Jueves por la mañana
– He cambiado todo desde que entraron en la oficina-dijo René-. Aquí está tu nueva clave de acceso y tus llaves de la caja fuerte.
– ¿”Hopalong”?-Se rió al pulsar con ganas su nueva clave-. ¿De dónde lo has sacado?
– De mi niñez pervertida que pasé viendo cutres películas del Oeste-dijo guiñando un ojo-. Yo soy “Cassidy”.
– ¡Menudo poeta!-Frunció el ceño-. Encontrar la huella de Luminol va a ser más duro de lo que pensaba. Han centralizado los archivos de huellas
– Intenta interactuar con Langedoc ZZ vía Helsinki-sugirió René-. El menú principal se originó con ellos
– Buena idea, Cassidy
Veinte minutos más tarde, había accedido a Fomex, el depósito de archivos de la prefectura de policía de cualquier ciudad o pueblo de Francia que tuviera su propia prefectura. Para cuando consiguió llegar al catálogo principal de huellas dactilares, el único título parecido era: “Huella dactilar, con sangre”, de los cuales había tres subgrupos: pendientes, en activo y fallecidos, con miles de archivos bajo el epígrafe. Podría concordar con cualquiera de las tres. Llamó a Morbier
– ¿Dónde está la maldita huella?-dijo
– Con los expertos-repuso él
Escuchó el ruido del roce de la cerilla de madera sobre su escritorio. Sabía que habían escaneado la huella grabada en vídeo y que había sido catalogada de inmediato en archivos informáticos
– No me tomes el pelo, Morbier. ¿Bajo qué epígrafe?
– Pendiente e Interpol. ¿A ti qué más te da?
Pulsó el encabezamiento: “Pendientes”, luego “París” y por último distrito cuatro/rue des Rosiers 64. Apareció en la pantalla un dedo gigante
– Perfecto para incluirlo en el veintiocho por ciento de la población archivada-dijo ella. Le gustaría ver su expresión si pudiera ver lo que llenaba su pantalla.
– Los de arriba han vuelto a hablar. Parece que les gusta apropiarse de cualquiera de mis casos-dijo él.
– ¿Quieres decir que no les gustó tu cara en las noticias de la noche?
– Quiero decir que el uso de Luminol está sujeto a estrictas reglas del ministerio en La Defense-respondió él-. Las cuales yo no cumplí. Así que me ha echado del caso.
– Eso tiene sentido
– leduc, a buen entendedor pocas palabras bastan. Olvídate de todo esto
– ¿Así que solo los chicos grandes consiguen jugar a imponer sus propias reglas? ¿Es eso lo que me estás diciendo, Morbier?-preguntó Aimée
– Ya lo han hecho-dijo él-. Ten cuidado
Todavía no habían clasificado o tipificado la huella, pero, por los espirales que llenaban la pantalla del ordenador, Aimée podía deducir que era común a un tercio de la población. Una impresión perfectamente comprensible; las espirales sobre la parte más prominente del dedo corazón eran únicas, como las de cualquiera. Pero podía empezar clasificando y descartando a dos tercios de dos millones de impresiones almacenadas basándose en lo que veía. Pulsó Fomex en el terminal de René y escaneó en el ordenador los archivos con las huellas dactilares conocidas de los nazis del juicio de Núremberg. Eso le daría una base para empezar. En el terminal conectado al Minitel descargó el archivo “P.F. Sicherheits-Dienst Memorandum” adornado con los gruesos emblemas de la Gestapo al que había accedido a través del Yad Vashem en Jerusalén.
Pero eso resultó ser un callejón sin salida. Comprobó otros memorandos del archivo. Nada. Los juicios de Núremberg solo daban como resultado huellas de los que habían sido ejecutados por crímenes de guerra y el archivo R.F.SS era limitado.
No sabía qué hacer y ahondó en documentos clasificados de la República de Alemania. Después de buscar durante cuarenta minutos más, accedió a la base de datos del Tercer Reich y la pantalla se inundó de una completa retahíla del nazismo. Muchas de las entradas venían de restos carbonizados, escaneados e introducidos en la base de datos a partir de los restos que se consumían en el sótano de las Juventudes Hitlerianas de todo el país y de la Liga de Muchachas Alemanas aparecían catalogadas junto a organizaciones de camisas marrones SA, huellas dactilares de miembros de la Gestapo, e incluso los nombres de mujeres alemanas a las que les fueron concedidas cruces de oro por tener el mayor número de hijos.
Entró en los archivos de la Gestapo y buscó por apellidos. No apareció nada que concordara con lo que ella quería. Entonces lo intentó por localizaciones, y buscó en los tres principales cuarteles generales de Munich, Hannover y Berlín. Apareció un tal Reiner Volpe, de ocho años de edad, pero eso fue lo más aproximado. Entonces decidió intentarlo año por año. Comenzó en 1933, el primer año conocido en los archivos de una Gestapo establecida. Después de hora y media, había encontrado en el archivo de la Gestapo las huellas dactilares de un jefe de la Gestapo y de sus asistentes en París: Rausch, Oblath y Volpe. Las imprimió, sorprendida al ver la claridad de la impresión después de todo ese tiempo.
Después de extraer las huellas del Luminol del archivo de Frapol ¡, observó a través de la lupa las dos pantallas llenas de remolinos y espirales. Las cotejó, contó hasta diez y presionó “Solicitar comparación”. Tras un suave pitido y una serie de pequeños chasquidos en la pantalla apareció “Solicitud recibida”, y una señal intermitente que indicaba retraso en la solicitud. Todo lo que le quedaba por hacer era esperar si se producía o no la concordancia.
Aimée se mostró demasiado sorprendida cuando la luz intermitente desapareció del ordenador de René y apareció el mensaje “Sin concordancia en las huellas verificadas”. Había eliminado a Rausch, Oblath y Volpe como los asesinos de Arlette. Pero habían sido responsables de tantos otros asesinatos, que eso no quería decir gran cosa. Eliminación primitiva. Todavía no conocía la verdadera identidad de Hartmuth Griffe. Generalmente, se habían encontrado nuevas identidades similares al nombre real de la persona para favorecer el ser fácilmente recordadas y evitar errores. Podía ser Rausch o cualquiera de los otros asistentes: Oblath o Volpe.
Apareció en la pantalla una configuración de letras revueltas, seguida por chasquidos. Levantó la vista alarmada.
– René, ocurre algo raro
– En el mío también-dijo él-. O algo está interfiriendo en la transmisión o nos ha atacado un virus
– Voy a comprobar el servidor de seguridad. ¿Has confirmado con ellos nuestras nuevas claves de acceso?-dijo ella
– No he tenido tiempo todavía-gimió René-. ¡Estamos perdidos! Se nos ha caído el sistema
Aimée puso en marcha rápidamente el sistema automático de recuperación de archivos, de forma que los archivos no se borraran o perdieran. El sistema automático de recuperación les costaba muy caro, pero garantizaba que el sistema estuviera libre de fallos
Dejó escapar un suspiro de alivio una vez que hubo comprobado el sistema
– Se han salvado las huellas
René parecía estar preocupado cuando bajó de su silla
– Creo que has topado con algún tipo de sistema de alerta de Fomex
– Creo que tienes razón.-Echó un vistazo a la pantalla-. Eso quiere decir que he escarbado lo suficiente como para activar las alarmas
Por primera vez admitió que quizá se movía por encima de sus posibilidades. Y mucho.
– Vete a casa-dijo René mientras se ponía el abrigo-. Voy a ver a un amigo que anda con este tipo de cosas. Mantente alejada del sistema y espera hasta que tengas noticias de mi
– Voy a ir a casa dando un paseo-repuso ella
– Mantente también alejada del teléfono.-Tenía un aspecto taciturno-. Y aegúrate de que no te sigue nadie
Mientras paseaba junto al Sena y tiraba piedritas al agua de una patada, comprobó que no la estaban siguiendo. Inquieta, hizo un esfuerzo por catalogar mentalmente sus recientes descubrimientos
Había descubierto que una huella dactilar con restos de sangre encontrada en la escena del asesinato de la portera de Lili no concordaba con ninguna de las huellas de los oficiales de la Si-Po del París ocupado. Sin embargo, sabía que esos oficiales habían aparecido como muertos en la batalla de Stalingrado mientras seguían firmando órdenes de deportación de judíos en París. Habían entrado en su despacho, habían robado archivos sobre Lili y una colaboracionista, y habían pintado una esvástica en su pared junto con una amenza. Había oído las últimas palabras articuladas por Soli en el hospital, “Ka…za”, y casi la atropellan. Por no hablar del descubrimiento sobre los verdaderos padres de Thierry y la afirmación de Javel sobre la judía de brillantes ojos azules. Habían salido a la superficie más piezas del rompecabezas, fragmentos e imágenes. Todas cuadraban. Solo que ellea no sabía cómo.
