Capítulo 10

Bill no devolvió la llamada esa noche, y salí a trabajar antes de que se pusiera el sol. Tenía un mensaje suyo en el contestador cuando volví a casa para vestirme para la «fiesta».

– Sookie, me costó descifrar tu mensaje -dijo. Su habitual voz calmada revelaba su exasperación-. Si piensas ir a esa fiesta, no vayas sola. No vale la pena. Que Sam o tu hermano te acompañen.

Bueno, iría con alguien mucho más fuerte, así que ya había cumplido con esa parte. De algún modo pensé que tener a Eric conmigo no tranquilizaría demasiado a Bill.

– Stan Davis y Joseph Velasquez te envían recuerdos, y Barry el botones también.

Sonreí. Estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la cama y llevaba solo un viejo albornoz de felpa. Me cepillaba el pelo mientras escuchaba los mensajes.

– Aún no he olvidado la noche del viernes -dijo Bill, con esa voz que me hacía temblar-. Nunca la olvidaré.

– ¿Y qué ocurrió la noche del viernes?

Pegué un grito. Una vez que el corazón volvió a mi cavidad torácica, me levanté de la cama y me lancé hacia él con los puños en alto.

– Ya eres lo suficientemente viejo como para saber que no has de entrar en casa de nadie sin antes llamar a la puerta. Además, ¿te he dicho que entraras? -Tenía que haberlo invitado, o Eric no podría haber pasado del umbral.

– Cuando me pasé el mes pasado para ver a Bill. Llamé a la puerta -dijo Eric, tratando de sonar herido-. No has respondido y creí oír voces, así que entré. Incluso he gritado tu nombre.

– Debes de haberlo susurrado. -Aún estaba furiosa-. ¡Pero has actuado mal, y lo sabes!

– ¿Qué es lo que vas a llevar a la fiesta? -preguntó Eric, cambiando de tercio-. Si es una orgía, ¿qué es lo que va a ponerse una buena chica como tú?

– Ni idea -dije, desinflada al recodar que aún no lo había decidido-. Supongo que esperan que vaya de la misma forma que lo hace una chica que está acostumbrada a ir a orgías, pero nunca he estado en una. No sé por dónde comenzar, aunque sí sé más o menos cómo acabar.

– Yo sí he estado en orgías -reconoció Eric.

– ¿Por qué no me sorprende? ¿Qué es lo que te pones?

– La última vez una piel de animal; pero dado que los tiempos cambian, he preferido llevar esto. -Eric vestía un abrigo largo. Se lo quitó de manera afectada y me quedé petrificada. Normalmente, Eric llevaba una camiseta y unos vaqueros azules. Hoy se había ataviado con una camiseta de tirantes rosa y unas mallas de licra. A saber de dónde los había sacado; no conocía ninguna marca que fabricara mallas de licra para hombres en talla XL. Eran de color rosa y azul, como los remolinos dibujados a los lados del camión de Jason.

– Guau -exclamé, ya que no se me ocurría otra cosa que decir-. Guau. Genial. -Cuando tienes delante de ti a un tío enorme vestido con licra, no hay mucho que quede a la imaginación. Resistí la tentación de pedirle que se diera la vuelta.

– No creo que pasara por una reinona -dijo Eric-, pero creo que de esta forma envío una señal bastante confusa. -Me pestañeó acarameladamente. Eric disfrutaba con todo aquello.

– Oh, sí -dije, mientras trataba de fijar la vista en otro sitio.

– ¿Quieres que mire en tu armario para buscarte algo adecuado? -sugirió Eric. Ya había abierto el cajón superior de mi comodín cuando lo detuve.

– ¡No! ¡No! ¡Ya encontraré algo! -Pero no hallé nada más sexy que unos pantalones cortos y una camiseta. No obstante, los pantalones eran de mis tiempos de estudiante, y se me pegaron a las piernas «como un capullo contiene a una mariposa», dijo Eric con lenguaje poético.

– Más bien me parezco a Daisy Dukes -refunfuñe, a la vez que me preguntaba si la tira del biquini que llevaba debajo se me quedaría grabada en el culo para el resto de mi vida. También me puse un sujetador azul acero con una camiseta de tirantes blanca que dejaba al descubierto gran parte del sujetador. Era uno de mis sujetadores de repuesto, y Bill ni siquiera lo había visto aún, así que esperé que no le pasara nada malo. Aún conservaba el bronceado; decidí llevar el pelo suelto.

– Hey, tenemos el pelo del mismo color -dije.

– Claro, pequeña -Eric me sonrió-. ¿Pero eres rubia en todas partes?

– ¿Te gustaría saberlo?

– Sí -reconoció sin más.

– Bueno, entonces tendrás que preguntar.

– Yo lo soy -dijo-. Por todas partes.

– Es fácil averiguarlo por el pelo del pecho.

Eric me levantó el brazo para mirarme la axila.

– Las mujeres estáis como regaderas. No deberíais depilaros -dijo, y me dejó caer el brazo.

Abrí la boca para decir algo, aunque me di cuenta de que la conversación acabaría mal, así que cambié de idea.

– Tenemos que irnos.

– ¿No te vas a echar colonia? -Estaba olisqueando todas las botellas de mi tocador-. ¡Hey, ponte esta! -Me acercó una botella y la cogí sin pensármelo dos veces. Alzó las cejas-. Tienes más sangre vampírica de lo que pensaba, señorita Sookie.

– Obsesión -dije, al mirar la botella-. De acuerdo.

Sin responder a su observación, me eché un poco de Obsesión entre los pechos y tras las rodillas. De esa forma me olería bien todo el cuerpo.

