Sábado por la mañana
Aimée, vestida con una chaqueta de lana y pantalones marrones, andaba por el estrecho pasaje tras la rue des Rosiers. Metió la mano enguantada en el bolsillo forrado para mantener el calor. La niebla se extendía por el Marais, casi hasta la place des Vosges. Piedra de siglos de antigüedad, pulida incontables veces, se alineaba a los lados del callejón. Por encima de su cabeza, geranios rojos colgaban de las jardineras en las ventanas.
La luz de una farola rota emitía un zumbido y parpadeaba de vez en cuando. Cerca de allí, en la rue Pravée, había una charcuterie elegante que vendía carnes importadas, la zapateria de Javel y una pequeña tintorería. Sostenía en su mano la fotocopia parcial del recibo que había hecho en Homicidios, esperaba encontrar la otra mitad.
Primero miró en la charcuterie. El dueño, con aspecto de estar muy ocupado, le informó de que todos sus recibos eran de color amarillo, al contrario que el trozo de papel que tenía en la mano. Le sugirió que probara en el negocio de al lado.
Aimée abrió la puerta inmaculadamente limpia de la tintorería de madame Tallard. Un aire cálido con olor a almidón emanaba de detrás del mostrador de desconchada fórmica.
– Bonjour, madame.-Aimée le mostró la copia del papel-.¿Lo reconoce?
La mujer salió de detrás de la plancha y se desplazó junto al mostrador apoyándose en él con la mano. Sonrió miope
– Póngamelo en la mano. Puedo averiguar mucho al tocarlo
La mujer era ciega. Aimée no podía creer la mala suerte que tenía
– Me preguntaba si este sería un resguardo de su establecimiento
Uno de los ojos de madame Tallard era de un blanco lechoso, cubierto por el velo de una catarata, y el otro era bizco
– Me ocupo de la tienda en lugar de mi hija. Su bebé está enfermo.-Le entregó una libreta con las copia de los recibos.
– Gracias.-Aimée hojeó un libro corriente de recibos con sobadas copias de papel de calco
Ninguno de los números se correspondían, pero el impreso sí que lo hacía.
– Ummm…No lo vero-dijo-. Pero el recibo es igual que los suyos
– Ayudo a mi hija si los artículos no tienen manchas o arreglos-dijo madame Tallard con un carraspeo-. El ojo bueno se cansa con demasiada facilidad. Trabajamos con mucho cuidado y cuidamos de los detalles. Ya le dijo a mi hija, todo es demasiado importante para los clientes con prendad de alta costura.
Aimée intentó sentirse esperanzada. Quizá madame Tallard se acordara de algo
– Se trata de un Chanel. Quiza lo recuerde
– Mi hija mencionó uno…¿de color fucsia?
– Vaya, sí-dijo Aimée-. Con botones grandes y abultados.
– ¿Cómo estos?-sacó una caja de botones de debajo del mostrador. Sus dedos se movieron entre ellos hasta que le entregó a Aimée un botón de nácar con las dos letras C entrelazadas.
– Guardo los botones por si acaso un cliente los necesita
– Exacto. Solo que rosa-dijo Aimée al reconocer el tipo de botón de Chanel que había visto en la bolsa de Morbier
– Recogieron el traje el miércoles por la noche.-Madame Tallard golpeó el mostrador con la palma de la mano-. Pero no es suyo…
– Disculpe-dijo Aimée mostrando automáticamente su identificación-. Soy detective privado, trabajo con el Leduc Detectives. ¿Quién recogió el traje fucsia de Chanel?
Madame Tallard se puso tensa
– Mi clientela es confidencial. ¡Se trata de una intrusión!
– Mayor intrusión constituye el asesinato, madame Tallard-dijo Aimée-. Especialmente cuando ocurre a la vuelta de la esquina. ¡De su esquina!
– ¿Se refiere a la mujer de la esvástica?- A la anciana madame Tallard le temblaban las manos
– Me gustaría contar con su colaboración, madame
Madame Tallard movió la cabeza
– Me lo contó mi hija.
– ¿Qué le dijo?
– Que ser vieja en el Marais se ha convertido en algo peligroso.-Avanzó palpando con dificultad y se sentó en un taburete de tres patas. Aimée se inclinó sobre el mostrador.
– Trabajo para la víctima-dijo
– ¿La ha visto entrar alguno de esos imbéciles?
– ¿A quién se refiere exactamente?
– ¡a esos imbéciles que pintan esvásticas en mis escaparates!
Se dio cuenta que madame Tallard tenía miedo.
– La calle estaba desierta cuando yo he entrado.-Aimée miró a través de escaparate. Nadie.-Sigue desierta.
Madame suspiró
– El traje es de Albertine Clouzot. Vive en el callejón de la Poissonerie.
Aimée asintió. El callejón de la Poissonerie: una calle con una fuente neoclásica del tipo de las mencionadas por Voltaire y que conducía a unos patios adoquinados. Muy exclusiva.
– Madame Clouzot siempre nos envía a lavar sus prendas-dijo madame Tallard. Me dice que somos los únicos que limpiamos los bolsillos. Eso es cierto. ¿Qué puede esto tener que ver con ella?
Aimée se sentía alterada. Quizá madame Clouzot había sido testigo
– ¿A qué hora recogió el traje el miércoles?
– No lo hizo madame. Lo hizo el ama de llaves-dijo madame Tallard con remilgo-. No tengo nada que ocultar
– ¿El ama de llaves?
– Vino justo antes de que cerrera. Dijo que madame Clouzot necesitaba el traje para una cena. Esa todo lo que sé
– Cuando cerró la tienda, ¿escuchó una radio muy alta?
Madame Tallard se frotó la frente surcada de arrugas
– No me entretuve. Me fui a casa directamente
Le hizo más preguntas, pero madame Tallard le aseguró que no había oído nada extraño. A Aimée le latía el corazón a mil por hora. Ahora podría interrogar a la dueña del traje de Chanel y a su ama de llaves.
¿Pero que tenían que ver un neonazi de Les Blancs Nationaux que perseguía a Lili Stein y el traje de Chanel recogido por el ama de llaves? Lo archivó en su memoria y continuó bajando por la estrecha calle.
Su objetivo, la zapatería Chaussures Javel, se encontraba varias puertas más debajo de la tintorería. Llevaba deseando hablar con Javel desde que, la noche en la que se conocieron en casa de Lili Stein, Rachel Blum mencionó el lejano asesinato del conserje
Al entrar, unas campanillas tintinearon en la puerta. Desde el alfeizar de la ventana, bajo las cortinas de deslucido encaje, le llegó el ronroneo de un gato de tamaño descomunal
– Bonjour. ¿Monsieur Javer?
– Oui.-Lo pronunciaba “uae”, como hacen los parisinos. Un hombre marchito y oscuro como una pasa, con abundante pelo blanco, se afanaba con un par de zapatos de salón de piel de lagarto. Tenía abrochado a la espalda el delantal, que en algún momento fue de color azul y que ahora estaba sucio de betún.
Después de la sorpresa que se había llevado con madame Tallard, Aimée decidió ir de frente con Javel. Pero eso no quería decir que no pudiera hacer que pusiera tacones a sus botas al mismo tiempo.
– ¿Podría arreglar este tacón?-preguntó
El rostro de Javel hacía juego con la piel sobre la que estaba trabajando.
– Un momento, siéntese-dijo, al tiempo que hacía un gesto en dirección a una banqueta de madera apolillada
Una cenefa amarillenta bordeaba las paredes con manchas de humedad. El suelo de madera oscura barnizada se hundía al pisar algunas de las lamas sueltas, junto a un modesto expositor de tacones y plantillas. En una esquina, una estufa de queroseno dejaba escapar pequeños golpes de calor. Una sensación de abandono prevalecía en el negocio.
Cuando Javel se levantó para coger una herramienta, vio sus piernas. Estaban tan curvadas que parecían paréntesis. Renqueaba al andar, y era casi doloroso solo verlo.
Se acercó a ella para quitarle la bota
– Lo intentaré.-Comenzó a meter ruido sobre su bandeja de trabajo-.Es mejor poner tacones nuevos antes de que se gasten tanto-dijo.
