Miércoles, 9 de junio

Caían chuzos de punta, por no decir palos y troncos. Era como si todo lo que la naturaleza había retenido durante dos meses tuviera que salir de golpe. El agua chasqueaba contra la tierra seca, que no estaba en condiciones de absorber tal cantidad de líquido de una vez. Aquello provocó que el agua buscara atajos hacia el mar utilizando las calles como cauces de un río. La calle Åkebergveien se parecía al río Aker en pleno desbordamiento primaveral. El agua corría impetuosamente, y tres agentes de circulación ataviados con impermeables y botas de agua se preguntaban lo que tardaría el agua en llevarse por delante los coches aparcados. Oslo era un auténtico caos.

Incluso los agricultores y granjeros, que durante el largo periodo de sequía, con su habitual pesimismo, habían predicho la peor cosecha de la historia, tal y como hacían cada año, ya fuera porque lloviera demasiado, ya fuera porque no lo hacía lo suficiente, porque había poco sol o demasiado, opinaban que ya estaba bien de tanta agua. La propia cosecha estaba ahora en peligro; aquello se iba pareciendo cada vez más a una catástrofe natural.

Los niños eran los únicos que se lo estaban pasando en grande. Tras tantos días de calor, ni siquiera un diluvio inesperado podía cambiar el hecho de que las temperaturas estivales habían llegado para quedarse durante un buen tiempo. El termómetro seguía marcando dieciocho grados. Los críos chillaban de alegría y salían corriendo bajo la lluvia en bañador, bajo las airadas e infructuosas protestas de sus madres. Era el aguacero más caluroso, más violento y más divertido que nadie podía recordar.

«Son los ángeles, que lloran por Kaldbakken», pensó Hanne, mirando por la ventana.

Era como estar sentado en un coche en el interior de un túnel de lavado. La lluvia azotaba la ventana con tanta fuerza que el contorno de las cosas en el exterior se fue borrando, hasta convertirse en una niebla clara y gris. Apoyó la frente contra el frío cristal y el vaho formó una rosa en el vidrio a la altura de la boca.

La megafonía ordenó a todos que se reunieran en la sala de juntas. Ella miró el reloj, a las ocho comenzaba el acto solemne en memoria del fallecido. Odiaba esas cosas, pero acudió.

El jefe de sección tenía un aspecto más tétrico de lo habitual, lo que, por otro lado, era comprensible. Se había puesto un traje para la ocasión y las perneras estaban mojadas. Aquello le daba el tono triste idóneo para la ocasión. El vapor se hacía notar en la sala, que carecía de ventilación. Nadie estaba seco, todo el mundo tenía calor y la mayoría de la gente se sentía realmente apenada.

No se podía decir de Kaldbakken que fuera un hombre popular, era demasiado introvertido y callado para eso. Malhumorado, dirían algunos. Pero había sido recto y ecuánime en todos estos años. Era más de lo que se podía decir de muchos de los dirigentes que trabajaban en la casa. Así que cuando algunos secaron sus lágrimas durante el discurso conmemorativo del jefe de sección, no fue solo por apariencia.

Hanne no lloró, pero estaba afligida. Habían trabajado bien juntos. Tenían una visión bien distinta sobre casi todo lo que se movía fuera del ámbito laboral, pero, por lo general, se ponían rápidamente de acuerdo en el trabajo. Además, sabían a qué atenerse: más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. No tenía la menor idea de quién iba a ocupar el puesto de inspector. En el peor de los casos, vendría alguien de otra sección, pero tardarían todavía varios días hasta encontrar un interino. Primero debían enterrarlo; luego ya habría tiempo de que su sustituto entrara a ocupar aquel despacho impregnado de tabaco.

El jefe de sección había concluido. Un silencio aplastante se abatió sobre la audiencia. Algunas sillas chirriaban, pero nadie se levantó. No sabían muy bien si habían llegado al final de la ceremonia o si aquel silencio respondía solo a una pausa.

– Bien, the show must go on -dijo el jefe de sección, salvándolos a todos.

La sala se vació en menos de un minuto.

Hanne se había propuesto encontrar a la mujer iraní de la primera planta. Había desaparecido sin dejar el menor rastro, lo cual era preocupante. En el fondo, temía que la mujer yaciera ya unos metros bajo tierra con el cuello seccionado. El tipejo de los sábados podía haber cambiado sus hábitos. En cualquier caso, tenían que localizarla. Se sentía molesta consigo misma por no haberle prestado la atención requerida cuando la vio por primera vez. No le había parecido tan importante en aquel momento, y tenía tanto trabajo encima…

Por otro lado, ya sabían que la mujer del jardín, la que había encontrado aquel niño, había sido violada. Hanne trató de repasar los resultados de los análisis del laboratorio forense. Aún no habían realizado el de ADN (tardaban una eternidad), pero había quedado demostrada la presencia de semen tanto en el recto como en la vagina.

Sin embargo, fuera como fuera, lo primero de todo era encontrar a aquella mujer. Le pidió a Erik que se encargara de las formalidades para elaborar un aviso de búsqueda.

– Para todo el sur de Noruega -ordenó-. No, que sea para todo el país.

Quería dedicar unas cuantas horas a ese asunto. Habían decidido retomar y profundizar en los interrogatorios a todos los vecinos. Por la cuenta que les traía. Cuatro agentes iban a consagrar todo el día a ese caso, y ella misma tenía una montaña de papeles esperándola en el despacho.

Al otro lado de la ventana, la foto de aquel día seguía siendo gris y mojada.


Kristine ignoraba si iba a ser capaz de quitarle la vida a alguien que durmiera. Aunque lo esperaba con cierta expectación, como un acto de redención, habría preferido contar con un arma más eficiente que un cuchillo. Un arma de fuego habría sido lo más indicado. Así podría jugar con él, dominarlo, ponerlo en la misma situación que ella había sufrido. Sería lo mejor, lo más justo. Aquel tipo podría encomendarse a Dios para no morir, y ella se tomaría todo el tiempo del mundo. Quizá lo obligara a desnudarse, a quedarse de pie, completamente indefenso y desnudo, mientras que ella estaría vestida y armada.

Sabía que su padre guardaba un arma en el dormitorio, pero no entendía nada de armas de fuego. Lo que sí sabía era el punto exacto donde debía clavar un cuchillo para que resultara mortal. Pero necesitaba tiempo, debía estar dormido por completo. Las personas suelen dormir profundamente entre las tres y las cuatro de la mañana. Entonces es cuando debía actuar.

Lo mataría cuando estuviera dormido, aunque esa no había sido su primera opción.


La mujer iraní llevaba catorce horas de prisión preventiva en Lillehammer. Había comido, como todos los demás encarcelados. No recibió nada más. No realizó ninguna llamada, ni siquiera hablaba. Así era como debían de ser las cosas.

No pegó ojo en toda la noche. Se oían ruidos y había demasiada luz; además, estaba aterrorizada. Era la tercera vez que visitaba una celda; aquella estaba bastante más limpia que las dos anteriores, en las que ni siquiera le habían dado de comer, pero la incertidumbre y la ansiedad eran idénticas.

Se acurrucó en una esquina del calabozo, encogió las piernas hasta poner las rodillas debajo de la barbilla y permaneció en silencio total durante varias horas.


– Ha desaparecido sin dejar ni rastro, nadie sabe nada de ella. Por lo visto, no ha estado en su casa desde el lunes. Suele ser discreta y silenciosa, así que los vecinos no lo pueden aseverar. Al parecer nunca se oyen ruidos provenientes de ese piso.

Ver a Erik era como observar a un zorro rojo ahogado. Se había formado a su alrededor un pequeño charco que iba creciendo por momentos. Se inclinó hacia delante y sacudió la cabeza con violencia.

– ¡Oye, no hace falta que me empapes! -protestó Hanne.

– Tendrías que ver la que está cayendo -dijo él, extasiado-. ¡Es impresionante! ¡Está diluviando, cayendo a raudales, y en algunos sitios el agua llega hasta aquí! -Se golpeó la rodilla con la mano abierta y su rostro se iluminó-. ¡Es prácticamente imposible moverse en coche! ¡El motor se ahoga!

