Era difícil acostumbrarse a esto. La chica de veinticuatro años, sentada frente a ella y que miraba al suelo, era la cuadragésima segunda víctima de violación de Hanne Wilhelmsen. Llevaba la cuenta porque consideraba que las violaciones eran lo más execrable. El asesinato era otra historia, de alguna forma lo podía hasta entender. Un momento frenético de emociones desmedidas y, tal vez, de rabia acumulada durante años. Podía, de algún modo, existir cierta comprensión. En ningún caso en la violación.
La chica había traído a su padre, no era infrecuente. Un padre, una amiga y, a veces, un novio, pero, rara vez, una madre. Curioso. Quizás una madre sea alguien demasiado cercano.
El hombre era voluminoso y no encajaba bien en la estrecha silla. No es que tuviera sobrepeso: era, sencillamente, monumental. Al menos, le sentaban bien esos kilos de más. Debía de medir más de metro noventa, una apariencia cuadrada, eminentemente masculino y poco agraciado. Un puño gigantesco se posó sobre la delicada mano de su hija. Se parecían de un modo indefinido. La mujer revelaba una constitución muy distinta: poco menos que endeble, a pesar de haber heredado la complexión espigada de su padre. El parecido residía en los ojos: la misma forma, igual color y con idéntica expresión. Igual que el semblante perdido y afligido que, sorprendentemente, era más notable en el gesto del gigantón.
Hanne estaba turbada, no acababa de acostumbrarse a las violaciones. Pero era muy competente, y los buenos policías no muestran sus sentimientos, al menos no cuando se sienten consternados.
– Tengo que formularte varias preguntas -dijo en voz baja-. Algunas no son muy agradables, ¿te importa?
El padre se retorcía en la silla.
– Estuvo ayer prestando declaración durante varias horas -dijo-. ¿Es necesario volver a hacerla pasar por lo mismo?
– Sí, lo siento. La denuncia en sí no es muy detallada. -Dudó un instante-. Podríamos esperar hasta mañana, pero…
Se mesó el cabello con la mano.
– Es que nos tenemos que dar prisa, es importante actuar con rapidez en este tipo de investigación.
– Está bien.
Esta vez fue la mujer quien contestó. Se acomodó en la silla para hacer frente de nuevo a lo que había ocurrido el sábado noche.
– Está bien -volvió a decir, ahora mirando a su padre.
La mano de la hija consolaba ahora a la del padre.
«El padre lo está pasando mucho peor», pensó, e inició el interrogatorio.
– ¿Quieres comer, Håkon?
– No, ya he comido.
Hanne miró el reloj.
– ¿Que ya has comido? ¡Si son solo las once!
– Sí, pero te acompaño a tomar un café y te hago compañía. ¿El comedor o el despacho?
– El despacho.
Se dio cuenta nada más entrar, las cortinas era nuevas. No es que fueran muy policiacas, de color azul rey con flores silvestres.
– ¡Qué bonito te ha quedado! ¿De dónde lo has sacado?
No le contestó, se acercó al armario y sacó un bulto de telas elegantemente envueltas.
– Las he cosido para ti también.
Él se quedó mudo.
– Costaron solo siete coronas el metro, en Ikea. ¡Siete coronas el metro! Por lo menos son más acogedoras y mucho más limpias que estos harapos, propiedad del Estado, que cuelgan por ahí.
Apuntaba con el dedo a la cortina gris de suciedad que asomaba de la papelera, la cual se mostraba profundamente ofendida por el comentario.
– ¡Muchísimas gracias!
Él tomó el montón de telas con entusiasmo y volcó de golpe su taza de café sobre ellas. Una flor marrón se esparció entre todas las florecitas azules y rosas. Hanne liberó un suspiro descorazonado, casi inaudible, y recogió las cortinas.
– Las voy a lavar.
– ¡No, ni hablar, ya las lavo yo!
El aroma de un perfume envolvía el despacho, desconocido y algo fuerte. La fragancia procedía de una fina carpeta verde situada encima de la mesa entre ambos.
– Por cierto, este es nuestro caso -dijo, tras evitar que el derramamiento del café provocara un daño mayor, y le alcanzó los papeles.
– Violación. Jodidamente horrible.
– Todas las violaciones son horribles -murmuró él; tras haber leído algunos párrafos, estuvo de acuerdo-. ¿Qué impresión te dio?
– Una chica estupenda, guapa, correcta en todos los sentidos. Estudiante de Medicina, lista, exitosa y… violada.
Se estremeció.
