Finn Håverstad se adentraba rara vez en la zona este de la ciudad. Su despacho estaba ubicado en una mansión colosal, vieja y muy costosa de mantener, en el acomodado barrio de Frogner, al oeste. El bajo estaba ocupado por un estudio de arquitectura, uno de los pocos que habían sobrevivido a la prolongada crisis del sector. En la primera planta se alojaban los tres dentistas, en unos locales atractivos con mucha luz, sol y aire por los cuatro costados.
La casa familiar estaba en Volvat, un lugar céntrico y al mismo tiempo rural sobre un terreno de unos mil quinientos metros cuadrados. Si bien la clínica dental había sido muy rentable durante los últimos quince años, fue sobre todo un buen pellizco como adelanto de la herencia lo que le había permitido estar en condiciones de comprarla en 1978. Su hija adoraba esa casa, y él podía llegar hasta su despacho en un paseo de veinte minutos, aunque no lo hacía nunca.
Este lado de la ciudad era distinto, no era especialmente más sucio, tampoco más vulgar, sino que… olía más. El humo de los coches formaba capas más densas y la ciudad aquí desprendía un olor más fuerte, como si hubiese olvidado echarse desodorante. Además, el ruido era bastante más elevado. No se sentía a gusto.
Típicamente noruego, emplazar la comisaría en la zona más desoladora de la ciudad. El Estado compraría el solar por cuatro duros; encima, las posibilidades de aparcar eran penosas. Conducía el BMW con prudencia al entrar por el acceso oscuro, situado al pie de la cuesta que subía hasta el edificio. Tuvo que aguardar diez minutos hasta lograr aparcar. Un chaval salió rugiendo de su plaza conduciendo un viejo Volvo Amazon y rozó la esquina de piedra en la última curva al salir del aparcamiento. La pared presentaba unas franjas amarillas y negras que indicaban que el chico no había sido el primero en topar con esa esquina. El dentista quedó advertido, por lo cual maniobró lo necesario para dejar el coche en su sitio y dudó si bajarse o no, ya que llevaba un cuarto de hora de retraso.
Ella no comentó su demora de dieciocho minutos, estaba sonriente y atenta, simple y llanamente agradable. Eso lo dejó muy desconcertado.
– No estaremos mucho tiempo -dijo, para tranquilizarlo-. ¿Café? ¿Tal vez té?
Hanne fue por café para ambos y encendió un cigarrillo, tras asegurarse de que no le molestaba lo más mínimo a su invitado.
Durante un espacio de tiempo interminable, se quedó sentada, sin decir palabra, soltando bocanadas por todo el cuarto y siguiendo las nubes de humo con la mirada turbia. Él empezó a moverse inquieto en la silla, en parte por su incomodidad. Al final no aguantó más el silencio.
– ¿Deseaba algo en especial de mí? -dijo, y se sorprendió por el tono moderado de su propia voz.
Hanne clavó su mirada en él, como si no supiera que llevaba ahí un buen rato.
– Sí, claro -dijo, en un tono casi jocoso-. Quiero algo especial de usted. Pero primero…
Apagó el cigarrillo, le lanzó una mirada interrogativa y, a todas luces, recibió la respuesta que buscaba, porque el hombre extendió el brazo en un gesto de conformidad y ella encendió inmediatamente otro pitillo.
– Debería dejar esto -dijo en tono confidente-. Tengo un jefe aquí, ha fumado así durante treinta años. Debería oír esa tos que tiene ¡Escuche!
Se quedó quieta y ladeó la cabeza. Desde lejos, del fondo del pasillo, llegaba el eco de un acceso de tos estertoroso.
– Lo oye, ¿verdad? -dijo, triunfante-. ¡Esta sustancia es altamente letal!
Fulminó el paquete de tabaco semivacío con una mirada de desagrado y se distrajo un instante.
– Bueno, pues a lo que íbamos -dijo, tan de golpe y tan fuerte que el hombre pegó un salto en la silla.
Notó que había empezado a sudar y se pasó el dedo índice, lo más discretamente posible, por el labio superior.
– En primer lugar, las formalidades -dijo en tono neutral, escribiendo el nombre, la dirección y el número de identificación según se lo iba dictando-. A continuación, tengo que advertirle lo siguiente: debe decir la verdad a la Policía, está sancionado con penas de cárcel declarar en falso, ya que es usted testigo… -sonrió y le miró-, y no está inculpado en ningún proceso penal. ¡Los procesados sí que pueden mentir todo lo que quieran! Bueno, casi. Es injusto, ¿no cree?
La enorme cabeza asentía. En ese momento estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa que viniese de esa mujer, porque le asustaba más de lo que aparentaba. La primera vez que la vio, el lunes anterior, se había fijado en que era muy atractiva. Bastante alta, delgada, aunque con las caderas bien rollizas y el pecho prominente. Ahora se parecía más a una amazona. Volvió a pasar el dedo bajo la nariz, pero no le sirvió de nada. Sacó un pañuelo recién planchado y se secó a la altura de las dos sienes.