No era necesario que se lo contara. Tenía la impresión de que el agua iba a alcanzar su ventana, en la tercera planta. Hacía más de una hora que los agentes de circulación en Åkebergveien habían tenido que rendirse; la calle estaba cortada. De hecho, el personal de la jefatura ya no soltaba chistes graciosos y exaltados acerca de la tromba de agua y del prodigioso caudal de agua que caía; habían empezado a preocuparse de verdad. El caos circulatorio ya no era tan solo irritante. Una ambulancia intentó pasar por encima de una charca en plena calle de Thorvald Meyer, y allí se quedó tirada con una avería insalvable al ahogársele el motor. Estaban tan cerca de Urgencias que no pasó nada grave; solo que la paciente se caló hasta los huesos cuando los enfermeros tuvieron que llevarla en camilla, vadeando los doscientos metros hasta conseguir ayuda médica para la anciana, que se había fracturado la cadera. Pero podían suceder cosas peores. No se temían especialmente los incendios, pero asustaba pensar que las infraestructuras de la ciudad estaban al borde del colapso. La red telefónica se colapsó en dos distritos al inundarse una centralita de teléfonos. Un generador estaba a punto de fallar en el hospital de Ullevål.

– ¿Qué dicen los meteorólogos de todo esto?

– No lo sé -contestó Erik, asomándose a la ventana para contemplar el espectáculo del exterior-. Pero te puedo decir que no tiene pinta de parar hasta dentro de un buen rato.

El jefe de sección entró justo cuando Erik salía. Había colgado la chaqueta, pero se le veía que no estaba del todo cómodo con su pantalón de vestir, comprado sin duda con algunos kilos menos. Sujetó los tirantes antes de sentarse.

– No lo conseguiremos antes del sábado, ¿verdad?

Lo dijo más por constatar un hecho que por formular una pregunta. Así pues, ella no se molestó en contestar.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó, esta vez para conseguir una respuesta.

– He mandado a cuatro hombres al edificio donde vive Kristine Håverstad. Van a interrogar de nuevo a todos los vecinos, más a fondo.

Se quedó observando con cierto fastidio la mancha húmeda dejada por Erik.

– Ha sido una metedura de pata penosa. Tenía que haber sido más rigurosa la primera vez.

Llevaba razón. Pero el jefe de sección era perfectamente consciente de por qué no lo había sido. Se rascó la mejilla y moqueó.

– ¡Cojones! Con estos cambios bruscos de temperatura vamos a acabar todos con catarro. Justo lo que necesitábamos ahora. Una epidemia de gripe.

Suspiró contrariado y se sonó de nuevo la nariz. Hanne seguía reprochándose cómo había actuado la semana anterior, cuando todavía disponían de tiempo, tal vez el suficiente como para evitar el baño de sangre del último sábado.

– Por favor, Hanne -dijo amistosamente y empujó su silla más cerca de ella-. Fue una violación, una espantosa violación, pero, desgraciadamente, un acto bastante frecuente. ¿Qué ibas a hacer, con todo lo que tenemos encima? En caso de que estés en lo cierto y de que tu teoría de que el mismo hombre está detrás de las masacres de los sábados y de esta violación (y creo que lo estás), bueno, entonces ya sabemos algo. Lo desconocíamos hace una semana.

Se detuvo, aspiró en pequeñas y sonoras sacudidas y estornudó con fuerza.

– ¿Sabes cuánta gente más necesitaríamos en el grupo si tuviéramos que investigar cada una de las agresiones sexuales de un modo coherente y competente?

Hanne negó con la cabeza.

– Yo tampoco.

Volvió a moquear.

– Pero así es la vida, carecemos de personal suficiente. La violación es un delito complicado y no podemos invertir demasiado tiempo en ello, lamentablemente.

Su queja era sentida y sincera, como bien sabía Hanne. Debían ser flexibles y pragmáticos. Las violaciones eran difíciles de probar. La Policía tiene que demostrar hechos, así son las cosas.

– ¿Hacéis algo más, además de hablar con los vecinos?

– Bueno, me estoy apoyando en la medicina forense. No es que sea de gran ayuda, sea lo que sea lo que puedan encontrar. Pero estaría bien tener listas las pruebas en el caso de que encontremos al autor, aunque demos con uno por casualidad. -Una sonrisa agotada acompañó la última frase-. Además seguimos buscando a la mujer iraní. No me gusta nada ese jueguecillo del escondite. No encuentro ningún motivo que justifique su desaparición. O tiene miedo por algo, y me gustaría saber por qué, o teme a alguien. También es posible que se haya unido a sus compatriotas y yazga ahora en el fango, quién sabe dónde.

El jefe de sección golpeó la mesa.

– Bueno, si es que sigue en el país y no está muerta… -para mayor seguridad, volvió a golpear el escritorio de madera- y aparece, tarde o temprano.

– Pues esperemos que sea temprano -dijo Hanne-. Por cierto, ¿sabes algo de este tiempo loco? ¡Empieza a tener tintes siniestros!

– Por lo visto, están hablando de que empezará a despejar al anochecer. Pero dicen en el instituto de meteorología que seguirá lloviendo en abundancia. Solo Dios sabe.

Se levantó muy anquilosado.

– Mantenme informado, andaré por aquí esta tarde.

Me too -respondió Hanne.

– Por cierto… -dijo, y se giró de repente al lado de la puerta-, el entierro es el lunes. ¿Irás?

– Sí. Si la Tierra sigue girando el lunes, iré.


Como era de esperar, el mal tiempo aplacó un poco su buen humor. Habían planeado empezar a beber en Aker Brygge para continuar después por el recorrido habitual. Pero lo cierto era que era inevitable. Había motivos razonables para pensar que el muelle de Aker ya no existía.

– El tiempo está enloquecido, qué pasada -dijo Terje sobreexcitado-. ¡Bañémonos!

La propuesta no mereció siquiera comentario alguno. No obstante, aunque la lluvia había puesto freno a los planes iniciales, no iba un grupo de estudiantes en su apogeo a dejar pasar la ocasión de pegarse una buena juerga.

– Tengo una idea -dijo Kristine, que, a los ojos de sus compañeros, seguía teniendo un aspecto pachucho tras su fuerte gripe-. Tengo un montón de bebidas en casa, actualmente vivo con mi padre. -Sus pensamientos se agolpaban a toda velocidad-. Estuve muy mal, así que era mejor quedarse allí. ¿Qué tal si nos vamos a tu casa, Catherine, yo me paso por la de mi padre y asalto la bodega de vino y el congelador de comida y luego acabamos la fiesta en mi casa? Seguro que a mi padre le parecerá bien.

Era una idea espléndida. Dos horas de lectura intensa en la biblioteca y, a continuación, se citaban en casa de Catherine.


Eran las siete y el temporal había amainado un poco. La ventana del despacho de Hanne ya no era una superficie gris sin contornos. Ahora podía vislumbrar el tejado del aparcamiento donde guardaban los coches oficiales y el tejadillo del concesionario de coches de segunda mano, al otro lado de la calle. La lluvia solo deformaba un poco la imagen, aunque el buen tiempo aún quedaba lejos.

Los oficiales de la Policía entraron uno detrás del otro, empapados en agua, tras la ronda de preguntas con los vecinos. El último en entrar fue el de prácticas, a quien le parecía todo muy excitante. Se sentaron en sendos despachos a redactar sus informes.

– Que no se vaya nadie hasta que todos hayan acabado -decretó, para acallar los murmullos acerca de las horas extras impagadas.

– Jodida arribista -se atrevió a murmurar uno de ellos cuando estuvo fuera del alcance de la voz-. ¿Va a ser la nueva inspectora, o qué?

Escribieron y escribieron. Dos de los agentes habían entregado sus escritos y sus sonrisas esperanzadoras, pero fueron rechazados de inmediato y enviados de vuelta a sus mesas. Al final, un total de veinticuatro folios reposaban sobre el escritorio de Hanne. Entonces los agentes fueron liberados, y salieron corriendo como colegiales el último día antes de las vacaciones de verano.

Seguían sin dar con el paradero de la mujer iraní, lo cual empezaba a preocuparla seriamente. Pero el reloj marcaba ya más de las nueve y estaba muerta de fatiga. «Debería leer estos informes con lupa antes de marcharme, puede que hallara algo.»

