Hanne estaba agobiada. Un asesinato truculento no era exactamente lo que necesitaba en aquellos momentos. Protestó con tal arrebato que el jefe de sección casi la dejó escapar de nuevo, pero solo casi.
– No hay nada de qué hablar, Hanne -dijo, zanjando la cuestión, en un tono de voz que no dejaba margen para la discusión-. Estamos todos sobrecargados de trabajo, este caso es tuyo.
Notó que estaba a punto de echarse a llorar, pero, para evitar hacer algo de lo que se arrepentiría más tarde, cogió los papeles que le tendía el hombre sin abrir la boca y abandonó el despacho en completo silencio. De vuelta a su propio despacho, respiró hondo repetidas veces, cerró los ojos y cayó de repente en el hecho de que aquello podía servir de excusa para cancelar la comida con Håkon Sand, prevista para el viernes. Algo bueno tenía que tener.
El cadáver era de una mujer, tal y como conjeturó la señora Hansen. Las comprobaciones superficiales en el lugar del crimen establecieron que se trataba de una mujer de veinte y pocos años, un metro sesenta de estatura, de origen extranjero, desnuda, con un trapo atado con fuerza sobre la boca y degollada. Las temperaturas elevadas y el hecho de que no estuviera ni tapada con plástico ni vestida dificultaban aún más determinar la hora de la muerte. El cuerpo se hallaba en un proceso de descomposición a todas luces muy avanzado. La hipótesis más probable estimaba que el cadáver llevaba enterrado un par de semanas. El médico forense había ordenado que se realizaran pruebas de la tierra, así como mediciones exactas de la profundidad en la que estuvo sepultada la mujer. Pronto tendría una hora de la muerte más aproximada. Analizarían el cuerpo con la intención de averiguar si se había producido algún abuso sexual. Si había sido asesinada justo después de un eventual coito, se podía comprobar la presencia de semen en la vagina durante un periodo de tiempo posterior muy largo.
Hanne examinó la fotografía tomada del cuello de la mujer. La incisión presentaba el aspecto característico de las heridas producidas por cortes e iniciadas con una punzada. Las señales habituales de un arma blanca consistían, por lo general, en una sucesión de puñaladas o pinchazos limpios, como pequeños gajos elípticos cuyo interior tenía una tendencia repelente a salirse. Las heridas provocadas por cortes en los que se utiliza el arma blanca para seccionar muestran las mismas particularidades, pero las hendiduras son más largas y más anchas, es decir, más delgadas hacia cada extremo y más anchas en el centro, en forma de barco. Pero en este caso se realizó una primera punzada justo debajo de la oreja. El tajo era abierto e irregular, como si el homicida se hubiera visto obligado a pinchar repetidas veces hasta pillar el punto adecuado. Luego salía un arco alrededor del cuello, una raja regular y menguante con los bordes limpios.
Desconocían su identidad. Habían repasado todas las denuncias de desaparecidos interpuestas en los últimos doce meses, a sabiendas de que era absolutamente imposible que el cadáver llevara tanto tiempo soterrado. Ninguna descripción coincidió.
Hanne empezó a marearse. Después del episodio de hacía unos meses, cuando fue golpeada a la puerta de su propio despacho y sufrió una severa conmoción cerebral, los mareos se manifestaban con cierta frecuencia y con bastante virulencia, sobre todo con aquel calor. Tampoco ayudaba que tuviera tanto trabajo. Se agarró a la esquina de la mesa hasta que comenzó a calmarse, se estiró y salió de su despacho. Eran las ocho y media. La semana no podía empezar peor.
Håkon conversaba con un compañero cerca de las escaleras, que iban desde la primera hasta la octava planta, en la esquina oeste del vestíbulo de entrada. Iba trajeado y no parecía sentirse nada a gusto con ello. A sus pies yacía uno de esos grandes maletines que tan bien conocía.
Se le iluminó algo el rostro cuando reparó en Hanne. Concluyó la charla con el colega, que desapareció por el corredor hacia la zona amarilla.
– Estoy impaciente porque llegue el viernes -dijo, con su mejor sonrisa.
– Yo también -contestó, intentando que sonase sincero.
Permanecieron apoyados en la barandilla mirando hacia abajo, a la inmensa sala abierta situada debajo de ellos. Uno de los laterales estaba inusualmente vacío.
– No habrá nadie que necesite pasaporte estos días -dijo Håkon, intentando buscar una explicación que justificara que las mujeres de las ventanillas, en general tan atareadas, hoy parloteaban entre ellas sin nada más que hacer-. En tal caso, sería para volar hasta Alaska o Svalbard. Bueno, no se necesita pasaporte para el archipiélago -añadió, un poco avergonzado de lo que dijo antes.
El otro lado de la sala estaba más concurrido, si bien los noruegos no se agolpaban para conseguir su pasaporte, los extranjeros se amontonaban a lo largo del tabique donde se ubicaba la Policía de Extranjería. Tenían el semblante sombrío, pero, al menos, no sufrían mucho por el calor.
– Pero ¿qué diablos están haciendo allí abajo? -preguntó Hanne-. ¿Están contando todos los extranjeros de la ciudad?
– Se podría decir que sí. Están efectuando una de esas acciones excéntricas de las suyas. Sacan las redes de arrastre en todos los lugares públicos, pescan a todos los morenos y averiguan si residen aquí legalmente. Qué manera más provechosa de hacer uso de los recursos públicos, especialmente ahora.
Suspiró, tenía que estar en los juzgados al cabo de veinte minutos.
– El jefe de la Policía Judicial sostiene que hay más de cinco mil extranjeros en situación ilegal en esta ciudad. ¡Cinco mil! No me lo trago. ¿Dónde están?
A Hanne no le pareció que la cifra fuera tan descabellada. Lo que era indignante era que se invirtiera tantos y tan necesitados recursos para encontrarlos. Además, hacía unos días, le había oído decir en el telediario de las seis al jefe de la UDI, la Dirección General de Extranjería, que «perdían» mil quinientos solicitantes de asilo cada año. Gente que habían registrado a su entrada en el país, pero que luego nunca volvían a ver. «Con lo cual, se podía reducir la cifra a tres mil quinientas personas», concluyó cansada.
– La mitad parece estar allí abajo -contestó a la pregunta que le habían hecho hacía un buen rato; señaló a la muchedumbre debajo de ellos.
Håkon miró su reloj, tenía prisa.
– Hablamos luego -exclamó antes de salir a toda prisa.
La historia era completamente rocambolesca. Dos demandantes de asilo se habían enzarzado por un asunto de comida en el centro de acogida Urtegata; eran un iraní y un kurdo. A Håkon no le extrañaba que se les fuera la olla de vez en cuando. Ambos llevaban esperando más de un año a que sus solicitudes se tramitasen; los dos eran jóvenes en su mejor edad laboral para poder desempeñar cualquier tarea. Disfrutaban de cinco horas semanales de enseñanza del noruego y el resto del tiempo era un mar de frustraciones, inseguridad y mucha ansiedad.
Un viernes por la noche llegaron a las manos, con el consiguiente resultado de una nariz rota para el más débil, el kurdo: «Párrafo 229, apartado 1 y medida alternativa primera sobre cumplimiento de pena del Código Penal». Aunque el iraní acabó con un ojo morado, algunos funcionarios aplicados se habían encargado de que, incluso en un caso tan banal, la imparcialidad prevaleciese por encima de cualquier consideración. El chico estaba representado por un abogado de la asociación Asistencia Jurídica Libre; con toda seguridad, apenas había intercambiado algunas palabras con su defendido y, aún menos, había leído los documentos de la causa. Se trataba de una pura rutina, también para Håkon.
La sala de audiencia número 8 era minúscula y no estaba en muy buen estado. Obviamente, carecía de aire acondicionado y el ruido que provenía de la calle hacía imposible abrir las ventanas. Tras aprobarse la construcción de un edificio que albergara los nuevos juzgados, estaba descartado gastar un solo céntimo en el viejo inmueble, aunque los nuevos tribunales tardarían en entrar en funcionamiento.
La toga negra, usada por cientos de fiscales, solía ser pestilente y no iba a mejorar ese día. Se lamentó para sí y miró de soslayo al abogado defensor, que ocupaba el otro estrado. Sus miradas se cruzaron y acordaron en silencio la rápida ejecución del juicio.