– ¿Tiene usted calor? Lo siento, este edificio es totalmente inadecuado para las altas temperaturas que padecemos estos días.
No hizo ademán de querer abrir la ventana.
– Por cierto -dijo-, no es obligatorio que hable, puede negarse. Pero no lo hará, ¿verdad?
Él sacudió la cabeza con tanto ímpetu que tuvo la sensación de ver volar las gotas de sudor.
– Bien -determinó la mujer-. Entonces, empecemos.
Durante media hora, Hanne le hizo preguntas rutinarias y de carácter general. A qué hora llegó al piso de su hija el pasado domingo y dónde estuvo ella sentada exactamente cuando entró. Si estaba vestida y si él había retirado algún objeto del lugar. Si había notado algo diferente o poco común más allá del estado físico y mental de su hija, como olores, ruidos y cosas por el estilo. Sobre el estado actual de su hija, cuáles habían sido sus reacciones en los días posteriores. Sobre cómo se encontraba él.
Aunque hablar del caso le dolía en lo más profundo de su ser, empezó a sentir cierto alivio. Sus hombros se relajaron y el cuarto pareció menos asfixiante. Para colmo, bebió un poco de café mientras ella hacía una pausa en el interrogatorio para pasar las anotaciones a la vetusta máquina de escribir eléctrica de bola que tenía delante.
– No es precisamente el último grito -comentó el hombre con cautela.
Sin parar y sin mirarlo, le contó que estaba en la lista de espera para obtener su propio PC, tal vez llegara la siguiente semana, puede que dentro de un mes.
Tardó veinte minutos en mecanografiarlo todo y se encendió un cigarro.
– ¿Qué hizo ayer en casa de los vecinos de Kristine?
Resultaba incomprensible que la pregunta lo cogiera por sorpresa de esa manera, porque sabía que llegaría tarde o temprano. Repasó al vuelo en su mente las consecuencias que tendría mentir, y una larga vida de medio siglo en el lado obediente de la sociedad ganó la partida.
– Quería indagar un poco por mi cuenta -reconoció.
Por fin, lo dijo, no mintió y se sintió estupendamente bien. Vio que ella se había dado cuenta de que él había estado planteándose tomar cualquier otra salida.
– ¿Va a jugar a detective privado?
El comentario no era sarcástico. Había cambiado su carácter, el rostro era más suave, giró la silla hacia él y, por primera vez desde que llegó, mantuvo el contacto visual.
– Escuche, Håverstad. Evidentemente, no sé cómo lo está pasando, pero me lo puedo imaginar, más o menos. Han desfilado ya cuarenta y dos casos de violación por mi mesa, nadie llega a acostumbrarse del todo. Ninguno se parece, salvo en una cosa: son igual de repulsivos, tanto para las víctimas como para la gente que las quiere. Lo he visto tantas veces… -Se levantó, abrió la ventana y colocó un pequeño y espantoso cenicero de vidrio marrón en la abertura para evitar que se cerrara-. Con frecuencia…, ¡créame!…, con frecuencia le he dado vueltas en mi cabeza a cómo reaccionaría si fuera mi… -se mordió la lengua-, si fuera una persona muy cercana a mí la que hubiera pasado por algo así. Solo especulaciones, claro está, porque no estoy, afortunadamente, en la situación de haberlo vivido. -Su mano fina se cerró y golpeó tres veces la mesa-. Pero creo que me invadirían pensamientos de venganza. En primer lugar, me volcaría en el cuidado y la atención de otros. Se puede canalizar mucha desesperación en la ayuda y el apoyo a los demás. Pero no hace falta que me diga que no consigue aproximarse a ella, lo sé. Las víctimas de violaciones son difíciles de alcanzar y es cuando se revela la sed de venganza. La venganza… -Cruzó los brazos sobre el pecho y su mirada se perdió por encima de su cabeza en un punto remoto-. Creo que subestimamos nuestra necesidad de venganza. ¡Debería oír a los juristas! Si uno solo se atreve a mencionar que la venganza tiene cierto sentido en el hecho de castigar, sueltan toda la artillería, dándonos lecciones de historia judicial sobre que esa cuestión la dejamos atrás hace ya varios siglos. Aquí en el norte, la venganza no se considera un acto suficientemente noble. Es simple, abyecta y, ante todo… -Se mordió el labio mientras buscaba la palabra-. ¡Primitiva! ¡Lo vemos como un acto primitivo! Un error garrafal, esa es mi opinión. La necesidad de vengarnos es inherente al ser humano. La frustración que la gente siente cuando a los violadores les cae año y medio de cárcel no se atenúa con frases jurídicas vacías acerca de la seguridad pública y de las políticas de rehabilitación. ¡La gente exige venganza! Alguien que se ha comportado de un modo cruel debe padecer la misma crueldad, y punto.