Ahora lo que necesitaba era remover las cosas. Echar su idea a la sartén y ver lo que ocurría. Comprobar sus sospechas sobre Hartmuth Griffe. Sacó el teléfono móvil y llamó a Thierry
– Quedamos en el patio trasero del museo Picasso-dijo ella
– ¿Para qué?-Su voz sonaba inexpresiva
– Tiene algo que ver con sus padre-dijo despacio-. Necesitamos…
El interrumpió nervioso
– ¿Ha averiguado algo sobre mi… la judía?
– Búsqueme junto a la estatua del Minotauro. Detrás de los plátanos.
– ¿Por qué?
Le explicó su plan y colgó
Mientras cruzaba la place des Vosgues, iba dando patadas a las hojas secas. Realizó otra llamada de teléfono a Hartmuth Griffe. Definitivamente, esto haría que todo echara a rodar. Lo que estaba por ver es si lo haría de la forma adecuada.
El antiguo hôtel particulier, actualmente el museo Picasso de la rue Thorigny, aún mantenía en el patio trasero tranquilos rincones verdes de confort. En esta época del año el pequeño patio se encontraba desierto de visitantes. El aire fresco del otoño lanzaba las hojas, como si de bolos se trataran, sobre las figuras de bronce de Picasso reclinadas sobre el césped. Varias de sus voluptuosas figuras femeninas de mármol Boisgeloup bordeaban los muros de caliza.
Thierry estaba de pie junto a Aimée bajo un árbol de amplia copa, con las piernas separadas y el rostro inexpresivo
– ¿Es él?
Ella asintió
– Aténgase al plan
Hartmuth Griffe se sentaba acurrucado en un banco junto al Minotauro Dorado y se arrebujaba en su abrigo de cachemira. Se los quedó mirando fijamente según se acercaban
– Gracias por venir, monsieur Griffe
– Me ha intrigado su oferta, mademoiselle Leduc-dijo con una ligera inclinación de cabeza-. Y bien, ¿qué es eso tan interesante como para hacerme salir con este frío?
Aimée se fijó en la manera en la que Hartmuth observaba el azul intenso de los ojos de Thierry. Hizo un gesto en dirección a Thierry. El brazo de Thierry salió disparado desde el abrigo militar de cuero negro y efectuó el saludo Sieg heil. La gastada piel crujió
Los ojos de Hartmuth no se inmutaron cuando se levantó
– Antes de que me vaya, ¿quién es usted?
Thierry sonrió sardónicamente
– En estos momentos, esa es una buena pregunta
Aimée se adelantó
– Tengo algo que pedirle. Puede parecerle algo atrevido, y por supuesto, lo es, pero concédame ese honor, por favor; luego tendrá sentido. Por favor, quítese la camisa
– ¿Y si me niego?-dijo Hartmuth de pie apoyado sobre una reja cubierta de hiedra
Aimée le bloqueó la salida
– Es mejor que coopere
Thierry le sujetó los brazos a Hartmuth y lo inmovilizó por detrás. Hartmuth se agitaba y se retorcía
– No es sensato resistirse-dijo Thierry mientras empujaba a Hartmuth detrás de unos arbustos frondosos justo debajo de las ventanas del museo
Destrás del denso follaje. Aimée le apuntó con su Glock a la sien
– Se lo he pedido de buenas maneras. Ahora, hágalo
Con el rostro como una máscara, Hartmuth se quitó la chaqueta y se desabrochó la camisa, dejando el pecho al descubierto. Bronceado, musculazo y fibroso. Aimée le envolvió los hombros con su abrigo al levantarle un brazo
– ¿Creéis que yo también soy drogadicto? ¿Qué necesito un chute?-los ojos de Hartmuth se clavaron en los de Thierry-. Vosotros dos, yonquis, vais en equipo, ¿verdad? Tengo la cartera en el bolsillo. Coged el dinero y largaos
Aimée le examinó el brazo con cuidado mientras Thierry lo sostenía por detrás. Disimuló el asco que sentía al descubrir la reveladora señal
– ¿Qué hac-ces?-dijo Hartmuth retirando el brazo con un movimiento brusco
– Esa cicatriz bajo el brazo izquierdo procede de haber retirado el tatuaje de las SS, ¿no es cierto?-dijo ella-. Se dispara en esa zona hasta que la boca de la pistola se pone al rojo vivo. Es doloroso, pero mejor que la muerte lenta si los rusos las descubrían
Hartmuth solo los miraba con atención
– Por favor, vuelva a ponerse la camisa: hace mucho frío aquí fuera-dijo Aimée. Ya lo tenía. Necesitaba tiempo para comprobar si estos hombros concordaban, pero después de leer la carta de Sarah sabía que lo harían
Thierry miraba a Hartmuth fijamente
– ¿Quién eres y qué quieres?-preguntó Hartmuth. Su mirada era fría
– No sé lo que quiero-dijo Thierry
Aimée dio un paso adelante
– Es su hijo
Hartmuth abrió unos ojos como platos, mudo por la sorpresa
– No lo entiendo-comenzó Hartmuth-. ¿No s-será una br-broma?
– Más bien un estrambótico tiro por la culata. Mancillando, en el sentido ario-Thierry dejó escapar una amarga risa
– Pretendes que…
– Monsieur Griffe, si es que ese es su nombre, quiero respuesta-dijo Aimée-. Siéntese
Thierry lo forzó a sentarse en el banco. Su mirada nunca abandonaba el rostro de Hartmuth
Hartmuth movía la cabeza hacia delante y hacia atrás sin dejar de mirar a Thierry
– ¿Qué descabellada idea estáis intentando demostrar?
– Tenía que asegurarme de que usted perteneció a las SS-dijo ella
– Mi expediente está limpio-repuso Hartmuth-. ¡Esto es absurdo!
Aimée le lanzó la hoja de papel azul descolorido cubierta con la caligrafía angulosa
– ¿No le había prometido que tendría algo interesante que leer?-dijo-. Lea esto
Hartmuth lo leyó despacio. Su labio inferior titubeó una sola vez. Volvió a leer la carta sin moverse
– ¿Quién te ha dado esto?-preguntó Thierry
– Su madre adoptiva lo dejó para que fuera leído con su testamento
– Pero ¿por qué habéis venido a mi?-Le tembalaban las manos al volver a abrocharse el abrigo de cachemira
– Díganoslo usted-dijo ella
Thierry, con los brazos cruzados, miraba a Hartmuth con atención. El único sonido les llegaba del roce de la gravilla cuando Thierry cruzaba las piernas una y otra vez. En algún lugar del Marais, se escuchó doblar una campana, sonoro bajo el aire helado. Hartmuth permanecía mudo, casi paralizado.
– Tuvo que asesinar a Lili Stein porque le reconoció-dijo Aimée-. ¡De la época en la que usted detuvo a su familia y a todos los judíos del Marais!
Hartmuth se levantó
– Voy a llamar a un guardia
Aimée lo cogió del brazo
– Cincuenta años más tarde, Lili ve su foto en un periódico y sabe quién es
– ¡Te lo estás inventando todo!-dijo él
– Lili no pudo olvidar su rostro. Usted tiró la puerta abajo y sacó a sus padres a rastras de la cama
– Ya l-le he d-dicho q-que no fue así-tartamudeo Hartmuth
Ella se dio cuenta de cómo apretaba y aflojaba los puños
– Accidentalmente, le reconoció en el callejón detrás de su hotel.-Aimée acercó su cara a la de él y al hacerlo lo empujó hacia atrás-. O puede que le siguiera la pista. Ella grita “Carnicero nazi”y “Asesino”. Quizá trata de atacarle, se asusta y se escapa. Pero usted la sigue y tiene que mantenerla callada igual que a la portera. Mantener su pasado oculto
– S-solo la vi una vez-dijo él
Aimée se quedó helada. Así que era verdad. La idea que había esbozado era la correcta
– En 1943. La seguí hasta su apartamento-dijo. Sus ojos se empañaron
– Cuénteme qué ocurrió-dijo Aimée
– Tenía miedo de que Lili pasara información-dijo él-. Seguirían el rastro hasta mí. Pero encontré a la portera, molida a palos
Aimée sintió un escalofrío.
