Martes, 8 de junio

Ya nadie bebía café, todo el mundo prefería Coca-Cola. La idea de dejar fluir un líquido caliente por la garganta seca era sencillamente repulsiva. Un puesto de cerveza en el vestíbulo se convertiría en una mina de oro. El pequeño frigorífico del comedor soltaba suspiros y quejidos de desánimo por la cantidad de botellas de plástico apiladas en su interior que no lograban enfriarse antes de que alguien las volviera a sacar.

Fue aquella mañana cuando Hanne introdujo el té helado ante sus compañeros del A 2.11. A las siete de la mañana y sin haber pegado ojo, daba vueltas frotando y limpiando las cafeteras mugrientas. A continuación, preparó catorce litros de té, fuerte como la pólvora. Lo mezcló todo con grandes cantidades de azúcar y dos botellas de esencia de limón en un bidón de acero, de esos que se utilizan para destilar. Lo «tomó prestado» del almacén de objetos incautados. Finalmente, llenó la cuba hasta el borde con hielo picado, que había mendigado en la cocina del comedor. Fue todo un éxito. El resto del día, todo el mundo transitaba con vasos repletos, sorbiendo té helado y extrañado de que no se le hubiera ocurrido esta idea antes a nadie.

– Menos mal que lo guardé todo -jadeó aliviado Erik, entregando a Hanne un montón de papeles con doce pistas del caso de Kristine Håverstad.

Era el papeleo de los juristas y de los policías, del que se habían reído juntos. El que «gracias a Dios» le había pedido que guardara. Tardó un cuarto de hora en repasarlo todo. Una de las pistas despuntaba más que las otras, además apareció anotada dos veces:

El retrato del diario Dagbladet, del 1 de junio, guarda cierto parecido con Cato Iversen. Aunque es verdad que tiene la cara más flaca, se ha comportado últimamente de un modo muy extraño. Ya que trabajo con él, prefiero seguir en el anonimato. Cursamos ambos en la UDI, le encontrarán ahí en jornada diurna normal (horario de oficina).

Bull’s eye! -murmuró Hanne, apropiándose enérgicamente de la segunda hoja que Erik le tendía con mucha expectación.

Me quedé pasmado al comprobar hasta qué punto se parece el dibujo a mi vecino Cato Iversen. Vive en Ulveveien 3, Kolsås, y tengo entendido que trabaja en la Dirección General de Extranjería. Ha estado ausente de su domicilio durante largos periodos y está soltero.

La carta estaba firmada con una súplica de permanecer en el anonimato.

Treinta segundos después, Hanne estaba en el despacho de Håkon.

– Necesito un papel azul.

– ¿Para qué caso?

– ¡Pues para «el caso»! Mira esto.

Le entregó las dos notas. La reacción fue muy distinta a lo que ella esperaba. Sosegado, el hombre leyó los documentos hasta dos veces y se los devolvió.

– Esta es mi teoría -empezó, un poco confundida por la pasmosa tranquilidad del fiscal adjunto-. ¿Has oído hablar de los delitos de «marca»?

Por supuesto que los conocía, él también leía libros.

– El criminal deja alguna marca, una señal, ¿no? Esa marca se hace notoria a través de los periódicos o del boca a oreja. Luego hay alguien que quiere hacer desaparecer a una persona y, por tanto, disfraza el «suyo»… -Movió los dedos para señalar las comillas-. Camufla «su propio» asesinato como si fuera uno de la serie de crímenes ya conocidos.

– Pero eso nunca sale bien -musitó Håkon.

– Eso mismo. Generalmente sale mal porque la Policía no ha revelado, claro está, todos los signos característicos del caso. Pero aquí, Håkon, aquí tenemos una situación completamente invertida.

– Una situación invertida, ah, sí. ¿De qué?

– Del homicidio que se intenta introducir furtivamente, que se intenta colar disfrazado como uno más de la serie.

Håkon carraspeó, poniendo el puño delante de la boca, esperando que ella profundizara un poco más sin tener que pedírselo.

– ¡Aquí tenemos a un asesino de marca que comete un error! Va a llevar a cabo otro crimen en la cadena de asesinatos, pero algo sale mal. No, deja que concrete más.

Arrastró la silla, acercándola a su escritorio, y atrapó al vuelo un folio y un bolígrafo. Bosquejó rápidamente una réplica reducida de la línea cronológica de los acontecimientos, similar a la que había hecho sobre la pizarra blanca de la sala de emergencias.

– El 29 de mayo tenía previsto volver a violar y asesinar a una refugiada. Esta, demandante de asilo.

Soltó una carpeta encima de la mesa. Håkon no la tocó, pero torció la cabeza para poder leer el nombre inscrito en la cubierta. Era la mujer que vivía en la planta inferior, la que habían intentado localizar la pasada noche.

– Mira -dijo Hanne, frenética y hojeando los documentos-. Es perfecta. Llegó sola a Noruega para reunirse con su padre, o eso creía, porque murió unos días antes de que ella llegara. Luego heredó un piso y algo de dinero, y se ha mantenido en la sombra a la espera de que la gente de UDI mueva el culo. La víctima ideal, ni siquiera vive en el centro de acogida.

– Entonces, ¿por qué no se la cargó, no era tan perfecta?

– Eso no lo sabemos, claro está. Pero mi hipótesis es que se había ido fuera, de viaje, lo que sea. Lo cierto es que me contó que estuvo durmiendo y que no oyó nada, pero, por el pánico que esa gente tiene a la Policía, es posible que mintiera. Entonces tenemos a nuestro hombre allí, esperando, hasta que aparece Kristine Håverstad. Una monada de chica, atractiva. Y lo que hace es sencillamente un cambio.

Håkon tuvo que reconocer que la teoría tenía cierto fundamento.

– Entonces, ¿por qué no la mató?

– Es evidente -dijo Hanne, levantándose. Parecía cansada, a pesar de la excitación. Se agarró de las caderas y empezó a balancear el tronco repetidas veces de un lado a otro-. ¿Cuántos sumarios de violación sobreseemos, Håkon?

Abrió las manos en un gesto de desconocimiento.

– No tengo ni la menor idea, pero son un huevo. Demasiados.

Ella volvió a sentarse y se inclinó hacia él. Håkon observó que la cicatriz encima del ojo parecía ahora más marcada. ¿Estaba más flaca?

– Sobreseemos cada año más de cien violaciones, Håkon. ¡Más de cien! ¿Y cuántas de estas han sido objeto de una mínima investigación?

– No muchas -murmuró el hombre, no sin cierto sentimiento de culpabilidad. Inconscientemente, reposó la vista en un pequeño montón de papeles. Eran tres sumarios de violación que esperaban el sello de sobreseimiento. Abultaban muy poco; prácticamente, cero pesquisas.

– ¿Cuántos homicidios sobreseemos cada año? -siguió preguntando, retóricamente.

– ¡No sobreseemos casi nunca los homicidios!