El iraní de veintidós años declaró primero, mientras un intérprete con el semblante inexpresivo tradujo sus palabras en versión abreviada; primero habló el acusado durante tres minutos y, a continuación, habló el traductor durante treinta segundos. Estas cosas solían irritar mucho a Håkon Sand, pero ese día no estaba de humor. Luego le tocó el turno al kurdo. Su tabique nasal seguía torcido y parecía no haber recibido el mejor tratamiento que la Sanidad Pública noruega pudiera proporcionar.
Para finalizar, un empleado del centro de acogida entró y prestó juramento. Un noruego, «cómo no», había presenciado la pelea. El inculpado atacó al agraviado e intercambiaron varios golpes. Al final el kurdo cayó al suelo, como un saco de patatas, tras un impresionante golpe de su rival.
– ¿Intervino usted? -preguntó el abogado defensor, cuando llegó su turno-. ¿Intentó interponerse entre ellos?
El noruego miró un poco avergonzado al suelo del estrado en el que se encontraba:
– No se puede decir que hiciese exactamente eso, pues impone un poco eso de las broncas entre dos extranjeros; además siempre aparece algún arma blanca en esos líos.
Volvió la mirada hacia los conjueces en busca de apoyo, pero solo encontró miradas vacías.
– ¿Vio algún cuchillo?
– No.
– ¿Existía alguna otra razón que hiciera suponer la presencia de un cuchillo en esa trifulca?
– Sí, bueno como dije, suelen siempre…
– Pero ¿vio algo en esa situación concreta? -cortó el defensor, exasperado-. ¿Tenía esta riña algo de especial que hizo que optara por no intervenir?
– No, bueno…
– Gracias, no tengo más preguntas.
El procedimiento duró veinte minutos. Håkon guardó sus cosas con la certidumbre de que también esta vez iba a caer una sentencia condenatoria. Al introducir los exiguos documentos en su maletín, una cartulina rosa cayó al suelo. Era un mensaje interno escrito por el investigador. Recogió el papel y lo ojeó antes de guardarlo en su sitio.
En la parte superior aparecía el nombre, el mensaje estaba redactado a mano y en el encabezamiento ponía: «Relativo al NCE 90045621, Shaei Thyed, atentado a la integridad física».
De pronto, lo descifró. Los números grabados en la sangre, en todos los escenarios de las masacres de los sábados por la noche, correspondían a números de control de extranjeros. Todos los extranjeros poseían uno: un NCE.
Un magnífico ejemplar de la diosa de la justicia lucía sobre su escritorio. No obstante, su emplazamiento era un tanto inadecuado. Una preciosa escultura de bronce, sin duda carísima, presidía una parva y muy pública oficina de ocho metros cuadrados. Llenaba con bolitas de papel los dos platillos de la balanza que la diosa sujetaba con el brazo tendido. Las diminutas bandejitas subían y bajaban según el peso que soportaban.
Hanne entró por la puerta. Constató con satisfacción que las cortinas nuevas colgaban en su sitio.
– Creí que estabas en el juzgado -dijo-. Al menos, me lo pareció esta mañana.
– Lo ventilamos en hora y media -contestó, y la invitó a tomar asiento-. ¡Tengo la respuesta! -dijo él. Håkon tenía las mejillas rojas, y no era por el calor-. Los números inscritos sobre la sangre de todas las masacres de los sábados, ¿sabes qué significan?
Hanne se quedó mirando fijamente al fiscal adjunto de la Policía durante veinte segundos. Él no cabía en sí de gozo y estaba a punto de reventar.
Su decepción fue apocalíptica cuando ella replicó:
– ¡NCE!
La mujer se levantó de un salto, cerró el puño y golpeó varias veces la pared.
– ¡Por supuesto! Pero ¿en qué estábamos pensando? ¡Estamos hartos de manejar esos números a diario!
Håkon no salía de su asombro y no lograba entender que ella lo hubiera averiguado antes de que él hubiera siquiera abierto la boca. La perplejidad en su mirada era tan llamativa que ella decidió apuntarle el tanto y mitigar su decepción.
– Lo hemos tenido delante de los ojos y no lo hemos visto, «los árboles no nos han dejado ver el bosque». Está claro que no le di las suficientes vueltas a esos números, hasta ahora. ¡Genial, Håkon! No lo habría averiguado sola, al menos tan pronto.
Él no hizo más preguntas y se tragó su vanidad herida. Empezaron a pensar en las consecuencias de lo que acababan de desentrañar, en silencio.
Cuatro baños de sangre, cuatro secuencias distintas de números, números de control de extranjeros, un cuerpo hallado, presumiblemente extranjero. Una extranjera con número de control.
– Puede que aparezcan otros tres -dijo Håkon, que rompió así el silencio-. Tres cadáveres más, en el peor de los casos.
En el peor de los casos. Hanne estaba de acuerdo. Pero había otro aspecto del caso que la atemorizaba casi tanto como que se escondieran otros tres cadáveres más allí fuera, en cualquier lugar bajo la turba.
– ¿Quién tiene acceso a los datos de los refugiados, Håkon? -preguntó en voz baja, aunque conocía de sobras la respuesta.
– Los empleados de la Dirección General de Extranjería -contestó al instante-. Y, por supuesto, los del Ministerio de Justicia. Unos cuantos. Y me imagino que alguna que otra persona adscrita o que trabaje en los centros de acogida -añadió, recordando a aquel tipo que había presenciado el altercado entre los dos refugiados sin intervenir.
– Sí -le contestó ella.
Pero estaba pensando en otra cosa muy distinta.
Todos los demás casos fueron aparcados hasta nueva orden. Con una eficiencia que pasmó a la mayoría de los efectivos involucrados, los recursos de la sección fueron reorganizados en menos de una hora. La sala de emergencias situada en la zona azul de la planta baja se transformó en un abrir y cerrar de ojos en un centro de operaciones de incesante actividad. Sin embargo, no era lo suficientemente amplia como para celebrar ahí la tan ansiada reunión convocada por el jefe de sección, con lo cual se tuvieron que congregar en la sala de juntas. Excelente idea, ya que el local sin ventanas servía, a su vez, de comedor. Era la hora del almuerzo.
Vio al comisario que dirigía la Brigada Judicial, inflado como un globo y con unas facciones ingenuas debajo de sus ricitos canosos. Libraba una batalla sin cuartel con un sándwich titánico. La mayonesa chorreaba entre las rebanadas de pan y se le pegó como un asqueroso gusano, reptando por el pantalón de su uniforme, demasiado estrecho. Sofocado, intentó barrerlo con el dedo índice y luego aminorar el desastre frotando la mancha oscura que, inexorablemente, no dejaba de aumentar.
– Esta situación es de suma gravedad -empezó diciendo el jefe de sección.
Era un hombre muy apuesto, atlético y ancho de espaldas, la cabeza lisa como una bola con una estrecha corona de pelo oscuro y muy corto. Los ojos estaban inusualmente hundidos, aunque, tras un reconocimiento más detallado, resultaban intensos, grandes y oscuros y de color castaño. Llevaba unos pantalones de verano, ligeros y claros, y un polo con cuello de camisa.
– ¿Arnt?
El hombre al que invitó a hablar separó la silla de la mesa, pero permaneció sentado.
– He comprobado los NCE en la sangre. No eran igual de legibles en todos los escenarios, pero, si elegimos este razonamiento… -sacó una lámina de cartón y la sostuvo en el aire-… y es la interpretación más creíble, estamos hablando de que todos los números corresponden a mujeres.
Hubo un silencio sepulcral entre los asistentes.
– Todas entre 23 y 29 años. Ninguna llegó a Noruega acompañada; ninguna tenía parientes antes de su llegada. Y, además…
Sabían lo que estaba a punto de decir. El jefe de sección notaba cómo el sudor resbalaba por las sienes. Con tanto calor, el comisario resoplaba como un bulldog. Hanne tenía ganas de irse.
– Todas han desaparecido.
Tras una larga pausa, el jefe de sección retomó la palabra.
– ¿Existe la posibilidad de que la fallecida sea una de las cuatro?
– Es demasiado pronto para asegurarlo, pero estamos trabajando desde esa perspectiva.
– Erik, ¿has averiguado algo más con respecto a la sangre?
El oficial se levantó, a diferencia de su compañero más experimentado, Arnt.
– He llamado a todos los mataderos -dijo, tragando su nerviosismo-. Veinticuatro en total. Cualquiera puede comprar sangre; en su mayoría, sangre de vaca. No obstante, casi todos los puntos de venta exigen que el pedido se haga por adelantado. El mercado ha desaparecido prácticamente. Parece que ya nadie se hace su propia morcilla. Ninguno ha podido informar sobre nada que les pareciera fuera de lo común, quiero decir, ninguna venta cuantiosa.