Las huellas de sangre bajo el fregadero eran suyas-dijo señalando sus manos-. Esos guantes ocultan sus huellas dactilares, y evitan que nadie descubra quién es usted. ¡Usted es el lacayo de la Gestapo que no podía hacer que llegaran a los hornos todo lo rápido que Eichmann deseaba!
Hartmuth se desprendió despacio de sus guantes de cabritilla y mostró sus manos llenas de cicatrices en el aire frío. La arrugada carne se contraía formando extraños dibujos sobre sus palmas ajadas. Los dos últimos dedos de la mano izquierda eran muñones
Cortesía de los campos de petróleo de Siberia, mademoiselle.
Aimée desvió la mirada, incapaz de ocultar sus sentimientos. La quemadura de la palma de su mano parecía pequeña en comparación con su deformidad.
– ¡Pero eran las huellas de sus botas!-insistió-. Lavó sus botas en el fregadero, ¿no?
Un breve silencio. El bajó la mirada
Después de lo que ocurrió, sí. Regresé
– ¿Regresó?-dijo ella
– Sabía que sería fácil sobornar a la portera. Pero era demasiado tarde.
– ¿Quién la mató?-preguntó Aimée
– Vi como Lili saltaba por la ventana, sobre el tejado y se escapaba. Yo solo protegía a Sarah
– Protegía a Sarah… ¿Igual que tachó su nombre en las páginas de los convoyes, y luego añadió la “A” para que pareciera que había sido enviada a Auschwitz?-dijo ella
– ¿Quién eres?-exigió Hartmuth
Thierry estaba sentado inclinado hacia adelante, estudiando a este hombre.
Sus ojos no abandonaban el rostro de Hartmuth
Ella ignoró la pregunta
– Sarah está en peligro-dijo él con voz temblorosa-. No sé cómo ayudarla
– Ella ignoró la pregunta
– Sarah está en peligro-dijo él con voz temblorosa-. No sé cómo ayudarla
– Ella conocía a Lili Stein
Un suspiro
– Sí
– ¿Mató a Lili como venganza porque a ella la desfiguraron durante la liberación?
– N-no-gritó
– ¿No sigue siendo simpatizante de Alemania después de haber sido colaboracionista y de haberse acostado con usted?
– N-no, eso n-no es así. Tienes que encontrarla. Antes de que lo hagan ellos-dijo Hartmuth elevando la voz
Aimée se mostró sorprendida
– ¿Quién?
– Los del Gobierno alemán…-dijo bajando la cabeza
– ¿Por qué iba a creerle? Usted estuvo en la Gestapo. Nunca tendré suficientes pruebas para juzgarle por crímenes de guerra. Los Hombres Lobo borraron su pasado, hicieron resucitar una identidad nueva a partir de un hombre muerto. Eran maestro en eso. Pero en el fondo sé que las ratas como usted viven en agujeros a lo largo y ancho de Alemania
El se frotó el brazo y habló con vos monótona
– Yo supervisaba a la policía local francesa. Ellos hacían redadas de judíos en los negocios y en los pisos de todos los edificios de esta zona. Yo trabajaba con el Direktor de la Antijudische Polizeei en la Kommandatur. Marcábamos los nombres de las páginas cuando se cargaban los convoyes. Y por lo que respecta a deportarlos…- Se detuvo y bajó la voz-. Yo no sabía lo que querían decir Auschwitz y Treblinka. Lo averigüé más tarde. Sarah se escondía de mí, pero yo la encontré y la salvé. Todo lo demás… Yo fui un hombre sumergido en una ola que arrasó generaciones. Yo no maté a Lili. Solo hematado a una persona y fue durante el combate cuerpo a cuerpo en Stalingrado. Un joven ruso me apuntó con un Pitchfork y yo le disparé. Lo veo cada noche cuando intento dormir. Junto con otras cosas
– Thierry es hijo suyo, ¿verdad?-dijo Aimée
– No lo sé. Esta carta está escrita por Sarah, pero ella dijo… Esos ojos, s-sí… esos ojos son suyos.-Se ahogaba-. ¡Me d-dijo que habíamos t-tenido un hijo que murió siendo recién nacido! Me cuesta creer…
– ¿Qué estoy vivo?-Thierry estaba de pie ante él
Aimée vio algo en el cambio experimentado por Hartmuth
– Gott im Himmel! Yo no lo sabía, no lo s-sabía-dijo. Le comenzaba a temblar la cabeza-. ¿Eres mi h-hijo?
– ¡Mentiras! ¡Todos me han mentido!-dijo Thierry. Tenía el rostro contorsionado por el odio-. Tenía derecho a saberlo
Aimée vio la confusión en el rostro de Hartmuth. Se preguntaba si realmente sería hijo suyo. Suyo y de Sarah, concebido hacía cincuenta años en las catacumbas
– ¡Sarah me d-dijo que el bebé había m-muerto!-dijo Hartmuth
Thierry se acercó indeciso, mientras un reguero de lágrimas surcaba su rostro
– ¿Puedo tocarte, apdre?-preguntó con un susurro
– Mire sus ojos azules-dijo Aimée a Hartmuth-. Claude Rambuteau dijo que Thierry tenía los mismos ojos que Sarah
Hartmuth extendió despacio sus temblorosos dedos y agarró los de Thierry. Se tomaron de la mano con fuerza. Aimée miraba cómo la mano de Hartmuth comenzaba a explorar el rostro de Thierry. Sus dedos recorrieron los pómulos de Thierry, la curva de su frente y donde sus orejas acariciaba su negro cabello
La niebla se adueñaba del patio y hacia que la luz de los focos que iluminaban las esculturas de Picasso resultara más tenue. La temperatura había bajado pero los dos hombres hacían caso omiso. Mientras hablaban, nubes de vaho recalcaban sus palabras en el aire de la tarde.
Hartmuth habló con suavidad
– Tu barbilla es como la de mi abuela, sobresale un poco justo por ahí.-suspiró al tiempo que recorría la mandíbula de Thierry con sus dedos-. Por supuesto, tus ojos, tu color y tu pelo son suyos-dijo
– ¿Suyos?-preguntó Thierry dejando que la pregunta flotara en el aire.
– Se acercará a mí, a nosotros…-Un poderoso anhelo se mostraba en la mirada de Hartmuth-. Por eso está haciendo esto, ahora lo entiendo. Ya nada importa, solo que estamos juntos. Por alguna alocada coincidencia nos hemos encontrado. Siempre lo he esperado. Pero en mis fantasías nunca soñé que…
– ¿Qué nos reuniríamos como una familia feliz?-se rió Thierry con sarcasmo
– No. Nunca supe que existías. Pero estamos destinados a estar juntos-dijo Hartmuth
– Padre, no olvides por lo que has vivido-dijo Thierry. Le mostró la mano a la luz para que Hartmuth pudiera ver los tatuajes que la rodeaban-El lema de las SS: “Mi honor es la lealtad”. Esos ideales no han muerto
– ¿De dónde sacas toda esa vieja propaganda?-preguntó Hartmuth sorprendido
Los ojos de Thierry se llenaron de lágrimas
– Mi vida es un sacrificio por el modo de vida ario
Hartmuth movió la cabeza
– Ella está en peligro.-Su voz denotaba urgencia
– Es bueno saber que algunas cosas no cambian nunca-dijo Thierry
Sonrió por primera vez
– ¿Qué quieres decir? Es tu madre-dijo Hartmuth
Aimée se acercó a Hartmuth
– ¿Cómo es ella?
– Sus ojos son de un azul increíble-dijo-. Lleva una peluca negra. Tienes que encontrarla
– Es una cerda judía, un receptáculo impuro para la semilla aria, eso es todo.-Los ojos de Thierry echaban fuego
Aimée se alarmó
– Vámonos, Thierry
Hartmuth se mostraba incrédulo
– ¿Cómo puedes decir eso? Eso son viejas historias, ya no importan
Thierry hizo una reverencia miserable
– ¿Puedes aceptarme como hijo impuro, tal y como soy?
Hartmuth lo abofeteó
– ¡Tu cerebro es lo impuro!
