SABADO

Sábado por la mañana


Solage Goutal levantó la vista de lo que estaba haciendo, con los ojos hinchados de llorar.

– Soli ha muerto…se rumoreaba que lo han matado.

– Es más que un rumor…es verdad-dijo Aimée al tiempo que posaba el bolso sobre el mostrador de granito situado bajo las palabras grabadas “No olvidéis nunca”

Solange desvió la mirada

– Entre, la directora la recibirá ahora

Annick Sausotte, directora del Centro de Documentación Judía Contemporánea, se apresuró en salir a su encuentro. Extendió la mano y estrechó la de Aimée para arrastrarla luego al interior de su despacho

– Mademoiselle Leduc, es una pena que nos conozcamos después de la trágica muerte de Soli Hecht.-Sus ojos, que se movían rápidamente de un lado a otro, se fijaron en el traje de Aimée y en su bolso de piel-. Siéntese por favor. Soy toda suya durante cinco minutos. Luego tengo que ir corriendo a un almuerzo en su recuerdo.

– Gracias por reunirse conmigo, mademoiselle Sausotte. Iré directamente al grano.- Aimée se sentaba erguida en el borde de una incómoda silla tubular de metal-. El Templo de E´manuel ha contratado mis servicios con respecto al asesinato de Lili Stein. Creo que Soli Hecht, a petición de Lili, estaba investigando a alguien que ella había reconocido como colaborador durante la guerra. Existe una relación, y quiero saber en qué estaba trabajando Soli el día en el que supuestamente lo atropelló un autobús.

– ¿Qué supuestamente lo atropelló un autobús, mademoiselle Leduc?- dijo Annick Sausotte

Aimée la miró directamente a sus perspicaces ojos negros

– Alguien lo empujó debajo del autobús-dijo-. Pero no puedo probarlo, mademoiselle Sausotte. ¿No le extraña que cogiera un autobús cuando su artritis reumatoide era tan severa que necesitaba ayuda para bajar las escaleras y para ponerse el abrigo? ¿Y después de haberle dicho a Solange que cogería un taxi?

– ¿Qué quiere de mí, mademoiselle Leduc?-dijo Annick

– Acceso a los ficheros informáticos en los que trabajaba Soli ese día-dijo Aimée-. Encontré su nombre por casualidad entre las pertenencias de Lili. Creo que ella había reconocido a un antiguo colaboracionista y le pidió ayuda a Soli para obtener pruebas.- Aimée hizo una pausa-. Por eso la mataron.

Annick Sausotte se inclinó hacia adelante apoyando la barbilla en las manos y con el reflejo de sus codos sobre la reluciente mesa.

– Soli era el único que podía autorizar el acceso a sus archivos, pero…- Hizo una pausa y una expresión de dolor cruzó su rostro-. Por supuesto, ahora eso es imposible. Solo la fundación puede conceder ese permiso

– Sé que lo asesinaron en el hospital. Pero tampoco puedo demostrarlo.- Aimée se levantó y acercó su rostro al de Annick-. Hay otra mujer en peligro, una superviviente cuya familia pereció en el Holocausto

– ¿Es usted judía, mademoiselle Leduc?

– ¿Es eso un requisito para poder trabajar? Porque tengo la sensación de que para usted eso es más importante que la vida de alguien.- Aimée se acercó a Annick, la cual se levantó-. ¡A mí también me persiguen, pero a ellos no parece importarles mi religión!

– Se está usted tomando las cosas como algo personal, mademoiselle Leduc. Por favor entienda…

Aimée la interrumpió

– Tiendo a tomarme las cosas como algo personal cuando mi vida está en peligro. ¿Va a ayudarme o no?

Annick Sausotte la acompañó hasta la puerta

– Yo ni siquiera me ocupo de ese aspecto del trabajo del Centro. Déjeme que lo consulte con los responsables y con la fundación de Soli. Llámeme dentro de unos días

Aimée movió la cabeza de un lado a otro

– No parece que entiende usted nada

– Es lo único que puedo hacer-dijo Annick mientras metía los brazos en un abrigo demasiado grande que envolvía completamente su pequeño cuerpo-. Llámeme, por favor, mañana o pasado

Cuando Annick Sausotte salía a toda prisa de detrás del mostrador de recepción se escuchó un zumbido. Aimée se detuvo en el mostrador y estudió con atención el registro de visitantes

– Solange, alguien ha traído un paquete al área de recepción-dijo Aimée-. Vete a recogerlo y ya pulso yo el abridor

Solange cogió su llavero mientras los pasos de Annick resonaban en el vestíbulo de mármol

– Voy al servicio y luego saldré con la directora- dijo Aimée

Solange dudó un momento. Del interfono les llegó el tono agudo de una voz-. Transportes Frexpresse. ¡Necesito una firma!

Solange le dirigió un signo de asentimiento con la cabeza y desapareció por la puerta trasera. Aimée escuchó el chasquido de la puerta principal al cerrarse y echó un rápido vistazo a los sistemas de seguridad. Los monitores mostraban a Annick Sausotte dirigiéndose a grandes zancadas hacia la estrecha calle y a Solange firmando algo sobre una carpeta, entregándoselo a un chofer uniformado y girándose en dirección a la cámara. A partir de ahí, Aimée ya no la podía ver.

Abrió cajones hasta que encontró el que contenía las tarjetas de identificación de plástico. Debajo de ellas había varias llaves maestras y Aimée las cogió todas y las metió en el bolsillo. Cruzó la puerta entreabierta del despacho de Annick Sausotte. Se imaginaba que podía quedarse en el despacho hasta la hora de cerrar, lo cual sería dentro de unos diez minutos. Aimée no había hecho más que desprenderse de los dolorosos zapatos de tacón y se había acomodado en el sillón tubular cuando escuchó la voz de Solange

– ¿Te has olvidado de algo, Annick?-dijo

– Aimée miró a su alrededor y vio un abultado maletín sobre la mesa de Annick. Se dio cuenta de que no había un armario, y el escritorio no ofrecía protección alguna. El único mueble restante, un armario antiguo lacado en negro, era una delicada pieza de tres patas. Lo abrió y lo encontró lleno de frágil porcelana

No había dónde esconderse

Escuchó la voz de Annick y un teléfono que sonaba

– Está sobre mi mesa. Ya contesto yo el teléfono

Aimée echó mano de los zapatos de tacón y se ocultó tras la puerta, pegada a la pared. Mientras Solange se acercaba a la mesa, Aimée tiró suavemtne de la puerta y se cubrió con ella casi por completo.

Solange había recogido el maletín y se había dado la vuelta para salir cuando Annick hab{o

– Solange, busca los recorte de prensa sobre el monumento a la deportación, ¿de acuerdo? Está en el segundo o tercer cajón del escritorio

No podía ver a Solange, pero rezó para que lo encontrara. Y rápido. Le picaba la nariz. Desgraciadamente, con las manos estaba sujetando los zapatos, y no podía taparse la nariz sin golpear la puerta a un tiempo

Escuchó el ruido que hacía Solange al rebuscar en el escritorio y remover papeles

– No lo encuentro. ¿En qué cajón?

Trató de apretar la nariz contra la puerta para evitar el estornudo, pero eso solo consiguió abrirla algo más. Estaba a punto de explotar cuando oyó a Annick gritar.

– Lo he encontrado

Solange salió de la habitación y cerró la puerta de golpe tras ella. Al mismo tiempo, Aimée dejó caer los zapatos sobre la alfombra y amortiguó su estornudo con las dos manos lo mejor que pudo. Desde detrás de la puerta cerrada le llegaba el sonido de conversaciones en voz baja y luego el silencio. Mientras volvía a ponerse los zapatos, marcó el número de Leah en la fábrica de botones

– Leah, ¿qué tal Sarah?

Leah contestó en voz baja y cómplice

– La última vez que lo he comprobado, bien

– ¿Hace cuánto tiempo que lo has comprobado, Leah?-preguntó Aimée-. Nuestra invitada es de las que pertenece a la variedad nerviosa. Probablemente le vendría bien tener compañía

– He ido a ver hace unas pocas horas-dijo leah-. Voy a cerrar, así que ahora miro. Tengo en el horno un souflee de Gruyere con salsa de alcaparras…

Aimée se dio cuenta de que no había comido nada durante el día

– Suena estupendo. Estaré ocupada un rato, así que por favor tranquilízala. Volveré a llamarte

La fundación de Soli Hecht en el quinto piso se encontraba en lo que había venido a llamarse de manera poética durante el siglo anterior una buhardilla. La placa de bronce en el exterior de su despacho afirmaba que ahí había muerto Chopin, arruinado, tísico y con atrasos en el pago del alquiler. Ahora consistía en estancias blanqueadas con aleros oblicuos y ventanas rectangulares. Aglomerado de color blanco rodeaba la oficina proporcionando así un mostrador continuo y espacio para estanterías. Varios ordenadores estaban situados junto a una fotocopiadora de último modelo y el espacio restante lo ocupaban archivadores de metal blanco.

La primera impresión de antisepsia la estropeaba la fotografía que cubría una pared entera. El pie de un niño pequeño colgaba de un horno crematorio cerca de montones de cenizas y sonrientes oficiales de la Gestapo daban golpecitos con sus fustas. Letras en negrita colocadas debajo decían: “No olvidar nunca…”

A Aimée se le revolvió el estómago, pero se obligó a quedarse ahí. Se sentó frente al ordenador más cercano. Apoyó la cabeza contra la pantalla, pero la foto no acababa de disiparse. ¿Y ese piececito? ¿Y la madre que lo había lavado, el padre que le había hecho cosquillas, la abuela que había tejido calcetines para él o el abuelo que lo había subido en sus hombros? Probablemente ninguno estaba ya. Generaciones perdidas. Solo quedaban los fantasmas

Aimée pensó que Soli Hecht se recordaba a sí mismo el por qué de su trabajo ahí. Como si necesitara motivación, siendo como era, él mismo un superviviente de Treblinka. Comenzó a golpear las teclas y a jugar con posibles contraseñas para acceder al disco duro de Soli. Consideró la posibilidad del “efecto ático”, que todos los datos que se almacenan sobreviven en el disco duro. Un usuario, como Hecht, pensaría que había eliminado información al borrarla. Pero nada se eliminaba del todo. Todos los códigos escritos se redirigían a través del hardware del ordenador y se alojaban allí en algún lugar, algo por lo cual le pagaban muy bien en sus investigaciones informáticas forenses.

Descubrió la contraseña (Shoah) y encontró las terminales de la fundación de Soli que estaban conectadas con el sistema central de la planta baja y se froto las manos con excitación. Metódicamente, comenzó a acceder al disco duro y comprobó las bases de datos en busca del nombre de Lili

La última actividad de Soli con el ordenador tenía fecha del viernes, el día de su accidente, dos días después del asesinato de Lili. No se habían abierto archivos, ni se había añadido ninguno nuevo. Al leer su correo electrónico se desilusionó. Solo había un breve mensaje del Centro Simon Wiesentahl ¿Dónde estarían los disquetes de seguridad de Soli?

La cerradura de los archivadores cedió ante el contoneo de un clip y Aimée rebuscó al tiempo que se ocupaba en mantener su mirada alejada de la fotografía. Cientos de páginas sobre Klaus Barbie, el carnicero de Lyon, con testimonios de supervivientes que Soli se había encargado de documentar cuidadosamente. Aimée dio una patada al fichero más cercano: no había nada posterior a 1987. Perpleja, comenzó una búsqueda sistemática en las habitaciones pintadas de blanco. Vació los archivadores y desmontó los archivos, buscó debajo del ordenador por si había algo pegado a la parte inferior y comprobó las costuras de la alfombra. Tres horas más tarde aún seguía frustrada. Nada. Ni siquiera un solo disquete.