– ¿Conocía usted a Lili Stein?-preguntó, pendiente de su reacción.
El no levantó la vista y siguió trabajando
– ¿La que tenía la tienda en la rue des Rosiers?
Aimée asintió
– Ya me han contado.-La expresión de sus ojos permaneció neutra mientras pegaba un nuevo tacón a su bota-. Brutal. ¿Adónde vamos a llegar?
Ella pensó que demasiado neutral
– ¿No la conocía usted desde hacía mucho tiempo?
– ¿Es usted flic?-Seguía sin levantar la vista
– Soy detective privado-dijo-. Rachel Blum me dijo que usted sabría algo sobre el conserje al que golpearon en el edificio de Lili
Le devolvió la bota. Aimée rebuscó en el bolso al tiempo que él señalaba un cartel en el que ponía: “Tacón nuevo: quince francos”
– ¿Qué tiene eso que ver con usted?-djo mirándola de forma inexpresiva.
– Lili Stein cubrió su ventana con tablones de madera para no tener que recordar la escena-dijo-.¿La conocía usted entonces?
El zapatero resopló
– ¿Espera que recuerde lo que hizo una niña judía hace cincuenta años?
Ella sabía que le ocultaba algo. Solo alguien que conoció a Lili cuando era una niña podía contestar de esa manera.
– ¿Qué es lo que recuerda?-dijo sin alterarse
– Está usted barruntando alguna teoría estúpida, ¿no?-Movió la cabeza-. Sobre Arlette y el grabado de la esvástica. Entonces escuche: Arlette no era judía, ni estaba con los nazis. ¡Vaya a molestar a esos skin heads que pegan patadas a mi escaparate porque si!
– Hábleme de Arlette-dijo-. ¿Era ella la portera?
Golpeó fuertemente con el martillo, haciendo que los clavos y los ojetes de metal que colgaban de la pared salieran despedidos en todas las direcciones.
– Era mi prometida, Arlette Mazenc. ¿Por qué ese interés repentino? Los flics me dieron una paliza. Nunca se investigó… ¿Por qué ahora? Solo porque unos gamberros han matado a una vieja judía, solo por eso se le presta atención, ¿no?
Ella se compadeció del enfadado hombrecillo
– Monsieur Javel: creo que existe una relación. Algo que conecta estos asesinatos. Si pudiera concretas más, lo haría-dijo
– Cuando encuentre algo de verdad, entonces venta a verme. Antes no.
– ¿Quién soy?-dijo Aimée, tapando con las manos los ojos de una mujer que estaba de pie delante de unas filas de cilindros de aluminio clasificando botones. El aire de la fábrica estaba impregnado del aroma a romero y a ajo.
Pequeña y fibrosa, Leah estaba ahì de pie, con sus zuecos y sus calcetines, y con una chaqueta de lana sobre su bata del trabajo. Con sus ásperas manos, agarró las de Aimée
– No te hagas la extraña, Aimée-dijo dándose la vuelta y sonriendo abiertamente-. ¿Crees que puedes sorprenderme?
– Lo intento, Leah.-aimée la abrazó riendo-. Qué bien huele
Leah, una vieja amiga de su madre, vivía con su familia encima de Mon Bouton, su fábrica de botones. Preparaba la comida para los trabajadores en una cocina junto a las prensas térmicas y los moldes para fabricar los botones
– No hace falta ser hogareña para cocinar, Aimée-dijo en referencia a sus continuas discusiones sobre la falta de habilidad culinaria de Aimée-.Sólo te veo cuando tienes hambre. Cocinar es una expresión creativa. Deja que te enseñe.
– Ahora mismo enséñame algo sobre los botones de Chanel. Quiero aprender de boca de una experta-dijo
– ¿se trata de un caso?-A Leah se le iluminó la mirada. Leía una novela de espionaje cada semana y le encantaba escuchar a Aimée hablar de su trabajo
– Leah, ya sabes que no puedo hablar sobre los casos que tengo entre manos -Aimée sacó un rudimentario boceto del botón de Chanel que había hecho después de verlo-. Dame alguna idea sobre este botón.
– ¿Color y material?-dijo Leah limpiándose las manos en la gastada bata.
– Fucsia, con las dos letras C entrelazadas de un metal brillante, como bronce
Leah, que era miope, se puso las gafas sobre la frente y observó atentamente
– Yo diría que este botónes de un traje de la colección de primavera. Un traje de mohair. Hicimos un prototipo, pero un pez gordo lo envió a Malasia para que se fabricara allí. La alta costura antes quería decir eso, alta costura fabricada en Francia: el hilo, las cremalleras, los lazos, los botones… Ya no.
– ¿Podrías darme una idea general sobre las propietarias de ese traje
– Gente de veintitantos o treinta y tantos. Ricas y aburridas. Con buenas piernas.
– ¿Con bunas piernas?
– Todos los trajes de mohair de esa temporada eran de minifalda.
Sábado a mediodía
– Ka señora se encuentra trabajando en su despacho. ¿Quién la busca, por favor?- La sonriente ama de llaves se sacudió la blanca harina de las manos. Alta y delgada, sus ojos acuosos contrastaban con el uniforme almidonado de criada.
– Soy Aimée Leduc, detective. Solo me llevará unos minutos.-Aimée rescató una tarjeta de visita del interior de su bolso.
Un brillo de curiosidad iluminó la mirada del ama de llaves.
– Un momento.-El ruido de los tacones de sus usados zuecos resonó al alejarse por el pasillo de mármol.
Aimée se había cambiado de ropa y se había vestido con una falda plisada azul marino con chaqueta, uniforme que le aportaba una cierta seguridad. Algunas veces adornaba la solapa con insignias de su extensa colección. Para esta entrevista se había peinado el pelo hacia atrás y lo había cubierto con una gorra azul de tipo Garrison, similar a la de los gendarmes, y se había aplicado un toque de máscara de pestañas, sin lápiz de labios.
En el vestíbulo de mármol, expuesto a las corrientes de la vivienda de Albertine Clouzot en el exclusivo callejón de Poissonerie, cabían perfectamente dos camiones. Entre una bicicleta de niño y unos patines, se encontraban desperdigadas estatuas y bustos romanos de bronce dispuestos sobre pilares.
Casi al instante reapareció la doncella y le hizo a Aimée un gesto desde el pasillo para que se acercara. Aimée entró en una sala de estar (no se le podía llamar de otra manera) que podría haber salido directamente del siglo XVIII. Y probablemente así era. Al ver que su propio aliento se congelaba, Aimée pensó que tampoco la habían caldeado desde entonces. No se quitó los guantes forrados de angora.
De las paredes de seis metros de alto colgaban tapices con escenas pastoriles. En una esquina, y enmarcada por una ventana que daba a un patio privado, se sentaba una mujr de treinta y muchos años que estaba trabajando en una casa de muñecas enorme, una mansión de estilo sureño con columnas y la inscripción “Mint Julep” sobre la puerta en miniatura. Junto a una bandeja con mobiliario de muñecas hecho de mimre se encontraba un pequeño calefactor portátil.
– Gracias por dedicarme su tiempo, madame Clouzot-dijo Aimée
– Estoy intrigada. ¿Qué es lo que hace que detective privada quiera hablar conmigo?-dijo Albertine Clouzot. Colocó una cómoda en miniatura y se levantó; llevaba puestas medias de red, una minifalda negra de cuero y tenía los labios pintados de color granate. Su cabello rubio perfectamente cortado le rozaba los hombros. Se tambaleaba sobre los tacones de plataforma de falso leopardo-. ¿De qué se trata? Florence, te puedes retirar.
– Quizá sería mejor que se quedara.- Aimée sonrió abiertamente y se volvió en dirección a la doncella. Ciertamente, no quería que Florence se marchara-. Quisiera hablar con ustedes dos.
Rebuscó en el bolso y sacó una libreta que hizo como que consultaba.
– Señora, ¿tiene usted un traje de Chanel de color rosa?
– Vaya, sí
– ¿Le faltaba un botón cuando lo recibió de la tintorería?
