Sábado, 29 de mayo

No se dio cuenta del buen aspecto que presentaba hasta que transcurrió un buen rato. Alto, rubio y bastante ancho de espaldas. La ya muy consumida bombilla, cuya luz opaca iluminaba la puerta de entrada, reveló que su pelo se había batido en retirada en la zona de las sienes y que exhibía un moreno poco usual en esa época del año, a pesar del buen tiempo de las últimas semanas. Bajo la pálida luz, la piel de la mujer aparecía blanquecina como la leche, pero la del hombre era dorada, como la que produce el sol de Semana Santa.

Esquivó su propia sombra y sacó torpemente las llaves del amplio bolso de tela. Él seguía con detalle todos sus movimientos con un interés, cuando menos, llamativo, pensaba ella, como si hubiese apostado consigo mismo si la mujer estaba en condiciones o no de encontrar algo en todo este barullo.

– Vaya, parece que has encontrado las llaves; dicen que no se encuentra nada en un bolso de mujer.

Ella le obsequió con una sonrisa cansada. No tenía fuerzas para más, era demasiado tarde.

– Las chicas como tú no deberían estar fuera a estas horas de la noche -prosiguió, mientras ella abría la puerta.

La siguió al interior.

– Que duermas bien, ¿vale? -dijo, y desapareció subiendo las escaleras.

El buzón estaba vacío, igual que ella, que no se sentía muy bien. No había bebido mucho, un par de pintas; el problema eran aquellos locales llenos de humo. Los ojos le escocían y parecía que las lentillas estaban pegadas a sus globos oculares.

El edificio se había tranquilizado, solo un bajo lejano proveniente de un potente equipo de música vibraba ligeramente bajo sus pies.

La puerta tenía dos cerraduras de seguridad; «uno no podía ser lo suficientemente prudente; una mujer soltera en el centro de la ciudad…», opinaba su padre, que fue quien las montó. Solo una estaba en funcionamiento: «ya está bien de tanto pesimismo».

El olor y el calor hogareños le dieron la bienvenida. Dio un traspié en el tranco de la puerta. Apenas había penetrado con medio cuerpo al interior del piso, cuando él ya estaba ahí.

El susto fue más fuerte que el dolor en el momento de caer al suelo. Oyó que la puerta se cerraba a su espalda. La mano dura y fría sobre su boca la paralizó enteramente. La rodilla del hombre oprimía con fuerza y dureza la región lumbar y tiraba del cabello para levantar la cabeza. Su espalda estaba a punto de partirse en dos.

– Estate muy quieta, sé buena chica y todo irá bien.

La voz sonaba muy distinta a la que habló hacía tres minutos, pero sabía que era él y sabía lo que estaba buscando. Una chica de veinticuatro años que vive sola en el centro de Oslo no posee muchas cosas de valor que digamos. Salvo lo que él deseaba. Y ella lo sabía.

Pero no lo temía, podía hacerle lo que quisiera mientras no la matara. Tenía miedo a la muerte, solo a la muerte.

El dolor intenso le nubló la vista, ¿o fue porque hacía un buen rato que no había respirado? Soltó poco a poco la garra de su boca mientras le advertía que permaneciera en silencio. No fue necesario, la laringe estaba hinchada como si un enorme, doloroso y silencioso tumor lo bloqueara todo.

«¡Oh Señor! no dejes que me muera. No dejes que me muera. Que acabe rápido, rápido, rápido.»

Era su único pensamiento. Estaba aterrada.

«Puede hacer lo que quiera, pero, Señor, amado Señor, no dejes que me muera.»

Las lágrimas brotaron solas, un fluido silencioso, como si los ojos hubieran reaccionado por iniciativa propia. Parecían llorar de un modo inconsciente. De repente, el hombre se puso de pie. La espalda se quejó al recobrar su postura original y ella quedó yaciendo de cara al suelo. Pero no duró mucho tiempo. Él la agarró por la cabeza, una mano en la oreja derecha y la otra tirando del pelo, y la arrastró así hasta el salón. El dolor era descomunal. Intentó gatear, reptando, pero iban demasiado deprisa y los brazos no lograban mantener el mismo paso. El cuello se estiró desesperadamente tras él para no quebrarse. Se le volvió a nublar la vista.

«Señor mío, te lo ruego, no dejes que me muera.»

No encendió la luz. Una farola de la calle iluminaba el pasillo a través de la ventana, proporcionando la suficiente visión. La soltó en mitad del salón. Encogida en posición fetal, empezó a llorar de verdad, sin hacer mucho ruido entre sollozos y temblores. Se tapó la cara con las manos con la vana esperanza de que el hombre no siguiera ahí cuando volviera a mirar.

Súbitamente, estaba de nuevo encima de ella. Introdujo un trapo en su boca, era la bayeta de la cocina. El sabor rancio casi la ahoga. Sintió fuertes arcadas y se desmayó.