– De acuerdo -dijo el jefe de sección-. Aun así, sigue trabajando en el tema.
Erik Henriksen se dejó caer aliviado en la silla.
– El jefe de Extranjería -murmuró Hanne.
– ¿Qué has dicho?
– El jefe de UDI -dijo, más alto esta vez-. Escuché una entrevista con él en la radio hace poco. Decía que las autoridades «pierden» cada año quince mil refugiados solicitantes de asilo.
– ¿Pierden?
– Sí, es decir, desaparecen. Es evidente que la mayoría de los casos son deportaciones y expulsiones, algo de lo que ellos mismos deben de tener constancia. La Dirección General afirma que huyen sin ningún preaviso. A Suecia, tal vez, o más al sur; muchos, sencillamente vuelven a casa. Al menos es lo que opinaba ese alto cargo de Extranjería.
– ¿Y no hay nadie que los busque? -preguntó Erik, arrepintiéndose de lo que acababa de decir.
Creer que las autoridades de Extranjería iban a desperdiciar tiempo y esfuerzo en buscar a extranjeros desaparecidos, cuando estaban tan ocupados en echar fuera de las fronteras a los que seguían en el país, era un pensamiento tan absurdo que los más veteranos de la sala habrían soltado una sonora carcajada si no hubiese sido por las circunstancias y el calor. Y porque sabían que les quedaban exactamente cinco días para resolver el caso, si no querían encontrarse la madrugada del domingo analizando otro baño de sangre en algún lugar y con un nuevo NCE pintado en rojo.
Disponían de cinco días. Lo mejor era ponerse manos a la obra.
Kristine sentía que estaba al borde del abismo. Habían pasado nueve días y ocho noches y no había hablado con nadie. Algún que otro breve intercambio de palabras con su padre, naturalmente, pero era como si siguieran dando rodeos mutuos, alrededor de sí mismos. Ambos sabían que el otro deseaba hablar, pero no tenían la menor idea de cómo iniciar una conversación y, ya puestos, de cómo mantenerla más allá de unas pocas palabras. No lograban romper, ni para entrar ni para salir, lo que los mantenía unidos y que a la vez imposibilitaba su comunicación. Pero contaba con una victoria en su haber. El Valium se había ido por el desagüe, aunque el alcohol había ocupado su lugar. Su padre la estuvo observando con cierta preocupación, aunque sin protestar, cuando su bodega de vino tinto se fue vaciando y ella le pidió que «por favor» comprara más. Al día siguiente, hubo dos cajas en la despensa junto a la cocina.
Recibió algunas llamadas de amigos alarmados porque llevaba una semana sin aparecer por la sala de lectura de la facultad. Era la primera vez en cuatro años. Consiguió armarse de valor y hablar en tono jovial para quejarse de una fuerte gripe y asegurar que «en absoluto» necesitaba recibir visitas porque acabarían contagiándose, «chao, nos vemos». Nada acerca del horror. No había nada que decir sobre eso. Solo de pensar en toda la atención que despertaría la agobiaba. Se acordaba con demasiada claridad de aquella estudiante de Veterinaria que hacía dos años había vuelto a la sala de lectura tras algunos días de ausencia. La chica había contado a su círculo de amistades más íntimo que acababa de ser violada por un compañero de estudios, después de una juerga considerablemente notoria. Al poco tiempo, todo el mundo lo sabía. La Policía había sobreseído el caso y, desde entonces, la chica vagaba por las aulas como una flor marchita. Kristine había sentido auténtica lástima por ella. Se había juntado con unas amigas y se habían plantado delante de la casa del agresor guaperas de Bærum, gritando y echando pestes de él. Pero nunca habían tomado una iniciativa concreta en favor de la afrentada. Al contrario, era como si algo se hubiese adherido al cuerpo de la víctima, algo absurdo e irracional; claro que la creían, al menos las chicas. Sin embargo, deambulaba como desconcertada, y arrastraba algo intangible, algo que repelía a la gente y la mantenía alejada de ella.
Kristine no quería acabar así.
Lo peor de todo era ver a su padre. Ese hombre fuerte y robusto que siempre estuvo ahí, al que siempre acudía corriendo cuando el mundo era demasiado cruel. El sentimiento de culpabilidad por todas las veces que no se había acordado de él, es decir, cuando había que festejar algo, caía sobre ella desde todos los recovecos de su ser. Nunca se dio cuenta de la carga que había supuesto para él estar solo y ocuparse de ella. La certidumbre de saber que en el fondo fue ella quien impidió que encontrara otra mujer siempre estuvo latente. Pero ella era una niña que había que cuidar. No deseaba una nueva madre. No sintió que su padre necesitara una nueva esposa hasta que ella misma alcanzó la madurez. Sentía una profunda vergüenza.
Lo peor no era la sensación de estar destrozada. Lo peor era la sensación de que su padre lo estaba.
Había hablado con la asistente social, cuyo aspecto se correspondía con su profesión y que se había comportado como tal, aunque, a todas luces, creía ser una psiquiatra. No tenía sentido. Si no hubiese sido porque Kristine comprendía lo importante que era no rendirse a la primera, habría mandado a la mujer a paseo. Pero le iba a conceder otra oportunidad.
En primer lugar, quería darse una vuelta por la cabaña. No llevaría gran cosa consigo, no era necesario, pues solo estaría un par de días, a lo sumo. Compraría comida en la tienda rural.
Su padre pareció alegrarse cuando se lo comunicó la noche anterior. Le dio dinero en abundancia y la exhortó a que se quedara allí una temporada. De todos modos, tenía mucho trabajo, le dijo mientras se servía otro plato de la cena. Últimamente había bajado de peso. Antes tenía reservas para aguantar y no se le notaba apenas cuando adelgazaba un poco, pero observó que la ropa le colgaba más suelta. Además, la cara había cambiado; no se veía particularmente más demacrada, sino más marcada y perfilada, con surcos más hondos. Ella misma había perdido tres kilos, tres kilos que le faltaban.
Decidió marcharse, más en un intento de agradar a su padre que por su propia apetencia. A su jefe no le sentó muy bien cuando ella llamó para comunicarle que la enfermedad se prolongaba y que no acudiría al trabajo hasta dentro de varios días. El trabajo en el centro de la Cruz Azul, la organización multiconfesional y diaconal que promueve una sociedad sin drogas ni alcohol, ni estaba bien pagado ni era especialmente interesante, y no entendía muy bien por qué lo había mantenido durante todo un año. Le gustaban los alcohólicos, esa podía ser la razón. Eran las personas más agradecidas del mundo.
La Estación Central estaba repleta de gente y tuvo que hacer casi veinte minutos de cola hasta que el número que apareció en la pantalla LCD coincidió con el número de su reserva. Le proporcionaron lo que había pedido, pagó y salió hacia la sala de espera. Faltaban diez minutos para que saliera su tren.
Atravesó el vestíbulo y entró en un quiosco de prensa. Los diarios sensacionalistas lucían las mismas portadas con el cadáver de una mujer encontrado en un jardín recóndito. «La Policía se emplea a fondo», pudo leer. Era probable, porque, desde luego, no trabajaban en su caso; de eso estaba convencida. Esa misma mañana llamó a la abogada asistencial Linda Løvstad para consultar si había aparecido algo nuevo en su caso. La mujer se lamentó de no tener ninguna novedad, pero prometió mantenerla informada.
Kristine cogió un ejemplar del diario Arbeiderbladet, dejó el importe exacto sobre el mostrador y se encaminó hacia el andén correspondiente. Leía mientras caminaba y se tropezó con una bolsa de deportes abandonada. Para evitar que ocurriera de nuevo, plegó el periódico y lo introdujo en su bolsa.
Fue cuando lo vio. En estado de shock, paralizada, se quedó durante unos segundos petrificada y sin mover un solo músculo. Era él, el violador, transitando por la Estación Central de Oslo un abrasador lunes de junio. No reparó en ella, solo caminaba y hablaba con el hombre que andaba a su lado. Dijo algo gracioso, porque el otro echó la cabeza hacia atrás soltando una carcajada.
Un temblor terrorífico la recorrió; arrancó alrededor de las rodillas pero fue ascendiendo por los muslos y estuvo a punto de impedirle acercarse a un banco para sentarse. Se dejó caer, de espaldas a aquel tipo. Pero no fue solo el hecho de tropezárselo lo que le produjo tal estremecimiento.