– Asíes. Tuve que ponerme otra cosa.-La expresión de Florence se mantuvo impasible mientras Albertine se acicalaba frente a un espejo de marco dorado que llegaba hasta el suelo-. Es la primera vez que he tenido problemas donde madame Tallard.
– Ya. No fue usted la que fue a la tintorería, ¿no es así?-Aimée siguió utilizando un tono neutro.
– No.-Albertine se mostró incrédula-. ¿Por qué iba a hacerlo?
Albertine pertenecía a un mundo que pagaba a otra gente para que le hiciera las tareas mundanas
– Lo hizo Florence, su ama de llaves ¿no?
Albertine Clouzot asintó con la mirada ausente. Había perdido el interés y estaba abriendo los pequeños cajones de la cómoda de la casa de muñecas.
– ¿A que hora salió Florence de su casa el miércoles por la tarde?
– ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? No le diré nada más hasta que me diga de qué va todo esto.
Aimée pensó que la estaba perdiendo.
– Señora, por favor, entiéndame-dijo Aimée sonriendo abiertamente una vez más-. Ser detective no es como se ve en las películas. La mayor parte se compone de la aburrida comprobación de los detalles. Todo lo que sabemos es que cerca del cuerpo de una mujer asesinada se encontró un botón rosa de Chanel, apenas a dos manzanas de su piso
– Tiene que haberse caído… ¡Dios mío! ¡No estará usted sugiriendo que yo maté a esa mujer! A la mujer dela…
Por el rabillo del ojo Aimée vio como se movía el brazo de Florence. O bien la doncella era de las del tipo nervioso o Aimée había dado en el clavo.
– Señora, estoy comprobando las pruebas e intentando reconstruir la hora del asesinato-dijo con espíritu tranquilizador.
Miró a Florence directamente.
– ¿A qué hora recogió usted el traje de la señora?
Florence se tapó la boca con las manos. Sobre las mejillas permanecieron pequeñas manchas de harina, como plumas.
– Junto antes de que cerrara la tienda-dijo tartamudeando.
Aimée pensó que había acertado.
Recordó que Sinta hizo un comentario sobre el par de zapatos del armario de Lili, cómo había mirado el resguardo de la reparación y cómo había dicho que Lili los acababa de recoger. Si Lili había recogido sus zapatos del taller de Javer, un miembro de LBN había seguido el rastro y Florence había ido por detrás… Pero eso no explicaba por qué Florence la seguía.
Aimée ahogó la ansiedad que sentía e intentó mantener un tono profesional.
– ¿A qué hora fue eso?
Si Florence había visto a un neonazi perseguir a una anciana judía con muletas, quizá se habría puesto sobre aviso y la habría seguido ella también. Puede que hubiera sido testigo de algo.
Florence dudó y bajó la mirada.
– Habla, Florence.-Albertine hacía repicar sus largas uñas de color granate de manera irritante sobre el tejado de la casa de muñecas.
Florence se encogió de hombros.
– Cerca de las seis y cuarto o seis y media. Madame Tallard estaba a punto de cerrar la puerta así que yo entré a coger el traje.
Pero cuando Aimée encontró el cuerpo, el rígor mortis no se había consumado por completo. Sabía que el frío podía retrasar el comienzo del rígor mortis, pero la intensa actividad muscular debida a la resistencia de Lili podría haber expulsado ácidos lácticos que aceleraran el proceso. Sorprendida, se dio cuenta de que eso no concordaba con el horario de Florence. Aún así, tendría que comprobar con Morbier las averiguaciones de la investigación.
Florence se volvió hacia su jefa.
– Lo siento mucho, señora. Tendremos que comprobar su traje para asegurarnos, pero…
– ¿Se me está implicando en un asesinato?-Albertine se acercó indignada a donde se encontraba Aimée y se elevó por encima de su altura sobre los tacones de plataforma de leopardo.
– Claro que no. Eso solo explica una prueba que se puede descartar. El botón, que a Florence le había pasado desapercibido en la oscuridad, se desprendió-dio Aimée en un tono objetivo-. Por supuesto. Ahora lo entiendo. Eso es perfectamente posible.
– Pero la policía no me ha interrogado-dijo Albertine-. ¿Por qué usted?
– Yo no puedo hablar por la policía.dijo aimée mientras volvía a meter en el bolso la libreta casi vacía.
– Esto es absurdo.-Albertine se volvió hacia ella con frialdad-. Si tiene usted más preguntas, diríjase a mi abogado.
Cuando Aimée se dio la vuelta para marcharse, vio que albertine Clouzot le lanzaba a su doncella una mirada airada.
– Hablaremos más tarde-dijo albertine.
Florence salió detrás de Aimée, sus pasos resonaban en las paredes de mármol.
– Acabo de empezar a trabajar para madame Clouzot-dijo dudosa-.Hace dos semanas.
El miedo o el dolor, Aimée no sabría decir cuál de los dos, se dibujaban en el rostro de la madura mujer. Aimée se compadeció de ella.
– Florence, no tengo intención de buscarle problemas-dijo-. Estoy investigando un asesinato.Tenía que asegurarme de quién recogió el traje de la tintorería y de si en realidad le faltaba un botón. Cuénteme si se acuerda de algo que oyó o vio tras salir de la tienda.
– Nada-dijo moviendo la cabeza-. Me apresuré a volver. La señora me estaba esperando.
Pero Aimée vió miedo en su mirada.
– Quizá se cruzó usted con el asesino-dio Aimée achicando los ojos-. ¿Está segura de la hora?
Florence asintió y desvió la mirada
– Cuando salió usted de la tintorería, ¿vio usted a una anciana con muletas?
– No.
¿Estaría mintiendo?
– ¿Se fijó si había skinheads por allí?
– Iba rápido.
– ¿Y una radio a todo volumen?
Florence se puso tensa
– Yo me ocupo de mis propios asuntos, eso es todo-dijo. Pasó las manos llenas de harina por el delantal y al hacerlo sacudió en el suelo una neblina de polvo-. Ya le he dicho que no me ocupo de nada más que de mis propios asuntos.
– Me ha contratado el Templo de E’manuel. Aquí tiene mi tarjeta-dijo Aimée
Con lentitud, Florence tomó indecisa la tarjeta. Al darle las gracias a Aimée le temblaba la mano.
– El Marais es pequeño. Llámeme por teléfono si recuerda algo. En este teléfono estoy disponible día y noche, nada de contestador automático-dijo Aimée. Mientras avanzaba por el corto pasillo sintió su mirada sobre ella.
Aimée no pensaba que Albertine Clouzot o Florence habían matado a Lili Stein. Tampoco parecía haber un móvil, ¿por qué tenía miedo Florence?
Sábado por la tarde
– Vete a comer algo-dijo Leah
Mientras Aimée mordisqueaba el cul de lapin au basilic (conejo a la albahaca) leyó el titular de Le Figaro: “Un grupo neonazi boicotea una manifestación en el monumento judío a los deportados”. La lacónica noticia mencionaba varios grupos de ultraderecha, entre ellos Les Blancs Nationaux
La cocina de Leah, acogedora y calentita por las prensas calientes, la ayudaba a olvidarse del frío. Lo mismo ocurría con el vin rouge que se sirvió de la botella en un turbio vaso. El denso sabor a roble corría por su garganta.
Buscó en su bolso la tarjeta de Thierry Rambuteau. Ya que Morbier no iba a ayudarla, sabía que le correspondía a ella descubrir con quién hablaba Thierry por teléfono. De no ser así, cuando fuera a la reunión de LBN, podría estar cayendo en una trampa.
Conectó un codificador al teléfono Minitel de Leah, empalmó los cables y lo arrastró hasta la pequeña televisión que se encontraba fuera de la zona de comedor.
Llamó a la oficina central de Correos y Telecomunicaciones
– Operaciones, por favor-dijo
– Sí- contestó una voz masculina.
Aimée encendió la pantalla del televisor y trasteó con los ajustes.