Thierry asintió
– Cierto.-Se arrodilló-. Me purificaré, eliminaré su presencia de mi-suplicó-. Encontraré a la puerca judía. Purgaré nuestra línea para la raza maestra.
Aimée lo levantó agarrándolo del brazo. Tenía que sacarle del patio húmedo y gélido antes de que hiciera algo peor. Lo empujó junto al Minotauro, lo cual hizo que casi se tropezaran con el banco
– ¡Tienes la mente retorcida, estás enfermo…!-aulló Hartmuth
– Te mostraré lo que valgo-dijo Thierry mientras Aimée lo arrastraba hacia la puerta trasera del museo
– Esperad…-gritó Hartmuth, pero ya se habían ido
Thierry zarandeó a Aimée contra la pared en el exterior del museo Picasso.
– ¡Encuéntrala!-dijo antes de irse
Tenía frío y estaba cansada. Cruzó el Sena caminando penosamente hasta su casa. Miles Davis saltó sobre ella en cuanto entró en su piso sin calefacción. Jugueteó con el interruptor hasta que la lámpara de cristales brilló con luz tenue, pegó una patada al radiador de la entrada, que se encendió con un petardeo, antes de apagarse
Helada hasta los huesos, fue al cuarto de baño y abrió a tope los grifos cromados de la bañera de porcelana negra. El viejo albornoz turco de su padre, de un ajado azul, estaba colgado sobre el toallero caliente. Cuando no funcionaba la calefacción del piso, se calentaba en la bañera. Allí liberaba los pensamientos y podía ordenar los compartimentos de su mente. Ordenaba las ideas y daba sentido a lo que sabía. Se hundió en la acogedora calidez mientras el espejo se empañaba con el vaho y el dulce aroma del jabón de lavanda provenzal llenaba la habitación.
Había probado que Thierry era hijo de Hartmuth y de Sarah. Después de que Hartmuth lo aceptara, había revelado que Sarah sobrevivió y que estaba en peligro. No solo Hartmuth quería encontrarla, sino también un Thierry enloquecido. Le asustaba la ira de Thierry y aún estaba lejos de saber quién mató a Lili. Además, René no había vuelto a ponerse en contacto con ella, y estaba preocupada por él.
Escuchó el chasquido del contestador
– Leduc, contesta. Sé que estás ahí-dijo la voz de Morbier en la máquina. Salió de la bañera templada con la intención de no contestar. Mientras se secaba el pelo, escuchó la insistencia de su voz. Finalmente, cogió el teléfono en su dormitorio
– No necesitas soltar alaridos, acabo de salir de la bañera-dijo
– Nos vemos en la place des Vosges, en Ma Bourgoyne, el café con esa tarta de manzana tan buena-gruñó
– Dame una buena razón, Morbier-dijo Aimée con voz cansada
– Intuición, algo que me sale de las entrañas, llámalo como quieras, eso que tengo y que ha hecho que me mantenga en esto durante tanto tiempo. Vístete, te espero.-Colgó el teléfono
Ella silbó a Miles Davis y este saltó correteando de su cama
– Es hora de que te quedes con el tío Maurice. Quiero que estés a salvo.
Jueves por la tarde
Aimée atravesó las sombras alargadas del patio del hôtel Sully. Setos de color verde oscuro, podados en forma de flores de lis, interrumpían la amplia extensión de gravilla. La elevada mansión, otro hôtel particulier restaurado, daba acceso a la place des Vosges a través de un estrecho pasaje.
Había dejado un mensaje a René diciéndole dónde se iba a encontrar con Morbier. El tono cauteloso de René le resonaba en el cerebro y se sentía expuesta al ataque. Faxes, pintadas amenazantes, y coches hostiles que la tiraban de su ciclomotor no la habían preocupado tanto como el virus en el sistema informático. Los ordenadores eran lo suyo. Tenía la Glock apoyada en la cadera, cargada y a punto en el bolsillo de sus tejanos.
Un aroma dulzón a mantequilla flotaba por el patio. Su mente vagó hasta la tarta de manzana, servida boca abajo, por la qur Ma bourgoye era famoso. El restaurante se encontraba al salir del estrecho callejón, bajo los sombríos arcos de la place des Vosges. Sacó el teléfono móvil y pulsó una vez más el número de René. No obtuvo respuesta.
Al volverse para abrir la mochila, sintió n pinchazo caliente en la oreja. El polvo de escayola salía despedido del arco de piedra debido a una descarga de balas que agujereó la pared.
Se tiró en plancha sobre los húmedos adoquines y se abrazó a una robusta columna, a la vez que sacaba rápidamente la Glock del bolsillo. Si no llega a dar la vuelta, en este momento sus sesos estarían esparcidos por los adoquines.
Se tocó la oreja que la bala había rozado. Sus dedos temblorosos se tornaron de un rojo pegajoso y con un olor metálico. Ni siquiera le había dolido. Estaba aterrorizada y no sabía adónde ir. Las balas que parecían llegar desde arriba reventaban sistemáticamente en los bordes de la columna. Constituía un blanco fácil. La columna ya había sido reducida a un cuarto de su tamaño original.
Sujetó la pistola con las dos manos para afianzar el blanco, respiró hondo y disparó una ráfaga al tejado. Contó los disparos antes de terminar, pegó un salto y dio una voltereta sin dejar de disparar. Chocó con el brazo izquierdo contra el arco de entrada al callejón y un agudo dolor le recorrió la espalda. Rezó para que no se le saliera el hombro justo ahora.
¡Tenía que ser Morbier! La había llamado para verse en el café a la vuelta de la esquina, La había advertido sin cesar para que dejara la investigación de Lili Stein. Le había tendido una trampa. Suponiendo que hubiera recibido su mensaje, René era la única persona que sabía en dónde estaba.
Ante ella el oscuro pasaje permanecía desierto. Se mantuvo a cubierto detrás de la columna que se desmoronaba y recargó la Glock. ¿Le estaba disparando él mismo o habría conseguido un francotirador de la B:R:I:? Agachada entre las sombras, apuntó al patio que tenía frente a ella. Le temblaba la mano. No sabía por qué él la traicionaba.
El le había daod falsas esperanzas y ella ni siquiera había sospechado. Menudo traître! Ella había confiado en él, se había compadecido. ¡Era compañero de su padre!
Una ráfaga de aire sopló junto a su mejilla y algo de escayola se le metió en el ojo. La arenilla y la gravilla la cegaban. Se retorció sobre la gravilla en dirección a la salida, intentando no avanzar en línea recta. Al menos hacia donde ella pensaba que estaba la salida. Por fin, consiguió que sus ojos llorosos expulsaran los gránulos de arena a fuerza de pestañear. Se dio cuenta de que había reptado en dirección opuesta a las puertas apolilladas que conducían a la place des Vosges. Más lejos de la posibilidad de escapar. Una figura bajita que empujaba un cochecito de bebé apareció junto a la puerta, a punto de entrar en el pasaje. Iban a matar a alguien inocente, tenía que advertirlos
– ¡Salga de aquí!-gritó Aimée a la figura del cochecito al tiempo que se escabullía hacia atrás y se lanzaba contra la pared de caliza-. ¡Váyase! ¡Corra!
Se revolvió sobre el estómago y apuntó bajo una ventana de cristales oscuros. Más ráfagas de polvo color marfil lo salpicaron todo cuando sus disparos acertaron en la columnata. Ni un golpe, un gruñido o unos pies que se arrastraban por lo bajo. Nada. ¿De dónde venían los disparos?
Y casi demasiado tarde, levantó la vista. A su izquierda, sobre otro tejado el reluciente cañón de un rifle de precisión sobresalía por encima del feo hocico de una gárgola. Y apuntaba en su dirección
De repente, reapareció el cochecito de bebé, deslizándose hacia el interior del patio. Las ruedas del cochecito explotaban y seseaban al desinflarse con los disparos del rifle y al hundirse en el seto del patio. La pequeña figura oculta por las sombras abrió el abrigo, dejando ver un arma semiautomática que comenzó a disparar hacia el tejado.
Ella apretó los dientes, rodó sobre sí misma y disparó más ráfagas al tejado. Escuchó el ruido de algo al golpear cuando un cuerpo vestido de negro se desplomó de golpe sobre las orejas puntiagudas de la gárgola, después escuchó el crujido de los huesos al romperse, cuando el cuerpo aterrizó. Algún órgano vital explotó y salpicó sobre los adoquines y la gravilla.
