
– ¡Es increíble!-Serge bajó las escaleras poco a poco junto al rastro de huellas sangrientas-. Sangre que se ha conservado debajo del cemento y de la piedra desde hace cincuenta años. ¡Saldré en los boletines de la policía de todo el mundo!-dijo
– Vamos a rociar la escalera otra vez-dijo ella con expresión adusta.
Preparó la regla y la puso rápidamente junto a un par de huellas fluorescentes. Las marcas conducían escaleras arriba y medían nueve centímetros. Había algo más de un color pálido que se mezclaba con la sangre
– probablemente tejido u órgano; esta zona ha estado muy protegida-dijo Serge
Ella levantó la mirada hasta el sucio cristal de la ventana de Lili. Aimée se imaginaba que había sido algo rápido, brutal e incluso más turbio que lo que mostraba el Luminol. En una rápida toma, desde el ángulo del arco formado por las manchas de sangre, todo le indicaba un ataque a la victima desde arriba. Las huellas salían del tragaluz. Parecían ser de un zapato fuerte, como botas con los tacones hacia adentro, gastadas por un lado como si el que las llevaba fuera ligeramente zambo. La parte anterior de la planta del pie era más pronunciada y las huellas se detenían en el fregadero de cemento. Sobre el cemento desportillado había manchas de sangre borrosas. Le resultaba morboso pensar que ella había andado por encima de esto. Hacía dos años que nadie vivía en las habitaciones de la portera. Ahora se daba cuenta de por qué las habían abandonado.
Morbier estaba de pie junto a Aimée
– Dos direcciones.-Ella apuntó con la cámara a un reguero de huellas-.Una persona pequeña y otra un poco más grande.-Bajó la vista hacia el fregadero y la examinó con su lupa-. Los más pequeños serán de Lili, pero ¿de quién son los otros?
Se detuvieron
Otro grupo de huellas salía del tragaluz para dirigirse al fregadero y allí se detenían
La piedra porosa y el cemento habían absorbido las manchas de sangre difuminada y las gotas del fregadero. Ella miró los mandos de rajada porcelana en los grifos
– Aquí hay un poco, cuando abrió el grifo. Hasta tuvo tiempo de limpiarse los zapatos antes de salir a la calle-dijo ella-. ¿O serían botas?
Se sentía como si estuviera justo al lado del asesino. Angustiosamente cerca pero tan distante. A una distancia de cincuenta años. ¿Qué podría demostrar?
Horas más tarde, cuando el criminólogo hubo terminado su trabajo y el inspector Agronski había quedado tan impresionado que había invitado a cenar a Morbier, Aimée no se podía marchar aún.
Volvía sobre sus pasos una y otra vez en la zona en la que habían aparecido las huellas junto a las más pequeñas e intentaba imaginarse lo que pensaba el asesino. En ese momento subió las escaleras con cuidado.
Trató de imaginarse a si misma como la aterrizada Lili de dieciséis años. Una joven chica judía, cuya familia había desaparecido, que vivía sola y dependía de la portera. Una portera que, según Javel, había estado peligrosamente involucrada con el estraperlo
– Ya lo hemos grabado todo, Leduc-le estaba diciendo Serge-. He recogido todo, los escayolistas están a punto de venir. Ya es hora de irse.-Taconeaba con impaciencia-.Cerremos el chiringuito, Leduc.
Aimée seguía sin mostrarse satisfecha
– Necesito echar otro vistazo. Nos vemos en la rue des Rosiers.
Los escayolistas, vestidos con monos de color blanco, esperaban gruñendo en el patio. El edificio de los Stein estaba siendo sometido a una importante rehabilitación, por cortesía de la ciudad de París y del distrito cuatro, que tenía que haber finalizado hace tiempo. Los informes demostraban que la última reconstrucción se había realizado en 1795. Ella se imaginaba que pasaría el mismo tiempo antes d que se produjera otra.
Tenía la persistente sensación de que se le escapaba algo, algo que le llamaba a gritos, pero que no alcanzaba a ver. El agudo pitido de la furgoneta de los escayolistas, al entrar marcha atrás en el patio y casi pasarle por encima del pie, era ensordecerdor.
– ¡Eh! ¡Cuidado!-Frustrada, pegó una patada al parachoque y aporreó el metal
En ese momento se dio cuenta del único lugar en el que no había mirado. El único lugar en el que un criminal se detendría, en el que quizá se agarraría al fregadero para lavarse las manos. Para quitarse la sangre de las manos.