Tenía la sensación de que aquí tenía que existir algo que tuviera que ver con Lili. ¿Se lo habría llevado Soli? Incluso si lo hizo, tendría una copia o un disco de seguridad. En momentos como este, Aimée sabía que era mejor marcharse y regresar con ojos nuevos para poder apreciar algo que quizá se le había pasado por alto. Decidió bajar al piso de abajo y buscar en los ficheros de microfichas del Centro de anotaciones sobre la ocupación.

El sistema de la biblioteca del tercer piso era claro, conciso y contenía continuas remisiones inmaculadamente perfectas. Las microfichas de periódicos y boletines judíos se agolpaban delante de sus ojos.

Una hora más tarde, encontró la vieja fotografía granulada, junto a un breve artículo, “Jamais plus froid”.

Los alumnos del liceo de la rue du Plâtre demuestran patriotismo a favor

de nuestros obreros franceses en Alemania. Este cargamento de lana

contribuye a mantener a nuestros hombres calientes durante este invierno.

Vio a Sarah y a Lili, con las estrellas amarillas bordadas sobre sus vestidos, de pie junto a montones de abrigos en el patio de la escuela. Ahí estaba también la cara que Odile Redonnet había identificado como la de Laurent de Saux. Sobre su cuello, asomando sobre el cuello de la camisa, lucía una marca de nacimiento en forma de mariposa.

Copió el archivo, con foto incluida, en una copidadora láser forrada de madera, alineada junto a la entrada a la biblioteca. Eliminaba las distorsiones y las imágenes borrosas gracias a un sistema de descompresión de archivos en papel de prensa, de manera que se distinguían incluso hasta los menores rasgos faciales. Era de una calidad excelente e irrefutable. Se pregntaba cómo había podido esconder Laurent de Saux esa marca de nacimiento.

Existía una prueba de que Laurent conocía a Lil y a Sarah. Lo que permanecía siendo una incógnita era su identidad. Tenía que contrastar las huellas de sangre con el archivo nacional francés. Eso es: ¡encontrar a un tal Laurent de Saux y comparar su huella con la impresión de sangre!

Fue en ese momento cuando escuchó el eco de unos pasos. Se quedó helada. Del pasillo le llegó una tos áspera y rasposa. ¿Seguridad? Se lanzó debajo de una mesa de caballete apretando la copia entre las manos. En ese momento se dio cuenta de que la tapa de la fotocopiadora estaba sospechosamente abierta y la luz roja parpadeaba de manera insistente.

Su bolso de piel permanecía sobre el suelo de mármol junto a la máquina. Miró subrepticiamente desde debajo de la mesa y vio a un hombre mayor, probablemente un clic jubilado, vestido con uniforme de seguridad. Tendría que dominarlo para poder volver a conectarse en el ordenador de Soli y finalizar su búsqueda.

El carraspeó y escupió en la papelera de metal cerca de su cabeza. Finalmente, apagó la máquina, cerró la cubierta de golpe y accionó el interruptor para apagar las luces. Dejó el aroma a cebolla de la cena en la biblioteca.

Y entonces ella se dio cuenta de dónde podía haber escondido cosas Soli. En un lugar molesto y ofensivo. Tenía que ser eso. ¡El único lugar en el que no había mirado! En silencio, metió las copias enrolladas en el bolso, volvió a quitarse los tacones, y subió al quinto piso sin hacer ruido.

Una vez en el interior de la fundación de Hecht, se acercó a la pared. Se acercó a la fotografía con los lascivos rostros de la Gestapo y palpó a su alrededor. Continuó suavemente hasta la punta de las fustas, y entonces sintió una hendidura y un ligero surco. Al presionarlo, oyó un clic, y sintió que una parte de la pared se abría a su derecha con un chirrido. Se deslizó hacia fuera un cajón sobre guías que contenía varios disquetes metidos en sobres. Encontró uno con el nombre “L:Stein”. Intentó detener el temblor de sus manos, respiró hondo y trató de abrir el disquete. Pero no funcionaba.

El disquete contenía un archivo en WordPerfect y había sido protegido con una contraseña. Lo intentó con la fecha de cumpleaños de Soli, con su lugar de nacimiento, con lugares y fechas del Holocausto. Nada. Lo intentó con los nombres de todos los campos de concentración. Nada. Lo intentó con oraciones hebreas y configuraciones simples de referencias bíblicas. Nada. Necesitaba el software de decodificación de René para poder obtener acceso al archivo del disquete de Soli.

Rezó para que René hubiera conseguido llegar ya a casa de su primo Sebastián. Pulsó el número de Sebastián en el telefono blanco de Hecht.

– Está aquí-contestó Sebastián

René se puso al teléfono

– ¿Estás bien?-preguntó ella

– Es solo un rasguño. Viviré-repuso él antes de conectar el portátil. Gracias a Dios, René era un fanático de los ordenadores, al igual que ella

– Descárgate esto y vamos a intentar descifrarlo-dijo ella-. Vamos paso por paso

Los dedos de René golpeaban el teclado sin parar

Aimée comprobó la pantalla

– De acuerdo, descarga completa-dijo René-. ¿Qué estamos buscando?

– Estamos buscando la contraseña de acceso de Soli Hecht. No puedo abrir el disquete

Tras unos pocos minutos, René murmuró algo que sonaba como “Azores”

– Que quiere decir…

– Saca a tus vecinos a golpes-dijo él

– ¿Te importaría explicarlo?

– El viejo juego de cartas-dijo René-. El saca a tus vecinos a golpes. Era popular durante la guerra. Incluso con ochenta y tantos años, mi abuela sacaba siempre los ases.

– Creo que me estoy perdiendo algo. ¿De qué hablas?-preguntó Aimée

– ¿Te acuerdas del caso Jigny?-dijo él-. Utilicé nuestro software para encontrar la clave y conseguí las dos primeras letras.

– Continúa, René-dijo ella

– Bueno, después de conseguir las primeras letras, pensé que la clave estaría en un juego de fantasía-dijo él-. Al hijo del tipo le encantaba Dragones y Mazmorras, era un fanático total, y eso lo facilitó mucho. Conseguí la clave y abrí el fichero. Comprobamos un nuevo sistema informático con lo que cobramos por aquello.

Ella le envió un ruidoso beso a través del teléfono.

– ¡Ya digo yo que eres un genio! No sé si Soli jugaba mucho a las cartas en Treblinka. Entonces tendría catorce o dieciséis años. Lo único que sé es que era apasionado y metódico, por lo que he podido ver en su despacho de la fundación.

– Deja que le hinque el diente-dijo René-. Te llamo al móvil

Pensó en lo que intentaba hacer René. Juegos. ¿Jugaba Soli a algo en Treblinka? ¿A qué podría jugar soli en un campo de la muerte… suponiendo que jugara a algo? Algo a lo que solo se pudiera jugar en las raras ocasiones en las que los guardias no vigilaran. Algo que pudieran hacer los prisioneros y que se pudiera ocultar fácilmente. Algo que requiriera pensamiento, planificación y movimientos deliberados. Justo tal y como había conseguido por fin montar contra Klaus Barbie.

¡Claro! Podían jugar al ajedrez en un campo de concentración. Las palabras “Jaque mate” abrieron inmediatamente el archivo. Sacó un disquete nuevo de su bolso y comenzó a copiar el archivo abierto.

Mientras lo hacía llamó a Leah.

– Allô? -contestó la alegre voz de Leah

– ¿Le ha gustado a Sarah el souflé?

– Pero si ella está contigo, ¿no?-dijo Leah despertándose de repente

– ¡No!-gritó Aimée al tiempo que sentía que la invadía el pánico

– Dijo que había quedado contigo, y algo sobre una salamandra-dijo Leah

– ¿Qué?-Aimée estaba temblando. ¿Pior qué iba Sarah a marcharse?

– La vino a buscar ese hombre-dijo Leah-. Dijo que tú te reunirías con ellos

– ¿Quién?

Leah describió a alguien que bien podía ser Thierry. Aimée pulsó el botón de expulsión, guardó el disquete y bajo corriendo por las escaleras. Una vez junto a la puerta desactivó el sistema de seguridad tal y como le había descrito Solange. Al salir, pasó repuntillas junto al guardia, que ni siquiera hizo amago de despertarse

Cuando se encontraba esperando en el semáforo de la esquina de la rue Rivoli, ya sabía que la seguían. Se metió en el metro mientras recordaba cómo ella y Martine solían esconderse de su pandilla después de clase. Sujetas a las paredes embaldosadas había bisagras que sujetaban las puertas batientes del metro y suficiente espacio vacío para dos adolescentes que se reían tontamente. Suponía que se tendría que apretar más. Pero cabía justa. Una ráfaga de aire caliente, el chirriar de los frenos y el sonido de las pisadas mientras los pasajeros se movían escaleras arriba junto al lugar en donde se encontraba Aimée. Contó hasta treinta, volvió a subir corriendo las escaleras del metro y encontró un taxi junto a la entrada oeste del Louvre.


Sábado por la tarde


– ¿Dónde está Sarah?-preguntó Aimée por el teléfono móvil.

– ¿No la ha encontrado?-dijo Hartmuth.

Desde el segundo piso de la abarrotada tienda de pósters antiguos de su primo Sebastian en la rue St. Paul en el Marais, vigilaba el estrecho callejón a sus pies. Sarah, sin darse cuenta del peligro que suponía su hijo, se había ido con Thierry. O quizá él la había obligado.

Aimée apartó ese pensamiento de su mente. Tenía que llegar hasta un ordenador con capacidad de conectarse con la red municipal y encontrar a Sarah.

Sebastian, vestido con pantalones de cuero y chaqueta negros y una poblada barba negra a conjunto, estaba ayudando a encontrar un atuendo para René.

Ella lo había rescatado en una ocasión a Sebastian, primo político suyo y antiguo yonqui. Tal y como él decía a menudo, le debía una de por vida.

René salió de la buhardilla del piso de arriba, el brazo colgando de un cabestrillo y vestido con un chaleco de pescador retocado con luces fluorescentes pegadas con cinta de velcro en todos los bolsillos. Sebastian lo manipuló arriba y abajo con delicadeza para introducirlo en las botas de pescar de goma hasta el muslo.

– ¿Qué es la salamandra?-preguntó Aimée por teléfono.

Hartmuth dejó escapar un hilo de aire

– El escudo de armas de mármol de Francisco I.

Desde abajo, se elevaban hasta sus oídos ruidos sordos. Desde la Bastilla llegaba el sonido de truenos lejanos.

– Ahórrese la lección de historia-dijo Aimée, sintiéndose frustrada al pensar que quizá había llegado demasiado tarde-. ¿Qué significa?

– La salamandra es una escultura grabada en el arco del edificio del siglo XIX en el que vivía, frente a las catacumbas.

A sus pies, en la estrecha calle medieval de St. Paul, el espacio se llenó rápidamente de una fila de tanquetas de color caqui. De diseño pulcro y aerodinámico, los Humvees avanzaban sobre los adoquines a horcajadas sobre las bouches d´egout que conducían a las alcantarillas. Aimée no había visto tanques en París desde las revueltas de 1968 en la Sorbona. Los coches aparcados bloqueaban el paso de las tanquetas y estas emitían nubes de gasóleo en combustión, en la fría tarde de Noviembre.