– ¡Aimée! ¡Lárgate de aquí!-La voz de René le llegaba amortiguada desde el interior del abrigo-. ¡Ya!
Ella corrió hacia él intentando ignorar la masa sangrienta que tenían ante ellos. Miró durante el tiempo suficiente para ver que no era Morbier. ¿Le habrían pinchado el teléfono?
– René, Dios mío, ¿qué está ocurriendo?
El tenía el brazo empapado de algo color rojo
– Te están siguiendo-dijo, cogiendo aire. Se cubría el brazo con la mano, pero ella trataba de retirársela para poder ver-. No lo hagas. Presiona para detener la hemorragia.-Sonrió débilmente y cerró sus verdes ojos. Volvió a abrirlos con esfuerzo-. No vuelvas-gimió-. No confíes en nadie. Este asunto es demasiado grande-susurró.
– René, te llevaré al hospital. Ssss, estate callado hasta…
– No, una bala me ha rozado el brazo.-Intentó sentarse-. Vete rápido antes de que vengan. Coge mis llaves, escóndete.-Desde la rue St. Antoine llegaba el sonido de una sirena. Sacó las llaves del bolsillo de su chaleco. Un ramalazo de pánico cruzó su mirada.
– ¿Por qué esta paranoia? Morbier…
– Se trata de una trampa; no… -René tragó saliva-. ¡Vete!
Ella dudó un momento
– Pero René…
– ¡Maldita sea! ¡Vete y detenlos!- Sus ojos se cerraron cuando se desvaneció
Aimée salió del patio despacio sin girarse y escuchó el chirriar de los frenos de la ambulancia al detenerse. Desde detrás de una mohosa columna escuchó el ruido de la gravilla al crujir cuando los asistentes corrían con una camilla. Se preguntó cómo se habían enterado con tanta rapidez. Miró furtivamente desde detrás de las columnas estriadas y vio a una unidad de operaciones especiales, vestidos con chalecos antibalas, acercándose a grandes zancadas hasta el cadáver hecho un ovillo. Doblaron la cabeza hacia el cuello y se dio cuenta de que estaban hablando por unas pequeñas radios. Escuchó las interferencias cuando uno de ellos se detuvo delante de su columna y respondió en voz baja.
– Negativo. Ni rastro de ella.
Ella reconoció al tirador muerto y desparramado sobre sus entrañas sangrientas; las esvásticas tatuadas en sus nudillos le resultaron familiares. De repente se dio cuenta de que era el señor Pantalones de Cuero: Leif; tal y como Thierry había dicho. El casi la había apuñalado en la furgoneta, la había perseguido por el Marais y estaba entre la multitud cuando apareció Cazaux.
Se dio la vuelta en dirección a la salida trasera y echó a correr justo al pasar la última columna, donde se detuvo abruptamente, dispuesta a cruzar corriendo la porticada place des Vosges por entre los transeúntes que se encontraban paseando. Una furgoneta de los antidisturbios se acercó bamboleándose desde la angosta rue Birague y se detuvo con un viraje justo delante de ella
Por la arcada en la que se encontraba se extendía el olor a castañas asadas. Cuando la unidad antidisturbios salía a tropel de la furgoneta, agarró del codo a un hombre situado junto a ella. Lo rodeó con sus brazos y escondió la cabeza en su cuello arrugado. Su anciana esposa, atónita, parecía esta a punto de golpearla con su bolso de gran tamaño cuando Aimée fingió estar horrorizada.
– Lo siento. Vaya, ¡es usted exactamente igual que el abuelo!-exclamó sin levantar la cabeza
La mayoría de los antidisturbios entraron en el patio del hôtel Sully, pero unos pocos se habían desplegado por la place des Vosges. Aimée mantuvo el paso con la pareja de ancianos mientras la indignada esposa trataba de alejarse de ella
– ¿Saluda usted a su abuelo así, jovencita?-inquirió con sarcasmo
Los ojos del anciano brillaban cuando su esposa tiró de él. Por delante de Aimée, un acordeón dejaba escapar un sonido que le resultaba familiar y resonaba en el ladrillo abovedado. En la esquina oriental de la place des Vosges había una tienda de Issey Miyake. Mientras el anciano le guiñaba el ojo a modo de despedida Aimée giró bruscamente, y pasó a través de las puertas de acero inoxidable. Se encontraba en el interior de la tienda, de un blanco almidonado.
Paredes, techos y suelos de un blanco impoluto proporcionaban un telón de fondo minimalista en el que era imposible ocultarse. Prendas de vestir negras colgaban de cuerdas desde el techo como si fueran cadáveres. Si no ibas vestido de blanco o de negro, era seguro que destacabas en este lugar, y seguro que los tejanos polvorientos y agujereados por la gravilla de Aimée destacaban. Detrás del mostrador desierto estaban las batas blancas que llevaban los vendedores. Cogió una y se la abrochó sobre los pantalones y la chaqueta vaquera. Podía escuchar el zumbido de las máquinas de coser a sus espaldas, se deslizó detrás de unas cortinas blancas de malla antes de que saliera una vendedora.
Las costureras asiáticas sentadas en fila y ocupadas en sus máquinas de coser ni siquiera levantaron la vista cuando ella entró. Muchas de ellas mantenían conversaciones en voz baja mientras ponían el tejido bajo la punzante aguja. Oía voces en el exterior de la tienda, voces altas en un tono oficial. Si se quitaba la bata, sus vaqueros sucios y su desaliñada cazadora, la delatarían en un minuto. Los cubos se encontraban desbordados por prendas de color blanco y negro y las costureras seguían añadiendo unidades acabadas. Aimée se inclinó y cogió el cubo que tenía más cerca. Una costurera levantó la vista y la miró interrogante
– Me han enviado a por las muestras-sonrió Aimée-. Tengo la orden de recogida en la furgoneta.
– Díselo a la supervisora-dijo la costurera. Enarcó las finas cejas oscuras al mirar a Aimée de arriba abajo-. Tráelo cuando vuelvas
– D´accord-accedió Aimée-. Gruñó al tomar el pesado cubo entre los brazos. Sudó tinta hasta llegar a la parte de atrás del taller, mantuvo el rostro oculto y colocó el cubo junto al resto. Formaban un montón con una forma peculiar.
Aimée sacó unas cuantas prendas con cuidado antes de cerrar el cubo y se situó detrás del montón. Se quitó la cazadora vaquera, se puso una chaqueta sastre de lana de buen corte y se desprendió de los tejanos para ponerse una falda estrecha negra que le marcaba las formas. Rebuscó en un cubo con calcetines y cogió unas medias finas con elástico negro. Había zapatos y botas de muestrario esparcidos de manera descontrolada sobre las baldas. Se probó diferentes pares de botas, pero el único par que le quedaba medianamente bien eran unos zapatos de salón de ante con tacón alto. No era exactamente lo que uno escogería para una fuga. Parecía una fashion victim de temporada, pero iba mejor combinada que nunca. El reto era correr con semejante falda estrecha y con tacones.
Hizo una bola con los vaqueros. Las mochilas y los bolsos de las trabajadoras estaban colgados de unos ganchos a sus espaldas. Rápidamente vació en el suelo el contenido de un elegante bolso de piel negro y metió en su interior el teléfono móvil, el billetero, las tarjetas, la máscara y la Glock, junto con el cargador que le quedaba. Junto al contenido del bolso sobre el suelo dejó caer unos billetes de cien francos junto con un “lo siento, espero que esto sirva”, garabateado sobre uno de ellos con pintalabios rojo. Quitó el pestillo de la entrada trasera para los trabajadores al tiempo que oyó una voz por encima del zumbido de las máquinas de coser.
– Por favor, presten atención al agente. ¿Alguna de ustedes ha visto…?
Sin esperar a oír más, salió a la noche y a la oscuridad de la place des Vosges.
Los tacones de Aimée resonaban rítmicamente sobre los adoquines mientras iba en busca del Citroën de René. Lo encontró por fin en la rue du Pas de la Mule, que significaba: “los pasos del burro”. René y ella siempre hacían bromas sobre eso, pero esta vez no esbozó ni una sonrisa cuando vio que dos policías estaban examinando el vehículo. Y no estaban precisamente poniendo una multa de aparcamiento.
