Martes, 1 de junio

Kristine esperó sentir alguna forma de temor, pero no lo hizo, y lo cierto es que daba igual. No necesitaba ningún abogado, realmente no necesita a nadie. Solo deseaba quedarse en casa, en casa de su padre. Quería cerrar con llave todas las puertas y sentarse a ver la televisión. En cualquier caso, no quería ningún abogado. Pero la policía había insistido, le había mostrado una lista de nombres que ella denominaba «abogados asistenciales», y había destacado el nombre de Linda Løvstad como una buena elección. Al asentir con la cabeza y alzar los hombros, Hanne había llamado a la letrada en su nombre. Kristine ya podía personarse en el despacho a las 10.30 del día siguiente.

Ahora se encontraba justo delante de la dirección indicada e intentaba sentir algo de aprensión. Habían manipulado el rótulo debido al cambio de uno de los abogados, pero seguía siendo legible: «Abogados Andreassen, Bugge, Hoel y Løvstad, 2ª planta». Letras negras sobre latón desgastado.

Al abrir la puerta de cristal de la primera planta, un perro se acercó a ella moviendo la cola. Se sobresaltó, pero un hombre que, por su indumentaria, era imposible que fuera abogado, la tranquilizó. Llevaba vaqueros rotos y zapatillas deportivas. Sonrió y cogió al perro del collar y lo arrastró hasta un despacho, donde lo puso firmemente en su sitio. Al fondo de un larguísimo pasillo yacía otro perro, grande y gris, con la cabeza entre las patas delanteras y una expresión de tristeza, como si entendiese todo por lo que ella había pasado. Una chica delgada y bien arreglada, sentada tras un puesto que combinaba recepción y centralita, la invitó a seguir el pasillo hacia el gris y afligido perro.

– La penúltima puerta a la izquierda -dijo en voz baja y con una sonrisa.

– Entre -oyó, incluso antes de llamar a la puerta.

Tal vez el hombre del primer perro fuera abogado. Lo cierto es que esta abogada no calzaba deportivas, sino zapatillas chinas, vaqueros y una blusa que Kristine reconocía de H &M. Tampoco la oficina se caracterizaba por su ostentación; además, vio que un tercer perro del bufete estaba tumbado en una esquina. Tal vez fuese un requisito para trabajar ahí: tener un perro. Era uno de esos callejeros, delgado, feo y negro como un cuervo, pero con ojos grandes y bonitos.

Una gigantesca mesa en forma de arco ocupaba casi todo el espacio. Las estanterías eran sencillas y no muy llenas, y en el suelo, apoyado contra la pared, tropezó con un gigantesco y grotesco gato de peluche. No era especialmente bonito y tampoco muy gracioso, pero, junto con un cochecito de Policía, carteles baratos y una maceta blanca con abundantes alegrías, confería al despacho una sensación menos inquietante.

La abogada se levantó y extendió la mano en cuanto Kristine entró por la puerta. Era delgada y larguirucha, plana como una tabla, con el pelo rubio y ralo, al que se intentaba en vano darle volumen recogiéndolo en forma de moño. Pero el rostro era amable; su sonrisa, hermosa; y el apretón de manos, firme. La invitó a un café, sacó una carpeta vacía de color crema y empezó a anotar los datos personales.

Kristine no tenía la menor idea de lo que hacía en ese lugar. Bajo ninguna circunstancia soportaría volver a contar toda la historia.

La mujer era adivina.

– No es necesario que me relates la violación -dijo, tranquilizándola-. Recibo la documentación de la Policía.

La pausa que siguió no fue para nada embarazosa, solo tranquilizadora. La abogada la miró con una sonrisa, hojeó algunos papeles que no podían concernirla y esperaba, tal vez, que dijera algo. Kristine se quedó mirando el gato de peluche mientras frotaba el brazo de la silla. Al ver que la abogada seguía sin dar señales de querer decir algo, alzó ligeramente los hombros y echó la mirada al suelo.

– ¿Recibes ayuda? ¿Psicólogo o algo parecido?

– Sí, bueno, en realidad es una asistente social. Está bien.

– ¿Encuentras alguna ayuda en eso?

– No lo siento así ahora mismo, pero sé que es importante, a largo plazo, quiero decir. Pero solo he estado una vez con ella, fue ayer.

La letrada Løvstad asintió con la cabeza como para animarla.

