Aunque me lo hubiera propuesto, no podría haber caminado hasta la cubierta para comprobar lo que había ocurrido. Bill y Eric parecían impactados, y cuando eso ocurre lo mejor es que no vayas a investigar.
– Tendremos que quemar la cabaña -dijo Eric a unos metros de mí-. No hubiera estado mal que Calisto se hubiera ocupado de su destrozo.
– Nunca lo hace -dijo Bill-. Eso es lo que he oído. Es la locura. ¿Crees que a la locura le importa esto?
– Ni idea -dijo Eric. Por el ruido que hacía diría que estaba arrastrando algo. Algo pesado. Sé de unos cuantos locos como cabras que son bastante astutos.
– Cierto -convino Bill-. ¿Dejamos un par en el porche?
– ¿Tú qué crees?
– Tienes razón de nuevo. Es una noche extraña; estamos de acuerdo en demasiadas cosas.
– Me llamó y me pidió ayuda. -Eric respondía más al sentido implícito de la frase que a la afirmación de Bill.
– De acuerdo. Pero recuerda nuestro acuerdo.
– ¿Cómo iba a olvidarlo?
– Sabes que Sookie no está oyendo.
– Por mí no hay problema alguno -dijo Eric, y rió. Contemplé la noche y me pregunté, con no mucho interés, de qué demonios hablaban. Ni que yo fuera Rusia, esperando a ser dividida por algún dictador. Sam descansaba a mi lado, de nuevo en forma humana y desnudo. Hasta entonces no me había preocupado. El frío no lo molestaba, ya que era un cambiaforma.
– Hey, uno vivo -gritó Eric.
– Tara -gritó Sam.
Tara descendió por la cubierta. Me rodeó con los brazos y rompió a sollozar. Con toda la fatiga del mundo, la sujeté y dejé que se desahogara. Yo aún estaba vestida con las ropas de antes, y ella con su lencería cachonda. Parecíamos dos lirios en un estanque helado. Me enderecé y la apreté.
– ¿Habrá una manta en la cabaña? -le pregunté a Sam.
Trotó en dirección a la cubierta y me di cuenta de que la perspectiva desde detrás no era nada mala. Tras un minuto, volvió de nuevo (esta vista era aún mejor) y nos rodeó con una manta.
– Debo vivir -musité.
– ¿Por qué dices eso? -quiso saber Sam. No daba la impresión de estar muy alterado por los sucesos de aquella noche.
No podía decirle que era porque lo había visto correr en pelotas, así que cambié de conversación.
– ¿Cómo están Huevos y Andy?
– Parece un programa de radio -dijo Tara de súbito, y rió de manera estúpida. No me gustó mucho cómo sonó aquello.
– Están donde los dejaron -informó Sam-. Ahí quietos.
Eric y Bill estaban a punto de encender el fuego. Vinieron hasta nosotros para la comprobación de última hora.
– ¿En qué coche viniste? -le preguntó Bill a Tara.
– Oooh, un vampiro -dijo-. Eres el cariñito de Sookie ¿verdad? ¿Por qué estabas la otra noche con la perra de Portia Bellefleur?
– Es una mujer simpática -dijo Eric. Miró a Tara con una sonrisa condescendiente, como un criador de perros que considera a un cachorro mono, pero inferior.
– ¿En qué coche viniste? -preguntó Bill de nuevo-. Si aún te queda algo de sensatez, dímelo.
– Vine en un Camaro blanco -contestó, un poco más seria-. Conduciré hasta casa. O tal vez sea mejor que no. ¿Sam?
– Claro, yo te llevo. Bill, ¿me necesitas aquí?
– Creo que Eric y yo nos bastamos. ¿Te puedes llevar al flaco?
– ¿Huevos? Voy a ver.
Tara me dio un beso en la mejilla y comenzó a dirigirse hacia su coche.
– Me dejé las llaves puestas -gritó.
– ¿Y tu bolso? -La policía haría unas cuantas preguntas si encontrara el bolso de Tara en una cabaña repleta de cadáveres.
– Oh, está allí.
Miré a Bill sin decir nada y fue a coger el bolso. Volvió con un gran bolso de mano, lo suficientemente grande como para contener no solo lo habitual, sino una muda de ropa.
– ¿Es el tuyo?
– Sí, gracias -dijo Tara, y cogió el bolso como si tuviera miedo de que sus dedos tocaran los del vampiro. No había sido tan tímida horas antes.