– Lo dudo -se dijo a sí misma, tras un momento de reflexión.

Pero se llevó los informes, por si acaso, para leerlos en casa. Antes de marchar, se aseguró de que la central de operaciones la llamaría en cuanto supieran algo acerca de la iraní. O, mejor dicho: en caso de que supieran algo de ella.


Resulta que el tiempo fue el puntazo que necesitó la fiesta. La lluvia descargaba su ira contra la ventana como en una noche de otoño; dentro, hacía calor, estaba seco y tenían bebidas para dar y tomar. Dos de los chicos intentaban freír solomillos congelados.

– Quiero el mío casi crudo -voceó Torill, desde el salón.

– Crudo -murmuró el chico de la sartén-. Que se dé por contenta si se queda más blando que una piedra.

Su padre no mostró ni alegría ni preocupación cuando Kristine llegó a casa e, inesperadamente, le hizo saber que se iba de juerga. No tenía un aspecto muy de fiesta. Pero había dado su consentimiento para que se llevara una de las cajas de vino. Apenas cruzaron las miradas. Cuando salió por la puerta y el joven que la acompañaba acabó de saludar y corrió detrás de ella, sintió cierto alivio por no tenerla en casa. Con un poco de suerte, estaría fuera toda la noche, a tenor de la cantidad de tinto que se llevaban con ellos.

Él tenía otras cosas que hacer; otras cosas en las que pensar.

Kristine escupía en la copa. Era extremadamente complicado, pues Terje la vigilaba como un halcón. En cuanto tomaba un par de tragos, allí estaba él para llenarle la copa. Al cabo de un rato, se cambió de sitio y se situó al lado de una majestuosa palmera de yuca. Como era de esperar, Terje siguió sus pasos. No importaba nada, al contrario.

La fiesta se desarrolló tal y como lo suelen hacer las juergas estudiantiles. Bebieron y berrearon, y comieron solomillos tostados por fuera y congelados por dentro. Comieron patatas al horno y elaboraron grogs de vino tinto, bien entrada la noche. Temblaban de solo pensar en los exámenes y esperaban con ilusión el verano. Elaboraron planes a corto plazo para realizar un viaje en el Interraíl, y planes a largo plazo sobre doctorados y cirugía cerebral.

Cuando el reloj de la iglesia, apenas visible al otro lado de la calle, repicó doce campanadas, estaban todos muy bebidos. Salvo Kristine. Había logrado la difícil hazaña de ingerir menos de una copa de vino en toda la noche. En cambio, las hojas de la yuca empezaban a marchitarse.


Habían pasado exactamente dieciséis horas desde que la mujer iraní había sido detenida por los dos agentes de Lillehammer, tras una apuesta, y todavía nadie había hablado con ella. No había protestado lo más mínimo por el trato recibido y seguía presa del pánico y del sueño, sentada en el fondo de la celda, con las rodillas encogidas bajo la barbilla. La comida permanecía intacta sobre una bandeja al otro lado de la celda. Estaba convencida de que iba a morir, así que cerró los ojos y dio las gracias a Alá por cada minuto que pasaba sin que nadie viniera a buscarla.

Esa noche, el jefe de guardia era un hombre originario de Gausdal. Tenía treinta y dos años, con un futuro prometedor, tanto en la Policía como en la Fiscalía del Estado. Estudiaba Derecho en su tiempo libre y conseguía mantener cierta progresión en los estudios a pesar de trabajar a tiempo completo y tener una mujer, dos hijos y un chalé en construcción. Un hombre como él no se dormía en el trabajo, aunque la idea era tentadora. Bostezó. Aquel tiempo desquiciado les había dado una cantidad de tareas extra que, en realidad, no eran de su competencia. Pero cuando todos los demás fallan, la población llama a la Policía. Había dirigido sus tropas en multitudes de faenas, desde sótanos inundados hasta rescates para sacar a gente que se quedaba atrapada en sus coches con agua hasta las cerraduras de las puertas. La lluvia había aflojado mucho durante las últimas horas y la ciudad podía por fin encontrar paz y tranquilidad. Pero él no se iba a dormir.

El uniforme empezaba a quedarle un poco estrecho. Su mujer lo llamaba «la prueba de bienestar», y seguro que acertaba. Vivía condenadamente bien. Un trabajo que le gustaba, una familia estupenda, solvencia económica y suegros encantadores. Un chico de Gausdal no podía pedir más. Sonrió y se fue a echar un vistazo a los calabozos.

– ¿Otra vez por aquí, Reidar? -dijo, saludando a un viejo conocido desdentado y con un índice de alcoholemia muy por encima de lo tolerable para una persona normal.

El preso se levantó inestable y se tambaleó, alegre de volver a verlo.

– ¡Anda! ¿Eres tú, Frogner? ¿De verdad, eres tú? -dijo, y se desplomó.

Frogner se rió.

– Creo que deberías acostarte, Reidar. Estarás mejor mañana, ¡ya verás!

Conocía a casi todo el mundo, pero no todos se dejaban despertar. Tuvo que entrar en algunas de las celdas, sacudirlos y obligarlos a abrir un ojo para comprobar que seguían con vida. Y lo hacían. Cuando llegó a la celda situada al fondo, se quedó atónito.

Vio a una mujer hecha un ovillo, sentada en la esquina más apartada de la celda. No dormía, de eso estaba seguro, aunque tenía los ojos cerrados con fuerza. Desde los barrotes de la puerta pudo distinguir que sus párpados temblaban.

Quitó el cerrojo con cuidado y abrió la pesada puerta metálica. Ella apenas reaccionó, solo cerró los ojos con más fuerza si cabe.

Knut Frogner se había criado en una granja y había visto animales pasar miedo. Además tenía dos hijos y un sano sentido común de campesino. Se quedó quieto en la puerta.

– Hola -dijo en voz baja.

Ninguna reacción.

Se puso en cuclillas para no parecer tan grande.

– No pasa nada.

Con mucho recelo, la mujer abrió los ojos. Eran de color azul oscuro.

– ¿Quién eres?

A lo mejor no hablaba noruego, había algo «de fuera» en esa mujer, un aire foráneo a pesar de los ojos.

Who are you? -reiteró, con su inglés de colegio de Gausdal.

No iba a ser fácil. La mujer no contestaba a nada y había vuelto a cerrar los ojos. Se fue acercando a ella con pasos cortos y lentos; de nuevo se puso en cuclillas. Puso una mano sobre su rodilla y ella se estremeció, pero, al menos, abrió los ojos.

– ¿Quién eres? -volvió a preguntarle.

No había visto ningún informe sobre el arresto de una persona extranjera en el montón que acababa de repasar. De hecho, no existía ningún informe acerca de la detención de mujer alguna. Una sensación aguda de incomodidad empezó a invadirlo. ¿Cuánto tiempo llevaba esa mujer allí dentro?

Estaba claro que sería imposible hablar con ella dentro de la celda. Con cuidado pero con firmeza, la levantó hasta dejarla de pie. A todas luces, llevaba sentada en la misma posición bastante tiempo, porque el dolor se reflejó en su rostro cuando, con movimientos rígidos, se dejó poner en pie. No olía a alcohol, por tanto, no se trataba de un arresto por embriaguez. Por la vestimenta tenía aspecto de venir de muy lejos.

La sujetó de la mano y salieron lentamente de la zona de calabozos. Al llegar a la salita de guardia del Grupo de Seguridad Ciudadana, echó a los tres agentes adormecidos y apagó el vídeo que estaban viendo. Acto seguido sentó a la mujer en el incómodo sofá.

– Tengo que saber cómo te llamas -dijo, intentando ser lo más agradable posible, a pesar de llevar un uniforme como el suyo.

Ella murmuró un nombre. Su voz era débil y él no tenía la menor posibilidad de entender lo que decía.

– ¿Cómo? -dijo, ladeando la cabeza y poniendo la mano detrás de la oreja. Eso debía de resultar lo suficientemente internacional.