Finn intuía adónde lo quería llevar aquella singular subinspectora. La incertidumbre seguía molestándolo, pero había algo en su desmesurado interés, en sus ojos, en los gestos que producía con todo el cuerpo para subrayar sus puntos de vista, que le decía que esa mujer nunca le haría daño. Era su manera de prevenirlo contra lo que estaba a punto de iniciar. Advertencia, desde luego, pero una advertencia compasiva y bienintencionada.
– Pero ¿sabe, usted?, las cosas aquí no funcionan de esta manera. El caso es que las personas no resuelven los delitos por su cuenta y no llevan a cabo sus venganzas en las noches oscuras y tenebrosas, para el regocijo secreto del público. Eso sucede en las películas y tal vez en Estados Unidos.
Llamaron a la puerta y una figura imponente entró sin esperar respuesta. Medía al menos dos metros, la cabeza pelada con un bigote abultado y rojo sin arreglar y una cruz invertida de pendiente.
– Ah, perdona -exclamó al ver a Håverstad, aunque lo dijo sin sentirlo y miró a la subinspectora-. La cervecita de los viernes a las cuatro. ¿Te vienes?
– ¡Si se permite participar con una cervecita del viernes «sin», a lo mejor!
– Entonces nos vemos a las cuatro -dijo el monstruo, y cerró la puerta con un estruendo.
– Es policía -aseguró, como queriendo disculparlo-. Es de Vigilancias, de Seguimientos. A veces son un poco raros.
El ambiente cambió, había acabado la conferencia. Posó las dos hojas mecanografiadas delante de él para que pudiera repasarlas. No tardó nada. No ponía nada de lo que habían hablado -de lo que ella había dicho- durante la última media hora. Hanne puso el dedo índice en la parte inferior del segundo folio y él firmó.
– Aquí también -añadió, y apuntó al margen del primer folio.
Indudablemente, ya se podía marchar. Se levantó, pero ella apartó la mano que el hombre le ofrecía para despedirse.
– Lo acompaño hasta la salida.
Cerró el despacho con llave y caminó a su lado por el pasillo de baldosas y puertas azules. Gente ajetreada subía y bajaba correteando por el corredor, ninguno llevaba uniforme. Ambos pararon cuando alcanzaron las escaleras. Ahora estaba dispuesta a aceptar el apretón de manos.
– Acepte un buen consejo de mi parte: no se mezcle en asuntos que le pueden venir muy grandes, dedíquese a otra cosa. Llévese a su hija de vacaciones, a la montaña, al sur de Europa, lo que sea. Pero deje que nosotros hagamos nuestro trabajo.
El hombre murmuró algunas palabras de despedida y bajó por las escaleras. Hanne lo siguió con la mirada hasta que él se acercó a las pesadas puertas metálicas que mantenían encerrado el sofocante calor. Luego se acercó a las ventanas que daban al oeste y, justo en ese momento, apareció en su campo de visión. Avanzaba pesadamente y cabizbajo, casi como un anciano. Se detuvo un instante para enderezar la espalda hasta que desapareció por las escaleras que daban al aparcamiento subterráneo.
En ese momento, Hanne sintió verdadera lástima por aquel hombre.
En otras circunstancias, Kristine habría disfrutado de estar en casa sola. Pero en aquel momento, no estaba en condiciones de disfrutar de nada. Estaba despierta cuando su padre se levantó, pero se quedó en la cama hasta las siete y media, cuando oyó la puerta de entrada cerrarse detrás de él. Luego agotó toda el agua caliente. Primero se duchó durante veinte minutos, frotándose hasta dejar la piel roja y dolorida, y después se tomó un largo y humeante baño de espuma. Se había convertido en una rutina, casi un ritual cada mañana.
Ahora vestía un chándal viejo y un par de zapatillas de piel de foca desgastadas y ojeaba su colección de CD. Cuando se fue de casa, hacía dos años, se llevó solo los más recientes, así como sus favoritos. El montón que había dejado atrás era bastante voluminoso. Sacó un viejo CD de A-ha: Hunting High and Low: el título era muy acertado. Tenía la impresión de estar buscando algo cuyo paradero desconocía, e ignoraba de qué se trataba. En el momento de abrir la funda, esta se cayó al suelo. Una de las fijaciones de plástico de la tapa se había partido y profirió juramentos en voz baja cuando las piezas no se dejaron armar. Enojada, intentó conseguir lo que ya sabía que era imposible, y la otra fijación también acabó rompiéndose. Furiosa, arrojó ambas partes al suelo y empezó a llorar. Vaya mierda de fábricas de CD. Estuvo llorando media hora.
Morten Harket, el vocalista de A-ha, no se dividió en dos. Sentado e inclinado hacia delante, con los brazos musculosos y rígidos, tenía los ojos fijos en un punto situado detrás de ella. La mirada en blanco y negro era impenetrable. Kristine había estudiado Medicina durante cuatro años y estaba muy familiarizada con la anatomía. Sacó la cartulina de la portada de entre los trozos rotos de la funda de plástico. Aquel músculo no era visible en personas normales, se necesitaba mucho entrenamiento para eso, muchas pesas. Se palpó sus propios brazos delgados. El tríceps estaba en su sitio, solo que no se notaba a la vista. El de Morten Harket era muy visible. Sobresalía en la parte inferior del brazo, potente y definido. Se quedó observándolo fijamente.
