Jueves por la mañana
Las aguas del Sena fluían color plata, una niebla helada se cernía sobre la ciudad y Aimeé paseaba por la ribera de piedras cubiertas de musgo, debatiéndose con la idea de llamar a Hecht. Él había dicho que nada de contactos posteriores. Pero, en lo que a ella concernía, las reglas habían cambiado cuando se encontró con Lili Stein muerta.
Cruzó el pont Neuf con los bateaux mouches todavía iluminados desplazándose a sus pies, mientras la aurora reptaba sobre el Sena. Una espesa niebla recortaba el Café Magritte debajo de su despacho en la rue du Louvre. En el interior, apoyada en la barra de zinc, sumergió un cruasán de mantequilla en un humeante tazón de café con leche. La máquina de café emitía un estruendo similar al de un avión al despegar.
Había aceptado un trabajo sencillo, pero los riesgos habían aumentado hasta el infinito con este truculento asesinato. Morbier la había tratado como a una sospechosa y había hecho que la escoltaran hasta casa, ya fuera para establecer su autoridad con sus subordinados o prefería no finalizar esa idea. Todo esto no presagiaba nada bueno. Se estremeció al recordar la expresión en el rostro de Lili Stein.
Los cálidos vapores del café empañaban las ventanas que daban al ala oeste del Louvre. En especial, lo que no quería era mentir a Morbier sobre un extraño cazador de nazis que negaría conocerla.
Una vez se sintió revivida, deslizó veinte francos sobre la barra, para Zazie, el hijo pecoso del pecoso dueño, que tenía diez años y trabajaba en la caja antes de ir a la escuela.
– ¿Te importaría si me preparo para ir a trabajar?- dijo al sacar su gastado estuche de maquillaje.
Zazie, que medía aproximadamente un metro veinte, la miraba sobrecogido mientras Aimeé se pintaba los labios de rojo, mirándose en la máquina de café que actuaba de espejo, se aplicaba máscara en las pestañas y se perfilaba sus grandes ojos con un lapicero. Se pasó las manos por el cabello corto y castaño de punta, se pellizcó las pálidas mejillas para conseguir algo de color y le guiñó un ojo a Zazie.
– Cómprate un goûter después de clase- dijo cerrando el puño de Zazie sobre el cambio.
– Merci, Aimeé- respondió Zazie sonriendo.
– Dile a papá que l’Américaine saldará luego la cuenta, d’accord?
Zazie la miró con ojos serios.
– ¿Por qué te llama papá l’Américaine? Nunca llevas botas de vaquero.
Aimeé se esforzó para no sonreir.
– Las guardo en el armario. Son de serpiente auténtica. Mi madre me las envió desde Texas.- Tenía botas de vaquero, pero se las había comprado ella misma en el aeropuerto de Dallas.
Cuando subió las escaleras, vio que brillaba la luz tras la puerta de cristal esmerilado.
– Soli Hecht ha dejado un regalo para ti- dijo su socio, René Friant, un atractivo enano con ojos verdes y perilla. Llevaba puesto un traje azul marino de tres piezas y mocasines con borla. René accionó con e pie la manilla hidráulica de su silla ortopédica a medida.
Embargada por la curiosidad, cogió el grueso sobre de papel manila a su nombre. Dentro había cincuenta mil francos junto con una nota: “Encuentre al asesino. No se lo diga a nadie. No confío en los flics. Confío en usted”.
Fajos de billetes se desprendieron cuando ella se agarró al borde del escritorio para mantener el equilibrio.
– ¡Seguro que e gustas! – René abrió los ojos como platos-. Convenceremos a Hacienda para…
Ella movió la cabeza.
– No puedo…
René pulsó furoso la manivela hasta que la silla quedó a la altura de escritorio.
– Mira esto.- Le tiró una de las amenazantes cartas enviadas por el director del banco-. Nuestra prórroga fiscal está en el aire, el banco nos reclama el pago. Ahora, el contable de Eurocom se niega a pagarnos los ocho meses de atrasos que nos deben. Pone objeciones de no sé qué, de una cláusula del contrato. Puede llevarnos meses.- Intentó ajustar uno de los mandos de la silla-. Aimeé, es hora de que salgas de la nebulosa del ordenador y vuelvas al campo.
– No trabajo con asesinatos.
– Lo dices como si tuvieras otra opción.
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– El inspector Morbier me espera- dijo Aimeé a madame Noiret con los dientes apretados en el mostrador de recepción de la comisaría de policía. No solo le dolían las mandíbulas del crudo frío exterior, además se moría por un cigarrillo.
– Bonjour, Aimeé, ca va?- Madame Noiret, la funcionaria de pelo gris, la miró sonriendo a través de sus gafas de leer-. Le diré que has llegado.
– Ça va bien, merci, madame.
Odiaba regresar a la comisaría de place Baudoyer. Los recuerdos de su padre la golpeaban en cada rincón: estaban en el frío suelo de mármol de su oficina, en la que ella había hecho los deberes cuando era pequeña y él se tenía que quedar a trabajar hasta tarde. Luego le ayudaba a recoger el escritorio, cuando él se unió a su abuelo en Leduc Detectives y más tarde recogió su medalla póstuma de manos del comisario.
La madre americana de Aimeé había desaparecido de su vida una tarde de 1968. Nunca había regresado del Herald Tribune, donde trabajaba como colaboradora en la redacción. Su padre había enviado a Aimeé a un internado durante la semana y los fines de semana la llevaba a los Jardines de Luxemburgo. Sentados en un banco, bajo una fila de plataneros junto al teatro de marionetas, una vez ella le preguntó por su madre. Sus ojos, normalmente compasivos, se endurecieron.
– Ya no hablamos de ella.
Y nunca más lo hicieron.
Llevaba tres semanas sin un cigarrillo, y los vaqueros a medida le apretaban, así que anduvo de un lado a otro en lugar de sentarse. Siempre había pensado que los crímenes que investigaba la comisaría de policía del Marais rara vez estaban en consonancia con las elegantes instalaciones de la división. Sensores de armas de alta tecnología, se escondían empotrados en los apliques de bronce, sobre las paredes de esta mansión del siglo XIX al estilo del Segundo imperio. Las ventanas con vidrieras formando rosetas dejaban pasar la luz formando dibujos en las paredes de mármol. Pero las colillas en ceniceros que se desbordaban, las grasientas migas y el rancio olor al sudor del miedo, hacían que oliera como cualquier otra comisaría de policía en la que ella hubiera estado.
Este palaciego edificio se encontraba junto a los antiguos cuarteles de Napoleón y el Tesoro Público del distrito cuatro, la oficina de la tesorería en rue de la Verrerie. Pero los parisinos lo llamaban flics et taxes, la Double Mot: “polis e impuestos, la muerte doble”.
Avanzó por el rallado suelo de parqué para leer el tablón de anuncios de la sala de espera. Un anuncio roto con fecha de hacía ocho meses, decía que se estaban formando ligas de petanca y que se animaba a todos los buenos jugadores a que se apuntaran pronto. Junto a él, un cartel de la Interpol con los criminales más buscados seguía incluyendo la fotografía de Carlos, el Chacal. Debajo, una nota anunciaba un subarriendo en Montsouris, un “studio economique” por cinco mil francos al mes, barato para ser el distrito catorce. Se imaginó que eso quería decir que habría que trepar hasta una guarida en un sexto piso, con un retrete de los de cadena al final del pasillo.
Aimeé estaba de pie delante del tablón atándose el pañuelo de seda y sabía que había acertado la primera vez. Odiaba mentir a los flics, especialmente a Morbier.
Quizá tendría que convencer a Morbier de que estaba pensando en convertirse al judaísmo, en lugar de decirle la verdad sobre un viejo cazador de nazis que la había hecho cincuenta mil francos más rica, a contratarla para entregar la mitad de una fotografía a una mujer muerta. Y que luego la había contratado para encontrar a su asesino.
Madame Noiret se subió las gafas que se le resbalaban y señaló al interior.
– Adelante, Aimeé. El inspector Morbier te recibirá.
Entró en la sala de Homicidios, con un techo de casi cinco metros de altura. Pocas mesas estaban ocupadas. Sobre la de Morbier había montones de expedientes sobados. Junto a la centelleante pantalla del ordenador había una tacita de café. Su relleno cuerpo de cincuenta y nueve años se apoyaba en el respaldo de una silla en peligroso equilibrio. Sujetaba el teléfono sobre un hombro mientras con una mano se rascaba la cabeza de pelo entrecano y con la otra sostenía un cigarrillo, casi a escondidas, entre el índice y el pulgar. Cuando colgó, ella observó sus dedos manchados de nicotina, con las uñas cortas y separadas, que rebuscaban en el arrugado paquete de Gauloises de celofán, para encontrar otro cigarro. Sobre los escritorios, un televisor conectado a France 2 mostraba sin cesar coches destrozados, accidentes de petroleros en alta mar y desastres ferroviarios.
Encendió el cigarrillo, protegiéndolo con las manos, como si soplara una galerna. Conocía a su padre desde que entraron juntos en el cuerpo, pero después del accidente, había mantenidos las distancias.
La miró intencionadamente a la vez que le señalaba una desportillada silla de metal.
– Ya sabes que tuve que hacer un poco de teatro, especialmente para los de la Brigada.
Se imaginó que eso sería, probablemente, lo más cercano a una disculpa que escucharía por su comportamiento en el piso de Lili Stein.
– Me complace presentar declaración, Morbier.- Intentó que la frialdad quedara fuera de su tono-. El Templo de E’manuel ha mantenido mis servicios.
– ¿Así que el Templo te contrató antes de que la mataran?- Morbier hizo un gesto afirmativo-.¿Por si acaso se la cargaban?
Ella negó con la cabeza y se sentó en el borde de la silla de metal.
– Sé buena y explícamelo.
Morbier podía pasar por académico hasta que abría la boca. Su padre solía llamarlo “Francés puro del arroyo”, pero estaba claro que la mayoría de los flics no eran licenciados por la Sorbona.
– No es de buen gusto incriminar a los muertos, Morbier.- Cruzó las piernas, esperando que los estrechos vaqueros no le cortaran la circulación.
Ahora él parecía estar interesado.
– Tú la encontraste, Leduc. Eres mi première suspecte. Cuéntamelo.
Ella dudo.
– Confía en mí. Nunca llevo a juicio a los muertos.- Le guiñó un ojo-. Nada va a salir de este despacho.
Ya, y los cerdos vuelan. Pidió perdón a Lili Stein mentalmente.
– Por favor, no digas nada a su hijo.
– Lo consideraré.
– Haz algo mejor, Morbier-dijo ella-. El Templo no quiere ver que se hace daño a la familia. Había rumores de robos en tiendas.
Morbier soltó un bufido.
– ¿Qué es todo esto?
– Ya sabes cómo a la gente mayor a veces se les olvidan artículos en los bolsillos -dijo-. El rabino me dijo que hablara con ella, que intentara convencerla de que los devolviera. En secreto.
– ¿Qué tipo de objetos?
– Pañuelos de Monoprix, linternas de Samaritaine. Nada de valor.- Intentó no morirse de vergüenza en la silla de duro respaldo.
Morbier consultó un expediente sobre su escritorio.
– Encontramos candelabros de bronce, de los de iglesia.
Aimeé movió la cabeza.
– Escondía cosas. Como una niña, y se le olvidaba dónde.- Se levantó y metió la mano en el bolsillo.
De camino a la comisaría se le había ocurrido una razón lógica para explicar su presencia en la zona. La radio había informado de grandes manifestaciones de la derecha por todo el Marais protestando en contra de la cumbre europea.
– Iba siguiéndola desde Les Halles, pero la perdí en esa manifestación. Había neonazis por todos los sitios. Me imaginé que había regresado a su apartamento, así que a última hora fui y…
Por lo menos la parte en la que le contó cómo había encontrado el cuerpo, era cierta.
– Deja que vea si he entendido.-Morbier aspiró profundamente el cigarro que acababa de encender y exhaló anillos de humo sobre la cabeza de Aimeé-.¿La seguiste por si robaba en alguna tienda, la perdiste en Les Halles en una manifestación fascista y luego fuiste a su apartamente y la encontraste tatuada al estilo nazi?-La miró con los ojos entrecerrados-.¿Por qué estaban tus huellas en los mandos de la radio?
Ella evitó su mirada lo mejor que pudo.
– Mais bien sûr! Porque tuve que bajar el volumen. El asesino subió el volumen a tope para ahogar los gritos de Lili, y luego dejó los pañuelos de papel tirados en el suelo después de frotar con ellos sus huellas-.¡Ese es un punto interesante, Morbier!
– ¿Qué quieres decir?
– El criminal quizá esté acostumbrado a que alguien limpie tras él
– O podría ser un vago
Ella estudió la esvástica grabada en la frente de Lili Stein en la fotografía. Fue entonces cuando se percató de que esta esvástica en particular tenía un sesgo diferente a las de los grafitos del metro. Cogió un clip del escritorio, lo frotó contra su falda de seda y se lo metió en la boca. Masticarlo y moverlo con la lengua le ayudaba a pensar.
En la fotografía, se percibía una decoloración rojiza bajo las orejas de Lili Stein que continuaba por el cuello. La fina línea de sangre seca mostraba la marca de la cuerda que la había estrangulado. Nada, excepto el miedo, explicaba sus puños medio cerrados. O la ira.
– Corroboraré la coartada después de haberlo comprobado con tu enano.-Morbier se repantingó en su silla al tiempo que se frotaba la mejilla con una mano-. Haremos un trato, tu y yo…
– No metas a René en esto.
– ¡Por qué no iba a hacerlo?
– Quieres utilizarme. Nadie en el Marais hablará con vosotros los flics.
Sabía que desde que la policía francesa uniformada había realizado redadas de judíos para los nazis, durante la ocupación, ningún judío confiaba en ellos. Morbier debía haberse imaginado que si el Templo la había contratado sería porque confiaban en ella, a pesar de que no era judía.
– Leduc, confía en mi.
Ella se detuvo a pensar. Quizá podría confiar en él, o quizá no. Pero ¿no decían que si conocías a tu enemigo ibas al menos un paso por delante?
– Estoy de acuerdo en compartir información.¿Trato hecho?
El asintió.
– D’accord.
– ¿Me das el informe forense?
El soltó un bufido.
– ¿Te has fijado en la marca de la cuerda bajo sus orejas?
– Claro. Soy hija de mi padre.-Le hubiera gustado añadir que también era algo más.
Morbier hizo una mueca cuando nombró a su padre.
– Eso no es todo en lo que he reparado, Morbier-dijo ella con un gesto serio-¡Qué hay de ausencia de sangre?
– ¿No estarás sugiriendo que el homicidio tuvo lugar en otro sitio y que arrastraron a la victima?
– Igual que tatuaron la esvástica después del estrangulamiento; y sin mencionar que tenía las medias bajadas y enrolladas, las uñas rotas y la palma llena de astillas, eso podría ser una posibilidad, si.
– Eso ya se me había ocurrido.-Con un ágil movimiento de la mano, tiró el cigarrillo dentro de la taza de café. Chisporroteó e hizo plof. Ella pensó que era la típica respuesta gala. Se dio cuenta de que él llevaba calcetines desparejados; uno era azul y el otro gris.
– Los técnicos han estado peinando el patio-dijo-. Si hay algo ahí, lo encontrarán.
– ¿Hora de la muerte?-preguntó ella mientras se removía el pelo, disparando así más mechones.
El ignoró la mano de ella, llena de cicatrices, tal y como hacía siempre.
– Digamos que entre las tres y las siete de la tarde de ayer. Puede que la autopsia determine la hora con más exactitud.
Ella se puso en pie.
– Además de compartir información, agradecería tu ayuda en la investigación.
Morbier sonaba ahora como su padre. De hecho, él había solicitado su ayuda. De buenas maneras. Casi vuelve a sentarse.
– En otras palabras, si no lo hago, ¿estaré entorpeciendo la investigación?
– Yo no he dicho eso-dijo negando con la cabeza.
Ella comenzó a dirigirse a la puerta.
– Todavía-sonrió él
– ¿Recuerdas por qué abandoné este camo?
– Eso ocurrió hace cinco años-dijo él tras una pausa.
– He dejado este tipo de trabajo. Me dedico a la investigación para empresas-dijo ella-.¿Por qué nunca me miras la mano? Si no me respondes, ni me plantearé trabajar contigo.-Se agarró con fuerza al borde del escritorio, hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
La voz de é parecía cansada.
– Porque si miro esa quemadura, todo me vuelve a mi mente. Veo a tu…cubierto de sangre…-Se tapó los ojos mientras movía la cabeza de un lado a otro.
– Ves a mi padre ardiendo sobre los adoquines, empujado por la onda expansiva contra la columna de la plaza Vendôme. Y a mi gritando, corriendo en círculos, agitando la mano, sujetando aún la manilla de la puerta fundida.
Se detuvo. Varios tipos vestidos de paisano pusieron de nuevo la cabeza tras las pantallas de sus ordenadores. Ella reconoció algunas de las caras.
– Lo siento, Morbier.-Golpeó la base de su silla con el pie-.Esto no me ocurre normalmente. Lo normal es que se ocupen de ello las pesadillas.
– Existe un remedio contra la neurosis de guerra-repuso él después de un rato-. Vuelve a las trincheras.
Pero lo que él no sabía era que Soli Hecht ya la había arrojado a ellas.