Ella repitió el nombre, esta vez con más nitidez. De poco sirvió, no entendió nada. Miró con ansiedad a su alrededor en busca de algo sobre lo cual escribir. Un trozo de papel de envolver el bocata asomaba en un extremo de la mesa, con restos de pan con queso. Tiró del papel y no vio que el pedazo de pan cayó al suelo. Se tocó el bolsillo del pecho y encontró un bolígrafo. Se lo tendió a la mujer. Lenta y vacilante, ella agarró el bolígrafo y escribió sobre el papel de cocina su nombre, o al menos algo que se asemejaba a un nombre.

– ¿Hablas algo de noruego?

Se atrevió a asentir con la cabeza.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí dentro?

– No sé.

Eran las primeras palabras que pronunciaba en las últimas treinta y seis horas. El policía profirió juramentos por lo bajo y, a continuación, se dispuso a remover cielos y tierra para averiguar quién era esa mujer.

Finn no tenía prisa.


Al principio, pensó que el temporal era un obstáculo inesperado, pero ahora se había convertido en una bendición. Todo el mundo se quedaba en casa, también el violador. Llegó sobre las once y vio luz y movimientos en el adosado de Bærum. Al detectarlo, sintió una mezcla de intenso alivio y de angustia confusa. Había albergado, en el fondo de su alma, la esperanza de que el hombre estuviera fuera, de viaje o que tuviera visita, invitados que iban a pernoctar. Así habría tenido que posponer aquello. Al menos durante un tiempo.

Pero por encima de todo estaba la sensación de alivio.

Seguía lloviendo sin descanso, aunque ya no diluviaba, como antes. Era tentador quedarse sentado en el coche, pero temía ser descubierto. Además, los últimos días le habían enseñado que era todo menos una buena idea dejar su propio coche cerca del lugar de los hechos. Seguía con la idea de no intentar librarse de las consecuencias de su delito, pero necesitaba tiempo. Tiempo para serenarse, algunas horas, un día o dos. A lo mejor hasta una semana. Era pronto para saberlo, pero quería tener la posibilidad de poder elegir.

Por eso le bastó con esperar unos minutos con el motor encendido, lo suficiente para asegurarse de que el violador estaba en casa. Luego llevó el coche al final de la calle, tras pasar por encima de dos badenes y doblar la esquina. Una edificación en terrazas de cuatro plantas y de más de cien metros de largo ocupaba el lado izquierdo de la calle. En una explanada de estacionamiento estaban aparcados los coches de las mujeres, los que no cabían en el aparcamiento subterráneo. Dejó el BMW allí, entre un viejo Honda y un flamante Opel Corsa al que parecía gustarle un poco de compañía.

La Glock estaba en su sitio. La metió en el bolsillo del pantalón, más bien porque no tenía otro sitio donde guardarla que porque fuera oportuno hacerlo. Era molesto, pero al menos estaba seco.

Volvió andando los doscientos metros. Se detuvo al principio de la calle que conducía hasta la casa del delincuente y pasaba por delante de ella. Más arriba de los adosados, vio algo que parecía un parque, con algunos juegos para niños y bancos. No era visible desde la acera de las casas, ya que la urbanización constaba de diez adosados colindantes y no dejaba ver lo que había detrás. Desde la pared de los adosados y cruzando el parque, podía haber unos veinte o treinta metros hasta la falda de un cerro que se levantaba abruptamente. En su cima divisó una granja que, por la altura y la oscuridad, adquiría un aspecto lúgubre, probablemente también en los días de buen tiempo. Durante un instante, meditó si modificar los planes e intentar entrar desde ese lado. Estaba mucho más protegido, tanto con relación a la carretera como a las viviendas situadas al otro lado de la carretera. Por otro lado, y desde la carretera, un desconocido llamaría, sin duda, menos la atención, o nada.

Iba a atenerse al plan original. Desplegó la capucha del chubasquero e intentó caminar lo más naturalmente posible hasta la casa número cinco de la fila. Una vez allí, se detuvo un momento. Eran ahora las doce y media y no había nadie a la vista. Casi todas las luces detrás de las ventanas estaban apagadas. Se escondió detrás de unos matorrales donde confluían tres setos, a tan solo ocho metros de la casa del violador.

Allí se quedó, sentado y a la espera.


No hizo falta convencer al bueno de Terje. Lo habría propuesto él mismo si ella no se le hubiera adelantado. Maravillado y borracho como una cuba, entró a trompicones en el taxi que Kristine, tras cuarenta minutos de insoportable espera colgada del teléfono, había conseguido. Se iba con ella a su casa, en plena noche, lo que solo podía significar una cosa, y la expectación lo mantuvo despierto casi todo el camino, pero solo casi. Cuando el coche entró en el patio de la casa de la niñez de Kristine, en Volvat, le costó Dios y ayuda despertarlo. Al final, el taxista tuvo que arrimar el hombro para ponerlo en pie y tirar de él hasta el vestíbulo de la casa. El conductor estuvo de un humor de perros por tener que salir del coche con la que estaba cayendo y sobre todo porque el patio era un gigantesco barrizal. Profirió juramentos entre dientes y volcó al chaval en el suelo de la entrada.

– Dudo que esta noche saques algo de este tío, en el estado en el que se encuentra -dijo cortante, aunque volvió a sonreír cuando Kristine le dio cincuenta coronas más de lo que marcaba el taxímetro-. Bueno, pues que tengas suerte -murmuró, dibujando una sonrisa forzada.

No fue su intención emborracharlo de esa forma. Tardó casi cinco minutos en arrastrarlo los ocho metros hasta el dormitorio; la dificultad era aún mayor porque tenía que evitar despertar a su padre.

La cama era estrecha, pero no era la primera vez que la compartía con un chico. Terje libraba su propia lucha encarnizada para despertar a lo que podía ser el momento más importante de su vida. Pero cuando Kristine acabó de quitarle la ropa y lo acostó cómodamente en la confortable cama, se esfumaron todas sus esperanzas. Estaba roncando. No pareció afectarle en absoluto cuando ella lo destapó y lo puso boca abajo, de modo que su elegante y velludo trasero quedara bien a la vista para recibir un pinchazo. La jeringuilla estaba preparada de antemano y esperaba debajo de la cama. Puesto que estaba más pedo de lo previsto, apretó el émbolo y vació lentamente algunos milímetros. Noventa eran suficientes. Noventa milímetros de Nozinan. En la Cruz Azul administraban hasta trescientos milímetros para brindar a los borrachos más irascibles unas merecidas horas de sueño cuando llevaban largos periodos de borrachera y rozaban la inconsciencia. Pero Terje estaba lejos de ser un alcohólico, aunque debía de tener en ese momento un buen nivel de etanol en las venas. Estaba tan ido que estuvo dudando si realmente era necesario que durmiera toda la noche. La duda se evaporó al instante. Decidida, le clavó la jeringa en el muslo izquierdo sin que reaccionara lo más mínimo. Inyectó el líquido en el músculo de forma gradual. Cuando el émbolo tocó el fondo del tubo, sacó la aguja con mucho cuidado y presionó con una torunda de algodón el punto del pinchazo durante un buen rato. Luego fue soltando poco a poco. Fue todo un éxito. «Cuando Terje se despierte mañana conmigo a su lado, tendrá una resaca insoportable. No me llevará la contraria cuando le dé las gracias por haber pasado una noche deliciosa.» Un chaval en su mejor edad y con una experiencia más limitada de lo que jamás se atrevería a reconocer, se sorprendería un poco al principio, le daría algunas vueltas en su cabeza y se fabricaría su propia película «ego-estimulante» de lo maravillosa que fue esa noche.

Kristine ya tenía preparada su coartada. La ropa exterior estaba mojada y tiritó al ponérsela de nuevo. Su coche estaba aparcado en la esquina inferior del patio, empapado y humillado, lo suficientemente apartado de la casa como para no despertar a nadie. Casi como revancha por no haberlo dejado en el garaje el día anterior, se negó a arrancar.

¡Demonios! No se ponía en marcha.


Hanne intentaba conciliar el sueño, pero era difícil. Aunque el temporal había remitido, la lluvia fustigaba los cristales del dormitorio y la chimenea aullaba cada vez que pasaba una ráfaga de viento. Además, tenía demasiadas cosas en que pensar.