– ¿Cuáles son los planes, Sookie? -preguntó Eric mientras seguía todo el procedimiento con interés.

– Lo que haremos será ir a esa estúpida fiesta auto denominada orgía y mantenernos al margen en lo posible, mientras yo reúno información de las mentes de los invitados.

– ¿Información sobre qué?

– Sobre el asesinato de Lafayette Reynold, el cocinero del Merlotte.

– ¿Y por qué vamos a hacer eso?

– Porque Lafayette me caía bien. Y para limpiar la reputación de Andy Bellefleur.

– ¿Bill sabe que vas a tratar de salvar a un Bellefleur?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Sabes que Bill odia a los Bellefleur -respondió Eric, como si fuera un dato conocido en toda Luisiana.

– No -aclaré-. No tenía ni idea. -Me senté en la silla situada al lado de mi cama, con los ojos clavados en la cara de Eric-. ¿Por qué?

– Tendrás que preguntárselo a Bill, Sookie. ¿Y esa es la única razón por la que vas? ¿Seguro que no es una astuta excusa para quedar conmigo?

– No soy tan astuta, Eric.

– Creo que te subestimas, Sookie -opinó él con una sonrisa cegadora.

Recordé que ahora percibía mi estado de ánimo, según me había contado Bill. Me pregunté lo que sabía sobre mí que yo misma desconocía.

– Escucha, Eric -comencé, cuando salimos por la puerta y cruzamos el porche. Entonces tuve que pararme y pensar bien cómo decir lo que quería decir.

Aguardó. La noche se había nublado y los bosques parecían estar más cerca de la casa. Sabía que la noche tenía un aspecto más opresivo porque me dirigía a un lugar al que no quería ir. Iba a aprender cosas sobre la gente que no sabía y no quería saber. Resultaba un tanto estúpido buscar el tipo de información que me había llevado años aprender a bloquear. Pero lo cierto es que me sentía impelida a averiguar la verdad por Andy Bellefleur; y respetaba a Portia en cierta forma, ya que estaba decidida a realizar algo que le resultaba desagradable con tal de salvar a su hermano. Que Bill provocara en Portia un rechazo instintivo era algo incomprensible para mí, pero si Bill decía que él la asustaba, sería cierto. La mera idea de afrontar, esa misma noche, el auténtico rostro de personas a las que conocía desde pequeña me hacía encogerme de miedo.

»Cuida de mí esta noche ¿vale? -le dije sin rodeos-. No tengo intención de intimar con ninguna de esas personas. Supongo que estoy asustada por si ocurre algo, algo que llevara la situación demasiado lejos. Incluso aunque sirviera para aclarar el asesinato de Lafayette, no voy a liarme con ninguno de esos. -Eso era lo que me daba miedo de verdad, a pesar de que no lo había admitido hasta ahora: que algo saliera mal, que se estropeara todo y acabara convirtiéndome en una víctima. Cuando era niña, me sucedió una cosa que no fui capaz de controlar ni prevenir, algo increíblemente vil. Prefería morir antes que ser objeto de abusos otra vez. Por eso me defendí con tanta ferocidad de Gabe y quedé tan aliviada cuando Godfrey lo mató.

– ¿Confías en mí? -Eric sonaba sorprendido.

– Sí.

– Es… extraño, Sookie.

– No, creo que no. -De dónde provenía esa seguridad no tenía ni idea, pero estaba allí. Me puse un jersey de manga larga que había cogido antes de salir.

Sacudiendo su cabeza, y tras cerrarse el abrigo largo, Eric abrió la puerta de su Corvette rojo. Nadie en la fiesta podría decir que no teníamos estilo.

Le di las indicaciones precisas para llegar al lago Mimosa y le conté todo lo necesario sobre aquel asunto mientras conducíamos (volábamos) por la estrecha carretera de dos carriles. Eric conducía con gran entusiasmo y energía…, y también con la temeridad de quien no resulta herido con facilidad.

– Recuerda que yo sí soy mortal -remarqué después de pasar por una curva a tal velocidad que deseé que mis uñas fueran más largas para poder mordérmelas.

– Pienso sobre ello a menudo -contestó Eric, con los ojos fijos en la carretera de delante.

No sabía a lo que se refería, así que dejé que mi mente vagara para relajarme. El baño con Bill. El cheque que me daría Eric cuando cobrara a los vampiros de Dallas. El hecho de que Jason se hubiera citado con la misma mujer durante varios meses seguidos, lo que significaba que iba en serio con ella, o que se le habían acabado todas las mujeres disponibles (y unas cuantas de las no disponibles) en Renard. Era una noche fría y bonita, y estaba subida en un coche maravilloso.

– Estás feliz -dijo Eric.

– Sí. Lo estoy.

– Estarás a salvo.

– Gracias. Lo sé.

Señalé a la señal que rezaba «FOWLER» y que señalaba un camino casi oculto por mirtos y espinos. Giramos por una carretera de grava flanqueada por árboles. Eric frunció el ceño cuando el Corvette trastabilló al pasar por los grandes baches de la vía. Cuando la carretera se niveló, llegamos al lugar donde se erguía la cabaña. La inclinación de la cuesta era suficiente para alcanzar a ver el tejado un poco por debajo de la altura de la carretera que rodeaba el lago. Había cuatro coches aparcados sobre la tierra compactada que había frente a la cabaña. Tenían las ventanas abiertas para que entrara el frío de la noche, pero ya se dibujaban algunas sombras. Oí voces charlar, aunque no distinguí lo que decían. De repente no quise entrar en la cabaña de Jan Fowler.