Volvió deprisa al patio y reptó bajo la pila. Los afilados adoquines se incrustaron en su hombro resentido y el moho asedió su nariz. Enfocó con la luz de su linterna hacia cada grieta y cada protuberancia, y se estiró todo lo que pudo tumbada boca arriba. Entonces lo vio
– Vuelve a sacar el Luminol, Serge. Cubre la pila. ¿Ves las borrosas marcas de una huella dactilar en la grieta?-dijo-. Esta huella brillará estupendamente cuando haya acabado esta historia. ¡Ya lo tengo!
Martes a última hora de la tarde
René dio un topetazo al Citroën sobre el estrecho desagüe que bordeaba la rue des Rosiers
– Pensaba que estabas en Lyon-dijo Aimée sorprendida
– Sube, Aimée-dijo él
El Citroën de Aimée estaba adapatado para sus cortas extremidades, lo cual le permitía utilizar el embrague, las marchas y salir zumbando, igual que cualquier otro endemoniado coche de París. Y vaya que lo hacía. El vehículo era ajustable, así que Aimée podía manipular las palancas desde el interior con color a malvavisco para doblar su armazón de más de un metro setenta de altura
– Ya lo tengo, René. Sabía que la respuesta se encontraba aquí-dijo-Ahora lo único que tengo que hacer es imaginarme quién es o quién fue.-Le brillaban los ojos y estaba sofocada-.-he hecho una fotografía de la huella con la Polaroid. La ampliaré en el despacho y la escanearé en el ordenador.
¿Qué tiene que ver Lili Stein con todo esto?-preguntó René al tiempo que arrancaban con un rugido y giraban hacia otra calle medieval de dirección única.
– Estoy estudiándolo-dijo-. Lo averiguaré
– Morbier y tú sois las estrellas de las noticias de la noche. ¿Ya no te interesa trabajar de incógnito, Leduc?-dijo él
– Yo no invité a la prensa para que estuvieran ahí, René. He intentado mantenerme alejada de las cámaras.
– Ahórrate el estar a la defensiva, Aimée. He visto tus pies forrados con esos patucos fluorescentes en France 2-dijo-. Puede que ese Luminol haya, de hecho, iluminado cosas que ni te esperabas. Quédate en mi casa
Se frotó las manos al acordarse del punzante agarrón de Hervé Vitold
– ¿Cuándo lo has limpiado por última vez? No soy una esnob, René, pero se han de mantener ciertos niveles de higiene
– ¿No has pensado que hay gente que no quiere que se abra esta caja de Pandora?
Vitold lo había dejado bien claro.
– Por eso hay que abrirla.
Se oyó el estruendo de varias bocinas cuando el Citroën hizo un quiebro y se incorporó al carril.
Sin demasiadas ganas, ella tomó la llave de repuesto del piso de él.
René paró para que se bajara en la esquina de la rue de Rivoli.
– Miles Davis está arriba.-Subió las escaleras del edificio de su oficina dando saltos, deseosa de conectarse a Frapol 1, el sistema de la policía, y buscar algo que concordara con la huella de Luminol.
El ladrido ahogado de Miles Davis no le sonó como debiera mientras subía corriendo el último tramo de escaleras. La puerta de cristal esmerilado de su despacho estaba ligeramente abierta, por lo que no pudo atribuir a la intuición ese sentimiento de intranquilidad. René nunca dejaría la puerta así. Alguien había entrado, y hoy no era el día que iba la asistenta. En lugar de entrar, siguió subiendo el siguiente tramo. La puerta de Éditions Photogravure Lavouse estaba abierta y podía oír el ruido de las teclas del ordenador.
– Bonjour ca va? Permitidme-dijo la mujer que mecanografiaba datos con los auriculares puestos. Ella le saludó con la cabeza distraídamente y luego la ignoró.
Aimée pasó a su lado y abrió las ventanas de doble hoja que daban a la calle. Trepó por la protección del balcón de hierro forjado negro agarrándose fuertemente a la barandilla y la inundó la luz del crepúsculo sobre el Louvre y más allá sobre el Sena. Era casi suficiente como para eliminar de golpe el interés por averiguar quién estaba en su despacho.
La luna pendía sobre el distante Arco de Triunfo y el tráfico susurraba a sus pies. Con cuidado, metió el pie en una grieta de la fachada de caliza y apoyó el tacón de la bota sobre el soporte de metal del cartel. Cuatro pisos por encima de la rue de Louvre, descendió despacio por la primera “E” del letrero de “Leduc Detectives”, para ver al intruso dentro de su despacho.
Desde una ventana ligeramente abierta le llegó el olor a pintura reciente. Muy reciente. Sabía que René decidiría buscar un hueco para pintar la oficina y se olvidaría de decírselo. Deslizó la Glock de 9 mm para sacarla de la cinta alrededor de su pierna.