– ¿Ha explotado una bomba?-dijo Aimée

– Los radicales contra los de derechas-dijo Hartmuth-. Me temo que tengo algo que ver con eso

– ¿A qué se refiere?

La voz de Hartmuth denotaba cansancio

– Por mi oposición a votar. La Unión Europea no ha podido ratificar el tratado comercial con sus políticas de exclusión.

– Thierry ha llevado a Sarah a las catacumbas-dijo ella-. ¿Por qué la conoce?

– Yo le enseñé la vieja salida-suspiró Hartmuth-. Escondida en la plaza de Georges-Cain

– Allí nos vemos-dijo Aimée antes de cortar la comunicación

– No llegaremos por ninguna ruta, Aimée-dijo René mientras se acercaba adonde ella estaba-. Controles por todos los sitios, el ejército esta acordonando el Marais.

Ella lo besó en las mejillas

– Entré en el archivo protegido de Soli Hecht con las palabras “Jaque Mate”

René sonrió

– Idem.

– Las grandes mentes piensan igual, ¿eh?-dijo ella-. Por eso vamos a ir bajo tierra

– Las catacumbas no llegan hasta esta zona de la rue St. Antoine-repuso él

– Pero el alcantarillado sí, René

El puso los ojos en blanco

– Ya sabes que yo no me llevo bien con…

– Los roedores. Yo tampoco, pero Sebastian tiene algo que nos puede ayudar- dijo ella-. ¿Has traído el portátil?

– ¡Y tú eres la que hablas de los adictos a los ordenadores! -dijo él- ¡Sacar del hospital a un hombre herido y hacer que pida prestado a los amigos un software pirateado!-Estaba gruñendo, pero le brillaban los ojos-. ¡Me encanta! ¿Cuál es el plan?

– Conéctate con el portátil a la red municipal y accede a Frapol 1 de incógnito-dijo ella

– ¿Por qué?-René hizo un gesto de dolor al colgar la mochila del hombro sano.

– Para que pueda identificar la maldita huella y averiguar a quién pertenece ese edificio en el Marais-dijo ella-. Voy a atrapar al asesino con una impresora de matriz de puntos o con la escala de grises de una láser.-Se cambió de ropa rápidamente detrás de un cartel de los años treinta que proclamaba “Esquíe en los Alpes Marítimos”, con figuras envueltas en anoraks brincando con una cierta rigidez entre anticuadas telesillas.

– ¿lo descargamos aquí o fuera?-preguntó Sebastian, cuya barba amortiguaba el sonido de su voz. Había preparado todo lo que le había solicitado.

Aimée señaló con la cabeza la puerta trasera, la cual se abrió. Daba a un callejón empapado por la lluvia. El ató el voluminoso material y se situó en cuclillas bajo las vigas de su tienda, las gotas de lluvia relucientes sobre sus pantalones de cuero negro.

– Gracias.-Ella se acercó a él con sigilo vestida con el mono con capucha de oscuro vinilo.

Agarró el asa de una pequeña caja de color gris, mientras Sebastian arrastraba una mochila grande. Avanzaron con dificultad por el callejón adoquinado en medio de la fina lluvia hasta el quai des Celestins, a una manzana de distancia. René guardaba la retaguardia.

– ¿Qué ocurre con los habitantes del subsuelo?-dijo René-. ¿Con los de las colas largas y grasientas?

Ella señaló la caja

– Ultrasonidos. Los odian. Por lo menos es lo que prometía el anuncio

– Tú siempre pendiente de la alta tecnología, Aimée-resopló René

– Tú eres al que le molestan las ratas, ¿te acuerdas? ¿No mencionaste la semana pasada algo así como la proporción de incidencia de la epidemia de rabia entre la población roedora?-Intentó no sonar como que le faltaba el aliento-. Es lo mejor que puedo hacer con tan poco tiempo.

Sebastian sonrió desde el fondo de su barba y René simplemente le lanzó una mirada furibunda.

– La puerta de atrás de mi casa está siempre abierta, Aimée. Sacude las bisagras y encaja el pestillo-dijo

– Eso suena obsceno-murmuró René

Sebastian esbozó una amplia sonrisa y desapareció

Aimée sacó una fina varilla de metal de debajo de la manga y la enganchó debajo de la tapa de una alcantarilla. Con un rápido giro de muñeca, levantó la tapa y la puso sobre la acera, lo cual produjo un fuerte ruido al rozar con el suelo. De manera tan discreta como le fue posible (en un muelle, sobre el Sena, en el crepúsculo y con un enano), señaló la abertura con elegancia.

– Tú primero-dijo

Levantó la mochila y agarró la caja mientras bajaba los resbalosos travesaños. Por fin empujó a rastras la pesada tapa hasta su posición original la cual se cerró con un ruido metálico.

Una podrida mezcla a verduras, heces, arcilla y alcantarilla flotaba húmedo túnel. Los arcos de cemento rezumaban humedad en forma de brillantes diseños, como si un caracol gigante hubiera soltado su baba sobre ellos.

Cada vez que René se movía, los haces de luz de la linterna cabeceaban y salían rebotados de las paredes subterráneas del alcantarillado. Más adelante veían el agua que salpicaba, y cuando se dio la vuelta, pares de ojos rojos redondos y brillantes miraban absortos la luz de la linterna. No era momento de mostrarse aprensivo, pero era difícil ignorar las hordas de ratas que emitían agudos chillidos. Ella abrió la caja y encendió el medidor de sonido. La flecha osciló, se hundió hasta el cero, y subió hasta los quinientos decibelios. La caja emitió un zumbido disonante que resonaba en las húmedas paredes de la alcantarilla.

– Menos mal que esta frecuencia solo resulta audible para el oído animal-dijo

René no parecía muy convencido

– ¿Se hipnotizan como los ciervos?-preguntó mientras las ratas seguían mirándolos fijamente

– Lo dudo-dijo ella con un escalofrío. Eran ratas grandes como conejos.

Metió la cja de sonido a presión en uno de los bolsillos de la mochila y la aseguró con tiras de cinta de velcro. Había obviado mencionar que el alcance había demostrado su efectividad para repeler a cánidos en cautividad en un radio de aproximadamente dos metros. No se habían realizado estudios con los roedores en condiciones subterráneas y húmedas.

También apartó el pensamiento de que pudieran tener la rabia. René se volvió despacio y la luz de su linterna iluminó montones de brillante piel marrón y colas sin pelo, desparramadas por toda la larga alcantarilla.

Ella consultó el mapa del alcantarillado. La pared marrón de cemento cubierta de manchas tenía un número en blanco con una flecha pintada sobre él

– Vamos-dijo

Mientras avanzaban con dificultad a lo largo del arroyo enfangado, Aimée se ajustó la máscara de ventilación sobre la boca e hizo lo propio con la de René. El olor no era así tan desagradable. Sus pasos resonaban junto al ruido continuo del goteo de la tuberías de arcilla que efectuaban el drenaje desde las calles sobre sus cabezas. Tras ellos correteaba un ejército de ratas, cuyas colas golpeaban las paredes, quizá a unos dos metros de distancia. Recorrieron tres manzanas en cinco minutos, pero las ratas les ganaban ventaja.

– Ni aunque condujeras tú, René, habríamos llegado hasta tan lejos en tan poco tiempo.

Más adelante, los húmedos muros marrones rezumaban riachuelos de roñoso limo que salían de una tubería de tres metros de diámetro cubierta por una red.

Aimée sacó el corta-metal del interior de su mono y comenzó a cortar. Cerca de ellos sonaban chillidos agudos y fuertes.

– Ni en sueños voy a reptar ahí dentro-protestó René-. Ya me las tengo que ver con suficiente mierda cada día sin tener que pasar por esto.

– No es exactamente lo que piensas que es, René-repuso ella mientras cortaba el grueso cable-. No es un desagüe de aguas fecales.

– Bueno, puede que el olor me haya confundido-dijo él-. ¿De qué se trata?

– El vertedor del colector de residuos y la única forma de llegar al depósito de cadáveres-dijo ella mientras lo ayudaba a deslizarse por el agujero que había cortado.

– Se trata del allanamiento de morada más extraño que he realizado en mi vida-murmuró él.

– Puede que baja por aquí un poco de sangre o algún fluido que se haya deslizado desde las mesas de embalsamar al fregarlas con la manguera-dijo ella-. Pero todo está diluido.

– Me contenta pensar que hoy no he comido-dijo René trepando despacio por los húmedos travesaños utilizando para ello su brazo sano.

Aimée pulsó un botón y la cubierta de metal del vertedor, sujeta con bisagras, se abrió de golpe. Tiró de René y se dio cuenta de que había subido hasta un gran trastero. Fregonas, aspiradoras y limpiadores industriales ocupaban la mayoría del espacio. Varias batas de laboratorio de color azul, de las que vestían los de mantenimiento, colgaban de ganchos junto con gorros de plástico para el cabello y guantes de goma. Se desprendió de las mallas negras, se puso el atuendo del laboratorio y dejó el mono en la basura. Le quitó las botas a René y él se puso una deportivas.

– Saldremos por la puerta trasera cuando haya comprobado una huella dactilar, ¿de acuerdo?-susurró Aimée mirando el reloj-. Con tu ayuda, no nos tendría que llevar más de quince minutos.

– ¿Y por qué no hemos entrado también por la puerta de atrás?-dijo René

– La custodia la policía-dijo ella-. Quería haberlo calculado para hacerlo durante el cambio de guardia, pero se complicaba demasiado. Entramos, salimos, y nadie se entera

– Y ¿por qué en el depósito de cadáveres?

– Cuando acabemos, cuento con encontrar a Sarah en las catacumbas que están justo al otro lado de la pared de la morgue.

En el interior del depósito, únicamente parpadeaba una de las luces fluorescentes del pasillo. El resto estaban fundidas. Las paredes con azulejos verdes del tipo de los de los mataderos hacían que sus pasos resonaran. Abrió una puerta con manilla de acero inoxidable con el letrero “Solo personal”.

La sala abovedada apestaba a formaldehído y hacía un frío polar. Cuerpos cubiertos por una sábana gris que dejaba a la vista solo los dedos de los pies, yacían sobre plataformas de madera, cada uno con una etiqueta numerada de plástico amarillo. La escena le recordaba a un grabado de medicina del siglo XV

Lo único que faltaba eran las sanguijuelas y las incisiones que permitían que los humores malignos abandonaran el cuerpo.

Aimée empujó otra puerta batiente. Las balanzas utilizadas para pesar los órganos colgaban del techo suspendidas de cadenas de metal. Un cadáver yacía sobre una mesa de acero inoxidable, formando un ángulo sobre el desagüe del suelo: mujer, joven, con pelo largo castaño y descoloridas marcas de pinchazos en sus manos y brazos. La habían abierto desde el pecho hasta la pelvis, y la habían vuelto a coser con hilo negro, lo cual resaltaba de forma brutal en contraste con su piel cerúlea. Habían vuelto a coser en su sitio la cubierta superior del cuero cabelludo, pero el nacimiento del pelo estaba demasiado cercano a la sien. Qué triste, y un trabajo ciertamente chapucero. Normalmente se esforzaban por los padres, aunque quizá en este caso no los había.

Hizo que su tono de voz sonara profesional

– El ordenador del forense tiene que estar por aquí-. Se metió en la boca un chicle de Nicorette y señaló el pasillo tenuemente iluminado

– El allanamiento de morada solía ser algo más divertido que esto-dijo Rene antes de detenerse. El pasillo se sumió en la oscuridad.