– ¿Puedo ser bisexual? -preguntó Eric. No parecía molestarle; en todo caso aquello le divertía. Nos quedamos de pie, allí, junto al lado del coche de Eric, mirándonos a la cara.

– De acuerdo. -Me encogí de hombres. ¿Qué más daba? Era creíble. Capté un movimiento por el rabillo del ojo. Alguien nos estaba vigilando desde las sombras-. Nos vigilan.

– Entonces me comportaré de forma amistosa.

Ya habíamos salido del coche. Eric se inclinó, y sin moverse de forma brusca puso su boca sobre la mía. No me agarró, así que me sentí relajada. Sabía que como mínimo debería besar a los demás. Así que me concentré.

Tal vez tenía un don natural, perfeccionado por un gran profesor. Bill me consideraba una besucona excelente, y quería que estuviera orgulloso de mí.

A juzgar por el estado de la licra de Eric, tuve éxito.

– ¿Listo para entrar? -pregunté, concentrándome en mantener los ojos a la altura de su pecho.

– No del todo -confesó Eric-. Pero supongo que tenemos que hacerlo ya. Al menos estoy del humor adecuado.

Aunque era molesto pensar que esta era la segunda vez que había besado a Eric y que había disfrutado más de lo debido, una sonrisa curvó las esquinas de mi boca cuando cruzamos el terreno de la entrada. Subimos a una plataforma de madera, donde uno esperaría sillas plegables de aluminio y una gran barbacoa. La puerta exterior chirrió cuando Eric la abrió, y yo fui quien llamó a la interior.

– ¿Quién es? -dijo la voz de Jan.

– Sookie y un amigo -respondí.

– ¡Genial ¡Entrad! -gritó.

Cuando empujé la puerta, todas las caras de la habitación se giraron hacia nosotros. Las sonrisas de bienvenida se convirtieron en miradas sorprendidas cuando Eric entró detrás de mí.

Eric se colocó a un lado, con el abrigo bajo el brazo, y casi me eché a reír ante la variedad de expresiones. Después de la impresión al darse cuenta de que Eric era un vampiro, lo que ocurrió en el transcurso de un minuto o así, los ojos parpadearon y calibraron la longitud del cuerpo de Eric.

– Hey, Sookie ¿quién es tu amigo? -Jan Fowler, una divorciada múltiple que rondaría los treinta, vestía lo que parecía un salto de cama. Llevaba el pelo cuidadosamente alborotado y su maquillaje no habría desentonado tanto en un escenario, aunque quizá para una cabaña del lago Mimosa era excesivo. Pero como anfitriona, supongo que pensaría que podría llevar lo que le diera la gana en su propia orgía. Me deshice del jersey y soporté el mismo escrutinio al que habían sometido a Eric.

– Es Eric -dije-. Espero que no os importe que haya traído a un amigo.

– Cuantos más, mejor -dijo ella con auténtica sinceridad. Sus ojos no se apartaron del rostro de Eric-. Eric ¿quieres beber algo?

– ¿Sangre? -preguntó ansioso.

– Sí, creo que tengo algo de Cero por aquí -contestó ella, incapaz de alejar la vista de la licra-. A veces nosotros… fingimos. -Alzó las cejas con complicidad y le echó una mirada de soslayo.

– Ya no hay necesidad de fingir más -dijo Eric, devolviéndole la mirada. De camino a la nevera, golpeó el hombro de Huevos y su cara se iluminó.

Oh. Bueno, ya había averiguado unas cuantas cosas. Tara, detrás de él, estaba enfurruñada, con las cejas castañas fruncidas sobre sus ojos igual de castaños. Tara llevaba un sujetador y medias de rojo intenso; estaba muy guapa. Las uñas de pies y manos habían sido pintadas a juego, igual que los labios. Había venido preparada. La miré a los ojos y apartó la vista. No me hizo falta recurrir a la lectura de mentes para reconocer la vergüenza.

Mike Spencer y Cleo Hardaway estaban sentados en un sofá situado al lado de la pared izquierda. La casa consistía básicamente en una enorme habitación con un lavabo, una estufa en la pared de la derecha y un baño empotrado al fondo. La decoración se limitaba a muebles viejos, porque eso es lo que se hacía en Bon Temps con los muebles demasiado antiguos. No obstante, la mayoría de las cabañas del lago no dispondrían de una alfombra tan gruesa ni tampoco de un montón de almohadas tiradas por ahí, ni tendrían las ventanas pintadas. Además, los juguetes que había tirados por ahí me daban asco. Había cosas que ni sabía lo que eran.

Pero exhibí una falsa sonrisa y abracé a Cleo Hardaway, que es lo que solía hacer cuando la veía. Cierto es que cuando ella trabajaba en la cafetería del instituto iba con más ropa encima, pero las bragas ya eran bastante más que lo que Mike llevaba puesto.

Ya sabía que iba a ser malo, pero supongo que hay cosas para las que no te puedes preparar. Las enormes tetas de Cleo, color chocolate con leche, habían sido engrasadas con algún tipo de aceite, y las partes pudendas de Mike lucían igual de brillantes. Ni siquiera quería pensar en ello.

Mike trató de darme la mano, tal vez para que le ayudara con el aceite, pero me aparté y me dirigí a Huevos y Tara.

– Pensé que no vendrías -dijo Tara. Sonreía, pero no se lo estaba pasando bien. De hecho, parecía infeliz. Quizá el hecho de que Tom Hardaway se estuviera arrodillando enfrente de ella para besuquearle la pierna tuviera que tener algo que ver. O quizá fuera el súbito interés de Huevos por Eric. Traté de mirarla a los ojos, pero me sentía enferma.