La situación era desesperada, estaba tan cansada que le era imposible concentrarse. Los informes quedaron encima de la mesa del salón a medio leer, a la vez que era inútil intentar dormir. Cambiaba de postura cada dos minutos con la esperanza de encontrar una posición adecuada que le permitiera relajar los músculos y dejar de darle vueltas a la cabeza. Cecilie se quejaba cada vez que se retorcía.

Finalmente, desistió. En cualquier caso, era mejor que al menos una de ellas lograra dormir. Con cuidado y sin hacer ruido, se levantó de la cama, agarró el albornoz rosa que colgaba de un gancho junto a la puerta y se fue al salón. Se dejó caer en una silla y comenzó a leer los informes desde el principio.

Los tres oficiales fueron bastante escuetos en su redacción, usando un lenguaje pretendidamente preciso y conciso que, con frecuencia, resultaba lo contrario, cosa que la irritaba. Sin embargo, el de prácticas tenía al parecer mayor ambición literaria. Se regodeaba con metáforas y extensas frases y ofrecía todo un abanico de detalles y explicaciones. Hanne sonreía. Estaba claro que el chico sabía escribir; además, las faltas de ortografía brillaban por su ausencia. Pero el estilo no es que fuera muy «policial».

¡Vaya! Este chaval tenía talento. Había descubierto que la familia que vivía encima del piso de la agraviada tenía un convecino en el edificio de enfrente. Uno que se quedaba sentado y quieto al lado de la ventana, como si durmiera. El aspirante, decepcionado porque nadie había sido capaz de aportar algo de valor a la Policía, había decidido cruzar la calle. Allí había visitado a un tipo bastante raro que tenía por costumbre seguir y enterarse de todo lo que acaecía en ese trocito de calle. El hombre, de edad indeterminada, se había portado de un modo hostil, aunque mostrando, a su vez, cierto orgullo por la cantidad de archivos que almacenaba de unas cosas y otras. Además, pudo añadir que un tal Håverstad le había hecho una visita hacía muy poco.

Hanne estaba ahora más despierta. Movió la cabeza en círculo varias veces, con la esperanza de llevar más sangre al cerebro extenuado de sueño y decidió prepararse un café. Ya se podía olvidar esta noche de dormir o de descansar. Acabó de leer el informe y, después de eso, no necesitó ningún café, estaba totalmente espabilada.

Sonó el teléfono, el de Hanne. Dio tres brincos hasta la entrada para llegar a tiempo antes de despertar a Cecilie.

– Wilhelmsen -dijo en voz baja, intentando tirar del cable hasta la salita, lo que provocó que el aparato se estampara contra el suelo-. Hola -intentó de nuevo, casi susurrando.

– Soy Villarsen, de la Central de Operaciones. Acabamos de recibir un aviso de Lillehammer. Han encontrado a la mujer iraní que buscábamos.

– Traedla aquí -dijo ella sin más preámbulos-. Inmediatamente.

– Tienen un traslado para Oslo mañana por la mañana, vendrá en él.

– No. Tiene que venir ahora, sin perder tiempo -insistió-. Requise lo que sea, un helicóptero si es necesario. Cualquier cosa. Estaré en la jefatura dentro de diez minutos.

– ¿Dice en serio lo del helicóptero?

– Nunca en mi vida he dicho algo tan en serio. Hable con el fiscal adjunto de mi parte, dígale que es vital hacerlo y ya; de paso, hable también con el jefe de sección. Tengo que hablar con esa mujer.


Por una vez, hubo algo que salió sobre ruedas en la gran casa gris y decaída de la calle Grønland 44. Solo veinte minutos después de finalizar la conversación entre la central de operaciones y la subinspectora Hanne Wilhelmsen, la mujer iraní volaba en un helicóptero desde Lillehammer hasta Oslo. A Hanne le preocupó que el mal tiempo pudiera ser un impedimento para el transporte aéreo, aunque tampoco tenía mucha idea de helicópteros. La poca lluvia que caía ahora no suponía, por lo visto, ningún problema. La factura iba a ser muy dolorosa, teniendo en cuenta el presupuesto sobreexplotado, pero eso era otro cantar, ya tendrían tiempo para discutir sobre el tema.

Había que aprovechar el tiempo de espera. La iraní no iba a llegar hasta dentro de cuarenta y cinco minutos. Mientras tanto iban a probar con el rarillo del edificio vecino, el de las matrículas. Siete números correspondientes al 29 de mayo, facilitados con cierto recelo, aunque también con una nota de orgullo, al aspirante «tan poco elegante». Lo deplorable era que el policía, con toda su inexperiencia, se limitó a recabar la información y no anotó las matrículas. Aunque eran ya más de la una de la mañana, Hanne se vio en la obligación de reclamar a E un esfuerzo extra de servicio público.

Pero fue más fácil decirlo que hacerlo. Se encontraba en la central de operaciones, en la sala situada en el centro del edificio de la jefatura. Se oía un zumbido constante de actividades múltiples. Un sinfín de mensajes por radio entraban como una corriente constante y sin descanso. Provenían de los coches de guardia nocturna que patrullaban por la capital; de Fox y de Bravo, de Delta y de Charlie, dependiendo de quién era y de lo que hacía. Recibían avisos de comandos en su camino de regreso y de agentes uniformados que, de vez en cuando, llamaban internamente a algún fiscal adjunto adormilado para aclarar una detención o un registro que precisaba el derribo de una puerta. Hanne estaba sentada en la segunda fila de sillas colocadas frente al mapa. No tardó en encontrar el piso de Kristine Håverstad en el gigantesco callejero de Oslo que tenía delante. Se quedó mirando fijamente la dirección durante varios minutos. Esperó, agotada, sin fuerzas y con malos presentimientos, las respuestas del coche patrulla que se encargaba de efectuar la visita. Distraída y tensa, acabó partiendo tres lápices, que no tenían la culpa de nada.

– Fox tres-cero llamando a cero-uno.

– Cero-uno a Fox tres-cero. ¿Qué ha pasado?

– No nos deja entrar.

– ¿Que no os deja entrar?

– O no está en casa, o no nos deja entrar. Nosotros nos decantamos por lo último. ¿Echamos abajo la puerta?

Todo tenía su límite. Por muy importante que fuera saber lo que Finn Håverstad había obtenido de ese imbécil, no existía la mínima base legal para entrar a la fuerza. Se le pasó por la mente, durante una décima de segundo, dejar todo el follón para después y actuar. Pero no conocía a ningún fiscal adjunto en el mundo que diera su visto bueno a una violación de la ley tan flagrante.

– No -suspiró resignada-. Intentadlo algunas veces más, llamad al timbre sin parar. Cero-uno, corto.


En un momento dado, fue como si el coche cambiara de opinión. Tras haberse opuesto tenazmente a los intentos furibundos de Kristine de ponerlo en marcha, el motor arrancó. Tardó menos de media hora en llegar.

No quería arriesgarse a que la vieran. Dos días antes, había decidido que tenía que hacerlo entre las dos y las tres de la madrugada. Todavía quedaba mucho tiempo. Mientras tanto, era crucial permanecer oculta. Quizá fuera un error salir de casa tan pronto. Por otro lado, estaba tan cerca que, si el coche, en el peor de los casos, volviera a tener otro «ataque de perentoria necesidad de castigarla», seguiría andando lo que le quedara de camino. Corriendo, no podía tardar más de dos o tres minutos hasta llegar al adosado donde vivía el hombre que la había violado.

La lluvia la hacía sentir bien. El agua formaba riachuelos que bajaban por su cuello, por el interior de su chubasquero y por debajo del jersey. En otro momento, tendría incluso una sensación de malestar, pero no ahora. Notaba el frescor, pero no tenía frío. Estaba entumecida, pero sentía un nuevo y desconocido sosiego en el cuerpo, una forma de control total y absoluto. El corazón latía con fuerza y cadencia, pero no demasiado rápido.

Ante ella se levantaba una arboleda, dividida en dos por un sendero ancho. En un claro, más o menos en el centro del pequeño bosque circular, distinguió un banco de madera. Se sentó en él. Encima de ella, el cielo ofrecía ruidos sordos y escupía rayos enfurecidos contra el suelo. El estampido de truenos fue seguido de un aparatoso estruendo a los pocos segundos de iluminarse la vegetación de color azul. Se encontraba peligrosamente cerca. El chaparrón era una bendición porque retenía a los testigos en casa. La tormenta, que debía de situarse ahora justo encima de ella, era peor, porque mantenía a la gente despierta. Pero no se podía hacer nada con el tiempo, para eso no existía ningún remedio. Se sacudió de encima la inquietud que le provocó la caída del rayo y volvió a sentirse animada y lista para llevar a cabo su cometido.