– Mi ex marido me está amenazando. Me llama de noche y de día, amenaza a los niños, pero no puedo probarlo.- Aimée elevaba cada vez más el tono de comprobar el número de mi trabajo? Por lo menos sus registros podrán verificar que me llama allí
– Puedo verificar que existen llamadas entrantes-dijo el hombre amablemente-.Solo se me permite comprobar el número de su oficina para ver las llamadas recibidas.
Perfecto. Eso revelaría quién llamó a Thierry mientras ella se encontraba en la oficina de LBN. Y sería incluso más perfecto si el codificador funcionara.
– Merci, monsieur.-Lo conectó-.¡Me haría un gran favor!-dijo-. El número de mi oficina es el 43 43 25 45
Vio como la pantalla del televisor de Leah mostraba el número de la oficina de LBN que ella le había dado, al tiempo que él lo tecleaba. Esto generó que aparecieran varios números de teléfono sobre la pantalla que eran los números que habían llamado ese día a la oficina
– ¿Cuál es el número desde el que llamaría su marido?-dijo él
Se inventó un número y vio que pulsaba las cifras, lo cual hizo aparecer en pantalla la leyenda “sin correspondencia”
– Perdón, señora, pero creo que esta vez no ha sido su marido.
Después Aimée se identificó como secretaria del LBN y llamó para comprobar los cargos en la factura de teléfono de la oficina. Había cinco números de teléfono. El primero era un pequeño proveedor de artículos de oficina con el que LBN tenía una cuenta y el segundo una cafetería de la zona que les servía pasteles. Aimée dudaba si la esquelética mujer comía alguno.
El tercero y el cuarto eran de La Banque Agricole y tenían que ver con información sobre la cuenta. Aimée llamó al quinto número, que resultó ser el de Jetpresse, una imprenta que funcionaba las veinticuatro horas en Vincenne. Prácticamente se había rendido, pero para ser rigurosa, mencionó el nombre de Thierry.
Se sobresaltó al ver que la empleada comenzaba a disculparse
– Ya están listos, mademoiselle-dijo-. Parece que ha habido una confusión. Lo sentimos. Nosotros no realizamos envíos, está en el contrato. Creo que eso no le quedó a usted muy claro.
– Yo los recogeré-dijo Aimée rápidamente-. Esto… ¿Cuántos eran en total?
– Veamos… Veinticinco ejemplares de Mein Kampf, encuadernación de lujo-dijo la empleada.
Aimée casi se atraganta
– Estaré ahí dentro de una hora.
Sábado por la noche
Aimée se aproximó a los neonazis concentrados junto al videoclub ClicClac que estaba cerrado. Se había engominado el pelo hacia atrás y se había ataviado con el atuendo de skinhead. Llevaba los dedos llenos de anillos de plata que le llegaban hasta los nudillos, más como protección que como elemento decorativo. Le hubiera gustado que no le latiera tan fuerte el corazón, que iba al ritmo del parpadeo de las luces de neón de color violeta y verde, sobre la puerta de la tienda.
Un tendero árabe con poco pelo y vestido con una vaporosa túnica gris, pasó junto a ella rápidamente por la acera de delante de su tienda. En el interior atronaban compases de quejumbrosa música árabe.
– ¿Es tu tipo, chéri?-se burlaron varios de los skin heads-. Si te gusta compartir la calle, ¿por qué no compartes también la tienda del árabe?
Ella gruñó. La caja con las veinticinco ediciones de Mein Kampf pesaba mucho. Le hubiera gustado tirársela a sus lascivas caras. En cambio, sus pullas la obligaron a establecer algún tipo de credencial ario. Odiaba hacerlo, pero empujó al tendero y se chocó contra él.
– ¡Abdul! ¡Mantente en tu lado!-dijo
El mantuvo baja su cabeza y empujó la escoba algo más lejos, murmurando a la vez algo en un francés rudimentario que ella hizo como que no entendía. Siguió avanzando hacia él y lo arrinconó en una esquina. Le brillaba el sudor en la cabeza mientras trataba de barrer alrededor de sus botas de motorista.
– ¿No sabes francés, Abdul?-dijo Aimée-. ¡Vuelve por donde has venido!-De una patada, hizo que la escoba se desprendiera de sus manos.
El se protegió contra la puerta de la tienda al tiempo que vítores aislados surgían entre los cabezas rapadas. Se escurrió hacia el interior de la tienda y cerró la puerta.
Mientras subía las escaleras de ClicClac pudo oír los comentarios.
– ¿Quién es la jodida Eva Braun?
Muchos pares de ojos suspicaces la examinaron. Le latía el corazón tan deprisa que pensaba que se le saldría del pecho. ¿Y si tenía que hacer algo más que pegar una patada a la escoba de un árabe indefenso? Retiró la idea de su mente y se unió a una pareja del tipo rock duro variopinto, que subían las escaleras cogidos del brazo.
Un decorado de brillante imaginería hitleriana le dio la bienvenida al entrar en la sala del piso superior. Fotografías ampliadas de Adolf Hitler saludando a las masas reunidas y enormes esvásticas rojas cubrían las paredes negras, junto con una foto de una alambrada y stalags (campos para prisioneros de guerra durante la Segunda Guerra Mundial) de madera con un círculo rojo atravesado por una línea. En la leyenda que se encontraba sobre ella se podía leer; “Auschwitz=patraña judía”
¿Dónde estaban las fotografías con los esqueletos vivientes vestidos de harapos junto a botes vacíos de gas Zyklon B que habían recibido a los aliados que liberaron Auschwitz? Se imaginó que ese tipo de detalles se encontrarían ausentes esa noche.
Había una foto de un vietnamita cuyo cerebro reventaba a manos de un oficial americano y una de un sonriente chico palestino sin dientes, con el fondo de un Beirut destruido, y que apuntaba con la ametralladora a un cadáver acribillado a balazos. Pero en general, las viñetas de odio eran fundamentalmente nazis.
Thierry Rambuteau, vestido con un abrigo de guardia de asalto negro, de cuero, hasta el tobillo, estaba de pie en la parte frontal de la sala. A pesar de su juvenil afeitado, sus tejanos descoloridos y sus deportivas de alta tecnología, parecía mayor para ese grupo. Alrededor de sus penetrantes ojos azules había líneas de expresión. Aimée pensó que podría tener cincuenta años. Había algo que no le cuadraba con respecto a Thierry Rambuteau. Parecía fuera de lugar. Quizá era su intento por conseguir una apariencia juvenil o el hecho de que tuviera cerebro.
Empujó la caja con los Mein Kampf sobre la mesa. Thierry le señaló con la cabeza un sitio que había reservado para ella. Ella se sentó. Le sorprendieron muchos de los rostros en la habitación llena de humo. Desperdigados entre las cabezas rapadas había camioneros con su mono, algunos con aspecto de profesor de universidad vestidos con pantalón de pana y lo que parecían ser ejecutivos de cuentas con traje. Pero el gripo lo componían mayormente skinheads, con una media de edad de veintitantos años, que daban vueltas por la habitación. Entre las aproximadamente treinta personas reunidas, la mayoría vestían de negro, fumaban o se afanaban por meter la colilla del cigarrillo en botellas de cerveza vacías.
Sintió las miradas sobre ella y miró al hombre que estaba sentado a su lado. Tenía patillas oscuras, pelo engominado y llevaba puesto un chaleco de punto de color visón y tejanos negros sujetos sobre unas caderas inexistentes. Lo que le llamó la atención fueron sus profundos ojos negros y su morro torcidos. Al igual que el metal al imán, se sentía atraída, al mismo tiempo que algo le repelía. El sostuvo la mirada durante un instante más de lo necesario, antes de desviarla. Tras esa mirada ella vio inteligencia y sintió una atracción animal. Los chicos malos eran siempre su perdición.
Habían preparado una mesa con montones de videos gratuitos, un barril de cerveza y vasos de plástico, brazaletes de las SS y cadenas con cruces del Tercer Reich. No había especial prisa por coger los videos, pero la cerveza y las cruces se despachaban con rapidez. Ella echó mano de una cruz con los bordes afilados para completar su indumentaria.
– Kamaradschaft!-Thierry se había desplazado hacia el estado- ¿Bienvenidos! Como siempre, comencemos nuestra reunión con un momento de reflexión.
