Sábado, 22 de mayo

La noche no se había alargado más allá del programa de televisión Los hechos del sábado. Hanne ya se había dormido. Su pareja, una mujer de su misma edad (se llevaban solo tres semanas de diferencia), apenas la había visto en toda la semana. Incluso el Día de la Ascensión, Hanne desapareció al amanecer y volvió a las nueve de la noche para lanzarse de cabeza a la cama. Así que estaban recuperando algo del tiempo perdido. Habían dormido hasta tarde; habían dado una vuelta de cuatro horas en moto y habían parado en tres puestos de carretera a comer helado. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sentían como dos enamoradas. Aunque Hanne había estado dormitando a lo largo de una pésima mañana de sábado mientras Cecilie preparaba algo de comer, apenas probó la comida rociada con media botella de tinto, para volver a echarse en el sofá. Cecilie no supo muy bien si sentirse molesta o halagada. Se decidió por lo último, arropó a su amada y le susurró al oído:

– Debes de estar bastante segura de mis sentimientos, ¿verdad?

El dulce aroma de piel femenina mezclado con un suave perfume la retuvo. La besó con cuidado y acarició con la punta de su lengua la mejilla de la mujer dormida. Decidió despertarla.

Hora y media más tarde, sonó el teléfono. Era el de Hanne. Ambas lo reconocieron por el sonido. El de Cecilie tenía un timbre; el de Hanne repicaba. El hecho de que tuvieran dos números distintos hería profundamente a Cecilie. Nadie podía tocar el teléfono de Hanne, salvo ella misma, nadie en la comisaría de Oslo debía saber que compartía su hogar con otra mujer. El sistema telefónico era una de las pocas e indiscutibles reglas de sus quince años de convivencia.

El teléfono no dejaba de sonar; si hubiese sido el de Cecilie, lo habrían dejado que se cansara de llamar. Sin embargo, el ruido insistente hacía sospechar que podía tratarse de algo importante. Hanne exhaló una queja, se incorporó renqueante y quedó en pie, desnuda en el umbral de su dormitorio, mirando hacia la entrada.

– ¡Wilhelmsen, dígame!

– Aquí Iversen, de la guardia. Perdone que te llame tan tarde…

Hanne intentó vislumbrar el reloj de la cocina y pudo comprobar que era mucho más tarde de medianoche.

– No, ningún problema -contestó entre bostezos, sintiendo un escalofrío por la corriente de aire que venía del pasillo.

– Irene Årsby dijo que había que llamarte. Tenemos otra masacre del sábado noche para ti, tiene un aspecto espantoso.

Cecilie se aproximó inadvertidamente a su espalda y la envolvió con una bata rosa de felpa que lucía una fabulosa insignia de Harley-Davidson en el hombro.

– ¿Dónde?

– Una caseta modelo Moelv cerca del río Loelva. Estaba cerrada con un candado ridículo que cualquier niño habría conseguido abrir. No te puedes imaginar el horror que hay allí dentro.

– Sí, me imagino. ¿Habéis hallado algo que tenga algún interés?

– Nada, solo sangre por todas partes. ¿Quieres verlo?

Quería: los escenarios más sangrientos de crímenes inexistentes empezaban a interesarle cada vez más. Por otro lado, aunque la paciencia de Cecilie estaba hecha a prueba de bombas, no era inagotable y probablemente había alcanzado ya su límite.

– No, esta vez me basta con ver las fotos, gracias por llamar.

– ¡Vale!

Estaba a punto de colgar, cuando cambió bruscamente de idea.

– ¡Hola! ¿Sigues ahí?

– Sí.

– ¿Pudiste ver si había algo escrito en la sangre?

– Pues sí. Un número, varias cifras. Bastante ilegible, pero lo están fotografiando desde todos los ángulos.

– Bien, porque eso tiene mucha importancia. Buenas noches y… ¡gracias de nuevo!

– No hay de qué.

Hanne volvió a la cama de cabeza.

– ¿Es algo grave? -preguntó Cecilie.

– No, solo otro más de esos baños de sangre de los que te hablé. Nada importante.

Hanne se encontraba en el límite entre el sueño y la realidad, a punto de dormirse profundamente, cuando Cecilie la reenganchó a la vida.

– ¿Cuánto tiempo vamos a seguir con la división de teléfonos? -soltó con serenidad al aire, como si no esperara respuesta.

Mejor así, porque Hanne se dio la vuelta y permaneció recostada sin decir palabra. De repente, los edredones que siempre se solapaban y habían servido de abrigo común para las dos se fueron cada uno para su lado. Hanne se arrebujó en la colcha de pluma y siguió sin abrir la boca.

– No lo entiendo, Hanne. Lo he aceptado durante estos años, pero siempre dijiste que algún día las cosas serían distintas.

Hanne persistía en su silencio, en posición fetal, dándole la espalda, a modo de gélido rechazo.

– Dos números de teléfono. Nunca me has presentado a compañeros tuyos del trabajo y nunca he conocido a tus padres. Tu hermana es tan solo una persona de la que hablas para contar alguna anécdota de infancia. Tampoco podemos compartir la Navidad juntas.

Estaba embalada. Se sentó en la cama. Hacía más de dos años que no había tocado el tema y, aunque no albergaba la mínima esperanza de lograr nada con todo aquello, sintió que era de vital necesidad expresar que aún no se había acostumbrado a esa situación, que nunca se sentiría satisfecha de mantener esas mamparas herméticas contra todo lo que concernía a la vida de Hanne fuera del apartamento. Posó con cuidado la mano sobre la espalda de su compañera, pero la retiró inmediatamente.

– ¿Por qué todos nuestros amigos son médicos y enfermeras? ¿Por qué solo tenemos que relacionarnos con mi mundo? ¡Por Dios, Hanne, nunca he hablado con otro policía que no fueras tú!

– No se dice policía. -Las palabras salieron un poco ahogadas de entre las almohadas.

Cecilie intentó de nuevo poner su mano sobre la espalda que tenía delante, pero esta vez no tuvo que apartarla, el cuerpo entero respondió con una sacudida. Hanne no tenía nada que decir. Su amada cerró la boca. Llorando quedamente, se acostó con el cuerpo muy pegado a su mujer y, en ese preciso instante, decidió no volver a sacar el tema, al menos no hasta dentro de muchos años.

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