Ahora sabía dónde encontrarlo.
Aproximadamente en el mismo instante, el padre de Kristine se encontraba en el piso de su hija mirando por la ventana. El edificio de enfrente no estaba tan bien cuidado. Se veían grandes desconchados de pintura en la fachada y había dos ventanas rotas. No obstante, todas las viviendas estaban ocupadas y, a esa distancia, algunas parecían hasta acogedoras. No registró ningún movimiento, la mayoría de sus ocupantes estarían trabajando. Sin embargo, desde su posición, advirtió una silueta en una de las ventanas de la tercera planta, en diagonal hacia la derecha. Tenía toda la apariencia de ser un hombre. A tenor de la distancia entre el marco de la ventana y el rostro, el hombre debía de estar sentado en un cómodo sillón y debía de tener unas vistas óptimas sobre el apartamento de Kristine.
Finn se levantó como un resorte y salió corriendo del piso. Cerró la puerta enérgicamente y la atrancó con la cerradura principal y las dos de seguridad, que él mismo había instalado sin fortuna. Cuando salió a la calle, calculó con rapidez cuál de los timbres correspondía a la vivienda que acababa de avistar. No aparecía ningún nombre en el portero automático, pero se arriesgó. Tercero izquierda. El tercer botón empezando desde abajo en la fila de la izquierda. Nadie contestó, pero tras unos segundos oyó que alguien había pulsado la apertura automática. El ruido eléctrico y característico era nítido y, con ligeras sacudidas, intentó abrir la puerta exterior, que cedió dócilmente.
El vestíbulo estaba tan deteriorado como dejaba entrever la fachada del inmueble, pero exhalaba un olor fresco a friegasuelos. Subió hasta la tercera planta con determinación. La puerta de entrada era de color azul con cristales alargados desde el picaporte hasta el marco superior; a sus pies había un felpudo. Encima del timbre, colgaba una pequeña cartulina, clavada con una chincheta de plástico de cabeza roja: «E». Ponía E y nada más. Llamó al timbre.
Alguien no paraba de moverse al otro lado y luego se quedó quieto. Håverstad lo intentó de nuevo y otra vez ruidos de trasteo. De repente, la puerta se abrió y apareció un hombre. De edad indeterminable, poseía esos rasgos extraños, casi asexuales, que suelen perfilar a los tipos raros. Rostro corriente, ni feo ni guapo, casi imberbe, pálido, de piel brillante y sin granos. A pesar de la temperatura ambiente, llevaba puesto un típico jersey regional de lana que no parecía molestarle.
– E -dijo, extendiendo una mano indiferente-. Mi nombre es E. ¿Qué quieres?
Håverstad se quedó tan estupefacto por la aparición que apenas pudo expresar el motivo de su visita. En cualquier caso, tampoco es que tuviera mucho que decirle.
– Eh… -empezó diciendo, pero se dio cuenta de que podía parecer que estaba repitiendo el nombre del individuo con jersey de lana-. Solo quería hablar con usted sobre un asunto.
– ¿Sobre qué?
No estaba siendo en absoluto descortés, solo antipático.
– Me preguntaba si está al tanto de lo que ocurre aquí, en esta vecindad -tanteó.
A todas luces funcionó. Un aire de satisfacción se dibujó en la comisura de sus labios.
– Entre -dijo, ofreciéndole algo que podía simular una sonrisa.
El hombre se apartó para permitir entrar a Håverstad. El piso estaba limpio y reluciente, y, en apariencia, deshabitado. Contenía muy pocas cosas que pudieran indicar que era un hogar. Una televisión enorme en una esquina con una solitaria silla delante de la pantalla. No había ningún sofá en la sala de estar ni tampoco una mesa. Delante de la ventana, que, por otro lado, carecía de cortina, se hallaba el sillón en el que Håverstad supuso había estado sentado el hombre, cuando lo divisó desde el apartamento de su hija. Era un butacón verde de orejeras, muy usado. Había un montón de cajas de cartón esparcidas por todo el salón, y reconoció el mismo modelo que él guardaba en la sala de archivos de su consulta. Cajas archivadoras de color marrón fabricadas en cartón duro. Estaban colocadas en fila alrededor de la silla, como soldados cuadrados y erguidos protegiendo su castillo verde. Encima del asiento del butacón reposaba una tabla sujetapapeles con un bolígrafo enganchado en un broche de metal.
– Aquí vivo yo -dijo E, con cierta complacencia-. Era mejor donde vivía antes, pero murió mi madre y tuve que mudarme.
Eso lo hizo compadecerse de sí mismo y trazó un aire de tristeza sobre su rostro inexpresivo.
– ¿Qué guarda en estas cajas de ahí? -preguntó Håverstad-. ¿Colecciona algo?
E, muy desconfiado, lo miró fijamente.
– Pues sí, lo cierto es que colecciono cosas -dijo, sin mostrar la mínima intención de querer contarle lo que encerraban las veinte o veinticinco cajas de cartón.
Håverstad tenía que abordar la cuestión desde otro ángulo.
– Seguro que se entera de un montón de cosas -dijo, en un tono interesado, acercándose a la ventana.
Aunque el cristal tenía el aspecto de ser tan viejo como el resto de la casa, estaba igual de limpio y resplandeciente. Percibió un leve aroma a limón.
– Aquí sí que estará bien sentado -reanudó, sin mirar al hombre, que agarró la tabla que había encima del sillón y la guardó pegada al cuerpo, como si tuviera un valor incalculable. Quizá lo tuviese-. ¿Hay alguna cosa en especial que siga más de cerca, que le interese más?
El hombre se mostraba desconcertado. Håverstad dedujo que muy pocas personas se tomaban la molestia de hablar con aquel patético personaje. Seguramente deseaba hablar, así que le iba a dejar el tiempo que necesitara para hacerlo.
– Bueno…, pues -dijo E-. La verdad es que son tantas cosas…
Sacó un recorte de periódico de una de las cajas de cartón. La mitad del rostro de una política le sonreía.
– Le interesa la política -sonrió, y se agachó para estudiar más de cerca el contenido de la caja.
E se adelantó a su intención.
– No toque -gruñó, cerrando la caja delante de sus narices-. ¡No toque mis cosas!
– ¡Por supuesto, faltaría más!
Håverstad levantó ambas manos, enseñando las palmas en un gesto de rendición y empezó a preguntarse si no era mejor marcharse ya.
– Puede ver esto -dijo E de repente, como si hubiese leído el pensamiento del otro y se hubiera dado cuenta de que, a pesar de todo, le apetecía tener la compañía de alguien.
Agarró la caja número dos, empezando por el principio de la fila, y se la entregó al invitado.
– Críticas de cine -explicó.
Efectivamente, se trataba de reseñas y críticas de películas, sacadas de los periódicos, perfectamente recortadas y pegadas en hojas A4. En la parte inferior, debajo de cada recorte, aparecía el nombre del periódico y la fecha del artículo anotada con pulcritud con rotulador negro.
– ¿Va mucho al cine?
Håverstad no ardía en deseos de conocer las costumbres de E, pero al menos era un buen comienzo.
– ¿Cine? ¿Yo? Nunca. Pero salen en televisión al cabo de un tiempo y para entonces es bueno conocer de qué van.
Por supuesto. Una explicación con sentido. La situación era absurda y lo mejor que podía hacer era marcharse.
– También puede ver esto.
Ahora su disposición de ánimo había mejorado notablemente. Se atrevió a dejar la tabla, aunque con los papeles hacia abajo. El dentista recibió su segunda caja, que pesaba más que la anterior. Miró a su alrededor para encontrar algún sitio donde sentarse, pero el suelo era la única posibilidad. El butacón estaba tomado por la tabla y la silla de madera delante del televisor no invitaba a sentarse, sobre todo a un cuerpo como el suyo.
Se puso en cuclillas y abrió la caja. E se puso a su lado de rodillas, como un niño pequeño y ansioso.
Eran números de matrículas de coches. Las hojas estaban colocadas en tres perfectas columnas hasta el fondo de la caja. Cada número estaba inscrito milimétricamente justo debajo del anterior. Parecía que lo hubiera escrito a máquina.
– Matrículas de coches -puntualizó E de forma innecesaria-. Las llevo coleccionando catorce años. Las primeras dieciséis páginas corresponden a esta dirección, el resto es de donde vivía… antes.