Las cabezas se inclinaron brevemente y entonces, a una señal que Aimée no escuchó, recorrieron la habitación al unísono gritos en voz alta de Heil Hitler! Los brazos se extendieron para el saludo nazi.
Thierry saludó a su vez. Este sentimiento de hermandad casi religiosa hacía que se le revolviera el estómago. Aunque conocía la filosofía de los neonazis, la horrorizaba verlos en acción.
Se lanzó a una diatriba sobre el hecho de que los judíos son escoria. Ella estudió la reacción de la sala. En casa rostro se reflejaba el odio. Era cierto: Thierry transmitía fervor y un cierto carisma. Explicó con gran seriedad que los científicos habían comprobado que ciertas razas eran genéticamente inferiores. Tal y como simplemente señaló, se trataba de un hecho histórico demostrado por la cultura y la sociedad. Ella tuvo la impresión de que Thierry se convencía de sus propias palabras.
En ese momento se rebajó la intensidad de la luz y se mostró un video. No se trataba de un video casero de aficionado, sino de una producción muy lograda que costaba una buena cantidad de dinero. El título, con letras grandes, rezaba: “La patraña de Auschwitz”
Escenas del Auschwitz actual, rodeado de bucólicos campos de labranza escondidos en un verde valle pastoril, se sucedía en la pantalla mientras una voz con sonido profesional narraba:
“En calidad de grupo independiente, vinimos a ver el llamado campo de la muerte y hemos utilizado equipamiento de última generación para detectar contenido mineral y óseo en la composición del terreno. Tras cuidadosas mediciones en numerosas zonas del campo en las que supuestamente existieron cámaras de gas, no encontramos restos o residuos de gas Zyklon B. No descubrimos evidencia de enterramientos colectivos, o nada que en ese sentido se le pareciera. Los edificios restantes del complejo, de sólida construcción de madera, dan fe de su utilización como campo de trabajo así como de la capacidad de los constructores alemanes, en el sentido de que aún se mantienen en pie después de más de cincuenta años”.
La cámara enfocaba en ese momento las vías de ferrocarril que finalizaban en la verja de hierro de Auschwitz sobre las cuales aún se encontraba el eslogan de hierro forjado: “Arbeit macht frei” (El trabajo os hará libres).
Después de la proyección, un skinhead con estrechos pantalones de cuero y un chaleco de piel que dejaba a la vista anillos en sus pezones unidos por cadenas se puso a gritar
– Estoy orgulloso de ser miembro de la Kamaradschaft
Un coro de gruñidos lo apoyaron. Ella se fijó en una pancarta que se encontraba certa de él engalanada con: “1889: año de nacimiento de Hitler. ¡Entonces comenzó el mundo!”.
– ¡Somos un Volk (pueblo) heroico!-gritó alguien desde atrás-. Como dice el Führer en Mein Kampf, tenemos que comenzar por la raíz del problema, la bacteria mutante que contamina todo lo que toca, y así detener su crecimiento. ¡Ahora es cuando tenemos que golpear!
Thierry golpeó con el puño sobre la mesa al enfatizar los principios nazis.
– La raza aria es superior en todos los sentidos; nuestra confianza debe crecer e invadirlo todo
Aimée se imaginó que los archivos de video, su propio objetivo, estarían almacenados en la habitación de atrás. Tenía intención de registrar la zona tras una gran fotografía a tamaño natural de Adolf Hitler saludando, pero sintió que un dedo se le incrustaba en el brazo cuando se levantó,
– Siéntate-le dijo un camionero de mugriento mono
– ¿Quién es?-rezongó su amigo, vestido con un mono ligeramente más cubierto de manchas
Se sentó nerviosa. Alguien le dio un codazo en las costillas. Se dio la vuelta bruscamente y vio al de los pantalones de cuero que le sonreía. Su pelo rubio platino salía disparado, como si estuviera en posición de firmes.
– Los chicos son los que llevan tatuajes, señorita-dijo acompañado por risitas a su alrededor-. Las mueres arias no los llevan
– Unas sí y otras no-Movió la cabeza a su alrededor y señaló a otras mujeres. No muchas llevaban tatuajes. Algunas vestían trajes tiroleses, pero todas llevaban toscas Dr. Martens-. Depende de las preferencias individuales.
– Usando palabras grandilocuentes, ¿sabes lo que quieren decir?-dijo él.
Ella no contestó, solo hizo chasquear el chicle
– Las mujeres están mejor de rodillas-dijo él-. Estoy seguro de que tú lo estás
Se inclinó sobre su brazo y le puso una mano de hierro sobre el hombro. No podía moverse.
– ¡Ocúpate de tu propio harén, Leif!-gritó una voz junto a él
El hombre moreno con las patillas se deslizó a su lado, retiró los dedos de Leif de su hombre y sonrió. Se abrió paso entre los dos. Leif levantó la vista en uns expresión de burlesca sorpresa.
Aimée se preguntó si habría ido de mal en peor, pero le devolvió la sonrisa. Se incorporó y levantó la mano hasta que Thierry se percató
Aimée se obligó a sonreir
– ¿Por qué no se portan los judíos de una manera honrada? Solo fueron víctimas de la escasez de alimentos en época de guerra, al igual que el resto.
Gruñidos de aprobación la acompañaron al sentarse. Sentía a su lado el calor corporal que emanaba del hombre de las patillas.
– Soy Luna-dijo
– Yves-dijo él sin volver la cabeza
Thierry continuaba hablando
– Leif os resumirá nuestros planes para los próximos días. Os dará los detalles para nuestra misión de esta noche y el protocolo para la manifestación de mañana
Leif se pavoneó en dirección a un encerado situado debajo del original de un cartel de reclutamiento de las SS. Se sintió horrorizada al ver que describía un plan para destruir sinagogas ortodoxas esa noche. Temía que una de ellas fuera el Templo de E’manuel.
Thierry se sentó a su lado
– Te agradezco que hayas traído las publicaciones. No hagas caso del poco tacto de Leif. Se le da mejor la planificación y organización de los detalles.
Se dirigió hacia Yver.
– Prepara el equipo
Yves se levantó de la silla y Aimée lo siguió
Thierry se inclinó hacia ella.
– Escucha esto: te será útil
Aimée asintió e intentó no revolverse en el asiento. ¿Sería Yves el cámara del video? Si estaban grabando esta reunión, ella aún no había descubierto la cámara.
– Unas furgonetas nos llevarán a la sinagoga-dijo Leif en un tono carente de emoción-. Para realizar el trabajo tiene que ser entrar y salir, rápido y despiadado.
Aimée se preguntaba si era así como trataba a las mujeres. El instinto le decía que debía averiguar de qué sinagoga se trataba, decírselo a Morbier y salir de allí como alma que lleva al diablo.
Thierry le dirigió un gesto de aprobación con la cabeza.
– Apuesto a que aprendes rápido. Será mejor que te pegues a nosotros que pegarte algo en el brazo.
Ella pensó que si esas fueran realmente su únicas opciones, mejor sería darse a la droga. En su propio estilo ario parecía que Thierry intentaba ayudarla
– En nuestras misiones nace un sentimiento de unidad-continuó hablando-. Nos juntamos y conseguimos nuestros objetivos. Conseguimos la satisfacción transformando las ideas en operaciones concretas.
Ella tenía la sensación de que estaba hablando de sí mismo, como si necesiara una causa que justificara su existencia.
– Nosotros atacamos primero. ¡Ningún ario volverá a ser una víctima!-arengó Leif desde el pódium a la multitud, que mostró su aprobación con un clamor.
– Se nos encoge el estómago-añadió Thierry-, pero lo hacemos por amor.
Se acercó sigilosamente a Leif para conocer qué sinagoga constituía el objetivo. Ahora él llevaba puesta una chaqueta corta de estilo tirolés, con jarreteras de rayos de metal y cruces de hierro. Lo neonazi convergía con Sonrisas y lágrimas.
– ¿Llegaremos a herir a alguien?-dijo ella con un mohín, lo suficientemente alto como para que él la oyera.