– Mi tarea es muy limitada. Seré como un nexo entre tú y la Policía, y, si hay algo que necesitas saber, no dudes en ponerte en contacto conmigo. La Policía me mantendrá puntualmente informada. Son a veces un poco chapuzas en esto, pero has tenido suerte con la investigadora principal. Es una mujer que suele seguir muy de cerca estos casos.

Ahora sonreían ambas.

– Sí, parece de muy buen trato -confirmó.

– Y te ayudaré con la indemnización.

La joven parecía desconcertada.

– ¿Indemnización?

– Sí, tienes derecho a una indemnización, ya sea por parte del autor, ya sea por parte del Estado. Han creado un precepto legal propio para estas cuestiones.

– ¡No me interesa ninguna indemnización!

A Kristine le extrañó su propia y violenta reacción. ¿Indemnización? Como si alguien pudiese algún día entregarle una suma de dinero lo suficientemente cuantiosa para reparar todo el dolor, para borrar la espantosa y oscura noche que lo puso todo patas arriba. ¿Dinero?

– ¡No quiero nada!

Si no hubiese sido porque las glándulas lacrimales estaban completamente secas, habría empezado a llorar. Ella no quería dinero. Si pudiera elegir, se pediría un reproductor de vídeo y su vida en una cinta manipulable. Rebobinaría los días y se iría a casa de su padre aquel sábado en vez de acabar destrozada en su propio piso. Pero no podía elegir.

El labio inferior y toda la mandíbula le temblaban con fuerza.

– ¡Quiero recuperar mi vida, no una indemnización!

La última palabra fue escupida como si fuera veneno.

– Tranquila.

La abogada se recostó sobre la mesa y retuvo su mirada.

– Podemos hablar de todo esto más tarde. Tal vez opines lo mismo entonces, con lo cual no te vamos, por supuesto, a obligar. A lo mejor cambias de parecer, lo dejamos así. ¿Necesitas ayuda con algo ahora mismo? ¿Otra cosa?

Miró a su abogada durante unos segundos eternos. Finalmente, ya no aguantó más. Se echó sobre la mesa de despacho con la cabeza entre los brazos y el pelo caído hacia delante, tapando su rostro. Lloró media hora a lágrima viva; la letrada no pudo hacer otra cosa que acariciar la espalda de su cliente y susurrarle palabras de consuelo.

– Si solo alguien pudiera ayudarme -sollozó la joven-. ¡Y si alguien pudiera ayudar a papá!

Al final, se levantó de la silla.

– Realmente, no quiero saber nada de la Policía. Me da igual que atrapen o no al que lo hizo. Todo lo que quiero es…

El llanto volvió a apoderarse de ella, pero esta vez se mantuvo erguida.

– Solo quiero ayuda, y alguien tiene que ayudar a mi padre. No me habla. Se pasa todo el día a mi alrededor, no sé en qué me puede ayudar, pero él… No dice nada. Temo que pueda…

De nuevo la dominó el llanto. Tras otro cuarto de hora igual, la abogada comprendió que, por primera vez en su corta carrera de jurista, tendría que llamar a una ambulancia para que recogiera a su clienta.


No confiaban mucho en el dibujo, pero, aun así, lo habían mandado imprimir. Al menos, había conducido a algo: ahora tenían más de cincuenta pistas de personas con nombre y apellidos. Quizá fuera, precisamente, porque el boceto era impersonal: los rasgos difusos, la cara inclasificable, una silueta sin identidad.

Hanne sujetaba el periódico con los brazos extendidos y observaba la página ladeando la cabeza.

– Este puede ser cualquiera -dijo con determinación-. Con un poco de buena voluntad se parece, al menos, a cuatro o cinco hombres que yo conozco.

Mantuvo los ojos entreabiertos e inclinó la cabeza hacia el otro lado.

– ¡Se parece a ti, Håkon! ¡Pues sí que se parece a ti!

Soltó una carcajada y le dejó que le arrancara el periódico de las manos.

– No se parece en absoluto -protestó él, visiblemente ofendido-. No tengo la cara tan redonda, mis ojos no están tan juntos y, además, tengo más pelo.

Arrugó el periódico y lo tiró a la papelera.

– Si es así como llevas esta investigación, entiendo que nadie apueste a que algún día resolveremos el caso -declaró, todavía muy resentido.

– Por favor…

Ella no se rindió, recogió el diario estropeado y lo alisó con su mano delgada de dedos alargados y uñas lacadas de blanco.

– Mira este dibujo, ¿no podría ser cualquiera? No deberían publicar este tipo de retratos. Es posible que la víctima se haya fijado excesivamente en un defecto o marca corporal, de modo que el hombre sale ahora dibujado con una nariz demasiado grande y nosotros perdemos una pista. O tiene realmente este aspecto, el de un hombre, un hombre noruego.

