Mientras el piloto anunciaba que estaban descendiendo hacia el aeropuerto Charles de Gaulle, Harmuth Griffe, el consejero comercial alemán, sintió que se le llenaba la boca de un regusto amargo, más seco que el aire del avión.
Había pasado cincuenta años y estaba de regreso. El corazón le latía a toda velocidad. A pesar de la cirugía, le daba miedo ser reconocido incluso a pesar de que habían pasado tantos años. Y el pasado. ¿Qué pasaría si, de alguna manera, ella sobrevivió?
De repente, a través de la neblina, vio diminutos puntitos de luz que titilaban en el crepúsculo. El tren de aterrizaje tocó tierra bajo sus pies y sintió que se le revolvía el estómago. Luchó con las nauseas mientras las ruedas se posaban chirriando en la pista y el avión avanzaba a lo largo de las líneas iluminadas con lucecitas blancas y azules. El avión frenó con una sacudida.
– Wie geht’s?, mein Herr?- Ilse Häckl, la secretaria de su oficina, lo saludó en la puerta con una sonrisa que hacía que se le formaran hoyuelos en las mejillas.
Hartmuth recobró la compostura y apretó los labios formando una breve sonrisa. ¿Qué hacía ella aquí?
Regordeta, con sonrosadas mejillas, el pelo blanco como la nieve recogido en un moño. Los que llegaban a su oficina por primera vez solían confundirla con alguna abuela. Sin embargo, ella era la que supervisaba una sección del Ministerio de Comercio y los recién llegados no se esforzaban mucho en entenderlo.
– Ilse, ¿no se supone que estabas de vacaciones en…?- Se detuvo intentando acordarse. ¿Adonde había ido?
– Al Tirol.- se encogió de hombros y alisó su sencillo vestido- Ja. Mis órdenes, quiero decir, mi trabajo, herr Griffe, es ayudarle de cualquier manera posible.- Se puso tan firme como le fue posible, considerando que era una mujer mayor con medias ortopédicas de color carne.
– Danke schöen, Ilse. Se lo agradezco- dijo, molesto pero decidido a tomárselo con calma.
Cuando llegaron a la acera, metió a Hartmuth a toda prisa en un Mercedes negro. Mientras se dirigían a gran velocidad hacia París por la Autoroute 1, haces de luz planos insinuaban la presencia de monótonas filas de viviendas de protección oficial a lo largo de la autopista. A su derecha, después del intercambiador, apareció la catedral del Sacré Coeur como una perla ovalada bañada por la luz de a luna.
Brillaba la silueta de París recortada contra el horizonte, pero no era tal y como él recordaba. Era más grande, más luminosa, una vista recortada y lista para engullirlo. Ya estaba desesperado por escapar.
– Estas han llegado esta tarde- dijo Ilse cuando se sentó a su lado en el asiento de atrás. Se aclaró la garganta y le tiró un montón de faxes grapados-. Y esto acaba de llegar: un memorándum de Bonn.
Sorprendido ante esta solicitud tan directa desde el Ministerio, se inclinó hacia adelante. Se preguntó por qué todo ocurría de repente.
– ¿Lo has leído, Ilse?- escudriño el documento de Bonn con los ojos entrecerrados.
– Mein Herr…- comenzó ella
– Ja, ja – dijo Hartmuth mirándola directamente-. Pero estás aquí para asegurarte de que hago la presión necesaria para conseguir ese acuerdo comercial- dijo golpeando el papel-. ¿No es así?
Ilse se removió ligeramente, pero mantuvo la cabeza alta. Volvió a colocar uno de sus cabellos blancos de nuevo en el moño.
– Unter den Linden, mein Herr (bajo los tilos: principal bulevar de Berlín, centro neurálgico de la vida de la ciudad hasta la Segunda Guerra Mundial)- murmuró
Hartmuth se estremeció, Mein Gott, ella era uno de ellos.
Ahora entendía por qué lo habían enviado a París sin previo aviso. Los Hombres Lobo, descendientes de las viejas SS, todavía operaban al estilo de la guerra relámpago.
El Mercedes se detuvo en el patio adoquinado del hotel Pavillon de la Reine, un edificio del siglo XVII discretamente escondido en una esquina del Marais. Esta parte del barrio, residencia de la nobleza hasta que la corte se desplazó a Versalles, estuvo en el pasado repleta de mansiones venidas a menos y decrépitos hôtels particuliers, se había convertido en un gueto judío hasta que Malraux salvó del derribo la mayoría de la zona. El aburguesamiento de la sociedad había hecho de él el barrio más a la última de París.
A Hartmuth no le costó ningún esfuerzo imaginarse a un lacayo, con librea y empolvada peluca, que salía corriendo a recibirlo. Pero la puerta se abrió de par en par por cortesía de un hombre de rostro anodino y que llevaba puestos unos auriculares con un micrófono bajo la barbilla.
– Willkommen et bienvenu, Monsieur- dijo.
Una vez en el piso de arriba, Ilse desapareció en la habitación colindante a la de Hartmuth. En el interior de su suite, se quedó mirando su equipaje sin deshacer y los dedos le temblaban al mesarse los blancos cabellos, aún fuertes. Apenas sentía las viejas cicatrices, pero sabía que seguían formando una fina red sobre su cuero cabelludo.
Con sesenta y ocho años, delgado, bronceado y de facciones marcadas resaltadas por unos permanentemente entrecerrados, Griffe era demasiado vanidoso como para llevar gafas. Solo entre los armarios de anticuario y los cuadros de dorados marcos, se sentía vacío. Abrió las puertas de cristal del balcón y salió al aire helado del exterior. A sus pies se extendían al parque infantil desierto y las fuentes de la place des Vosges rodeadas por una verja. ¿Por qué no había ignorado al ministro? Pero él ya sabía por qué. Había sido el silencioso arquitecto de tratados y acuerdos comerciales previos, solo su presión podía aunar a los delegados de la UE. Pero ¿tenía que ser aquí la cumbre del comercio? Bajo la estatua ecuestre de Luis XIII salpicada por las palomas, se había despedido hacía muchos, muchos años de la única mujer a la que había amado. Francesa. Judía. Sarah.
El arrullo de las palomas y el frío húmedo de una tarde de Noviembre flotaban junto a las puertas abiertas de su balcón. La temblaron las manos al agarrar la manilla de la puerta. ¿Y si alguien lo reconocía y anunciaba su pasado a voz en grito?
Unter den Linden; era una orden. También era la contraseña de los Hombres Lobo: un día nos reuniremos bajo los tilos en flor de Berlín en un nuevo imperio. El renacimiento del Tercer Reich.
Incapaz de trabajar, dirigió la mirada a las restauradas fachadas de piedra rosada de la plaza, situadas frente a su ventana. Pensó que solo era un anciano con recuerdos. Todo lo demás se había convertido en polvo hacía muchos años.
Hace cincuenta años, él era joven, y frente a él se extendía la Ciudad de la Luz, madura para la cosecha. Muy madura, ya que Hartmuth Griffe había sido oficial con la Policía de Seguridad y la Gestapo (SiPo-SD), Sicherheitspolizei und Sicherheitsdienst, los responsables de hacer desaparecer a los judíos del Marais.