– ¿Dónde está el interruptor de la luz?-Palpó la áspera pared buscando el interruptor. Lo encontró por fin y lo activó. Frente a ella, en la puerta del forense, se encontraba la mayor cerradura que había visto en su vida.


Sábado a primera hora de la noche


Después de pasar los arbustos que rodeaban la plaza Georges-Cain, Thierry llevó a Sarah hacia un oscuro agujero oculto por el pilar en ruinas. La empujó hacia delante a empellones y la obligó a bajar por los maderos medio podridos. En el interior de una caverna jalonada de huesos que olía a moho y a putrefacción, le hizo un gesto para que se sentara.

– ¿Te acuerdas de esto?-dijo. Apuntó con la linterna a las paredes en ruinas de las catacumbas. El agua de las cisternas goteaba formando negros y grasientos charcos.

Le temblaba todo el cuerpo.

– ¿Cómo has sabido de este lugar?

Thierry tenía en la mano el fax que había robado de la oficina de Aimée con la fotografía de Sarah: la marca de la esvástica, el cuero cabelludo afeitado, y él de bebé en sus brazos. A Sarah se le mudó el rostro.

Nom de Dieu!-dijo-. ¿Dónde has encontrado eso?

El permaneció en silencio, encendió una vela y sacó una tira de cinta aislante.

– ¿Qué ocurre?-preguntó ella inquieta. Comenzó a levantarse, pero él la hizo volver a sentarse de un empujón en la húmeda suciedad-. ¿Qué es lo que quieres?

– Toda tu atención-dio él mientras le ataba los tobillos con la cinta-. Admítelo-dijo él mientras le ataba los tobillos con la cinta-. Admítelo-dijo, sentándose frente a ella con las piernas cruzadas sobre una irregular losa y comenzó a cantar “Frêre Jacques, dormez vous?” con empalagosa vos de falsete. Pegó una patada en el suelo.

La peluca negra de Sarah se descolgaba sobre su oreja y la cicatriz se mostraba por completo a la luz de la vela. El aire húmedo llenaba la caverna.

– ¿Por qué haces esto?

– Sabes, tendría que estar orgulloso de eso.- Thierry se levantó y le pasó el dedo por la esvástica de la frente.

Sarah temblaba

– Ganaste el sello del Führer, algo que muy pocos judíos consiguieron-dijo Thierry-. Pero sigues siendo una kike, una impura.

– Oui.Une Juive-dijo ella y dejó de temblar-. Pero no vivo con miedo por ello. Ya no.

– Pero debes pagar-repuso él

– ¿Pagar?-Abrió unos ojos como platos-. ¿No he pagado ya lo suficiente? La Gestapo se llevó a mi familia, tuve que abandonarte… ¿no es eso más que suficiente?-Ella movió la cabeza de un lado a otro

“Tan pronto como regresé a París, estuve frente a la casa de los Rambuteau y te vi entrar por la puerta”-Se secó los ojos con la sucia manga de su gabardina-. Justo en el lugar en el que me había despedido de ti con un beso cuando eras bebé. ¿Sabes lo que hice? Me arrodille, en un charco de la acera y di gracias al Dios que durante años he despreciado porque estabas vivo. Vivo, andando y respirando. Un hombre adulto.-Estaba haciendo un esfuerzo por continuar-. Fui al templo, al que iba con mis padres, y rogué a dios que me perdonara por haberlo odiado. Estás sano, y tenías unos padres que te amaban.

Thierry soltó un bufido.

– ¿Unos padres que me amaban? Lo que Nathalie Rambuteau amaba era la botella

– Lo siento. Lo siento mucho

– No importaba que lo prometiera. Cuando volvía a casa de la escuela, estaba borracha y se desmayaba, pegada al suelo con su propio vómito.-Golpeó con el puño la pared de tierra endurecida-. Eso era cuando tenía un día bueno. Yo pensaba que era porque yo era adoptado.

– ¿Adoptado?-Sarah jugueteaba con la cinta aislante-. ¿Te dijo…?

El la interrumpió mientras se encorvaba para atarle las muñecas con cinta

– ¿Qué hiciera la cama y me lavara detrás de las orejas?-dijo sonriendo-.La palabra “maternal” no describe a Nathalie

– ¡Sobreviviste!-dijo ella

El la cogió del brazo y la observó como si fuera un ejemplar de laboratorio.

– No tienes rasgos semitas pronunciados-dijo achicando los ojos-.Debe ser que los invasores arios violaron a alguna antepasada en las estepas y tú llevas los genes recesivos

– Matarme no te hará menos judío.-Escarbó en la tierra con la mano cubierta de cinta aislante como si se tratara de una pezuña-. O cambiar el hecho de que yo soy tu madre

– Probada inferioridad.-Sacó un puñal de la Gestapo, que brillaba débilmente en la oscuridad-.Ya hemos hablado suficiente


SÁBADO POR LA NOCHE

Al cabo de diez minutos, Aimée aún no había conseguido abrir la cerradura Zeitz de la puerta del despacho del forense. Le dolía la mano

– Esto me está costando demasiado tiempo-dijo

René se agachó a su lado sobre el gastado linóleo y sacó una Glock automática

– No es una solución muy elegante, pero nos ahorrará tiempo-dijo.

Ella dudó, pero seguía intentando hacer palanca con el seguro de la cerradura. Un minuto más tarde, la enorme cerradura se abrió con un chasquido y con un suspiro metálico. Aimée se frotó la muñeca mientras René se acercaba de puntillas para retirar la cerradura y abrir la puerta

– Tú primero-dijo

Se instaló en un escritorio situado en un hueco en la pared y enchufó rápidamente su detector de códigos en una regleta bajo el mostrador de recepción para conectarlo después a su portátil

Mientras sacaba de la boca el chicle amarillo para dejar de fumar, Aimée supo que no había malgastado su dinero. Aunque era cierto que mataría por un cigarrillo. Colocó dos bolitas en las esquinas opuestas de la jamba interior de la puerta y luego fijó el barato sensor de alarmas que Sebastian había comprado en la tienda de modalismo. La zona del despacho del forense, pintada de verde institucional, al igual que el resto de la morgue, permanecía silenciosa a no ser por el sonido de los dedos de René sobre el teclado.

– Esto pone los pelos de punta-dijo René al abrir el disquete de Soli-. Ya sé que los clientes no nos van a molestar, pero me sentiría mucho mejor con la puerta cerrada.

– Tiene que circular el aire.-Señaló con la cabeza un respiradero en la pared-. Si no, el formaldehído apesta. Además, si alguien se tropieza con mi sensor de alarmas, lo oiremos.

Aimée intentaba ocultar la duda en su voz. Se sentó con un plaf en la silla del forense.

– ¡Bingo!-dijo René

– ¿Es esa la contraseña?

– Adivina cuál es el código del forense-dijo René poniendo los ojos en blanco.

Aimée miró la foto enmarcada sobre el escritorio: un hombre maduro y panzudo, con mechones de pelo gris que sobresalían bajo la boina que sostenía una escopeta de caza debajo de un brazo y con el otro un ganso con el cuello partido

– “Cazador”-dijo René

– Es de los que se consideran a sí mismos una leyenda-dijo Aimée moviendo la cabeza-. Después de pasarse el día abriendo cadáveres, ¿cómo puede apetecerle matar a otro bicho viviente?

Trabajar en un depósito de cadáveres haría que ella quisiera celebrar la vida, no cazar y disparar. Siempre la había llamado la atención la obsesión de Francia por la Chasse. Pero ¿no era lo que ella hacía? Por un momento, la asaltó una duda. No, perseguir a un asesino y llevarlo ante la justicia no era un deporte, como lo era cobrarse una pieza inocente.

Volvió a concentrarse y tecleó “cazador”, lo cual le dio inmediato acceso al sistema. Una vez dentro, entró en EDF, Electricité de France, que daba acceso a un elevado número de ramas municipales del París metropolitano. Llegó hasta el distrito cuatro a través de la red.

Una vez en el interior del sistema de servicios públicos, sacó el listado de los contadores del número 23 de la rue du Plâtre, la antigua dirección de Laurent. Al edificio le habían concedido puntos energéticos extras debido a un consumo moderado y a la conservación de la energía. Nada más. Otro callejón sin salida. Desilusionada, se conectó a Frapol 1 y solicitó la huella de sangre encontrada gracias al Luminol en la rue des Rosiers.

Cuando apareció la huella en la pantalla, tecleó “de Saux” y activó el programa de búsqueda habitual.

– René, ¡este módem de alta velocidad es como tener dirección asistida después de haber conducido un tractor!-exclamó

– No te hagas a la idea, Aimée-dijo él-. Son muy caros y tú ya estás lo suficientemente mimada.

Diez segundo más tarde, sobre la pantalla apareció una única frase: “Desconocido. No se ha encontrado ficha”.

Por supuesto. Es demasiado listo como para haber dejado rastro alguno. Por eso mató a Lili. Ella lo había reconocido y piensa que Sarah lo hará también. Se preguntó si sería solo porque Lili lo identificó o porque algo estaba ocurriendo en ese momento. Tiene que haber algo más en juego.

Todos los colaboradores tenían alguna buena razón para esconderse. Especialmente de las familias de las víctimas sobre las que habían informado y a las que habían enviado a los hornos. ¿Cómo podría seguirle la pista? Poca o ninguna información sobre los años cuarenta había sido introducida en las bases de datos gubernamentales.

– ¡Ya lo tengo! La Double Mort-le dijo Aimée a René-. Alguien ha tenido que estar pagando los impuestos por ese edificio, ya sea por herencia o por ganancias de capital. Todo se reduce a eso, ¿eh? La muerte y los impuestos, las únicas cosas seguras que tenemos en esta vida.

La pantalla parpadeaba mientras Aimée accedía a los informes de Hacienda del número 23 de la rue du Plâtre. La ficha declaraba que la finca, que tenía los pagos al día, estaba dividida en tres unidades y su propiedad residía en la división inmobiliaria de la Banque Agricole. De acuerdo, vayamos hacia atrás con el ratón. La Banque Agricole llevaba pagando los impuestos desde 1971. En 1945, se facturó un impuesto de sucesiones que nunca se abonó. Fue de un salto hasta 1940, momento en el que una tal Lisette de Saux pagaba la contribución. Tenía que ser la madre de Laurent. Sin embargo, el siguiente dueño, Paul Leclerc, había pagado el levantamiento del embargo preventivo y el impuesto de sucesiones como parte del contrato de compraventa. Volvió de nuevo a 1940 y descubrió un anexo. Lisette de Saux había puesto la propiedad a nombre de su marido. En ese momento vio el nuevo nombre de Laurent y las sílabas que pronunció Soli Hecht al morir cobraban sentido: “Lo…”.

Lo…! Laurent Cazaux. Casi se cae de la silla. Si no se daba prisa, el colaboracionista, el asesino de Lili, estaba a punto de convertirse en primer ministro.


Las luces fluorescentes chisporroteaban y el piloto de advertencia de la regleta parpadeaba, René frunció el ceño

– No hay suficiente corriente. Deja que manipule un poco los fusibles, puede que, si lo intentamos, podamos darle más potencia a este sistema de cableado antiguo.

– No tenemos tiempo, René-dijo Aimée acercándose a él en el hueco junto a la pared.

– Si nos quedamos sin luz, los ordenadores se quedan colgados. Lo perderemos todo-dijo él.

