Lunes, 10 de mayo

– ¿Qué diablos hacías trabajando el fin de semana? ¿No te parece que ya tenemos bastante curro a diario?

El fiscal adjunto Sand hablaba desde la puerta. Sus vaqueros eran nuevos y, por una vez, llevaba chaqueta y corbata. La americana era algo grande y la corbata ligeramente ancha, aun así tenía buen aspecto. Salvo por el dobladillo del pantalón. Hanne no pudo contenerse, se puso en cuclillas delante de él y dobló con presteza los diez centímetros sobrantes hacia dentro, para dejarlos ocultos.

– No debes ir con el dobladillo hacia fuera. -Le sonrió complacientemente y se levantó. Le alisó la manga hacia abajo con un movimiento leve y cariñoso-. Así, ahora estás estupendo. ¿Tienes que acudir al juzgado?

– No -dijo el fiscal, que, a pesar del gesto lleno de confianza e intimidad, se sintió molesto, pues ella había evidenciado su mal gusto a la hora de vestirse. «Ya podía haberse callado», pensó, pero contestó otra cosa-. Luego, cuando acabe, tengo una cena de trabajo. Pero ¿por qué estabas aquí tú?

Una carpeta verde voló por los aires y aterrizó sobre la mesa.

– Acabo de recibir esto. Un caso extraño. No consta ningún informe acerca de personas o animales descuartizados en nuestro distrito.

– Me pedí un turno extra en la guardia -explicó ella, sin tocar la carpeta-. Allí abajo llevan una larga racha de bajas por enfermedad.

El fiscal, un hombre moreno y bastante guapo que lucía unas patillas más blancas de lo que suponían sus treinta y cinco años, se dejó caer en el sillón de visitas, se quitó las gafas y las limpió con el extremo de la corbata. No quedaron muy limpias, pero la corbata sí quedó bastante más arrugada.

– Nos han encargado el caso a los dos, bueno, si es que se puede hablar de algún caso. No hay víctima, nadie ha oído ni visto nada, es curioso. Hay algunas fotos ahí -dijo, apuntando a la carpeta.

– Por mí… -Agitó la mano, indicando que prefería no verlas-. Estuve en el lugar: el espectáculo no era especialmente agradable. Pero te voy a decir una cosa -prosiguió, inclinándose hacia él-: en caso de que todo fuera sangre humana, tienen que haber matado allí dentro, al menos, a tres personas. En mi opinión, esto ha sido obra de unos chiquillos que quieren tomarnos el pelo.

La teoría no sonaba inverosímil. La Policía de Oslo estaba pasando la peor de sus primaveras. En el espacio de seis semanas, la ciudad había sufrido tres asesinatos, de los cuales al menos uno auguraba que nunca iba a poder ser esclarecido. Además, durante ese tiempo se dio a conocer la escalofriante cifra de dieciséis denuncias de violación, de las que siete fueron objeto de portadas y crónicas en los medios. El hecho de que una de las atacadas fuera una diputada del Partido Democristiano (de camino a casa tras una reunión nocturna del comité la agredieron brutalmente en los jardines del Palacio Real) no contribuyó a mitigar la desesperación que sentía la gente por la falta de progresos en las pesquisas policiales. Con la inestimable colaboración de los rotativos, los ciudadanos habían iniciado con voz colérica una protesta dirigida a la aparente parálisis operativa en el seno de la calle Grønland, número 44, el cuartel general de la Policía de Oslo. El largo y curvado edificio seguía en el mismo lugar de siempre, inquebrantable y gris, visiblemente indiferente a las despiadadas críticas. Sus ocupantes acudían al trabajo por la mañana, encogidos de hombros y con la mirada abatida. Volvían cada día a sus hogares demasiado tarde, con la espalda inclinada y con nada más que apuntar en su haber laboral que nuevos y falsos indicios. La caprichosa meteorología fastidiaba con temperaturas intensas, más propias del verano. Los toldos curvos de esa colosal construcción colgaban en vano delante de todas las ventanas que daban al sur, confiriéndole un aspecto de gigantesca mole ciega y sorda. En el interior, el ambiente se mantenía a niveles candentes. Nada ayudaba ni nada parecía mostrar el camino para salir de esa ceguera facultativa que se agudizaba en cuanto se tecleaba un nuevo caso en los inmensos sistemas informáticos. Se suponía que los habían instalado para ayudar, pero parecían arrojar toda su hostilidad, casi desdén, cuando cada mañana vomitaban sus listas de casos sin resolver.

– ¡Vaya primavera! -dijo Hanne, suspirando de un modo ostentoso y teatral.

Desanimada, alzó las cejas y miró a su superior. Sus ojos no eran especialmente grandes, pero eran de un azul llamativo, con un círculo negro y distinto alrededor del iris, que los hacía parecer más oscuros. El pelo era bastante corto, de color castaño oscuro. Distraída, tiraba de él a intervalos irregulares, como si deseara que fuera más largo y creyese que ayudándolo un poco crecería más rápido. La boca era carnosa y el arco de Cupido cortaba el labio superior, formando casi un labio leporino, y creando así un arco sensual en vez de un defecto. Encima de su ojo izquierdo lucía una cicatriz reciente de color rojo pálido que corría en paralelo con la ceja.

– Nunca he visto nada parecido, aunque solo lleve once años aquí. Kaldbakken tampoco, y lleva treinta. -Tiró de la camiseta para sacudirla-. Y este calor no mejora las cosas. La ciudad entera se pasa las noches sin dormir. Nos vendría de perlas un buen aguacero, al menos así se quedarían en sus casas.