Se quedaron un buen rato así, contemplando la foto del anónimo, de ese varón noruego de rostro anodino.

– ¿Sabemos, realmente, si es noruego?

– Hablaba un noruego perfecto. Por otra parte, su aspecto era, aparentemente, noruego. Tendremos que suponer que lo es.

– Pero creo que era bastante moreno…

– Venga ya, Håkon. Hay suficientes racistas aquí en el cuerpo como para que encima pienses que un hombre rubio con deje de Oslo sea marroquí.

– Pero si violan encima de…

– Déjalo ya, Håkon.

Su voz rozaba ahora la agresividad. Es cierto que los norteafricanos copaban las estadísticas sobre violaciones, y no era menos cierto que las violaciones atribuidas a estos individuos eran con frecuencia extremadamente brutales. Además, a veces consideraba que sus propios prejuicios eran inoportunos, como resultado de demasiadas conversaciones con sinvergüenzas guapos y de pelo rizado que te mentían a la cara aunque los pillaras con los pantalones, literalmente, bajados. Cualquier noruego en la misma situación habría dicho otra cosa: «Pues sí, follamos, pero fue consentido». Sabía todo eso, pero otra cosa era decirlo.

– ¿Cuál es la cifra de violaciones sin denunciar cometidas por «noruegos»? -Agitó los dedos al decir: «noruegos»-. Las violaciones que ocurren en los after hours y tienen lugar en domicilios privados, o en las fiestas de empresa, incluso cometidas por los maridos…, ¡y así podemos seguir un buen rato! Ahí es donde encuentras la cifra negra, los hechos ocurridos pero no denunciados. Todas las chicas son conscientes de que son prácticamente imposibles de perseguir. Mientras que las violaciones más «honestas»… -volvió a agitar los dedos-, las agresiones repulsivas, cometidas por los repugnantes agresores de piel oscura, los que no son de aquí, los que todo el mundo sabe que la Policía intenta pillar… Esos casos sí que se denuncian.

Hubo una ligera pausa. Håkon se sintió aludido y sonrió retraído, como queriendo disculparse de algún modo.

– No quise decirlo así.

– No, ya me lo imagino, pero no deberías decir esas cosas, ni siquiera en broma. Estoy completamente segura de una cosa.

Se levantó sudada y consternada, se inclinó hacia la ventana para que le diera un poco de aire. Las cortinas nuevas apenas ondeaban, más por su propio movimiento que por la corriente de aire que venía de fuera.

– Por Dios, qué calor hace aquí dentro.

La ventana volvió a cerrarse, dejando una ligera rendija de diez centímetros, lo cual no sirvió para nada. En aquella habitación, debía hacer, por lo menos, treinta grados.

– Estoy completamente segura de una cosa -volvió a decir-: si todas las violaciones cometidas en este país hubiesen sido denunciadas, estaríamos todos aterrados por, al menos, dos cosas.

Håkon no entendía muy bien por qué se callaba de repente. Tal vez era por darle la oportunidad de adivinar cuáles eran las dos cosas que habrían de horrorizar a todo el mundo. En vez de volver a hacer el ridículo, optó por mantenerse callado.

– En primer lugar, por la cantidad de violaciones cometidas. Y, en segundo lugar, porque los extranjeros son autores del número que estadísticamente se les supone, según la cifra de individuos que residen aquí. Ni más ni menos. -Soltó otro suspiro más, quejándose del calor-. Si no remite pronto este calor, me volveré loca. Creo que me voy a dar un garbeo motorizado, ¿te vienes?

Con pavor en la mirada, declinó de inmediato la invitación. El recuerdo de otro paseo en moto seguía intacto en su mente: una excursión heladora y mortalmente peligrosa, hacía unos seis meses, cuando acababa el otoño, cruzando la provincia de Vestfold, con Hanne de piloto y él mismo de pasajero cegado y empapado hasta los huesos. Aquella vez, el viaje había sido de una necesidad crucial. Su primera vuelta en moto y, decididamente, la última.

– No, gracias, prefiero darme un chapuzón -dijo. Eran las tres y media y ya se podían marchar a casa-. Deberías ponerte a repasar las pistas.

– Lo haré mañana, Håkon, mañana.