El hombre estaba en forma y se podían ver sus tríceps. Cuando intentaba retroceder a aquella terrible noche, le era imposible recordar en qué momento lo había vislumbrado. Quizá no lo viera, tal vez solo lo había sentido, pero estaba segura al cien por cien, el agresor tenía los tríceps abultados.
Algo que en teoría no tenía la menor importancia.
Se sobresaltó al oír ruidos en el pasillo, como si la fueran a pillar con las manos en la masa. La adrenalina corría impetuosamente por sus venas y recogió a toda velocidad los trocitos de plástico, intentando esconderlos entre el montón de CD tirados a sus pies. Acto seguido volvió el llanto.
Últimamente, todo la asustaba. Por la mañana, un pajarito se estampó contra el ventanal panorámico del salón, mientras ella intentaba ingerir algo de comida. El ruido la asustó y pegó un salto hasta el techo. Supo enseguida lo que era, pues aquellas pobres criaturas se estrellaban continuamente contra la ventana. Salían casi siempre indemnes y a veces se quedaban tiradas media hora hasta ponerse de pie titubeando y aleteando para despertar antes de salir volando dando tumbos. Esta vez salió a recoger el pajarillo y notó cómo latía su corazoncito, cosa que le produjo una profunda consternación. Al final, el pájaro murió, por miedo y porque ella lo había recogido. Se sintió culpable y avergonzada.
Su padre se inclinó sobre ella, la incorporó y ella se tambaleó como si no estuviese en condiciones físicas de mantener erguido su cuerpo enclenque. No recordaba que estuviera tan delgada y se estremeció al sujetarla por sus enjutas muñecas para evitar que se cayera. La llevó con cuidado hasta el sofá, y ella se dejó apoltronar entre los cojines profundos, apática y sin protestar. Él se sentó a su lado dejando un espacio entre ambos. Luego cambió de idea y se acercó más, pero se detuvo bruscamente cuando ella mostró signos de querer separarse. Dubitativo, cogió su mano. Ella se lo permitió.
No existía ningún otro contacto físico entre ellos, algo que Kristine agradeció. No era capaz de hacer el mínimo esfuerzo, lo deseaba tanto, al menos quería decir algo, cualquier cosa.
– Lo siento, papá, lo siento tanto.
Lo cierto es que él no oyó lo que dijo, además lloraba con tanta fuerza que no lograba pronunciar la mitad de las palabras, pero habló. Estuvo dudando un instante si debía contestarle algo. ¿Interpretaría ella su silencio como un signo de desánimo? ¿O tal vez era precisamente lo mejor, no decir nada, solo escuchar? Como solución intermedia, carraspeó.
Fue a todas luces lo correcto. Se deslizó mansamente hacia él, casi recelando, pero al final pegó el rostro contra su cuello y ahí permaneció quieta. Estaba muy incómodo, pero, como una columna de sal, con un brazo protegiéndola y con la otra mano cogiendo la suya, se quedó inmóvil durante media hora. En aquel preciso segundo comprendió que la decisión que había tomado cuando encontró a su hija en el suelo, hacía menos de una semana, deshecha y destrozada, una determinación que había puesto en tela de juicio durante su visita a la Policía aquella la mañana, había sido la correcta.
– ¿Existe alguna posibilidad de encontrar algo sensato en todo esto?
Como todos los sumarios eran ya de cierta envergadura, nadie tenía el monopolio sobre la llamada sala de emergencias. En todo caso, no era como para tirar cohetes, pero, al fin y al cabo, era un cuarto tan útil como cualquier otro.
Erik Henriksen sudaba más de lo habitual y estaba rojo como un tomate, hasta tal punto que parecía un semáforo ambulante. Estaba sentado ante una mesa inclinada con un mar de informes y notificaciones encima. Eran pistas sobre el caso de Kristine Håverstad.
El oficial levantó la mirada y puso los ojos en Hanne.
– Aquí hay de todo -dijo, riéndose-. Escucha esto: «El retrato se parece sobremanera al juez de primera instancia Arne Høgtveit. Saludos de Ulf, el Norteño».
Hanne dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Ulf, el Norteño, era un conocido criminal que pasaba más tiempo dentro que fuera de la cárcel. Era probable que el juez Høgtveit se hubiera encargado de sus últimas estancias.
– Tampoco es ninguna tontería, se parece un poquito -dijo, arrugando el papel y apuntando a la papelera junto a la puerta-. ¡Canasta!
– O este -prosiguió Erik Henriksen-: «El autor de los hechos debe de ser mi hijo, pues lleva desde 1991 poseído por espíritus del mal. Ha cerrado su puerta al Señor».
– Bueno, no está mal -dijo Hanne-. ¿Has indagado algo?