El ruidoso helicóptero se sostenía en el aire a unos quince metros del césped enlodado del estadio de Jordal Amfi. Se movía lenta y pesadamente de un lado a otro, como un péndulo colgado de la capa de nubes bajas y negras con un cable invisible. La bestia se acercaba palmo a palmo hasta el suelo.

Un policía uniformado abrió la puerta y saltó fuera antes de que el aparato se estabilizara. Se quedó encorvado, esperando un instante mientras las hélices traqueteaban amenazadoramente por encima de su cabeza. Enseguida apareció una figura ágil y diminuta, ataviada con un chubasquero rojo. Se detuvo en la puerta del helicóptero, pero el policía, impaciente, la sacó de un tirón. La agarró de la mano y juntos cruzaron el campo corriendo entre potentes ráfagas de viento y el lodo salpicándolos.

Hanne tenía muchísima prisa, pero esperó al piloto. Este salió, pálido y circunspecto.

– Nunca debí de haber aceptado esta misión -dijo.

Hanne se imaginó que el vuelo había sido todo menos agradable.

– Nos alcanzó un rayo -murmuró rendido, desde el asiento de copiloto del coche uniformado, con el motor en marcha.

El policía y la testigo iraní estaban sentados mudos en el asiento trasero. Tampoco es que necesitaran hablar. Exactamente noventa segundos después, entraron por el patio trasero de la calle Grønland 44, donde Hanne se había encargado antes de que el portón estuviera abierto para recibirlos.

El piloto y el hombre uniformado fueron por su lado. La refugiada siguió a Hanne hasta su despacho.

La subinspectora se sintió como una corredora de biathlon acercándose al puesto de tiro. Deseaba esprintar, pero sabía que debía entrar en un estado de calma total. Tuvo una súbita ocurrencia, agarró la mano de la otra mujer y la llevó en volandas por las escaleras como si fuera una niña pequeña. La mano estaba congelada y sin fuerza.

– Tiene que hablar. Tiene que hablar.

Hanne rezó una silenciosa plegaria. Era posible que Finn Håverstad estuviera durmiendo plácidamente en su cama de Volvat. Pero le habían facilitado siete números de matrícula que lo mantendrían ocupado, y hacía dos días de eso, más que suficiente para un hombre como él. La mujer iraní tenía que hablar. Esta se quedó de pie sin hacer intención de quitarse la ropa de lluvia o de sentarse. Hanne le pidió que hiciera ambas cosas, pero nada. Se acercó a ella poco a poco.

Media veinticinco centímetros más que aquella mujer de Irán y le sacaba diez años. Además era noruega y estaba de trabajo hasta arriba. Sin que se le pasara por la cabeza que el gesto pudiera ser interpretado como humillante, acercó su mano a la cara de la otra mujer. Le sujetó la barbilla, no de un modo hostil, ni brusco, sino de una manera decidida. Seguidamente acercó el rostro de la mujer al suyo.

– Escucha -dijo en voz baja, pero con una intensidad que incluso la otra mujer era capaz de entender, a pesar del idioma-. Sé que tienes miedo de alguien y que ese hombre te ha molestado. Dios sabe lo que habrá hecho. Pero puedo garantizarte una cosa: recibirá su castigo.

La mujer no intentó siquiera liberarse, solo permaneció inmóvil con el rostro hacia arriba y la mirada perdida y vacía. Los brazos colgaban laxos junto al cuerpo y el agua goteaba del impermeable rojo como un tictac.

– Estarás muerta de sueño, yo también. -No soltó el rostro de la refugiada-. Te puedo asegurar otra cosa más. No importa si…

En ese momento, le soltó la cara. Con la misma mano, se frotó los ojos y notó unas casi incontrolables ganas de llorar, no porque estuviera triste, sino porque estaba molida y convencida de que era demasiado tarde. Y porque iba a decir algo que nunca había dicho antes. Algo que había estado planeando sobre sus cabezas, como una posibilidad aplastante desde que habían descubierto la relación con los NCE ensangrentados. Pero nadie lo había dicho en voz alta.

– Aunque el hombre sea un policía, no debes temer nada de nada. Te lo prometo, no tienes ninguna razón para tener miedo.

Era medianoche y Hanne era todo lo que tenía. Estaba a punto de desplomarse y tenía hambre. Había estado tanto tiempo presa del miedo que se vio obligada a elegir. Era como si de repente se despertara un poco. Bajó la vista y observó el impermeable calado y el charco de agua en el suelo. Luego sus ojos recorrieron velozmente todo el cuarto, sorprendida, como si no supiera dónde se encontraba. Se quitó el chubasquero y se sentó con cautela en el borde de una silla.

– Él dijo que yo tengo que acostarme con él; si no, no me puedo quedar en Noruega.

– ¿Quién? -preguntó Hanne en voz baja.

– Es muy difícil, no conocer nadie…

– ¿Quién? -volvió a preguntar la subinspectora.

Sonó el teléfono. Hanne lo cogió con vehemencia y ladró un «diga».

– Aquí Erik.

El oficial no dudó en obedecer cuando Hanne le ordenó que fuera a su despacho. Una noche con Wilhelmsen era una noche con Hanne Wilhelmsen, daba igual dónde.

– Dos cosas: tenemos las matrículas, el hombre acabó abriendo la puerta. Además, en la casa de Finn Håverstad no hay nadie, al menos no contestan a todas las llamadas que hacen los chicos.

Lo sabía. Podía convencerse de que tal vez aquel hombre hubiera seguido su consejo de llevarse a su hija de vacaciones, pero sabía que no era el caso.

– Dame ahora mismo los nombres de los propietarios de los vehículos. Compáralos con… -Se paró en seco y fijó la mirada en una gota de agua de tamaño considerable que se estrelló y reventó contra la parte superior de la ventana. Cuando el líquido hubo resbalado hasta la mitad del cristal, siguió hablando-: Compara los nombres con gente de esta casa; empieza por la Brigada de Extranjería.

Erik no vaciló ni un segundo después de colgar. Hanne se giró hacia su testigo y descubrió que la frágil mujer lloraba en silencio, desesperada. No era buena ofreciendo consuelo a la gente. Claro que podía decirle lo afortunada que era por no haberse encontrado en casa el sábado 29 de mayo. También podía informarla de que, en caso de haber estado, estaría ahora sepultada bajo tierra en algún lugar de la región de Oslo y con el cuello rajado. No iba a ser un buen consuelo, pensó para sí, y, en vez de eso, dijo:

– Te voy a prometer varias cosas esta noche. Te juro que podrás quedarte aquí, en este país. Me encargaré de ello personalmente, incluso aunque no decidas contarme quién es ese hombre. Pero me sería muy útil si…

– Se llama Frydenberg. No sé el otro nombre.

Hanne se precipitó hacia la puerta.


Había llegado la hora de actuar. Se sentía ligero, eufórico y casi contento. Las luces que emanaban del quinto adosado llevaban más de hora y media apagadas. La tormenta fue orientando su furia hacia el este y llegaría presumiblemente a Suecia antes del amanecer.

Se detuvo a escuchar en la puerta de entrada; era innecesario, pero lo hizo como medida de precaución. Sacó una palanca de acero de uno de los bolsillos de la amplia trinchera. Estaba mojada, pero la empuñadura de goma permitió asirla con firmeza y seguridad. Tardó muy pocos segundos en forzar la puerta. «Pasmosamente simple», pensó. Apoyó la mano con suavidad contra la hoja de la puerta y esta cedió.

Entró en la casa.


Los ojos recorrieron el folio hacia abajo, siguiendo sus indicaciones. ¡Ahí!

Olaf Frydenberg, propietario de un VW Passat, con un número de matrícula observado por un tío estrambótico en un tramo de calle donde Kristine Håverstad fue violada hacía un siglo. Subinspector adjunto en la Jefatura de Policía de Oslo, Brigada de Extranjería y Documentación. Llevaba allí cuatro meses; antes había estado vinculado a la comisaría de Asker y Bærum. Domicilio: Bærum.

