No era tarea fácil tomarse algunos días libres, así, de sopetón. Sin embargo, sus dos compañeros se mostraron de lo más comprensivos. Se hicieron cargo de los pacientes con diligencia y buena voluntad, teniendo en cuenta el escaso tiempo de preaviso. Significaba un perjuicio económico, aunque, por otro lado, hacía muchos años que no se había regalado unas buenas vacaciones.
Tampoco podía llamarlo «vacaciones», pues tenía mucho que hacer. ¿Por dónde iba a empezar? No estaba muy seguro, así que decidió empezar con unos largos. La piscina estaba sorprendentemente llena de gente, a pesar de que eran las siete de la mañana. Los nadadores rezumaban olor a cloro, parecía como si acabaran de rellenar la piscina. Algunos deberían ser clientes habituales, saludaban y charlaban al borde de la piscina. Otros eran más conscientes de su objetivo, nadaban de un extremo al otro los cincuenta metros que medía cada largo, sin prestar atención a los demás, sin mirar a nadie, solo nadaban, nadaban y nadaban. Él también.
Al cabo de cien metros notó cierto cansancio. Al cabo de doscientos tuvo que reconocer que no solo llevaba demasiados años encima, sino que también cargaba con demasiada grasa. Empezó a clarear tras un par de largos más, al entrar en un ritmo que el corazón podía asumir. La cadencia era notablemente más lenta que la de los demás cuerpos, que resoplaban cuando pasaban por su lado con regularidad y sin descanso, hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo. Los musculosos torsos formaban estelas como pesados buques en miniatura. Se enganchó a la estela de un abigarrado bañador. Al alcanzar los setecientos metros, decidió que estaba listo. Era, sin duda, un comienzo de día inusitado, algo nuevo, distinto, y no podía recordar la última vez que se había tomado el tiempo de disfrutar tanto. En el momento de salir del agua, metió el vientre, sacó pecho y aguantó así hasta las escaleras que bajaban a los vestuarios. Soltó el aire comprimido entre los dientes y dejó que cayera la caja torácica al lugar que le correspondía.
Encontró su consuelo en la sauna, a casi cien grados de temperatura. Su piel era rubicunda, y los allí presentes no exhibían mejor aspecto. Mientras descansaba con la toalla ajustada púdicamente alrededor de su cintura, determinó que se dejaría caer por el edificio donde vivía su hija…, donde había vivido. Tenía que tomar alguna decisión acerca de ese piso, porque jamás volvería a mudarse a ese apartamento. Pero no quería forzarla a tomar una decisión en esos momentos. Tenían mucho tiempo por delante, de momento.
Se sintió limpio y más ligero, a pesar de sus casi cien kilos de peso. Lloviznaba fuera, si bien la temperatura no había bajado. Seguía haciendo demasiado calor para la época del año; incluso aunque hubieran estado en pleno julio, dieciocho grados a las ocho de la mañana era algo insólito. Aquello era casi alarmante, tal vez tuviera algo que ver con esa historia de la capa de ozono.
Tuvo menos problemas que habitualmente para sentarse en su coche, que se hallaba mal aparcado en un lugar reservado para minusválidos. La sesión de entrenamiento le había sentado de maravilla, lo tenía que repetir, se lo iba a tomar en serio.
Catorce minutos más tarde encontró un sitio lo bastante amplio, a tan solo cincuenta metros de la vivienda de su hija. Volvió a mirar el reloj y se dio cuenta de que era demasiado pronto para importunar a nadie. Los que tenían que trabajar no tendrían tiempo para hablar con él, y los que iban a quedarse en casa seguramente seguirían en la cama a esas horas. Así que compró un par de periódicos y entró en la panadería, que tentaba ya a muchos paseantes mañaneros con aromas deliciosos de bollería recién horneada.
Después de tres bollos, un cuarto de litro de leche fresca y dos tazas de café, había llegado la hora de ponerse manos a la obra. Se acercó al coche y añadió algunas monedas al parquímetro, antes de dirigirse hacia la puerta de entrada. Sacó las llaves y entró en el bloque. Había dos pisos por cada una de las cinco plantas. Empezaría por la primera.
Un tosco letrero de porcelana anunciaba que Hans Christiansen y Lena Ødegård residían en el piso de la izquierda. Se puso bien derecho y llamó al timbre. No hubo respuesta. Volvió a intentarlo y nada.