Cuando se despertó, la bayeta había desaparecido. Estaba tumbada en su propia cama y notó que estaba desnuda. El hombre estaba tendido encima de ella, sintió su pene entrar y salir con violencia, aunque el dolor alrededor de los tobillos era más intenso. Los pies estaban atados a las patas de la cama, con algo que no conseguía reconocer. Era cortante y parecía hilo de acero.

«Señor, santo Dios, no dejes que me muera. Nunca volveré a quejarme de nada.»

Finalmente sucumbió, no podía hacer nada. Intentó gritar, pero las cuerdas vocales seguían agarrotadas.

– Estás muy buena -jadeó el hombre entre dientes-. ¡Una tía tan buena como tú no puede pasearse la noche del sábado sin una polla!

El sudor de su frente goteaba sobre la cara de la mujer. Le quemaba la piel y ella empezó a mover la cabeza de un lado a otro para evitarlo. Durante un instante, el hombre soltó una de sus muñecas para propinarle una potente bofetada.

– ¡No te muevas!

Tardó mucho, no supo cuánto tiempo. Cuando hubo terminado, permaneció con todo el peso de su cuerpo encima de ella, resoplando. Ella no dijo nada, no hizo nada, apenas si existía.

Él se levantó poco a poco y le soltó las ataduras alrededor de sus pies. Era alambre de acero y tenía que haberlo traído consigo, pensó, pues no guardaba nada de eso en el piso. Aunque se hallaba libre para poder incorporarse, permaneció apática y tumbada. Él le dio la vuelta para colocarla boca abajo y ella no ofreció ninguna resistencia.

Volvió a echarse sobre ella y en un momento de indolencia pudo constatar que él mantenía su erección. No podía entender que estuviera ya listo para otra embestida unos minutos tras la eyaculación anterior.

Separó sus glúteos y la penetró. Ella no abrió la boca y se desmayó por segunda vez, pero le dio tiempo a repetir sus plegarias.

«Señor, tú que estás en los Cielos, no dejes que me muera. Solo tengo veinticuatro años, no dejes que me muera.»


No lo estaba o, al menos, abrigaba ese deseo. Continuaba tumbada en la misma posición, desnuda y boca abajo. En el exterior, el día apenas había iniciado su mañana dominical. Ya no era de noche. Una madrugada blancuzca de mayo entraba sigilosamente en el cuarto y su piel parecía casi azul. No se atrevió a moverse, ni siquiera para ver la hora en el despertador de la mesita. Se quedó así, en absoluto silencio, escuchando sus propios latidos durante tres horas. Entonces estuvo segura, se había ido.

Se levantó rígida y entumecida y bajó la vista para examinar su cuerpo. Los senos pendían inánimes, como si se lamentaran sobre su suerte o por su muerte. Los tobillos estaban muy hinchados y un hematoma en forma de anillo ancho abrazaba la parte inferior de ambas pantorrillas. El ano le dolía con intensidad, y una fuerte punzada subía desde la vagina hasta el estómago. Con serenidad y determinación casi imperturbables, despojó la cama de toda su ropa. Lo hizo con rapidez e intentó arrojarla al cubo de la basura, pero no era lo bastante grande. Llorando y con la cólera en aumento, trató en vano de introducirla con fuerza en la bolsa, pero tuvo que desistir y se quedó sentada, totalmente descompuesta, desnuda e indefensa sobre el suelo.

«Señor, ¿por qué no me dejaste morir?»


El timbre de la puerta sonó sin piedad y retumbó en todo el apartamento. El ruido la sorprendió y no pudo retener un grito.

– ¿Kristine?

La voz resonaba de lejos, muy remota, pero la inquietud atravesó las dos puertas.

– Vete -musitó, con la certeza de que no había oído nada.

– ¿Kristine? ¿Estás ahí?

El volumen de la voz era ya más potente y más preocupado.

– ¡VETE!

Toda la fuerza que le había faltado el día anterior, cuando más la había necesitado, se acumuló en ese único grito.

Al instante, se presentó delante de ella, intentando recobrar la respiración. Se le cayeron las llaves al suelo.

– ¡Kristine! ¡Mi niña!

Se agachó y rodeó con sus brazos el cuerpo desnudo y hecho un ovillo con mucho cuidado. El hombre temblaba de pánico y respiraba a toda velocidad. Ella quiso consolarlo, decir algo que hiciera que todo volviese a estar bien, decir que todo estaba en orden, que no había pasado nada. Pero cuando notó la tela rígida de la camisa de franela contra su rostro y el olor masculino, seguro y familiar, tuvo que rendirse.

Su imponente padre la abrazaba y la mecía de un lado a otro, como a una niña pequeña. Sabía lo que había sucedido. La ropa de cama que se salía del cubo de basura, la sangre alrededor de sus tobillos, la figura desnuda e indefensa, el llanto de desesperación que nunca había oído antes. La levantó, la trasladó al sofá y la tapó con una manta. La lana basta de la prenda le pinchaba sin duda la piel, pero decidió no ir por una sábana para no tener que soltarla. En cambio, se hizo a sí mismo una promesa sagrada mientras le acariciaba el cabello una y otra vez.

Pero no dijo nada.

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