Dudó al amoldar su cuerpo a la curva semicircular de la ventana. Tenía permiso de armas, pero no la licencia para llevar su Glock. Apuntar a alguien con una pistola sin licencia significaba buscarse un lío. Las leyes francesas que regulaban las armas de fuego, impuestas por el código napoleónico, no le daban derecho a llevar armas. Ni siquiera en defensa propia o en situaciones de igualdad. Si los que estaban dentro eran los flics, estaría de verdad metida en un problema. Le retirarían inmediatamente su licencia de investigadora privada, si es que Hervé Vitold, de la Brigada de Intervención, no lo había hecho ya.
No le apetecía entrar como una tromba en su despacho cuando alguien había dejado la puerta abierta y sin nadie que la cubriera. Sacó el teléfono móvil y pulsó el número de la oficina. El teléfono sonó justo bajo su punto de apoyo, al otro lado de la ventana.
Cuando saltó el contestador, esperó y se puso a gritar
– ¡Te tengo a tiro, salaud! Estoy en la ventana, justo enfente de ti.
Se escuchó el golpe de pesados pasos y el ruido de la puerta de la oficina al cerrarse de golpe. Será fácil. Solo tendré que esperar y ver quién sale del edificio.
Al cabo de cinco largos minutos, no había salido nadie por el portal. Por supuesto, se dio cuenta de que les había dicho que los vigilaban desde el otro lado de la calle. Solo un idiota saldría por la parte delantera. Ahora tendría que entrar, sin saber si realmente se habían marchado o no. Sujetó fuertemente la pistola. Los flics no actuarían así. Por lo menos, ella sí lo creía.
Cuando se deslizaba hacia abajo y se encaramaba en el roñoso desagüe de hierro, escuchó un crujido premonitorio a sus pies y se agarró a la gran “D”. Justo a tiempo. El desagüe se soltó y chocó contra el suelo cuatro pisos más abajo. Por suerte, no había nadie en la acera. Para cuando forzó la ventana para caer al interior de la oficina, ésta estaba vacía.
Por todas partes había papeles y ficheros revueltos. Habían volcado los cajones de su mesa y habían rebuscado en todos y cada uno de los rincones. Pensó que parecía ser el trabajo de un profesional. Mantuvo la pistola desenfundada mientras abría despacio el armario. Miles Davis salió dando tumbos, en un estado de éxtasis, al verla. Registró el despacho con cuidado para asegurarse de que no había nadie.
Avanzó despacio hacia el pasillo. Desde la ventana abierta que daba a un sombrío callejón, entre apartamentos como cajas de cerillas que databan de antes de la guerra, entraba una brisa gélida. Oyó los crujidos de la roñosa escalera de incendios que se balanceaba a sus pies. Probablemente el intruso ya habría conseguido llegar a la estación del metro. Se sacudió el polvo, tomó un trago de agua mineral y llamó a Martine.
– ¡Han asaltado mi despacho!-dijo-. ¿Puedes volver a mandarme por fax las hojas?
– Aimée, ten cuidado. Te lo dijo en serio-dijo Martine de un tirón-. ¿Me darás la exclusiva? Con esta historia podré llegar a las editoriales y me quitaré de encima a Gilles.
– ¿Te acuestas con Gilles para mantener el trabajo?-Aimée no podía evitar que su voz reflejara su sorpresa- Claro que la historia es tuya.-Se detuvo-. Pero no publiques nada todavía, nada. Necesito documentarlo todo sin fisuras. Nos entendemos, ¿verdad?
– D’accord.- Martine hablaba despacio-. Lo de Gilles no es algo tan malo. Tenemos un acuerdo. Sé que soy buena en lo que hago, pero nunca he sido como tú, Aimée. Tú no necesitas un hombre.
– Yo no lo llamaría una relación particularmente inteligente a lo de tirarme a un pedazo de neonazi que conocí en una reunión de Les Blancs Nationaux. Pero eso es otra historia.
– Probablemente su actuación resulta más picante-se rió Martine-. Todavía estoy comprobando uno de los nombres.
El sonido de un timbre y un chasquido indicaron que llegaba un fax
– ¿Es tuyo, Martine?
– Sí. Y no te olvides: esta historia es mía-dijo Martine
El olor a pintura era más fuerte y llegaba a algún lugar cercano al fax. Aimée anduvo alrededor del tabique de la oficina y se dio de bruces con una escena horrenda: habían pintado una esvástica negra en la pared, angulosa, como la de la frente de Lili. Junto a ella había unas palabras pintadas de rojo que aún goteaban:
¡ LA SIGUIENTE ERES TÚ!