Solo llevaba allí cinco minutos, pero ya se habían convertido en los cinco minutos más largos de mi vida.

– ¿Haces esto a menudo? -le pregunté a Tara. Huevos, con los ojos fijos en el trasero de Eric mientras este aún charlaba con Jan, empezó a juguetear con el botón de mis pantaloncitos. Había vuelto a beber. Lo podía oler. Tenía los ojos nublados y la mandíbula floja.

– Tu amigo es enorme -dijo, como si tuviera la boca hecha agua, y tal vez así fuera.

– Mucho más grande que Lafayette en todos los sentidos -susurré, y su mirada se encontró con la mía-. Imagino que sería bienvenido.

– Oh, sí -dijo Huevos, sin querer rebatir mi afirmación-. Sí, Eric… es muy grande. Es bueno tener variedad.

– Esto es lo mejor que vas a encontrar en el ambiente de Bon Temps -dije, esforzándome por no sonar muy alegre. Aguanté la lucha de Huevos con el botón. Aquello había sido un grave error. Huevos estaba pensando en el culo de Eric. Y en otras cosas también.

Hablando del diablo, Eric se colocó detrás de mí y me echó los brazos por encima, y después tiró de mí y me alejó de los torpes dedos de Huevos. Me apoyé en él, contenta de que estuviera allí. Me di cuenta de que eso se debía a que yo esperaba que Eric no se comportara de la manera que yo quería. Pero ver a la gente que conoces de toda la vida actuar de esa forma era asqueroso. No estaba muy segura de si podría mantener la compostura, así que me meneé entre los brazos de Eric, y cuando emitió un sonido de satisfacción me giré para encararlo. Le rodeé el cuello con los brazos y miré hacia arriba. Estuvo de acuerdo con mi sugerencia muda. Con mi cara oculta, mi mente era libre para vagar. Me abrí mentalmente mientas Eric me apartaba los labios con la lengua, con lo que me pilló con la guardia baja. Había algunos «emisores» más potentes en la habitación. Dejé de ser yo misma y me transformé en una cañería para los anhelos abrumadores del resto de la gente.

Casi llegué a saborear los pensamientos de Huevos. Recordaba a Lafayette, su delgado cuerpo bronceado, sus dedos talentosos y aquellos ojos recargados de maquillaje. También recordaba las sugerencias susurradas. Luego los mezcló con algunos pensamientos menos placenteros, Lafayette protestaba con violencia, de manera estridente…

– Sookie -me dijo Eric al oído, tan bajo que estuve segura de que no había nadie en la habitación que hubiera podido oírlo-. Sookie, tranquila. Te tengo.

Le acaricié el cuello con la mano. Advertí que había alguien detrás de él tratando de meterle mano.

La mano de Jan pasó al lado de Eric y comenzó a acariciarme el trasero. Puesto que me tocaba, podía leer sus pensamientos sin problemas; era una «emisora» excelente. Ojeé su mente como si fueran las páginas de un libro, y no hallé nada de interés. Solo pensaba en la anatomía de Eric y solo estaba preocupada por su propia fascinación con el pecho de Cleo. Nada que me sirviera.

Cambié de dirección y me introduje en la cabeza de Mike Spencer, donde encontré el asqueroso embrollo que había esperado de él. Mientras sobaba los pechos de Cleo con las manos tenía la mente puesta en una piel bronceada, abotargada y sin vida. Su propia carne se erizó al recordarlo. A través de sus recuerdos vi a Jan despierta en el sofá desvencijado, la queja de Lafayette acerca de que si no dejaban de hacerle daño le diría a todo el mundo lo que había hecho y con quién, y entonces Mike descargó los puños, Tom Hardaway se arrodilló sobre el pequeño pecho bronceado…

Tenía que salir de allí. No era capaz de soportarlo, aunque aún no hubiera averiguado lo que necesitaba saber. No tenía ni idea de cómo Portia lo había aguantado, sobre todo si tenemos en cuenta que no poseía el mismo «don» que yo.

Capté la mano de Jan, que me masajeaba el culo. Era la excusa más basta que había visto jamás para practicar sexo: sexo separado de la mente y del espíritu, del amor y del afecto. Incluso de la mera atracción.

Según mi amiga Arlene, casada cuatro veces, a los hombres les daba igual eso. Evidentemente, a algunas mujeres también.

– Tengo que salir de aquí -susurré pegada a la boca de Eric. Sabía que me oiría.

– No te despegues de mí -replicó, y fue casi como si lo hubiera oído dentro de la cabeza.

Me levantó y me echó sobre su hombro. Mi pelo colgaba hasta llegar a la altura de su muslo.

– Salimos fuera un minuto -le dijo a Jan, y escuché un fuerte sonido de succión. Le había dado un beso.

– ¿Puedo ir yo también? -preguntó, con voz a lo Marlene Dietrich. Menos mal que no se me veía la cara.

– En un rato. Sookie es un poco tímida -respondió Eric con un tono tan lleno de promesas como una bañera llena de un nuevo sabor de helado.

– Caliéntala a conciencia -comentó Mike Spencer con voz aterciopelada-. Todos queremos verla desmelenada.

– Lo haré -prometió Eric.

– La queremos caliente como un horno -apostilló Tom Hardaway desde las piernas de Tara.

Entonces, Dios bendijera a Eric, salimos por la puerta y me descargó sobre el capó del Corvette. Se puso sobre mí, pero la mayoría de su peso lo soportaban sus manos, que se apoyaban sobre el coche a la altura de los hombros.