Ella sabía que eso era cierto. Se movió como un gato junto al sensor, el cual emitió un ligero pitido. Ella pulsó el interruptor del pasillo, ya que él apenas alcanzaba.

– Siempre hago esto-dijo él sonriendo-. En mi portal todo el mundo me adora

Ella volvió a configurar la alarma y llamó a Martine a su casa. Cuando hubo sonado diez veces, respondió el graznido de una voz somnolienta.

– Allo?

– Martine, voy a enviarte un archivo a la oficina-dijo Aimée-. Descárgalo y haz copias inmediatamente

– Aimée, acabo de quedarme dormida después de estar dos días enteros sin meterme en la cama por culpa de las revueltas-repuso Martine.

– ¿A qué hora vais a rotativas para la edición del domingo?

– Esto… dentro de unas pocas horas, pero yo estoy libre-dijo Martine-. Dáselo a la CNN

– ¡Así es como me has estado mangoneando todos estos años!-dijo Aimée-. Siempre pensé que querías ser la jefa. Esta información conlleva la descripción de tu nuevo trabajo como primera directora femenina de Le Figaro.

Ahora Martine parecía haber despertado

– Necesito dos fuentes que lo confirmen. Impecables.

– Tendrás una tercera dentro de veinte minutos-dijo Aimée, satisfecha de ver que Martine no podía verla cruzar los dedos.

– Mas vale que sea algo bueno-dijo Martine-. Gilles acaba su turno dentro de media hora. Nos vemos allí

– ¿Qué tal suena mademoiselle l´editeur?-dijo Aimée-. Agárrate bien cuando leas esto o igual te caes como casi me ocurre a mí

Aimée sacó la huella de sangre de la rue des Rosiers y solicitó la búsqueda de compatibilidades en Frapol 1 con el nombre de Cazaux. En una esquina de la pantalla centelleaba la ventanita que indicaba el progreso: “buscando”. Tamborileaba sobre la mesa del forense con sus uñas rojas descascarilladas.

La alarma pitó y ella se incorporó en la silla al tiempo que sujetaba la Beretta dentro de su mochila de piel. Encontró el seguro con los dedos y lo quitó. Había cogido la pistola del hombre vestido con uniforme de la policía de la habitación del hospital de Soli Hecht. Se apagaron las luces de la oficina, solo oscilaba la luz roja de la regleta. Mientras se abrazaba a la bolsa, se dijo que tenía que mantener la calma.

Se vio moverse a una sombra en el pasillo y luego la luz de una linterna se reflejó en las paredes. El aroma a limón lo delataba antes de que pudiera oírlo hablar.

– A lo mejor me dices lo que estás haciendo-dijo

Sobre su teclado aterrizó la incandescente colilla de un cigarrillo rubio Rothmans, iluminándola por un instante.

– Tengo una pistola-dijo ella-. Si me enfado, voy a utilizarla

– No juegues conmigo. No tienes permiso-rió él-. Esto es Francia.

Se produjo un zumbido y las luces fluorescentes se encendieron de nuevo. Miró directamente a los ojos verdes con reflejos dorados de Hervé Vitold. Detrás de él, en el pasillo, René colgaba suspendido de sus tirantes de un gran panel de control, la boca tapada con guantes de plástico.

– Mademoiselle Leduc, volvemos a encontrarnos-dijo Vitold. Se deslizó a su lado con un movimiento ágil, sin apartar sus ojos de ella ni un momento.

– Ya sabía que eras demasiado guapo para pertenecer a la seguridad interna-dijo ella. Se acercó tanto que podía ver cada uno de los pelos sobre su labio superior. De manera casi íntima. Su pecho subía y bajaba rítmicamente, como único indicio de que se estaba riendo. Sin embargo, la Luger que tenía en su mano no se movía: descansaba fríamente sobre su sien.

– He esperado hasta que has vuelto a entrar en Frapol 1-dijo mientras analizaba la pantalla con atención-. Tienes una buena técnica: yo mismo la usaré la próxima vez.

– Eres el hombre de la limpieza, ¿no?-dijo ella. Sabía que tan pronto como encontrara una concordancia, él la borraría y eliminaría de esa manera todos los rastros.

El parecía estar aburrido.

– Cuéntame algo que no sepa.

– Quieres destruir el sistema completo-dijo ella-. Destruir todos los ficheros de aplicación de sentencias y la red interna de identificación de huellas dactilares y ADN, las interfaces de la Interpol. Solo para borrar sus huellas. Pero no servirá de nada.

– Qué peña-dijo él-. Tienes talento. Un talento desperdiciado.

– Cada sistema tiene su propia red de seguridad. Nunca conseguirás dar con ellos.-Quería que él siguiera hablando-. Cualquier intento de entrar en sus sistemas hace saltar las alarmas. Paraliza el acceso-dijo ella-. No se puede hacer.

– Pero yo sí que puedo-dijo Hervé Vitold-. Yo diseñé el sistema de alarmas de Frapol. Yo, junto con el Ministerio de Defensa.- Con ademanes expertos, metía y sacaba de golpe el cartucho de la Luger con una sola mano-. Será sencillo desactivarlos.

– Cazaux está acabado-dijo ella

– Déjate ya de jueguitos-dijo ella mirando a René-. Me estoy enfadando.

Vitold la ignoró. René se agitaba descontrolado como un pez atrapado en la caña, los pies balanceándose a centímetros del gastado suelo e intentando golpear con los hombros el cuadro eléctrico de metal. Vitold retrocedió y apuntó a la cabeza de René con la pistola. René parpadeaba sin cesar, aterrorizado.

– Estate quieto, pequeño-dijo Vitold. Con la otra mano, encendió el teléfono móvil y presionó el botón de memoria-. Señor, ya he comenzado-dijo

– ¿No me has oído?-dijo Aimée

Vitold miró con desprecio el gatillo amartillado junto a la oreja de René

– Ahora sí que me he enfadado.-Aimée disparó a través del bolso de piel, hiriéndole tres veces en la entrepierna. El rostro de Vitold mostró su desconcierto antes de doblarse, jurando sin control. Aulló de dolor, dejó caer el teléfono móvil y se desplomó despatarrado sobre un charco de sangre en la superficie de linóleo.

– ¿Ves lo que ocurre cuando me enfado.-dijo ella. Se puso a horcajadas sobre Hervé Vitold, cuyos sorprendidos ojos miraban hacia arriba. Pero su mirada paralizada le indicó que la había palmado.

Sacó los guantes de la boca de René y lo bajó con cuidado.

René escupió polvos de talco y flexionó los dedos

– Y yo que pensaba que a Vitold le gustabas-dijo

– A ellos no les gusto nunca-dijo señalando la pantalla

Sobre la pantalla había aparecido “Concordancia verificada”. Tecleó la dirección de Martine en Le Figaro y pulsó Enviar”. Recogió la Luger de Vitold y su teléfono móvil y se sacudió la blusa. Antes de que hubiera acabado de copiar todo en un disco de seguridad, sonó el zumbido amplificador de la alarma. René dejó caer el portátil sobresaltado. Luces rojas parpadeaban en el pasillo. Ella recogió el portátil y lo deslizó en el interior de la mochila, y se la colgó del hombro.

– ¡Date prisa!-dijo al tiempo que cancelaba la orden y recogía la mochila-. Vamos, René.

En ese momento la única documentación que contenía la fotografía de Cazaux y sus huella dactilares esperaba ser descargada desde el ordenador de Martine en Le Figaro. Pero ¿sería suficiente?

Tendría que serlo. La copiaría y haría un disco de seguridad en el despacho de Martine, pero estaría nerviosa hasta poder descargar las pruebas contra Cazaux. Con los rostro alternando entre el rojo escarlata y la más absoluta expresión sombría, Aimée y René saltaron sobre el cuerpo sin vida de Vitold y echaron a correr pasillo abajo.

En el vestíbulo, ella se apropió de dos chalecos del personal médido y de dos cascos decorados con la cruz roja que colgaban de sendos ganchos. Le lanzó uno a René

– Esto nos dejará que atravesemos la multitud y los cordones policiales-dijo ella.

– De rata de alcantarilla a médico en un día-dijo-. ¿Quién ha dicho que la vida no es una aventura? Ahora bien, si pudiéramos conseguir unos zancos, no destacaríamos tanto.

Había una silla de ruedas aparcada en el vestíbulo

– Sube-dijo Aimée

– Lo has entendido al revés-dijo él-. Los médicos no montan ahí, lo hacen los pacientes

Ella lo empujó hacia delante

– Te hab herido estando de servicio. Ya hablo yo.


Sábado a última hora de la noche


El puñal de Thierry despedía destellos a la luz oscilante de la vela. El aire frío se filtraba por los muros de las catacumbas.

– Eres guapo-dijo Sarah tímidamente-. Yo solía besarte los piececitos y soplarte los deditos. Tú te reías y te reías, era un sonido tan melodioso

– ¡Qué emotivo!-dijo él-. ¡Una escena de la Virgen con el Niño! Hemos vuelto a la sucia realidad

Sarah miraba los gusanos que se retorcían a ciegas en la tierra junto a ellos

– Los que huyen del pasado están condenados a repetirlo. ¿Es eso lo que piensas?

La mirada de Thierry se encontraba lejos de allí

– Me abandonaste-dijo con voz de niño pequeño

Ella intentó cogerle de la mano

– No te abandoné-dijo-. Permití que vivieras

– Ella solía decirme que yo era una baja de guerra, algo accidental. Luego sonreía y eso me torturaba, porque se negaba a decir nada más.

Sarah negó con la cabeza

– Se me secó la leche, y no quedaba comida-dijo-. Con quince años, me habían puesto la etiqueta de colaboradora. ¡Si te quedabas conmigo, no tendrías oportunidad alguna! Nathalie había perdido a su bebé. Tenía leche y te quería. Eran de clase burguesa, conservadores. ¡Yo era una judía que se acostaba con un nazi!

– Así que es verdad-dijo él. Hincó el puñal en la tierra seca y se hundió junto a ella con expresión atónita

Con las manos atadas, le acarició los hombros, temerosa de que todo terminara de manera tan brusca como había comenzado. Haber visto a su antiguo amor y verse atrapada por su propio hijo perdido removía anhelos en su interior. Anhelos imposibles. Esa vieja y profunda herida se había abierto de nuevo.

Con los pocos dedos libres que tenía, le acarició la espalda.

– Vivíamos a la vuelta de la esquina. Un día llegué a casa después de mi calse de violín, el patio estaba desierto. Y tambien el edificio. Nuestra Mezuzah, arrancada de la puerta de entrada, yacía en el suelo del apartamento. Papá acababa de hacer que la bendijera el rabino. Así es como lo supe. Mis padres pudieron advertirme y engañar a los alemanes. Nunca regresaron. Nunca los perdone por marcharme, los eché tanto de menos… Así que entiendo cómo te sientes, un niño al que su madre abandona, siempre se sentirá abandonado. Ojalá…-dijo con un profundo suspiro-. Ojalá hubiera escapado…-Su voz se fue perdiendo

– No puedo creer que sea judío-dijo él

– Nathalie me prometió que te diría la verdad. No que te torturaría con ella-dijo Sarah angustiada-. ¿De qué sirve? Dame el puñal

Thierry se puso en pie de golpe, como si de repente recordara su misión.

– El hecho de mancillar raza aria merece ejecución sumarísima-dijo con pasión-. Ya lo sabes.