– Si tienes suerte… -dijo él, mirándola de arriba abajo-. Pareces lo suficientemente sana como para ser una cría de cerda.
Por la ventana entraba el resplandor de la luz verde de neón del cartel de ClicClac, lo que daba a sus ojos una apariencia de reptil. Daba miedo. Ella se sentía como un trozo de carne a punto de ser ensartada en una brocheta.
Pero taconeó y levantó el brazo para realizar el saludo hitleriano
– ¿Está bien así?
– Puede pasar. Vamos-dijo Leif.
– ¡Vale! ¿Adónde vamos?
– Eso lo sé yo y se supone que tú lo averiguarás-sonrió él-.A territorio judío. Si eres buena chica podrás patear a alguien. Vamos.
– Guay. Tengo que hacer pis.- Se dirigió a la puerta de atrás y pasó junto a un corrillo de cabezas rapadas ataviados de cuero negro.
Thierry la agarró del brazo con fuerza.
– Por ahí-dijo señalando la dirección opuesta
– Estupendo. Y ahora ¿cómo salgo de esta?-pensó Aimée-. Seguro que Thierry es listo y me ha echado el ojo.- Puso el cerrojo a la puerta del baño y comprobó las pilas de su grabadora. Fina como un lapicero y adaptable al contorno de la espalda, esa grabadora último modelo lo captaba todo, incluso un bostezo a cincuenta pasos de distancia. La había comprado en la tienda del espía antes de que los flics declararan el negocio ilegal y lo cerraran.
Ojalá no sudara tanto; el mecanismo era muy sensible…La colocó en una bolsita de plástico, hizo un agujero para el cable del micrófono y se la pegó a la espalda con celo. Sacó el teléfono móvil del bolsillo de sus vaqueros y pulsó el número directo de Morbier. En este momento no le importaba que la hubiera apartado del caso Stein; necesitaba refuerzos. Mientras lo hacía, bajó la tapa del inodoro, se subió a ella y miró a la calle por la estrecha ventana. Junto al trémulo resplandor de los charcos de la lluvia se veían dos furgonetas alumbradas por la luz de la farola.
No obtuvo respuesta.
Se produjeron unos golpes en la puerta del cuarto de baño
– ¡Salope! ¿Es que no se puede cagar a gusto? -gritó
– Los golpes cesaron
Por fin al otro lado de la línea se escuchó una voz incorpórea
– ¿Sí?
– Póngame con Morbier. Es urgente-susurró
– Está de guardia-dijo la voz-. Ahora le paso
Esto duraba ya demasiado
– Dese prisa-dijo
Un clic, otro clic, y se oyó el estruendo de una voz profunda
– Aquí Morbier
Sin molestarse en introducir nada, comenzó a hablar
– En este momento está en marchar-susurro despacio-. Dos furgonetas cargadas de skin heads se dirigen a atacar sinagogas en el Marais.
Los golpes comenzaron una vez más. Aimée tiró de la cadena, cerró el móvil y lo metió en el bolsillo de los vaqueros. Abrió la puerta y vio a Leif, de espaldas a ella, ayudando a Yves a mover algo pesado por el oscuro pasillo. De las escaleras le llegaba el eco de golpes y Aimée se imaginó que estaban bajando materiales. Junto a ella se encontraba una puerta abierta pintada de negro y rápidamente se escabulló en su interior. Ante ella y a la luz de la parpadeante luz verde y púrpura de la señal de video, vio estanterías llenas de grabaciones catalogadas por fecha. ¿Cuál de ellas?
De la sobada alfombra que apenas cubría el suelo de gastados azulejos emanaba un olor rancio. Las fechas. Eso era lo importante. Echó un rápido vistazo a las estanterías buscando las cintas de las últimas reuniones, las encontró y rápidamente las introdujo dentro de su chaqueta negra de cuero. Conteniendo la respiración, se abrochó la cremallera de la chaqueta hasta arriba, que sonó como el zumbido de una motosierra. Aguantó la respiración, pero no entró nadie. Del pasillo le llegaba el sonido de algo al arrastrarse y de golpes secos en la escalera.
Miró al exterior y analizó el pasillo. Al no ver a nadie, intentó abrir la puerta trasera. Era imposible hacer palanca para abrirla sin hacer más ruido del que estaba dispuesta. Todas las ventanas daban a la calle en la que estaban aparcadas las furgonetas. Avanzó despacio escaleras abajo.
Aún reinaba una atmósfera festiva mientras los miembros se congregaban y reunían en torno a las furgonetas, las cuales habían sido anteriormente azules para el reparto de leche. Ahora el grupo era de unas veinte personas. Mientas se retraía del grupo y se quedaba arrinconada en una esquina, Thierry la vio y se dirigió hacia ella.
– Lleva esto.-Le entregó una pesada bolsa de deporte-. Sube adelante.-Comenzó a conducir al grupo al interior de las furgonetas.
En la parte delantera y ocupando la mayoría del sitio del copiloto había un fornido cabeza rapada de reluciente cráneo vestido al estilo paramilitar. Le apretó la rodilla.
– No te separes de mi-le dijo
– Es un privilegio estar aquí.-Retiró su pezuña de su rodilla y ejecutó una burlona reverencia en el atestado asiento-. ¡No les gusto?
– Siempre sospechan de los recién llegados.-Con un movimiento del pulgar señaló la parte de atrás de la furgoneta-.Todos se ponen como motos cuando llega la hora de la verdad.-Sonrió, y al hacerlo mostró unos podridos y astillados dientecillos marrones-. ¿Estás lista para divertirte? Te gustará, ya lo verás.
Un tufillo proveniente de su boca hizo que mirara hacia otro lado. Especuló con preocupación sobre su iniciación como recién llegada. Negó con la cabeza cuando Thierry le dijo al chico que se moviera para que Aimée pudiera sentarse entre los dos
– Me mareo. Necesito que me dé el aire.- Bajó la ventanilla al máximo, lo cual apenas era más que una rendija.
Por lo menos estaba junto a la puerta. Thierry encendió la calefacción a tope y ella sintió que el aire caliente la golpeaba de plano. La conversación durante el camino consistió en la reprimenda de Thierry al tipo paramilitar por haber borrado cierto mensaje del contestador. Hosco y huraño, él ignoró a Thierry y concentró su atención en Aimée. Ella estaba comenzando a sudar bajo la chaqueta de cuero. Las dos cintas de video se le pegaban como si fueran cola y se le incrustaban en la parte baja de las costillas.
Thierry abandonó los amplios boulevares de La Bastilla y se internó en calles estrechas y oscuras, desiertas y tranquilas. Aimée sentía las gotas de sudor sobre su frente.
– Me estoy mareando. Baja la calefacción-dijo Aimée
De la parte trasera de la furgoneta le llegaron gritos que decían que se estaban congelando y que subiera la calefacción
– Casi hemos llegado-dijo Thierry
Los negocios estaban cerrados y las calles desiertas. Todo era silencio excepto el murmullo en la parte de atrás. En ese momento algo en ella empezó a chisporrotear. Su transpiración había producido un cortocircuito en la grabadora y estaba a punto de freírse
Se inclinó hacia adelante y apagó la calefacción
– Hace demasiado calor-gruño
Un eco de descontento le llegó desde atrás. Cogió un trapo del pegajoso suelo de la furgoneta y se limpió el sudor lo mejor que pudo. Por desgracia, resultó ser el pañuelo del skinhead, que apestaba a pachouli.
– Quádatelo-dio sonriéndola-. Para que no me olvides
El aceite de pachouli emanaba de sus poros y le hacía sentir nauseas. Algo que tenía que ver con los años sesenta
– Cállate-rezongó
El soltó una risita
– Eres de los míos
Cuando Thierry agarró firmemente el volante, ella se percató de la existencia de otro tatuaje en su muñeca
– ¿Qué es lo que pone?-preguntó
– El nombre de mi honor es la lealtad-dijo él con orgullo. La miró con ojos entrecerrados como retándola
– ¡Claro! No podía leerlo desde aquí-asintió-. El lema de las Waffen-SS. ¿Qué era lo que iban a hacer y dónde lo harían? ¿Podría hacer Morbier que los flics llegaran al Marais a tiempo? ¿Y durante cuánto tiempo sentiría los efluvios del apestoso pachouli?