Se dio cuenta de que ir a su despacho o a su casa sería estúpido, y esconderse en casa de René más aún. ¿Dónde podría encontrar un sitio en el que esconderse que tuviera un ordenador? Se metió furtivamente en la patisserie de la esquina, compró un paquete de cruasanes de chocolate calientes y salió por la puerta trasera de regreso a la place des Vosges. Se paseó vestida con su traje de Issey Miyake, masticando y mirando los escaparates de las boutiques, abriéndose paso despacio, bajo los arcos hasta la ajetreada rue St. Antoine. En el parque infantil policías vestidos de paisano cortaban el paso junto a la plaza y hablaban con madre y niñeras. ¿Dónde podía ir?
Un grupo de turistas se agolpaban en la puerta de la casa-museo de Víctor Hugo, cosa que como percibió Aimée, las fuerzas de seguridad ignoraban. Todos los museos nacionales franceses contenían ordenadores de última generación, conectados en red con los ministerios gubernamentales. Esto sería perfecto si podía hacerse pasar por turista y colarse por la puerta
Se metió entre un trío de ancianas y las saludó como si fueran viejas conocidas. Sonrió y comenzó de inmediato a charlar sobre el tiempo
– Claro, como soy de Rouen-dijo Aimée-, saboreo estos lugares antiguos en el Marais.
– ¡Pues la catedral de Rouen-exclamó una de las tres-es una verdadera joya! ¡Un perfecto ejemplo de lo mejor de la arquitectura medieval! ¡Imposible comparar esta imitación de los Borbones con ella!-La anciana hablaba con pasión. Señaló las columnas del siglo XVII que se encontraban sobre sus cabezas. Aimée sabía muy poco sobre arquitectura y nada sobre Rouen. ¡Ojalá hubiera mantenido la boca cerrada!
– ¿Se acaba usted de unir al circuito arquitectónico, querida?-preguntó una anciana jorobada-. Se ha perdido usted una parte significativa del Marais, especialmente los hôtels particuliers de la rue de Sévigné.
– Ya los veré la próxima vez-dijo Aimée
Se acercó más a la anciana, que olía a violetas marchitas. Pasaron dos policías y ella se arrimó a los ladrillos rosados del edificio.
Entraron en fila en el vestíbulo y se dio cuenta de que era la más joven del grupo. El guía, un joven de cara redonda con gafas ovaladas de concha, extendió los brazos como si quisiera abrazar el espíritu del mismísimo Víctor Hugo para que los guiara, y comenzó a hablar con voz sonora y cantarina
– Desde 1832 a 1848 vivió en el segundo piso de este edificio el que fue quizá el más grande de todos los hombres de letras.-Asintió respetuoso a varios ancianos que se apoyaban en andadores-. Todos aquellos que no puedan subir por las escaleras pueden seguir el recorrido al museo a través de los ordenadores.
A pesar del apuro en el que se encontraba, casi se echa a reír al ver la expresión divertida que los ancianos dedicaron al guía. La mayoría de los octogenarios hacían caso omiso de los ordenadores.
El museo, dispuesto tal y como lo había estado en su tiempo, mostraba la vida diaria de Víctor Hugo. El dormitorio de Hugo, ocupado por una cama con dosel, tenía vistas a la place des Vosges a través de una vidrieras de cristal con burbujas. Las paredes estaban recubiertas por paneles de madera oscura. Una vitrina contenía varios mechones de su pelo sujetos con un lazo, etiquetados y fechados. En el estudio se encontraba su escritoire y un amarillento folio a medio escribir junto a una pluma dentro de un tintero de cristal. Casi como si Hugo hubiera hecho una pausa para ir a hacer pis, algo que Aimée necesitaba desesperadamente. Aimée se quedó mirando con añoranza a un bidé de porcelana del siglo XVIII con un intrincado diseño floral. A lo largo de las paredes del comedor había retratos de su esposa, sus amantes y de otros escritores destacados de su época. La sala capturaba su espíritu oscuro y narcisista. El único toque que podía llamarse vulgar era la pesada cristalería campesina situada sobre un aparador de caoba.
El guía continuaba hablando.
– Ya que esta es la última visita del día en este histórico edificio, está disponible, por supuesto, la opción de descansar.- Agitó los brazos con desdén señalando un vestíbulo
Aimée se sentó, se frotó el talón y se unió a varios ancianos. En el aire flotaba el aroma a tabaco. Ya había jugado con la muerte una vez hoy. Mañana sería otro día. Agradecida, aceptó el cigarro que el ofreció el hombre sentado junto a ella. Inhaló el humo con fruición, saboreándolo cuando alcanzó sus pulmones.
Después de que sonara el timbre, lo cual significaba que era hora de cerrar, los hombres se levantaron y se dirigieron hacia la entrada. Cuando nadie miraba, se fundió con los pliegues de un tapiz descolorido cerca del guardarropa. Decidió que seguro había peores sitios en los que pasar la noche que el museo de Víctor Hugo. Se echó hacia atrás hasta apoyarse en la húmeda pared de madera y se agachó detrás de unos tapices mientras el personal del museo registraban los recibos del día y cuadraban las ventas de entradas. Estaba continuamente preocupada por René y esperaba que no estuviera gravemente herido. También le preocupaban Les Blancs Nationaux: ya que ella se había escapado, ¿secuestrarían a René? Y esa unidad más que cuestionable de operaciones especiales, ¿serían de verdad B.R.I.? No podía hacer demasiado hasta que el museo cerrara y los trabajadores se marcharan.
Los trabajadores gruñían y se quejaban de las corrientes y del frío que llegaba de las paredes de piedra. Sonrió. Probablemente se iban a sus casas, a cálidos y acogedores pisos dotados de todas las comodidades modernas. Pero ella vivía en un lugar como este, ¡qué más daba si no podía volver allí? Estaba segura de que vigilaban tanto su piso como su despacho.
Morbier, al que conocía desde que era una niña, había sucumbido a la presión en su departamento y la había traicionado. Yves, ese neonazi tan guapo, alertado por su aparato de escucha, le había dicho a Leif que ella era una infliltrada. Pero Leif había fallado y había disparado a René en el fuego cruzado. Ella se había ocupado de Leif: hasta ahora, lo único de lo que no se arrepentía.
Estaba completamente sola. No tenía a nadie en quién confiar.
Se arrimó más a la pared mientras el personal se tomaba su tiempo para cerrar. Oyó por fin una voz
– Comprueba el piso y los servicios, y ya activo yo la alarma
Gracias a dios un servicio que funciona, pensó Aimée. Había estado apretando las piernas intentando aguantarse durante tanto tiempo.
– Oui, monsieur le directeur-dijo alguien. Eso es, lo habían estado esperando.
Al mirar a través de los agujeros de la polilla en el tapiz, vio sobre la mesa del director el ordenador de color gris, proporcionado por el Ministerio francés de Cultura. El gobierno francés estaba obsesionado por el acceso a los ordenadores, a cargo de los contribuyentes. En este momento, le parecía perfecto con tal de poder echar mano de ese teclado. El director, que le daba la espalda, tocó un interruptor en la pared antes de que alguien del personal gritara que funcionaba.
Probablemente se trataba de un sistema de seguridad Troisus activado en dos posiciones diferentes. Era bastante habitual para los edificios del gobierno, que tenían un interruptor en el interior y otro en el exterior. Ya se preocuparía más tarde por la alarma o utilizaría una claraboya, ya que rara vez estaban conectadas. Esperó durante por lo menos cinco minutos por si acaso alguien había olvidado algo y regresaba y casi se hizo pis encima antes de poder buscar un servicio.
Después de orinar en el bidé de Víctor Hugo, que estaba más cerca que el váter, se sentó en la silla del director y encendió un radiador eléctrico para hacer desaparecer el frío que le helaba los huesos.
Como este sistema tan moderno le resultaba familiar, lo intentó con diferentes versiones de las iniciales del director hasta que acertó con la que le permitía acceder a su terminal. Se quitó los zapatos de tacón y se comió el último cruasán de chocolate. Lo intentó con diferentes claves de acceso genéricas. Al tercer intento, accedió al Archivo Nacional de Francia.
Llamó a Martine desde su teléfono móvil.
– Martine, deja de confiar en los flics.
– ¿Qué quieres decir?-Martine parecía estar más cansada de lo habitual.
– Se han llevado a René
– ¿A tu socio?-dijo Martine
– Escucha: necesito dos cosas, d´accord?