Me estaba mirando; la cabeza le bailaba como la cubierta de un barco durante una tormenta. Tenía los colmillos fuera. Los ojos abiertos de par en par. Como el blanco de los ojos era tan intenso, lo podía apreciar a la perfección. Sin embargo, había demasiada oscuridad como para ver el azul de sus pupilas, aunque hubiera querido.

No quería.

– Eso ha sido… -comencé, y tuve que parar. Inhalé profundamente-. Llámame antigua si quieres, y no te culparé; después de todo fue idea mía. ¿Pero sabes qué pienso? Pienso que esto es algo horrible. ¿En realidad les gusta esto a los hombres? ¿Y a las mujeres? ¿Es divertido tener sexo con alguien que ni siquiera te gusta?

– ¿Te gusto yo, Sookie? -preguntó Eric. Se dejó caer sobre mí un poco más.

Oh-oh.

– Eric, ¿recuerdas por qué estamos aquí?

– Nos están mirando.

– Da igual. ¿Lo recuerdas?

– Sí, lo recuerdo.

– Tenemos que irnos.

– ¿Tienes alguna pista? ¿Has averiguado algo?

– No tengo más pistas que las que tenía esta noche, al menos que pueda usar en un tribunal. -Coloqué los brazos en torno a sus costillas-. Pero sé quién lo hizo. Fueron Mike, Tom y tal vez Cleo.

– Interesante -dijo Eric, con una total falta de sinceridad. Su lengua golpeó contra mi oreja. Era algo que me encantaba, por lo que el pulso se me aceleró. Tal vez no fuera tan inmune al sexo por el sexo como había pensado. Pero Eric me gustaba cuando no le tenía miedo.

– No, odio esto -dije, tras llegar a una conclusión interna-. No me gusta nada en absoluto. -Empujé a Eric con fuerza, pero no sirvió de mucho-. Eric, escúchame. He hecho todo lo que he podido por Andy Bellefleur y Lafayette, aunque no ha sido mucho. Tendrá que utilizar lo poco que he averiguado. Es policía. Encontrará algo que sirva ante un tribunal. No soy tan buena persona como para seguir con esto.

– Sookie -dijo Eric. No había escuchado ni una palabra-. Entrégate a mí.

Al menos era directo.

– No -dije, con el tono más decidido posible-. No.

– Te protegeré de Bill.

– ¡Tú eres quien va a necesitar protección! -Cuando me di cuenta de lo que había dicho, no me sentí muy orgullosa de la frase.

– ¿Crees que Bill es más fuerte que yo?

– No estoy teniendo esta conversación. -No tardé mucho en tenerla-. Eric, aprecio tu ayuda, y también el que hayas venido a un sitio tan horrible como este.

– Créeme, Sookie, esta mierda no es nada, nada en absoluto, comparada con algunos sitios en los que he estado.

Y no tuve duda alguna.

– De acuerdo. Pero es un lugar horrible para mí. Ahora me doy cuenta de que debería haber sabido que esto, ah, alentaría tus esperanzas, pero sabes que no he venido aquí para follar con nadie. Bill es mi novio. -Aunque las palabras «novio» y «Bill» sonaran ridículas en la misma frase, «novio» era la función que cumplía Bill en mi vida.

– Es un placer oír eso -dijo una voz fría y familiar-. No obstante, la escena que estoy viendo me haría dudar.

Estupendo.

Eric se quitó de encima de mí y yo me despegué del coche y salí corriendo en la dirección de la voz de Bill.

– Sookie -me dijo cuando me acerqué-, está visto que no te puedo dejar sola ni un momento.

Aunque no había demasiada iluminación, juzgué que no estaba muy contento de verme. Pero tampoco lo podía culpar por ello.

– He cometido un grave error -reconocí, hablando con el corazón. Lo abracé.

– Hueles como Eric -me dijo entre el pelo. Demonios, para Bill siempre olía a otros hombres. Una ola de vergüenza y pesar me recorrió, y me di cuenta de que algo iba a pasar.

Pero lo que ocurrió no era lo que esperaba.

Andy Bellefleur salió de entre los arbustos con una pistola en la mano. Sus ropas estaban rotas y manchadas, y el arma que portaba parecía enorme.

– Sookie, aléjate del vampiro -ordenó.

– No. -Me enrollé en torno a Bill. No sabía si lo estaba protegiendo a él o si era al revés. Pero si Andy nos quería separados, yo me quedaría pegada a Bill.

Hubo un súbito alboroto en el porche de la cabaña. Alguien estaba mirando fuera de la ventana (me pregunté si Eric sería el causante) porque, aunque no podían haber oído nuestras voces, la confrontación del claro había atraído la atención de los de dentro. Mientras Eric y yo estábamos en el patio, la orgía había seguido su curso. Tom Hardaway estaba desnudo, y Jan también. Huevos Tallie parecía borracho.

– Hueles como Eric -repitió Bill, con voz siseante.

Me aparté de él y me olvidé por completo de Andy y su pistola. Y también perdí la calma.

Es algo raro, pero no tan raro como solía. Casi había pasado a ser hilarante.

– Ya, claro ¡¿y tú a qué hueles?! ¡Por lo que sé te has tirado a seis mujeres! Eso no es jugar limpio, ¿no?

Bill se quedó con la boca abierta, aturdido. Detrás de mí, Eric comenzó a reírse. La multitud del porche estaba muda. Andy no se creía que todo el mundo ignorara al hombre de la pistola.

– Todos juntos -ordenó. Andy había bebido mucho.

Eric se encogió de hombros.

– ¿Te has enfrentado alguna vez a vampiros, Bellefleur? -preguntó.

– No -dijo Andy-. Pero te dispararé hasta que mueras. Tengo balas de plata.