Desde luego, no era un buen comienzo: lo intentaría de nuevo por la tarde. La puerta de enfrente no tenía ningún rótulo con el nombre del inquilino. Se había fijado en el portal de entrada en que la vivienda la ocupaba un extranjero. Fue para él imposible juzgar si se trataba de una mujer o de un hombre. En cualquier caso, fuera quien fuera, no había estimado necesario cambiar la placa que antaño había adornado la puerta: un espacio perfilado en la madera con dos agujeritos en cada extremidad.
Se oyó un zumbido muy nítido proveniente del piso cuando pulsó el botón. A continuación, oyó unos pasos al otro lado de la puerta, pero no ocurrió nada. ¡Bzzzz! Lo intentó de nuevo. Ninguna reacción, pero ahora estaba convencido de que ahí había alguien. Irritado, volvió a llamar al timbre, esta vez pulsando durante un buen rato. «Un tiempo largo y descortés», pensó, y volvió a llamar.
Por fin, oyó que alguien estaba hurgando en una cadenita y la puerta se abrió levemente. La puerta apenas se abrió unos diez centímetros. Al otro lado apareció una mujer. Era bajita de estatura, un metro cincuenta y cinco centímetros. Vestía ropa anticuada, barata y presumiblemente compuesta al cien por cien de telas sintéticas, que relucía a la luz del pasillo. La mujer parecía muy asustada.
– ¿Tú policía?
– No, no soy de la Policía -dijo, y trató de sonreír lo más amablemente posible.
– Tú no policía, tú no entrar -dijo la mujer, intentando cerrar la puerta.
Como una centella, puso el pie en la minúscula abertura justo a tiempo para evitar que se cerrara la puerta. Se arrepintió al descubrir el pánico en sus ojos.
– Tranquilícese -intentó decirle a la desesperada-. Tranquilícese, solo quiero hablar un poco con usted. Soy el padre de Kristine Håverstad, la chica de la segunda planta, encima de este. Second floor -añadió, con la esperanza de que le entendería mejor. Entonces se dio cuenta de que se había equivocado-. First floor, I mean. My daughter. She lives upstairs.
Tal vez le creyera o puede que, después de pensárselo mejor, viera muy improbable que alguien viniera a acosarla a las nueve y media de la mañana. Al menos, acabó soltando la cadena y abrió la puerta con mucho cuidado. Él la miró con un aire interrogante y ella hizo ademán como invitándolo a entrar.
El apartamento estaba amueblado con una increíble sencillez. Era idéntico al de su hija, pero, aun así, parecía más pequeño. Debía de ser por la falta de muebles. Un sofá se apoyaba contra una de las paredes de la sala de estar. Apenas había nada más, con lo cual difícilmente se le podía denominar salón. Era evidente que servía, a su vez, de cama, porque cuando echó un vistazo al dormitorio pudo constatar que estaba vacío, salvo por dos maletas que había en una esquina. La sala de estar estaba, además, dotada de una mesita de comedor con una silla de madera. Asimismo, en la pared opuesta al sofá reposaba otra mesita con un televisor viejo encima, que debía de ser en blanco y negro. El suelo y las paredes estaban desnudos, salvo por una foto de gran tamaño desprovista de marco de un hombre suntuosamente vestido, de nariz aguileña y que portaba un uniforme condecorado hasta la exageración. Reconoció de inmediato el último sah de Persia.
– ¿Es usted iraní? -preguntó, feliz de haber encontrado un tema para iniciar la conversación.
– ¡Irán, sí!
La diminuta mujer sonrió moderadamente.
– Yo de Irán, sí.
– ¿Habla noruego o prefiere hablar inglés? -prosiguió, sopesando si sentarse o no. Decidió permanecer de pie. Si se hubiese sentado, habría obligado a la mujer a quedarse de pie o a sentarse a su lado en el sofá, lo que la habría hecho sentirse violenta.
– Yo entender bien noruego -contestó-. Hablar mal, a lo mejor.
– A mí me parece que se defiende muy bien -le dijo, para animarla. Empezaba a molestarle cada vez más aguantar de pie, así que cambió de idea y agarró la silla de madera, la arrastró hasta el sofá y le preguntó si le parecía bien que la usara.