Eric transportó a Huevos al coche.
– No recordará nada de esto -le dijo Eric a Tara mientras Sam abría la puerta de atrás para que el vampiro metiera a Huevos dentro.
– Desearía poder decir lo mismo. -Su cara pareció contraerse bajo el peso del conocimiento de lo que había ocurrido aquella noche-. Desearía no haber sabido nada de esa cosa, sea lo que sea que fuera. Para empezar, desearía no haber venido aquí jamás. Odiaba esto. Pensé que Huevos valía la pena. -Echó un vistazo a la forma inerme que descansaba en la parte de atrás-. Y no lo vale. Nadie.
– Puedo hacer que olvides -comentó Eric.
– No -dijo-. Necesito recordar esto, y de alguna manera soportar la carga del resto. -Me dio la impresión de que Tara había envejecido veinte años. A veces maduramos en un minuto; yo lo había hecho cuando tenía siete años y mis padres murieron. Tara lo había hecho esa noche.
– Pero con todos muertos salvo yo, Huevos y Andy, ¿no tenéis miedo de que hablemos? ¿Pensáis ir a por nosotros?
Eric y Bill intercambiaron miradas. Eric se colocó algo más cerca de Tara.
– Mírame, Tara -dijo con voz calmada, y ella cometió el error de mirar hacia arriba. Una vez que Eric fijó sus ojos en los de ella, comenzó a borrar lo que había pasado aquella noche. Ella estaba muy cansada para protestar, aunque tampoco hubiera servido de mucho. Si Tara era capaz de preguntar eso, es que no debía soportar la carga de tal conocimiento. Esperé que no repitiera los mismos errores, ahora que iba a olvidar las consecuencias de los mismos; pero no se podía permitir que se fuera de la lengua.
Huevos y Tara, en el coche de Sam (que había tomado prestados sus pantalones), ya estaban de camino a la ciudad para cuando Bill encendió el fuego que consumiría la cabaña. Eric contó los huesos de la cubierta para asegurarse que los cuerpos estaban más o menos completos, y así no despertar las sospechas de los investigadores. Cruzó el patio para estudiar a Andy.
– ¿Por qué Bill odia tanto a los Bellefleur? -pregunté otra vez.
– Es una vieja historia -aseguró Eric-. De antes de que Bill cambiara. -Pareció satisfecho con el estado de Andy y marchó de vuelta al trabajo.
Oí un coche aproximarse, y Eric y Bill se plantaron en el patio de inmediato. Oí un chisporroteo en el extremo más lejano de la cabaña.
– No podemos prender el fuego en varios lugares, o sabrán que no fue natural -le dijo Bill a Eric-. Odio a la policía científica.
– Si no hubiéramos decidido salir a la palestra, tendrían que culpar a uno de ellos -dijo Eric-. Pero nos hemos convertido en cabezas de turco muy atractivas… Es irritante, sobre todo cuando piensas en que somos mucho más fuertes que ellos.
– Hey, chicos, no soy un marciano. Soy una humana y os puedo oír la mar de bien -les aclaré. Estaba mirándolos cuando en sus caras se dibujó una expresión de vergüenza casi imperceptible, justo en el momento en que Portia se bajó del coche y corrió hacia su hermano.
– ¿Qué le habéis hecho a Andy? -gritó, con voz dura y seca-. Malditos vampiros… -Le apartó el cuello de la camisa y comenzó a buscar marcas de mordiscos.
– Le han salvado la vida -le expliqué.
Eric miró a Portia durante largo tiempo, evaluándola, y luego comenzó a buscar los coches de los celebrantes. Había conseguido las llaves, aunque no quería imaginar cómo.
Bill fue hasta Andy.
– Despierta -dijo con voz queda, tan queda que solo resultaba audible a pocos centímetros.
Andy parpadeó. Me miró a mí, confundido ante el hecho de que no me estuviera sujetando. Miró a Bill, que estaba pegado a él, y parpadeó, con la impresión de que se iba a vengar de él. También se dio cuenta de que Portia estaba a su lado. Luego fijó la vista en la cabaña.
– Está ardiendo -observó, despacio.
– Sí -dijo Bill-. Todos están muertos, salvo los dos que se han marchado a la ciudad. No saben nada.
– Entonces…, ¿estas personas mataron a Lafayette?