De nuevo ese semblante desconsolado y esa mirada auto-compasiva, pero esta vez desapareció enseguida de su rostro.
– Mire aquí. -Señaló con el dedo-. Ninguno de los números son iguales; si no, sería trampa. Solo hay números nuevos. Coches que puedo ver desde la ventana. Aquí… -Volvió a marcar con el índice-. Aquí ve la fecha, algunos días consigo apuntar hasta cincuenta números. Otros días solo veo matrículas que ya he anotado. Los fines de semana, por ejemplo, hay pocos cambios.
Håverstad sudaba a chorros, el corazón le latía como una barca de pesca con problemas de motor, y tuvo que sentarse directamente en el suelo para evitar el esfuerzo de mantenerse en cuclillas.
– ¿No habrá, por un casual…? -resoplaba-. ¿No tendrá por casualidad las matrículas del fin de semana pasado? ¿Del sábado 29 de mayo?
E sacó una hoja y se la entregó. En la esquina superior izquierda ponía «Sábado, 29 de mayo» y, a continuación, siete matrículas de coches. ¡Solo siete números!
– Bueno, se trata solo de los coches que aparcan -reveló E, emocionado-. No vale apuntar los coches que solo circulan por la calle.
Las manos del dentista temblaban. No sentía ninguna alegría por el hallazgo, solo una forma de satisfacción postrada y apagada. Como cuando conseguía finalizar con éxito una endodoncia sin que el paciente sufriera demasiado.
– ¿Cree que podría anotarme estos números?
E estuvo dudando unos segundos, pero se encogió de hombros y se puso de pie.
– Vale.
Media hora más tarde, ya estaba de vuelta en casa con una lista de siete matrículas de coche y un teléfono ante él. Afortunadamente, Kristine se había ido a la cabaña, así que disponía de mucho tiempo. Ahora se trataba solo de investigar cuáles de estas matrículas pertenecían a coches rojos y quiénes eran sus propietarios. Llamó a información y obtuvo el número de teléfono del Registro de Bienes Muebles de Brønnøysund, así como el de cinco comisarías de la región Este de Noruega y se puso manos a la obra.
Estaba saliendo poco a poco del tremendo estado de shock que la había embargado. Una paz ponderada y casi liberadora iba reemplazando al vacío que había sentido. Tras concentrarse durante unos minutos para armarse de valor y salir de la Estación Central con la total certeza de que el violador había bajado al andén con su acompañante, se quedó de pie en la parada de los taxistas a contemplar la ciudad. Fue consciente, por primera vez desde hacía más de una semana, en el tiempo. Llevaba demasiada ropa. Se quitó el jersey y lo guardó en su bolso de bandolera. Se arrepintió de no haber traído la mochila, era mucho peso para un solo hombro.
Por una vez, no había cola para coger un taxi. Todos los que salían de la estación y no llevaban mucho equipaje hacían como ella. Se quedaban fascinados por el agradable calor de la calle después de abandonar el vestíbulo refrigerado, estiraban los brazos para atrapar el buen tiempo y decidían seguir andando el resto del camino. Vio a un conductor de piel oscura que se apoyaba en el capó de su coche y que estaba leyendo un periódico extranjero. Se acercó a él, le dio las señas de su padre y le preguntó cuánto creía que podía costar la carrera. «Aproximadamente, unas cien coronas», respondió. Le dio un billete de cien coronas y el bolso, y se aseguró de que había entendido bien la dirección y le pidió que dejara el bolso debajo de la escalera.
– Es una casa blanca, grande y con las esquinas pintadas de verde -le indicó, hablando por la ventanilla del copiloto mientras el conductor metía la primera marcha del coche.
Un brazo desnudo y velludo saludó por la ventana cuando el Mercedes dobló la esquina.
Acto seguido, empezó a caminar hacia el barrio de Homansbyen.
Odiaba profundamente a ese hombre. Desde que la destrozó aquel sábado por la noche, hacía una interminable semana, no había sentido otra cosa que impotencia y pena. Había deambulado por las calles durante horas en un torbellino de sentimientos que no conseguía ordenar. Dos días atrás, se había colocado junto a las vías del metro, cerca de la estación de Majorstua, a la altura de una curva a la salida de un túnel, invisible para todo el mundo, incluso para el conductor del tren. Había permanecido tiesa escuchando la llegada de los vagones, a tan solo un metro de las vías. Cuando el conductor del metro apareció en la boca del túnel, ella ni siquiera había oído el estridente pitido. No se movió, impertérrita, aunque tampoco sopesó la idea de tirarse a las vías. El tren pasó como una exhalación y la ráfaga fue tan potente que tuvo que dar un paso hacia atrás para mantener el equilibrio. Aun así, solo mediaron escasos centímetros entre su cara y el tren que retumbó a su paso.
No era ella quien no merecía vivir, sino él. Cuando llegó a su apartamento, dudó unos segundos delante de la entrada, pero finalmente entró y cerró la puerta con llave.
El piso seguía como antes. Le pareció extraño que fuera tan agradable y acogedor, tan hogareño. Recorrió el piso, despacio, tocando todas sus cosas, acariciando todas sus pertenencias, y notó que una ligera capa de polvo lo cubría todo. A la luz del día, fuerte y brillante, vio que las partículas de polvo bailaban una especie de danza de bienvenida por su regreso a casa. Abrió la nevera con cuidado y con mucho recelo. El olor era muy intenso. Tiró toda la comida caducada y podrida: un queso, dos tomates y un gelatinoso pepino. Dejó la bolsa de basura en la entrada para no olvidarla cuando se marchara.
La puerta del dormitorio estaba abierta. Vacilante, se acercó por el pasillo a la puerta que abría hacia fuera, es decir, hacia ella, cosa que le impedía ver el interior. Después de meditar un rato, entró.
Se preguntó quién había vuelto a poner los edredones en su sitio, cuidadosamente doblados, junto con las almohadas, al pie de la cama y contra los barrotes. La ropa de cama que ella misma retiró se había evaporado. La estaban, sin duda, analizando.
Sin quererlo, sus ojos se posaron sobre las dos bolas de pino que adornaban el ápice de las dos patas de la cama, situadas en las dos esquinas inferiores de esta. Incluso desde la puerta, podía entrever el reborde oscuro que había provocado el alambre de acero atado a la pata. Ya no estaba. De hecho, no había nada en aquel pequeño y encantador apartamento que fuera testigo de lo que ahí había ocurrido el sábado 29 de mayo. Nada, salvo ella misma.
Tanteando, se sentó en la cama. Rebotó de un salto, tiró los edredones al suelo y clavó la mirada en el centro del colchón. Pero tampoco ahí apareció nada de lo que ya sabía que estaba ahí desde antes; unas manchas reconocibles cuya procedencia conocía perfectamente. Volvió a sentarse.
Odiaba intensamente a aquel hombre. Un odio pleno y liberador, como una barra de acero a lo largo de toda la columna vertebral. No había tenido esa sensación hasta ese día. Había visto a aquel individuo caminar vivito y coleando, como si nada hubiese sucedido, como si su vida fuera solo una nimiedad que él había arruinado un sábado por la noche cualquiera. Era una bendición. Ahora tenía alguien a quien odiar.
Ya no era un monstruo abstracto al que era imposible poner cara. Hasta ahora no había sido una persona, solo una dimensión, un fenómeno. Algo que había entrado en su vida para barrerlo todo, como un huracán de esos que suelen asolar el oeste del país, o como un tumor cancerígeno; algo contra lo que era imposible escudarse, algo que alcanzaba a las personas de vez en cuando, pero de un modo totalmente indefectible y fuera de cualquier control.
Pero eso se acabó. Era un hombre, una persona que había decidido inmiscuirse en su vida. Podía haberlo evitado, podía haber optado por no hacerlo, podía haber elegido a otra. Pero la eligió a ella. Los ojos bien abiertos, con todos los sentidos alerta y con plena conciencia.
El teléfono estaba en el mismo lugar de siempre, encima de una mesa de pino al lado de un despertador y una novela policiaca. Sobre una balda a la altura del suelo, localizó el listín telefónico. Encontró fácilmente el número y pulsó las ocho cifras. Cuando, tras muchos rodeos, creyó dar con el departamento en cuestión, consiguió hablar con una señora muy amable.