– ¿Y dónde está mi historia? Me lo prometiste-dijo Martine
Aimée echó hacia atrás la silla del director y miró por la alta ventana. Las sombras se alargaban sobre la place des Vosges. Las figuras se movían de un lado a otro. Podían ser transeúntes o los del B.R.I. No había forma de saberlo.
– Manda a un periodista para que vigile a René en el hospital. No puedo ir yo porque me están buscando. Publica una historia del tipo: “Tiroteo misterioso: asesino neonazi con esvásticas tatuada”. Dale mucho bombo, en la primera página. Y ahora, mándame por fax la última de las chuletas
– ¿En qué lío te has metido?-En la voz de Martine había preocupación-. ¿Quién va detrás de ti?
– Mas bien ¿quién no? Este es el fax en el que estoy.-Aimée lo dictó leyéndolo en la máquina junto al ordenador del director-. ¡Mira primero a ver cómo está René, por favor! Haslo ahora mismo, ¿vale? Y te prometo que todo esto es para ti.-Lo que no añadió fue, si lo consigo.
Estaba alerta por si aparecía alguien que fuera a hacer la limpieza, así que vagó por las salas. No se podía decir que los escritores prósperos de la época de Víctor Hugo vivieran de manera suntuosa. Miró a la calle desde su dormitorio y vio cómo caía la noche sobre los plátanos de la plaza. Si había presencia policial, ella no la veía, solo veía a los padres que intentaban sacar a sus hijos del parque infantil.
Se fijó en una placa junto a los pliegues del dosel de brocado que caían en cascada hasta las maderas del suelo que anunciaba que el gran Víctor Hugo había expirado en esta cama. La invadió el desasosiego. ¿Tendría Víctor Hugo encantadas estas habitaciones? Fantasmas, fantasmas por todos los sitios.
El fax emitió un gruñido. Se sobresaltó y golpeó un armario de madera, que crujió, e hizo que los ratones que se ocultaban debajo se escurrieran corriendo por el pasillo. Roedores. Odiaba los roedores. Nubes de polvo se elevaban sobre el suelo. Desde algún profundo lugar en el interior de su bolso, se escuchó el tintineo del teléfono al tiempo que ella reprimía la tos.
– Mira esto.-La voz de Martine se quebraba al otro lado de la línea-. ¿Podrías encontrarla con esta foto?
Aimée corrió hasta la máquina de fax. Ahogó un grito al ver la cara, de forma clara e inconfundible
– Ya lo he hecho-dijo
Jueves por la noche
– Soy Aimée Leduc-dijo al teléfono móvil-. Necesito verla
Un largo silencio
– Está usted en peligro. Salta por la parte de atrás del edificio. Hay un patio ¿no?-Aimée no esperó una respuesta-. Lleve un martillo o un cincel. Encuentre la puerta que da al callejón, tiene que haber una. Es donde guardaban los caballos. Fuércela para abrirla. ¿Ha entendido?-Aimée esperó, pero lo único que escuchó fue cómo alguien tomaba aire.
“Vaya a la fábrica de botones Mon Bouton, en la esquina de la place des Vosges con rue de Turenne. Hoy abre hasta tarde. Entre, pero no se acerque a ninguna ventana. Vaya ahora, y yo llegaré justo a la vez.-Al otro lado seguía habiendo silencio-. Sea lo que fuera lo que ocurrió entre Lili Stein y usted pertenece al pasado. Hago esto porque no se merecía que la asesinaran. Ahora van a por usted. Salga inmediatamente.-Aimée colgó
El objetivo brillantemente iluminado de Aimée, la fábrica de botones, destellaba sobre los tejados y entre los árboles. Mon Bouton ocupaba un pequeño patio, una calle más allá de la place des Vosges.
La cama con dosel de Víctor Hugo se acercaba a lo que se podría considerar cómodo y, aparte de los ruidos de algo al corretear, se sentía a salvo. Pero ahora Aimée tenía que abandonar el museo sin que la alarma se disparara. Anudó unas cuantas batas y unos cuantos trapos que encontró en el armario de la limpieza junto a unas sábanas que encontró debajo de la cama del gran escritor. Cogió la silla del guardia y la puso encima del inodoro. Pocos museos se preocupaban por incluir en sus sistemas de alarma las claraboyas a más de tres pisos de altura. En esta dos barras de metal estaban suspendidas de un lado a otro del grueso cristal en forma de tela de araña. Balanceó los trapos sobre las barras y se subió a la silla. Agachada bajo la claraboya rectangular, apuntó con el pie derecho y dio una patada a una de las barras.
Pensó que ojalá llevara botas en lugar de unos tacones de varios cientos de francos. Tras varios intentos, la barra se aflojó lo suficiente como para poder moverla despacio. Pero seguía siendo demasiado estrecho para escurrirse hacia el exterior. Siguió pegando patadas una y otra vez. Por fin aflojó la segunda barra de un puntapié y se impulsó despacio hacia arriba. Al soltar la manilla, la claraboya se abrió con un chasquido. El aire de la noche era limpio y fresco entre las chimeneas y los tejados inclinados.
Tenía que llegar a la fábrica de botones de la rue de Turenne cruzando los tejados de la place des Vosges. Con la falda arremangada sobre los muslos trepó por los picudos aleros y ménsulas extendidos por el tejado. Las orejas puntiagudas y las colas de las gárgolas se posaban a su derecha. Se abrió camino por los tejados deslizándose sobre antiguas tejas de pizarra, buscando apoyo con los tacones sobre la reluciente superficie. Las ventanas y claraboyas abiertas exhalaban vestigios de música clásica, el repiqueteo de los cacharros de cocina, los aislados gemidos del amor. Se agarró a la mohosa salida de una chimenea de ladrillo y sintió algo pastoso y húmedo bajo la palma de su mano. Roedores.
Un vapor grasiento salía disparado de la chimenea cuando Aimée se agarró a unos oxidados travesaños de hierro que conducían a algún lugar al otro lado de un elevado contrafuerte de ladrillo. Tenía que trepar cada travesaño despacio, respirando con dificultad. La asaltó el olor a cebolla frita que provenía de una cocina iluminada a sus pies.
– ¡Tengo hambre, maman!-gritó un niño
Se detuvo en otro bloque de tejados y se arrodilló por encima del Marais para recobrar el aliento. Más travesaños conducían a un tejado inclinado que iba a dar sobre el patio de la fábrica de botones. Con los brazos y las piernas abiertos, se abrió camino junto a la cubierta desportillada, utilizando los dedos de los pies para encontrar huecos en los que los travesaños se retorcieran o se soltaran. Avanzó resbalándose y sujetándose a alguna que otra grasienta pieza de la cubierta de tejas que se había desprendido en algún lugar, y así llegó hasta un saliente de metal situado sobre el patio. Probablemente a una distancia de unos seis metros del suelo. Si conseguía sujetarse a la oxidada escalera de incendios y deslizarse hacia abajo, sería solo un salto de unos tres metros.
Intentó alcanzar el canalón de estaño junto a ella. Se situó boca abajo y avanzó en esa postura poco a poco hasta que por fin agarró el vertedor que conducía al canalón.
Tenía algo que decir a favor de esta ropa de diseño: se mantenía impecable en condiciones extremas. Si el vertedor no soportaba su peso, tendría que alargar la mano, empujar el canalón y agarrar rápidamente la escalera de incendios. No le dio tiempo ni a pensarlo. Se sujetó al canalón de estaño, que chirrió cuando sus uñas lo arañaron.
Intentó desesperadamente sujetarse al estrecho canalón mientras sus piernas se balanceaban en el vacío sin control. El aire frío se abalanzaba sobre ella al tiempo que intentaba alcanzar la barandilla de la escalera de incendios con la otra mano.
– Ya está, se acabó. Un salvaje numerito antes de despatarrarme sobre los adoquines, vestida con un traje de Issey Miyake arremangado sobre mis muslos.
Le pasó por la mente la cara sonriente de su padre junto a una desvaída imagen sepia de la que parecía ser su madre. Su única oportunidad era un contenedor a sus pies lleno de dios sabe qué.
Gritó cuando se rompió el canalón y cayó en dirección al contenedor
Cayó de cabeza, dando una voltereta en el aire frío de la noche
Aterrizó sentada en un contenedor lleno de botones que amortiguaron su caída. Rojos, verdes y amarillos. Brillantes y relucientes a la luz de la luna que se asomaba entre los árboles. Los botones chocaron entre ellos cuando se incorporó para alcanzar el borde del contenedor. Resbaló, y se encontró enterrada bajo montones de ellos. Jesús, ¿moriría ahogada por estos discos de colores después de haber sobrevivido a una caída de seis metros desde el tejado?