Aimeé anduvo a lo largo del Sena mientras especulaba con los fragmentos de la fotografía. El agua reflejaba débilmente la luz del sol y el cebo del cubo de un pescador cercano apestaba lleno de sardinas.
Anduvo con dificultad sobre las grietas que se habían formado en la escalera de piedra que conducía a su oscuro y frío apartamento, incapaz de quitarse de la cabeza la imagen del cadáver de Lili Stein.
Había heredado de su abuelo el apartamento en la île St. Louis. Esa isla con siete bloques en medio de Sena raramente había visto que sus propiedades cambiaran de mano en el último siglo. Con corrientes, húmedo y sin calefacción, su hôtel particulier del siglo XVII había sido la mansión del duque de Guise, a quien Enrique III había asesinado en el castillo real de Blois, pero se le había olvidado el porqué.
Los viejos perales del patio y las vistas sobre el Sena desde su ventana la mantenían allí. Cada invierno, el frío, que helaba hasta los huesos, y las arcaicas tuberías casi conseguían que se fuera. El año anterior, había montado alrededor de su cama una tienda de campaña del ejército que había ayudado a mantener dentro el calor. No podía permitirse el lujo de efectuar reparaciones, ni los terribles impuestos de sucesiones en el caso de que vendiera el apartamento.
Miles Davis la lamió para saludarla. En la cocina de altas ventanas, abrió el grifo que sobresalía del viejo fregadero de azulejos azules. Se lavó las manos dejando que el agua caliente corriera por ellas largo tiempo.
De manera mecánica, abrió la pequeña nevera de 1950. Un mohoso queso de Brie, seis yogures y una botella grade de champán decente que descorcharía algún día, ocupaban una de las bandejas. Bajo un ramillete de marchitas espinacas había un paquete de carne de caballo cruda envuelta en papel blanco. Con una cuchara, la sirvió en el desportillado cuenco de Miles quién lo engulló moviendo la cola mientras comía. Quitó el moho del Brie y encontró en la despensa un baguette, dura como una piedra. La dejó donde estaba y cogió unas galletas saladas. Pero cuando se sentó, no fue capaz de comer.
Se puso dos pares de guantes, los de piel encima de los de angora. Abajo, en el portal, sacó la mobylette de debajo de las escaleras, comprobó el aceite y accionó el pedal de arranque. Cruzó el Sena y se dirigió hacia la Gare de Lyon y hacia su piscina favorita para nadar. A esta hora, en Reully no había demasiada gente y la húmeda y fosforescente agua azul salpicaba contra los brillantes azulejos blancos como si fuera gelatina.
– chica mala…-Dax, el socorrista, la amonestó con el dedo-. No te vi ayer.
– Lo compensaré. Quince largos extra.-Se sumergió en el profundo carril con la mente y el cuerpo listos para fundirse con la pesada agua templada. Adoraba el estremecimiento en las piernas y en los brazos hasta que la temperatura de su cuerpo se estabilizaba con la del agua. Estableció su ritmo: brazada, patada, respirar, patada, brazada, patada, respirar, patada, y así completo largo tras largo.
Mala suerte que no pudiera convencer a René para que fuera con ella. El calor ayudaba a aliviar el dolor por el desplazamiento de cadera, típico de los enanos. Pero, lógicamente, se sentía muy inseguro con respecto a su apariencia.
Los cubículos llenos de vapor de las duchas estaban vacíos, excepto por el mohoso azulejo y el aroma a jabón. Se dirigió silenciosamente hacia el vestuario envolviéndose con la vieja toalla de playa en la que se leía St. Croix, en letras descoloridas. Sacó de su taquilla el teléfono móvil y pulsó el número de René. En ese momento se detuvo. No habría llegado todavía del gimnasio de artes marciales en el que entrenaba. Volvió a marcar el número. Esta vez dejó un mensaje. El teléfono vibró y ella contestó con impaciencia.
– Leduc, he comprobado lo que dijiste de esa manifestación que pasaba por Les Halles-dijo Morbier-.El grupo se llama Les Blancs Nationaux, de triste fama por acoso en el Marais.
Ella se encogió.
– ¿Y si un miembro de Les Blancs Nationaux la siguió hasta casa?-dijo él. La culpa hacía que dudara… ¿y si existía una conexión?
– ¿Sigues ahí?- dijo él.
– ¿Qué quieres que haga?- soltó ella.
– Pon a funcionar tu cerebro y ayúdame. Necesito algo más que compartir la información.
No había forma de disuadirlo. Además sería lógico empezar por ahí.
Se vistió y maquilló de forma distraída. Después de haber metido todo de cualquier manera en la bolsa del gimnasio, se miró en el espejo. Sentía que los pies se le pegaban al húmedo suelo del miedo que tenía. Se dio cuenta de que llevaba los pantalones del revés y que la etiqueta colgaba del exterior de su camisa de seda negra. Se le había corrido la máscara en las pálidas mejillas y eso le había dado a sus ojos un aspecto de oso panda. Tenía los finos labios embadurnados de rojo.
Parecía un payaso asustado. No quería investigar a neonazis punks. Ni el asesinato de esta mujer. Quería mantener a raya a los fantasmas que acechaban.
Jueves por la mañana
Hartmuth miró fijamente la esfera fluorescente de su reloj Tag Heuer: las 5:45 de la mañana. A sus pies se extendía la place des Vosges, sumida en la neblina. Un solitario estornino gorjeaba desde el alféizar de su balcón: Hartmuth imaginó que se había perdido cuando su bandada se dirigió hacia el sur. Sorbió su café con leche en la luz grisácea. El aroma de los cruasanes de mantequilla impregnaba la habitación.
Se sentía sobrepasado por el arrepentimiento; su culpa por amar a Sarah y, sobre todo, por no haberla salvado hacía tantos años. Le sobresaltó el sonido de alguien que llamaba a la puerta junto a su suite. Se envolvió en la bata de franela y trató de pensar en algo diferente.
– Guten tag, Ilse-dijo Hartmuth sonriendo cuando ella entró.
Ilse sonrió y echó un vistazo al montón de papeles sobre el escritorio. Con su pelo blanco como la nieve y sus lustrosas mejillas, tenía pinta de arrastrar tras ella una prole de nietos pidiéndole mandelgebäck recién hechos. En lugar de eso, ahí estaba en pie, ella sola, juntando las palmas de las manos y con su robusta figura encerrada en un traje de pantalón color marrón caja. Casi como si estuviera rezando.
– ¡Un hito para nuestra causa!-dijo ella emocionada en voz baja-.Estoy orgullosa de que se me permita ayudarle, mein Herr.
Hartmuth desvió la mirada. Ella se afanó en cerrar las puertas del balcón.
– ¿Ha llegado ya la valija diplomática, Ilse?
– Ja, mein Herr, y tiene usted una reunión por la mañana temprano.-Le entregó un montón de faxes-.Estos han llegado hace un rato.
– Gracias, Ilse, pero…-dijo levantando una mano para apartar los faxes-, primero el café.
Ilse lo hizo como que no se enteraba.
– ¿Qué es eso que tiene en la mano?
Sorprendido, Hartmuth miró las roñosas medias lunas de sangre seca sobre la palma de su mano. El mullido edredón blanco de su cama también tenía restos de manchas marrones. Sabía que solía apretar los puñospara combatir su tartamudeo.¿Lo habría hecho también mientras dormía?.
Ilse achicó los ojos. Dudó como si estuviera tomando una decisión, y le lanzó la bolsa de piel azul.
– La valija diplomática, señor.
– Ja, llámame antes de la reunión, Ilse.
– Me encargaré de organizar los estudios comparativos comerciales, señor-dijo, cerrando tras ella la puerta de la habitación contigua.
Hartmuth pulsó 6:03 a.m. en el teclado adjunto al asa de la bolsa e introdujo su código de cuatro cifras. Esperó a que se produjeran una serie de pitidos y pulsó entonces su código de acceso alfanumérico. Se detuvo y recordó el tiempo en el que tener el honor de recibir la valija diplomática habría sido suficiente.
El cerrojo se abrió con un chasquido y reveló una serie de informes sobre restricciones a la inmigración. Movió la cabeza al recordar. Eran como las viejas leyes de Vichy, solo que entonces existían cuotas para los judíos.
El tratado ordenaba que cualquier inmigrante sin los documentos necesarios fuera encarcelado sin tener derecho a juicio. Sabía que el motivo subyacente era la agobiante tasa de desempleo del doce con ocho por ciento, existente en Francia, la más elevada desde la guerra. Incluso las cifras del desempleo en Alemania se habían incrementado alarmantemente desde la reunificación.
El teléfono junto a él sonó una y otra vez, lo cual le devolvió de golpe al presente-
– Grussen Sie, Hartmuth- le llego la inconfundible voz rasposa desde Bonn-. El primer ministro quiere felicitarle por la excelente labor realizada hasta ahora.
¿Hasta ahora?
Hartmuth se puso en posición de firmes mentalmente.
– Gracias, señor. Creo que estoy listo.
Sin embargo, para lo que no estaba preparado era para lo que vino después.
– También le nombra consejero de comercio sénior. ¡Mi más sentida enhorabuena!
Hartmuth se mantuvo en silencio, atónito.
– Después de que firme usted el tratado, Hartmuth-continuó diciendo la voz-, el ministro francés de Comercio espera que se quede usted y lidere la negociación de las tarifas.
Más sorpresa. El miedo le paralizaba.
– Pero, señor, eso está por encima de mis competencias. Mi ministerio solo analiza informes de los países participantes.-Luchaba por intentar buscarle un sentido a todo-. ¿No consideraría usted que este puesto en la Unión Europea es, más bien, un puesto de hombre de paja?
La voz hizo caso omiso de su pregunta.
– El domingo en la plaza de la concordia todos los delegados de la Unión Europea asistirán a la apertura de la Cumbre del Comercio. En las negociaciones de las tarifas usted impulsará los nuevos informes para que se llegue a un consenso. Lo que queremos es la aprobación unánime. Un doble golpe maestro, ¿no cree?
– No lo entiendo. Para ser un puesto de consejero interno, parece que…
La voz lo interrumpió.
– Usted firmará el tratado, Hartmuth. Lo estaremos vigilando. Unter den Linden.
La voz se cortó. La mano de Hartmuth temblaba al colgar el teléfono.
Unter den Linden. Alrededor de 1943, cuando los generales nazis se dieron cuenta de que Hitler estaba perdiendo la guerra. Las SS se constituyeron en grupo político bajo el nombre en clave de Hombres Lobo, al objeto de continuar el Reich de los Mil Años. Cuando lo ayudaron a escapar de la muerte en un campo POW, de Siberia en 1946, esos mismos generales le habían proporcionado una nueva identidad: la de Hartmuth Griffe, un soldado sin tacha de la Wehrmacht, que había caído en Stalingrado y que no tenía ninguna relación con la Gestapo ni con las SS. Esta identidad le dio a Hartmuth, socialmente, un pasado que resultaba aceptable para las fuerzas aliadas. Era una práctica común, aunque secreta, utilizada para blanquear los pasados nazis. Estos pasados limpios tenían que ser reales, así que se los hurtaban a los muertos. Con la eficacia típica de los hombres Lobo, se escogieron nombres lo más parecidos posible a los originales, de forma que se sintieran cómodos utilizándolos y menos propensos a cometer errores. ¿Cómo podrían replicar los muertos? Pero si por casualidad alguien sobrevivía o algún miembro de la familia preguntaba algo, había montañas de muertos entre los que escoger. Además, ¿quién iba a comprobar nada?
Los Hombres Lobo exigían que se les pagara, lo cual se traducía en un compromiso para toda la vida. Ilse estaba aquí para garantizarlo.
Se sentía atrapado, se asfixiaba. Rápidamente sacó el traje de doble botonadura que había llevado el día anterior, alisó las arrugas y entró en la suite adjunta. Ilse levantó sorprendida la mirada de su ordenador portátil.
– Volveré para la reunión-dijo él y se escapó antes de que ella pudiera responder.
Tenía que salir. Librarse de los recuerdos. Comenzó a notar un sudor frío mientras casi volaba por el pasillo.
Dobló la esquina y se dio de bruces con una robusta figura vestida con traje negro, justo delante de él.
– Ca va, monsieur Griffe? Es estupendo tenerlo aquí-dijo Henri Quimper, sonriente y de mejillas sonrosadas.
Demasiado tarde para escapar. Henri Quimper, el homónimo belga de Hartmuth, lo abrazó y lo besó en las mejillas. Le dio un pequeño codazo de forma conspirativa-. Los franceses piensan que pueden pegárnosla,¿eh?
Hartmuth, con la frente perlada de sudor, asintió intranquilo. No tenía ni idea de a qué se refería Quimper.
Un grupo de delegados avanzaban hacia ellos por el pasillo precedidos por prodigiosas nubes de humo de puro.
Cazaux, el ministro de comercio francés y probablemente futuro primer ministro, avanzaba entre ellos a grandes zancadas. Sonrió al ver a Hartmuth y a Quimper juntos.
– Ah! Monsieur Griffe, bienvenu!-dijo saludando a Hartmuth calurosamente y agarrándolo del hombro. Tenía las mejillas surcadas por venas de color púrpura en forma de tela de araña-.¿Me concede unos minutos? Con todas esta reuniones…-Cazaux se encogió de hombros y sonrió.
A Hartmuth se le había olvidado cómo movían los franceses los brazos en el aire para enfatizar sus palabras. Los músculos del nervudo cuello de Cazaux se retorcían cuando hablaba.
Hartmuth asintió. Sabía que las elecciones tendrían lugar la próxima semana, y el partido de Cazaux se encontraba involucrado de manera importante en el asunto del comercio. La tarea de Hartmuth consistiría en impulsar a Cazaux firmando el tratado comercial. Eso era lo que los Hombres Lobo habían ordenado. Unter den Linden.
Cazaux y Hartmuth se dirigieron a uns estancia que daba a un patio de caliza.
– Estoy preocupado-dijo Cazaux-. Esos informes, esas cuotas excluyentes…Francamente, me preocupa lo que pueda ocurrir.
– Ministro Cazaux: no estoy seguro de lo que quiere decir-replicó Hartmuth con cautela.
– Usted y yo sabemos que algunos apartados de este tratado llevan las cosas demasiado lejos-dijo Cazaux-.Le diré lo que yo pienso. Las cuotas limitan con el fascismo.
Mentalmente, Hartmuth se mostró de acuerdo. Sin embargo, después de haber participado en círculos diplomáticos durante tantos años, sabía lo suficiente como para guardarse para sí mismo lo que de verdad pensaba.
– Después de una revisión concienzuda, lo entenderé mejor-digo.
– Tengo la impresión de que nuestras opiniones sobre este asunto son muy similares-dijo Cazaux bajando la voz-.Lo cual es un dilema. Porque mi gobierno prefiere mantener el status quo, reducir el desempleo y pacificar a les conservatives. Este tratado es la única manera en la que podemos conseguir beneficios económicos para Europa, estandarizar el comercio y conseguir unas líneas de actuación uniforme.
– Entiendo-dijo Hartmuth, deseoso de librarse de la presión añadida que le suponía Cazaux. No hacía falta decir más.
Los dos hombres se reunieron con Quimper y con el resto de los delegados en el vestíbulo. Intercambiaron más besos y saludos joviales. Hartmuth se excusó tan pronto como le resultó diplomáticamente posible y se escapó escaleras abajo. Se detuvo un piso más abajo en el descansillo de mármol y se apoyó contra un antiguo tapiz, una escena en el bosque con una ninfa desnuda que se metía un puñado de uvas en la boca mientras el jugo le resbalaba por la barbilla.
Mientras permanecía ahí de pie, solo entre los dos pisos, se le apareció en una visión el rostro de Sarah, y sus increíbles ojos azules reían. ¡Qué no daría por cambiar el pasado!
Pero era solo un viejo solitario lleno de arrepentimientos que había tratado de dejar atrás, a la vez que la guerra. Pensó que resultaba patético, y esperó a que el dolor del corazón remitiera hasta convertirse en un latido sordo.
Jueves por la tarde
El fétido olor a potaje de col flotaba en el pasillo del número 64 de la rue des Rosiers. Abraham Stein abrió la puerta cuando llamó Aimeé, su descolorido kipá color granate se escondía entre los rizos negros, entrelazados con grises cabellos y una bufanda color púrpura se extendía sobre sus delgados hombros. Ella quería darse la media vuelta, avergonzada de ser una intrusa en su dolor.
– ¿Qué es lo que quiere?-dijo él.
Aimeé se retorció el pelo, que estaba todavía húmedo después de nadar, y se lo puso detrás de la oreja.
– Monsieur Stein, necesito hablar con usted sobre su madre-dijo.
– No es el momento-dijo, girándose para cerrar la puerta.
– Lo siento. Por favor, perdone, pero para un asesinato nunca es el momento adecuado- dijo ella, apretujándose para pasar tras él. Temerosa de que le cerrara la puerta en la cara.
– Estamos celebrando el shiva.
Su mirada vacía y su pie dentro de la puerta le obligaron a explicarlo.
– Un ritual de duelo. El shiva ayuda a canalizar nuestro sufrimiento mientras rezamos por el muerto.
– Por favor, perdóneme, solo nos llevará unos minutos-dijo ella-. Prometo que luego me iré.