– Eso es… -comencé a decir, pero la mano de Bill me tapó la boca. Las balas de plata solo eran fatales para los hombres lobo, aunque los vampiros tampoco reaccionaban bien ante la plata, por lo que un impacto en una zona vital les haría daño de verdad.

Eric alzó una ceja y se dirigió hacia los orgiásticos de la cubierta. Bill me cogió la mano y fuimos con él. Por una vez, me hubiera gustado saber lo que Bill estaba pensando.

– ¿Quién fue el culpable? ¿O fuisteis todos? -bramó Andy.

Todos guardamos silencio. Yo estaba al lado de Tara, que temblaba en ropa interior. Tara estaba asustada, algo nada sorprendente. Me pregunté si conocer los pensamientos de Andy sería de ayuda, y comencé a concentrarme en él. Los borrachos no son buenos emisores ya que solo piensan en estupideces, y sus ideas suelen ser muy confusas. Sus recuerdos también. Andy no pensaba en muchas cosas en este momento. No le caía bien nadie del claro, hasta se repugnaba a sí mismo, y estaba decidido a obtener la verdad de quien fuera.

– Sookie, ven aquí -gritó.

– No -negó Bill de forma expeditiva.

– ¡O está junto a mí en treinta segundos o le dispararé! -chilló Andy, señalando con la pistola en mi dirección.

– De hacer eso, morirás en menos de treinta segundos.

Lo creí. Andy también.

– No me preocupa -respondió Andy-. No sería una gran pérdida para el mundo.

Bueno, aquello estaba pasando de castaño a oscuro. Mi mala leche se había estado evaporando, pero aquello la hizo resurgir con renovadas energías.

Me liberé de la mano de Bill y me dirigí al patio con pasos decididos. No estaba tan cegada por la ira como para ignorar la pistola, aunque estuve tentada de agarrar a Andy por las pelotas y retorcerlas. Me dispararía, pero él también saldría herido. No obstante, eso era tan autodestructivo como la propia bebida. ¿Valdría la pena el exiguo momento de satisfacción?

– Ahora, Sookie, lee las mentes de todos esos y dime quién lo hizo -exigió Andy. Me agarró por la parte de atrás del cuello con sus grandes manos, como si fuera un cachorro, y me giró la cara para que mirara hacia la cubierta-. ¿Qué coño creéis que hago aquí, estúpidos cabrones? ¿Pensáis que es así como me divierto, con mierdecillas como vosotros?

Andy me zarandeó por el cuello. Soy muy fuerte y tendría bastantes posibilidades de zafarme y agarrar la pistola, pero no estaba tan segura como para arriesgarme. Decidí esperar un poco más. Bill trataba de decirme algo con la cara, pero no sabía el qué con certeza. Eric intentaba comunicarle algo a Tara. O tal vez a Huevos. No sabría decir.

Un perro ladró en la linde del bosque. Giré los ojos hacia allí, ya que no podía hacerlo con la cabeza. Estupendo. Sencillamente estupendo.

– Es mi collie -le dije a Andy-. Dean, ¿recuerdas?

Podría haber conseguido ayuda en forma humana, pero ya que Sam había llegado allí en forma de collie, tendría que mantenerse así o correr el riesgo de que lo descubrieran.

– Claro. ¿Qué está haciendo tu perro aquí?

– No lo sé. No le dispares, ¿vale?

– Nunca dispararía a un perro -dijo, impresionado.

– Oh, pero a mí sí, ¿no? -respondí con amargura.

El collie se acercó a donde estábamos. Me pregunté qué pasaba por la mente de Sam, si retenía la estructura mental humana mientras estaba en su forma favorita. Miré la pistola y los ojos de Sam/Dean me siguieron, pero no pude estimar si me entendía o no.

El collie comenzó a gruñir. Enseñó los dientes y se quedó mirando al arma.

– Atrás, chucho -dijo Andy, molesto.

Si pudiera agarrar a Andy durante un momento, los vampiros se encargarían de él. Traté de evaluar todos los movimientos en mi mente. Tendría que agarrar la mano de la pistola con las dos manos y obligarlo a apuntar hacia arriba. Pero con Andy sujetándome no iba a ser nada fácil.

– No, cariño -dijo Bill.

Mis ojos relumbraron en su dirección. Me sobresalté. Los ojos de Bill fueron de mi cara a algún punto detrás de Andy. Sabía algo.

– Oh, ¿a quién le han agarrado como a un cachorro? -preguntó una voz tras Andy. Maravilloso.

– ¿Es mi mensajera? -La ménade rodeó a Andy en un amplio círculo y se situó a su derecha, a un metro de él. No se encontraba entre Andy y el grupo de la cubierta. Aquella noche no llevaba nada puesto, iba desnuda. Supuse que Sam y ella habían estado en los bosques pasándoselo de miedo, y que oyeron el jaleo que estábamos montando. El pelo negro le caía en un revoltijo hasta llegar a sus caderas. No parecía tener frío. El resto de nosotros (salvo los vampiros) nos estábamos congelando. Habíamos venido a una orgía, no a una fiesta al aire libre.

»Hola, mensajera -me dijo la ménade-. Olvidé presentarme la última vez. Mi amigo canino me lo ha recordado. Me llamo Calisto.

– Señorita Calisto… -dije, ya que no tenía ni idea de cómo dirigirme a ella. Debería haber inclinado la cabeza, pero Andy aún me sostenía por el cuello. Comenzaba a dolerme.

– ¿Quién es el resuelto guerrero que te retiene? -Calisto se acercó un poco más.