– Permanecen allí sentadas, hundidas y perdidas, mirando al suelo y entrelazando los pulgares como si tuvieran la culpa. Me siento tan desalentada, a veces hasta más perdida que ellas, creo.
– Y qué crees que siento yo -le dijo Håkon-. Al menos eres mujer, no eres culpable de las violaciones de ciertos hombres.
Golpeó la mesa con los papeles de unos interrogatorios realizados a dos estudiantes de Medicina.
– Bueno, tampoco es exactamente culpa tuya -sonrió la agente.
– No…, pero me siento más que incómodo cuando debo adoptar una postura respecto a ellas. Pobres chicas. Pero… -Extendió los brazos encima de la cabeza, bostezó y acabó lo que le quedaba de café-. Normalmente evito tener que verlas, son los fiscales del Estado quienes se ocupan de estos casos, por suerte. Para mí, son solo nombres escritos en un papel. Por cierto, ¿sacaste la dos ruedas?
Hanne dibujó una amplia sonrisa y se levantó.
– Ven aquí -le contestó, moviendo el brazo para que se acercara a la ventana-. ¡Allí! ¡La rosa!
– ¿Tienes una moto rojo pálido?
– No es rojo pálido -dijo, muy molesta-. Es rosa, o pink. En cualquier caso, no es en absoluto rojo pálido.
Håkon se mofó y le propinó un empellón en el costado.
– ¡Una Harley-Davidson rosa pálido! ¡Qué espanto!
La miró de abajo hacia arriba.
– Por otro lado, eres demasiado guapa para conducir un vehículo de dos ruedas, sea cual sea. Al menos, tendría que ser rojo pálido.
Por primera vez, desde que se habían conocido hacia cuatro años, vio que Hanne empezaba a ruborizarse. La apuntó triunfante a la cara con el dedo.
– ¡Rojo pálido!
La botella de refresco le alcanzó en pleno pecho. Por fortuna, era de plástico.
Por mucho que lo intentara, no conseguía dar una descripción precisa del violador. En algún lugar recóndito de su cabeza se escondía su imagen con total claridad, pero no era capaz de sacarla.
El dibujante era un hombre paciente. Esbozaba y borraba, trazaba nuevas líneas y proponía un mentón diferente. La mujer ladeó la cabeza, observó el retrato manteniendo los ojos entreabiertos y quiso recortar un poco las orejas. No había nada que hacer, no se parecía en absoluto.
Lo intentaron durante más de tres horas. El dibujante tuvo que cambiar cuatro veces de hoja; estaba a punto de desistir. Colocó los bocetos inacabados delante de la mujer.
– ¿A cuál de estos se parece más?
– A ninguno…
Era hora de dejarlo.
Hanne y el fiscal adjunto Sand no eran los únicos que sentían aversión por los casos de violación. El inspector Kaldbakken, el superior más inmediato de Hanne, también estaba harto de estos sumarios. Su rostro equino parecía encontrarse ante un saco de avena podrida y decir que prefería rechazar la invitación.
– La sexta en menos de dos semanas -musitó-. Aunque esta tiene un modus operandi diferente. Las otras cinco son imputables a las propias víctimas, no esta.
Relaciones consentidas… Aquello era indignante. Sobraba. Chicas que habían acompañado a casa a hombres, más o menos desconocidos, tras una noche por la ciudad. Las llamadas «violaciones after hours». No salía casi nunca nada en claro de aquellos episodios, era siempre la palabra de uno contra la del otro. No obstante, tenían muy poco que ver con la autoinculpación, pero optó por no decir nada. No ya porque tuviera miedo de su superior, sino porque, sencillamente, no le apetecía.
– La chica no consigue fijar un retrato robot -prefirió responder-. Y tampoco encuentra al hombre en los archivos. Complicado.
Efectivamente, lo era, y no porque el caso fuera a quedarse sin resolver; por desgracia, no era el único de la lista. Era por culpa del modus operandi en sí, algo muy preocupante.
– Ese tipo de personas no se rinden hasta que las cogen.
Kaldbakken lanzó una mirada al despacho, sin fijar la vista en nada concreto. Ninguno de los dos soltó palabra, pero ambos presagiaban algo, en aquel maravilloso día de mayo, tan tentador al otro lado de la sucia ventana. El hombre flacucho golpeaba la carpeta con su dedo curvo.