El sudor le goteaba mientras la camiseta de tirantes hecha jirones y los videos se le pegaban al pecho. Volvió a utilizar la grasienta bandana para darse golpecitos y secare el sudor, manteniendo a la vez los videos en su lugar
– Ojo por ojo… ¿No es eso de lo que se trata?-Golpeó con el puño en el agrietado salpicadero-. Todo eso del Sieg heil y so está bien, pero pasarse un poco con algunos de esos cerdos judíos… -dijo riendo al tiempo que le daba margen a Thierry para rellenar los espacios en blanco.
– Las aseveraciones violentas son arte y parte de la solución, pero solo como medio para un fin-dijo Thierry
El cabeza rapada paramilitar frunció el ceño
– ¡Vale ya de charla grandilocuente! Molamos a palos a los judíos
Thierry condujo la furgoneta al interior de una estrecha muesca en el muro del claustro medieval de la pequeña plaza del Marché-Sain-Catherine
Aimée insistió
– No, ya sabes. Nada como ayudar en la solución final. ¿Qué tal si nos ocupamos de ellos uno a uno?
No llegó a oír la respuesta. Se escucharon los ruidosos motores revolucionados de las motocicletas mientras una voz por un megáfono les ordenaba que se orillaran. Como salidas de la nada, la pequeña plaza se llenó de las centelleantes luces azules y las motocicletas de la policía
– Control de alcoholemia-dijo alguien desde atrás-, cuando ella nos ha honrado con su presencia
– Guarda tu mala leche para los flics-dijo Aimée. Esperaba que la táctica de Morbier funcionara
– ¡Fuera!-gritaban los flics. Abrieron su puerta de golpe y volvieron a desplazarla a su sitio. Ella se resistió y embistió con los codos en las costillas al sorprendido flic.
– Quítame las manos de encima-gritó mientras comenzaba a darle patadas en los tobillos
Quería que la arrestaran. Desesperadamente. Salir de allí mientras participaba en la operación encubierta con los videos bajo la chaqueta. Se aprovecharía del control policial, ya fuera este un montaje de Morbier o no
De repente una bota la golpeó en la cadera, lo cual la lanzó contra los flics y sus porras levantadas. Se produjeron roncos gritos de “cerdos fascistas” y entonces se montó una terrible. Los gritos de dolor resonaban en la pequeña plaza. Ella comenzó a avanzar sobre los húmedos adoquines. Consiguió llegar al otro extremo de la furgoneta y casi escaparse.
– Date prisa-gritó Thierry mientras la empujaba al interior y accionaba el contacto
No tuvo tiempo de apreciar la ironía de la situación o como podría huir. Mientras arrancaban, Leif entró de un salto por la puerta corredera abierta y la cerró de golpe.
Thierry apretó el acelerador. Eso hizo que la furgoneta virara de manera descontrolada y Aimée se protegiera la cara con las manos. La furgoneta se lanzó contra un musgoso chorro de aguar que salía a borbotones sobre la estatua de Santa Catalina. Después de rayar el lateral de la furgoneta y desportillar la estatua, Thierry enderezó el volante y salió de la plaza a toda velocidad.
– ¿Quién eres?-dijo Leif a su espalda, al tiempo que apuntaba a su costilla con algo afilado. Le dio un fuerte bofetón con el dorso de la mano.
– Ya vale, Leif…-gritó Thierry
– ¿En mi otra vida?-dijo ella. Sentía pinchazos en las mejillas al mirar hacia abajo-. Quita esa navaja de mi pecho.
– Cuando me convenzas de que no has tenido nada que ver con lo que acaba de ocurrir-gruño Leif
– ¿De qué hablas? Yo soy de los vuestros-dijo ella
– Relájate-dijo Thierry-. Estás demasiado paranoico.
– Alors!-dijo Leif-. Mira lo que ocurrió la última vez.- Lanzó la navaja al ya maltrecho salpicadero y la junta del parabrisas se partió en dos.
Con un movimiento, Aimée tiró de la manilla, abrió la puerta de una patada y se tiró al exterior. Al caer trató de rodar de forma que no le atraparan las ruedas de un coche que venía por detrás. Sintió que el hombro crujía al chocar con la acera. Un dolor que le hacía palidecer le subía por el brazo. Pensó que, con suerte, sería un hombro dislocado. Se puso en pie con dificultad, se tambaleó y echó a correr. Sintió a su espalda el chirriar de ruedas, algo que chocaba y el tintineo de los cristales rotos cuando un coche se empotró contra la furgoneta de Thierry. Eso le dio un minuto extra antes de oír el retumbar de pesados pasos tras ella. La furgoneta renqueó, chisporroteó y arrancó ruidosamente.
En la estrecha calle de dirección única resonaba el sonido de sus pasos al correr. Tras ella podía oír más pasos y el motor de la furgoneta al acelerar. A su alrededor no había sino silenciosos y oscuros edificios de piedra. Solo unas pocas ventanas desperdigadas mostraban un tenue resplandor tras las cortinas. Se preguntaba frenética si ninguna otra calle se cruzaba con esta, mientras buscaba en vano otra calle hacia la que torcer. Pero le rodeaban los últimos vestigios medievales del Marais. Los largos callejones en círculo diseñados para mantener a los invasores a distancia la mantenían ahora a ella en su interior. Escuchaba justo tras ella una respiración fatigada. Resoplaba y sudaba, al tiempo que se esforzaba por mantener a raya su creciente pánico. Un muro cubierto de líquenes y que parecía tener un grosor de tres metros de anchos y una altura de dos pisos le bloqueaba el camino.
Sin salida. Una mazmorra sin salida.
A la izquierda vio un estrecho pasaje de piedra entre los muros. Con un quiebro, se metió por él, rebotó en unos contenedores de basura de metal cuando alguien más se tropezó con ellos, se tambaleó y gritó “Merde”. Era demasiado estrecho para que circulara un vehículo. El aire húmedo le hacía daño, por lo que resoplaba con dificultad. Se oían los chillidos agudos de las ratas en los rincones oscuros. Más adelante, según avanzaba por el sombrío pasaje, brillaba el borroso globo amarillento de una farola.
Cuando llegó a su altura, viró para apartarse del sonido de un motor a su izquierda. Tras ella pudo ver de reojo un taxi con la luz azul encendida, lo cual indicaba que estaba libre.
Se volvió hacia atrás, mantuvo el paso y gritó
– ¡Aquí!
El taxi comenzó a alejarse.
– ¡Me han violado! ¡Socorro! ¡Me han violado!-chilló
El taxi redujo la velocidad. Aimée se dio cuenta de que probablemente la figura que la perseguía había aparecido en el espejo retrovisor del taxi. Justo cuando alcanzaba la manilla de la puerta, escuchó una fuerte respiración y gritos a su espalda. Su perseguidor podría haberla sacado del taxi de un tirón sin problema. Ella amagó hacia la derecha. Quienquiera que estuviera tras ella se lanzó en plancha y por un poco no consiguió agarrarla de la chaqueta cuando ella se dio la vuelta. Escuchó un “uf” y un fuerte golpe mientras se alejaba corriendo. El taxi aceleró y salió a toda velocidad.
Corrió por la acera resbaladiza y brillante. Se dijo que no podía parar. Le estallaban los pulmones y sentía en el brazo unos pinchazos agudos mientras continuaba abrazando las cintas de video contra el pecho.
Por fin vio las esperadas luces y el tráfico de la rue St. Antoine, donde había muchos taxis. Gracias a Dios. Respiró lo mas profundamente que le permitió el dolorido brazo. Justo al salir a esa calle, la otra furgoneta azul de ClicClac se detuvo haciendo chirriar los frenos delante de ella.
– Entra-le gritó Yves haciéndole un gesto para que entrara
Tras ella escuchó los pasos de alguien que corría y su resonar contra las paredes. Se acercaban
– ¡Date prisa!-Yves tiró la manilla de la portezuela del conductor y la dentada puerta azul se abrió balanceándose.
