– Tengo un poco de claustrofobia -dije al instante-. Casi prefiero no tener que bajar hasta el sótano. -Me colgué del brazo de Hugo y traté de sonreír con encanto, pero también con cierta desaprobación.
El corazón de Hugo latía como un tambor a causa de su miedo atroz. Una vez enfrentado a esas escaleras, su calma se vino abajo. ¿Qué pasaba con él? A pesar de su miedo, golpeó mi hombro y sonrió con expresión de disculpa a nuestros compañeros.
– Será mejor que nos vayamos -murmuró.
– Creo que deberíais ver lo que tenemos ahí abajo. Es un refugio nuclear -aseguró Sarah, casi entre risas-. Y está completamente equipado, ¿verdad, Steve?
– Hay toda clase de cosas ahí abajo -añadió Steve. Aún parecía relajado, como si siguiera teniendo controlada la situación, pero ya eran rasgos que no veía como positivos. Se adelantó, y ya que estaba detrás de nosotros tuve que avanzar o correr el riesgo de que me tocara, cosa que no quería en absoluto.
– Vamos -insistió Sarah con entusiasmo-. Seguro que Gabe está ahí abajo, y así Steve podrá ir y ver lo que quería mientras nosotros nos damos una vuelta por la instalación. -Marchó por las escaleras tan rápido como había ido por el pasillo, con su orondo trasero moviéndose de una forma que hubiera considerado mona si no fuera por lo asustada que yo estaba.
Polly nos indicó que la siguiéramos, y eso hicimos. Solo continuaba con aquello porque Hugo parecía estar seguro al cien por cien de que no nos harían daño. Lo recibía con bastante claridad. Su miedo había desaparecido. Era como si se hubiera resignado; su ambivalencia se había esfumado. Me lamenté por lo difícil de leer que me resultaba. Me concentré en Steve Newlin, pero lo que capté fue una gran pantalla de auto satisfacción.
Continuamos, a pesar de que yo iba cada vez más despacio. Hugo estaba convencido de que volvería a subir por esas escaleras; después de todo, era una persona civilizada. Y las personas que nos rodeaban, también.
Hugo no imaginaba que nada malo e irreparable le fuera a suceder, ya que se trataba de un americano blanco de clase media con educación superior, como el resto de la gente que nos acompañaba.
Por mí parte, no tenía tal convicción. No soy en absoluto una persona civilizada.
Un nuevo e interesante pensamiento, pero como muchas de mis ideas esa tarde, tendría que esperar para poderlo macerar con tiempo. Si volvía a tener algo de tiempo.
Al final de las escaleras había otra puerta, y Sarah dio unos cuantos golpecitos. Tres rápidos, pausa, dos rápidos. Me obligué a memorizarlo. Escuché abrirse unas cuantas cerraduras.
El tipo negro, Gabe, abrió la puerta.
– Hey, habéis traído visitantes -vociferó-, ¡estupendo! -Llevaba la camiseta de golf por dentro de sus Dockers, las Nike estaban nuevas y relucientes, y su afeitado era tan pulcro como las cuchillas permitían. Seguro que se hacía cincuenta flexiones cada mañana. Había una excitación subyacente en cada movimiento y gesto suyo; Gabe estaba alterado por algo.
Traté de «leer» la zona en busca de vida, pero estaba demasiado agitada como para concentrarme.
»Me alegro de que estés aquí, Steve -dijo Gabe-. Mientras Sarah les muestra el refugio, tal vez puedas echarle un ojo a nuestro visitante. -Asintió con la cabeza en dirección a una puerta situada en la parte derecha del estrecho pasillo. Había otra puerta al final del mismo, y otra más a la izquierda.
Odiaba estar allí abajo. Había esgrimido la claustrofobia como excusa para no bajar. Ahora que ya estaba, notaba cierta desazón auténtica. El aire rancio, el brillo de la luz artificial y la sensación de estar encerrada… me asqueaban. No quería estar allí. Las palmas de mis manos estaban cubiertas por el sudor. Mis pies estaban anclados al suelo.
– Hugo -susurré-, no quiero hacer esto. -No tuve que actuar mucho para que mi voz sonara con genuina desesperación. No me gustó apreciarla, pero no podía ocultarla.
– Necesita volver arriba -dijo Hugo-. Si no os importa, subiremos y esperaremos allí.
Me giré con la esperanza de que funcionara, pero me encontré con la cara de Steve. No estaba sonriendo.
– Creo que esperaréis en la habitación de allí, hasta que termine con lo que tengo que hacer. Después, charlaremos. -Su voz no admitía discusión, y Sarah abrió la puerta para descubrir una habitación diminuta, equipada con dos sillas y dos catres.