Permanecieron sentados un buen rato, hablando de todo y de nada. Eran buenos compañeros y siempre tenían algún tema que comentar, aunque sabían muy poco el uno del otro: que ambos amaban su trabajo, que se lo tomaban en serio y que uno era más listo que el otro, pero esto no significaba mucho en su relación. Ella era una policía especializada, con una reputación que siempre había sido buena y que el año anterior había alcanzado el estatus de leyenda tras un caso dramático. Él había caminado sin pena ni gloria como jurista mediocre por los pasillos de aquella casa durante más de seis años, nunca brillante, nunca deslumbrante. Sin embargo, con el tiempo había logrado labrarse una reputación de trabajador responsable y cumplidor. Además, también había desempeñado un papel crucial en el mismo caso dramático, un hecho que contribuyó a que su carrera fuera por el camino de la firmeza y de la solidez, y no como antes, cuando deambulaba entre lo gris y lo que carecía de interés.

Tal vez se complementaban y congeniaban porque nunca competían entre sí. Pero era una amistad extraña, encerrada en las paredes de la comisaría. Sand lo lamentaba y había intentado en varias ocasiones cambiar aquella situación. Ya había llovido lo suyo desde que le propuso, así como de pasada, una cena. La negativa había sido tan inmediata y firme que tardaría mucho en volver a intentarlo.

– Bueno, dejemos de lado el trastero ensangrentado durante un rato. Tengo otras cosas a las que hincar el diente.

La policía posó su mano sobre una voluminosa pila de carpetas, colocada encima de una cajonera junto a la ventana.

– Como los demás -replicó el fiscal adjunto, que se dirigió al pasillo, para recorrer los veinte metros que le separaban de su propia oficina.


– ¿Por qué no me has traído antes a este lugar?

La mujer sentada al otro lado de la mesa para dos sonreía con un aire de reproche y le cogió la mano.

– Lo cierto es que no sabía si te gustaba este tipo de comida -contestó, visiblemente contento por lo acertado de su elección.

Los camareros paquistaníes, bien ataviados y con un dominio del idioma que hacía sospechar que habían nacido en el hospital de Aker y no en una maternidad de Karachi, les habían guiado amablemente a lo largo de toda la velada.

– El lugar está un poco apartado -añadió-. Aunque, por lo demás, es uno de mis restaurantes favoritos. Buena comida, servicio excelente y precios que casan bien con un funcionario del Estado.

– Así que has estado mucho por aquí -constató ella-. ¿Con quién?

No contestó, pero levantó la copa para ocultar cuánto lo había turbado la pregunta. Todas sus mujeres habían desfilado por este lugar, desde las más efímeras, muchas menos de lo que le gustaba pensar, hasta las tres con quienes había aguantado un par de meses. En todas y cada una de esas cenas había pensado en ella. Se imaginaba cómo sería estar allí sentado con Karen Borg. Lo estaba en este momento.

– No pienses en las que fueron las primeras, concéntrate en ser la última -bromeó al cabo de un rato.

– Eso sí que ha sido elegante -contestó ella, pero la voz encerraba una sombra de… no frialdad, sino de displicencia, algo que le aterraba. Nunca aprendía, siempre tenía que hablar de más.

A Karen no le apetecía hablar del futuro. Llevaban cuatro meses viéndose con cierta frecuencia, hasta varias veces por semana. Cenaban juntos e iban al teatro, salían a caminar por el bosque y hacían el amor en cuanto se presentaba la ocasión, lo que no ocurría con mucha frecuencia. Ella estaba casada, así que su piso no figuraba en la lista. Afirmaba que su marido estaba al tanto de su relación, pero habían llegado a un acuerdo tácito de no quemar todas las naves antes de asegurarse de que era realmente eso lo que ambos deseaban. Evidentemente, podían usar el piso de su colega, algo que él siempre proponía cuando salían juntos, pero ella se negaba en redondo. «Si me voy contigo a tu casa, habré tomado una decisión», declaraba, de un modo ilógico por completo. Håkon opinaba firmemente que la decisión de hacer el amor con él era mucho más dramática que la elección del escenario, pero no le servía de nada.

El camarero se encontraba ya junto a la mesa, con la cuenta, tan solo veinte segundos después de que se la hubieran pedido. Colocó el papel a la vieja usanza, correctamente doblado encima de un platillo y frente al hombre. Karen se apoderó del recibo y él no tuvo el valor de protestar. Una cosa era que ella ganara cinco veces más que él y otra que se lo recordara constantemente. Cuando devolvieron la American Express Oro a su propietaria, él se levantó y le separó la silla. El escultórico camarero pidió un taxi y ella se acurrucó en los brazos de su acompañante en el asiento trasero del coche.

– Me imagino que te irás directamente a casa -dijo, adelantándose a su propia decepción.

– Sí, mañana es día de trabajo -confirmó ella-. Nos vemos pronto, te llamo yo.

Una vez que estuvieron fuera del coche, volvió a inclinarse hacia dentro y le dio un leve beso.

– Gracias por esta deliciosa noche -dijo en voz baja, sonrió discretamente y se retiró de nuevo.

El hombre suspiró y le indicó una nueva dirección al conductor. Las señas mostraban el otro lado de la ciudad: le iba a sobrar tiempo para volver a sentir esa pequeña punzada de dolor que notaba siempre que regresaba a casa solo, tras compartir una noche con Karen.

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