– Sentarse, sentarse -dijo, claramente más sosegada. Ella misma se sentó en el borde del sofá.
– Como dije -carraspeó-, soy el padre de Kristine, Kristine Håverstad, la joven del piso que está encima de este. Quizá se haya enterado usted de lo que le pasó el sábado pasado.
Le costaba mucho hablar del tema, incluso con una desconocida mujer de Irán, que nunca había visto y que, presuntamente, nunca volvería a ver. Carraspeó de nuevo.
– Solo estoy investigando un poco por mi cuenta, para mí mismo, ¿sabe? ¿Ha hablado con la Policía?
La mujer asintió con la cabeza.
– ¿Estuvo aquí cuando ocurrió?
La vacilación era patente y no acababa de comprender por qué ella había optado por confiar en él. Tal vez, ella tampoco lo sabía.
– No, no estar yo aquí esa noche. Yo en Dinamarca ese fin de semana. Fin de semana pasado, en casa amigos. Pero eso yo no dije a mujer de policía. Yo dije yo dormir.
– Entiendo. Tiene usted amigos en Dinamarca.
– No. No amigos en Dinamarca. No amigos en Noruega, pero amigos en Alamana. Ellos quedar conmigo en Copenhague. No haber visto ellos en mucho mucho mucho tiempo. Yo vuelta aquí domingo muy tarde.
La mujer no era especialmente guapa, pero poseía un rostro enérgico y cálido. Tenía la tez más clara que otros iraníes que había visto antes y carecía de todos los rasgos que él relacionaba con aquella parte del mundo. De algún modo era morena, pero el pelo no era negro como el carbón, ni tampoco castaño oscuro. Era más parecido a lo que su mujer antaño habría llamado «color ayuntamiento». Aun así era brillante y espeso, ¡y tenía los ojos azules!
Con ayuda de las manos y un poco de inglés consiguió relatarle su triste historia. Vino como refugiada en busca de asilo y esperó trece meses largos y burocráticos hasta que las autoridades iniciaron los trámites de su solicitud de amparo en el reino de Noruega. La familia estaba dispersada a los cuatro vientos, al menos lo que quedaba de ella. La madre había fallecido de muerte natural hacía tres años, mucho tiempo después de que su padre huyera a Noruega. Fue abogada en el Irán del sah, y la familia había vivido sus años dorados, pero todo cambió al caer el régimen. Dos de sus hermanos murieron en las cárceles de los ayatolás, aunque su hermana y ella misma corrieron mejor suerte, hasta un año y medio atrás. Cogieron a un compañero de celda de sus hermanos y al cabo de tres días de interrogatorio se vino abajo. Lo ejecutaron al día siguiente. El día después, los soldados estaban delante de su puerta, pero para entonces ella había recibido un aviso y se encontraba ya al otro lado de la frontera con Turquía, gracias a la ayuda de gente que tenía una mejor tapadera que ella. Desde Turquía, tomó el avión en dirección hacia Noruega y hacia una vida que creía iba a compartir con su padre. En el aeropuerto, los de Extranjería le contaron que su padre había muerto tres días antes de un ataque al corazón. La instalaron en el centro de acogida en la ciudad de Bærum, y le asignaron un abogado de oficio. Este no tardó en averiguar que la mujer era la legítima legataria de una pequeña herencia que su padre había dejado. Constaba de un piso libre de cargas y pagado, cinco alfombras persas magníficas, unos cuantos muebles y cuarenta mil coronas en una cuenta bancaria. Vendió los muebles y las alfombras, cuya retribución, más de cien mil coronas, mandó a Irán con la idea de que su hermana pudiera sacarle provecho. No recibió respuesta alguna, lo que era de esperar, y solo le quedaba la esperanza de que todo saliera bien. Las cuarenta mil de la cuenta estaban destinadas a su manutención, de ese modo no sería una carga para la sociedad noruega.
– Yo suerte, no necesitar vivir en Tanum, vivir aquí más mejor para mí.
El viaje a Dinamarca fue ilegal, pues, como solicitante de asilo, no tenía pasaporte y, por tanto, no podía abandonar el país. Pero con su aspecto atípico pudo pasar por escandinava ante la mirada de los aduaneros sobrecargados de trabajo. Tuvo suerte, aunque eso significaba que no estaba en condiciones de proporcionarle ninguna información acerca del asunto por el que se encontraba ahí.