– Buenos días, mi nombre es… Me llamo Sunniva Kristoffersen -dijo, presentándose-. Estuve en la Estación del Este, no, quiero decir en la Estación Central, hoy. Tuve un ligero percance y uno de sus empleados que andaba por ahí me prestó su ayuda con muchísima amabilidad, a eso de las 10.30. Alto, con muy buena presencia, muy ancho de espaldas, el pelo claro y el flequillo un poco despoblado. Me gustaría tanto agradecérselo, pero me olvidé de preguntarle el nombre. ¿Tiene una idea de quién puede ser?
La empleada lo identificó enseguida. Le proporcionó un nombre y le preguntó si quería dejar algún mensaje.
– No, gracias -contestó apresuradamente Kristine-. Creo que le enviaré unas flores.
Finn Håverstad había acudido hacía unos años a una fiesta en la cual conoció a un reportero del Dagsrevyen, el informativo de la cadena pública danesa. Era una persona notoria, galardonada con el Narvesenprisen por la investigación que emprendió, en busca y captura de un armador que había robado y actuado fraudulentamente con bonos del Estado. El hombre había sido amable, y el dentista había disfrutado de su conversación. Tenía una idea preconcebida muy imprecisa acerca de su labor: creía que ese tipo de periodismo de investigación se basaba en encuentros furtivos y reuniones secretas, a altas horas de la madrugada. El reportero fortachón se había reído cuando le había preguntado si era así.
– ¡El teléfono! ¡El noventa por ciento de mi trabajo se basa en conversaciones telefónicas!
Ahora empezaba a entenderlo. Es increíble todo lo que uno podía conseguir con el genial invento de Bell. En el pequeño bloc de notas ante él tenía el nombre de seis propietarios de vehículos que habían estado aparcados en un corto tramo de calle en el barrio de Homansbyen la madrugada del 29 al 30 de mayo.
Cuatro eran mujeres, aunque no tenía por qué significar algo concreto. Podía haber sido el marido, el hijo o, incluso, un ladrón de coches quien hubiera utilizado el vehículo. Pero, como punto de partida, decidió apartarlas en un primer momento. Solo quedaba un coche. Marcó el número de la comisaría de la región de Romerike y se presentó.
– Como se lo estoy contando, algún sinvergüenza me ha jugado una mala pasada -le dijo indignado al policía que había contestado a su llamada-. Aparqué en la estación de ferrocarril; cuando volví, el coche tenía un golpe y un rayón en la pintura. Menos mal que una joven apuntó la matrícula. El tío no dejó ningún aviso, claro está. ¿Me podría ayudar con esto?
El policía manifestó una total comprensión por el problema, anotó la matrícula, dijo «Un momento» y a los dos minutos estuvo en condiciones de poder proporcionarle la marca del coche, su propietario y su dirección. Finn se deshizo en elogios y agradecimientos.
Ahora los tenía a todos. En primer lugar, había intentado con Brønnøysund, pero fue imposible contactar con ellos. Al final, lo más sencillo fue recurrir a la historia del atropello. Llamó a siete comisarías distintas para no levantar sospechas. Que lo hubieran atropellado siete coches era poco creíble.
La única pega era que en los registros de la Policía no figuraba el color de los vehículos. Además, sin duda era necesario volver a comprobar las direcciones, ya que podían haber cambiado desde que los coches fueron registrados. Para mayor seguridad, llamó a todos los registros civiles. Las esperas eran interminables.
Ya no le faltaba nada. Los registros civiles le habían facilitado las fechas de nacimiento, un detalle al que no le había dado importancia.
Cuatro eran las mujeres que había apartado a un lado. Uno de los hombres había nacido en 1926, demasiado viejo, aunque podía tener un hijo de la edad adecuada, pero también lo descartó. Solo quedaban dos. Ambos vivían en la región de Oslo. Uno en Bærum y el otro en Lambertseter.
No estaba contento. Al contrario. La ansiedad que anidaba en su pecho permanecía. Sentía un nudo en el estómago. Estaba muerto de cansancio, pues había dormido muy poco últimamente. La diferencia era que ahora tenía algo concreto a lo que hincarle el diente. Iba a enfrentarse con alguien odioso.
Juntó sus apuntes, se los guardó en el bolsillo trasero del pantalón y se fue a la calle, a comprobar quiénes eran aquellos dos hombres.
Cecilie había aceptado sin rechistar otra noche de trabajo, estaba de buen humor. No así Hanne. Eran casi las siete y se encontraba en la sala de emergencias junto con Håkon y el inspector Kaldbakken. Los demás se habían ido a casa. Aunque trabajaban todos bajo la misma presión, no era motivo para agotar a la gente tan pronto.
Ella, fiel a su método, había esbozado todo el caso. Una pizarra blanca dominaba la estancia desde el centro. Había trazado una línea del tiempo que se iniciaba el 8 de mayo y se alargaba hasta aquel mismo día.
Cuatro masacres de los sábados en cinco semanas, ninguna el 29 de mayo.
– Puede ser, simplemente, que no la hayamos descubierto -dijo Håkon-. Tal vez sí que se haya producido.
Kaldbakken pareció estar de acuerdo, tal vez solo porque quería irse a casa. Estaba cansado y, para colmo, había pillado un resfriado de verano que no ayudaba precisamente a sus vías respiratorias.
– Existe, a su vez, otra posibilidad -dijo Hanne, frotándose la cara con insistencia. Se acercó a la ventana estrecha y se quedó de pie, mirando a la calle, contemplando el ocaso de la noche estival sobre la capital. Nadie dijo nada durante un buen rato-. Ahora estoy del todo segura -proclamó de repente, y se dio la vuelta-. Sucedió algo el sábado 29 de mayo. Pero no fue ninguna «masacre del sábado». -A medida que hablaba, crecía su ánimo. Era como si quisiera convencerse a sí misma antes que a los demás-. Kristine Håverstad -exclamó-. ¡Kristine Håverstad fue violada el 29 de mayo!
Nadie intentó discutirlo, pero tampoco entendían qué tenía que ver eso con el caso.
– ¡Tenemos que irnos! -casi gritó-. ¡Te espero en casa de Kristine!
El primero, el de Lambertseter, ese era imposible que fuera el sospechoso. El coche no era de color rojo. Por otro lado, es posible que el anciano del segundo se hubiera equivocado. Aunque había observado la presencia de un coche rojo, las anotaciones de E dejaban bien claro que ese día hubo varios coches desconocidos aparcados en esa calle durante toda la noche.
No, lo determinante era el aspecto del tipo. El desconocido llegó en coche a las cinco y media. Finn vio el vehículo de inmediato, apareció a la salida de una curva y entró en una urbanización tranquila con calles estrechas sin asfaltar. El coche estaba recién lavado y la matrícula se podía leer perfectamente. El hombre parecía tener mucha prisa, porque no se preocupó de meter el coche en el garaje. Cuando salió del Volvo, pudo distinguirlo con mucha claridad, a una distancia de quince metros y con inmejorables vistas al chalé de nueva construcción.
Tenía la altura correcta, alrededor del metro ochenta y cinco. Pero estaba completamente calvo, solo una estrecha corona de pelo alrededor de una enorme luna indicaba que había sido rubio desde sus años mozos. Además estaba gordo.
Ya solo faltaba uno, el hombre de Bærum. Iba a tardar mucho en llegar al lugar y, en el peor de los casos, no le daría tiempo a verlo ese día. Eran más de las siete de la tarde y era muy probable que el tipo estuviera ya en su casa, de vuelta de su trabajo. Håverstad aparcó su propio coche en fila, detrás de otros vehículos situados a lo largo de aquella carretera medianamente transitada. La dirección correspondía a un chalé adosado, y cada vivienda disponía de una rampa de entrada a un garaje desde la carretera. Cuando llegó a su destino, estuvo dudando sobre dónde colocarse para esperar. Caminando por los alrededores acabaría llamando la atención, porque la zona era muy abierta y la gente circulaba hacia o desde un lugar concreto. No había ningún sitio cerca donde fuera natural permanecer durante un tiempo, ningún banco para sentarse a leer el periódico ni ningún parque infantil para quedarse a mirar cómo juegan los niños. Tampoco es que fuera una muy buena idea, en los tiempos que vivían, pensaba él.
El problema se solucionó cuando un joven apareció y se sentó detrás del volante de un Golf aparcado cerca del lugar. En cuanto el vehículo se alejó, deslizó su propio coche en el hueco libre. Encendió la radio, bajó el volumen y se hundió en el asiento.
Había empezado ya a elucubrar un plan alternativo. Podía llamar a la puerta para preguntar algo o para vender cualquier cosa, pero al fijarse en la ropa que llevaba, se dio cuenta de que no tenía ni de lejos aspecto de comercial; además, no tenía nada que ofrecer.