– Sí, el hombre es pastor en la iglesia de Drammen, y su mujer, o sea, la madre del chico, está internada en el psiquiátrico de Lier desde 1991.
Ahora soltó una tremenda carcajada.
– ¿Son todos de esa índole?
Echó un vistazo a todos los montículos de papel esparcidos por la mesa de un modo, aparentemente, caótico, aunque respondía sin duda a un sistema concreto.
– Estos… -Henriksen dio una palmada sobre el montón situado arriba a la izquierda-… son auténticas chorradas.
Por desgracia, era la pila más voluminosa.
– Estos… -el puño golpeó el montón de menor tamaño situado debajo- son abogados, jueces y policías.
A continuación, recorrió con los dedos las pilas restantes.
– Aquí tenemos a antiguos violadores; aquí, a hombres normales aunque desconocidos para nosotros; aquí hay personas que, supuestamente, son demasiado mayores, y aquí… -recogió los cinco folios solitarios-, son mujeres.
– Mujeres -contestó Hanne, bromeando-. ¿Han entrado avisos sobre mujeres?
– Sí, ¿lo tiramos?
– Sin duda. Guarda el montón con los juristas y los policías, y tal vez el de los rarillos, pero no pierdas tiempo con ellos, de momento. Concéntrate en los agresores sexuales y en los hombres normales aunque desconocidos. Partiendo de la base de que los informadores son medianamente serios, ¿cuántos nos quedan?
El recuento fue expeditivo.
– Veintisiete hombres.
– Que a ciencia cierta no lo habrán hecho -suspiró Hanne-. Pero cítalos a todos lo antes posible y avísame si ves algo especialmente interesante. ¿Funciona este teléfono?
Sorprendido, el oficial contestó que suponía que sí. Levantó el auricular y se lo acercó al oído para probar.
– Al menos tiene tono de línea. ¿No se supone que debería funcionar?
– Siempre hay problemas con el equipo en esta sala, solo basura que nadie quiere.
Sacó un papelito del bolsillo de sus ajustados vaqueros y marcó un número de Oslo.
– Especialista jefe Bente Reistadvik, gracias -soltó a bocajarro, en cuanto alguien al otro lado le contestó.
Enseguida la especialista se puso al teléfono.
– Soy Wilhelmsen, de Homicidios, jefatura de Oslo. Tenéis un par de casos míos por ahí. Primero…
Volvió a leer el papel.
– Sumario 93-03541, la víctima es Kristine Håverstad. Hemos pedido un análisis de ADN y, además, hemos mandado algunas fibras, pelos y diferentes residuos.
Se hizo un silencio largo sin que Hanne anotara nada, la mirada perdida.
– Pues nada, ¿cuándo podrá estar, así, aproximadamente?… ¿Tanto?
Exhaló un lamento, se dio la vuelta y apoyó el trasero en el escritorio.
– ¿Qué hay de nuestra masacre del sábado? ¿Tienes algo para mí?
A los diez segundos miró fijamente al oficial pelirrojo con una expresión de asombro.
– ¡No me digas! Vale.
Hubo una pausa larga, luego se giró y empezó a buscar algo sobre lo que escribir hasta que el otro le alcanzó una hoja y un bolígrafo. Se llevó el cable esquivando la esquina de la mesa y se sentó a un lado de los dos escritorios colocados uno enfrente del otro.
– Interesante. ¿Cuándo podré tenerlo por escrito?
Nuevamente una pausa.
– ¡Estupendo y gracias!
Hanne puso el auricular en su sitio y siguió anotando cosas durante minuto y medio. Luego releyó lo que había escrito sin decir ni media palabra. A continuación, plegó dos veces la hoja, se levantó de la silla, se metió el papel en el bolsillo trasero del pantalón y se marchó de la habitación sin siquiera despedirse de Erik, que se quedó allí, bastante decepcionado.
El bronceado era igual de artificial que la musculatura. Lo primero, como resultado de la cantidad ingente de rayos UVA absorbidos, suficientes como para producir un cáncer de piel incurable a toda una compañía. Los músculos inflados, por su parte, recibieron la inestimable ayuda de preparados artificiales, más concretamente de distintas formas de testosterona y, en su mayoría, de esteroides anabolizantes.