Por fin consiguió subir aplastando cientos de botones. El patio parecía estar sorprendentemente tranquilo. Se bajó la falda, se sacudió y una lluvia de multitud de bolitas de color rojo, verde y amarillo revoloteó sobre los adoquines. Había aterrizado en una partida de restos defectuosos. Entró pesadamente por la puerta laterar de Mon Bouton.
– Ça va, Leah?-Aimée la saludó con un beso
Leah abrió los ojos sorprendida al verla aparecer
– ¡Menudo traje!-Se acercó más, ya que era miope por haber pasado tantos años clasificando botones-. ¿Se trata de…?
– Un asesinato-asintió Aimée sintiéndose culpable por abusar de la confianza de Leah
En ese momento se abrió la puerta ligeramente y Aimée se dio la vuelta
– Ya estoy aquí-La empleada de albertine Clouzot, Florence, dudaba-. Casi no vengo
– Aquí está usted a salvo, Sarah
La antigua Sarah Strauss llevaba una peluca negra de media melena con flequillo que enmarcaba sus sorprendentes ojos azules. Alta y adusta, todavía resaltaba su belleza. Metió las temblorosas manos en los bolsillos de la gabardina
Miró a Aimée
– Pero he visto al mismo hombre que estaba afuera cuando regresé de las compras. Seguía ahí cuando usted llamó
– Tenemos que hablar. ¿Un café?
El único ruido provenía del siseo de la cafetera exprés en el fuego. Leah apagó las luces del taller, dejando un tenue foco sobre la cocina. Asintió de manera que tomaba parte en la conspiración y abandonó la sala
Aimée condujo a Sarah a una larga mesa de comedor de madera, abierta y llena de marcas, situada junto a los tubos y cilindros de metal galvanizado que organizaban los botones. Sirvió negro café humeante en dos tazas y le pasó el azucarero con el azúcar moreno
– Alguien quiere matarla.-Aimée sorbió su café-. También van detrás de mí
Sarah levantó la vista de su taza de café, desconcertada
– ¿Qué significa la esvástica grabada en la frente de Lili Stein?-dijo Aimée frotando la mesa de madera con la mano
Sarah movió la cabeza de un lado a otro
Aimée tenía que hacerla hablar
– Sarah, todo esto pertenece al pasado. ¡Usted lo sabe!
Los ojos de Sarah reflejaron miedo, pero sobre todo, tristeza
– Una maldición-gimió-, eso es lo que es. Que me ha seguido toda la vida. ¿Por qué lo permite Dios? Leo la Tora, lo intento entender, pero…-Se derrumbó, sollozando
Aimée se sintió culpable de su arrebato
– Verá, lo siento-Se inclinó hacia delante y rodeó a la mujer con el brazo-. Sarah, ¿le importa que la llame así?-Le levantó la barbilla-. Nunca juzgaría sus actos de hace cincuenta años. Yo entonces no había nacido. Solo cuénteme qué ocurrió.-Aimée hizo una pausea-. Hábleme de usted y de Lili.
– Usted encontró su cuerpo, ¿no?
Aimée sintió un nudo en el estómago
Sarah miraba al suelo, incapaz de enfrentarse a la mirada de Aimée
– Ella había cambiado
La curiosidad de Aimée había adquirido un tinte de miedo, desde el momento en el que vio la foto de Lili entre la multitud, cuando a Sarah la marcaron con la esvástica.
Sarha hablaba despacio
– De eso hace mucho tiempo. Algunos nos pasamos la vida intentando compensar el pasado-suspiró
– ¿Ella…?-Aimée no pudo acabar
Sarah se quitó la peluca negra
– ¿Si ella me hizo esto?
La cicatriz de la esvástica enn la frente se notaba incluso a la tenue luz. Sarah asintió
– Si no hubiera sido Lili, algún otro de esa turba lo habría hecho
Aimée se quedó atónita al escuchar el hartazgo y el perdón que expresaba su voz
Sarah interpretó su mirada
– Pero ella no dejó que hicieran daño a mi bebé. Los convenció para que nos dejaran en paz. Me ayudó a buscar refugio-Sarah suspiró-. Después de cincuenta años, volví a verla, tuvo que haber sido justo antes de…
Aimée dio un respingo y aguzó el oído
– ¿De que la matasen?
– He vuelto a París hace poco-asintió Sarah-. Como usted sabe, acababa de empezar a trabajar para Albertine. Lili todavía vivía en la rue des Rosiers. La seguí. Pero no fui capaz de enfrentarme al pasado
– ¿La siguió?-preguntó Aimée
– Durante la ocupación, estuvo aterrorizada. Estaba llena de celos y de odio hacia mí. Como era joven, no me di cuenta; creía que Lili me estaba abandonando cuando se escapó de París
Movió la cabeza
“Pero ese día nos encontramos por sorpresa en el zapatero. De alguna forma tuve el coraje de decirle quién era. Hablamos por primera vez de judía a judía. Entonces me contó lo de Laurent
– ¿Lo de Laurent?-dijo Aimée. Se encontraba confundida
– Tenía miedo de Laurent-dijo Sarah
Aimée negó con la cabeza
– ¿Quién es Laurent?
– ¡Ese alborotador de la clase de madame Pagnol de hace tantos años!-dijo Sarah-. Había rumores de que informaba sobre los padres de los niños que no le gustaban. Un tipo despiadado. Lili dijo que lo había reconocido y había ido a hablar con Soli Hecht
Aimée se levantó y comenzó a andar de un lado a otro, aplastando con sus zapatos de salón de tacón alto, trocitos sueltos de plástico y de botones tirados en el suelo.
– Quiere decir que Lili reconoció a Laurent. Ahora… ¿en el presente?
Sarah se frotó sus ojos cansados
– Soli Hecht la aconsejó que no se lo dijera a nadie-dijo-. Hasta que pudiera encontrar pruebas. Documentos o algo que tuviera que ver con al portera. Que le ayudara a demostrar que él no era el que decía ser. Revelar su identidad.
– Espere un momento,. ¿Quién es él?-dijo Aimée. Recordó las últimas palabras de Soli: “Lo…l´eau”-. ¿De quién está hablando?
Sarah se encogió de hombros
– No lo sé
– Déjeme que me aclare-dijo Aimée levantándose de nuevo-. Lili, con la ayuda de Soli Hecht, estaba a punto de sacar a la luz a Laurent, un antiguo colaboracionista que había ocultado si identidad. Pero ¿por qué no iba a decirle a usted quién era él?-Aimée comenzó a andar de un lado a otro
– Lili se estaba poniendo nerviosa y actuaba como si no me conociera-dijo Sarah-. En ese momento se dio la vuelta bruscamente y dijo que la estaban siguiendo. Luego, después de que yo recogiera la ropa de la tintorería, la vi. Me agarró, no sé por qué, y se escapó antes de que pudiera hablar con ella
– Entonces fue cuando se cayó el botón del traje de Chanel y quedó enganchado en su bolso-dijo Aimée acelerando el paso-. ¿Tuvo lugar la conversación en el zapatero?
– No, en la calle, cerca de la esquina del callejón-dijo Sarah
– ¿A qué hora?
– Justo antes de las seis, creo
– Corre usted mayor peligro del que pensaba-dijo Aimée incapaz de dejar de pasearse. Ya tenía las piezas para encajar el rompecabezas
– ¿Por qué?-balbuceó Sarah-. ¿Se trata de mi hijo?
– Eso es otro asunto. Aborrece el hecho de que usted sea judía, porque eso significa que él también lo es
– ¿Me persigue Helmut?
Claro, ahora todo tenía sentido. Hartmut era Helmut Volpe
– No, él me dijo que estaba usted en peligro. Está intentando salvarla. Y Lili también intentaba salvarla-dijo Aimée
– ¿A qué se refiere?
– Salvada de Laurent. ¿Nolo ve?-dijo aimée intentando controlar su nerviosismo, pero las palabras salieron disparadas-. Piense cómo cambió Lili mientras usted hablaba con ella. Cómo hacía ver que no se conocían y se fue alejando poco a poco. El estaba ahí, en algún sitio. Ella lo hizo para que él no supiera quién era usted-Aimée se sentó junto a Sarah-. Se lo prometo, ¡no va a encontrarla!