A las ocho menos veinte llegó el coche. Un Opel Astra de color rojo intenso. Tenía los cristales tintados, lo que impidió que pudiera ver al conductor. La puerta del garaje debía de ser automática, porque cuando el Opel enfiló la rampa, empezó a levantarse lentamente. Lo hizo demasiado despacio, al menos para el conductor, que, impaciente, hacía rugir el motor, esperando a que la abertura fuera lo suficientemente grande para meter el vehículo.
A los pocos segundos, el hombre salió por el portón y se giró enseguida hacia la boca abierta del garaje. Håverstad observó que sostenía un aparatito, quizás el mando de la puerta. El mecanismo se cerró y el tipo saltó por encima de un pasillo enlosado en dirección a la entrada del adosado.
Era él. Era el violador, ni una sombra de duda. En primer lugar, respondía con total exactitud a la descripción que había dado Kristine. En segundo lugar, y aún más importante, lo presentía. Lo supo en cuanto el tipo salió del garaje y se dio la vuelta. No pudo ver su rostro más que fugazmente, pero fue suficiente.
El padre de Kristine Håverstad, brutalmente violada en su domicilio el 29 de mayo, sabía que aquel era el agresor de su hija. Tenía el nombre, la dirección y el número de identidad. Sabía qué coche conducía y cómo eran sus cortinas. Sabía incluso que acababa de cortar el césped.
– O sea, ¿que no has ido? -preguntó, sorprendido, cuando ella regresó a casa en el momento en que el sol se despedía-. Creí que te ibas a la cabaña.
Cuando ella se giró para tenerlo de frente, él notó una punzada aguda en el pecho, más violenta que nunca. Parecía un pajarito, a pesar de su altura. Los hombros se inclinaban y los ojos habían desaparecido en algún lugar del cráneo. La boca iba tomando un aire que le recordaba cada vez más a su difunta esposa.
No podía aguantar más.
– Venga, siéntate -le pidió, sin esperar explicaciones sobre el cambio de planes-. Siéntate aquí un poco.
Golpeó con la mano el espacio libre a su lado en el sofá. Ella optó por la silla situada frente a él. Intentaba desesperadamente cazar su mirada, pero no lo lograba.
– ¿Dónde has estado? -preguntó en vano.
Luego se fue a la cocina a buscar algo para beber. Sorprendentemente, rechazó la copa de vino tinto que él le tendía.
– ¿Tenemos cerveza? -preguntó la mujer.
«Tenemos cerveza.» Hablaba en plural, ya era algo. Al poco, estaba de vuelta en el salón, había cambiado la copa por una jarra espumosa. La chica bebió medio vaso de un trago.
Había deambulado por las calles durante horas, de eso no habló. Había estado en su propio apartamento, tampoco lo mencionó. Además, había descubierto quién era el violador, pero no tenía intención de hablar de ello.
– Por ahí -dijo en voz baja-. He estado por ahí.
Entonces abrió los brazos de par en par, se levantó y se quedó tiesa, como apresada, en una postura de completo abatimiento.
– ¿Qué voy a hacer, papá? ¿Qué voy a hacer?
De repente, deseó poderosamente contarle lo que había visto esa tarde. Quería descargarlo todo sobre él, dejar que él se hiciera cargo de todo, incluida su vida. Tomó impulso cuando vio que él se inclinaba hacia delante y escondía la cabeza entre las rodillas.
En toda su vida, Kristine solo había visto a su padre llorar en dos ocasiones. La primera vez era un recuerdo remoto y borroso del entierro de su madre. La segunda, hacía tan solo tres años, cuando el abuelo paterno se murió repentina e inesperadamente con tan solo setenta años, tras una operación de próstata «sin importancia».
Cuando se dio cuenta de que lloraba, supo que no podía contarle nada. Así que se sentó frente a él, abrazó su enorme cabeza y la posó sobre su regazo.
No duró mucho tiempo. Él se levantó como un resorte, se secó las lágrimas y cogió la cara menudita de su hija entre sus manos.
– Lo voy a matar -dijo pausadamente.
Había amenazado muchas veces con matarla a ella y a otros, cuando estaba realmente cabreado. Solían ser palabras sin sentido, provocadas por la ira. En un instante oscuro, lo vio claro. Esta vez iba en serio. Estaba muerta de miedo.
Hanne los había estado esperando durante más de diez minutos. Estuvo mirando impacientemente el reloj cada dos minutos, recostada sobre su moto aparcada. Cuando por fin llegaron al edificio gris recién renovado, el cielo dibujaba una paleta de colores que iba del azul oscuro al índigo, lo cual hacía presagiar que el día siguiente iba a ser, al menos, igual de espléndido.
– Mirad esto -dijo, cuando Kaldbakken y Håkon habían conseguido calzar el coche camuflado, en un hueco estrechísimo y se estaban acercando a ella. Los esperaba en la entrada del inmueble-. Mirad este nombre.
Señalaba el timbre que no tenía la placa con el nombre del inquilino y cuya única identificación era un trozo de papel pegado con cinta por fuera del cristalito.
– Refugiado en situación de demanda de asilo. Solo en el mundo.
Llamó al timbre. Nadie contestó. Llamó de nuevo, sin obtener respuesta. Kaldbakken lanzaba esputos de exasperación y no lograba entender por qué tenía que desplazarse tan lejos y tan tarde. Si Hanne tenía algo muy importante que comunicarle, lo podía haber hecho en la comisaría.
De nuevo oyeron el sonido del timbre a lo lejos sin que hubiera respuesta. Hanne pisó un pequeño trozo de césped que separaba el muro del edifico con la acera, se puso de puntillas y alcanzó justo la ventana oscura del primero. No advirtió ningún movimiento en el interior. Desistió e hizo una señal a los otros dos de que volvieran a sentarse en el coche. Una vez dentro, Kaldbakken encendió un cigarrillo, mientras esperaba tensamente una explicación. Hanne se deslizó en el asiento trasero, se inclinó hacia los dos hombres apoyando los brazos en los asientos delanteros y posó la cabeza encima de sus manos entrelazadas.
– ¿Qué significa todo esto, Wilhelmsen? -preguntó Kaldbakken, con la voz cansina y casi imperceptible.
En ese momento se dio cuenta de que necesitaba más tiempo.
– Lo explicaré todo más tarde -dijo-. Mañana, tal vez. Sí, seguro, mañana.
Sabía a quién le iba a tocar ese sábado, lo decidió sobre la marcha. Ella afirmó que era de Afganistán, pero él sabía perfectamente que mentía. «Paquistaní», dictaminó, aunque más guapa de lo que solían ser.
Estaba acostado en la cama, no en una de las dos mitades de la inmensa cama doble, sino en el centro, de modo que sentía las juntas de los colchones clavársele con dureza en la columna vertebral. Los edredones estaban tirados en el suelo y él estaba desnudo. Tenía una pesa en cada mano y las separaba lentamente hasta el máximo, manteniendo la misma cadencia para, acto seguido, volver a juntarlas con los brazos extendidos por encima de su pecho sudado.
«Noventa y uno, respiro.» «Noventa y dos, respiro.»
Se sentía más feliz de lo que lo había estado en mucho tiempo. Ágil, libre y pletórico de fuerzas.
Sabía perfectamente a quién se iba a cargar, el lugar y lo que tenía que hacer.
Llegó al centenar y se incorporó. Se quedó sentado encima de la cama. Un espejo de gran tamaño colgado en la pared de enfrente le proyectó la imagen que deseaba ver. Luego entró en el baño.
Por alguna razón, no le apetecía volver a casa. Hanne estaba sentada en un banco en el exterior de la calle Grønland, 44, meditando sobre la vida. Estaba cansada, pero no tenía sueño. Por un momento, tuvo claro que existía algún tipo de conexión entre las masacres de los sábados y la violación de la joven y bella estudiante de Medicina. Pero ya no.
La sensación de permanecer inmóvil y no avanzar la abrumó y le restó las pocas fuerzas que le quedaban. Trabajaban sin descanso, dirigían efectivos de un lado a otro y sentían que su labor era, de algún modo, eficiente. Pero los resultados eran imperceptibles y la investigación era demasiado técnica. Buscaban cabellos, fibras y otras huellas muy definidas. Se analizaba cada gota de un escupitajo y se manejaban informes incomprensibles de los expertos sobre estructuras de ADN y tipos de sangre. Evidentemente, era necesario, pero a años luz de ser suficiente. El individuo de los sábados no era normal. Había, hasta cierto punto, sentido en las cosas que hacía, una especie de lógica absurda. Se ceñía a un día específico de la semana. Si era cierta la hipótesis de que otros tres cuerpos de extranjeras seguían enterrados en algún lugar allá fuera, eso significaba, además, que era listo. Por otro lado, había elegido ponerlos sobre la pista correcta al referirles la identidad de las víctimas a las que había eliminado.