Adoraba su físico. Siempre quiso tener ese aspecto, sobre todo cuando bizco, delgado y con el pelo ralo entró en la pubertad a razón de una paliza diaria que le propinaban los demás chavales. Su madre no había podido evitarlo. Con un aliento que olía a pastillas y alcohol, había intentado en vano consolarlo cuando regresaba a casa con los ojos hinchados, las rodillas ensangrentadas y los labios rotos. Pero ella se escondía detrás de las cortinas sin intervenir cuando los palurdos de la vecindad los desafiaban a ella y a su hijo, trasladando las peleas cada vez más cerca del bloque donde vivían. Él lo sabía porque, cuando, al principio, había pedido auxilio mirando en dirección a las cortinas de la cocina de la primera planta, había divisado el movimiento en el momento en que ella había dado un paso hacia atrás para esconderse. Se escondía siempre. Lo que ignoraba es que era ella, más que la figura endeble de su hijo, lo que provocaba todas esas palizas. Los chavales de su calle tenían madres de verdad: mujeres sonrientes y desenvueltas que invitaban a bocatas y leche; algunas trabajaban, aunque no a tiempo completo. Los demás tenían hermanas o hermanitos pesados, además de padres. No todos vivían allí, ciertamente, pues, a principios de los setenta, la tendencia a divorciarse había alcanzado también el pequeño pueblo en el que creció. Aun así, los papás llegaban en coche los sábados por la mañana, con la camisa remangada, la sonrisa ancha y con cañas de pescar en el maletero. Todos menos el suyo.
Los muchachos apodaron a la madre Alco-Guri. Cuando era pequeño, muy pequeño, le pareció que su madre tenía un nombre muy bonito, Guri. Después de aparecer el apodo de Alco-Guri, lo odiaba. Ahora, no aguantaba a las mujeres que tenían el mismo nombre. De hecho, no soportaba a las mujeres en general.
Después de la pubertad, dejaron de meterse con él: tenía diecisiete años y había crecido 18 centímetros en año y medio. Ya no tenía granos en la cara y se ensanchó de hombros. La bizquera fue corregida mediante operación y tuvo que llevar un parche humillante en el ojo, lo que no aumentó precisamente su popularidad. El pelo era rubio y su madre dijo que era guapo. Pero, paradojas de la vida, no lograba entender cómo, por ejemplo, Aksel podía tener novia cuando a él nadie lo miraba. Aksel era un compañero de clase regordete y con gafas, que, además, medía una cabeza menos que él.
No eran, propiamente dicho, malos con él, solo lo evitaban y le soltaban algún que otro dardo envenenado de vez en cuando. En especial las chicas.
Cuando cursaba el penúltimo año de instituto, Alco-Guri acabó de trastornarse por completo y la internaron en un hospital psiquiátrico. La visitó una vez, justo después de su ingreso en el centro. Estaba acostada, entubada e ida por completo. No supo qué hacer ni qué decir. Mientras, callado, escuchaba las tonterías que profanaba su madre, el edredón se había resbalado, dejándola ligeramente destapada. Tenía el camisón abierto y uno de los pechos, un trapo arrugado y vacío con un pezón casi negro, le había mirado fijamente como un ojo acusatorio. Se fue y no volvió a verla nunca. Aquel día supo lo que quería ser y nadie jamás iba a volver a molestarlo.
Ahora se encontraba delante de un ordenador y se lo estaba pensando con mucho detenimiento. La elección no era fácil, tenía que apostar por los más seguros. A los que nadie echaría de menos. De vez en cuando se levantaba y se acercaba al armario archivador, sacaba carpetas y observaba la pequeña foto de pasaporte fijada con un clip en la parte superior de la primera página. Esas fotografías siempre mentían, lo sabía por su amarga experiencia. Pero, al menos, le proporcionaban alguna pista.
En definitiva, estaba satisfecho con el resultado. Notaba cómo aumentaba la tensión, como un chute, muy parecido a cuando se medía los músculos y sabía que sus bíceps habían aumentado un centímetro desde la última medición.
El plan era genial, y lo más genial de todo era que engañaba a otros, los engañaba y los fastidiaba. Sabía cómo lo estaban pasando esos imbéciles de la Brigada Judicial, allá en la jefatura. Se estaban volviendo locos con aquello. Incluso sabía que lo denominaban: «las masacres de los sábados». Sonrió. No eran lo suficientemente listos como para entender las pistas que dejaba, el hilo conductor. Idiotas, todos ellos.
Se sentía pletórico.
– Oye, ¿me puedes decir dónde te metes últimamente? -preguntó Hanne, dejándose caer en el sillón de invitados en el despacho de Håkon.
Estaba luchando con un trozo de picadura de mascar demasiado líquido y el labio superior adoptó una forma espasmódica extraña para impedir que penetrara en su boca el sabor amargo del tabaco.
– ¡Casi no te veo el plumero!
– Los tribunales -masculló, intentando colocar con la lengua el polvillo de tabaco en su sitio. Pero tuvo que desistir, pasó el dedo índice por debajo del labio y vació los desechos de rapé. Sacudió el dedo contra el borde de la papelera y secó el resto en el pantalón.
– ¡Cerdo! -murmuró Hanne.
– Estoy hasta el cuello, tengo demasiado trabajo -dijo, e hizo caso omiso del comentario-. En primer lugar, estoy en los tribunales casi a diario; por otro lado, me como demasiados turnos con excesiva frecuencia, ya que la gente se da de baja un día sí y otro no. No doy abasto. -Señaló con el dedo a uno de los habituales montones de carpetas verdes que en esos días parecían perseguirlos a todos-. No he dispuesto de tiempo siquiera para echarles una ojeada. ¡Ni los he mirado!