Se levantó.
– Bueno, pues gracias por la charla, y mucha suerte en el futuro.
Se detuvo en la puerta y le tendió la mano.
– Espero que la Policía sea comprensiva con usted.
No estaba seguro, pero creyó advertir una expresión de inseguridad en sus ojos durante un instante.
– Quiero decir que espero que pueda quedarse en el país -precisó.
– Esperar yo también -le contestó ella.
Se encaminó hacia la siguiente planta y oyó el estruendo de la puerta al cerrarse a sus espaldas. El ruido de la cadena intentando colocarse en su sitio lo acompañó hasta llegar a la segunda planta. Permaneció un momento quieto en el rellano de la escalera con la extraña sensación de que se le había pasado algo. Se sacudió la idea de encima al cabo de unos segundos y llamó al timbre.
Habían pasado cuatro días desde la terrible violación en el barrio de Homansbyen y no se había acercado ni una pizca a nada que se pudiera llamar solución o aclaración, sino todo lo contrario. Hanne tenía asombrosamente poco que escribir acerca de sus pesquisas en el caso. Se sentía muy frustrada.
Pero ¿qué podía hacer? La mayor parte del día anterior se le había esfumado en tomar declaración a un par de testigos, en relación con dos de los casos de agresión. Además, no pudo sacar mucho de eso, y un montón de trabajo se le acumulaba en una buena pila de documentos. En uno de los sumarios, el más grave, le quedaba por interrogar a cinco personas. Era un caso entre unos navajeros, que habían tenido cierta suerte, ya que el cuchillo no había tocado la arteria principal del muslo del agredido por unos pocos milímetros. No sabía cuándo podría tomar aquellas cinco declaraciones.
El caso de incesto pendía sobre su cabeza como una factura impagada de tamaño considerable y cuyo plazo de vencimiento hubiera rebasado hacía tiempo. La mala conciencia y las pesadillas la despertaron la noche anterior y estaba decidida a acudir a la nueva vista oral antes de la fecha prevista. Eso le llevaría un día entero. En primer lugar, tocaba la visita al domicilio y una ronda de «reconocimiento». A continuación, un refresco en la cantina y una vuelta en el coche patrulla para la ronda de «confíen ustedes en la Policía». No disponía de toda la jornada, ni siquiera de media.
Los montones de papeles dispuestos en fila ante ella le provocaban náuseas. Si los habitantes de esta ciudad tuvieran un mínimo presentimiento de la situación de desamparo en la que se encontraba la Policía, luchando contra unos delitos que parecían sobrepasarles, levantarían un clamor de indignación que conllevaría una inmediata inyección de cien millones de coronas y cincuenta nuevos puestos de trabajo. En esos momentos, la idea de que la Policía pudiera resolver todos los crímenes era una mera ilusión. «Es el momento idóneo para cometer un atraco de cierta envergadura. Habría un noventa y nueve por ciento de posibilidades de escapar», pensó.
No tenía que haberlo pensado.
En ese momento, la megafonía se activó y la voz profunda y monótona del jefe de sección llamó la atención de todos los agentes. Acababan de atracar la caja de ahorros Sparebanken Nor del distrito de Sagene, y todo el mundo estaba citado en la sala de juntas. Como un relámpago, Hanne cogió el casco de moto y la chupa de cuero.
Casi lo consiguió. A escaso metro y medio de la puerta, que daba a las escaleras exteriores para bajar hasta la entrada del personal, quedó atrapada por el cuello de la cazadora. El jefe de sección se rio cuando al girarla descubrió la cara de vergüenza de la mujer.
– No intentes engañar a un viejo zorro -dijo-. Entra ahora mismo en la sala de reuniones.
– No, de verdad, que no puedo. Tengo que salir. Además, estoy hasta arriba de trabajo y no puedo aportar nada de nada. De verdad. Sencillamente, no puedo hacerme cargo de nada más.
Quizá fuera por su voz, y sin duda tenía algo que ver con el hecho de ser su mejor investigadora o, tal vez, se debía a que sus rasgos faciales inusualmente cansinos, sus ojeras y un perfil afilado no la favorecían. En cualquier caso, el jefe de sección se quedó por un momento sin palabras.