Hanne respetaba el trabajo de los psicólogos, cosa que no hacían la mayoría de sus colegas. Es cierto que también defendía muchas cosas absurdas, pero, por lo general, solían atinar. Al fin y al cabo, era una ciencia probada, aunque no fuera muy exacta. Había tenido que pelear en varias ocasiones para conseguir el perfil psicológico de malhechores y criminales desconocidos y huidos de la justicia. Ya no lo necesitaba. Al echarse hacia atrás, apoyando la espalda contra la pared y comprobar que era casi de noche, se dio cuenta de que la cruda realidad de más allá de las fronteras, de Europa y del mundo, había alcanzado a la «Noruega criminal» hacía ya mucho tiempo. El problema es que no querían verlo, era demasiado aterrador. Hacía veinte años, los asesinos en serie eran privilegio de los Estados Unidos. En la última década, habían aparecido casos similares en Inglaterra.
Por su parte, no existían muchos asesinos en serie en la historia judicial noruega, y los pocos casos revelaban un pasado y una historia propia tristes y demenciales. Los compañeros de Halden acababan de destapar una de ellas. Homicidios casuales efectuados, supuestamente, por el mismo hombre a lo largo de mucho tiempo y sin más motivo aparente que la falta de dinero. Un par de años atrás, un joven mató a tres de sus compañeros, con los que compartía una colectividad en Slemdal, porque le habían reclamado las treinta mil coronas que les debía por el alquiler. Los peritos en psiquiatría forense concluyeron que aquel tipo no era, para nada, un desequilibrado.
¿Qué inducía a actuar al hombre de los sábados? Solo podía intentar adivinarlo. Había estudiado en la literatura especializada que los delincuentes podían, de hecho, abrigar un deseo oculto de ser cazados.
Pero no parecía el caso.
– Se regocija sabiendo que nos está tomando el pelo -se dijo a sí misma en voz baja.
– ¿Estás aquí sentada hablando contigo misma?
Se sobresaltó. Delante desapareció la figura de Billy T.
Lo contempló asustada durante unos segundos y luego empezó a reírse.
– Creo que empiezo a hacerme vieja.
– Pues por mí envejece en paz -dijo Billy T. acomodándose en su moto, una enorme Honda Goldwing.
– No entiendo cómo puedes tener ganas de pasear con este autobús -le vaciló, antes de que él se pusiera el casco.
La miró haciéndole burla y no quiso contestar.
De repente se levantó y fue corriendo hasta él, mientras arrancaba la motocicleta. No oyó lo que dijo y se quitó el casco.
– ¿Te vas a casa? -le preguntó, sin pensárselo mucho.
– Sí, tampoco hay muchas más cosas que hacer a estas horas de la noche -dijo, mirando el reloj.
– ¿Damos una vuelta juntos?
– ¿Y crees que tu Harley podrá soportar que la vean junto a una japonesa?
Estuvieron dando vueltas en la noche veraniega durante más de una hora: Hanne delante, haciendo un ruido ensordecedor; Billy T., detrás, con un murmullo sedoso y profundo entre las piernas. Fueron por la vieja carretera de Moss hasta Tyrigrava y de vuelta. Rondaron por las calles de la ciudad y levantaron la mano en forma de saludo, de obligado cumplimiento, al pasar por delante de todos los vaqueros vestidos de cuero, cerca de Tanum, en la avenida de Karl Johan; sus motos estaban aparcadas la una al lado de la otra, como caballos a la entrada de un viejo saloon.
Acabaron junto al lago de Tryvann, en una inmensa explanada de estacionamiento sin un solo coche. Pararon y aparcaron las motos.
– Se pueden decir muchas cosas sobre esta primavera -dijo Billy T.-. ¡Pero los moteros no nos podemos quejar del clima!
Oslo desplegaba ante ellos su mapa urbano. Sucia y polvorienta, con un sombrero de contaminación todavía visible, aunque la noche se había echado encima. El cielo no estaba del todo oscuro y tampoco lo estaría hasta finales de agosto. Aquí y allá, vislumbraban el débil resplandor de una estrella, el resto se había desplomado sobre la superficie terrestre. La ciudad entera era una manta de minúsculas fuentes luminosas, desde Gjelleråsen, al este, hasta Bærum, en el oeste. En el horizonte, el mar era negro.
Había barreras viales rojas y blancas en una esquina del aparcamiento, donde empezaba la cuesta que bajaba al sotobosque situado debajo de ellos. Billy T. se acercó y se sentó separando las piernas y llamándola para que se acercara.
– Ven aquí -le dijo, pegándola a su cuerpo.
Ella se quedó de pie entre sus piernas, la espalda pegada a su pecho.
Se dejó estrechar de mal grado. Era tan alto que su cabeza estaba a la altura de la suya, aunque permanecía sentado y ella estaba de pie. Él la arropó con sus enormes brazos y arrimó su cabeza a la suya. Sorprendida, ella comprobó que se sentía muy relajada.
– ¿No estás hasta el gorro a veces, Hanne, de ser poli? -le preguntó en voz baja.
Asintió con un leve movimiento de la cabeza.
– Todos acaban hartos de vez en cuando, aunque, la verdad sea dicha, cada vez con más frecuencia. Mira esta ciudad -prosiguió-. ¿Cuántos delitos crees que se están cometiendo ahora, en este preciso instante?
Ninguno de los dos dijo nada.
– Y aquí estamos nosotros, y no podemos hacer más de lo que hacemos -añadió ella al cabo de un buen rato-. Es extraño que la gente no proteste.
– Claro que lo hacen -dijo Billy T.-. Protestan la hostia. En los periódicos, nos ponen a caldo todos los putos días; durante las pausas, cuando estamos almorzando, en todos los lados y en las fiestas y celebraciones. Te diré que nuestra reputación está por los suelos, y la verdad es que lo entiendo. Lo que temo es qué pasará cuando la gente ya no se conforme con protestar.
Era realmente agradable estar allí. Olía a chico y a cazadora de cuero, y su bigote le hacía cosquillas en la mejilla. Agarró sus brazos y los apretó aún más alrededor de la cintura.
– ¿Por qué sigues con toda esta aura misteriosa, Hanne? -dijo Billy T. en voz baja, casi susurrando.
Estaba preparado para responder a su reacción, así que cuando notó que ella se crispaba y que quería liberarse, él la retuvo.
– Venga, déjate de chorradas y escúchame. Todo el mundo sabe que eres una agente de policía magnífica. Joder, si no existe un puto funcionario en todo el estamento con tu fama. Además, todo el mundo te quiere y se habla bien de ti en todos lados.
Ella seguía intentando soltarse. Pero se dio cuenta de que estando en esa posición evitaba tener que mirarlo a los ojos, así que cedió. Pero era todo menos grato.
– Me he preguntado muchas veces si estás al tanto de los rumores que circulan sobre ti. Porque corren, ¿sabes? Quizá con menos intensidad que antes, pero la gente se hace preguntas, claro está. Una mujer estupenda como tú y sin conocérsele ninguna historia con tíos.
Podía intuir que él sonreía aunque mirara fijamente a lo lejos, a la colina de Ekebergåsen.
– Debe de ser agotador, Hanne, muy agotador.
La boca estaba tan cerca de su oreja que sintió el movimiento de sus labios.
– Lo único que quería decirte es que la gente no es tan tonta como crees. Cuchichean un poco y luego lo olvidan. Cuando algo está confirmado, ya no es tan interesante. Eres una chica espléndida y nadie puede cambiar eso. Pienso que deberías olvidarte de todos estos secretismos.
La soltó, pero ella no se atrevió a moverse. Permaneció inmóvil, atenazada por un pánico profundo a que él pudiera ver su cara. Estaba sofocada y no se atrevía a respirar. Puesto que no hacía ademán de querer irse, él volvió a rodearla con los brazos y empezó a mecerla suavemente de un lado a otro. Permanecieron así durante interminables segundos, mientras las luces se iban apagando una a una en la ciudad, a sus pies.