La desesperación estaba a punto de comerle vivo. Se escondía como una rata gris y espeluznante que le corroía en algún punto detrás del esternón. Había vaciado dos botellas de Balancid con sabor a naranja desde el domingo por la mañana. No sirvió de nada, estaba claro que a la rata le gustaba el sabor y seguía royendo con más ahínco. Hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijera, de nada servía. Su hija no quería hablar con él. Es cierto que deseaba quedarse ahí, en la casa de su niñez, en su antiguo cuarto, y eso lo consolaba algo: el que ella, probablemente, encontrase alguna forma de protección y seguridad teniéndolo cerca. Pero el caso es que no quería hablar.

Había recogido a Kristine en Urgencias Psiquiátricas. Cuando la vio allí sentada, transida, con esos ojos oscuros y encogida de hombros, le recordó a su mujer veinte años atrás. En aquel entonces, ella se había sentado del mismo modo, con una mirada vacía idéntica, con esa misma actitud de impotencia y sin decir nada. Acababa de enterarse de que iba a dejar un marido viudo y una hija, de apenas cuatro años, huérfana. Él había montado en cólera, había proferido una retahíla de juramentos y había armado un escándalo, y había llevado a su mujer a la consulta de todos y cada uno de los expertos del país. Finalmente, pidió prestada una considerable suma de dinero a sus padres con la vana esperanza de que los remotos expertos de Estados Unidos, la tierra prometida de todas las medicinas, cambiarían el hecho cruel sobre el que catorce médicos noruegos habían tristemente coincidido. El viaje solo sirvió para que ella muriera lejos de su casa. Él tuvo que regresar con su amada en el congelador de la bodega.

La vida a solas con la pequeña Kristine fue difícil. Él mismo acababa de terminar la carrera, en una época en la que el antaño lucrativo oficio de dentista era menos productivo, tras veinte años de asistencia odontológica pública. Pero les había ido bien. A mediados de los años setenta, la lucha feminista alcanzaba su cénit, algo que, paradójicamente, lo ayudó. Un padre soltero que insistía en criar a su hija se beneficiaba de todas las ayudas públicas posibles, cosechaba simpatías del entorno, así como ayuda y apoyo por parte de las compañeras de trabajo y de las vecinas. Les fue bien.

No hubo muchas mujeres, alguna que otra relación, pero nunca muy duraderas. Kristine se había encargado de que así fuera. Tres veces se había atrevido a hablarle de una mujer, pero otras tantas veces fue rechazado, de un modo arisco e insolente; además, ella no aceptaba la más mínima insinuación. Ella siempre ganaba, y él adoraba a su hija. Indiscutiblemente, entendía que todos los hombres amaban a sus hijos y, de un modo racional, pensaba que, visto así, no se diferenciaba mucho de la población varonil noruega. No obstante, insistía ante sí mismo y su entorno en que la relación entre su hija y él era especial. Solo se tenían el uno al otro; él había sido padre y madre a la vez. Había estado velando durante las enfermedades, se había preocupado de vestirla siempre limpia y había consolado a la adolescente cuando su primer amor se fue al traste a las tres semanas. Cuando la niña de trece años le mostró, con una mezcla de espanto y alegría, una braguita ensangrentada, fue él quien la llevó a un restaurante a comer solomillo con vino ligeramente aguado para festejar que su hija estaba de camino a convertirse en una mujer. Fue él quien durante dos años tuvo que negar cada petición insistente para comprar un sujetador, teniendo en cuenta que las picaduras de mosquito que debían alojarse en dicha prenda eran tan insignificantes que cualquier sostén habría parecido ridículo. Con nadie pudo compartir la alegría por las espectaculares notas que sacaba su hija en la escuela, ni tampoco el amargo dolor cuando ella eligió celebrar con amigos la confirmación de su ingreso en la Facultad de Medicina de Oslo, hacía cuatro años.

Amaba a su hija, pero no conseguía llegar a ella. Cuando fue a buscarla, ella lo siguió voluntariamente, y fue ella misma quien había pedido en Urgencias que lo llamaran. Quería por tanto ir a casa, a su casa, pero no dijo nada. Una vez en el coche, de camino a casa, intentó cogerla de la mano y ella lo dejó. Aun así, no hubo respuesta, tan solo una mano flácida que se dejaba sostener con pasividad. No pronunciaron palabra alguna. Ya en casa, quiso tentarla con algo de comida: pan recién horneado con fiambres y ensaladillas, que sabía que le encantaba; rosbif y ensaladilla de gambas, y el mejor tinto de su bodega. Ella agarró la botella, pero dejó la comida. Al cabo de tres copas, se llevó la botella, se disculpó con educación y se retiró a su cuarto.