Hanne se inclinó hacia la mesa, abrió una carpeta que llevaba consigo y la posó delante de él. Luego empujó la silla hasta colocarla a su lado, de modo que quedaran emparejados como alumnos de primaria compartiendo el mismo libro de lectura.
– Pues aquí te voy a enseñar algo muy emocionante: las masacres de los sábados. Acabo de hablar con el laboratorio forense; están todavía trabajando en ello, pero las pruebas provisionales son extraordinariamente interesantes. Mira esto.
La carpeta rígida contenía una serie de láminas con dos fotos pegadas en cada una: en total había tres planchas y seis fotografías. Había flechitas blancas fijadas en dos o tres puntos de cada foto, tomadas desde diversos ángulos. Le costaba mantener la carpeta abierta, era muy rígida y tendía a cerrarse continuamente. La sostuvo con las dos manos y la partió en dos. Eso ayudó.
– Estas son de la primera escena, la leñera de Tøyen. Les pedí que realizaran tres pruebas tomadas en sitios diferentes.
«¿Con qué propósito?», se preguntó Håkon, pero no dijo nada.
– Pues el caso es que fue una idea cojonuda -dijo Hanne, la mentalista-. Porque aquí… -indicó la foto número uno con las dos flechas blancas- hubo sangre humana, de una mujer. He pedido un estudio exhaustivo, pero llevará su tiempo. Pero aquí -prosiguió, señalando la otra flechita, pasando a la siguiente lámina y señalando una nueva flecha sobre una foto que llevaba tres-, aquí es otra cosa, ¿entiendes? ¡Sangre de animal!
– ¿Sangre de animal?
– Sí, presuntamente de cerdo, pero no lo sabemos aún, lo sabremos pronto.
La muestra de sangre humana había sido tomada desde el centro del baño de sangre. La sangre animal pertenece al área periférica.
Cerró la carpeta, pero permaneció sentada a su lado sin hacer ademán de querer moverse. No hablaron. Hanne percibió un aroma suave y agradable de after shave que no reconocía, olía bien. Ninguno de los dos tenía la menor idea de lo que podían significar las dos muestras de sangre.
– Si toda la sangre proviniera de un animal, la historia del gracioso cobraría más fuerza -susurró Hanne, al cabo de un rato, más para sus adentros que para Håkon-. El caso es que ahora no solo procede de un animal…
Miró el reloj y se alarmó.
– Tengo que salir pitando, la cerveza de los viernes con compañeros de promoción. Buen fin de semana.
– Sí, seguro que os sentará de maravilla -musitó, desalentado-. Me toca turno de guardia de sábado a domingo, todo un festín, con este tiempo. Ya no me acuerdo de la sensación que produce el frío.
– ¡Venga, feliz turno! -dijo sonriendo al salir por la puerta.
Una cervecita en contadas ocasiones con los viejos colegas de la academia, la fiesta de verano y la cena de Navidad constituían el escaso roce que mantenía con su quinta, en cuanto a su vida social, fuera del horario de oficina. Eran momentos amenos y muy distantes. Aparcó la moto y meditó si dejarla en un área tan abierta, en plena explanada de Vaterland, pero decidió tentar la suerte. Por si acaso, utilizó las dos cadenas para asegurarla mejor. Las enganchó a sendas ruedas y, a su vez, a dos postes metálicos adyacentes y muy oportunos.
Se quitó el casco, se sacudió el pelo, que se había quedado aplastado, y subió las escaleras del sospechoso antro que albergaba la parrilla urbana más recóndita de la ciudad; literalmente debajo de un puente de carretera.
Eran cerca de las cuatro y media y los demás llevaban ya unas cuantas pintas encima, a juzgar por el ruido. La recibieron con aplausos y gritos ensordecedores. Era la única mujer. De hecho, no había más gente en todo el local que los siete policías allí sentados. De entre los aposentos traseros salió una asiática menudita que se abalanzó sobre ellos.
– Una cerveza para mi chica -rugió Billy T., el monstruo que tanto había impresionado esa misma mañana a Finn Håverstad.
– No, no -dijo esquivando la invitación, y se pidió una Munkholm sin alcohol.
Al minuto tenía una Clausthaler encima de la mesa. Estaba claro que a la camarera le importaba poco un tipo de «sin» que otro; aunque a Hanne no le daba igual, no protestó.
– ¿Qué te traes últimamente entre manos, muñeca? -preguntó Billy T. arropándola con su brazo.
– Deberías deshacerte de este bigote -le contestó ella, tirando del enorme pelambre rojo, que había dejado crecer en un tiempo récord.
Hundió la cabeza entre los hombros haciéndose el ofendido.
– ¡Mi bigote! ¡Mi espléndido bigote! Tenías que haber visto a mis chicos, casi se mueren de miedo cuando me vieron la primera vez. ¡Y ahora quieren uno igual, todos!