Sacó el puñal de la tierra reseca y al hacerlo se hizo un pequeño corte en la muñeca. A Sarah comenzaron a temblarle las manos. Finas gotas de sangre recorrían los rayos tatuados sobre su mano

– No me mates, por favor-suplicó ella-. Por favor, necesitamos…-Se escuchó un crujido cuando Hartmuth golpeó la mano de Thierry. El puñal se estrelló contra el arco de caliza, semienterrado junto a ellos, con un ruido metálico

– ¡Dios mío!-gritó Sarah

Hartmuth se acercó para agarrarla y se tropezó con un montón de huesos

– No podía hacerle daño.-A Thierry se le quebraba la voz

Harmuth agarró un poste de madera podrida. Miraba fijamente a Sarah sorprendido. Thierry cortó la cinta aislante del tobillo de Sarah y la ayudó a levantarse

– Quería-gimió-, quería pero no he podido, ¡Dios!

– Patético-dijo Hartmuth asqueado-. No tengo palabras. ¿Cómo puedo amenazar a tu propia madre?

– Está confundido-dijo Sarah en tono de súplica-. Todo está patas arriba. No sabe quién es.

Hartmuth buscó algo en el bolsillo y sacó una pequeña pistola con la que apuntó a Thierry

– No, por favor-suplicó ella

– Si ella es escoria judía, entonces yo también lo soy-dijo Thierry con el brillo del desconcierto en su demacrado rostro

– Siéntate, Thierry-dijo Aimée interrumpiendo la extraña escena. Con la negra Luger de Vitold en un mano, bajó por los trocitos de madera que sobresalían de la tierra prensada en los muros de la cueva. Tras ella iba René

– Todo está bajo control-gruñó Hartmuth-. Guarde esa pistola

– Usted primero-repuso ella

Hartmuth dudó un omento. Sarah le posó, indecisa, la mano sobre el brazo

– No necesitas esto-dijo ella. El bajó despacio la pistola

Aimée alcanzó el suelo de las catacumbas, en el cual inmediatamente se hundieron sus tacones. El último travesaño de la escalera estaba astillado. Se dio la vuelta y cogió a René antes de que aterrizara en un montón de escombros y de basura.

– Ven aquí, Thierry-dijo

Thierry se encontraba apostado sobre un madero podrido, los ojos moviéndose nerviosos

– Imaginemos posibles situaciones-dijo él subiendo el tono de su voz

– Thierry, cálmate-dijo Aimée-. Necesitas tiempo para asimilar las cosas

– Un hijo trata de acuchillar a su madre perdida desde hace mucho tiempo porque es una cerda judía-dijo, ignorándola. Se levantó con el rostro distorsionado por el resplandor de la luz-. Un padre dispara contra su hijo porque es un aspirante a nazi. El padre se descerraja un tiro en la sien porque hace mucho tiempo desobedeció al Fürher-dijo riendo como un maníaco-. Me gusta. Deja que haga los honores-añadió, acercándose a Sarah.

Aimée se movió en su dirección, pero Hartmuth ya le apuntaba con la pistola

– ¡Déjala en paz!-gritó Hartmuth

Thierry se tambaleó

Demasiado tarde. Hartmuth disparó, pero no antes de que Sarah se tirara delante de Thierry. El disparó retumbó y casi dejó sorda a Aimée mientras el cuerpo de Sarah se desplomaba contra el muro de tierra. De su pecho chorreaba sangre cuando cayó al suelo, con un golpe sordo, agarrándose el corazón.

Aimée sujetó los brazos de Hartmuth mientras René le quitaba rápidamente la pistola. En el interior de la cueva se escuchó un estruendo al desprenderse huesos y piedras de las paredes. Los postes de madera sobre sus cabezas temblaban. Sobre el rostro de Aimée caía tierra.

Ella echó a correr hacia Sarah, que se quejaba. Quería taparse los oídos y alejar de sí la agonía de esta mujer. En lugar de eso, se arrodilló e intentó detener la sangre que manaba hasta formar un cahrco en la tierra

Hartmuth cayó de rodillas

– ¿Qué he hecho?

– Mamá-dijo Thierry-. Me has salvado.-Se arrodilló y le acarició la húmeda frente

Sarah respiraba entrecortadamente mientras Aimée le elevaba la cabeza

– Mi niño-canturreó Sarah acercándolo contra sí-. Mi niño.

Aimée presionó directamente sobre el disparo en el pecho de Sarah

– Aguante, Sarah.

– La ambulancia está de camnio-dijo René guardándose el teléfono en el bolsillo-. No creo que llegue a tiempo.-Miró nervioso hacia arriba

– Sarah lo conseguirá-dijo Aimée-. Un poco más.

Sarah asintió

– Thierry, tu nombre judío es Jacob, el sanador de hombres-dijo sonriendo débilmente-. Como tu abuelo.

Hartmuth permanecía sobre un montón de huesos cerca del bloque donde se apilaban, extrañamente inmóvil. Aimée se percató de que estaba en estado de shock. Tenía la mirada perdida en algún lugar de las catacumbas.

– ¡Thierry!-gimió Sarah agarrándolo con fuerza al tiempo que se le nublaba la vista-. ¡Hijo mío!

– Trae a tu padre, Thierry-dijo Aimée, señalando a Hartmuth con un gesto-. Reúnelos.- No puedo añadir “antes de que sea demasiado tarde”.

Hartmuth se arrodilló sumiso junto a Thierry, Aimée posó con cuidado la mano de Sarah sobre su regazo. Sin palabras, él acariciaba su cara mientras Thierry le sostenía los hombros y desviaba la mirada

– Necesito que me ayudes, René.-Aimée susurró unas instrucciones al tiempo que lo apartaba hacia un costado

Mientra subía la escalera, vio a una débil y sonriente Sarah sostenida por Hartmuth y Thierry e iluinada por el haz de la luz de una linterna.


El personal médico no pudo conseguir que Sarah soltara a Thierry hasta que llegó Morbier. El hizo un gesto con la cabeza a los enfermero, que la trasladaron a la camilla que habían desplegado.

En los ojos de Sarah brillaba el pánico

– ¡Les he dado toda la comida!-gritaba mientras forcejeaba para deshacerse de Hartmuth-. Tenemos hambre. S´il vous plaît, ¡mi niño tiene hambre!

– ¿Habéis tomado alguna declaración? -Morbier giró la cabeza para dirigirse al joven sargento uniformado que se encontraba en la escena.

El sargento hizo un movimiento negativo con la cabeza.

Morbier se inclinó sobre la palma extendida de Hartmuth y la olió

– ¿No nota el residuo de la recámara? -Señaló el guante-. ¿Cuál es su teoría, sargento?

El del uniforme volvió a negar con la cabeza y carraspeó intranquilo

– Fuerte olor a pólvora en la mano derecha.- Morbier inclinó la cabeza mirando al sargento, el cual tomaba notas en una libreta que había sacado del bolsilo apesuradamente

– Señor, yo… -comenzó a hablar

– Recoja las pruebas -gritó Morbier

– Vamos- dijo Morbier tomando el brazo de Thierry con delicadeza-. Puede usted conducir hasta el hospital.

Sintiéndose vacío y exhausto, Thierry trepó al exterior de las catacumbas.

– ¿Por qué no la creí?

Morbier sonrió mientras esposaba las muñecas de Hartmuth a su espalda. El murmuraba en voz apenas audible

– Es por su propia protección, monsieur.- Hartmuth permanecía mudo, con la mirada fija en un lugar perdido

– ¿Quiere decir que por qué no creyó a Aimée?- Morbier miraba a René.

René asintió

– Llevadlo a la comisaría -ordenó Morbier

El sargento saludó mientras empujaba a Hartmuth escalera arriba

– ¿Por qué no me cuentas el plan de Aimée?

René sonrió con tristeza

– Pensaba que nunca iba usted a preguntarlo

– ¿Dónde está?

– De fiesta -dijo René

Sorprendido, Morbier dejó caer el cigarrillo

– Estamos invitados -añadió René


Aimée sabía que si a una persona la habían dado por muerta y no lo estaba, esa persona necesitaba una identidad. Durando la guerra y después de ella, miles de refugiados habían perdido su documentación, ya que se bombardearon los edificios del registro, sus países fueron engullidos o los cambiaron de nombre. Las personas no tenían nacionalidad. Se creó un documento, llamado pasaporte Nansen, para legitimar su existencia. Si encontraba esa prueba, lo tendría.

Se dirigió al elegante museo Carnavalet, situado a la vuelta de la esquina de las catacumbas en el antiguo hôtel particulier de madame de Sévigné. El patio del museo se encontraba abierto. En el interior del desierto cuarto de baño con techo de mármol, encendió el ordenador portátil y se dio cuenta de que se había agotado la batería. Encontró un enchufe, lo conectó a la red y suspiró con alivio al ver que podía conectarse.

Entró en los archivos del Palais de Nationalité y lo encontró. A Lauren Zazaux le habían concedido un pasaporte Nansen en 1945. Pero su triunfo le resultaba inútil. Tenía que detenerlo. Descargó rápidamente los informes de solicitud y de aprobación.

Pulsó el botón de rellamada en el teléfono móvil de Hervé Vitold.

– En el despacho de l´Académie d´Arquitecture, a medianoche. Venga usted solo, Cazaux-dijo Aimée-. Si quiere que hagamos un trato.


Los focos cruzaban el cielo en ráfagas color plata. La luz de una luna fina como una astilla caía sobre el Sena, apenas había una pequeña ondulación sobre la superficie. Aimée se frotó los brazos en medio del frío helador. Ante ella, las ventanas de l´Académie d´Arquitecture de las place des Vosgues relucían con la luz de cientos de velas encendiddas a mano. Una fila de oscuras limusinas depositaban a los invitados en la entrada del antiguo hôtel des Chaulnes del sigulo XVII. La gala conmemorativa era en honor de madame de Pompadour, la verdadera árbitro de la elegancia de la corte francesa, que seguía ejerciendo una influencia sobre lo que, hoy en día, se consideraba elegante.

Al igual que el resto de París, ella sabía que se esperaba que el ministro Cazaux comenzara la celebración asistiendo al desfile de moda, Su burdo plan, formulado en los servicios del museo Carnavalet, se enfrentaba a diversos obstáculos. En primer lugar, tenía que sorprenderlo en la gala antes de su cita de medianoche y forzarlo a admitir su culpa en público. Pero eso parecía ser lo de menos, ya que no tenía invitación para asistir a esta velada rodeada de guardias de seguridad. Sin embargo, antes de eso tenía que verse con Martine en Le Figaro y copiar el disquete con las pruebas.

Al doblar la esquina, se le paró el corazón. Un camión de la brigada antiterrorista estaba atravesado sobre la acera. Los trabajadores barrían los cristales que habían salido disparados al explotar las puertas de hierro forjado de la fachada de ladrillo marrón de Le Figaro. Se preguntó si habrían herido a Martine.

– ¿Algún herido?-preguntó

Un hombre fornido vestido con un mono hizo un movimiento negativo con la cabeza.

– ¿Ha habido muchos daños?-dijo ella

El hombre se encogió de hombros.

– Imagínese. El futuro primer ministro está a la vuelta de la esquina y alguien pone una bomba en nuestro periódico. Pero a las oficinas del piso de arriba no les ha afectado-dijo

Ella dudó un momento y entró. El olor a cordita y a plástico quemado se mezclaba con el familiar aroma a vino tinto que le llegaba del guardia uniformado. Le ordenó detenerse junto al mostrador de recepción.

– Tengo una cita con Martine Sitbon-dijo, mostrándole un carné de prensa falso.