Se colocó la bufanda sobre la cabeza y la condujo dentro de la sala de estar forrada de madera oscura. Sobre el aparador de pino, al que habían sacado brillo, descansaba un libro de oraciones abierto. El espejo del comedor estaba envuelto en una tela negra. Candelas encendidas borboteaban en pozos de cera y emitían una débil luz. Mujeres cubiertas de negro, que gemían, se balanceaban adelante y atrás sobre sillas como palillos y cajas de color naranja.
Ella mantuvo la vista baja. No quería respirar el viejo y triste olor de esa gente.
Un rabino joven, que vestía una chaqueta que le quedaba mal y le colgaba por todos los sitios, la saludó cuando pasaron junto a él en una mezcla de hebreo y francés. Quería huir de este apartamento, tan oscuro y tan cargado por la pena.
Se podía oír rap francés proveniente de una habitación trasera, en la cual enfurruñados adolescentes se congregaban junto a una puerta abierta.
La cinta que delimitaba la escena del crimen había desaparecido, pero permanecían el ruido insistente del goteo del grifo en el sombrío cuarto de baño y el aura de la muerte. Siempre vería el rayado zapato negro con el tacón gastado y el rostro ausente tatuado con la esvástica. Una extraña esvástica ladeada, con los bordes redondeados.
Los técnicos criminalistas habían dejado ordenados los montones con los artículos personales de Lili Stein sobre el secreter. Habían desaparecido el pez ángel de hinchada cabeza y su pecera. Una bolsa de calceta llena de gruesas agujas y de lana multicolor sobresalía por encima de la colcha de ganchillo tejida a mano. Ejemplares del Hebrew Times se apilaban en una esquina y junto a la cama.
– ¿Son suyos?- Cogió una sección que estaba doblada. El periódico se arrugó y se cayó un suplemento en color.
– Maman ignoraba los periódicos franceses-dijo-.Se negaba a tener televisión. Solo se permitía una subscripción al periódico hebreo de Tel Aviv.
Ya no estaban los tablones de la ventana que daba al patio adoquinado. Lazos de la cinta amarilla que delimitaba la escena del crimen cruzaba el gris tragaluz.
– ¿Por qué cubrió su madre la ventana con tablones?
El se encogió de hombros.
– Siempre decía que la molestaba el ruido, y que necesitaba intimidad.
Aimeé arrastró una silla de mimbre, la única de la habitación, hacia la ventana. Las patas de la irregular silla se tambalearon, ya que una de ellas no tocaba el suelo. Le indicó que se sentara en la cama.
– Monsieur Stein, veamos…
– ¿Qué hacía usted en la habitación?-La interrumpió él
Ella quería decirle la verdad, contarle lo acorralada y confusa que se sentía.
Después de la explosión, cuando hubieron retirado los restos chamuscados de su padre, y ella yacía en el hospital, nadie había hablado con ella, ni le explicaron su investigación. Algunos flics jóvenes la interrogaron durante el tratamiento de sus quemaduras como si fuera culpable.
Hizo mentalmente la señal de la cruz y suplicó de nuevo el perdón de la mujer muerta.
– Con franqueza, monsieur, esto es materia reservada, pero creo que usted se merece saberlo-dijo.
– ¿Eh?- Pero se sentó en la cama.
– Su madre era el objetivo de una operación policial montada para obtener pruebas contra grupos de extrema derecha como Les Blancs Nationaux.
Abraham Stein abrió los ojos como platos. ¿Cómo podía mentir a este pobre hombre?
Pero no sabía qué hacer.
No solo la devastada cuenta bancaria y los impuestos sin pagar de Leduc Detectives la habían forzado a aceptar este caso. Parte de ella todavía tenía que probar que podía seguir siendo detective: con flics o sin ellos, la justicia se haría a su manera, administrada de una forma a a la que las familias de la victimas no estaban acostumbradas. Por otra parte estaba la honra de su padre.
Abraham se aclaró la garganta.
– ¡Ella cooperaba con los flics? No tiene sentido. Maman evitaba cualquier cosa que tuviera que ver con la guerra, la política o la policía.
– A pesar de lo raro que es encontrar mujeres detectives en París, monsieur, yo soy una de ellas. Voy a averiguar quién mató a su madre. Movió la cabeza. Ella sacó la licencia de investigador privado con una foto no muy favorecedora. El la examinó con rapidez.
Aimeé pasó la mano sobre el gastado secreter para intentar sentir la esencia de Lili Stein. En las pequeñas baldas del interior se encontraban, ordenados, amarillentos libros de contabilidad.
– Y,¿Por qué le iba a importar esto a una detective privada?-preguntó.
– Perdí a mi padre en un atentado terrorista, monsieur. Trabajábamos con la Brigada Criminal, en vigilancia, hasta que el explosivo plástico colocado bajo nuestra furgoneta incineró a mi padre.-Se inclinó hacia delante-. Lo que todavía me corroe es cómo escaparon sus asesinos. El caso se cerró. Nadie mostró ningún reconocimiento a las familias de las víctimas…Yo he vivido eso, y quiero ayudarle.
El desvió la mirada. Del vestíbulo llegaban los amortiguados quejidos de las mujeres mayores. Oscuro y medieval, el apartamento resonaba con el dolor. Los fantasmas emanaban de las paredes. Los imbuían siglos de nacimientos, amor, traiciones y muerte.
– Hábleme de su madre.
Su rostro se ablandó. Quizá la sinceridad de su tono o la soledad que sentía Abraham Stein hizo que se abriera.
– Maman siempre estaba ocupada haciendo punto o ganchillo. Nunca estaba quieta.-Abarcó la habitación, cubierta de tapetes de encaje, con un movimiento de sus brazos-. Si no estaba en la tienda, estaba junto a la radio tejiendo.
La humedad se filtraba en el dormitorio sin calefacción.
– ¿Puede decirme por qué alguien la mataría así?
Su ceño mostró profundas arrugas de preocupación.
– Hacía años que no pensaba en esto, pero una vez maman me dijo que nunca olvidar ni perdonara.
Aimeé asintió.
– ¿Podría explicármelo?
Desenrolló la bufanda que llevaba sobre los hombros.
– Yo era un niño, pero recuerdo que un día me recogió de la escuela. Por alguna razón, cogimos el autobús equivocado y acabamos cerca de Odeón en la bulliciosa rue Raspail. Maman parecía estar más triste que nunca. Le pregunté por qué. Señaló el decrépito hotel Lutetia, cubierto por tablones, que se encontraba frente a nosotros. “Aquí era donde venía todos los días después de la escuela para encontrar a mi familia”, dijo maman. Sacó la labor de ganchillo de la pequeña cesta de flores que llevaba en la bolsa de la compra, al igual que hacía siempre. El rítmico gancho, pausa y lazo del hilo blanco enrollado alrededor del ganchillo siempre me hipnotizaba.
Ahora, el hotel Lutetia es un hotel de cuatro estrellas, pero en aquel momento era el destino final de los camiones que transportaban supervivientes de los campos. Maman dijo que ella mantenía en alto señales y fotos mientras corría de camilla en camilla y preguntaba si alguien había visto a su familia. En persona, de oídas, quizá por casualidad o recordaban algo…quizá alguien se acordaría. Un hombre recordaba haber visto a su hermana, a mi tía, salir dando tumbos del tren en Auschwitz. Eso fue todo.
Pestañeó, pero continuó hablando.
– Un año después de la liberación, encontró a mi grand-père, casi irreconocible. Lo recuerdo como un hombre que se sobresaltaba ante el menor de los ruidos. Ella me contó que nunca había olvidado a los que se llevaron a su familia: “Chèri, no puedo permitir que se les olvide. Debes recordar”.
Aimeé se imaginó que muy poco había cambiado desde entonces en esa sombría habitación con rancio olor a anciana. Se subió los guantes para ahuyentar el frío.
– ¿Por qué no se llevó la Gestapo a su madre, monsieur Stein?
– Incluso ellos cometieron errores con sus famosas listas. Varios de los supervivientes que conozco estaban en el parque o en clase de piano cuando se llevaron a sus familias. Maman dijo que ella volvió de la escuela pero las carteras que estaban en el pasillo, llenas de roja y de las cosas que necesitaban, ya habían desaparecido. También sus cosas. Así lo supo.
– Y ¿qué es lo que supo?
– Que sus padres la habían salvado.
Aimeé recordó la nota que su propia madre había pegado con celo a la puerta de casa: “Me marcho unos dias. Quédate con Sophie, la vecina, hasta que papá vuelva a casa”. Nunca volvió. Pero, ¡qué terrible volver a casa de la escuela y ver que toda tu familia ha desaparecido!
– Y ¡su madre se quedó aquí? ¿Una niña sola?
Asintió.
– Durante un tiempo tuvo ayuda del conserje. Nunca habló sobre el resto de la guerra.
Aimeé dudó un momento y luego sacó la foto que había descifrado para Soli Hecht.
– ¿Reconoce esto?
La miró con atención. Después de un momento, retiró un taco de facturas y dejó ver un montón de viejas fotografías descolorida sobre la pared forrada de madera. Había un espacio en blanco.
Movió la cabeza.
– Aquí había una foto. Parecida, pero sin nazis. Maman odiaba a los nazis. Nunca tocó nada que fuera alemán.
– Abraham manipuló hasta conseguir abrir el cajón de abajo. Dentro había varios sobres vacíos dirigidos al Centre de Documentation Juive Contemporaine, el Centro de Documentación Judía Contemporánea, en el 17 de la rue Geoffrey l’Asnier, 75004 París.
– Hacía donaciones a sus fondos del Holocausto.-Se levantó y se frotó los ojos, cansado-. No se me ocurre nada más-dijo voviendo la cabeza-.No creo que el pasado tenga nada que ver son esto.
Ahora más que nunca, Aimeé quiso contarle lo de soli Hecht. Sin embargo, lo último que quería era poner en peligro a Abraham.
– No puedo creer que se haya visto envuelta en un operativo. Pero sí que mencionó recientemente haber visto fantasmas-dijo levantando los brazos.
– La brigada antiterrorista…
El la interrumpió.
– No quiero problemas. Yo vivo aquí-dijo-. ¿Qué pasa con el presente, con las masacres en Serbia? Estoy harto del apsado, se acabó. Nada me la devolverá.
Presintió por su negación que existía el deseo de evitar el dolor. Algo que ella había intentado hacer con la muerte de su propio padre.
En el exterior, sobre el tragaluz, un cuervo negro, brillante como el regaliz, graznaba sin cesar. Acarició la colcha de ganchillo, rozó al hacerlo la bolsa de las labores y se dutovo. Había un trozo de papel escrito con legra negrita y angulosa entre la lana jaspeada.
– ¿Qué es esto?
El se encogió de hombros.
Desplegó el arrugado papel con cuidado. Había sobre él una lista de colores con marcas junto a ellos:
Azul marino marfil
Verde oscuro
En un costado había unos bombres garabateados: “Soli H., Sarah”.
Se detuvo. ¿Soli Hecht? El nombre desencadenaba preguntas sobre la fotografía codificada. Y lo que era aún más importante, se preguntaba qué le habría dicho a Lili Stein la fotografía.
De los nombres salían uns flechas. Dudó sobre si debía decir a Abraham algo sobre Soli Hecht.
– ¿Reconoce estos nombres?
Abraham pareció sorprenderse.
– No lo sé, quizá sean miembros de la sinagoga.
Antes de que pudiera decir más, alguien golpeó suavemente en la puerta abierta con los nudillos. Levantó la mirada y vio a una mujer de pelo blanco que le llamaba con la mano como disculpándose.
– lo siento.- Se movía con dificultad y sus manos eran nudosas-. Sinta te necesita. Han llegado más visitas.
Abraham asintió.
– Gracias, Raquel.-Se volvió hacia Aimeé-. Esta es Raquel Blum, la amiga de maman. ¿Por qué no habla con ella mientras yo voy con mi mujer?- salió para recibir visitas.
Raquel llevaba el pelo peinado en un moño tirante. Su vestido negro tenía un tenue olor a lavanda mezclado con alcanfor. Se hundió en la cama, con el cuerpo ligeramente encorvado. Suspiró al tiempo que se quitaba un zapato y se frotaba el pie.
– ¡Son los juanetes! El médico quiere operarlos, pero no, gracias, le he dicho que nada de pasar por el bisturí. Me han traído hasta aquí, así que me llevarán el resto del camino.
Aimeé asintió para mostrar que lo entendía.
– lili no tenía tiempo para los idiotas. Yo también soy así. He vivido en Narbonne hasta que mi hermana falleció el año pasado. Entonces decidí volver al Marais.
– ¿Cuánto hace que la conocía?- se atrevió a preguntar Aimeé.
Raquel entrecerró los ojos mientras pensaba.
– Demasiado.
– Raquel, ¿reconoce usted esta instantánea?- preguntó Aimeé al tiempo que se la pasaba.
– Mis gafas…¿dónde están? No veo nada sin ellas.-Raquel se hurgaba alrededor del cuello-.He debido de dejarlas en casa.
Aimeé le alcanzó un para de gafas de lectura que estaban sobre el secreter de Lili.
– Así está mejor-gruño Raquel-. Achicó los ojos para mirar a través de las gafas de Lili-. Ummm.…¿qué es esto?
– ¿Le resulta conocido, Raquel?
Su expresión se tornó melancólica.
– La plaza Georges-Cain. Hace muchísimo tiempo. Mucho, toda una vida.-Suspiró y señaló unas figuras cerca de un árbol-.Nuestro uniforme del colegio- Mire las batas-dijo señalando a una chica de espaldas a la cámara.
Raquel parecía agradecida de poder descansar los pies y ejercitar la lengua. Ahora frotaba con fuerza su otro pie.
– ¿Fueron usted y Lili untas a la escuela durante la guerra?
Algo ensombreció la mirada de Raquel y ella miró hacia otro lado. Aimeé conocía esa mirada, una mirada vacua que impregnaba los ojos de los ancianos cuando se mencionaba la guerra. Raquel se encogió de hombros y no contestó.
Aimeé se sentó en la cama junto a ella y sonrió.
– ¿Estaban juntas en clase?
– Lili era más joven que yo. Yo no tenía mucho que ver con ella.
– ¿No conocía usted a sus padres?
– Yo solo soy judía a medias-dijo Raquel-. ¿Se supone que tengo que conocer a todo el mundo? Desapareció mucha gente.
¿Por qué se mostraba Raquel a la defensiva?
Sintió un escalofrío, el mismo que había sentido cuando hizo la promesa a Hecht. Se acercó a la anciana y bajó la voz de manera confidencial.
– Raquel, ella la admiraba, ¿no es así?
Raquel parecía sorprendida, pero no le desagradó.
– No estoy segura…
Ella continuó.
– ¿Le he hecho pasarlo mal, Raquel? ¡ya sabe cómo idolatran las niñas a otras niñas mayores!
Raquel movió la cabeza ligeramente.
– Recuerdo a su padre vagamente. Regresó después de la guerra.
Aimeé se dio cuenta de que Raquel fijaba la mirada en la ventana precintada con la cinta que delimitaba la escena del crimen. A Aimeé empezó a latirle el corazón con fuerza mientras pensaba que había algo más.
– ¿Por qué tapó Lili la ventana con listones, Raquel?
Raquel mostró una expresión impertérrita.
– El invierno de 1943 fue un invierno frío. Nadi tenía carbón para la calefacción.
– ¿Lili tapó la ventana para mantener el calor?-dijo Aimeé-. Pero ella no estuvo aquí durante toda la guerra, ¿no?
– El agua se congelaba en las tuberías-dijo Raquel de manera inexpresiva.
Aimeé rezó pidiendo paciencia.
– ¿No le resultó duro a Lili quedarse aquií después de que se llevaran a su padres?
– Picábamos el hielo de las fuentes. Lo hervíamos para cocinar y para lavarnos-continuó Raquel.
– ¿Y Lili?
– Se quedó con el conserje. Abajo, cuando…-Raquel se detuvo y se tapó la boca.
Aimeé se inclinó hacia delante y agarró a Raquel del brazo.
– Siga, Raquel, ¿qué iba a decir?
A Aimeé le sorprendió ver miedo en los ojos de Raquel.
– ¿Por qué tiene miedo?
Raquel asintió y habló despacio.
– Usted piensa que solo soy una vieja tonta.
– No, Raquel, para nada.-Aimeé le agarró de la mano.
Finalmente, Raquel habló.
– Encontraron el cuerpo.
– ¿Un cuerpo? ¿Quiénes?-preguntó Aimeé. Sorprendida, se inclinó hacia delante. ¿Por qué no le había mencionado esto Abraham Stein?
– Ahí abajo, en el tragaluz.-Raquel estiró el cuello tanto como se lo permitió su espalda encorvada.
– ¿De quién era el cuerpo?
– Esa ventana daba justo ahí.
– Sí, Raquel, pero ¿quién era?
– Todo ocurrió en 1943-dijo ella.
Aimeé apretó los dientes y asintió.
– Sé que tiene que ser difícil hablar de la ocupación. Especialmente a los de mi generación. Pero quiero entenderlo. Déjeme intentarlo.
Raque se volvió hacia ella, atravesándola con la mirada.
– Usted nunca lo entenderá. Es imposible.
Aimeé rodeó a la delgada y encorvada mujer con el brazo.
– Cuéntemelo, Raquel. ¿Qué es lo que vio Lili?
– Teníamos que sobrevivir. Hicimos lo que teníamos que hacer.-El aliento rancio de Raquel le golpeó el rostro-lUna vez me dijo que había visto el asesinato.
– ¿Un asesinato que ocurrió en el tragaluz?-dijo Aimeé intentando mantener a raya su nerviosismo-. ¿Así que por eso tabicó la ventana?