– Sí -dije-. Mike y los Hardaway, y supongo que Jan también lo sabía.
– Pero no tengo ninguna prueba.
– Oh, creo que sí -apostilló Eric. Estaba mirando dentro del maletero del Lincoln de Mike Spencer.
Todos fuimos allí. Para la visión mejorada de Eric y Bill no fue difícil descubrir los rastros de sangre, ropas manchadas y una cartera. Eric cogió la cartera y la abrió con cuidado.
– ¿De quién es? -preguntó Andy.
– Lafayette Reynold -dijo Eric.
– Así que si dejamos los coches como están y nos largamos, la policía sabrá lo que hay en el maletero y quedaré libre de sospecha.
– ¡Gracias a Dios! -dijo Portia, suspirando. Su cara plana y el denso pelo castaño brillaron al ser alcanzados por un rayo de luz de luna que se filtraba entre los árboles-. Andy, vámonos a casa.
– Portia -dijo Bill-, mírame.
Ella lo miró, y luego apartó la vista.
– Siento haberte metido en esto -se excusó ella con rapidez. Estaba avergonzada por disculparse ante un vampiro-. Solo quería que uno de estos me invitara, para así averiguar lo que había pasado.
– Sookie lo hizo por ti -añadió Bill con suavidad.
La mirada de Portia se clavó en mí.
– Espero que no lo pasaras muy mal, Sookie -dijo, sorprendiéndome.
– Fue horrible -admití. Portia se encogió-. Pero se acabó.
– Gracias por ayudar a Andy.
– No estaba ayudando a Andy. Estaba ayudando a Lafayette -restallé.
Ella tomó aire.
– Por supuesto -dijo con cierta dignidad-. Era tu compañero de trabajo.
– Era mi amigo -corregí. Su espalda se envaró.
– Tu amigo -repitió.
El fuego devoraba la cabaña, y pronto acudirían la policía y los bomberos. Era hora de largarse.
Me percaté de que ni Eric ni Bill se proponían eliminar los recuerdos de Andy.
– Mejor que salgáis de aquí -le dije-. Vete a casa con Portia y decidle que jure que estuvisteis allí toda la noche.
Sin decir una palabra, hermano y hermana se subieron al Audi de ella y se marcharon. Eric se metió en el Corvette para volver a Shreveport, y Bill y yo nos fuimos en dirección a su coche, oculto en los árboles próximos a la carretera. Me llevó a cuestas, como le gustaba hacer. Tenía que admitir que a mí también me gustaba de cuando en cuando. Sin lugar a dudas, esta era una de esas veces.
No faltaba mucho para que amaneciera. Una de las noches más largas de mi vida estaba a punto de concluir. Me apoyé contra el asiento del coche, extenuada.
– ¿Adónde ha ido Calisto? -pregunté a Bill.
– Ni idea. Va de un sitio a otro. Son pocas las ménades que sobrevivieron a la pérdida de su dios; las que lo hicieron se dispersaron entre los bosques, y desde entonces vagan por ellos. Antes de que su presencia sea advertida, cambian de lugar. Se les da bien. Les encantan la guerra y su locura. Siempre están cerca de un campo de batalla. Creo que todas se irían a Oriente Medio si allí hubiera más bosques.
– Y Calisto estaba aquí porque…
– Solo pasaba por la zona. Se ha quedado dos meses, ahora se marcha. ¿Quién sabe adónde? A las Everglades, o tal vez siga el río hasta las Ozark.
– Me resulta difícil de creer que Sam…, eh, hiciera buenas migas con ella.
– ¿Así lo llamas? ¿Nosotros solo hacemos buenas migas?
Lo agarré del brazo, lo que se parecía bastante a apretar un tarugo de madera.
– Tú… -dije.
– Tal vez solo quisiera desmelenarse un poco -comentó Bill-. Para Sam es complicado encontrar a alguien que sea capaz de aceptar su auténtica naturaleza. -Bill hizo un alto significativo.
– Tienes razón. -dije. Recordé a Bill cuando volvía a la mansión de Dallas, todo rosado, y tragué saliva-. Pero la gente que se ama no se separa a la ligera. -Pensé en cómo me había sentido cuando supe que se le había visto con Portia, y también en cómo reaccioné cuando lo vi durante el partido. Extendí la mano sobre su muslo y le di un apretoncito suave.