– ¡Precisamente! No «podía» matar a Kristine Håverstad. Lo habrían descubierto a las pocas horas y habríamos rondado por toda la ciudad como un enjambre de avispas. Este tío es listo. -Pegó con el puño en la mesa-. Condenadamente listo.

– Bueno, no ha sido tan jodidamente listo, al fin y al cabo. Dejó que Kristine viera su rostro.

– Sí, bueno, apenas diría yo. Mira qué retrato robot hemos conseguido. No es de los más sólidos que digamos.

Una oficial de la Fiscalía entró y le entregó a Håkon un proceso de encarcelamiento.

– Llegarán otros cinco del grupo de hurtos -dijo compadeciéndose y se esfumó.

– No obstante, hay un detalle que no encaja, que no me cuadra -dijo Håkon, reflexionando-. Si está en posesión del plan perfecto, ¿por qué no se ciñe a él? ¿No estaría tan cachondo como para «tener que pillar» aquella noche?

Claro que podía estarlo. Hanne y Håkon llegaron simultáneamente a la misma conclusión. El año anterior, una sucesión de violaciones castigó a Oslo y, también entonces, la mayor parte acaeció en el distrito de Homansbyen. Al final atraparon al culpable casi por casualidad. La explicación sobre cuál fue el motivo que empujó al criminal a cometer sus delitos se encendió como una luz para ambos.

– ¡Pastillas! -dijo Håkon, mirando asustado a su compañera-. ¡Esteroides anabolizantes!

– Buscamos a un cachas -afirmó Hanne, en un tono seco-. Cada vez hallamos más pistas. Y ahora mismo, como te pedí, quiero un papel azul para este tío. Cumple todos los requisitos para ser el sospechoso perfecto.

Golpeó con la yema de los dedos la carpeta con los dos informes y dejó el impreso azul encima de la mesa delante de su compañero. Él no lo tocó.

– Estás cansada -dijo.

– ¿Cansada? Sí, por supuesto que estoy cansada.

– Estás tan cansada que no puedes pensar con claridad.

– ¿Pensar con claridad? ¿Qué diablos quieres decir con eso?

Estaba agotada, de eso no había ninguna duda, todo el mundo lo estaba. Pero no iba a mejorar por el hecho de que Håkon fuera a retrasar aquella detención.

– Con esto no tenemos ni para empezar -afirmó, cruzando los brazos encima del pecho-. Y lo sabes muy bien.

Hanne no sabía muy bien qué pensar. Habían pasado muchos años desde la última vez que un jurista se negara a firmarle una orden de arresto. Nunca, en los cuatro años que llevaban trabajando juntos, Håkon se había negado. Su asombro era tan grande que tuvo que reprimir una creciente ira.

– ¿Quieres decir que…? -Se levantó y se apoyó en su escritorio de un modo amenazador-. ¿Me estás diciendo que no me vas a firmar un papel azul?

Él solo asintió.

– ¡Pero qué coño…! -Miró al techo, como si alguien de arriba pudiera ayudarla-. ¿Qué demonios quieres decir con esto?

– Quiero decir que esto no justifica de ningún modo una detención. Cita al tío según el procedimiento habitual, intenta conseguir algo más y luego hablamos del caso con vistas a una eventual encarcelación.

– ¿Encarcelación? ¡Santo Dios, si no estoy pidiendo una encarcelación! ¡Estoy solicitando un simple y sencillo papel azul para el caso de un loco que tal vez haya costado ya la vida a cuatro chicas!

Håkon no había visto nunca a Hanne tan enfadada. Aun así, siguió en sus trece, pues sabía que tenía razón. Dos soplos sobre un posible autor no eran un motivo razonable para poder sospechar de alguien, aunque trabajara en la UDI y, por consiguiente, tuviera libre acceso a toda la información que deseara sobre refugiados. La idea lo estremeció.

Sabía que no era suficiente y que, en el fondo, ella también lo sabía. Quizá por eso no dijo nada. Cogió el papel azul sin rellenar y los dos avisos, y dio un portazo al marcharse.

– ¡Cabrón! -masculló, ya en el pasillo.

Un tipo tristón estaba sentado en una silla incómoda, esperando su turno para algún interrogatorio. Se sintió aludido y, apurado, miró al suelo.

– Tú no -añadió la mujer, y siguió su camino.

Erik esperaba en el despacho con impaciencia. Deseaba enterarse de lo que estaba pasando, pero, en vez de eso, recibió una petición en un tono exageradamente educado de encontrar ya a Kristine Håverstad. La necesitaban de inmediato, no, hacía una hora. Salió corriendo.

Agarró el listín telefónico y encontró el teléfono de la Dirección General de Extranjería. Respiró hondo cinco veces para serenarse del todo y, a continuación, marcó el número.

– Cato Iversen, gracias -preguntó.

– Tiene horario de llamadas entre las diez y las dos, tendrá que volver a llamar entonces -contestó la voz seca y atonal.

– Llamo de la Policía, tengo que hablar con Iversen ahora.

– ¿Cuál era su nombre?

La mujer no se rendía tan fácilmente.

– Hanne Wilhelmsen, jefatura de Policía.

– Un momento.

Fue una presentación del todo insuficiente. Tras cuatro minutos de silencio total, sin siquiera una voz que le dijera «Manténgase a la espera, en breve le atenderemos», pulsó el botón de interrupción de llamadas y volvió a marcar el número.

– UDI, ¿en qué puedo servirle?

Era la misma mujer.

– Soy Hanne Wilhelmsen, de la Brigada Judicial, Grupo de Homicidios y Violaciones, Jefatura de Policía de Oslo. Tengo que hablar de inmediato con Cato Iversen.

La mujer se quedó perpleja. A los diez segundos, Cato Iversen respondió. Se presentó con su apellido.

– Buenos días -dijo Hanne, en un tono neutro o, al menos, lo más neutro de lo que fue capaz en ese momento-. Soy Hanne Wilhelmsen, de la Brigada Judicial, jefatura de Oslo.

– Muy bien -contestó el hombre.

Ella notó que no parecía nada preocupado. Se consoló pensando que estaba acostumbrado a hablar con la Policía.

– Me gustaría tomarle declaración con relación a un caso en el que trabajamos actualmente. Es urgente. ¿Puede venir?

– ¿Ahora? ¿Ahora mismo?

– Sí, cuanto antes.

Por la pausa que surgió, estaba claro que el hombre se lo estaba pensando.

– El caso es que me es del todo imposible, lo siento. Pero yo…

La mujer pudo escuchar el ruido de papeles; era más que probable que estuviera mirando su agenda.

– Puedo el lunes que viene.

– Eso no es posible, necesito hablar con usted ahora. No tardaremos nada -mintió descaradamente.

– ¿De qué se trata?

– Lo hablaremos cuando venga, le espero dentro de una hora.

– Pero qué está diciendo, eso es imposible. Voy a dar una conferencia en un seminario interno que tenemos ahora.