Raquel asintió.
Aimeé deseó que los músculos de su rostro permanecieran inmóviles y mantuvo el brazo sobre los hombros de Raquel.
– Eso es todo lo que dijo. Después nunca habló de eso-dijo Raquel por fin-. No hay mucha gente que pueda acordarse. Demasiadas deportaciones.
– ¿Fueron los nazis?-dijo Aimeé
– Lo único que sé es que mataron al conserje de Lili.-Raquel movió la cabeza-. No es algo de lo que la gente hable.-Su mirada se mantenía en la lejanía.
– ¿Qué quiere decir, Raquel?
– Sólo Félix Javel, el zapatero, recordará las huellas de sangre…-Su voz se apagaba poco a poco, sumida en sus pensamiento-. Lo pasado, pasado está. No quiero hablar más.
Sinta, la mujer de Abraham, entró en el dormitorio pisando fuerte.
– Escuche, mademoiselle detective…-Separó los pies como para que sostuvieran sus anchas caderas y volvió a sujetarse el denso cabello negro con las peinetas de carey. Desde los pliegues del delantal descolorido le interrumpió un fuerte pitido-. Alors!-murmuró y sacó del bolsillo una Nintendo Game Boy. Pulsó varios botones y volvió a meterla en el delantal.
– ¡Salauds (cerdos) neonazis!- Tenía una voz sorprendentemente melódica, con fuerte acento israelí-. En la tienda nos acosan día y noche-continuó impasible- Lili siempre les chillaba para que se fueran. Me dijo que no les tenía miedo, pero supongo que tendría que haberlo tenido.
– ¿Era una banda? ¿Qué aspecto tenían?-preguntó Aimeé-. El húmedo frío traspasaba su chaqueta de lana. ¿Por qué no encendían la calefacción?
– Nunca les presté demasiada atención-dijo Sinta encongiéndose de hombros-. Yo cocinaba la repostería en la cocina de la parte de atrás y ella trataba con los clientes.
– Su marido mencionó que ella veía fantasmas-dijo Aimeé.
– sí, los viejos lo hacen.-Sinta puso los ojos en blanco mirando a Raquel, la cual asintió con complicidad.
– No hablo mal de los muertos, ella era mi suegra. Vivimos bajo el mismo techo durante trece años-dijo Sinta-. Pero tenía un carácter difícil. Ultimamente le había dado por ver fantasmas en todos los sitios: en el armario, por la ventana, en la calle…fantasmas.
– ¿Sombras?
Sinta miraba hacia otro lado, como si la estuviera despidiendo. Aimeé se levantó y la agarró del codo, forzando así a la mujer a darse la vuelta y mirarla directamente.
– ¿Qué ha querido decir con eso?-preguntó Aimeé.
Sinta hablo sin demasiadas ganas.
– Hablaba del pasado, veía fantasmas a la vuelta de la esquina.-Movió la cabeza y suspiró-. Imaginaba que algún colaboracionista había regresado y la había embrujado.- Sinta ladeó la cabeza y apoyó las manos en las caderas-. Un día se alteró tanto que al final le dije que me enseñara el fantasma, así que fuimos por la rue des Francs Bourgeois y la rue de Sévigné hasta ese parque de las ruinas romanas. Nos sentamos allí un buen rato, en silencio. Entonces parecía estar tranquila y dijo: “Al final, el círculo se cierra, siempre ocurre”, y eso fue todo. Ni una sola mención más a los fantasmas.
– ¿Los colaboracionistas?- dio Aimeé sorprendida.
Sinta recolocó un mechón de pelo que se le resistía.
– Sí, la vieja historia.
– ¿Por qué no la creía?-dijo Aimeé.
.Les Blancs Nationaux realizan pintadas y destrozan ventanas por toda la rue des Rosiers. Parece obvio.
Era la segunda vez que oía a alguien mencionar a Les Blancs Nationaux.
Sinta se detuvo y miró a su alrededor. Raquel había cerrado los ojos y en su boca abierta traqueteaban suaves ronquidos.
– Ultimamente Lili se había convertido en una paranoica.-Bajó la voz-. Entre usted y yo, no tenía muchos amigos. La pobre Raquel la aguantaba, pero nadie más. Vaya a investigar a esa gentuza, ahí es donde debería mirar.- Sinta suspiró-. Ya no tengo más tiempo para el pasado.
Sinta abrió el resquebrajado armario de madera de Lili con lo que se extendió un fuerte olor a cedro. Colocó una fladas negras y retiró a un lado un par de zapatos con el tacón recién arreglado, y la etiqueta del arreglo.
– Qué mala suerte. Acababa de recogerlos del zapatero.-Sinta movió la cabeza-.Todo esto irá para la venta benéfica de la sinagoga a favor de los judíos de Serbia.
– ¿Qué prisa hay, Sinta?
– Es hora de limpiarlo todo-dijo Sinta con determinación-. Se acabó el vivir en el pasado.
Cuando Sinta alcanzó la parte de atrás del armario, Aimeé vió un abrigo medio cubierto por un papel lamarillo con una vieja etiqueta de la tintorería que decía “Madame L. Stein”. El corte y la caída denotaban que era alta costura, pero la lana peinada, llena de pelusas negras, pareciía mñas bien una mezcolanza de los tejidos disponibles en la posguerra.
– Qué bonito- dijo
Sinta lo sacó del armario y lo tiró al montón.
Aimeé recogió el abrigo y miró a Sinta a los ojos al hacerlo.
– Quizá podría conservar este.
– ¿Por qué?
Aimeé lo miró melancólica. Su madre había llevado un abrigo como ese.
– ¿No tiene la impresión de que este abrigo pertenece a la época más feliz de su vida?
Raquel se despertó con un gruñido. Se le alegró la mirada al ver lo que tenía Aimeé en las manos.
– ¡Ay! La nueva imagen de Dior…¡1948! Lili me hizo un abrigo como este. El mío tenía lazos en la costura trasera.
– Shcmates!, ¡Trapos! Todo irá a la sinagoga. Los refugiados serbios utilizarán el paño. Se convertirá en algo útil y práctico, no en un recuerdo comido por las polillas.
Aimeé sentía que algo intensamente personal perteneciente a Lili Stein emanaba de ese abrigo.
– En lugar de eso, deje que me quede con el abrigo y haré una donación económica a la sinagoga. En honor a mi madre. Yo tampoco la conocí.
Sinta dio un paso atrás.
– ¿se supone que tengo que sentir pena por usted?-Refulgían sus ojos negros-¿Penar por una madre a la que no conoció?- Se plantó junto a Aimeé-. El mercado de mi compasión está cerrado. Mi madre nació en Treblinka. Por lo que a mí respecta, mentalmente nunca se marchó. No pudo abandonar el pasado. No paraba de rascarse en busca de piojos y mendigar pidiendo comida hasta en el kibutz en 1973…- Dejó de hablar al ver que entraba Abraham.
Le lanzó a Sinta una mirada furibunda.
– Ya está bien.- Recogió el abrigo y se lo entregó a Aimeé-. Maman no se lo había puesto desde hacía años. Cójalo.
– Gracias, monsieur Stein -dijo ella. Cogió unos cuantos periódicos hebreos del montón del rincón y envolvió el abrigo con ellos.
Escuchó la sonora voz de Sinta en el pasillo, elevada a proepósito para que ella pudiera oírla.
– No parece detective… ¿Por qué te has puesto del lado de esa shiksa, Abraham?
Con las palabras de Sinta en sus oídos, Aimeé volvió sobre sus pasos escaleras abajo. En el patio, los contenedores de basura bloqueaban el tragaluz. Los apartó a un lado haciendo lo posible por ignorar el olor a podrido. Dentro del espacio circular brillaba un débil haz de luz. La ventana condenada de Lili daba exactamente al lugar en el que ella se encontraba.
Mentalmente apartó el comentario de Raquel sonre las huellas de sangre para poder comprobarlo más tarde. Era hora de hacer una visita a Les Blancs Nationaux.
Jueves por la noche
– Cierre total- dijo el ministro Cazaux por lo bajo-. La Confédération Francaise du Travail (CFDT), los sindicatos de izquierdas, prometen bloqueos en las fronteras si se aprueba el tratado comercial.-Se encogió de hombros-. Por otro lado, los de la derecha son los que lideran el voto popular.
Hartmuth había aprendido técnicas para controlar su tartamudeo: una de ellas era apretar los puños. Era la que estaba utilizando ahora.
– Aquí un cierre es una tradición socialista-dijo Hartmuth con las manos en los bolsillos. Sabía quién ostentaba el poder real. El Parlamento pertenecía a la derecha, no a la DFDT-. Es solo una afirmación, y luego todo habrá acabado.
– Eso es cierto-asintió Cazaux-. Pero al principio habrá mucho descontento.
Se encontraban de pie bajo las lámparas de cristal en la parcialmente redecorada salle des Fetes del siglo XVIII en el palacio del Elíseo. En la cola del besamanos, Hartmuth se había dado cuenta, nervioso, de la manera en la que Cazaux lo examinaba con la intensidad del láser. No era capaz de escuchar los cambios de marcha en el cerebro de Cazaux en medio del tintineo de los cubiertos y el zumbido de las conversaciones. Como un astuto diplomático. Como el mismo Hartmuth.
Los altos ventanales daban al descuidado jardín trasero del Elíseo. En el salón des Ambassadeurs, cerrado por obras, el techo ornamentado se combaba de manera alarmante. Le había sorprendido ver el palacio, un símbolo nacional, en semejante estado, necesitado de reparaciones. En Alemania eso no se permitiría. Nunca había entendido a los franceses, y dudaba que ahora pudiera entenderlos mejor.
Al otro lado vio a Ilse, vestida de poliéster color beis, charlando amigablemente con la mujer de Quimper, vestida con un Versace a medida.
El vino, tinto y blanco, fluyó en abundancia. El picoteó su comida y no probó casi nada. Simulaba que la sala de banquetes decorada se encontraba en Hamburgo, y no en París. Quería creer que se encontraba en el Marais hacía que fuera más difícil aparcar los recuerdos. El domingo también fingiría, en la apertura de la cumbre, el gesto simbólico que le habían ordenado desde Bonn para crear armonía. Unter den Linden.
Se sirvieron quesos y frutas sobre una escultura de hielo con la forma de la Marianne, el símbolo de la República francesa, mientras la orquesta tocaba la marsellesa. Cazaux, con las mejillas encendidas, se situó a su lado. El maquillaje de televisión no podía disimular por completo su piel irregular. Le ofreció a Hartmuth una copa de champán.
– Tengo que hacerles un poco la pelota para pacificar a los conservadores. Es la única forma dijo Cazaux.
Hartmuth vaciló.
– En esencia, lo que estas provisiones validan son los campos de concentración para inmigrantes. Necesitamos volver a diseñar y pensar…
– Se producirán más revueltas si no se aprueba este tratado. Pero esto es solo el comienzo… El sonoro zumbido de las voces captó la atención de Cazaux y se detuvo. Se volvió hacia la multitud y sonrió-. Brindemos por una armoniosa relación de trabajo.
Hartmuth elevó la copa, que relucía a la luz de la lámpara de cristales colgantes. El fotógrafo los captó cuando levantaban sus copas en forma de tulipán, el uno al otro, para brindar.
Hartmuth estaba a punto de asaltar al fotógrafo cuando el flash se disparó de nuevo. Apareció la mujer de Quimper, ligeramente bebida y riéndose, y abrazó a ambos. Después de eso, todo fue confusión de felicitaciones y palmadas en la espalda.
Como consejero comercial, consolidaba las políticas, ostentaba poder, pero permanecía en la sombra, alejado del ojo público. Nunca había permitido que su rostro apareciera en los periódicos. Nunca.
¿Quedaría alguien vivo que pudiera recordarlo? ¿No se habían ocupado de ellos los convoyes que se dirigían a Auschwitz? Por supuesto, la cirugía realizada sobre su rostro quemado en Stalingrado, había cambiado su apariencia. A pesar de ello, estuvo preocupado durante el resto de la velada.
Esa noche, más tarde, se despertó y se dirigió a la ventana. No podía dormir. Todo lo relacionado con Sarah, muerto y enterrado durante tantos años, afloraba a la superficie.
Mientras miraba la place des Vosges, brumosos globos de luz brillaban a través de las ramas de los árboles, iluminando la verja de metal y las fuentes que escupían chorros de agua. Cada impulso le decía que hiciera lo que en realidad quería hacer. El lugar en el que se encontraban estaba muy cerca. Cuando cerraba los ojos lo veía de nuevo. Escondido bajo unas ramas, igual que en 1942 cuando ella se lo había mostrado. Cuando Sarah vivía, se había deslizado allí dentro y le había dicho, con sus almendrados ojos, que fuera…
Solo hubo un tiempo para un breve adiós antes de que embarcara a su tropa rumbo a Stalingrado en 1943. Atrapado en un campo para prisioneros de guerra en Siberia durante dos años, la nieve lo había dejado ciego y desesperado por la congelación. Hasta que los Hombres Lobo lo ayudaron a escapar, dándole una nueva identidad y un nuevo rostro.
Lo habían utilizado para sabotear e infiltrarse entre los aliados. Con su ayuda, había prosperado en la nueva Alemania. Lentamente habían ascendido a posiciones más poderosas e influyentes en el Gobierno de Bonn. Bonn estaba repleto de otros como él. A Hartmuth nunca le había importado demasiado. Estaba vivo, pero había perdido lo que de verdad quería: a Sarah.
Si los detectives franceses a los que había contratado a través de canales diplomáticos no habían podido encontrarla en los años cincuenta, ¿Cómo podía encontrarse aquí ahora? Probablemente la habrían fusilado por colaboradora, eso fue lo que dijeron., o le habrían afeitado la cabeza y la habrían enviado a un campo de concentración en Polonia, donde habría muerto.
Sacó un muelle oculto dentro de su maletín. Con mucho cuidado, extrajo un grueso sobre. Con las esquinas dobladas, y amarillento, por el tiempo, era todo lo que le quedaba de Sarah, además de un dolor que no desaparecía. Vació el contenido sobre el escritorio del hotel y comenzó a ordenar sus recuerdos metódicamente.
Después de siete meses de tenaz trabajo, la agencia de detectives parisina solo había encontrado estos documentos con olor rancio. Pero él siempre llevaba la foto rasgada, una descolorida instantánea sepia, con la mitad de su rostro, arrancada del álbum familiar, cuando el superior estaba distraído. El informe de los detectives constataba que los prisioneros no duraban mucho en los campos de trabajo polacos.
¿Qué no haría él por tener siquiera la oportunidad de visitar su tumba?- Hartmuth suspiró. Su pequeña judía le había hecho un hombre, y ella solo tenía entonces catorce años.
No podía soportarlo más. Tenía que ir a ver. ¿Por qué no? Quizá eso dejara que descansaran algunos demonios y fantasmas. Al dejar el vestíbulo, informó educadamente al portero que se quedaba con la llave. Se palpó el estómago y el portero sonrió con complicidad.
Se repetía una y otra vez que ella no estaría allí, por supuesto; todo eso ocurrió hace cincuenta años. Reflexionaba sobre el paso del tiempo mientras sus pasos resonaban por la estrecha rue des Francs Bourgeois.
Las únicas personas eran una pareja entrelazada que se reía y detenía cada pocos metros para abrazarse, hasta llegar a su portal y desaparecer en el interior. Siguió por la rue des Francs Bourgeois hasta que encontró el edificio que reconoció como la antigua Kommandantur donde él trabajaba.
Ahora era la oficina de correos del Marais. Giró a la izquierda y entró en el oscuro callejón empedrado que tan bien recordaba.
Una parte importante del Marais se encontraba surcada por cantones medievales y abigarrados patios como ese, húmedos y con olor a alcantarilla. Se detuvo a escuchar, pero no había nadie tras él. La única luz además de la de la farola era el resplandor amortiguado tras alguna cortina cerrada.
Hartmuth miró hacia arriba, pero no había ojos vigilantes como en el pasado, solo la salamandra de mármol tallada sobre la entrada al patio. Se le formó un nudo, aún mayor, en el estómago.
Recordaba muy bien la salamandra y a la familia que vivió detrás de ella. La policía francesa, a la que él supervisaba, los había hecho salir escaleras abajo con sus estrellas amarillas cosidas a los abrigos, mientras ellos protestaban y decían que tenía que tratarse de un error. La redada había tenido lugar durante el día, cuando ella estaba en la escuela. Pero los vecinos lo habían visto todo detrás de sus ventanas cerradas. El sabía que estarían vigilando. La furgoneta había estado aparcada justo donde él se encontraba ahora, bajo el arco de la rue du Parc Royal, con la salamandra de mármol esculpida y con el escudo de armas de Francisco I.
Ahora los edificios eran boutiques y modernas zapaterías en lugar de tiendas de especialidades kosher y talleres de ropa. Donde la calle se unía al retorcido callejón medieval de la rue de Payenne, Hartmuth inhaló lo más profundamente que le fue posible. Anduvo despacio sin hacer ruido y sintió que tenía dieciocho años. Suplicó a Dios que ella estuviera allí, aunque sabía que no podía ser. No estaba.
La plaza Georges-Cain aún estaba allí, la tumba arqueológica de París. Las columnas romanas se elevaban sin un diseño predeterminad, en el suelo yacían rosetas esculpidas y figuras de mármol se recostaban contra las paredes. Pero no tenía dieciocho años y no iba a reunirse con su amada, Sarah, escondida en las catacumbas. Se sentó y lloró.