No sabía cómo había reaccionado Andy, pero todo el mundo en la cubierta estaba asustadísimo, con excepción de Bill y Eric. Ellos dos retrocedieron, alejándose de los humanos.

– Andy Bellefleur -gruñí-. Tiene un problema.

Diría que la ménade se había adelantado algo más, ya que se me puso la piel de gallina.

– Nunca me habías visto antes, ¿verdad?

– No -admitió Andy. Sonaba confuso.

– ¿Soy bella?

– Sí -dijo él sin dudar.

– ¿Merezco tributo?

– Sí -dijo.

– Me encanta la embriaguez. Y tú estás muy borracho -dijo alegre Calisto-. Me encantan los placeres de la carne, y esa gente de ahí está llena de lujuria. Este es mi lugar.

– Bien -dijo Andy con ciertas dudas-. Pero uno de estos es un asesino, y necesito saber quién.

– No solo uno -musité. Para recordarme que estaba al final de su cañón, Andy me volvió a zarandear. Ya me estaba cansando de todo aquello.

La ménade se había acercado lo suficiente como para tocarme. Me palpó la cara y olí tierra y vino en sus dedos.

– No estás borracha -observó.

– No, señora.

– Y no has gozado de los placeres de la carne esta noche.

– Oh, solo necesito algo más de tiempo -aseguré.

Se rió. Su risa era profunda, eufórica. No cesaba.

La presa de Andy se debilitaba a medida que su desconcierto a causa de la ménade aumentaba. No sé lo que la gente de la cubierta creía estar viendo, pero Andy sabía que estaba ante una criatura de la noche. Me dejó ir de repente.

– Ven aquí, chica -me gritó Mike Spencer-. ¿Cómo estás?

Me encontraba sobre un montículo del terreno junto a Dean, que me lamía la cara con entusiasmo. Desde ese punto de vista, observé el serpentino brazo de la ménade alrededor de la cintura de Andy, que se pasó la pistola a la mano izquierda para poder devolver el cumplido.

– ¿Y qué es lo que quieres saber? -le preguntó ella. Su voz sonaba calmada y razonable. Levantó la larga vara con el penacho en su extremo. Se llamaba thyrsis; había buscado «ménade» en la enciclopedia. Ahora ya podía morir sabiendo que rebosaba de conocimientos.

– Una de estas personas mató a un hombre llamado Lafayette, y quiero saber quién -dijo Andy con la vehemencia de un borracho.

– Por supuesto que sí, cariño -canturreó la ménade-. ¿Lo averiguo para ti?

– Por favor -rogó.

– De acuerdo. -Escudriñó a la gente y señaló con el dedo a Huevos. Tara se agarró a su brazo para mantenerse junto a él, pero Huevos se encaminó hacia la ménade sin dejar de sonreír.

– ¿Eres una mujer? -preguntó.

– No, ni remotamente -dijo Calisto-. Has bebido mucho vino. -Lo tocó con el thyrsis.

– Sí -convino él. Ya no sonreía. Miró a los ojos a Calisto y comenzó a temblar. Los ojos de ella brillaban. Miré a Bill; tenía la mirada fija en el suelo. Eric miraba al capó de su coche. Ignorada por todo el mundo, repté hacia Bill muy despacio.

Era una situación muy complicada.

El perro me siguió, golpeándome con la nariz de manera ansiosa. Quería que me moviera más rápido. Llegué hasta las piernas de Bill y las abracé. Sentí su mano en mi pelo. Estaba tan asustada que ni me puse en pie.

Calisto envolvió con sus delgados brazos a Huevos y comenzó a susurrarle. Él asintió y le susurró algunas palabras. Después la besó y se quedó rígido.

Ella se paró ante Eric, que estaba más cerca de la cubierta que nosotros. Lo miró de arriba abajo y sonrió con aquella horrible sonrisa suya. Eric la miró a la altura del pecho, sin pasar la vista por sus ojos. Cuando Calisto lo dejó volver a la cubierta él se quedó totalmente quieto, con la mirada perdida en los bosques.

– Encantador -dijo-, encantador. Pero no para mí, trozo de carne muerta.

Entonces se dirigió a la gente de la cubierta. La ménade inspiró con fuerza e inhaló los olores de la bebida y el sexo. Olisqueó como si estuviera siguiendo un rastro, y luego se giró para encararse con Mike Spencer. Su cuerpo de mediana edad no resistía bien el frío de la noche, pero Calisto pareció encantada con él.

– Oh -dijo con tanta felicidad como alguien que acaba de recibir un regalo-. ¡Qué orgulloso eres! ¿Eres un rey? ¿Un gran soldado?

– No -respondió Mike-. Regento una funeraria. -No parecía muy seguro de sí-. ¿Qué es usted, señorita?

– ¿Alguna vez has visto algo como yo?

– No -dijo él, y los demás sacudieron la cabeza.

– ¿No recuerdas mi primera visita?

– No, señora.

– Pero ya me has hecho una ofrenda antes.

– ¿Yo? ¿Una ofrenda?

– Sí, cuando mataste al hombrecillo negro. El guapo. Era uno de mis servidores inferiores, y un adecuado tributo. Te agradezco el que lo dejaras fuera del bar; los bares son unos de mis lugares favoritos. ¿No me pudiste encontrar en los bosques?

– Señora, no hicimos ninguna ofrenda -dijo Tom Hardaway, con la piel oscura llena de pelillos erizados y el pene encogido.

– Yo te vi -dijo ella.

El silencio descendió sobre nosotros. Los bosques alrededor del lago, siempre llenos de pequeños ruidos y movimiento, enmudecieron. Muy, muy despacio, me puse de pie al lado de Bill.