– Venga de inmediato -dijo en voz baja-. Diga que se encuentra mal, invéntese cualquier cosa. Puedo ir a buscarlo, claro está, pero tal vez prefiera venir por sus propios medios.

El hombre se mostraba ahora nervioso. «¿Y quién no lo estaría después de una conversación como esta?», pensó Hanne, que prefirió no darle demasiada importancia al hecho.

– Estaré allí dentro de media hora -dijo, finalmente-. Tal vez tarde algo más, pero iré.


Kristine no sabía qué hacer. Su padre salió como siempre a las ocho para acudir a su despacho, pero ya no estaba tan segura de que eso realmente era lo que había hecho. Para cerciorarse y confirmar su sospecha, llamó a la clínica dental y pidió hablar con él.

– Pero, Kristine, cariño -contestó la secretaria, mayor, aunque desenvuelta-. ¡Si tu padre está de vacaciones! ¿No lo sabías?

Ella hizo lo que pudo para convencer a la señora de que había sido todo un malentendido y colgó. No tenía ninguna duda de que su padre iba a cumplir su palabra. Estuvieron charlando la noche anterior durante más de una hora, más de lo que habían hablado en los últimos diez días juntos.

Lo peor de todo era que pensar en ello le resultaba liberador. Era grotesco, espeluznante, una auténtica locura. Esas cosas no se hacen, al menos no en Noruega. Sin embargo, pensar en que el hombre iba a morir la tranquilizaba. Sentía una especie de euforia, la posibilidad de obtener algún tipo de revancha y desagravio. Había destrozado dos vidas y no se merecía otra cosa. Sobre todo cuando la Policía no hacía nada para capturarlo; además, si lo detenían, le caería un año en una celda cojonuda con televisión y ofertas de ocio. No se lo merecía.

Merecía morir, y ella no merecía lo que él le había hecho. Era un ladrón y un asesino. Su padre no se merecía pasar por lo que estaba pasando. Cuando casi consiguió calmarse, casi satisfecha, notó que un escalofrío le recorría toda la espalda. Era simple y llanamente un perfecto despropósito. No se mata a la gente así, sin más, y si alguien lo tenía que hacer, debía ser ella misma.


Había pasado toda una eternidad desde que Billy T. trabajaba de investigador. Ahora llevaba más de cinco años en la Patrulla Desorden del Grupo de Estupefacientes. Era tanto tiempo que, con toda seguridad, acabaría como policía en vaqueros hasta hacerse demasiado viejo. Pero todavía circulaban historias sobre sus dotes de interrogador. No se ceñía para nada al manual, pero tenía un récord de confesiones abrumador. Hanne había insistido y él se había dejado convencer. Entonces se dio cuenta de que tal vez fuera una excusa para volver a estar con él. La noche anterior fue de lo más irreal; ahora que estaba de nuevo en un entorno protegido y con todos los mecanismos de defensa en alerta se daba cuenta. Aun así, sentía una intensa necesidad de verle, de hablar con él de cosas banales y corrientes, de historias de policías. Quería, sencillamente, asegurarse de que seguía siendo el mismo.

Desde luego que lo era. Se iba acercando a su despacho a golpe de bromas y gritos y ella lo oía venir desde lejos. Cuando la vio asomar la cabeza por la puerta para recibirlo, soltó una retahíla de piropos sin la menor alusión a lo que había ocurrido unas horas antes. Tampoco parecía tan cansado. Todo seguía como antes, o casi.

Cuando Hanne vio entrar a Cato Iversen, notó una fuerte punzada en el estómago. No se asemejaba del todo al retrato robot, pero respondía bastante bien a la descripción que hizo Kristine Håverstad de su agresor. Ancho de espaldas y rubio, con entradas profundas. No era especialmente alto, pero el cuerpo musculoso le concedía un aspecto macizo. Estaba bronceado, como tanta gente en aquellos días, casi todos, salvo los currantes de la Jefatura de Policía de Oslo.

Billy T. ocupaba con su presencia casi todo el despacho, así que, añadiendo a Cato Iversen y a Hanne, la habitación estaba a rebosar. Billy T. se posicionó de espaldas a la ventana, sentado sobre el alféizar. A contraluz, su silueta cobraba proporciones gigantescas de contornos afilados y sin rostro. Hanne ocupaba su puesto habitual.

Cato Iversen mostraba signos inequívocos de cierto nerviosismo, aunque dichas señales seguían sin significar ni una cosa ni otra. Tragaba saliva constantemente, se movía inquieto en la silla y puso al descubierto una curiosa e incesante manía de rascarse el dorso de la mano izquierda con la mano derecha.

– Como, sin duda, ya sabrá -empezó diciendo ella-, no acostumbramos a utilizar grabadoras durante la toma de declaración de los testigos.

Él lo desconocía.

– Pero ahora lo haremos -prosiguió, con una leve sonrisa, y apretó a la vez dos botones de una pequeña grabadora que había sobre el escritorio. A continuación, colocó el micrófono de modo que señalara un punto aleatorio del cuarto-. Comenzaremos con los datos personales -decidió la mujer.

Él se los proporcionó y ella, a cambio, le informó de que no estaba obligado a prestar declaración, pero que tenía que ser sincero en todo lo que dijera, en el caso de que accediera a hablar.

– ¿Tengo derecho a un abogado? -Se arrepintió en el momento de formular su pregunta e intentó retractarse con una sonrisa insustancial, un movimiento evasivo de cabeza y un carraspeo. Acto seguido, empezó a rascarse febrilmente una picadura de mosquito imaginaria en su mano izquierda.

– Abogado, Billy T. -dijo Hanne, dirigiéndose a la bestia sentada en el marco de la ventana-. ¿Necesita nuestro amigo un abogado?

Billy T. no dijo nada, solo sonrió, pero Iversen no pudo ver ese detalle, pues desde su posición, el hombre seguía siendo un perfil negro con el fondo azul cielo del exterior.

– No, no, no lo necesito. Era solo una pregunta.

– Es usted un testigo, Iversen -le aseguró Hanne, en un intento desproporcionado de tranquilizar al hombre-. ¿Para qué va a necesitar un abogado?

– Pero ¿de qué se trata?

– Todo a su debido tiempo.

Una sirena bajaba aullando por Åkebergveien, inmediatamente seguida de otra.

– Mucho trabajo con este tiempo -explicó Hanne-. ¿Dónde trabaja usted?

– En UDI. La Dirección General de Extranjería.

– ¿Cuál es su función allí?

– Soy lo que se llama un tramitador de expedientes, un funcionario del cuerpo técnico.

– Ajá. ¿Y qué hace un tramitador de expedientes?

– Me encargo de la tramitación de expedientes. -Era evidente que el tipo no había pretendido ser borde, porque tras una breve pausa añadió apresuradamente-: Recibo las solicitudes de permiso de residencia que la Policía ha ultimado. Nosotros somos la primera instancia a la hora de tomar una decisión y elaborar un primer dictamen.