– ¡Cuernos! -dijo Hanne-. ¡Cuernos, cuernos! Bærum.

Se giró como una centella hacia Erik.

– Llama a Asker y Bærum, mándalos a la dirección y diles que vayan armados. Avísalos de que nosotros también vamos y, por el amor de Dios, pide autorización.

Siempre se montaban unos grandes líos entre policías cuando se pisaban sus parcelas los unos a los otros. Pero ni diez fiscales iban a frenar a Hanne.

Abajo, un joven fiscal adjunto que, por si fuera poco, cumplía con su primera guardia, mostró un notorio desconcierto. Afortunadamente, se fue calmando y, sin percatarse, fue manipulado por un ponderado jefe de servicio, con academia de policía y veinte años de experiencia a sus espaldas. Hanne obtuvo su coche patrulla y un oficial uniformado de acompañante. El jefe de servicio le aseguró, por lo bajo, que se encargaría de los permisos de armas antes de que llegaran al lugar de destino.

– ¿Sirenas? -preguntó el oficial de policía Audun Salomonsen.

Se sentó en el asiento del conductor sin preguntar. A Hanne no le importó.

– Sí -dijo, sin pensárselo-. Al menos, de momento.


El dormitorio estaba situado donde suele ser habitual, es decir, no en la misma planta que el salón. La entrada y el vestíbulo se encontraban en la misma planta que dos dormitorios, un baño y algo que aparentaba ser un trastero. Una escalera de pino conducía a la segunda planta, donde debían de estar el salón y la cocina.

Por alguna razón, se quitó el calzado, un gesto de consideración. Pensó que demasiado considerado, y decidió calzarse de nuevo las botas sucias. Pero estaban empapados, así que se quedaron allí.

Tuvo problemas para cerrar la puerta de entrada adecuadamente. Al forzarla, había estropeado el marco, de modo que ya no encajaba la hoja. Con mucho sigilo y sin hacer ruido, empotró la puerta de la mejor forma posible. Con aquel viento, era difícil saber cuánto tiempo iba a durar.

Los dos dormitorios estaban cerrados. Innegablemente, elegir la puerta correcta era de vital importancia. El hombre podía tener el sueño ligero.

Finn trató de deducir cuál de los dos dormitorios era el principal, teniendo en cuenta el emplazamiento de las puertas y lo que pudo imaginarse viendo la casa desde fuera. Acertó.

Una cama de matrimonio de gran tamaño, estaba hecha solo a un lado. Al otro, el edredón estaba escrupulosamente doblado tres veces, y yacía de través como una grandísima almohada. Cerca de la puerta, yacía una persona. Era imposible distinguirla, debido a que el edredón le tapaba la cabeza, excepto una parte del pelo. Era de color rubio. Cerró la puerta detrás de sí con suavidad, sacó el revólver reglamentario, lo cargó y se acercó a la cama.

Con movimientos particularmente pausados, como en una película a cámara lenta, dirigió el cañón de la pistola hacia la cabeza en la cama. De repente apretó el arma con fuerza contra algo que debía de ser la sien. Logró su efecto. El hombre se despertó e intentó incorporarse.

– ¡Quédate quieto! -restalló la voz de Finn.

Era difícil saber si el tipo se volvió a echar como reacción a la orden recibida o por el hecho de que había descubierto la presencia de la pistola. En cualquier caso, ahora estaba despierto como la aurora.

– ¿Qué coño pasa? -dijo, intentando parecer muy enojado.

No logró su objetivo. El pánico se adueñó de su rostro. Parpadeaba y las fosas nasales se hincharon al compás de la pesada y violenta respiración.

– Quédate inmóvil y escúchame -dijo Håverstad, con una serenidad que le sorprendió-. No te voy a hacer daño, al menos no mucho. Solo vamos a mantener una pequeña charla, tú y yo. Pero juro por la vida de mi hija que si alzas aunque solo sea un poco la voz, te pego un tiro.

El hombre de la cama fijó la mirada en el arma y luego en el asaltante. Algo en su cara le resultaba familiar, a pesar de que estaba completamente seguro de que nunca antes había visto a ese tío. Algo en los ojos.

– ¿Qué coño quieres? -intentó de nuevo.

– Quiero hablar contigo. Levántate y mantén los brazos en alto. Todo el tiempo.

El hombre intentó incorporarse de nuevo, pero era difícil. La cama era baja y le habían ordenado no utilizar las manos. Finalmente, consiguió ponerse de pie.

Finn medía diez centímetros más que su víctima. Le daba la ventaja que necesitaba, ahora que el violador estaba de pie y parecía bastante menos indefenso que cuando yacía en la cama. Tenía puesto un pijama de algún tipo de algodón, sin solapa ni botones. La parte de arriba era un jersey con cuello de pico. Parecía un chándal, estaba descolorido y le quedaba un poco pequeño. El dentista dio un paso hacia atrás cuando reparó en el cuerpo musculoso debajo de la tela.

Esa leve muestra de inseguridad fue todo lo que necesitó. El violador se abalanzó sobre Håverstad y ambos se estrellaron contra la pared, situada un metro detrás. Eso decidió la pelea. Finn logró apoyarse en la pared, mientras el otro perdía el equilibrio y caía sobre una rodilla. Inmediatamente, intentó erguirse, pero fue demasiado tarde. La culata del revólver le dio encima de la oreja y se derrumbó. El dolor era intenso, pero no se desmayó. Håverstad aprovechó la ocasión para empujar al hombre arrodillado hacia la cama, donde quedó sentado de espaldas al somier de muelles, frotándose la cabeza mientras se quejaba. Pasó por encima de sus piernas sin dejar de apuntarle y cogió la almohada que se apoyaba contra los barrotes del cabecero. Antes de que pudiera reaccionar, le había atrapado el brazo, lo había tumbado contra el colchón y le había tapado con la almohada. Luego hundió la pistola en el plumón y disparó.

La detonación sonó hueca, como un leve descorche de botella. Ambos se sorprendieron. Håverstad por lo que acababa de hacer y por el escaso ruido, el otro por no sentir dolor. Pero llegó. Estaba a punto de gritar cuando la visión del cañón delante de sus narices le obligó a apretar los dientes. Contrajo el brazo contra su pecho y gimió. Chorreaba sangre.

– Ahora comprendes lo que quiero decir -susurró Håverstad.

– Soy policía -gimoteó el otro.

¿Policía? Aquella máquina destructora, inhumana y abyecta ¿era policía? Håverstad reflexionó un instante sobre qué hacer con esa información, pero la ignoró. Daba igual, nada importaba, se sentía más fuerte que nunca.

– Levántate -ordenó de nuevo.

Esta vez el policía no hizo ademán de pretender nada. Los quejidos eran débiles pero persistentes, y acató la orden de subir por las escaleras hasta la segunda planta. Håverstad procuraba caminar varios metros detrás, temiendo que el otro se tirara de espaldas.

La sala de estar estaba a oscuras y las cortinas echadas. Solo un reflejo proveniente de la cocina, la luz situada encima del horno, permitía ver algo. Håverstad le indicó que se detuviera a un lado de la escalera y encendió una lámpara de aplique que colgaba de la pared situada frente a la entrada de la cocina. Miró a su alrededor y le señaló una silla. El policía pensó que tenía que sentarse, pero fue interrumpido en su movimiento.

– ¡Colócate de espaldas al dorso de la silla!

Tenía serias dificultades para mantenerse erguido. La sangre seguía brotando alegremente del brazo y su rostro empezaba a palidecer; incluso en la tenue luz del pasillo, Håverstad observó el terror en sus ojos y el sudor en la frente despejada, y eso le proporcionó un bienestar inenarrable.

– Me estoy desangrando -se quejó el policía.

– No te estás desangrando.