– Este nos puede tener entretenidos esta primavera -dijo, francamente preocupado-. Voy a proponer el sobreseimiento en los otros cinco casos y vamos a priorizar este. Dele prioridad a este asunto, Wilhelmsen, ¿me ha oído? Prioridad absoluta…
Hacía tanto calor en el cuarto que incluso el fino suéter, con la insignia de los Washington Redskins inscrita en el pecho, le sobraba, así que se lo quitó. El canalillo de la camiseta de tirantes estaba mojado e intentó tirar de la tela sin demasiado éxito. La ventana estaba abierta de par en par, pero mantenía la puerta cerrada. La corriente no era buena para el escaso orden que había conseguido sobre su mesa de trabajo.
Poco podía hacer. Ciertamente habían recabado algunos indicios en el lugar de los hechos: un par de cabellos que podían pertenecer al criminal, manchas de sangre que probablemente no era suya y restos de semen que, con toda seguridad, eran suyos. Con un retrato robot poco convincente, había poco que sacar de los medios de comunicación, aunque lo iban a intentar. Tampoco había dado resultado el repaso de los archivos fotográficos.
Llevaría tiempo analizar el poco material del que disponían, así que, mientras tanto, había que contentarse con preguntar a los vecinos si habían visto u oído algo. Pero nada, nunca sabían nada.
Marcó cuatro cifras en el interfono.
– ¿Erik?
– ¿Sí?
– Soy Hanne. ¿Tienes tiempo para dar una vuelta conmigo?
Lo tenía. Era el cachorro de Hanne, un agente de primer año, pelirrojo y con tantas pecas que con una más sería indio. Al cabo de medio minuto, esperaba en la puerta moviendo la colita.
– ¿Voy a por un coche?
Se levantó, sonrió de oreja a oreja y le tiró un casco de moto negro. Él lo atrapó sonriendo más si cabe.
– ¡Guay!
Hanne movió la cabeza.
– Mola, Erik. No guay.
El edificio parecía ser de finales del siglo XX. Descansaba en uno de los mejores barrios al oeste de la ciudad y estaba reformado con devoción. Nada que ver con los inmuebles famélicos del este, que chillaban unos más que otros, con sus colores morados y rosas y otros que, probablemente, no existían cuando se construyeron. Esta finca era de color gris perla. Las ventanas y puertas estaban ribeteadas en azul oscuro y la rehabilitación tuvo que llevarse a cabo hacía muy poco tiempo.
Hanne aparcó la moto en la acera. Erik el Rojo se apeó de la moto con las piernas separadas. Lo hizo antes que ella, orgulloso, sudado y aturdido.
– ¿Podemos tomar un desvío a la vuelta?
– Ya veremos.
El portero automático mostraba dos columnas con cinco nombres cada una. En la primera planta vivía K. Håverstad, un rótulo conciso y neutro, aunque a la pobre chica de poco le sirvió la medida de seguridad. En la planta baja vivía alguien recién llegado, porque la placa con el nombre ni era uniforme ni estaba colocada de un modo reglamentario debajo del cristalito, sino que estaba sujeta con celo. Un apellido raro, el único del bloque que confesaba su origen foráneo. Hanne llamó a los vecinos de planta de K. Håverstad.
– ¿Hola?
La voz era la de un hombre mayor.
Ella se presentó y el hombre mostró una alegría tan desbordante por recibir una visita que mantuvo pulsado el botón de apertura el tiempo que tardaron los agentes en entrar y subir un buen trecho de la escalera. Al llegar a la primera planta, el anciano los recibió con las manos extendidas y una amplia sonrisa, como si llegaran a alguna fiesta.
– Entrad, entrad -pio con voz de pájaro, aguantando la puerta abierta.
Debía de tener casi noventa años y medía poco más de un metro sesenta. Además, era giboso, lo que obligaba a uno a sentarse frente a él con la esperanza de lograr un contacto visual.
El soleado salón estaba muy bien cuidado y en él predominaban dos jaulas enormes. Cada una encerraba un loro colorido de gran tamaño; entre los dos armaban bastante alboroto. Unas plantas verdes adornaban toda la estancia, y de las paredes colgaban cuadros de marcos dorados. El sofá era durísimo, como una piedra, e incómodo. Erik no sabía muy bien qué hacer y se quedó de pie junto a uno de los papagayos.
– ¡Solo un momento y preparo un poco de café!
El anciano estaba emocionado. Hanne intentó evitar el café, pero comprendió que era inútil. Al poco rato, se enfrentaron a un par de tazas de porcelana y una pequeña fuente con pastitas. La mejor maestra es la experiencia, así que ella rechazó amablemente las pastas, aunque se atrevió a tomar media taza de café. Erik no era tan curtido y se sirvió con avidez. Bastó con un solo trozo. Le embargó el pánico y buscó con desesperación algún lugar para deshacerse de los tres trozos que había echado en su propio plato. No halló salida alguna y se pasó el resto de la visita intentando tragar las galletitas.