Viernes por la mañana
Aimeé colgó el traje de pantalón en el armario del frío dormitorio. Aún se sentía herida por el comentario de Sinta. Pegó una patada al radiador que se negaba a funcionar hasta que, con un torpedeo, comenzó a soltar un chorrito de calor.
Su abuelo había arramplado con unos cuantos viejos ladrillos, durante la ocupación, y les había dado vueltas en la chimenea para retener el calor. Con ellos cubría su cama, los envolvía con las mantas y dormía calentito durante toda la noche. La pena era que la chimenea llevaba tapiada desde los años sesenta. Utilizó el busca para localizar a René, que la llamó por teléfono instantes más tarde.
– ¿Cómo puedo averiguar si un grupo llamado Les Blancs Nationaux…? René la interrumpió.
– Su página web es infame, no es para corazones sensibles.
– ¿Te importaría explicarte?- Escuchó el ruido de fondo de un suave gemido y golpes rítmicos amortiguados-. ¿Interrumpo algo, René?
– Ya podrías-rió él- Estoy en la lavandería de Vincennes y está centrifugando. Una prueba de que no puedo permitirme la limpieza a seco, como tú.
Lo malo era que ello ni siquiera podía permitirse recoger el único traje decente que tenía.
– Háblame de Les Blancs Nationaux.
– ¿A qué se debe el repentino interés?
– La nuera de la víctima los culpa del asesinato-dijo-. Morbier dijo que había una manifestación en las cercanías.
– ¿Me estás hablando de la anciana de los cincuenta mil francos a la que tatuaron la esvástica?
– Eres todo un Sherlock Holmes.
– Se dice que graban en vídeo las reuniones-dijo él.
– ¿Te refieres a que las cuelgan en internet?
– Solo para los verdaderos iniciados-dijo él-. Parte de un espantoso ritual para la hermandad aria en sus reuniones.
¿Serían Les Blancs Nationaux lo suficientemente duros como para grabar un asesinato? Solo existía una manera de adivinarlo.
Accedió a la guía telefónica de París a través de Minitel desde el teléfono de su casa. Les Blancs Nationaux aparecían con una dirección de la porte Bagnolet. Abrió al máximo las altas puertas forradas del armario y miró en su interior. Todavía tenía los disfraces de cuando trabajó con su padre. En algún lugar ahí dentro se encontraba el atuendo necesario para hacerles una visita.
La cazadora de su primo Sebastián, que afortunadamente había pasado de devolverle, colgaba junto a un disfraz de harén con velo púrpura. Junto al mono verde de limpiador de calles de París, detrás de un delantal de cocinero almidonado, blanco nuclear, encontró sus rasgados vaqueros negros de la boutique Thank God I’m a VIP, en la rue Greneta.
Abrió su estuche de maquillaje de teatro, una caja abollada que aún ocupaba todo un cajón de su cuarto de baño aunque no la había utilizado desde hacía años. Se dispuso a trabajar en su rostro. Una vez terminó, sacó la caja de las pelucas, llena de polvo, debido al abandono, bajo la cama y escogió una negra de su colección. La recortó y cepilló hasta conseguir el estilo que buscaba.
De su despacho le llegó el pitido y el zumbido del fax. Se inclinó nerviosa pensando qué podía pasar, esperando que fuera una actualización de algún impago que les permitiera hacer frente a los gastos del despacho del mes anterior. Cogió la hoja y se detuvo a medio camino. El logotipo era la dirección de un local con autoservicio de fotocopias y fax cerca de la Bastilla. El papel contenía solo una frase: “Deja tranquilos a los fantasmas o te unirás a ellos”.
Dejó caer el fax y se agarró al borde de la mesa para apoyarse, al tiempo que la imagen del grabado nazi sobre la frente de Lili se presentaba ante ella. Alguien pensaba que merecía la pena amenazarla y ella ni siquiera había comenzado a investigar.
– “Autoservicio” significa exactamente eso-le dijo el dueño del local de la Bastilla, sintiéndose acosado.
– Espere un momento-dijo Aimeé amenazante-. Aquí aparecen el día y la hora. ¿Quién envió este fax?
– Se meten los francos en la máquina y funciona-respondió él encogiéndose de hombros.
– Alguien está intentando matarme, Fifí- Ella se acercó aún más. Tenía el labio superior perlado de sudor-. ¿Quién ha estado aquí hoy?
– Con los empleados no se tiene casi trato, o nada.-El se retiró a la seguridad que le proporcionaba estar tras el mostrador.
Su rasgada cazadora de cuero se ataba con cadenas; llevaba los vaqueros rotos, negros, como soldados a sus piernas. Botas negras de motero son sonido metálico y una camiseta de tirantes con agujeros que mostraba tatuajes, completaban su atuendo. Por su pecho asomaba el símbolo de las SS y cruces de hierro, en medio de imperdibles, calaveras y esvásticas. Sus grandes ojos estaban perfilados de negro, a juego con su pintalabios púrpura. Y su peluca negra lucía una desaliñada cresta.
De todos modos, interrogó al otro empleado. Este pestañeó y le dijo que había estado demasiado ocupado. Pero si venía más tardes, podría preguntarlo Fifí todo lo que quisiera.
Desde la Bastilla cogió el metro hasta la porte Bagnolet. Durante el trayecto enumeró las personas que podían haber enviado el fax, desde cualquiera hasta unos pocos judíos viejos, además de Morbier, el cual sabía que estaba investigando el asesinato de Lili.
¿Podría haberla amenazado alguno de los que celebraba el shiva en casa de los Stein? ¿Quizá Sinta, encendida por la furia, le había enviado un fax amenazándola para que dejara en paz el pasado? No, cualquiera que fueran los sentimientos de Sinta sobre sus dotes para la deducción, ella no haría algo así. No tenía sentido, y fuera lo que fuera Sinta, instintivamente Aimeé se había percatado de su sentido práctico.
Encontró la avenida Jean Jaurès, un ancho boulevard con árboles a ambos lados. Todos los pueblos y ciudades de Francia tenían una avenida Jean Jaurès en memoria del famoso líder socialista y París no era una excepción.
Junto a la entrada principal de un sencillo edificio marrón similar a los demás, habían colocado junto a la ranura de la dirección, un trozo de papel con las siglas “LBN” mecanografiadas. Simple y anónimo.
Un timbre de metal sobre él decía “rez-de-chausée” (planta baja). No tendría que subir escaleras vestida con sus ajustados vaqueros. Un suelo de falso parquet conducía a lo largo de un pasillo fluorescente en el cual resonaban sus pasos. Sobre una puerta de madera había una nota escrita a máquina: “Vídeos gratuitos: ¡Conozca la historia real ¡!”
El olor a pintura fresca y a desinfectante la golpeó al llamar a la puerta. Abrió una mujer delgada vestida con un mono negro que la miró con el seño fruncido. Uno de los ojos grises de la mujer vagaba de un lado a otro. El otro miró a Aimee de arriba abajo.
– ¡Llega tarde!- dijo.
Desconcertada, Aimeé tomó aire y esbozó una media sonrisa. La frase elativa a unirse a Les Blancs Nationaux se evaporó en sus labios.
– No te quedes ahí-dijo la mujer con sequedad-.Entre.
Siguió a la mujer hasta una pequeña oficina amueblada de manera sencilla con mesas y sillas de acero.
– El tráfico. Esperabas…-dijo Aimée
– Que hubieras llegado hace veinte minutos-ladró la mujer. Se sentó y pareció estar más tranquila. E l ojo errante le temblaba menos mientras sus dedos golpeaban expectantes la mesa de metal de la recepción-. ¿Dónde están?
Aimée deslizó sus uñas púrpura en los bolsillos de los ajustados vaqueros. Se encogió de hombros y se rascó la cabeza.
– No empieces-dijo la mujer. Parecía estar tan enfadada como para escupirle.
Aimée se levantó de un salto.
– Mira, yo…
– ¡Ya fue suficiente la última vez!- interrumpió la mujer.
Definitivamente, esta esquelética mujer de ojos raros tenía una fijación.
Aimée escuchó ruidos en el pasillo.
Una expresión de alarma surcó el rostro de la mujer. Estaba aterrorizada, de eso Aimée estaba segura. La mujer se levantó de su silla como un resorte.
– ¡Se lo explicas tú!-dijo acercándose a la puerta a grandes zancadas. El frío miedo a lo desconocido recorrió las venas de Aimée. Ahora deseaba haber traído a René de apoyo.
La puerta se abrió de golpe. Un hombre alto con pelo rapado y oscuro que ensombrecía su cráneo empujaba una plataforma llena de cajas apiladas. Tras las cajas de cartón se vislumbraba su traje a raya diplomática.
– Acaban de llegar-dijo-. Hay más en el coche-dijo dirigiéndose a la mujer.
Ella se movió con rapidez.
– Te encargas tú de ella-dijo antes de salir.
El hombre levantó las cajas con un gruñido, las apoyó en el suelo y entonces vio a Aimée. Su rostro bronceado de marcadas arrugas contrastaba con sus brillantes y agudos ojos turquesa. Tomó un vídeo en un estuche de plástico de dentro de una de las cajas, se lo lanzó y comenzó a almacenar un montón de vídeos en una esquina.
Aimée leyó la reseña en el interior del plástico transparente: “Todo está aquí, vea la VERDAD, visite lo que llaman un campo de la muerte y vea el engaño perpetuado durante cincuenta años”.
– ¡Impresionante!-dijo ella.
El se volvió y le dedicó una mirada.
Ella palideció. En su muñeca lucía tatuajes con símbolos de las SS como si fueran brazaletes.
– Discutimos formas artísticas ideales, comparando el arte degenerado del presente y exponiendo mitos de la filosofía del siglo XX como la falacia de los campos de la muerte.-Señaló un cartel frente a ella.
Ella hizo como que estudiaba el eslogan del cartel: “Guía para reconocer los tentáculos sionistas en la literatura!”.
El extendió el brazo y lanzó un puñetazo, como si lo estuviera apuntando con una aguja.
– Nuestros cuerpos son templos arios y nosotros no fumamos hierba.-Sus helados ojos turquesa no abandonaban nunca el rostro de ella.
Pensó que no se le escapaba nada. Y daba más miedo que la recepcionista del ojo errante.
– No pasa nada. Estoy limpia, limpia de verdad-dijo con demasiado énfasis.
– ¿Quién ere?
Ella se encogió de hombros.
– Eso es lo que yo me pregunto.
– ¿Dónde están?.- A ella le entró el pánico. ¿Qué era lo que esperaban? ¿Qué pasaría si el verdadero mensajero llegaba mientras ella hablaba?
Sobre el escritorio que tenía tras él sonó el teléfono y contestó. Le dio la espalda y se puso a escribir en una libreta.
Si se trataba de alguien que llamaba para hablar sobre su supuesto asunto, entonces estaba en un serio peligro. Comenzó a estudiar los panfletos sobre los expositores de la pared al tiempo que se acercaba a la puerta poco a poco mientas él hablaba por teléfono. Casi había llegado a la puerta cuando el colgó el teléfono de golpe.
– No tan deprisa-dijo él-. Llévate estos- dijo al tiempo que el entregaba un montón de vídeos. Parecía estar más tranquilo-. Todo se ha reorganizado. Tráelos a nuestra reunión del sábado. En Montgaller, en el piso de arriba de ClicClac Vídeo.
– D’accord-accedió ella. Sacó su tarjeta-. Este es mi trabajo real.
Ahora él parecía incluso casi amable. La tarjeta rezaba “Luna, del Jardín del Sonido, Organización de Eventos/Gestión de sonidos, Les Halles”. Se trataba de una que había tomado de su fichero de alias.
De manera teatral se quitó el polvo de las manos y buscó la suya. Cuando intercambiaron sus tarjetas ella se dio cuenta de que sus manos estaban frías como el hielo. En su tarjeta se leía “Thierry Rambuteau, DocuProducciones” junto a una corta lista de direcciones de fax, correo electrónico y números de teléfono.
Se escucharon gritos procedentes del pasillo. Al oír el sonido del cristal al romperse y de los forcejeos, ella asió los puños americanos en el interior de los bolsillos de la cazadora de cuero. El rostro de Thierry permaneció como una máscara mientras unas carcajadas escandalosas resonaban en el vestíbulo exterior. La condujo hasta la puerta.
– Quédate a hablar con nosotros después de la reunión, Luna-dijo en un tono de voz diferente. Sus ojos azules brillaban con calidez-. Nuestra causa cambiara tu vida. Lo hizo con la mía.
Una posibilidad remota. Eso es lo que ella quería decirle. En el exterior, trozos de cristal se dispersaban en el suelo de parqué del vestíbulo. No había ni rastro de nadie, pero la puerta del cuarto de baño de enfrente se encontraba ligeramente abierta.
Ella salió a la luz del sol en la avenida Jean Jaurès con la curiosidad de saber lo que había ocurrido, pero a la vez satisfecha de poder marcharse. ¿Qué ocurría?
Esperó diez minutos y luego volvió sobre sus pasos y entró de nuevo en el edificio. Silencio. Un olor a cítrico flotaba en el pasillo. Habían barrido los cristales y habían cerrado con candado la puerta de Les Blancs Nationaux
¿Había descubierto Thierry Rambuteau que Aimée no era la persona por la que había tomado la esquelética mujer del ojo errante? ¿Y si le había seguido la corriente? Podría averiguarlo si Morbier la ayudaba.
Había dejado el abrigo de Lili Stein que olía a cedro en una taquilla de la estación con la intención de llevarlo a la tintorería. Se lo puso, cansada de la reacción de otras personas en el metro.
Pensó en Lili Stein y en su propia madre. La madre cuyo rostro permanecía borroso, flotando vagamente en los recodos de la memoria. Rodeó con los brazos el abrigo que cubría los tatuajes y el cuero negro.
– Maman-susurró en voz baja mientras arropaba su cuerpo con el abrigo.
Viernes al mediodía
– ¡Sarah!- Tras ella escuchó una voz aguda y risueña.La anciana se detuvo sonriendo y se dio la vuelta. Se dio cuenta demasiado tarde de que un grupo de niñas hablaban entre ellas, y no era ella a la que se dirigían. Nadie la había llamado así desde hacía cincuenta años. ¿Por qué había vuelto la cabeza después de todo este tiempo?
Llegó a la esquina y se quedó delante de los escaparates luminosos. Y, por primera vez en mucho tiempo, se dedicó a observar la forma en la que ella se aparecía ante el mundo. Mirándola fijamente se encontraba una mujer de sesenta y cinco años, de rostro delgado surcado de arrugas con marcados pómulos y unas bolsas de la compra repletas entre sus pies. No veía ni rastro de la Sarah que fue.
Se detuvo a tomar un café con leche en el Boulevard Voltaire frente a Tati, la tienda de oportunidades. Sobre la máquina de café colgaba un espejo de marco dorado rodeado de sobadas tarjetas de visita y viejos resguardos de lotería.
Marie, la regordeta dueña con delantal tomó aire.
– Has estado en las rebajas de Monoprix, ¿no?
Sarah asintió.
– Oui.-Atusó unos mechones sobre sus orejas, con cuidado de no estropear la peluca.
Marie movió la cabeza y mostró su aprobación mientras pasaba un trapo al mostrador.
– Yo quiero ir antes de que sea demasiado tarde; solo son una vez al año. ¿Quedan muchas cosas?
Sarah se las arregló para componer una cansada sonrisa mientras se ajustaba el pañuelo sobre la frente.
– No he podido llegar hasta el cuarto piso. Estaba demasiado abarrotado pero todavía tenían bastantes cosas para la casa, la gente no había empezado a pelearse todavía.
– ¡Ah!- suspiró Marie-. Eso es buena señal.-fue a fregar unos vasos en el otro extremo de la barra.
Sarah cogió un periódico de la balda. Le dolían las piernas como consecuencia de la tendinitis, y sabía que le resultaría difícil volver a incorporarse si se sentaba de nuevo. Disfrutaba de su café en la barra, por no hablar de los francos que se ahorraba por no tomarlo en una mesa.
Echó un vistazo al Aujoud’hui, a las fotos de las modelos y los famosos atrapados en diversos escándalos. Rara vez, si lo hacía alguna, leía los mezquinos artículos de literatura barata que aparecían debajo.
De repente, la taza se le resbaló de los dedos y el café con leche se derramó por todo el mostrador. Mirándola había un rostro que ella conocía.
¿Cómo podía ser? Sacó las gafas de leer del bolso y miró la fotografía con atención. La rariz era distinta, pero los ojos eran los mismos. Entonces, cogió un bolígrafo de su bolso y pintó de negro el pelo blanco. No podía creerlo. ¿No llevaba mucho tiempo muerto? Sin querer comenzó a temblar y a respirar como si le faltara el aire.
– Ça va? No tienes buen aspecto-dijo Marie cuando apareció con un trapo para limpiar la barra-Te encuentras mal, ¿no?
Ella asintió temerosa de decir la verdad. La horrible verdad.
– Ven a sentarte-dijo Marie conduciéndola a un reservado.
Los movimientos normales de andar y sentarse no hicieron que se calmara. Apoyó la cabeza en la pegajosa mesa cubierta de tazas y platos, respiró profundamente y cerró los ojos. Estaba tan segura de que había muerto. Cuando dejó de temblar y su respiración volvió a la normalidad, se levantó y volvió a poner el periódico en su lugar.