– Bueno, vale -dijo al fin-. Venga, vete, pero solo por esta vez.
Inmensamente aliviada, salió pitando por la puerta sin tener la menor idea de lo que iba a hacer. Tenía que salir de allí.
Era tan buena una cosa como la otra. No era conveniente acudir al escenario del crimen con demasiada frecuencia, pero al menos le daba la sensación de hacer algo concreto.
Estuvieron a punto de darse de bruces en la puerta. Ella estaba intentando sacar las llaves de la chaqueta cuando él apareció de sopetón saliendo del pasillo. Hanne tuvo que retroceder un paso para no caerse y el hombre de imponente estatura se quedó clavado y firme. Le pidió disculpas una y otra vez hasta que la reconoció.
El dentista era demasiado mayor para sonrojarse. Además tenía la piel áspera y sin afeitar, lo que no dejaba traspasar los colores. Aun así, Hanne notó con claridad un parpadeo irregular cuando se apresuró a dar una explicación sobre su visita al piso de la hija para recoger cosas. De repente se dio cuenta de que no llevaba nada.
– Desgraciadamente, no lo encontré -dijo, justificándose-. Ha debido de equivocarse.
Ella no dijo nada, la incómoda pausa jugaba a su favor y él lo sabía. El hombre carraspeó, miró el reloj y añadió que llegaba tarde a una cita importante.
– ¿Podría venir a verme mañana por la mañana, para un breve interrogatorio? -preguntó, sin darle la oportunidad de irse.
Se quedó pensativo por un momento.
– ¿Por la mañana? Pfff… Bueno, creo que va a ser un poco difícil; últimamente, estoy muy liado.
– Es muy importante. Entonces, nos vemos a las ocho, ¿sí? Su incomodidad era manifiesta.
– Bueno, vale, entonces a las ocho. ¿Tal vez, pasados unos minutos?
– Ningún problema -le contestó, con una sonrisa-. Unos minutos más o menos no tienen la menor importancia.
Lo dejó pasar y lo siguió con la mirada hasta que él se sentó en el coche. Luego subió a ver a su viejo amigo del segundo. Este le recibió calurosamente, además de contarle que había recibido la visita de un señor sumamente amable, el padre de esa pobre chica, con el que había mantenido una agradable charla.
Hanne no prestó mucha atención a lo que el anciano siguió contando. Apenas un cuarto de hora y media taza de café más tarde, se despidió dándole las gracias y abandonó el lugar. La preocupación arrugó su frente y permaneció sentada a horcajadas encima de su Harley sin arrancar el motor. Por alguna razón, el encuentro con el padre de la joven violada le hizo sentir como si estuviera participando en una carrera. Una carrera que en absoluto le gustaba.
Es muy desagradable que lo pillen a uno in fraganti de un modo tan palmario. Le exasperaba haber estado tan desarmado durante el encuentro con la policía. El peligro de toparse con un agente era obvio; sin embargo, ni por asomo había tenido en cuenta esta posibilidad. Por su falta de previsión se iba a enfrentar a un interrogatorio bochornoso al día siguiente. En fin, nada que no tuviera solución.
Por la tarde volvió al edificio. Solo le quedaban por entrevistar un hombre en la quinta planta y a una joven en la tercera. Aunque de poco le serviría, ya que los demás vecinos le habían contado que el hombre en cuestión llevaba un par de meses en el extranjero y que la joven había pasado el fin de semana con sus padres.
El anciano fue el único que pudo contarle algo concreto. Algo acerca de un coche rojo, un auto desconocido de color carmín intenso que había permanecido aparcado en la calle, a unos treinta metros del portal, desde las once de la noche hasta bien entrada la madrugada del domingo.
¿Tenía la Policía constancia de ese coche rojo? ¿Constituía ese hecho un dato importante? Podía pertenecer a cualquiera. No cuadraba que un violador dejara aparcado su coche en las inmediaciones de la escena del crimen. Por otro lado, el fornido dentista no era de los que metían a violadores en el mismo saco que a otros delincuentes. Asociaba a los delincuentes sexuales con seres babosos, barriobajeros y de escasa inteligencia. No obstante, ahora que él mismo se había lanzado a la caza y captura del criminal, y que se obligaba a mostrarse algo más reflexivo, no podía…, no quería descartar la posibilidad de que aquel hombre fuera el propietario del coche rojo.