Con los ojos fijos en la carretera, sonrió. Sus colmillos salieron un poquitín.
– ¿Qué pasó con los cambiaformas de Dallas? -pregunté tras un momento.
– Lo arreglamos en una hora, o más bien lo hizo Stan. Les ofreció su rancho las noches de luna llena durante los cuatro meses siguientes.
– Qué amable.
– Eso no le cuesta nada. Y además él no puede cazar a cierto ciervo, como Stan mismo señaló.
– Oh -dije al comprenderlo-. Oooooh -añadí después de un instante.
– Ellos sí lo pueden cazar.
– Lo pillo.
Cuando volvimos a casa, faltaba muy poco para que amaneciera. Eric ya estaría en Shreveport. Mientras Bill se duchaba, comí un poco de mantequilla de cacahuete y gelatina, ya que llevaba sin tomar nada desde ya no recordaba cuándo. Luego me cepillé los dientes.
Al menos Bill no tenía que irse corriendo. Había dedicado varias noches a crear un hueco para él en mi casa. Quitó el fondo del armario de mi antiguo dormitorio, el que había usado durante años antes de que mi abuela muriera y yo me mudara al suyo. Había transformado el suelo del armario en una trampilla, para así poder abrirla, trepar dentro y cerrarla después. Nadie lo sabía excepto yo. Si aún estaba despierta cuando él se iba a dormir, le colocaba un par de zapatos y una maleta en el armario para darle un aspecto más natural. Bill dormía dentro de una caja, lo que no era un lugar muy limpio. Aunque solo lo utilizaba de vez en cuando.
– Sookie -me llamó desde el baño-. Ven, voy a cepillarte.
– Pero si me cepillas me costará dormir.
– ¿Por qué?
– Porque me frustrarás.
– ¿Te frustraré?
– Porque estaré limpia pero… me sentiré falta de cariño.
– Amanecerá en breve -afirmó Bill, con la cabeza por fuera de la cortina del baño-. Tendremos más tiempo mañana a la noche.
– Si Eric no nos hace ir a algún sitio -musité cuando su cabeza se hallaba bajo el agua de nuevo. Como de costumbre, acababa con casi toda mi agua caliente. Me quité los pantalones cortos y decidí tirarlos al día siguiente. Me saqué la camiseta por la cabeza y me tendí en la cama para esperar a Bill. Al menos mi nuevo sujetador estaba intacto. Me giré hacia un lado y cerré los ojos para atenuar la luz que provenía de la puerta del baño.
– ¿Cariño?
– ¿Ya has salido de la ducha? -pregunté medio dormida.
– Sí, hace unas doce horas.
– ¿Qué? -Abrí los ojos de par en par. Miré a las ventanas. No era noche cerrada pero sí estaba muy oscuro.
– Te has quedado dormida.
Tenía una manta encima, y aún llevaba puestos el sujetador azul acero y las bragas de la otra noche. Me sentía como un trozo de pan enmohecido. Mire a Bill. Estaba desnudo.
– No te vayas lejos -dije y fui a hacer una visita al baño. Cuando volví, Bill me estaba esperando en la cama, apoyado sobre un codo.
– ¿Has visto lo bien que me queda la ropa que me conseguiste? -Di una vuelta para que me apreciara en su justa medida.
– Encantador, pero creo que llevas demasiada ropa para la ocasión.
– ¿Qué ocasión es esa?
– El mejor sexo de tu vida.
Una ola de lujuria me recorrió, pero no dejé que mi cara lo reflejara.
– ¿Estás seguro de que será el mejor?
– Por supuesto -dijo él, con una voz tan fría y suave que era casi como si el agua fluyera entre las rocas-. Estoy seguro, y te lo voy a demostrar.
– Adelante -lo invité con una sonrisa en los labios.
No veía sus ojos, pero sí advertí que me devolvía la sonrisa.
– Encantado -dijo.
Poco tiempo después yo trataba de recuperarme y él estaba tirado sobre mí, con un brazo sobre mi estómago y una pierna sobre mi brazo. Tenía la boca tan cansada que apenas podía besarle el hombro. La lengua de Bill se dedicaba a lamerme las pequeñas marcas de mordiscos con suma delicadeza.
– ¿Sabes lo que necesitamos? -dije, demasiado perezosa para moverme siquiera.
– ¿Qué?
– Un periódico.