– ¿Asuntos relacionados con refugiados?

– Entre otras cosas. Reagrupación familiar, estancias académicas. Trabajo solo con temas procedentes de Asia.

– ¿Le gusta su trabajo?

– ¿Si me gusta?

– Sí, ¿le parece un trabajo ameno?

– Ameno, bueno, lo que se llama ameno…

Reflexionó un instante.

– Supongo que es un trabajo como cualquier otro. Acabé la carrera de Derecho el año pasado y uno no siempre puede elegir. El trabajo está bien.

– ¿Y no da pena tener que echar a todos esos pobrecitos?

Se estaba quedando a cuadros. No esperaba que los policías tuvieran esa actitud.

– No, pena, no -murmuró-. Es el Congreso quien decide, solo llevamos a cabo lo que se aprueba allí dentro. Además, no todo el mundo es expulsado, ¿sabe?

– Pero sí la mayoría, ¿no?

– Bueno sí, tal vez la mayoría.

– ¿Qué opinión le merecen los extranjeros?

De pronto, se repuso del asombro.

– ¡Pero, bueno! -dijo, incorporándose en la silla-. Ya es hora de que me cuenten de qué va todo esto.

Los dos policías se miraron y Billy T. asintió débilmente con la cabeza. Iversen se percató del gesto.

– Estamos trabajando un caso de suma gravedad que nos trae de cabeza -le contó Hanne-. Las masacres de los sábados, ¿habrá leído algo en los periódicos?

En efecto, había leído cosas. Asintió y empezó a rascarse de nuevo.

– En cada escenario bañado en sangre hallamos una sucesión de números. Números NCE. El domingo encontramos un cuerpo que, posiblemente, es de origen asiático. Y ¿sabe qué? -Lo dijo incluso con cierto entusiasmo y sacó una hoja de la pila que tenía delante-. ¡Dos de esos NCE corresponden a expedientes que usted tiene actualmente sobre la mesa!

El nerviosismo del hombre iba en aumento. Hanne constató que estaba intranquilo.

– De hecho, somos muy pocos los que trabajamos con casos relacionados con Asia -dijo prontamente-. No hay nada de extraño en ello.

– Ah, ¿no?

– Quiero decir que le sorprendería la cantidad de casos que pasan por nuestras manos cada año. Centenares de tramitaciones para cada uno de nosotros. Puede que hasta miles -agregó enseguida, quizás en un intento de darle más fuerza al argumento.

– Entonces podrá sin duda ayudarme, gracias a la experiencia que atesora. ¿Cómo procesa realmente estos casos? Quiero decir, de un modo administrativo, ¿está todo informatizado?

– Sí, todo está guardado en soporte informático. Pero también tenemos archivos, ¿sabe? De papel, quiero decir, interrogatorios, cartas y tal.

– ¿Y en esos informes aparece toda la información acerca de cada uno de los refugiados o demandantes de asilo?

– Sí, bueno, al menos todo lo que necesitamos saber.

– ¿Cosas como con quienes llegaron al país, situación familiar, si conocen a alguien aquí, por qué llegaron precisamente a Noruega, todas esas cosas? ¿También salen esos datos en los archivos?

El hombre se removió de nuevo en la silla y parecía estar ponderando la respuesta.

– Sí, toda esa información está incluida en los interrogatorios policiales.

Hanne lo sabía perfectamente. Esa misma mañana, había estado repasando durante una hora los interrogatorios de las cuatro mujeres.

– ¿Son muchas las mujeres que llegan solas?

– Algunas. Otras se traen a la familia, y otras ya tienen a familiares viviendo aquí.

– Y algunas se esfuman, he oído.

– ¿Se esfuman?

– Sí, desaparecen del sistema sin que nadie conozca su paradero.

– Ah, vale, ese tipo de desaparición… Sí, ocurre.

– ¿Y qué hacen con esos casos?

– Nada.

Billy T. levantó su masa corpulenta del alféizar. Tenía el trasero congelado, tras permanecer sentado durante veinte minutos encima del desgastado aparato de aire acondicionado. Se movió lentamente rodeando a Hanne y se quedó de pie, apoyando el brazo en una estantería esmaltada y mirando al testigo.

– Ahora vamos a ir directos al grano, Iversen -dijo-. ¿Dónde suele estar usted los fines de semana?

El hombre no contestó. La picazón se hizo tangible.

– Basta ya con eso -ordenó Hanne, irritada.

Cato Iversen estaba al borde de un ataque de pánico, aunque no lo exteriorizaba. Los policías lo analizaban minuciosamente, pero seguían sin apreciar más que una ligera zozobra. Iversen ignoraba lo que tenía que decir, por lo cual optó por contar la verdad.

– Conduzco un tráiler -susurró.

Billy T. y Hanne se miraron con sendas sonrisas.

– Conduce un tráiler -repitió Hanne muy despacio.

– ¿Condujo el tráiler el sábado 29 de mayo? ¿Y el 30 de mayo?

«Al diablo con todo, lo habían pillado. Todo lo demás había sido solo una mera fachada.» A pesar del ataque directo de la mujer policía, siguió rascándose la mano enloquecidamente. Empezaba a dolerle, así que lo dejó.

– Quiero hablar con un abogado -exclamó de repente-. No diré nada más hasta haber hablado con un abogado.

– Pero, bueno, querido Iversen -dijo Billy T., suave como la seda, poniéndose en cuclillas delante de él-. Si no se le acusa de nada en absoluto.

– Pero soy sospechoso de algo -contestó Iversen, que tenía los ojos vidriosos-. Tengo derecho a un abogado.

Hanne se inclinó sobre su mesa y apagó la grabadora.

– Iversen, dejemos muy clara una cosa: lo interrogamos en su condición de testigo, es decir, que no es ni sospechoso ni inculpado. Ergo no tiene derecho a un abogado. Ergo puede irse cuando quiera de esta habitación y abandonar el edificio cuando le plazca. En caso de que, aun así, decida hablar primero con un abogado y luego charlar un poco más con nosotros, está en su derecho.

Cogió el teléfono y lo colocó delante del hombre, agarró el listín telefónico y lo soltó encima de la mesa al lado del aparato.

– Aquí tiene -dijo invitándolo a usarlos. Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de no dejar nada que él no pudiera ver, agarró unas cuantas carpetas y se llevó a Billy T. Se detuvo en la puerta-. Estaremos de vuelta dentro de diez minutos -dijo.


Tardaron algo más. Estaban sentados en la sala de emergencias, con sendos vasos del brebaje matutino elaborado por Hanne. El hielo se había derretido, el azúcar había caído al fondo de la jarra casi vacía y los taninos hacían que la bebida no fuera tan refrescante como unas horas atrás.

– Ahora ya lo rematas tú solita -dijo Billy T.-. La verdad es que no tuve que abrir mucho el pico.