Antes de que pudiera cerrar la puerta, él ya marchaba a gran velocidad por la transitada rue de St. Antoine.
– ¿Dónde estabas?-preguntó Aimée recelosa. ¿Por qué no estaba con el resto del grupo?-
– Detrás de todos-dijo señalando con el brazo la parte trasera de la furgoneta-. Como hago la mayoría de las filmaciones, llevo casi todo el equipo. Thierry confía en mí
Aimée emitió un quejido
– ¿Qué te ha pasado?-Había preocupación en sus ojos oscuros. Le lanzó su chaqueta-. Cógela. Da más calor.
– No, gracias.- No podía quitarse la maloliente y rasgada chaqueta de cuero, ya que la grabadora seguía pegada a su espalda y los videos abultaban bajo su camiseta de tirantes.
– Necesito un anestésico-dijo-. Vamos a tomar algo
Yves detuvo la furgoneta con un movimiento brusco en un estrecho callejón que salía de la Bastilla, aún en el Mariis. Un camarero estaba echando las persianas desde el interior de un mugriento bristró en una esquina. Se escucharon los acordes de una guitarra de jazz al abrirse la puerta y una pareja salió riéndose. Si se concentraba, probablemente podría hacer que sus pies anduvieran hasta la esquina, provocar un jaleo y hacer que los dejaran entrar en el bistró
– Escucha, me duelo el hombro-dijo aturdida
– Tengo justo lo que necesitas.-Sus ojos negros la penetraron con la intensidad del láser
– De verdad que necesito beber algo.-Comenzó a reírse tontamente sin saber por qué
– También tengo eso-dijo él sonriendo
Y con una bonita sonrisa, así es como ella la percibió. Allí estaba, con un neonazi, transportando videos robados que, posiblemente contenían el asesinato de una anciana que él mismo había grabado. E increíblemente atraída hacia él. Aparentemente, ya la había ayudado dos veces esa noche
– Mi piso está por ahí-dijo él señalando un almacén de oscuro ladrillo de principios de siglo-. ¿Podrás llegar hasta allí?
– ¿Dejas todo el equipo en la furgoneta y en la calle?-dijo ella admirándose de la coherencia de su pensamiento.
– Nadie se mete con nuestras furgonetas azules-dijo él- De eso puedes estar segura. Pero…-Sacó un mando digital y pulsó unos números-. No aparco en la calle
Al tiempo que la cubierta de metal se enrollaba despacio, Yves condujo la furgoneta hacia el interior del patio del almacén
A Aimée no le gustó el sonido de la cubierta al volver a cerrarse y buscó una salida. Una estrecha entrada lateral mostraba un rayito de luz
– ¿Estas pensando en marcharte?-dijo Yves mientras abría una puerta bajo los abovedados arcos del edificio de ladrillo
– Aún no-sonrió Aimée-.Tengo sed
– Deja que te ayude, que esto es difícil- dijo Yves recogiéndola en sus brazos. Pulsó el interruptor y la llevó por una escalera de caracol de metal hasta un piso en el sótano.
La golpeó el aire cálido, impregnado de un toque familiar. Descendieron a un suelo de madera blanqueada rodeado de mullidos sofás blancos, una larga mesa de metal y una cocina diáfana. Los arcos abovedados de las paredes habían sido recubiertos de ladrillo y forrados con un brillante tejido batik…
– Era el sitio de los antiguos tanques de los curtidores-explicó Yves poniéndola sobre un sofá-. Esta era una fábrica de sillas de montar. Sillas para la policía y la caballería-sonrió.
Aimée se sentía pegajosa y tenía calor, pero no se atrevía a quitarse la cazadora de cuero. Había empezado a sentir un punzante dolor en el brazo. Era curioso ver como dolían las cosas cuando se tenía tiempo de reparar en ello. Estaba segura de que sus poros habían absorbido la grasa y el aceite del pachouli, y necesitaba lavarse.
– Un Rémy, ¿de acuerdo?-dijo Yves y le entregó una copa de licor.
Hacía años que Aimée no tomaba un Rémy Martin VSOP. Casi ronroneó de placer al sentir que se deslizaba por su garganta. Este neonazi tenía sin duda más clase que sus camaradas.
– Necesito lavarme-dijo
– Estas en tu casa-dijo él con un ademán
Ella tomó el Rémy con las dos manos y fue renqueando hacia la cocina. Dentro del cuarto de baño con azulejos blancos, hizo un montón en el suelo con su ropa y se aseguró de que las cintas de video estuvieran a salvo en el bolsillo interior de la cazadora.
Lo bueno era que le dolía tanto el hombro que apenas sentía nada más. Abrió el grifo del agua caliente. Rezó para que hubiera suficiente agua como para llenar la bañera y se arrodilló sobre una mullida toalla frente a un viejo espejo del marco dorado. Después de haber pegado otro trago de brandi, se percató de que una fina línea roja de piel chamuscada le recorría la columna.
Tenía el hombro dislocado, pero esto ya le había ocurrido antes y sabía lo que tenía que hacer. Con el brandi suficiente podría hacerlo. Apretó los dientes y rotó la articulación del hombro en sentido contrario a las agujas del reloj hasta llegar a la posición de las tres en punto. Tomó otro trago y estiró la mano izquierda hasta alcanzar el hombro derecho. Tomó aire, estiró la mano izquierda hasta alcanzar el hombro derecho. Tomó aire, estiró el brazo hacia fuera, lo hizo girar ligeramente y con un suave ruido volvió a colora la articulación en la posición de las doce. El dolor se extendía desde el cuello hasta la punta de sus dedos. Escuchó un grito ahogado tras ella. Yves estaba en el espejo, con una mueca de dolor, vestido aún con vaqueros y jersey.
Se arrodilló junto a ella y la tomó entre sus brazos con cuidado.
– ¿Estás bies?
Ella asintió y le dedicó una sonrisa torcida
– No te desmayarás, ¿verdad?-Seguía acunándola en sus brazos.
– Todavía no
Le sirvió otra copa y ella sorbió despacio
– Estoy bien
Despacio, él le acarició el pelo húmedo
– ¿Qué tipo de fuera de la ley eres?
– Una loca, mala y peligrosa. Pero soy yo la que tendría que preguntarte eso.
– Si lo haces, te contestaré lo mismo, Se rió y en ese momento Aimée supo que estaba abocada al peligro
Acabaron en la bañera con la botella de Rémy, rodeados de vapor, la mayoría del cual lo habían generado ellos mismos.
Aimée se deslizó en el interior de sus grasientos vaqueros y dejó a Yves dormido. Pero no antes de robarle el jersey marrón y de registrar su apartamento. Justo al salir de la cocina abierta, encontró un pequeño despacho con un ordenador último modelo, una impresora y un escáner en color. Estaba claro que Yves tenía un trabajo decente durante el día. Buscó por todos los sitios, pero no pudo encontrar otros videos.
Cogió un taxi, se cambió a otro en St. Paul y se trasladó hasta su casa. Solo por asegurarse, volvió sobre sus pasos dos veces en el muelle. Faltaba una hora para el amanecer. Miles Davies la saludó en el oscuro piso, la olisqueó aparatosamente y hurgó en el interior de su cazadora con olor a pachouli. En el exterior, recortado contra la farola del muelle, la negra sombra del Sena reptaba como una serpiente.
Aimée se sentía más culpable de lo que nunca en su vida se había sentido. Se tenía que haber alejado de él de alguna manera. Pero había bebido demasiado y había disfrutado con la manera en la que Yves la había hecho sentirse. El brandi no le había aturdido el cerebro: sabía lo que hacía. Y ella había querido hacerlo. ¿Y si él hubiera tomado parte en el asesinato de la anciana? Era vomitivo. Le revolvía las tripas. ¿Cómo podía haberse acostado con él?.
Abrió una botella de agua mineral Volvic y tragó un puñado de píldoras de vitaminas B y C. Deslizó en su reproductor el video de Les Blancs Nationaux con la etiqueta “Reunión de noviembre de 1993”. Miles Davis se acomodó en su regazo y lo abrazó, intentando prepararse para la cruda verdad.