Era muy complicado atarlo de brazos y de piernas con una sola mano. Hubo momentos en que tuvo que usar las dos, pero sin soltar nunca el arma, que apuntaba siempre hacia el hombre. Afortunadamente, había previsto dicho problema y se había traído cuatro trozos de cuerda, cortados de antemano. Por fin, consiguió atarlo. Las piernas abiertas estaban atadas a sendas patas traseras de la silla. Tenía los brazos apresados detrás, donde acaban los reposabrazos y empezaba el respaldo. La silla no pesaba mucho y el hombre sufría por mantener el equilibrio. La postura vertical y ligeramente inclinada hacia delante hacía que pudiera caerse de bruces en cualquier momento. Håverstad cogió un televisor de gran tamaño, que descansaba encima de una pequeña vitrina con ruedas, arrancó los cables y se sirvió de él para asegurarse de que el hombre no cayera.

Entró en la cocina y empezó a abrir unos cuantos cajones. Al tercer intento, encontró lo que buscaba. Un cuchillo grande de trinchar, de fabricación finlandesa. Dejó correr el pulgar por el filo y regresó al salón.

El hombre se había desplomado y colgaba como una marioneta muerta. Las cuerdas impedían que se cayera al suelo y se había quedado sentado en una posición absurda, casi cómica; las piernas separadas, las rodillas flexionadas y los brazos flexionados. Håverstad acercó una silla y se sentó frente a él.

– ¿Te acuerdas de lo que hiciste el 29 de mayo?

El hombre mostraba una manifiesta ignorancia.

– ¿Por la noche? ¿El sábado, hace una semana?

El policía descifró lo que le había parecido reconocer en el hombre. Los ojos. «La tía de Homansbyen.»

Hasta ese momento, había pasado mucho miedo, temía por la herida de su brazo, y tenía miedo de ese tío grotesco que hallaba un placer perverso en torturarlo. Pero no pensaba que iba a morir. Hasta entonces.

– Tranquilo -dijo Håverstad-. Todavía no te voy a matar, solo vamos a hablar un poco, tú y yo.

Se levantó y lo agarró por el jersey. Metió el cuchillo debajo de la prenda y rajó el pijama de dentro hacia fuera, con lo que convirtió el jersey en una suerte de chaqueta. Un harapo de chaqueta. A continuación, atrapó el pantalón con una mano y con la otra seccionó la goma. La parte de abajo del pijama cayó y se detuvo a la altura de medio muslo, debido a la abertura de las piernas. El hombre estaba desnudo e indefenso.

Finn volvió a sentarse en la silla.

– Ahora vamos a hablar -dijo, con la pistola austriaca en una mano y el cuchillo de cocina finés en la otra.


Aunque, en un principio, tenía pensado esperar otra media hora, se levantó y empezó a caminar. Esperar se había convertido en una pesadilla.

Tardó menos tiempo de lo previsto. Tras un minuto escaso a paso ligero, se incorporó a la calle que pasaba por delante de la casa del violador. Parecía deshabitada. Frenó la marcha, empezó a tiritar y se encaminó hacia la casa.


– Apaga las sirenas.

Se encontraban bastante más allá de su propio término municipal. Salomonsen era un conductor ducho. Incluso por esas carreteras secundarias con cruces cada veinte metros, conducía con velocidad y presteza, sin demasiados patinazos ni esfuerzo. La mujer le hizo un rápido relato de la situación y, a través de la radio, les llegó el permiso para el uso de armas.

Observó los dígitos luminosos del salpicadero, eran casi las dos.

– Pero no levantes el pie del acelerador -dijo Hanne.


– Realmente, ¿tienes idea de lo que has hecho?

El policía, atado en su propio salón, tenía una ligera sospecha. Había cometido una terrible equivocación, nunca tenía que haber ocurrido. Había metido la pata, hasta un punto insospechado. Le quedaba el consuelo de saber que nadie jamás se había vengado de esa manera.

Al menos, no en Noruega, pensó. Nunca en Noruega.

– Has destrozado a mi hija -bramó el hombre, que se sentó en el borde de la silla para acercarse-. ¡Has destrozado y violado a mi pequeña!

La punta del cuchillo rozó las partes íntimas del violador, que soltó un quejido, temeroso.

– Ahora tienes miedo -le susurró, jugueteando con el cuchillo alrededor de su ingle-. A lo mejor tienes tanto miedo como tuvo mi hija, pero eso no te importó mucho.

Ya no pudo reprimirse. Respiró hondo y exhaló un chillido estridente, capaz de despertar a los muertos.

Finn se abalanzó sobre él y movió el cuchillo de abajo hacia arriba, en un arco desde atrás que unió fuerza y velocidad. La punta alcanzó la horcajadura del hombre, se hundió hasta horadar los testículos, perforó la musculatura a la altura de la ingle y subió por la cavidad peritoneal, donde la punta se detuvo en una arteria principal.

El alarido cesó tan de repente como se inició. Se hizo un silencio escalofriante. El violador se desplomó del todo. La silla amenazaba con volcarse hacia delante, a pesar del peso del televisor encajado en el asiento.

Alguien subió corriendo por las escaleras. Finn se giró poco a poco cuando oyó los pasos, un tanto sorprendido por lo rápido que habían reaccionado los vecinos. Y entonces la vio.

Ninguno de los dos dijo nada. Kristine se arrojó de repente sobre él. Su padre, creyendo que lo iba a abrazar, abrió y extendió los brazos. Finn perdió el equilibrio. Ella le arañó el brazo intentando coger la pistola. El arma cayó al suelo. Kristine la atrapó antes de que él lograra levantarse.

Era mucho más corpulento que ella e infinitamente más fuerte. Sin embargo, no pudo evitar que el revólver se disparara en el momento en que la cogió del brazo firmemente, aunque no demasiado fuerte, para no lastimarla. El estallido hizo que se sobresaltaran. Del susto, ella soltó la pistola, y él soltó a su hija. Se quedaron durante unos segundos mirándose. Finalmente, Kristine empuñó el mango del cuchillo, que asomaba de la entrepierna del violador, como si fuera una suerte de extraño y pétreo pene de reserva. Al sacar el cuchillo, la sangre manó a borbotones.


Hanne y Audun se extrañaron de no ver a sus colegas de Asker y Bærum en el lugar que habían convenido. La calle dormía en la oscuridad y el silencio de la noche, sin las esperadas luces azules. El coche se detuvo en seco delante del adosado. Cuando subían corriendo hacia la entrada, oyeron las sirenas de la Policía a pocas manzanas de distancia.

La puerta había sido forzada y estaba abierta de par en par. Llegaban demasiado tarde.

Cuando Hanne subió las escaleras, se topó con una imagen que supo que la perseguiría para siempre.

Atado a una silla, con los brazos hacia atrás, las piernas muy separadas y el mentón pegado al pecho, colgaba su colega Olaf Frydenberg. Estaba casi desnudo y parecía una rana. Del bajo vientre manaba un riachuelo de sangre que desembocaba en un creciente charco entre sus piernas. Antes de comprobarlo, supo que estaba muerto.

Aun así, siguió apuntando, aferrando la pistola con las dos manos. Señaló una esquina de la sala de estar y mandó a Kristine y a su padre alejarse de la víctima. Acataron la orden ipso facto, mirando al suelo como dos niños obedientes.

No halló el pulso de la víctima. Levantó el párpado y el globo ocular la observó fijamente, con una mirada muerta y vacía. Desató las cuerdas alrededor de las muñecas y de los tobillos.

– Vamos a intentar reanimarlo -dijo, obstinada, a su colega-. Ve por el equipo de primeros auxilios.

– Yo lo hice -irrumpió Finn de repente, desde su esquina del salón.

– ¡Fui yo! -La voz de Kristine resonó como furiosa.

– ¡Miente! ¡Fui yo!

Hanne se giró para escrutarlos mejor. No sintió enfado, ni siquiera decepción; solo una inmensa y abrumadora tristeza.

Tenían la misma expresión que el primer día, cuando ambos se sentaron en su despacho. Era un aire de impotencia y aflicción que, ahora también, parecía más acentuada en el gigantón que en su hija.

Kristine seguía sosteniendo el cuchillo en la mano; su padre, la pistola.

– Dejad las armas -les pidió con cierta amabilidad-. ¡Allí!

Señaló una mesa de cristal junto a la ventana. Acto seguido, Salomonsen y ella intentaron reanimar a aquel hombre que yacía en la silla. Fue inútil.

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