Tenía el aspecto de cualquier otro artículo que mencionaba el nombre de alguien importante en cualquier revista del corazón. Debajo de la fotografía la reseña identificaba a un hombre como Hartmuth Griffe. Utilizó de nuevo el bolígrafo y dibujó charreteras y una esvástica sobre la chaqueta negra que llevaba puesta y entonces lo supo. Era Helmut.
Viernes a mediodía
– ¡Llama a un taxi!-gritó René-. Nos han adelantado la cita para la prórroga de la declaración de impuestos.
– Espera un momento.- Aimée sujetaba fuertemente el teléfono móvil delante de la taquilla de la estación de metro-. Nuestra cita es…
– Estoy en La Double Mort-interrumpió él-. Mañana el departamento de Hacienda se toma un receso de un mes. Si no tenemos ahora la reunión, nuestro caso entra en demora y podemos exponernos a una multa de ochenta mil francos. ¡Nos han dado hora para el arbitraje dentro de cinco minutos!
Eso se comía el anticipo de Soli Hecht y más. No les quedaría suficiente en la cuenta para pagar el alquiler. Echó mano de un taxi.
Mientras subía corriendo las escaleras de mármol de La Double Mort, el tintineo de las cadenas de metal de la chamarra de cuero hizo que el portero emitiera un pequeño silbido. La dirigió una sugestiva mirada y meneó la lengua mientras pasaba la fregona a los escalones. A punto estuvo de patinar en el resbaladizo mármol y subió a trompicones escaleras arribas. El lascivo portero se le acercó como para hablar con ella.
– ¡Cuidado, que muerdo!-gruño Aimée
– bien-dijo él-. Es lo que me gusta.
– Pues ponte la vacuna de la rabia-dijo ella en un siseo.
Atrapada en su atuendo de skinhead, se arropó con el abrigo de Lili Stein. Un abrigo de alta costura perteneciente a una mujer asesinada, de los años cincuenta y que olía a naftalina, no era la apariencia más adecuada para una reunión con unos destripa-números.
Su imagen de vestida para matar habría sido más apropiada para hacer frente a un traje de raya diplomática. Se alisó el pelo, retiró el pintalabios oscuro y subió con cuidado el resto de las escaleras. En caso de duda, ¡actúa con descaro!
Unas pocas cabezas levantaron al vista desde sus escritorios cuando ella pasó como una exhalación en dirección a la sala marcada como “arbitraje”.
Cuando entró, el rostro sudoroso de René Friant mostró una mezcla de alivio y horror. Sus cortas piernas le colgaban del asiento. Todos y cada uno de sus centímetros retrocedieron cuando ella se sentó a su lado.
Ocho pares de ojos, todos masculinos, la miraron desde el otro lado de la larga mesa de madera. En cada sitio había un vaso de agua. Sobre una mesa cerca de ella se encontraban apilados cartuchos de tinta para la impresora, al lado de una vieja fotocopiadora. La mayoría de los hombres iban vestidos con traje gris. Uno de ellos levaba kipá.
– perdonen-dijo ella modosamente mirando hacia abajo-. Acaban de comunicarme que se había adelantado esta reunión.
Silencio.
El que llevaba el kipá la miró echando fuego por los ojos mientras se ajustaba los cortos puños de su entallada chaqueta.
– No veo registro de ingresos pasados en el informe recibido de Leduc Detectives-dijo sin apartar los ojos de ella-. Tampoco se mencionan deducciones.
Se remangó la camisa y ella vio descoloridos números tatuados sobre su antebrazo. Había estado en un campo de concentración, igual que Soli Hecht. Deslizó las manos cubiertas de tatuajes con los símbolos de las SS sobre su regazo.
El hombre a su izquierda se unió a la conversación.
– Estoy de acuerdo, superintendente Foborski. Yo tampoco he encontrado registros de lo que menciona.
Aquí estaba el superintendente, un superviviente de un campo de concentración, y ahí estaba ella vestida como una skinhead neonazi.
René le dirigió una furtiva mirada y puso los ojos en blanco. Bajo la mesa ella veía sus regordetas manos juntas en oración.
– Señor, esos registros…-comenzó a decir Aimée.
Pero el hombre junto a ella fue a coger su vaso, derramó el agua y de un golpe la tinta fue a caer a su abrigo. No importaba si fue un accidente o si lo había hecho a propósito. La tinta se convirtió en una gran mancha de color marengo que la cubría por completo.
Incluso fría y empapada, no estaba dispuesta a quitarse el abrigo. Probablemente los falsos tatuajes ya se deshacían por todo su pecho.
– Perdón, lo siento mucho-dijo él-. Deje que al ayude.
El abrigo de Lili Stein estaba destrozado. Ella intentó arreglar el desaguisado frotándolo.
– Insisto-dijo él tirándolo de la manga-.Podría ser tóxico.
– ¡Déjeme en paz. Monsieur!.- advirtió ella.
– ¿Esconde usted un arma, mademoiselle Leduc?- Los ojos del superintendente Foborski echaban chispas-. Si no se quita esa prenda, llamará a seguridad para que le ayude.
Dejó caer los hombros. Con cuidado, sacó los brazos del empapado abrigo, chorreante y con olor a lana mojada. Las esvásticas y los rayos resultaban claramente visibles a través de los agujeros de su camiseta de tirantes.
Ocho pares de ojos se concentraron en sus tatuajes.
– Todo esto no es lo que parece…
– Este comité no considerará ninguna petición sin los impresos adecuados-interrumpió Foborski-. Es imposible proseguir con las negociaciones. Considere sus impuestos en demora. La sanción se aplicará con carácter retroactivo junto con una multa de cinco mil francos.-Despachó el asunto con un movimiento de la mano.
– ¡No!-Aimée se levantó y lo miró a los ojos-. Lo que intentaba decir-comenzó a decir de manera pausada-, es que se le han enviado todos esos impresos.
Rebuscó entre los archivos de René y extrajo inmediatamente una hoja de color azul.
– Creo entender que es usted el superintendente Foborski, ¿no es así?-El asintió imperceptiblemente con fuego en la mirada.
– Su despacho aceptó y selló el acuse de recibo de este resguardo.- Aimée se acercó airosa a Foborski y le puso la hoja delante-. Guárdela. Tengo más.
– ¿Por qué no tengo una copia en mis archivos?-Le dedicó una mirada cargada de sospecha-. Tendré que hacer que lo autentifiquen.
Ya anteriormente había tenido que lidiar con la burocracia burguesa, por lo que estaba preparada.
– Aquí tiene una copia del registro de entrada en la que aparece la hora en la que los entregué, con el sello de la inspección de hacienda, por si le sirve de ayuda.
El miró el papel fijamente y movió la cabeza de un lado a otro.
– Lleve esto para que lo verifiquen-dijo a su colega.
Aimée regresó, se sentó y les dedicó lo que esperaba que fuera una sonrisa profesional.
– Como ya ve en el impreso, soy investigadora privada. Normalmente no tengo este aspecto, pero en el caso que me ocupa ahora…-se volvió hacia Foborski y volvió a mirarlo a los ojos-.el asunto lo requiere.
Aimée le entregó a través de la mesa su licencia de investigadora con el símbolo de color naranja. Se concentró en el siguiente par de ojos hostiles y habló de manera objetiva.
– ¿Podría ponerme en antecedentes sobre los puntos sobre los que mi socio y usted han negociado hasta ahora?
Después de una hora de negociaciones, René y ella bajaron por la escalinata de mármol, parcialmente triunfadores.
– Sólo una prórroga de siete días.-Miró a René pesarosa-. Necesitamos tres meses.
– Incluso con el anticipo de Hecht, no nos llega. Por supuesto, si los impagados saldaran sus cuentas, lo conseguiríamos.-René sonrió-. Pero tendríamos más posibilidades si compramos lotería.
Cerca de la salida de place Baudoyer, se sentaron en el banco de madre. René sacó su omnipresente ordenador portátil. Aimée dudó un momento ¿podría confiar en René?
Años después de la bomba, todavía se despertaba gritando como resultado de la misma pesadilla. Se veía reptando sobre los resbaladizos adoquines cubiertos de sandre entre los cristales rotos de la place Vendôme. Su padre le exigía enfadado que se diera prisa y compusiera sus chamuscados miembros para no llegar tarde al banquete de su premio.
– ¡Vite, Aimée, rápido!-decía su boca derretida y quemada-.¡No tengo ninguna intención de perdérmelo!
Se despertaba aterrorizada y echaba a correr por el frío y oscuro apartamento.
Solo una vez, en que había bebido demasiado Pernod, le había contado a René lo de la bomba y sus pesadillas. En este momento tenía que hablar con alguien en quien confiara.
– Necesito una caja de resonancia-dijo ella-. ¿Puedes escucharme?
El asintió y dejó sin abrir el portátil.
– Pensaba que nunca ibas a preguntármelo.
Le contó a René casi todo lo sucedido desde que Soli Hecht había entrado cojeando en su despacho. Ya le había contado su encuentro con Lili Stein.
– Me pregunto si Foborski asiste a la sinagoga del Templo de E’manuel, la que supuestamente me ha contratado-siguió hablando Aimée-. O si lo hace Abraham Stein.
– ¿Y? – díjo René-. No me imagino a Stein pidiendo a un feligrés de la sinagoga que te deniegue una prórroga en el pago de los impuestos.
– No, claro que no- dijo Aimée moviendo la cabeza-. Sólo que es extraño que Foborski no tuviera los impresos.
– Deja que te ayude.
Ella negó con la cabeza.
– Te estoy reservando para las tareas informáticas.-Sus habilidades como pirata informático eran lo mejor que ella había visto nunca, además de las suyas propias. Vio el rechazo en la miraba baja de René
– ¿Es porque soy pequeño?
– vale ya- Lo de tu tamaño lo superamos hace tiemplo. Eres mi mejor amigo.
– Y lo tuyo no es el tacto, Aimée-dijo René-. Aunque también tú seas mi mejor amiga. ¿Crees que si fuera alto podría ayudarte?
– Alors! Esto no tiene nada que ver con tu tamaño, René. El homicidio de Lili Stein no tiene que ver con nuestros habituales delitos corporativos.
.No me dejes fuera, Aimée
– Lo juré sobre la tumba de mi padre- repuso ella bajando la cabeza- Ahora ya te lo he soltado.
– juraste entregar algo a Lili Stein. Lo hiciste. Recuerda, soy cinturón negro-Le dio un codazo, orgulloso-.Y un buen apoyo
– No haces más que recordármelo-suspiró ella
– ¿Qué pasa con Soli Hecht?
– Dijo que nada de contactos
– Ven conmigo al gimnasio. Necesitas dominar todos los golpes de defensa personal posibles-
– Non merci-Le apretó la mano-. Voy a ver a Morbier. Ya tendrá el informe forense.
– ¿Qué es eso que tienes en tus uñas?
– ¿Te gusta? Se llama “decadencia urbana”. Mañana voy a una reunión de Les Blancs Nationaux
– ¿Por qué?
– Si asesinaron a Lili Stein…
– Necesitas que te cubran con esos tipos, Aimée-interrumpió él
Ella dudó Quizá no fuera una mala idea. Pero si era un montaje…Decidió que no lo expondría al peligro
– Te llamaré si te necesito.-Lo besó en las mejillas-. Presiona al contable de Eurocom, hazlo sudar. Te veo luego en el despacho.
Para ser un viernes por la tarde, la comisaría de policía parecía estar tranquila. Unas pocas mesas estaban ocupadas y la televisión atronaba con una vieja reposición de Hunter. La cabeza de Morbier apareció tras su escritorio al ver que Aimée se acercaba.
– he perdido el gancho de mis tirante-dijo, sonriendo avergonzado.
– prueba este.- Aimeé se quitó uno de los imperdibles de los vaqueros y se lo entregó-. Tengo muchos
Morbier se subió los pantalones y los sujetó con el imperdible.
– Aunque solo sea por eso, no voy a hacer ningún comentario sobre tu aspecto.-Sonrió y se sentó pesadamente en el escritorio.
Su padre habría dicho algo así.
– Verás, Morbier-comenzó ella-. Necesito un favor.
– Vale, ya sé que eres ya una gran chica-dijo él con excesiva formalidad-. Nuestra investigación permanecerá en lo estrictamente profesional-dijo guiñando un ojo.
Ella controló el impulso de hacer que se tragara el cigarrillo que le colgaba de la comisura de los labios. De repente jugaba a ser duro y a seguir todas y cada una de las reglas. Inmediatamente después se convertía en un viejo miedoso paternalista, incapaz de expresar sus sentimientos. Ella deseó que pudiera decidirse de una vez sobre el papel a jugar y que lo hiciera.
– me gustaría que me pasaras los registros telefónicos de Les Blancs Nationaux, las llamadas que han hecho y que han recibido-dijo ella-. Quiero saber con quién hablaba Rambuteau cuando yo estaba en el despacho.
– Rebobina: ¿quién es Rambuteau?
– Un nazi renacido que podría estar tendiéndome una trampa
– ¿Por qué?
Ella dudó
– Lo sabré cuando me infiltre en la reunión de Les Blancs Nationaux
Arqueó las cejas
– ¿Cómo has conseguido una invitación? No dejan entrar a cualquiera: el nivel de escoria es muy alto.
Ella se lo contó
– Quizá no debieras ir
– Ya es un poco tarde
Emitió un silbido
– Podría ser una trampa.
– Exacto. ¿Podrías conseguirme los números de teléfono?
Morbier apretó los labios
– Antes de hacer nada, sorpréndeme contándome el motivo real por el que te has mezclado en este jaleo Stein
– Quizá si creyeras en la actuación de la policía en el barrio y te hicieras amigo del rabí del Templo de E’manuel-dijo ella sintiendo cómo se le tensaban los hombros- no me habría llamado para hablar de los robos de Lili en las tiendas.- Se detuvo y se dio cuenta de que tenía que tener más cuidado: ¿Qué ocurriría si Morbier se le ocurría contactar con el rabí? Cambió el enfoque de la conversación-. Me gustaría ver el informe forense.
– A mi también-gruño Morbier-. De alguna manera, se encuentra perdido en el trayecto entre la Brigada de Investigación e Intervención, la Brigada Criminal y la Comisaría-dijo -Ya sabes, la típica rivalidad entre nuestro sistema de justicia a tres banda. Cualquiera de los otros dos preferiría dejar que alguien escapara antes de dejar que lo atrapáramos en la comisaría.
Para evitar que descargara su frustración en ella, intentó mostrarse comprensiva.
– ¿Por qué no trabajan juntas todas las ramas?-suspiró ella
– Las radios de nuestros coches patrulla ni siquiera tienen conexión entre ellas. La teoría de Napoleón sobre la división sigue evitando que nos unamos, en algún momento, para derrocar al gobierno
Ella sonrió
– Una idea interesante que explica el trabajo chapucero de la policía
– Supuestamente, los federales de la BII están llevando a cabo una operación encubierta-dijo él poniendo los ojos en blanco
Ella presentía que él se estaba calentando y lo comprobó lanzándole unos cuantos cebos en su dirección
– Por lo que a mí respecta, son todos unos payados. Pero tú nunca me has oído decir eso
– En otras palabras, que tenga cuidado con no pisar a nadie en su territorio-dijo ella.
– Es una forma de decirlo-dijo él. Abrió el cajón de su escritorio y sacó las fotografías de la escena del crimen y una bolsita de plástico que balanceó frente a sus ojos. Mezclado en su interior, había suciedad, trocitos diversos y hojas
– Voilà.
Ella intentó cogerla, pero él al deslizó tras su espalda
– Mi comisario se ha mostrado extremadamente interesado en este caso.-Agitó el grueso dedo en su dirección-. ¿Lo compartimos todo, Leduc?
Haría que pagase cada partícula de información. Se mordió la lengua para no responder de manera desagradable.
– D’accord.
Sacó dos pares de pinzas, máscaras de gasas y bolsas estériles de plástico. Aimée se puso una máscara. El limpió la parte superior de la terminal del ordenador con su brazo, extendió periódicos, y vertió el contenido de la bolsa.
– ¿Dónde encontraron esto tus hombres?
– Tú me lo dirás-dijo achicando los ojos
Ella recordó las astillas en la palma de las manos de Lili Stein y la esvástica carente de sangre
– ¿Quieres decir que la mataron en el tragaluz?
El asintió
– Existe la evidencia de lucha: moratones en el antebrazo, marcas lineales en la punta de los dedos como resultado de la cuerda, trocitos de cemento debajo de las uñas, rasponazos hechos con el metal de los tornillos de sus muletas. Todo apunta a que el criminal la arrastró escaleras arriba.
Aimée pensó que había sido una lucha en toda regla. Se inclinó y olió a tierra húmeda del montón de hojas con suciedad incrustada. Cogió las pinzas y recogió un trocito de papel embarrado cubierto de números. Con cuidado, levantó una hebra de lana jaspeada, luego un turbio cilindro de plástico del tamaño de un céntimo. Observó todo ello con atención. Cogió también el abultado botón rosa de la bolsita. Aimée dio la vuelta a la bolsita y señalo las dos letras C entrelazadas en el botón.
– Qué extraño-dijo-. Lili Stein no parecía ser de las del tipo que usan Chanel.
– ¡Ajá!-suspiró él profundamente-. El asesino iba vestido de Chanel y perdió un botón durante el forcejeo al arrastrarla escaleras arriba- Morbier dio unas vueltas al voluminoso botón- ¡Un asesino de diseño!-dijo sonriendo.