– ¿Tal vez sepa por qué estamos aquí?
El hombre no contestó a la pregunta. Se limitó a sonreír e intentó colocarle un pastel de almendras.
– Somos de la Policía -dijo, esta vez más alto-. Lo entiende, ¿verdad?
– La Policía, sí.
Su cara irradiaba felicidad.
– La Policía. Gente muy maja, sí, chica muy maja.
La mano arrugada y seca del anciano tenía la piel sorprendentemente suave y le acarició varias veces el dorso de la mano. Ella le cogió la mano con delicadeza y logró cazarle la mirada. Los ojos eran de color azul celeste y tan pálidos que se confundían con el globo ocular. Las cejas eran fuertes y pobladas y se alzaban como un arco optimista en el centro, donde el pelo era más largo. Parecían las diminutas astas de un pequeño, agradable y bienintencionado diablillo.
– Un crimen, tuvo lugar un crimen en el piso de al lado, la noche del sábado a domingo.
Hanne se sobresaltó al oír el eco que salió de una de las jaulas.
– ¡Noche sábado, noche sábado!
Erik se asustó aún más y soltó la bandeja de pastelitos, pues tenía el pico del loro pegado a su oído. Se sintió mal por el destrozo, pero feliz porque el pedazo de pastel restante yaciera ahora junto a los fragmentos de porcelana en el suelo. Se disculpó entre balbuceos y con la boca llena.
El anciano seguía tan contento y fue por una escoba y un recogedor seguido de Erik, que insistía en limpiarlo él. El hombre tapó las jaulas con sendos manteles negros y se hizo un silencio repentino.
– Así. Ahora podemos hablar. No necesitan levantar la voz; oigo bien.
Volvieron a situarse uno frente al otro.
– Un crimen -murmuró para sí-. Un crimen. Ocurren tantas cosas de esas ahora. En los periódicos, todos los días. Yo me mantengo, por lo general, en casa.
– Desde luego, es lo mejor -aseguró Hanne-. Lo más seguro.
El apartamento era cálido. Un reloj de mesa palpitaba pesada y fatigadamente. Ella permaneció sentada a esperar hasta que se percató de que se estaban acercando a las cuatro. Vacilante y con un tremendo esfuerzo sonaron cuatro golpes huecos.
– Estamos comprobando con los vecinos si han visto u oído algo.
El hombre no contestó, solo sacudió la cabeza.
– Hay algo que no va bien en este reloj, antes no era así, el sonido ha cambiado, ¿no cree?
Hanne suspiró.
– Es difícil saberlo, nunca lo había oído antes. Pero estoy de acuerdo, sonó algo…, algo triste. ¿Tal vez debería llevárselo a un relojero para que lo vea?
Es posible que no estuviera conforme porque no dijo nada, solo siguió con el ligero movimiento de cabeza.
– Oíste…, ¿oyó usted algo desde aquí, la madrugada del domingo? Es decir, la noche de ayer…
Aunque el anciano había dejado claro que no tenía problemas de audición, ella no pudo evitar levantar la voz.
– No, oír algo… no lo creo, pienso que no oí nada, salvo lo que oigo todas las noches, claro está. Los coches y el tranvía, claro, cuando pasa, aunque no suele pasar por las noches, así que seguro que no lo oí.
– Suele usted…
– Tengo el sueño muy ligero, ¿sabe? -interrumpió-. Es como si hubiese dormido ya todo lo que tenía que dormir a lo largo de mi extensa vida. He llegado a los ochenta y nueve años, mi mujer murió a los sesenta y siete. Tome, sírvase otro pastelito. Los ha hecho mi hija…, no, quiero decir, mi nieta. A veces mezclo un poco esas cosas, de hecho mi hija murió, ¡así que no pudo haber hecho estos pasteles!
Sonrió y dibujó una hermosa y tímida sonrisa, como si hubiese comprendido que el tiempo no solo lo había alcanzado, sino que lo había dejado atrás hacía mucho tiempo.
Viaje en balde. Hanne apuró su café, agradeció amablemente la invitación y finalizó la conversación.
– ¿Qué tipo de crimen se ha cometido? -preguntó, de repente interesado, mientras los policías recogían sus cascos y cazadoras de cuero en el pasillo que daba a la puerta de salida.