– Bueno, con ese aspecto asustas a cualquiera, y eso basta para hacer cantar al más inocente y que confiese lo que sea -bromeó Hanne, y vació el vaso-. Además, no sé si lo podemos inculpar.

– De lo que no hay duda es de que si está temblando es por alguna razón -dijo Billy T.-. Y, además, estoy muerto de sueño. Y seguro que tú también -añadió, intentando cruzar su mirada con la de ella.

Hanne no contestó, solo levantó el vaso vacío en un brindis vacuo cuando él salió del cuarto. Entonces Erik entró como un remolino.

– La encontré -jadeó-. ¡De hecho, estaba caminando hacia aquí! Me topé con ella en la puerta. ¿Para qué la querías?

No necesitó más de hora y media para montar una rueda de reconocimiento. Fue sorprendente comprobar la cantidad de rubios de espaldas anchas y de poco pelo en el flequillo que pertenecían al cuerpo. Cinco de ellos se encontraban ahora colocados en fila junto a Cato Iversen en la sala de reconocimiento. Al otro lado del cristal separador se hallaba Kristine Håverstad, mordiéndose las uñas.

No había acudido a la jefatura para eso. Se topó con el oficial pecoso en el momento de entrar, tras haberlo meditado mucho tiempo. Estuvo a punto de cambiar de parecer cuando él apareció y, radiante de júbilo, se la llevó consigo. Afortunadamente, no tuvo que abrir la boca.

Hanne parecía mucho más cansada que la semana anterior. Los ojos estaban más apagados, la boca más tirante y los labios cortados. Hacía una semana, Kristine había reparado en su belleza, le parecía muy guapa. Sin embargo, ahora era una mujer normal y sin maquillar, con rasgos bellos. Tampoco mostró el mismo fervor desmesurado, aunque fue en todo momento amigable y atenta.

Los seis hombres entraron en fila india, como un grupo de ocas bien alimentadas. Cuando el primero alcanzó el extremo de la habitación, todos se giraron y fijaron la mirada ciega en el cristal. Kristine era consciente de que no podían verla.

No estaba allí. Todos se parecían un poco, pero ninguno de ellos era el hombre que se había abalanzado sobre ella. Notaba que las lágrimas intentaban brotar. Ojalá fuera uno de ellos, así estaría a salvo de su padre. Ella podría intentar rehacer su vida y no tendría que avisar a la Policía de que su propio padre planeaba matar. La vida se presentaría de una forma tan infinitamente distinta si fuera uno de ellos… Pero no era el caso.

– Tal vez el número dos -salió de sopetón de su boca.

¿Qué estaba haciendo? Para nada era el número dos. Pero si conseguía que la Policía retuviera a uno de ellos, podría ganar tiempo. Tiempo para pensar, para trabajarse a su padre. Solo un par de días, quizás; en cualquier caso, menos daba una piedra.

– ¿O el número tres?

Echó una mirada interrogante a Hanne, que seguía como una efigie mirando de frente.

– Sí -decidió finalmente-. El número dos o el tres, pero no estoy muy segura.

Hanne agradeció su colaboración, la acompañó hasta la salida y estaba tan decepcionada que se le olvidó preguntar a Kristine el motivo de su visita. Tampoco tenía mucha importancia. Kristine se colgó el bolso de su hombro enclenque y abandonó la jefatura con la conciencia tranquila por no haber delatado a su padre.

El número dos de la rueda era el apoderado Fredrik Andersen, de la Oficina de Ujieres, y el número tres era el oficial de primera Eirik Langbråtan, un tipo simpático que trabajaba en la Guardia de la Brigada Criminal. Cato Iversen, el número seis de la fila, recibió un apretón de manos, una disculpa no muy sincera y la autorización para marcharse.

Una vez en la calle Grønland y fuera del alcance de cualquiera que estuviese oteando desde la casa grande y arqueada, entró en Lompa y pidió dos pintas de cerveza. Se sentó a una mesa en la esquina más recóndita del local y se encendió un cigarrillo con las manos temblorosas.

La madrugada del 30 de mayo había viajado en el transbordador que navegaba desde Dinamarca hasta Noruega con una carga de alcohol de contrabando escondida en el tráiler. Jamás volvería a hacerlo.


Había malgastado un día entero en la pista falsa; era, cuando menos, desesperante. Pero eso no iba a obsesionarle.

El inspector Hans Olav Kaldbakken entró en el despacho de Hanne para recibir su briefing cotidiano. No tenía muy buen aspecto. Se sentó en la silla con movimientos lentos y rígidos y se encendió un pitillo. El vigésimo del día, y todavía no eran ni las tres y media.

– ¿Qué, avanzamos algo, Wilhelmsen? -preguntó, ronco-. ¿Tenemos algo más sólido que ese… Cato Iversen? Porque ese no tiene nada que ver, ¿verdad?

– No, no es él -dijo Hanne, masajeándose las sienes.

Había sido un fiasco, y ya desde un principio pendía de un hilo. Iversen estaba casi seguro metido en chanchullos, pero tendrían tiempo más adelante de darle caza. Estaba convencida de que Kristine, en cuanto viera a su agresor, lo reconocería. No acababa de entender el motivo que llevó a la joven a señalar a dos personas que obviamente no le habían hecho nada. Tal vez fuera un fuerte deseo inconsciente de darles algo. Era un hecho llamativo, pero ya tendría tiempo de pensar en ello.

– Nos acercamos al sábado -dijo Kaldbakken, apesadumbrado-. Nos acercamos peligrosamente al sábado.

Hablaba con un dialecto curioso; además se tragaba las palabras antes de acabar de pronunciarlas. Pero Hanne había tenido el mismo jefe durante muchos años, así que entendía sin problemas lo que decía.

– Es cierto, Kaldbakken. Nos acercamos al sábado.

– ¿Sabes? -le dijo él, inclinándose hacia ella en un ataque inaudito de confidencialidad-, lo que más odio son las violaciones. Sencillamente, no puedo con eso, y he sido policía durante treinta años. -Se distrajo por un momento pero enseguida recuperó el hilo-. Treinta y tres años, para ser exacto. Empecé en 1960, lo cual no significa que sea un hombre mayor. -Sonrió con el ceño fruncido y tosió con fuerza-. 1960. Qué tiempos aquellos, era estupendo ser policía en aquella época, y nos pagaban bien, más que a los obreros industriales, bastante más. La gente nos respetaba en aquellos años. Gerhardsen era todavía primer ministro y la gente navegaba con el mismo rumbo.

El humo formaba densas capas en la habitación. El hombre liaba sus cigarrillos y escupía tabaco entre murmullos apagados.

– En aquel entonces teníamos dos o tres violaciones al año, menudo revuelo. Pero siempre pillábamos al hijo de puta. La mayoría de los que trabajaban aquí eran hombres. Las violaciones era lo que más odiábamos, todos, y no nos rendíamos hasta cogerlos.

Aquello era nuevo para Hanne. Había trabajado con el inspector Kaldbakken durante siete años y nunca habían hablado de algo que fuera más íntimo que una gastroenteritis. Por alguna razón, le pareció una mala señal.