En todo caso, era lo único tangible: un coche rojo, berlina, modelo y matrícula desconocidos.
Soltó un suspiro triste y se puso a preparar algo parecido a una comida para él mismo y para su hija, que seguía sin decir nada de nada.
Eran casi las diez de la noche, yacían en el suelo y habían hecho el amor. Estaban recostadas sobre dos edredones y se tapaban con un cortinón antitérmico que colgaba delante de la puerta de la terraza, temerariamente entreabierta. Las cortinas estaban cerradas y habían hecho el menor ruido posible. Oían sonidos lejanos que provenían de las demás terrazas: una pareja que discutía en el piso de abajo y la televisión del vecino de al lado. Hanne y Cecilie llevaban ahí tumbadas desde antes de las noticias de las siete.
– Realmente, no sé qué hacemos aquí tiradas. -Hanne se rio entre dientes-. Está duro y me duele el coxis.
– Eres una ñoña, mírame, ¡tengo quemaduras!
Cecilie le puso la rodilla a la altura de la cara. Era cierto, tenía una fuerte y considerable rozadura. Nunca iban a aprender. Había ocurrido algunas veces que una de las dos en plena fricción contra la alfombra del suelo se llenaba de marcas muy feas en los codos o en las rodillas, en cuanto se salían del edredón.
– Pobrecita -dijo Hanne, y le besó la rodilla dolorida-. ¿Por qué siempre acabamos aquí?
– Porque es enormemente acogedor -le contestó su novia, que se levantó.
– ¿Te vas?
– No, quiero coger un edredón, tengo frío.
Empuñó la colcha superior y empezó a tirar de ella, lo que hizo rodar a Hanne. Cecilie se colocó a hurtadillas al lado de Hanne y la besó justo donde la espalda se divide.
– Pobre rabadilla -dijo, y se acurrucó al lado de Hanne, tapando a ambas con el edredón.
Hanne se puso de lado, apoyó la cabeza en el hombro de su compañera y le acarició suavemente con el dedo índice el seno derecho.
– ¿Qué harías si alguien me violara? -preguntó de sopetón.
– ¿Te violara? ¿Por qué querría alguien violarte? No serás tan torpe como para dejarte violar.
– Por favor, cariño, sácate esa idea de la cabeza. No tiene nada que ver la torpeza cuando una chica es violada.
– ¿Ah, no? Entonces, ¿por qué ninguna de nuestras amigas ha sido víctima de violación? ¿Por qué salen siempre en los periódicos historias de chicas violadas en los lugares más lúgubres de la ciudad, a horas intempestivas? Si una toma las precauciones necesarias, no se expone a una violación.
Hanne no estaba dispuesta a discutir en aquel momento y en aquel lugar, aunque la irritación que le provocaba la falta de comprensión de su pareja empezaba a cansarla. No, ahora estaba demasiado a gusto como para ponerse a discutir, no le apetecía. Prefirió inclinarse y dejar que su lengua resbalara en círculos húmedos alrededor de la areola de Cecilie, con mucha delicadeza, para no tocar el pezón. Se detuvo repentinamente.
– En serio -insistió-. ¿Qué harías? ¿Qué sentirías?
La otra mujer se levantó perezosamente, apoyándose en sus antebrazos y se giró a medias hacia ella. La lucecita verde de la pantallita del inmenso aparato de música iluminaba su rostro, confiriéndole un aspecto supraterrenal.
– Eres el fantasma más guapo del mundo -dijo Hanne en voz baja y soltando una carcajada-. Indiscutiblemente, el fantasma más hermoso del planeta.
Cazó un rizo de la larga melena rubia y se lo enroscó en el dedo.
– Por favor -volvió a insistir-, ¿no puedes decirme lo que harías?
Finalmente, Cecilie comprendió que hablaba en serio. Se incorporó un poco y enderezó la espalda como si ese gesto la ayudara a concentrarse mejor. Entonces dijo alto y claro y con voz grave:
– Mataría al tío. -Se detuvo bruscamente y reflexionó durante diez segundos-. Sí, lo mataría sin dudarlo.
Era justo la respuesta que Hanne quería oír. Se levantó y besó a su novia con ternura.
– Respuesta correcta -dijo brindándole una sonrisa-. Ahora tenemos que dormir.