Ella lo ignoró.
– Suponiendo que esa lana es de Lili Stein, ¿dónde están las agujas de tejer? ¿O la bolsa en la que llevaba la labor?
Y ¿qué ocurría con el nombre de Soli Hecht en el costurero de Lili, la foto o el amenazante fax? No mencionó a Morbier nada de esto, especialmente porque Morbier había mencionado a la BII federal, el brazo fuerte del Gobierno. Se figuraba que Hecht no quería que se involucraran los flics debido al recelo innato que sentía hacia ellos. Pero quizá albergaba sospechas de corrupción.
– ¿Habéis comprobado los cubos de la basura, los públicos y los particulares?-preguntó ella.
– La basura, qué curioso-dijo él. Morbier puso cara larga y consultó sus notas-. Esa mañana se había recogido la basura y acababan de vaciar el contenedor del hotel.
Inclinó la cabeza a un lado.
– ¿Qué hotel?
– El cercano hotel Pavillon de la Reine.-Ella había oído hablar de este exclusivo hotel, galardonado con múltiples estrellas en la guía Michelín.
– ¿Y esto?-Señaló el trozo de papel de la bolsa-.¿Cómo de cerca del cuerpo estaba esto?
– La unidad de la escena del crimen anotó que se encontró a la entrada del patio-dijo él
– Mira los números. Parece un recibo. Deja que haga una copia-dijo ella-. Y me gustaría llevarme prestadas las fotografías.
El asintió.
Ella cogió una tira estéril de Saran Wrap, la puso sobre la bandeja de la fotocopiadora, tomó con las pinzas el trozo de papel y lo depositó. Entonces puso sobre él otra tira estéril, bajó la tapa y pulsó “Copiar”
El borde rasgado contenía un número, como si fuera la parte inferior de un recibo. Decidió comprobar las tiendas cercanas al callejón.
– Gracias, Morbier.-Vio una trinchera estilo Colombo con el forro parcheado colgada de un gancho-¿Es tuya?
Morbier meneó la cabeza
– Estoy de guardia. Infórmame si averiguas algo
– ¿Crees que a alguien le importará si cojo prestada la trinchera durante un tiempo?-dijo ella
– Siéntate como en casa. Tus tatuajes seguro que ofenden a cualquiera de cualquier signo
– Es lo que intento-dijo poniéndose la gabardina
En el exterior de La Double Mort, Aimée pasó entre un grupo de gente que obstruía un lateral de la rue de Francois Miron. Judíos ortodoxos jasídicos vestidos de negro se agrupaban junto a mirones con traje y vaqueros.
– Nom de Dieu, Soli Hetch!-oyó que aullaba una mujer.
Aimée se entremeció al escuchar el nombre de Soli
Una ambulancia que se encontraba atravesada sobre la acera un poco más adelante emitía destellos de luces rojas. Se arrebujó en la trinchera y echó a correr. Consiguió llegar hasta la esquina antes de que arrancara la ambulancia. Asistentes con batas blancas metían una camilla por la puerta trasera. En un rápido vistazo, pudo ver un bulto tapado con una manta tras las puertas que se cerraron con un chasquido. La sirena resonaba al alejarse sobre los adoquines y aceleraba calle Geoffrey l’Asnier abajo en dirección al Sena.
Movió la cabeza preocupada delante de la estrella de bronce de seis puntas sobre la verja del Centro De Documentación Judía Contemporánea.
Dos hombres conversaban junto a ella en yiddish. Ambos vestían los característicos sombreros negros de ala vuelta; uno de ellos tenía barba y los cortos pantalones del traje del otro apenas le llegaban hasta sus calcetines blancos.
– ¿Qué ha ocurrido?-preguntó
– El autobús de la Bastilla ha atropellado a Soli Hecht-dijo el de la barba pasándose al francés. De su bolsillo sobresalía una revista hebrea
– ¿Un accidente? ¿Está bien?-dijo ella
El hombre de la barba se volvió hacia ella y se encogió de hombros.
– Es difícil saberlo, pero no le han tapado la cabeza con la sábana. No ha venido la Panier à salade-dijo refiriéndose a la furgoneta azul que recogía los cadáveres-. ¿Un accidente? Si cree que fue un accidente…-dijo sin acabar la frase.
Sorprendida, retrocedió hasta apoyarse en el muro de piedra.
– Pero es un anciano…-Su voz se fue apagando mientras ellos se alejaban.
El hombre de la barba la miró por encima del hombro.
– ¿se detienen alguna vez las recriminaciones?
En ese momento ya se había dispersado la multitud y vio los adoquines manchados de sangre a sus pies. La recorrió un escalofrío. A Lili Stein la habían asesinado a una distancia de no más de tres bloques.
El Centro de Documentación Judía Contemporánea, de aspecto institucional, se encontraba cerca del Sena. Un monumento en memoria de un mártir judío desconocido llenaba la entrada. Aimée pasó de largo a grandes zancadas para dirigirse al muelle de gravilla.
Recordó los sobres en el secreter de Lili Stein dirigidos al Centro, la lista de su labor con el nombre de Soli H. Sobre todo pensó en las palabras de Hecht. Ella había puesto la foto en manos de Lili Stein. Pero era demasiado tarde. ¿Qué es lo que hacía saber a Hecht que estaba en peligro?
La inquietud la devoraba. Primero Lili, ahora Soli
Las palomas se agrupaban cerca de sus pies a la espera de unas migas de pan cuando ella sacó su teléfono móvil. Sus pasos lanzaban la gravilla de un lado a otro y el Sena del color del peltre fluía perezoso junto a ella. Espantó a las palomas mientras Morbier contestaba.
– Acabo de ver que metían a Soli Hecht en una ambulancia-dijo ella-. Se rumorea que lo han empujado bajo un autobús.
Aimée quería escuchar la versión oficial de boca de Morbier. Ver si la policía tomaba como un accidente o como un intento de homicidio.
– Alors!-repuso Morbier-. ¡Alguien se tropieza delante de un autobús y me llamas a la comisaría! ¿Alguien ha visto como lo empujaban? ¿Qué me dices? También nos vendrían bien un criminal y un motivo. Voilà, entonces ya tienes algo.
– Solo estaba compartiendo información.-Cortó la comunicación.
No le gustaba nada todo esto. No le había gustado desde el principio. No olía nada bien, como diría su padre. Entró en la plaza asfaltada del Centro para preguntar si Soli había estado allí o si alguien había notado algo. Sobre el monumento habían sido grabados los nombres de campos de la muerte. Los miró entristecida al ver la larga lista: Auchwitz, Belzec, Bikenau, Chelmno, Revensbuck, Sobibor…Muchos lugares de los que nunca había oído hablar.
Sobre una placa apoyada debajo estaba escrito: “No olvidar nunca”. En letra negrita.
“No olvides nunca”. Eso es lo que había dicho Lili Stein a su hijo, Abraham. ¿Qué quiso decir Lili? Aimée se preguntaba si eso era lo que la había matado.
El interior del edificio de cinco pisos mezclaba la arquitectura de los años cincuenta con anónimas características de alta tecnología. Sensores de alarma último modelo y cámaras de alta definición se encaramaban en las hornacinas de mármol por encima de ella. De la pared de la austera recepción colgaba un directorio con los servicios del Centro en diferentes idiomas.
Una joven bajita con una gruesa trenza morena que le caía por la espalda de su camisa vaquera, salió a saludarla. La etiqueta rezaba “Solange Goutal. Administrativo”
– ¿En qué puedo ayudarla?- Tras las gafas sin montura sus ojos estaban hinchados
Aimée le mostró su carnet
– ¿Sabe que Soli Hecht se ha visto implicado en un accidente delante de este edificio?
– Vaya, sí-Dijo Solange. En su rostro se leía la angustia-. He hablado con él cuando salía
Aimée esperaba que no se le notara la sorpresa
– ¿Cuándo ha sido eso?
– ¿Es usted de la policía? Muéstreme su carnet de nuevo-dijo Solange.
Aimée mantuvo una sonrisa profesional. Podía ser que esta mujer fuera la última persona que había hablado con Soli antes del accidente.
– Soy detective privado. Estoy investigando el asesinato de una mujer judía cerca de aquí.
– Por supuesto, quiero ayudar, pero ¿qué relación puede haber?-dijo Solange. Sacó un mouchoir de encaje del bolsillo y se sonó ruidosamente la nariz.
– Mi trabajo consiste en eliminar las coincidencias para encontrar pistas sólidas y poder reconstruir un caso-diojo Aimée, frustrada al ver que Solange era de las curiosas.
Solange arrugó los ojos.
– Ya veo.-Pero Aimée veía que eso no era así-. Unos vándalos prendieron fuego la semana pasada a nuestra estrella de David. Les Blancs Nationaux no lo han reivindicado, pero no me sorprendería que fueran ellos.
– Es difícil saberlo- Aimée apretó los dientes, pero siguió sonriendo. Quería que esta mujer contestara sus preguntas, no que le planteara más-.Hábleme de Hecht.
Bueno, necesitaba ayuda para bajar las escaleras debido a su artritis.-Señaló la escalinata curvada de mármol-. Le he ayudado a ponerse el abrigo. Si podía, yo siempre ayudaba a Soli. Su trabajo es muy importante.-Sonrió con tristeza.
– ¿Ha visto usted el accidente?
Se sorbió la nariz intentando no llorar
– Yo estaba de espaldas, desactivando el sistema de seguridad-dijo ella-. He oído el chirrido de los frenos y luego un golpe seco. He salido corriendo, pero…-Cerró los ojos
– ¿Desactivó usted la alarma después de que saliera Soli Hecht?-dijo Aimée. No tenía sentido-. ¿Por qué?
– Cuando Soli está involucrado en algún proyecto, trabaja aquí a cualquier hora. Cerramos los viernes a mediodía para el Sabbat. Sin embargo, hoy he venido a terminar un trabajo para los actos en recuerdo de los deportados. Soli ha llamado a la oficina, así que he desactivado la alarma y lo he dejado entrar. Luego la he reactivado, pero se ha quedado muy poco tiempo. Para dejarlo salir he tenido que volver a desactivarla. Al hacerlo, se me ha olvidado desactivar el código de alarma de su oficina
– Pero yo acabo de entrar-interrumpió Aimée
– Culpa mía.-Solange movió la cabeza-.Se suponía que tenía que haber vuelto a activar el proceso. Pero es difícil acordarse
– ¿El tiene acceso especial?-preguntó Aimée
– ¡Claro!-Solange parecía sorprendida-.Soli consiguió el permiso del distrito cuarto para este solar. Su fundación conserva una oficina en el piso de arriba. Ya que los judíos vivieron y murieron en el Marais, aquí debe mostrarse su historia, tal y como él siempre dice. Pero hacía meses que no le veía. Esta semana ha sido la primera vez en mucho tiempo
Sorprendida, Aimée se dio cuenta de que esta información cuadraba si es que su reciente contacto con Lili tenía que ver son su trabajo en el Centro
– ¿En que se encontraba trabajando?- preguntó, intentando mantener su excitación a raya
– Eso es información confidencial-dijo Solange. Echó un vistazo a su reloj-. Tengo que cerrar el Centro
– ¿Hay alguien en su oficina con quien pueda hablar?-preguntó Aimée
– Solo Soli podría decirle algo de eso. Hoy no hay nadie más
¿Por qué se negaba Solange a hablar? Al parecer, habían atentado contra la vida de Soli, así que ¿por qué preocuparse por la confidencialidad?
– Solange, necesito saber algo del trabajo en el que estaba involucrado
– Ya le he dicho que es confidencial-cortó ella
Hecht había entregado cincuenta mil francos para encontrar al asesino de Lili Stein, y ahora lo habían herido. Tenía que haber alguna relación con la fundación Hecht, pero ella no podría averiguarlo si esta rastrera con trenza continuaba bloqueándole el camino
– Más vale que su director sea de más ayuda.-Se inclinó acercándose más a Solange
– Está ocupada con el homenaje a los deportados en el monumento, pero estará aquí el domingo.-Solange se echó hacia atrás hasta apoyarse contra el mostrador de madera de la recepción al que habían sacado brillo.
– Y ¿qué que pasa si Soli no llega a mañana y usted ha obstruido mi investigación? ¿Le gustaría tener eso sobre su conciencia?
A Solange le temblaba la barbilla
– No soy yo la que pone las reglas, lo siento
– Contésteme a esto-dijo Aimée cruzándose de brazos-. ¿Hizo Soli hoy algo diferente a otros días?
Solange dudó por un instante mientras se retorcía los dedos
– Su artritis reumatoide había empeorado. Tenía dolores constantes-dijo, para después suspirar-. Por eso me pareció algo extraño
– ¿Extraño?-dijo Aimée, en alerta por el cambio de tono en la voz de Solange
– Que estuviera en la parada de autobús-dijo Solange de manera inexpresiva-. Me dijo que iba a coger un taxi para ir a casa
Aimée forzó los músculos de la cara para que se mantuvieran estáticos y pudiera ocultar así su excitación. El sentimiento sospechoso que le causaba Solange se evaporó
– ¿Ha comunicado el accidente a la policía?
– ni siquiera han respondido cuando los he llamado. Me dijeron que llamara a emergencias. Es un hombre especial. No me parece justo
En el exterior, Aimée miró la apagada mancha parduzca sobre la calle adoquinada. No tenía ningún sentido que Hecht, el cual sufría de continuos dolores, esperara en la parada del autobús cuando había dicho que cogería un taxi. De alguna manera tendría que retirar la tierra que cubría toda esta maraña, adoquín por adoquín si hiciera falta.
Viernes por la tarde
– ¿Dices que Soli Hecht está en coma?-preguntó Aimée a Morbier de pie frente a su escritorio-. ¿Despertará?
– Traumatismo severo. Lesiones internas.- Morbier se encogió de hombros-. Pero no soy médico.
– Si despierta, ¿puedes arreglarlo para que hable con él?-dijo ella.
El sonsonete de France2 en el televisor de la sección de Homicidios. En la pantalla, manifestantes furiosos desfilaban frente a las verjas del palacio del Elíseo cerca de un reportero que intentaba en vano entrevistarlos.
– Ya veremos. Tiene ochenta y tantos años. Ya es sorprendente que su corazón siga bombeando. También hay vigilancia las veinticuatro horas del día- añadió Morbier
El corazón se le aceleró. Había algo demasiado extraño en todo esto
– Espera un momento. ¿No se trataba de un accidente? Cuando te he llamado, ni siquiera lo estabais investigando…
Morbier la cortó
– Yo no he sido. Órdenes de las altas esferas
– Y eso quiere decir…-preguntó ella
– De arriba. Ya no es mi dominio. Se nos ha ordenado a mis hombre y a mí que salgamos de la investigación por motivos de seguridad y por precaución. Y tú también.- Miró a Aimée fijamente
– un momento.- odiaba que se lo dijeran de tercera mano-. ¿Incluye esto el caso de Lili Stein?
– Le han asignado a la BII los distritos tres y cuatro-dijo él
Había ignorado la llamada de emergencia de Solange Goutal, pero Soli había sido puesto de repente bajo vigilancia en el hospital, entonces había algo más de lo que parecía a simple vista. Por lo menos, de lo que ella veía.
– ¿No te encargas ya de este caso?
El movió un dedo, manchado de nicotina, en su dirección.
– Limítate a tus ordenadores, Leduc. Esto es todo lo que necesitas saber.
– Y ¿qué hay de eso de conseguirme los teléfonos marcados desde la oficina de Les Blancs Nationaux?
– No puedo ayudarte-dijo él moviendo la cabeza
Típica evasiva gala. Eso es lo que ella pensó. Los franceses habían perfeccionado el arte de nadar entre dos aguas. Enmarcó el cigarrillo que sostenía entre el pulgar y el dedo corazón con la palma de la mano y pegó una larga calada. Sus pobladas cejas lucían elevadas sobre su frente.
– Cuéntamelo, Morbier-dijo ella. Le salió de manera más íntima de lo que ella pretendía.
– Es la primera vez en veintiséis años que me han retirado de un caso.-Miró su mesa con expresión amargada e ignoró el tono de su voz.-Si te sirve de consuelo, a mí tampoco me gusta.
Sintió que le hervía la sangre, pero le dio las gracias y se marchó
El tráfico de la tarde se había detenido en la rue du Louvre mientras caminaba hasta su despacho. Su cabeza daba vueltas en torno al comentario de Morbier y anhelaba un cigarrillo.
En lugar de ello, compro una baguette en la boulangerie junto a su edificio. En el pequeño supermarché escondido al otro lado, escogió queso de cabra, tapenade local (pasta para untar hecha de aceitunas negras y anchoas) y una botella de Orangina. Saludó con la mano a Zazie, que hacía sus deberes junto a la ventana del Café Margritte.
Mientras subía las gastadas escaleras hasta su despacho decidió que tenía que seguir investigando, independientemente de lo que dijera Morbier. Podrían atropellarla, pero nadie le diría lo que tenía que hacer.
Dentro de la oficina le saludó Miles Davis olisqueando nervioso la bolsa de la comida. Había pasado la noche con René. Le dio unos restos traídos de la carnicería para que comiera. El único rastro de René era un mensaje pegado con celo a la pantalla de su ordenador: “Más tarde”.
Miles Davis se quedó dormido cerca de la calefacción y de la silla de René. Aimée vertió la Orangina en una copa de vino de cristal Baccarat que le había quedada de su abuelo. Untó el queso y la tapenade dentro de la crujiente baguette y se puso a comer.