Pasaron tres horas y no se oyó ruido alguno desde su habitación. Se levantó entumecido del sofá, un modelo americano, profundo y demasiado blando. Las velas que se habían consumido pálidamente con la luz del atardecer primaveral empezaban a rezongar por la falta de cera. Se detuvo ante la puerta que daba a la habitación de la niña y permaneció en silencio absoluto durante varios minutos, hasta que tuvo el coraje de llamar. No hubo respuesta. Dudó un poco más y decidió dejarla en paz.

Se fue a la cama.


Kristine estaba en una habitación de niña, con cortinas amarillas de cuadros, sentada con un osito de peluche en el regazo; ante ella, una botella de tinto vacía sobre una mesa lacada de blanco. La cama era estrecha. Sentía calambres en las piernas después de permanecer mucho tiempo en posición fetal. La contracción era bienvenida, dolía cada vez más y se concentraba en sentir hasta qué punto le hacía realmente daño. Todo lo demás desapareció, solo notaba la protesta punzante y dolorosa en los miembros que no habían recibido suficiente sangre desde hacía un buen rato. Finalmente, no aguantó más y se tumbó en la cama estirando las piernas. El malestar aumentó enseguida. Sujetó uno de los muslos con las dos manos haciendo presa y apretó con todas sus fuerzas hasta que le empezaron a caer las lágrimas. Cualquier cosa para que perdurara el sufrimiento. Pero no podía continuar con eso, así que al cabo de un rato se soltó. El dolor en el pecho reapareció, la región interna estaba totalmente hueca, una enorme cavidad llena de un dolor indefinible. Corría por todo su cuerpo a una velocidad de vértigo y tuvo que levantarse por unas pastillas que le habían dado en Urgencias, Valium 0,5 mg. Una diminuta caja cuyo contenido encerraba una esperanza de paz en cada comprimido. Se quedó de pie con la caja en la mano izquierda durante una eternidad. Luego se la llevó al baño, abrió el envoltorio, sacó la caja con las píldoras y la vació en el agua clorada de color azul. Las cápsulas se mantuvieron a flote un instante hasta que fueron hundiéndose lánguidamente hacia el fondo de porcelana blanca y desaparecieron en las cloacas. Por seguridad, tiró dos veces de la cisterna. A continuación, se lavó la cara con agua muy fría y salió a la sala de estar. Estaba todo a oscuras; tan solo la lamparita encima del televisor arrojaba un fulgor débil y amarillo sobre las suaves alfombras del salón. Salió a la cocina a por otra botella de tinto, con cuidado para no despertar al padre, si es que dormía. Se quedó sentada en el mejor sillón, la vieja butaca de su padre, hasta vaciar también esa botella.

En ese momento, apareció en el umbral de la puerta su padre, en pijama. Imponente, aunque con los hombros caídos y las manos extendidas hacia ella en un gesto de abatimiento. Ninguno de los dos habló. Estuvo dudando un rato largo, pero, finalmente, entró en la sala y se puso en cuclillas ante ella.

– Kristine -la llamó en voz baja, más por decir algo que porque tuviera algo que decir-. Kristine, hija.

Quería tanto poder contestar. Habría querido ir a su encuentro, inclinarse hacia delante y dejar que la reconfortara y después consolarlo a él, por encima de cualquier otra cosa. Deseaba decirle que estaba apenada por lo que le había infligido, que estaba triste por haberlo defraudado y por haberlo estropeado todo, por ser tan tonta y dejarse violar. Deseaba con todas sus fuerzas poder tachar aquellos últimos y espantosos días, borrarlo todo y, tal vez, retroceder a los ocho años y a la felicidad de entonces, dejarse lanzar por los aires y aterrizar en sus brazos. Pero, sencillamente, no era capaz. No podía hacer nada para que las cosas volvieran a ser como antes: le había destrozado la vida. Lo único que pudo hacer fue extender la mano y dejar que la yema de los dedos le acariciara la cara. Desde la piel suave debajo de las sienes, bajando por las mejillas rugosas sin afeitar hasta detenerse en la hendidura de la barbilla.

– Papá -dijo en voz baja, y se levantó.

Al principio titubeó un poco, recobró el equilibrio y regresó a su cuarto. A la altura de la puerta, se giró un poco y vio que él seguía en el mismo sitio, en cuclillas, con el rostro entre las manos. Cerró la puerta y se tumbó en la cama con la ropa puesta. Al cabo de unos minutos, dormía profundamente, con la mente vacía de todo y libre de sueños.

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