Kaldbakken respiraba con dificultad y ella oía ruidos de gorgoteo en sus extenuados bronquios.

– Pero, por lo general, ha sido estupendo estar en la Policía -dijo, con la mirada soñadora y perdida en la habitación-. Cuando te acuestas por la noche, sabes que eres uno de los chicos buenos. Y de las chicas buenas -añadió, con una sonrisa prudente-. Da sentido a la vida, al menos hasta ahora. Después de esta primavera, ya no sé qué pensar.

Hanne lo comprendía muy bien; era cierto, aquel era un año horroroso, para olvidar. En su caso, le iban relativamente bien las cosas. Tenía treinta y cuatro años; apenas era una recién nacida cuando Kaldbakken, muy tieso, con su uniforme tan bien planchado, patrullaba las calles tranquilas de Oslo. A ella le quedaba un buen trecho del camino por recorrer; a Kaldbakken no. Empezó a cavilar sobre la edad de su jefe. Aparentaba tener más de sesenta…, pero no, debía de ser más joven.

– No tengo fuerzas para más, Hanne -farfulló.

Le asustaba que la llamara por su nombre de pila. Hasta la fecha, para él no había sido más que Wilhelmsen.

– Eso son tonterías, Kaldbakken… -intentó replicar, pero se calló cuando él la paró con un movimiento de mano.

– Sé cuando ha llegado la hora de dejarlo. Yo…

Un tremendo y terrible ataque de tos se apoderó de él; duró mucho, de un modo inquietante, mucho. Finalmente, Hanne se levantó con timidez y puso la mano sobre su hombro.

– ¿Puedo ayudarlo? ¿Quiere un vaso de agua o algo?

Cuando él se echó hacia atrás en la silla, jadeando en busca de aire, se asustó seriamente. La cara de su jefe era de color gris pálido y estaba empapada de sudor. Se tumbó a un lado jadeando y cayó al suelo como un saco. Al caer, crujió de un modo repulsivo.

Hanne pasó por encima del cuerpo encogido, logró volcarlo de espaldas y pidió auxilio.

A los dos segundos nadie había respondido a su llamada, así que abrió la puerta de una patada y gritó de nuevo.

– ¡Que alguien llame a una ambulancia, leches! ¡Llamad a un médico!

Acto seguido, intentó reanimar a su viejo y consumido jefe practicándole el boca a boca. Dos respiraciones y a continuación un masaje cardiaco. Dos respiraciones y otro masaje cardiaco. La caja torácica del hombre crujía; se había roto un par de costillas.

Erik se presentó en la puerta, desconcertado y más rojo que nunca.

– ¡Masaje cardiaco! -le ordenó, mientras ella se concentró en la respiración.

El jovencito apretó y apretó, mientras que Hanne soplaba y soplaba. Pero cuando a los nueve minutos los de la ambulancia llegaron, el inspector Hans Olav Kaldbakken había muerto. Solo tenía cincuenta y seis años.


Sentada en una habitación desapacible e inhóspita, en un hotelito de Lillehammer, se encontraba la pequeña mujer iraní, vecina de Kristine, completamente desolada. Estaba sola, lejísimos de su casa y no tenía a nadie a quien pedir consejo. Eligió Lillehammer al azar. Estaba lejos, pero el tren hasta allí no era demasiado caro, además había oído hablar del Maihaugen, el mayor museo de Noruega, que albergaba exposiciones tanto dentro de su recinto como al aire libre.

Debería haber hablado con la Policía. Por otro lado, no se podía fiar de ellos, lo sabía por su propia y penosa experiencia. Sin embargo, la joven policía, con la que apenas había intercambiado unas palabras el pasado lunes, le había inspirado confianza. Pero qué sabía ella, una mujer insignificante de Irán, sobre en quién confiar.

Sacó el Corán y se quedó sentada, hojeando el libro. Leyó diversos fragmentos de aquí y de allá, pero no encontró nada que la reconfortara o la guiara. Al cabo de dos horas, cayó rendida de sueño y despertó al notar que no había probado bocado desde hacía dos días.

Como era de esperar, el jefe estaba de un humor de perros. Ella se disculpó, prometiendo que le iba a entregar pronto la baja médica. Sabe Dios de dónde la iba a sacar, de Urgencias, tal vez. En el centro de asistencia a las víctimas de agresiones sexuales se portaron muy bien con ella cuando acudió el domingo pasado a realizar la prueba más humillante del mundo. Sin embargo, se resistía a volver para pedirles una baja. Ya se encargaría de ese problema más adelante. Su jefe, visiblemente enfadado, soltó algunas frases de descontento sobre la juventud de hoy en día. Ella no tenía ganas de entrar al trapo, nunca antes había estado de baja.

– ¡Kristine!

Uno de los fijos del lugar, radiante de alegría, la atrapó al vuelo. Tenía la increíble edad de ochenta y un años. Incomprensiblemente seguía vivo, teniendo en cuenta que había sido soldado en un buque de guerra durante cinco años y alcohólico los siguientes cincuenta. Pero se mantenía a flote como una protesta tozuda ante la falta de reconocimiento que habían padecido él y sus compañeros fallecidos hacía ya mucho tiempo.

– ¡Kristine, mi niña!

Al cabo de un cuarto de hora, consiguió liberarse. No eligió la hora de visita de forma casual. Correspondía al cambio de turno; así que logró entrar a hurtadillas, sin que nadie la viera, en el almacén donde se guardaba el botiquín. Estuvo dudando un instante sobre si cerrar la puerta con llave. Pero se dio cuenta de que sería más difícil justificar una puerta cerrada con llave que una puerta abierta. Pese a que no debía permanecer en ese cuarto, siempre podría inventarse cualquier excusa plausible. Encontró las llaves del botiquín. Hacían demasiado ruido, así que oprimió el llavero y aguantó la respiración. Qué tontería, con el follón que provenía del pasillo era poco probable que alguien la oyera, y tampoco iba a tardar mucho.

Las cajas grandes de Nozinan estaban justo delante de sus narices. De repente le entró la duda de si elegir inyectables o comprimidos. Sin pensárselo más, optó por los primeros. No necesitaba jeringuilla, tenía en casa. Cerró el armario con premura y se deslizó hacia la puerta. Mantuvo la respiración durante treinta segundos, metió la medicina en el bolsillo y salió tranquilamente por la puerta. En el pasillo deambulaban solo dos clientes y estaban tan ebrios que apenas sabían qué día era.

A la hora de marcharse, tuvo que volver a apaciguar a su jefe y asegurarle que le iba a llegar una notificación de baja y que «sí, claro, estaré pronto de vuelta al trabajo, dentro de unos días». La dejó ir, no sin soltarle un comentario sarcástico que ella ignoró sutilmente.

Todo había salido bien, el siguiente paso era más complicado.