Ella se volvió hacia él y dudó por un instante si molestar a ese encantador anciano contándole cosas del lado oscuro y cruel de la capital. Pero se dijo: «ha visto tres veces más de la vida que yo».
– Violación. Ha sido una violación.
Se estremeció e hizo aspavientos con los brazos.
– Y esa preciosa joven… -dijo-. ¡Es terrible!
La puerta se cerró tras ellos y el anciano arrastró los pies hasta sus amigos plumíferos y destapó las jaulas. Fue recompensado con una cacofonía agradecida e introdujo el dedo en una de las jaulas para que uno de ellos lo mordisqueara con delicadeza.
– Violación, es espantoso -le dijo al papagayo, que asintió con la cabeza para mostrar que estaba de acuerdo-. ¡Es posible que haya sido alguien de este edificio! No, ha tenido que ser alguien de fuera. Tal vez fue aquel hombre del coche rojo, no había visto ese vehículo antes.
Retiró el dedo y procedió lentamente a sentarse en su desgastado y confortable butacón, situado cerca de la ventana. Solía reposar en él cuando las noches en vela lo sacaban del calor de su lecho. La ciudad era su amiga, siempre y cuando se quedara dentro de sus seguras paredes. Había vivido en el mismo piso toda su vida y había visto cómo eran sustituidos los carruajes por ruidosos automóviles, los faroles de gas por luz eléctrica, y cómo los adoquines eran recubiertos de asfalto negro. Conocía su vecindario, al menos lo que permitía la observación desde una ventana de la primera planta. Estaba al tanto de los coches que pertenecían a su portal y de quiénes eran sus propietarios. No había visto nunca antes el coche rojo y tampoco había reconocido al individuo joven y alto que se había sentado detrás del volante aquella madrugada. Debía de ser él.
Continuó sentado durante un rato e incluso echó una cabezadita. Luego se dirigió discretamente a la cocina para calentarse un poco de sopa.
Ninguno de los vecinos había oído o visto nada. La mayoría de ellos habían reparado en la visita de los policías el domingo por la mañana, por lo que los rumores se habían hecho con el edificio. Todo el mundo sabía bastante más que el simpático anciano del primero, aunque aquella información carecía de interés. Eran historias contadas una y otra vez entre los propios vecinos de escalera. Relatos encendidos por encima del pasamanos, incluyendo movimientos de cabeza horrorizados de incredulidad, especulaciones y promesas recíprocas de que todos iban a estar más atentos de ahora en adelante.
Kristine Håverstad no estaba en casa. Hanne lo sabía, pero quiso asegurarse. Llamó al timbre y esperó unos segundos antes de abrir la puerta. Obtuvo las llaves durante el interrogatorio, de la propia inquilina, que declaró de paso su intención de mudarse a casa de su padre durante un periodo de tiempo indefinido.
El piso estaba recogido, bien cuidado y agradable. No era grande, y los agentes constataron pronto que estaba compuesto de un salón con cocina americana y un dormitorio espacioso con un escritorio en una de las esquinas. Las habitaciones daban a un estrecho y largo pasillo. El baño era tan pequeño que uno podía estar sentado en la taza, ducharse y lavarse los dientes a la vez. Estaba limpio, con un ligero aroma a lejía.
La Policía Científica ya había estado allí, por lo que sabía que no encontraría nada relevante, pero sentía curiosidad. La cama estaba sin hacer, aunque cuidadosamente tapada con un edredón. No era una cama doble, pero tampoco tan pequeña como para no albergar a dos buenos amigos. Estaba hecha de pino con decoraciones en la parte superior de cada pata. Justo debajo de ellas, observó un pequeño borde desigual de color oscuro. Se puso en cuclillas y dejó que los dedos acariciaran la huella. Se clavó unas astillas diminutas de la madera en los dedos. Suspiró profundamente, abandonó el cuarto y se quedó a esperar en la entrada del salón.
– ¿Qué es lo que buscamos? -preguntó Erik, lleno de dudas.
– Nada -dijo Hanne, mirando al vacío para resaltar su posición sobre el asunto-. No buscamos nada, solo quiero saber cómo es este piso, al que Kristine Håverstad nunca estará en condiciones de volver.
– Es una putada -murmuró el joven.
– Es más que eso -dijo Hanne-. Es mucho más que eso.
Cerraron con llave la puerta del apartamento, con las dos cerraduras de seguridad, y volvieron dando un rodeo en dirección a la jefatura. Erik estaba encantado. Después del viaje, no sabía si estaba más enamorado de Hanne o de su enorme Harley rosa.