Cuando terminó, pegó con cuidado la fotografía y el trozo rasgado que había encontrado en el dormitorio de Lili Stein. Escaneó la imagen completa en su ordenador, mejoró su calidad digitalmente e imprimió una copia.
Aimée colocó esta imagen entre las fotografías extendidas de la carpeta de la policía y de sus propios archivos. Luego, las clavó con chinchetas sobre la pared en orden cronológico y buscó conexiones con la esvástica.
Las miró con atención a través de una lupa. Las fotografías en blanco y negro lo envolvían todo en un pasado intemporal. Cada instantánea mostraba una escena diferente, pero todas eran vistas del Marais. Reconoció el café, Ma Bourgoyne, al que acudía a menudo. Un grupo de nazis calzados con botas bebían sentados en una mesa en un rincón. Junto a ellos, mujeres con el cabello peinado a lo Pompadour y que llevaban calcetines blancos y zapatos Merceditas, formaban una fila con las cartillas de racionamiento en las manos.
Otra fotografía mostraba la Kommandatur local en la rue des Francs Bourgeois, con nazis armados montando guardia ante las pesadas puertas de madera de la entrada. casi se le cae la copa de Orangina.
Sobre las banderas que ondeaban en la Kommandatur, las esvásticas tenían los bordes redondeados, exactamente igual que la que habían grabado en la frente de Lili Stein.
Miles Davis gruñó y alguien llamó con fuerza a la puerta de la oficina. ¿Se le habrían olvidado las llaves a René? Cogió la Glock de 9 mm para la que carecía de permiso y la metió en el bolsillo trasero de sus vaqueros.
– ¿Quién está ahí?-dijo
Le llego el sonido amortiguado de una voz detrás de la puerta
– hervé Vitold, de la BII
– Muéstreme su identificación
Tras la mirilla pudo ver un carnet de identificación con fotografía y plastificado, perteneciente a la Brigada de Investigación e Intervención.
– Un momento.- Juntó las fotos de cualquier manera y las deslizó de nuevo dentro de un gran sobre en su cajón
Aimée nunca había visto un traje de Saville Row, pero se imaginó que el hombre con aspecto de nórdico que tenía ante ella vestía uno. Probablemente también llevaba una camisa a medida de Turnbull and Asser
– Claro-dijo él. Su cabello rubio claro brillaba a la luz de la iluminación del pasillo, pero sus rasgos permanecían ocultos-. ¿Mademoiselle Leduc?
Aimée asintió sin dejar de apoyar la mano en el seguro de la pistola
– No tengo cita, pero me gustaría disponer de media hora de su tiempo. A cambio de una compensación considerable, por supuesto-dijo él.
Aimée abrió la puerta y le dejó pasar. Trató de parecer lo más profesional posible a pesar de sus vaqueros demasiado ceñidos y su camiseta de Astérix contra los romanos. Le llegó un tufillo a algo caro, trufado de lima.
– Entre y tome asiendo, por favor. Estaré con usted enseguida- dijo
– Hervé Vitold.- Le tendió la mano mientras ella le conducía al interior de su despacho-. Administrador de seguridad.-Tenía los ojos de un color verde dorado y un lujoso broceado para ser noviembre.
– Siéntese, por favor-dijo ella, sorprendida al ver que no llevaba uniforme
El se inclinó hacia adelante, sacó una chequera de piel y le dedicó una sonrisa resplandeciente
– Sus honorarios, por favor. Quiero ser el primero en tratar el asunto.
Aimée se preguntó por un momento por qué un tipo recién salido de Gentlemen’s Quarterly y perteneciente a los federales del BII iba a entrar en su oficina e iba a querer pagar por hablar con ella
– Quinientos francos por media hora-dijo ella casi de inmediato
Pero como del dicho al hecho va un trecho, ahora se vería si ese hombre atractivo vestido con un traje caro iba en serio o bromeaba.
Acto seguido, él sacó una pluma Montblanc, rellenó la cantidad y lo deslizó por encima de la mesa, rozando por un instante la punta de sus dedos. Ella hubiera jurado que sus dedos carnosos de arregladas uñas se detuvieron unos segundos más de lo necesario. A pesar de encontrarse conmocionada por haber recibido semejante cheque, no reaccionó. Su mente no se apartaba de sus rizadas pestañas rubias y del verde de sus ojos. Ignoró conscientemente una señal de peligro que destellaba en su cerebro: Demasiado bueno para ser cierto.
– ¿En qué puedo ayudarle?-dijo con una sonrisa
– En primer lugar, permítame decirle que le agradezco que me dedique su tiempo. En un negocio como el suyo…- En este momento abarcó con un gesto la oficina, no exactamente un hervidero de actividad-. Y con una apretada agenda, seguro.-Esbozó una brillante sonrisa-. Pero iré al grano, ¿le parece?
– De lo suyo gasta
– Mi departamento se ocupa de servicios preventivos, una especie de unidad de campo fuera de La Défense-dijo él
Adelante, chica, hazle la pregunta.
– Siento interrumpirle, pero no sé mucho sobre seguridad gubernamental. ¿No llevan uniforme?
Otra vez la sonrisa.
– Nada de uniforme. Existimos y no existimos, no sé si me entiende. A ella le parecía que hablaban lenguas diferentes.
– La verdad es que no. Casi mejor que vaya al grano.
Un reflejo de diversión surcó su rostro
Las sombras se alargaban sobre las paredes de su despacho y ella se levantó para encender la luz
– Mais bien sûr-dijo él-. Un departamento especial en las afueras de Bourget y responsable de la lucha antiterrorista se ha hecho cargo del caso Stein. Nos ocupamos de todo lo relativo a los interrogatorios, la vigilancia y el seguimiento del caso.
Eso cuadraba con lo mencionado por Morbier
– ¿Por qué?
– Dada la situación política actual y lo sensible del asunto, el Grupo Especial de la Policía considera que este ha de ser majejado con especial cuidado.-Vitold se retrepó en el asiento y cruzó la pierna en un preciso ángulo de noventa grados-. Este es un momento histórico. Finalmente, por primera vez desde la última guerra, los delegados de la Unión Europea se sentarán y firmarán un tratado que vincule a Europa. Nada debe hacer peligrar esto ni la operación encubierta que hemos montado para echar el guante a los terroristas decididos a destruir el proceso.
Demasiado bueno para ser verdad, de acuerdo.
– ¿Me está diciendo, digamos, que me mantenga al margen?-dijo ella.
– Mademoiselle Leduc, se lo estoy pidiendo.-Sus ojos brillaban divertidos para luego endurecerse-. Sé lo importante que es para su negocio en este momento conseguir una prórroga en la declaración de los impuestos, y no quisiera que nada interfiriera en ese proceso.
– ¿Es eso una amenaza velada?
El se levantó con una raya perfecta en la pernera del pantalón y una camisa que parecía aún sin una solo arruga.
– Vaya, vaya-cacareó condescendiente.
Ella también se levantó
– ¿Entra usted aquí, me extiende un cheque y pretende que me retire de un caso que ya me han pagado, amenazando con interferir en mis impuestos? ¿Quién se cree que es?
– Vitold, ya se lo he dicho, pero se me olvidó mencionar que su licencia de detective está a punto de caducar, ya que no la ha renovado.
– Mi licencia de detective es código naranja. Permanente y sin necesidad de renovación-dijo ella.
– Ya no
– Amenace a otra.-Le lanzó una mirada que echaba chispas al tiempo que hacía mil pedazos el cheque
El la agarró de las muñecas y la inmovilizó como si de una tenaza se tratara. Pequeños trocitos blancos del cheque cayeron desperdigados en el suelo de parquet. Ella se dio cuenta de que sus grandes dedos de uñas arregladas podían partirle los huesos por la mitad como si fueran cerillas
– Cuidado con esas manitas-dijo él acariciándole la cicatriz sobre la palma de su mano
Ella giró la cabeza en dirección a la cámara instalada en la moldura de escayola
– Adelante. La cámara de seguridad nos está grabando mientras hablamos
Una sonrisa extraña le surcó el rostro y entonces la soltó
Al instante salió de la oficina y se dirigió a grandes zancadas a la puerta de cristal del portal
– Piénselo con detenimiento. Yo en su lugar lo haría-dijo
Sacó la Glock, pero él ya había desaparecido. En el aire solo quedaba un cierto tufillo a lima
Temblaba tanto que no podía mantener las manos quietas. Se obligó a respirar profundamente y volvió a deslizar el seguro a su posición original ¿Hasta dónde se habría metido? Y, en todo caso, ¿de qué problema se trataba?
Las marcas blancas de los dedos de Hervé Vitold sobre sus muñecas eran aún visibles. Rebobinó la cinta de video e imprimió su fotografía. Recordó una expresión tejana “No vales ni para dar de comer a los perros” y la escribió en rojo sobre la imagen de Vitold
Cuando se tranquilizó lo suficiente como para trabajar, y volvió a sentarse delante de su ordenador. Sabía que los códigos de acceso del departamento de seguridad de La Defénse se cambiaban todos los días. Al cabo de diez minutos, había conseguido sortear el sistema “seguro” del Gobierno, había accedido a su base de datos y había encontrado el Grupo Especial de Operaciones de Bourget.
Los mandos de Bourget, responsables de la lucha antiterrorista, únicamente cruzaban las líneas de la policía de la ciudad en el caso de atentados. Nada de fríos cuerpos de ancianas con esvásticas grabadas sobre la frente.
Comprobó luego las fichas de la BII, pero no apareció ningún Hervé Vitold. Pasó dos horas entrando en todos los departamentos gubernamentales, con su correspondiente seguridad.
Si Vitold era el que pretendía ser, entonces Aimée era madame Charles de Gaulle, descanse en paz. No encontró a nadie que se llamara Hervé Vitold en ninguna de las bases de datos existente.
Viernes por la noche
Su grave voz no parecía felíz
– Considéralo una orden, Hartmuth. El canciller insiste mucho en el asunto de la agenda comercial
Hartmuth no elevó el tono de voz
– Jawohl. He dicho que repasaré la propuesta adjunta de renuncia antes de tomar una decisión
Colgó. Por un momento se preguntó por la reacción de Bonn si él no firmaba el acuerdo
Sin demasiadas ganas, Hartmuth puso su maletín sobre la alfombra Aubusson y al hacerlo se desplomó contra el brocado recamier. Todas las habitaciones estaban amuebladas con antigüedades auténticas y, a pesar de ello, eran muy cómodas. Un cojín tejido con hilo de plata y seda le resultaba familiar, era como la seda que su madre bordaba hacía mucho tiempo durante las noches de invierno.
Pero ese mundo se había desmoronado hasta dejar de existir. Piso los pies cubiertos por los calcetines sobre el cojín, se tumbó exhausto y cerró los ojos.
Sin embargo, no pudo dormir. Revivió el viaje, aquel en el que regresaba a la casa de su padre en las afueras de Hamburgo. De los noventa y un mil prisioneros capturados tras la derrota de Stalingrado, él había sido uno de los cinco mil alemanes que regresaron a casa, cojeando tras pasar por los campos de trabajo siberianos.
Al final de la embarrada carretera, surcada por cráteres hechos por las bombas, reconoció la desconchada pintura y las ventanas reventadas. Al penetrar en el armazón carente de puerta, ahora vacío y desierto, vio que se habían llevado incluso los ladrillos de la chimenea- Caminó arrastrando los pies hasta la parte trasera y buscó a su prometida, Grete. Su familia había concertado su compromiso cuando ambos estaban en el instituto, antes de la guerra.
De un edificio de exterior ruinoso le llegó, en medio de aire cortante, el rítmico sonido de los hachazos y luego el de la madera que salía despedida. Con el rostro enrojecido y el aliento helado en una fresca tarde de marzo. Grete cortaba con un hacha oxidada en el cobertizo del jardín trasero, para conseguir madera para el fuego. Se tapó la boca con la mano agrietada, cubierta de sangre para así ahogar los gritos y lo abrazó.
– ¡Estás vivo!-consiguió decir finalmente con la voz quebrada por la emoción-. Katia, ha venido papi. ¡Tu papi!-dijo Grete, estremeciéndose por el helador viento.
Sobre una carretilla se sentaba una niña envuelta en unos sacos de arpillera. Por extraño que pudiera parecer, no sentía ningún afecto por esa criatura de mejillas hundidas a la que le goteaba la nariz y de cuyos ojos rezumaba algo amarillo. La pequeña había esta jugando con un deformado álbum de fotografías y con el arco de violín de su padre, todo lo que le quedaba de su familia. Grete le aseguró con orgullo que Katia era hija suya, nacida de su encuentro durante su último permiso en 1942. Sí, se acordaba de eso. Se había sentido ansioso, después del desesperado abrazo de su prometida de carnosas piernas, por regresar a Paris, a Sarah.
Sabía que Katia era suya y eso le molestaba. Desearía que no fuera así. Le invadió la culpa por no querer a su propia hija.
Debido a la presencia de Katia, supo que tendría que quedarse y cuidar de ellas, casarse con Grete y mantener así su promesa. Ella se lo merecía, por engendrar a su hija y proteger la casa. Ella misma le contó lo que les había ocurrido a sus padres.
– Helmut, en abril aún no se había derretido la nieve, y mama y papi no podían soportar ver cómo temblaba Katia. Decidieron investigar un rumor sobre mantas procedentes del mercado negro en Hamburgo. Solo funcionaba un tranvía pintado de blanco y rojo para que pareciera transporte médico-dijo-.Lo siento-Grete inclinó la cabeza-. Estoy segura de que no se enteraron de nada, Helmut. Vimos una luz amarilla- Señaló más allá de la embarrada carretera surcada por los boquetes-. Tras la explosión, una columna de humo se elevó hacia el cielo y una lluvia de pequeñas astillas cayó sobre el campo nevado.
Se preguntó si le estaba diciendo la verdad o si la verdad sería demasiado dolorosa. Parecían las explosiones en el yacimiento petrolífero de Siberia en el que había estado como prisionero de guerra. Trabajando en el campo de la helada tundra, los hombres habían sido abrasados y convertidos en cenizas por erupciones de fuego sobre el hilo, delante de sus ojos. Llevaba guantes para cubrir los injertos de piel que entrecruzaban las quemaduras en sus manos.
Se sentó, sintiendo un sudor frío. La fiel e inquebrantable Grete. No se merecía el regalo de su corazón vacío. Pero no había forma de que volviera a Francia: él, un antiguo nazi que acababa de salir de un campo de prisioneros y que buscaba a una chica judía, a una colaboradora.
La Alemania de la posguerra carecía de servicios y de comisa. Grete cocinaba las raíces y tubérculos que encontraba rastreando con las manos bajo la nieve. Mientras hurgaba en el bosque en busca de comida, pensaba en Sarah y veía su rostro en las catacumbas mientras compartían latas de paté del mercado negro.
Pero a su alrededor, la gente hervía y comía la piel de sus zapatos, si es que los tenían. Vendió las perlas de su madre por un saco de patatas medio podridas que mantuvieron el hambre bajo control. Bandadas de niños corrían tras los pocos trenes que funcionaban y se peleaban por trozos de carbón quemado que caían a las vías, a la espera de encontrar alguno que solo se hubiera quemado a medias. No se les permitía regresar a los sótanos hasta que lo hicieran con algo para quemar o para comer.
Aturdido y hambriento la mayoría del tiempo, sobrevivió gracias a su ingenio y a la búsqueda de comida. Por las noches, acurrucado entre Grete y Katia en búsqueda de calor, veía las curvas de los blancos muslos de Sarah, sentía su aterciopelada piel e imaginaba sus ojos azules.
Grete supo desde el primer momento que no la amaba, que había alguien más. Pero se casaron sin lamentaciones. Nadie tenía tiempo para quejarse en la Alemania de la posguerra, y Grete y él trabajaban bien juntos. Constituían un equipo de dos que arrastraba con ellos a Katia. Sus ojos no parecían sanar nunca. Un ojo permanecía cerrado y supuraba continuamente. No había ni penicilina, ni dinero para e mercado negro.
Un día, Grete apareció con los bolsillos de su estrecho abrigo de invierno llenos de tubos y paquetes. Sacó un grueso tubo con un ungüento con un olor metálico.
– Helmut, sujétala, por favor. Esto le hará bien en los ojos-dijo Grete. Lo extendió con firmeza sobre los párpados de Katia y en el interior de los mismos, mientras él sostenía a la niña que se retorcía. Entonces Grete sacó unas bolas enormes de color negro y amarillo del interior de la bolsa de papel-. Buena chica, Katia. Ahora traga esto. Aquí tiene té frío para ayudar a pasarlas-dijo Grete intentando tranquilizarla.
Katia puso mala cara y las escupió. Grete volvió a metérselas a la fuerza en la boca
– ¡Grete! ¡Grete! ¿Qué estás haciendo?- El pensó que Grete se había vuelto loca y que le estaba dando a Katia abejas muertas porque tenía mucha hambre. Echaba chispas por los ojos
– ¡Es una medicina! Tienes que tomarla o se quedará ciega. Gott in Himmel, ¡ayúdame!.
Y él la ayudó. Nunca se le olvidaría cómo eran aquéllas enormes tabletas de penicilina y la expresión en la cara de Grete mientras habían que Katia las tragara. Los ojos de Katia mejoraron y él nunca preguntó a Grete cómo consiguió la penicilina.