No tuvo la sensación de haber estado ausente tanto tiempo. Algunos saludaron con un movimiento de cabeza y una sonrisa por encima de los libros; otros la observaron con la mirada vacía antes de sepultarse de nuevo en sus lecturas; finalmente, vio a Terje. Estaba sentado en la sala de descanso junto con otros cinco compañeros, que ella conocía bien. Le dieron un recibimiento más cálido, en especial Terje. Era cuatro años menor que ella; estudiante de primer año. Se había pegado a ella como una lapa desde el inicio del semestre. Había declarado su profundo amor de mil y una formas y no acababa de aceptar de la diferencia de edad o el hecho de que medía ocho centímetros menos que ella. Era todo un caballero y, de algún modo, ella apreciaba cierto placer en su cortejo.

«El ganador tenaz» era su réplica favorita para protegerse de sus rechazos cada vez que ella, un poco irritada, se había hartado y había intentado explicarle que perdía el tiempo.

Se sentó en una silla vacía.

– ¡Ostras, no tienes muy buena pinta! -comentó uno de los compañeros de estudios-. ¡Veo que has estado bastante enferma!

– Estoy mejor -dijo, y sonrió.

Los demás no parecían muy convencidos.

– Hasta tengo ganas de celebrar que estoy vivita y coleando. Unas copas por el centro mañana, ¿alguien se apunta?

Todos se apuntaron, sobre todo Terje. De eso se trataba.


Iba a tener lugar el miércoles, el mejor día. El viernes se arriesgaba a cualquier cosa. Al tipo se le podía ocurrir organizar un fin de semana en la campiña o montar una fiesta en casa. Además, la gente se acostaba muy tarde los viernes. Necesitaba tranquilidad; tenía que hacerse el miércoles por la noche. Podía esperar al jueves, pero no se sentía con fuerzas; mejor el miércoles.

Además existía otra razón. Le había dicho a su hija que lo haría el jueves; así le ahorraría la espera. El jueves la despertaría para anunciarle que todo había acabado.

El armario estaba cerrado con llave, conforme al reglamento. Aunque ya no era necesario, ahora que Kristine era adulta y no tocaba sus cosas. Apenas había cruzado el umbral de su puerta desde que estuvo en el instituto.

Tres uniformes de reservista colgaban, impecables, uno al lado del otro. Tres estrellas en las hombreras: era capitán. Incluso el uniforme de campo estaba primorosamente planchado. En el suelo, debajo de los trajes, guardaba dos pares de botas. Olía a betún de zapato y a bolas de naftalina.

Al fondo del ropero, detrás de los uniformes y del calzado, yacía una cajita de acero. Se puso en cuclillas, la sacó, la puso encima de la mesita de noche, se sentó en la cama y abrió la caja. La pistola de servicio era de fabricación austriaca, una Glock, y le sobraba munición de calibre nueve milímetros. No podía tocar la de la reserva, pero guardaba dos cajas de cartuchos del último ejercicio de tiro al blanco. Se podía decir que se trataba de un robo en toda regla, pero los mandos miraban para otro lado. Era muy fácil esconder un par de cajas de munición debajo del asiento del coche.

Desarmó la pistola lentamente por la falta de costumbre, la engrasó y la lubricó y, a continuación, la secó esmeradamente con un trapo y la dejó a su lado encima de la cama, envuelta. Sacó cinco balas de una de las cajas y dejó el resto en la caja de acero, la cerró con llave, la escondió en el fondo del armario que también cerró con llave.

Meditó un instante sobre dónde guardar el arma de fuego mientras tanto. Finalmente, se inclinó por esconderla debajo de la cama, sin más. La mujer de la limpieza no iba a venir hasta el viernes y, para entonces, el arma estaría de vuelta en su sitio.

Se quitó la ropa y entró en el baño situado pared con pared con su dormitorio. Tardó en llenar la bañera, así que se puso el albornoz y fue al salón a prepararse una copa bien cargada; todavía era pronto. Cuando volvió, la espuma llegaba casi hasta el borde de la bañera. El agua rebosó cuando se sumergió poco a poco en el líquido hirviendo.

Hasta el día anterior no había caído en la cuenta de que lo que iba a hacer era algo punible, por decirlo con suavidad. La idea lo alcanzó como un dardo, pero solo durante un breve instante, porque inmediatamente después reprimió dicho pensamiento. No importaba. Sin embargo, en ese momento dejó que el pensamiento de que estaba a punto de convertirse en un delincuente ahondara más profundamente.

Nunca, ni una sola vez, se le había pasado por la cabeza acudir a la Policía con lo que sabía. De hecho, estaba escandalizado al comprobar que no habían actuado como él, es decir, que no se habían dedicado a investigar el caso. Lo cierto es que había resultado alarmantemente sencillo, le llevó solo un par de días recabar lo que necesitaba. ¿A qué se dedicaba la Policía? ¿No hacían nada? Dijeron que habían obtenido huellas y restos de semen y que todo estaba siendo analizado. Pero ¿qué iban a hacer con esas pruebas si carecían de índice analítico para poder llevar a cabo comparaciones? Cuando le hizo la misma pregunta a aquella policía, ella se limitó a alzar los hombros descorazonadamente y no contestó.

Estaba claro que la Policía se pondría manos a la obra si él acudía a hablar con ellos, de eso no tenía ninguna duda. Probablemente, arrestarían al hombre y lo someterían a un montón de pruebas. Luego estarían en disposición de poder probar que fue él y lo encarcelarían, durante un año o un año y medio, y se libraría de una tercera parte de la condena por buena conducta. Aquel tipo tal vez podía volver a estar en la calle después de menos de un año de estar entre rejas. ¡Menos de doce meses por haber destruido a su hija! ¡Por haberla maltratado, humillado y violado!

No podía acudir a la Policía. Ya podían seguir ajetreados y agobiados con lo suyo, lo cual era más que suficiente, a tenor de lo que escribían los periódicos.

Claro que podía intentar buscar alguna salida, buscarse alguna coartada. Pero no creía mucho en esas cosas, además no le interesaba hacerlo.

No estaba preocupado en absoluto de cómo salir indemne del asesinato premeditado del hombre que violó a su hija. Quería asegurarse de acometer su plan en paz. Luego pasaría unas horas con Kristine antes de entregarse a la Policía y contarles lo que había hecho. Nadie lo condenaría por eso. Evidentemente, los tribunales le castigarían, pero nadie lo condenaría de verdad. Él no se juzgaría nunca y tampoco lo harían sus amigos. Y lo cierto es que le importaba un bledo lo que pudieran decir los demás. Matar a aquel tipo era algo justo y necesario.