»Me encanta la violencia del sexo, me encanta la temeridad del alcohol -dijo, soñadora-. Puedo recorrer kilómetros y kilómetros solo para no perderme el final.

El miedo que brotaba de los presentes comenzó a afectarme. Me cubrí la cara con las manos. Levanté los escudos más fuertes que fui capaz, pero apenas contenían el terror. Se me arqueó la espalda y me mordí la lengua para no hacer ningún ruido. Sentí a Bill girarse hacia mí, y de repente Eric apareció al otro lado; entre ambos me estrujaban. No era muy erótico el ser aplastada por dos vampiros en aquellas circunstancias. Su deseo de que guardara silencio me atemorizaba aún más, ya que, ¿qué podía asustar a un par de vampiros? El perro se apretó contra nuestras piernas, como si nos ofreciera su protección.

– Lo golpeaste durante el sexo -dijo la ménade a Tom-. Lo golpeaste porque eres orgulloso, y su servilismo te disgustaba y excitaba. -Extendió su mano huesuda para acariciar la cara oscura de Tom. Pude verle el blanco de los ojos-. Y tú -golpeó con suavidad a Mike con la otra mano-, tú también lo golpeaste, abrumado por la locura del momento. Entonces él amenazó con contarlo todo. -La mano de la ménade soltó a Tom y acarició a su mujer, Cleo. Esta se había puesto un jersey antes de salir, pero no lo llevaba abotonado.

Ya que aún no había atraído la atención de nadie, Tara comenzó a retroceder. Era la única que no estaba paralizada por el miedo. Capté una diminuta chispa de esperanza en su interior, el deseo de sobrevivir. Se metió bajo una mesa de hierro de la cubierta, se hizo un ovillo y apretó los ojos con fuerza. Estaba haciéndole un montón de promesas a Dios sobre su futura conducta si conseguía salir de aquella. El hedor del miedo de los otros llegó al paroxismo y me invadieron unos temblores al tratar de resistir tal avalancha de emisiones. No era yo misma. Solo existía el miedo. Eric y Bill se agarraron de los brazos para mantenerme inmóvil entre ambos.

Jan, desnuda, había sido ignorada por completo por la ménade. Supuse que no había nada en ella que llamara la atención de la criatura; Jan no era orgullosa, solo patética, y no se había tomado ni una copa aquella noche. Utilizaba el sexo para olvidarse de sí misma…, lo que nada tenía que ver con dejarse llevar en mente y cuerpo en un momento de maravillosa locura. Esforzándose, como siempre, en ser el centro del grupo, Jan cogió la mano de la ménade con una sonrisa coqueta. De repente empezó a convulsionarse; los ruidos de su garganta eran horribles. Echaba espumarajos por la boca y los ojos se le pusieron en blanco. Cayó sobre la cubierta y escuché sus tacones repiquetear contra la madera.

El silencio volvió. Pero algo crecía a unos pocos metros del grupo de cubierta: algo terrible, algo puro y espantoso. Su miedo aminoró un tanto y mi cuerpo se calmó. La tremenda presión de mi cabeza cedió. Pero una nueva fuerza ocupó su lugar, y era indescriptiblemente bella y malvada hasta la médula.

Se trataba de locura en estado puro. Locura sin sentido. De la ménade manaba la rabia berserker, la lujuria del saqueo, el orgullo más puro. Las sensaciones me arrollaron cuando la gente de la cubierta se vio abrumada. Me agité con violencia cuando la locura se vertió desde Calisto y se coló en los cerebros de los reunidos. Solo la mano de Eric sobre mi boca evitó que gritara como ellos. Lo mordí y saboreé su sangre, y lo escuché gruñir de dolor.

El griterío siguió y siguió y siguió, y entonces se produjeron sonidos horrorosos y húmedos. El perro, apretado contra nuestras piernas, gruñó.

De repente, todo acabó.

Me sentía como una marioneta a la que le hubieran cortado las cuerdas. Me dejé caer. Bill me cogió y me colocó una vez más sobre el capó del coche de Eric. Abrí los ojos. La ménade me miraba. Sonreía de nuevo y estaba bañada en sangre. Era como si alguien le hubiera vaciado un cubo de pintura roja sobre la cabeza; su pelo estaba empapado, así como cada rincón de su cuerpo desnudo, y hedía a ese olor cobrizo hasta un límite insoportable.

– Estuviste cerca -me dijo con una voz tan dulce como el sonido de una flauta. Se movió con pesadez, como si se hubiera atiborrado de comida-. Estuviste muy cerca. Quizá tanto como jamás estarás. O tal vez no. Nunca he visto a nadie enloquecer por la locura de otros. Un pensamiento entretenido.

– Entretenido para ti, tal vez -susurré.

El perro me mordió la pierna para hacerme volver en mí. Ella lo miró.

– Mi querido Sam -murmuró-. Cariño, te tengo que dejar.

El perro la miró con ojos cargados de inteligencia.

«Hemos pasado noches estupendas corriendo entre los bosques -dijo, sin dejar de agitar la cabeza-. Cazando conejos, mapaches…

El perro agitó la cola.

«Haciendo otras cosas.

El perro puso cara de felicidad y jadeó.

»Pero es hora de que me vaya, cariño. El mundo está lleno de bosques y de gente que necesita aprender la lección. Debo recibir mi tributo. No han de olvidarme. Me lo deben -dijo con voz hastiada-, me deben la locura y la muerte.

Se marchó en dirección al lindero del bosque.

»A fin de cuentas -dijo por encima del hombro-, la temporada de caza no dura siempre.

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