Billy T. tenía cuatro hijos. Un viernes de cada dos, por la tarde, daba vueltas por la ciudad con su coche recogiendo en cuatro domicilios distintos a sus cuatro chavales. El domingo por la noche recorría la misma ruta de vuelta, entregando a cuatro chicos agotados y felices a la custodia más protectora de sus respectivas madres.
– Oye, Billy T., tú que lo sabes todo -empezó diciendo Hanne, después de que, ofuscado por el comentario bigotudo, el hombre retirara el brazo de su hombro.
– Ajá, y ¿se puede saber lo que estás buscando ahora? -bromeó.
– No, nada. Pero ¿sabes dónde conseguir sangre? ¿Cantidades ingentes de sangre?
Súbitamente, todos se callaron, salvo uno que estaba en medio de una buena historia y no se había percatado de lo que había dicho la mujer. Cuando se dio cuenta de que los demás se habían callado y de que estaban más intrigados por la pregunta de Hanne que por su chiste, agarró el vaso de cerveza y bebió.
– ¿Sangre? ¿Sangre humana? ¿Qué coño te pasa?
– No, sangre animal, de cerdo, por ejemplo, o de cualquier otra cosa, siempre que proceda de un animal y que se encuentre en Noruega, claro está.
– Pero, Hanne, si eso es elemental. ¡En un matadero, claro está!
Como si ella no hubiera llegado ya a esa conclusión.
– Sí, eso ya lo sé -dijo pacientemente-. Pero ¿puede cualquiera entrar en un matadero, como Pedro por su casa, y pedir lo que quiere, así, sin más? ¿Es posible comprar grandes cantidades de sangre en un matadero?
– Recuerdo que mi madre compraba sangre cuando era crío -soltó el más flaco de los policías-. Volvía a casa con la asquerosa sangre en una caja, hacía morcillas y cosas así, también tortitas de sangre.
Hizo una mueca rememorando el recuerdo de infancia.
– Sí, lo sé -dijo Hanne, aguantando con paciencia-. Existen carnicerías que todavía la venden. Pero, no dejaría de ser una circunstancia llamativa que alguien llegara y solicitase diez litros de sangre, ¿no creéis?
– ¿Tiene algo que ver con las masacres de los sábados, con respecto a lo que estás trabajando actualmente? -preguntó Billy T., ahora con más interés-. ¿Os han confirmado que es sangre animal?
– Algo por el estilo -informó Hanne, sin entrar en detalles sobre su propia apreciación.
– Pues comprueba en los mataderos de esta ciudad si alguien ha mostrado un interés llamativo por comprar sangre con descuento al por mayor. Es una tarea factible, incluso para vosotros, los vagos de la Sección Once.
Ya no estaban solos en el lúgubre local, dos chicas de veintitantos se habían sentado en el otro extremo del establecimiento. Un detalle que siete hombres en su mejor edad no dejaron pasar. Un par de ellos mostraron incluso cierta fascinación y Hanne sacó la conclusión de que se trataba de los dos del grupo que no tenían novia. Ella misma disparó una mirada fugaz a las chicas y le dio un vuelco el corazón. Eran lesbianas. No lo supo porque presentaran una estampa que respondiera a un patrón característico, pues una de ellas llevaba el pelo largo, y ambas tenían un físico de lo más corriente. Pero Hanne, al igual que todas las demás lesbianas, poseía un radar interno que hace posible descifrar estas cosas en una décima de segundo. Cuando, espontáneamente, las dos chicas se acercaron y se besaron dulcemente, no fue ya la única en saberlo.
Estaba furiosa, tal comportamiento la sacaba de sus casillas, se sentía provocada.
– Bolleras -susurró uno de los policías, el que, en principio, se sintió más atraído por las dos recién llegadas.
Los demás soltaron una ruidosa carcajada, todos menos Billy T. Uno de los chicos, fornido y rubio, alguien que nunca le había gustado a Hanne, solo le aguantaba, esbozó un chiste verde aprovechando la coyuntura. Billy T. lo interrumpió.
– Corta ya -le ordenó-. No nos importa un huevo lo que hagan esas chicas. Además… -un índice de increíbles dimensiones se hundió en el pecho del compañero rubio-, tus chistes no valen una mierda, escuchad este.
Treinta segundos después bramaron todos de risa. Una nueva ronda de pintas aterrizó sobre la mesa, pero para Hanne era ahora solo cuestión de dejar pasar el tiempo suficiente entre el episodio desafortunado del «bolleras» e irse de allí. Media hora debía bastar.
Se levantó, se puso la cazadora de cuero, les lanzó una sonrisa que significaba: «Suerte en vuestra travesía del viernes» y a punto estaba de irse cuando…
– Espera un poco, guapa -flirteó Billy T., y la cogió por el brazo.
– ¿Me vas a abrazar?
Se inclinó a regañadientes cuando él detuvo de golpe el movimiento y la miró fijamente, con una gravedad en los ojos que ella nunca había visto en él.
– Te quiero mucho, Hanne, ¿sabes? -dijo en voz baja, y le dio un fuerte abrazo.