El hombre cuyo asesinato estaba planeando Finn Håverstad en su bañera había cambiado de opinión. El día anterior estuvo obstinado con la idea, decidido a llevarla a cabo. Ahora quería saltarse un sábado. Qué diantre, habían descubierto el cadáver en aquel jardín abandonado. Estaba seguro de que la casa había estado deshabitada durante varios años. Tal vez por eso se descuidó a la hora de cavar y no reparar en la poca profundidad; además, tuvo demasiada prisa en terminar el trabajo. Al diablo. Qué sensación salir en los periódicos. Quizá fuera eso lo que lo había cegado. Tras reflexionar sobre el asunto, se dio cuenta de que las cosas empezaban a tomar un cariz peligroso.

Por una ironía del destino, sujetaba una copa del mismo whisky que el dentista Håverstad había dejado en el borde de la bañera. Se lo bebió todo de un sorbo y se sirvió otro.

Podía saltarse fácilmente un sábado; no le gustada nada la idea, pero era necesario, sin duda. Rompía su patrón. Lo que más gracia le hacía, lo que había traído de cabeza a la Policía y lo que más le gustaba era lo de la sangre: llamaba mucho la atención. Si no hubiese sido por eso, no habría atraído la atención de nadie. ¡Además, sangre de cerdo! ¡Envolviendo a musulmanes!

Al aparecer el cuerpo, todo se había complicado. Era obvio que a partir de ese momento iban echar mano de más recursos. No contaba con eso. «Vaya mierda, ¿por qué diablos habían encontrado aquel cadáver?».


La mujer estaba hinchada como un globo, completamente redonda. Era desconfiada por naturaleza. Tras cuarenta años como posadera, era mejor que nadie tratara de engañarla. Que no le vinieran con eso de que iban a celebrar los Juegos Olímpicos cuando llegara el invierno.

– Para entonces, ya se habrán largado esos extranjeros -masculló para sí, mientras untaba gruesas rebanadas de pan con medio gramo de mantequilla, estirándolo al máximo.

Cuanto más gruesas cortaba las rebanadas, más se saciaban los clientes. Así ahorraba en fiambres, quesos y demás alimentos. El pan era más barato que todas esas cosas que lo acompañaban: la aritmética era bien sencilla. En tan solo una cena, podía ahorrar hasta sesenta o setenta coronas, según había calculado con incontenible gozo. A la larga, si se prestaba atención a esos detalles, se ganaba dinero.

– Nos desharemos de esos forasteros para los Juegos Olímpicos, sí, pero con los refugiados es bastante más difícil -seguía diciendo, enfurruñada, sin más espectador que un enorme gato que se había subido a la encimera-. ¡Psss, psss! ¡Baja de ahí!

Un par de pelillos de gato cayeron sobre una de las rebanadas; ella los retiró con sus dedos pequeños y rollizos.

En ese momento tomó una decisión.

Se limpió los dedos en el amplio y sucio delantal, y descolgó el auricular del viejo teléfono negro de disco. Los dedos eran tan gordos que no entraban bien en los agujeros de la esfera, pero consiguió marcar el número de la Policía. Lo tenía pegado con celo junto al aparato, por si acaso.

– ¿Hola? ¡Soy la señora Brøttum, del hotel! ¡Quería denunciar a un inmigrante ilegal!

La señora Brøttum fue atendida por una mujer muy paciente que le aseguró que iban a investigar el caso. Tras haber escuchado durante diez minutos todas las quejas y lamentaciones sobre los musulmanes que inundaban el país, en especial en Lillehammer, la policía, visiblemente cansada, consiguió finalizar la conversación.

– Otra vez la señora Brøttum -suspiró, dirigiéndose a un compañero sentado a su lado, en la central de operaciones de la comisaría de Lillehammer. Tiró la anotación a la papelera.

A no demasiada distancia de la comisaría, dos policías de uniforme estaban disfrutando de su pausa para comer, aunque fuera algo tardía. Devoraban tres salchichas vienesas y una ración grande de patatas fritas cada uno. Estaban sentados encima de un banco fijo de hormigón y miraban de reojo a una mujer guapa y atractiva. Vestía ropa pasada de moda y estaba sentada junto a la carretera, que aquel día soportaba un tráfico denso. Comía lo mismo que ellos, aunque menos cantidad y no tan rápido.

– Te apuesto a que esta no es noruega -dijo uno de los agentes, con la boca llena de comida-. ¡Mira la ropa que lleva!

– Tiene el pelo muy claro -contestó el otro, limpiándose la boca con el dorso de la mano-. El pelo es demasiado claro.

– Puede que sea turca -insistió el primero-. O yugoslava. ¡Pueden llegar a ser casi rubias!

– Esa tía no es extranjera.

Ninguno de los dos daba su brazo a torcer.

– ¿Apostamos? -retó a su compañero-. Tres vienesas y una de patatas fritas.

El otro se lo pensó un rato, estudiando la diminuta silueta con los ojos entreabiertos. Ella se percató de que la estaban observando, porque se levantó bruscamente y se acercó a paso ligero a la papelera, con los restos de comida.

– Vale.

Aceptó la apuesta. Ambos se levantaron y se encaminaron hacia la mujer, que estaba muerta de miedo.

– Creo que vas a tener razón, Ulf -dijo el escéptico-: nos tiene miedo.

– ¡Oiga! -interpeló el vencedor-. ¡Deténgase un instante!

La mujer con la ropa exótica se detuvo de golpe y los miró atemorizada.

– ¿No es usted de aquí, verdad?

Se dirigió a ella con cierta amabilidad.

– No, yo no aquí.

– ¿De dónde es usted?

– Yo soy de Irán, refugiada.

– No me diga. ¿Lleva usted documentación encima?

– No papeles aquí, pero donde vivo.

– ¿Y dónde está eso?

Naturalmente, se había olvidado del nombre, además no habría podido pronunciar Gudbrandsdalen Gjestgiveri aunque hubiera dispuesto de todo el tiempo del mundo. A cambio, señaló con el dedo un lugar indeterminado en dirección a la carretera que subía por una cuesta.

– Allí arriba.

– Allá arriba, sí -repitió uno de los agentes, mirando a su compañero-. Me parece que va a tener que acompañarnos, así podremos verificar todo esto.

No advirtieron que la mujer tenía lágrimas en los ojos y que estaba temblando. En realidad, apenas se fijaron en su actitud.

Cuando la pequeña iraní no apareció a la hora de la cena en la posada Gudbrandsdalen Gjestgiveri, la señora Brøttum llegó a la conclusión de que habían tomado en serio su denuncia. Canturreando, se permitió el lujo de invitar a sus clientes a un trozo extra de pepino en las rodajas con paté. Se sentía inmensamente complacida.

Por su parte, en una celda de la comisaría de Lillehammer, la mujer iraní esperaba a que comprobaran su identidad. Lo peor era que justo la habían traído en pleno cambio de turno. Los dos que habían apostado sobre su nacionalidad tenían prisa por volver a casa con sus mujeres e hijos, así que pidieron a sus relevos que redactaran un informe, cosa que sus compañeros prometieron sobre su fe y su honor.

Sin embargo, como cabía esperar, lo olvidaron. Así que la mujer se quedó allí, sin que nadie supiera dónde estaba.

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