El lo leyó con atención.

– Vacíe el bolso

Puso el ordenador portátil sobre el mostrador y vertió el contenido de la mochila: pelucas, una grabadora, teléfonos móviles, gafas de sol, máscara de pestañas negra, y un machacado estuche de maquillaje. Al salir la Luger de la bolsa con un golpe, brillaba débilmente a la luz de la lámpara de cristal.

– Tengo permiso-dijo ella sonriendo

– ¡Ah! ¡Como Harry el Sucio!-Manoseó la pistola. Sus mocasines con borla rechinaban cuando se movía-. Ya me quedo yo con la pistola. Nuestro detector de metales ha resultado dañado-dijo devolviéndole la sonrisa-. Se la devolveré al salir. Cuarto piso.

No se molestó en discutir, de todos modos, ya se había metido la Luger en el bolsillo. La explosión también había arrancado parte de los escalones de cemento, había dañado el atrio de madera y había hecho que se desprendienran algunas secciones del techo del vestíbulo. El mobiliario del vestíbulo estaba cubierto de polvo, pero el ascensor funcionaba.

Tenía que hacerlo rápido: copiar la prueba que había enviado por correo electrónico y convencer a Martine para que la publicara, y luego enfrentarse a Cazaux. El se retiraría del ministerio y de la política al saber que Le Figaro iba a sacar a la luz su verdadera identidad. No podía negar que vivía en París durante la ocupación, porque ella tenía la fotografía de la clase de Lili y la foto microfilmada de la biblioteca en la que aparecían él, Lili y Sarah. Y, sobre todo, tenía su huella sangrienta de un homicidio de hace cincuenta años.

Ya en el ascensor, pulsó el cuatro, sacó una peluca rubia de su bolsa de pelucas, la ajustó con horquillas cerca del nacimiento del pelo y lo mezcló con su propio pelo para que pareciera natural. Se pellizcó las mejillas y extendió pintalabios de color rojo en los labios. En cuanto hubiera copiado lo que había descargado y la hubiera dado instrucciones a Martine, imaginaría una manera de entrar en la gala que se estaba celebrando ahí al lado y de enfrentearse a Cazaux.

El cuarto piso albergaba las oficinas editoriales; los tres primeros pisos estaban ocupados por la rotativa y la imprenta. Como editora de reportajes especiales, Martine ocupaba un despacho en una serie de oficinas que no se cerraban con llave.

La chaqueta de cuero de Martine colgaba del respaldo de su silla. Restos de carmín brillaban sobre el cigarrillo que se consumía en el cenicero junto a la pantalla del ordenador, que mostraba el mensaje: “Tiempo aproximado restante de descarga: tres minutos”.

Lo único que tenía que hacer era encontrar a Martine y copiar el disquete. El ordenador sobre la abarrotada mesa de Martine comenzó a sonar más rápido.

– Martine.

Nada. Aimée sintió un escalofrío. Escuchó un ruido y se volvió

El guardia del vestíbulo se encontraba en la puerta y le apuntaba con la Luger

Desde el intercomunicador le llegó una voz profunda

– El primer objetivo ha sido asegurado en el perímetro

– ¿El enano que lleva las hojas impresas?-preguntó el guardia

– Afirmativo-dijo la voz

– ¿Cuál es el estado del segundo objetivo, coronel?

– La unidad del inspector Morbier está de camino a las manifestaciones en la periferia de Fontainebleau-respondió la voz

Los planes para pillar a Cazaux en una emboscada se esfumaron. Ahora se encontraba sola. Habían pillado a René y enviado a Morbier a las afueras de París.

El ordenador zumbaba. Sobre la pantalla apareció intermitentemente “Descarga completa”. Los zapatos del guardia rechinaron cuando se acercó a la terminal. La segunda lección en el gimnasio de artes marciales de René había sido reaccionar de forma defensiva y natural. Mientras el guardia miraba la pantalla, ella le pegó un rodillazo en la entrepierna. Cuando se dobló de dolor, ella tiró del cable del ratón y lo enrolló con fuerza alrededor de sus muñecas. Echó un vistazo a la pantalla, pulsó “Copiar”, le ató las muñecas a los reposabrazos de la silla de Martine y le llenó la boca de pósits de color rosa.

De su boca salían ruidos confusos.

Liberó la Beretta del lugar en el que estaba sujeta con cinta aislante en la parte baja de su espalda y le apuntó entre los ojos

– Cállate. La sutileza no es mi punto fuerte.- Pasó una pierna por encima de la del hombre y abrió los cajones de la mesa de Martine. Encontró un rollo de cinta de embalar en el cajón y le sujetó con ella los tobillos a la silla giratoria.

En la pantalla apareció “Copia completa”. Se inclinó sobre ella y pulsó “Expulsar”.

El disco salió. Ella tiró del cable del ratón y dio varias vueltas más alrededor de sus muñecas.

El guardia forcejeó, con los ojos que se le salían de las órbitas, y trató de escupir los pósits. Sus zapatos de charol golpeaban la mesa rítmicamente.

– Está muy orgulloso de esos zapatos, mademoiselle Leduc-dijo una voz familiar desde el despacho abierto a su izquierda.

Cazaux le guiñó un ojo. Estaba en pie flanqueado por un guardaespaldas con pistola. Este le arrebató el disquete, se lo entregó a Cazaux y la cacheó

Le sobó todo el cuerpo con las manos y movió la cabeza

– Nada -dijo después de poner la pistola de Aimée sobre la mesa de Martine

– ¿Se ha dejado crecer el pelo, mademoiselle Leduc? -dijo Cazaux-. Creía que lo tenía más corto

El guardaespaldas le tocó el pelo y le quitó la peluca de un tirón. El pequeño micrófono se cayó al suelo con un ruido metálico. Cazaux hizo un gesto con al cabeza al guardia, el cual lanzó el ordenador portátil contra la pared. Lo pisoteó con las botas hasta que pequeños cables de fibra óptica salieron por todo el aparato, como sangre tecnológica.

– No ganará, Cazaux -dijo ella.

– ¿Por qué no? -El sostenía el disquete en sus manos

– René ha enviado copias a todos los periódicos de París -dijo ella

– Baja -le dijo Cazaux al guardaespaldas

Hizo un gesto en dirección al otro despacho

– Discutamos esto en privado

Una vez dentro, cerró la puerta con llave y se sentó, indicándole a ella que hiciera lo mismo

– Eso es un farol -dijo sonriendo-. Pero yo también haría lo mismo si estuviera en su situación

– Su verdadero nombre es Laurent de Saux

– Bien, jovencita -dijo. Sonrió con indulgencia, como si estuviera haciendo una gracia a un niño-. ¿Cómo puede usted probar esa suposición?

Ella echó un vistazo al reloj

– Para averiguarlo, será mejor que lea la edición dominical de Le Figaro, que llega a los kioscos dentro de treinta minutos

– Imposible -dijo, riéndose para sus adentros-. Tengo a Gilles en el bolsillo. Y su amiga Martine está dormida con un tranquilizante.- Se inclinó hacia delante y, posando los codos sobre el regazo, la miró fijamente-. Por favor, siéntese.

Ella seguía de pie.

– Ha sido una buena contrincante -dijo él-. Este juego no está exactamente a la altura de mi inteligencia, pero hasta ahora ha supuesto un estímulo mental.- Cazaux esbozó una amplia sonrisa.

– Esto se trata solo de un juego para usted, ¿verdad? -dijo ella-. No de personas de verdad, de personas vivas. Simplemente objetos que usted manipula o retira para avanzar en sus posiciones. Soli Hecht entendía su equema mental. Es como una serie gigante de movimientos en un ajedrez para megalómanos.

– Y usted piensa que ha diseñado un jaque mate…, pero ya sé -suspiró con desgana-, ya sé como en los pasillos del poder se alinean pequeñas molestias.

– Usted denunció a sus padres después de matar a Arlette Mazenc -repuso ella-. Probablemente vio cómo los ejecutaban debajo de su ventana en la rue du Plâtre.

– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó él. Enarcó sus cejas con curiosidad-. La he estado observando. Estoy impresionado. Es usted buena, ¿sabe? ¿Qué le parecería un jugoso contrato para la UE diseñando software para los diferentes países? Lo conseguirá. ¿O le gustaría encabezar la división de seguridad en la red del gobierno francés?

Estaba haciendo oscilar ante ella unas zanahorias impresionantes.

– Debería usted dimitir-dijo ella, después de vacilar durante una fracción de segundo.

El percibía su dibilidad como un tiburón dispuesto a atacar a la presa.

– Sé cómo se siente. Piensa que actué mal. -Su tono se tornó tranquilizaodr-. Algunas veces tenemos que hacer cosas por un bien general. -Se encogió de hombros. Le ardía la mirada cuando continuó-. Pero ahora estoy casi en la cumbre. La escalaré. La culminación de mi vida.

– ¿Cincuenta años matando y mintiendo, y todo lo que llega es a ser primer ministro? -dijo ella

El entrecerró los ojos. Se había pasado el momento y sabía que había perdido la ocasión de convencerla

Del suelo les llegó el estruendo de las reverberaciones, el rítmico golpear de la rotativa. Aimée se dio cuenta de que la edición dominical había entrado en la prensa sin la identidad de Cazaux. Tenía que hacer que confesara, y luego intentar salir de allí y conseguir ayuda.

– ¿Qué me dice de Arlette Mazenc, la portera? -dijo.

– No hace usted más que mencionar a esa arpía de labio leporino. ¡Menudo careto más feo tenía! -Había cambiado el tono de su voz. Se lamentaba como un escolar petulante-. Sin embargo, a ese zapatero inválido le gustaba. Esa zorra casi me tima con una lata de salmón. Lo encontró mi madrastra e intentó que lo devolviera. Y mi padre, el muy estúpido, embrujado por esa puta que pensó podía reemplazar a mi madre, la apoyó. ¿Se lo imagina? Tuve que darles una lección.- Miró a Aimée sonriendo abiertamente-. Ahora parece ridículo, ¿verdad?

Hablaba como si hubiera dado un azote a un niño travieso, no aporreado brutalmente a otra colaboracionista y dado información sobre sus padre, lo cual hizo que los fusilaran bajo la ventana de su apartamento. El diablo encarnado, tal y como había dicho Odile Redonnet.

– y Lili Stein le vio, se había escondido en el patio. Se escapó, pero le reconoció cincuenta años más tarde, poco tiempo antes de las elecciones- dijo ella-. Usted fue el que grabó la esvástica sobre su frente.

– Era una metomentodo que se creía mejor que los demás y que aceptaba comida nazi -dijo él-. Igual que todos los demás. Cuando tienes tanta hambre no te importa. Pero yo era listo. Hice dinero gracias al resto. Excepto a Lili

– Cien francos por denuncais anónimas. Usted se imaginó que la esvástica apuntaría a los skinheads -dio ella-. Pero los skinheads las hacen de otra manera. Usted la dibujó inclinada, como lo hacían Hitler y los de su tiempo. Una firma de la época.

– ¿Una firma? -dijo él

– La bandera nazi que en 1943 ondeaba sobre la Kommandature en la rue des Francs Bourgeos tenía exactamente la misma. Usted pasaba por ahí todos los días de camino a la escuela desde la rue deu Plâtre.

El sonrió con ojos malvados.