Después de un largo silencio, Bill se desenrolló de mí y se acercó a la puerta principal. La chica de los periódicos se para en el camino de mi casa y me lanza el periódico al porche, ya que le pago una muy buena propina.
– Mira -dijo Bill, y abrí los ojos. Sostenía un plato recubierto de papel de aluminio. Llevaba el periódico bajo el brazo.
Salí de la cama y fuimos a la cocina. Me puse la bata rosa y lo seguí. Él aún estaba desnudo, y disfruté del espectáculo.
– Hay un mensaje en el contestador -advertí mientras preparaba café. Lo más importante ya estaba hecho. Después, desenvolví el papel de aluminio y vi un pastel recubierto de chocolate y tachonado de pacanas que se agrupaban en forma de estrella.
– Este es el pastel de chocolate de la señora Bellefleur -dije, impresionada.
– ¿Sabes de quién es solo con mirarlo?
– Claro. Es un pastel famosísimo. Una leyenda. Nada está tan bueno como el pastel de la señora Bellefleur. Cuando participa con él en la feria del condado siempre se lleva el premio. Y siempre lo hace cuando una persona muere. Jason dice que vale la pena morirse solo para conseguir un pedazo del pastel de la señora Bellefleur.
– Huele a las mil maravillas -dijo Bill, para mi sorpresa. Se inclinó y olisqueó. Bill no respiraba, así que no me imaginaba cómo era capaz de oler, pero lo hacía-. Si lo llevaras como perfume, te comería sin dudarlo.
– Ya lo has hecho.
– Otra vez.
– No me lo puedo creer. -Me serví otra taza de café. Miré el pastel, aún extasiada-. Ni siquiera tenía idea de que supiera dónde vivo.
Bill pulsó el botón del contestador.
– Señorita Stackhouse -dijo la voz de una anciana aristócrata sureña-. Llamé a la puerta, pero debía usted de estar muy ocupada. Le dejé un pastel de chocolate, ya que no sabía cómo agradecerle lo que Portia me ha dicho que usted hizo por mi nieto Andrew. Algunas personas me han comentado que el pastel está muy bueno. Espero que usted lo disfrute. Si en algún momento le puedo ser de ayuda, dígamelo.
– No ha dicho su nombre.
– Caroline Holliday Bellefleur espera que todo el mundo sepa quién es.
– ¿Quién?
Eché una mirada a Bill, que estaba junto a la ventana. Yo estaba sentada sobre la mesa de la cocina, bebiendo café en una de las tazas adornadas con flores de mi abuela.
– Caroline Holliday Bellefleur.
Bill no podía empalidecer más, pero su turbación me resultó igual de obvia. Se sentó de golpe en la silla de enfrente.
– Sookie ¿me haces un favor?
– Claro, cariño. Dime.
– Ve a mi casa y tráeme la Biblia que tengo en la librería acristalada del pasillo.
Parecía muy molesto, así que agarré las llaves del coche y conduje vestida aún con mi albornoz, con la esperanza de no encontrarme a nadie conocido por el camino. Poca gente vivía por la zona, y menos gente aún estaría fuera a las cuatro de la mañana.
Llegué a la casa de Bill y encontré la Biblia justo en el lugar donde había dicho. La saqué de la librería con mucho cuidado. Era muy antigua. Estaba tan nerviosa que casi tropecé con los escalones de casa. Bill seguía donde lo había dejado. Cuando deposité la Biblia delante de él, la contempló durante largo tiempo. Comencé a dudar si la cogería. Pero no pidió ayuda, así que aguardé. Por fin colocó la mano sobre ella, y los níveos dedos acariciaron la cubierta de cuero. El libro era enorme, y la letra dorada de la cubierta muy elaborada.
Bill abrió el libro con delicadeza y giró la página. Miraba un árbol genealógico, escrito con tinta desvaída y diferente letra en cada entrada.
– Estas son mías -susurró-. Estas de aquí. -Señaló unas pocas líneas.
Tenía el corazón en la garganta cuando rodeé la mesa para mirar por encima de él. Puse la mano sobre su hombro con la intención de recordarle el presente.
Apenas lo podía leer.
«William Thomas Compton», había escrito su madre, o tal vez su padre. «Nacido el 9 de abril de 1840». Otra entrada indicaba: «Fallecido el 25 de noviembre de 1868».