– Lili era la más lísta de la clase, pero dejó de ayudarme

– ¿De ayudarle? -dijo ella-. Quiere decir que porque no le dejaba copiarle los deberes de matemáticas, usted delató a sus padres

– Todos tenemos lo que nos merecemos

– Arlette Mazenc le engañó con una lata de salmón del mercado negro. Furioso, usted la golpeó en el tragaluz, donde guardaba su alijo. Pero Lili estaba escondida en el patio. Tenía miedo del oficial nazi que había estado haciendo preguntas a Arlette. Lo vio todo. Usted la persiguió escaleras arriba pero echó a correr y se escapó por el tejado. Usted se imaginó que había muerto. El último eslabón con su identidad se había desvanecido, especialmente cuando supo del castigo infligido a Sarah, la judía de los ojos azules, de la deportación de Odile a Berlín y de sus compañeros de clase, a los que habían envíado al campo. Pero cincuenta años más tarde, Lili le reconoce en un periódico hebreo y se lo cuenta a Soli Hecht. Hecht le dice que no haga nada hasta que él consiga más pruebas y hace una propuesta al Centro Simon Wiesenthal. Pero Lili no podía esperar, sabía cómo silenciaba usted a la oposición. Le siguió la pista ella misma: ese fue su error. Gracias a sus conexiones gubernamentales, usted averiguó que Hecht había obtenido un trozo de fotografía encriptado en la que aparecía usted. Hecht me contrató para descifrar la codificación. Intentó decirme su nombre. No sé cómo encontró usted a Lili

El interrumpió a Amée con un movimiento de la mano

– Pero Lili era la única que podía dar sentido a todo esto. Por supuesto, estaba dondeyo pensaba que estaría.- Esbozó una tímida sonrisa-. Alors, seguía en la rue de Rosiers.

– Usted vio a Lili hablando con Sarah y la mató antes de que pudiera extender sus acusaciones. La mató como mató a Arlette Mazenc.

– Se lo merecía -dijo él.

De la puerta entornada que daba a la habitación contigua, salía una luz amarilla, Aimée avanzó hacia ella poco a poco

– El trato es que usted renuncie esta noche-dijo

– Pero eso no entra en mis planes -explicó con calma-. Tengo que ocuparme de todos los que me han ayudado todos estos años. Muchos, muchos amigos. Contactos que me han impulsado y a los que tengo que corresponder.

Aimée lo interrumpió

– Al igual que se lo pagó a los padres de Sarah, a los de Lili y a sus porpios compañeros de clase que no hicieron lo que usted quería

El se encogió de hombros

– Sabe que no voy a dejar que salga de aquí como si nada. -Pero no había cámara acorazada y ella sentía que se estaba poniendo mala.

El resplandor de la ira cruzó brevemente su mirada

– ¿Ha hecho usted algo que requiera un mayor control de los daños? -dijo-. He aprendido que si quieres que algo se haga bien, debes hacerlo tú mismo -añadió con desgana

Cuando se giró para mirarla cara a cara, en su mano centellaba el acero, iluminado por la luz amarilla. Levantó el brazo que sostenía un puñal de la Gestapo.

– No se puede demostrar nada. Está usted haciendo historia, mademoiselle -dijo sonriendo

– Lo ha entendido usted mal -dijo ella-. Tengo las pruebas: la copia de su pasaporte Nansen y las fotos en las que aparece usted en París. Soli Hecht me dio unos archivos codificados. Usted es el que es ya historia, Cazaux. Nadie elige a un colaboracionista asesino.

– Le sorprendería conocer el pasado de algunos de nuestro diputados -dijo él, encogiéndose de hombros.

Ella miró por la ventana y deseó que el patio estuviera rodeado por los hombres de Morbier, no por brillantes cuervos negros que graznaban ruidosos. Pero estaban en las afueras de París. Se dio cuenta de repente de que estaba irremediablemente sola

Se dirigió corriendo a la puerta entreabierta, le pegó una patada y entró como un cohete en la sala de al lado. Resbaló con los tacones y consiguió meterse debajo de una mesa de reuniones justo a tiempo de evitar chocarse con ella. La sala aparecía desierta, a no ser por las fotografías enmarcadas de color sepia de hombres barbudos cuyas solapas aparecían decoradas con medallas. Un montón de periódicos le bloqueaban el camino. Aimée salió de la sala hacia atrás y entró en un austero salón sin amueblar. Justo al otro lado estaban las altas puertas de entrada a más series de despachos.

Se giró para mirar a Cazaux, el cual, con una sonrisa perversa, le apuntaba con su propia pistola. Chasqueó los dedos e hizo que se dirigira hacia una escalera cerrada.

– Vamos a tomar el aire -dijo Cazaux.

Le aplastó la cabeza con la culata de la pistola al tiempo que hacía que subiera la oscura escalinata. Sus manos nudosas y tensas le sujetaban los brazos por detrás como si fueran alfileres. De su oreja manaba un reguero de sangre cálida que iba a caer a su hombro, y su olor metálico y empalagoso hacía que se sintiera mareada. O puede que fuera la culata de la pistola, no sabría decirlo. Para cuando llegaron al siguiente piso, ella jadeaba y él ni siquiera se había inmutado. Para ser un anciano, estaba en buena forma. El se percató y sonrió

– ¿Se pregunta cómo lo hago? -dijo, mientras la obligaba a arrodillarse sobre el escalón superior y le pegaba una patada en la sien.

Le atravesó el cerebro un dolor punzante que le hizo ver las estrellas. El la sujetaba por los brazos de forma que no pudiera tirarse al suelo rodando.

Le pegó una brusca bofetada

– Le he hecho una pregunta: ¿no quiere saber cómo lo hago?

Ella quería responder que bebiendo la sangre de sus víctimas, pero, sin embargo, se concentró en mantener el equilibrio. Sentía un miedo sin límites ante la crueldad que podía manifestar un ser humano ante otro.

– Inyecciones de embrión de cordero -dijo él-. Me mantienen joven. También me levanta durante horas -añadió con una sugerente sonrisa.

Ella sintió que se moría de asco

– Está usted enfermo

Sobre la cubierta de pizarra del periódico, se extendían a sus pies los picudos tejados del Marais. Desde las ventanas iluminadas del edificio de l´Academie d´Arquitecture se elvaba el sonido de la música. La hizo entrar de un empujón en un hueco embaldosado, que una vez fue un balcón. El viento y una fina lluvia le azotaban el rostro.

– SE lo he advertido -dijo él con el tono del que sufre-. En repetidas ocasiones. Le he ofrecido darle lo que quiere, he intentado negociar, pero me temo, mademoiselle Leduc, que usted no se ha mostrado particularmente receptiva.

La condujo a rastras hasta un alfeizar que simulaba ser un parapeto. Ella hincó los tacones en las tuberías que cruzaban el tejado e intentó retorcerse para desprenderse de él.

– Será usted la que cargue con las culpas -dijo él-. De todo. Yo me encargaré de eso.- Cazaux tenía guardado un último as para la despedida-. Su preciosa Lili fue la que los mandó a los hornos, no yo -dijo con una pequeña risita-. Todo fue culpa suya.

¡Culpa de Lili! Y en ese momento ya no tuvo miedo de cómo la mataría. Lo único que improtaba eran sus mentiras y lo que le hizo a Lili. Vio la irregular esvástica grabada sobre la frente de Lili al tiempo que se lanzaba contra él.

– ¡Basta ya de mentiras! -gritó

La hirió en la pierna con su puñal de la Gestapo, desprendiéndole la piel, pero ella no se detuvo. Cayeron dando tumbos al canalón de la esquina sobre las gárgolas que, interpérritas, enseñaban los dientes. Era sorprendentemente fuerte y fibroso. Con sus huesudos dedos la agarraba del cuello y lo apretaba con fuerza. Con dificultades para respirar y jadeante, ella lo apartó de un empujón. Pero él golpeó su cabeza contra el feo canalón en forma de gárgola. Una y otra vez. Ella farfullaba en busca de aire, se veía cegada por su propia sangre. Medio cuerpo colgaba del alfeizar. Con los dedos se agarró al ala de una gárgola, en un intento por sostenerse. A sus pies se encontraba la claraboya del tejado de l´Academie d´Arquitecture.

– Usted vendrá conmigo -dijo casi sin aliento

Mientras aflojaba la presión con la que se estaba agarrando, utilizó la poca fuerza que le quedaba para tirar de él hasta situarlo por encima de ella. Le oyó chillar antes de soltarle el cuello. Pero ya era demasiado tarde.

Navegaron en el aire frío de la noche. Aterrizaron juntos sobre la claraboya, la cual se rompió en mil pedazos bajo su peso. Fragmentos de cristal, astillados y relucientes como diamantes, le perforaron la piel. Sus piernas separadas se quedaron enganchadas en la manilla de metal de la claraboya, dieron un brusco tirón y se detuvieron mientras ella se balanceaba cabeza abajo antes de conseguir asirse al marco de la claraboya.

Rodeó con la pierna buena los barrotes de apoyo, pero la otra pierna, llena de sangre, colgaba inútil. El largo cuerpo de Cazaux colgaba suspendido del techo, enredado con los cables de la instalación eléctrica. Un polvillo azulado relucía a la luz de la luna mientras agitaba nerviosamente las piernas.

– ¡Ayúdeme! -gritó con voz ahogada

Se estaba estrangulando lentamente. El cable le había raspado el maquillaje del cuello, lo cual dejaba al aire la marca de nacimiento de color marrón. Muy por debajo de ellos, una multitud vestida de gala se agrupaba con la boca abierta sobre los trozos de cristal.

– Me estaba preguntando cómo escondía la marca de nacimiento -espetó ella mientras cogía aire-. Cuanto más se mueve, más aprieta. Tome -dio extendiendo hacia él su mano cubierta de sangre.

Intentó en vano levantas los brazos, pero estos se encontraban retorcidos por los cables. Se le estaba poniendo la cara azul

– ¡Aire! ¡Socorro! -dijo con voz rasposa

Se encontraba fuera de toda posibilidad de rescate, ella ni siquiera podía alcanzar la punta de sus dedos

– Necesito hacer una cosa, Laurent de Saux -dijo frotando el holl´n con la mano

La voz se le quebraba y se ahogaba, pero un rayo de esperanza se asomó a sus ojos cuando ella se acercó. Ella estaba a punto de dibujar una esvástica sobre su frente, de marcarlo tal y como él había marcado a Lili

Se detuvo. Si lo hacía, descendería a su mismo nivel

– Se ha cerrado el círculo, Laurent, tal y como le dijo Lili a su nuera -dijo-. ¡Gracias a Lili Stein no será usted primer ministro!

Lo contempló mientras se retorcía hasta morir acompañado por los gritos que llegaban desde abajo

Se encontraba mareada, la pierna se le resbalaba y cientos de agujas le perforaban el cuerpo. Había terminado lo que Lili empezó; después de cincuenta años, Cazaux no causaría más daño. Lili había dicho que no olvidasen nunca. Sus dedos cubiertos de sangre no podían ya asirse a la manilla de la claraboya. A sus pies, los critales centelleantes formaban una alfombra sobre el suelo y rezó a Dios para que fuera rápido

– ¡Apártese! -consiguió gritar antes de que se le resbalara la pierna y no pudiera sostenerse más

Desde una oscilante escalera de cuerda le agarró un brazo. Un par de manos secas agarraron con firmeza su mano pegajosa. De repente, el viento la azotó de nuevo y se encontró suspendida en el aire. Unas hojas revoloteaban por encima de su cabeza. Estaba volando. Los grises tejados de pizarra del Marais se encontraban a mucha distancia debajo de ella. Entonces todo se oscureció.

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