– Tienes un cumpleaños -comenté antes de darme cuenta de la estupidez que había soltado. Nunca había caído en la cuenta de que tuviera uno.
– Fui el segundo hijo -dijo Bill-. El único que creció.
Recuerdo que Robert, el hermano mayor de Bill, había muerto cuando tenía doce años o algo así, y otros dos niños habían muerto en la infancia. Todos estos nacimientos y muertes habían quedado registrados en la página que descansaba bajo los dedos de Bill.
»Sarah, mi hermana, murió sin hijos. -Ya me lo había dicho-. Su marido, un hombre joven, murió en la guerra. Todos los hombres jóvenes morían en la guerra. Pero yo sobreviví, solo para caer después. Esta es la fecha de mi muerte, al menos en lo que respecta a mi familia. Está escrita con la letra de Sarah.
Apreté los labios para no emitir ni un sonido. Había algo en la voz de Bill y en la forma en que tocaba la Biblia que emanaba un profundo pesar. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
»Aquí está el nombre de mi esposa -dijo, con voz más queda a cada segundo que pasaba.
Me incliné una vez más para leer: «Caroline Isabelle Holliday». Por un segundo, la habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor, hasta que me di cuenta de que no podía ser.
»Y tuvimos hijos -continuó-. Tres hijos.
Sus nombres también estaban allí. «Thomas Charles Compton, n. 1859». Había quedado embarazada justo después de casarse.
Nunca tendría un hijo con Bill.
«Sarah Isabelle Compton, n. 1861». Llamada así por su tía y por su madre. Había nacido justo cuando Bill había marchado a la guerra. «Lee Davis Compton, n. 1866». Nació justo cuando él volvió a casa. «Muerto en 1867», había añadido una mano diferente.
»Los bebés morían como moscas por entonces -susurró Bill-. Tras la guerra no teníamos nada, ni siquiera medicinas.
Estaba a punto de largarme de la cocina, pero me di cuenta de que si Bill era capaz de aguantarlo, yo debía hacerlo también.
– ¿Y los otros dos niños? -inquirí.
– Vivieron -dijo, y la tensión de su cara disminuyó un poco-. Entonces fue cuando los abandoné. Tom solo tenía nueve años cuando morí, y Sarah contaba con siete. Era rubia, como su madre. -Bill sonrió un poco, una sonrisa que nunca había visto antes reflejarse en su cara. Tenía un toque muy humano. Era como ver a una persona diferente sentada allí, en la cocina, alguien que no era el mismo con quien había hecho el amor hacía una hora. Saqué un pañuelo de papel de la caja y me limpié la cara. Bill estaba llorando; le alargué otro. Me miró con sorpresa, como si hubiera esperado ver algo diferente…, tal vez un pañuelo de algodón con iniciales. Se lo pasó por las mejillas. El pañuelo se volvió rojo.
– Nunca los volví a ver -comentó-. No volví hasta que ya no quedó posibilidad alguna de que siguieran vivos. Hubiera sido muy cruel. -Siguió leyendo la página-. Mi descendiente Jessie Compton, de quien recibí mi casa, fue el último de mi línea directa -dijo Bill-. La línea de mi madre también se fue perdiendo; los actuales Loudermilk son solo parientes lejanos. Pero Jessie desciende de mi hijo Tom, y por lo que parece, mi hija Sarah se casó en 1881. ¡Sarah tuvo un niño! ¡Tuvo un niño! ¡Cuatro niños! Pero uno nació muerto.
Ni siquiera me veía capaz de mirar a Bill. En su lugar, fijé la vista en la ventana. Había comenzado a llover. A mi abuela le encantaba su tejado de hojalata, así que cuando tocó cambiarlo tuvimos que buscar otro igual. El repiqueteante sonido de la lluvia era el más relajante que conocía. Pero no aquella noche.
»Fíjate, Sookie -dijo Bill, a la vez que señalaba-. ¡Mira! La hija de Sarah, llamada Caroline por su abuela, se casó con un primo suyo, Matthew Phillips Holliday. Y su segunda hija fue Caroline Holliday. -La cara le brillaba.
– Así que la vieja señora Bellefleur es tu tataranieta.
– Sí.
– Entonces, Andy -continué, antes de pararme a pensar-, es tu, eh, tata-tata-tata-tataranieto. Y Portia…
– Sí -añadió, algo menos contento.
No tenía ni idea de qué decir, así que por una vez me callé. Después de un rato pensé que estaría mejor sin mí, por lo que traté de escurrirme hacia la cocina.
– ¿Qué es lo que les hace falta? -me preguntó, agarrándome del brazo.
De acuerdo.
– Dinero -repliqué de inmediato-. No les puedes ayudar con sus problemas personales, pero no andan muy bien de ingresos. La vieja Bellefleur no dejará la casa, pase lo que pase, y eso está acabando con sus ahorros.
– ¿Es orgullosa?
– Has escuchado su mensaje. Si no supiera que su segundo nombre es Holliday, «Orgullosa» hubiera sido mi primera opción. -Le eché un vistazo-. Supongo que le viene de familia.
Ahora que Bill sabía que podía ayudar a sus descendientes, parecía sentirse mucho mejor. Estaba segura de que pasaría un par de días recordando, pero no me molestaba. Aunque si se proponía convertir a Andy y Portia en preocupaciones constantes, sería algo más problemático.
»No te caían bien los Bellefleur antes de saber esto -dije, sorprendiéndome a mí misma-. ¿Por qué?
– ¿Te acuerdas de cuando hablé para la asociación de tu abuela, los Descendientes de la muerte gloriosa?
– Claro.
– ¿Te acuerdas de la historia de un soldado herido en el campo de batalla, uno que pedía auxilio? ¿Y que mi amigo Tolliver Humphries trató de salvarlo?
Asentí.
»Tolliver murió en el intento -dijo Bill, monocorde-. Y el soldado herido siguió pidiendo auxilio tras la muerte de mi amigo. Conseguimos rescatarlo durante la noche. Su nombre era Jebediah Bellefleur. Tenía diecisiete años.
– Dios mío. Así que eso era todo lo que sabías de los Bellefleur hasta ahora.
Bill inclinó la cabeza en gesto afirmativo.
Me esforcé por pensar en algo digno de decir en tal momento. Algo sobre el puzzle cósmico. El mundo es un pañuelo.
Probé a marcharme una vez más, pero Bill me agarró del brazo y me acercó hacia él.
– Gracias, Sookie.
Eso era lo último que pensaba que me diría.
– ¿Por qué?
– Me obligaste a hacer lo correcto sin que conociera la recompensa.
– Bill, no te obligué a nada.
– Hiciste que pensara como un humano, como si aún estuviera vivo.
– No tengo nada que ver con eso. Así eres tú.
– Soy un vampiro, Sookie. Llevo más tiempo así que como humano. Te he ocasionado muchas molestias. Para ser franco, a veces no puedo entender por qué haces lo que haces. Casi no recuerdo cómo era ser humano, y no siempre me resulta cómodo pensar en cómo me sentía entonces. A veces no quiero recordarlo.
Aquí me tenía que mover con pies de plomo.
– No sé si hago las cosas bien o mal, pero no sé portarme de otra manera. No sería gran cosa sin ti.
– Si algo me ocurre -dijo Bill-, ve con Eric.
– Ya lo has dicho antes -le respondí-. Si algo te pasa no tengo que ir con nadie. Soy libre. Tomo mis propias decisiones. Tú preocúpate de que no te pase nada malo.
– Tendremos más problemas con la Hermandad en el futuro -aseguró Bill-. Se tendrán que hacer cosas que te repugnarán por tu condición de ser humano. Y tu trabajo también implica sus riesgos. -Y no se refería a servir mesas.
– Ya nos preocuparemos de eso en su momento.
Sentarme en el regazo de Bill fue todo un placer, sobre todo porque aún estaba desnudo. Mi vida no había sido lo que se dice un camino de rosas hasta que lo conocí. Ahora, todos los días veía motivos para seguir adelante.
En la cocina casi a oscuras, con el olor a café recién hecho flotando en el ambiente junto al del pastel de chocolate, y con la lluvia golpeando sobre el tejado, disfrutaba de un precioso momento junto a mi vampiro, un momento tan inolvidable como humano.
Pero tal vez no debiera llamarlo así, reflexioné, mientras restregaba mi mejilla contra la de Bill. Aquella noche mi vampiro parecía muy humano. Y yo… Bueno, yo me di cuenta, mientras hacíamos el amor sobre las sábanas limpias, de que en la oscuridad la piel de Bill brillaba de una forma sobrenaturalmente bella.
Y la mía también.