– No -respondí-. No voy a quedarme ahí. -Y empujé a Steve tan fuerte como fui capaz. Y soy fuerte. Muy fuerte, ya que tengo sangre vampírica, y a pesar de su tamaño se tambaleó. Subí por las escaleras a toda prisa, pero una mano me agarró de la rodilla y caí al suelo. El borde de los escalones se me clavó por todas partes: en el pómulo, en el pecho, en la cadera, en la rodilla izquierda. Dolía tanto que casi no podía hablar.
– ¿Adónde va, señorita? -dijo Gabe, mientras me tiraba del pie.
– ¿Qué haces? No le hagas daño. -Hugo estaba enfadado de verdad-. Venimos aquí para unirnos a vosotros, ¿y así nos tratáis?
– Deja de actuar -aconsejó Gabe, y me retorció el brazo tras la espalda antes de que me recuperara del golpe contra la escalera. Boqueé a causa del dolor y él me metió en la habitación, sin dejar de soltarme la peluca en ningún momento. Hugo me siguió, aunque yo jadeé «¡no!» cerraron la puerta a su espalda.
Oímos cómo giraba la llave.
Y eso fue todo.
– Sookie -dijo Hugo-, tienes un cardenal en el pómulo.
– Mierda -susurré sin mucho entusiasmo.
– ¿Te encuentras muy mal?
– ¿Tú qué crees?
Me entendió literalmente.
– Creo que tienes unos cuantos moratones y tal vez conmoción. No te has roto ningún hueso, ¿no?
– No, salvo uno o dos.
– Y no estás lo suficientemente mal como para olvidar el sarcasmo -agregó Hugo. Si se enfadaba conmigo, eso le haría sentir mejor, estaba casi segura, y me preguntaba el porqué. Pero tampoco insistí mucho. Estaba convencida de que lo sabía.
Tirada en uno de los catres, con un brazo sobre la cara, trataba de pensar en algo. No habíamos escuchado ningún ruido en el pasillo. Una vez creí abrirse una puerta, y otra vez voces apagadas, pero nada más. Aquellas paredes habían sido construidas para resistir una explosión nuclear, así que supuse que ese silencio era normal.
– ¿Tienes reloj? -le pregunté a Hugo.
– Sí, son las cinco y media.
Aún faltaban dos horas para que los vampiros despertaran.
Dejé que la calma me invadiera. Cuando estuve segura de que Hugo se había sumido en sus propios pensamientos, abrí mi mente y escuché, concentrada al máximo.
Se suponía que esto no iba a ocurrir, no así, seguro que todo irá bien, qué pasa si tenemos que ir al baño, no podría hacerlo delante de ella, quizá Isabel nunca se entere, debería haberlo sabido después de lo de aquella muchacha anoche, cómo voy a salir de esto y seguir practicando la abogacía, si comienzo a distanciarme a partir de mañana tal vez consiga salir de…
Apreté el brazo contra mis ojos con tanta fuerza que hacía daño, solo para evitar coger una silla y golpear a Hugo Ayres hasta que quedara sin sentido. No comprendía mi telepatía, ni tampoco la Hermandad, o si no no me hubieran dejado allí con él.
O tal vez Hugo era tan prescindible para ellos como lo era para mí. Y también para los vampiros; casi no podía esperar a decirle a Isabel que su chico era un traidor.
Eso ahogó mi ansia de sangre. Cuando me di cuenta de lo que Isabel le haría a Hugo, supe que no me haría sentir mejor. De hecho, la idea me enfermaba.
Pero parte de mí pensaba que se lo merecía.
¿A quién debía lealtad este abogado?
Había una forma de averiguarlo.
Me senté y apoyé la espalda contra la pared. Me curaba muy rápido -sangre vampírica- pero seguía siendo humana, y aún me dolía. Sabía que tenía la cara llena de contusiones y me daba la impresión de que el pómulo se había roto. El lado izquierdo de mi cara se había hinchado de mala manera. Pero mis piernas no estaban rotas, y aún podía correr si se presentaba la oportunidad; eso era lo que realmente importaba.
Una vez me acomodé lo máximo posible, me puse a ello.
– Hugo, ¿desde cuándo eres un traidor?
Se puso rojo.
– ¿Un traidor a quién? ¿A Isabel o a la raza humana?
– Elige la opción que más te guste.
– Traicioné a la raza humana cuando defendí a los vampiros en los tribunales. Si hubiera sabido lo que eran… Acepté el trabajo sin haberlo visto apenas, ya que pensé que estaba ante un interesante desafío legal. Siempre he sido un abogado preocupado por los demás, y estaba convencido de que los vampiros tenían los mismos derechos que los demás.
Sr. Idealismo.
– Claro -dije.
– Denegarles el derecho a vivir donde quisieran se me antojaba antiamericano -continuó Hugo. Despedía resentimiento y cansancio.
Aún no sabía lo que era auténtico resentimiento.
»¿Pero sabes qué, Sookie? Los vampiros no son americanos. No son negros, ni asiáticos, ni indios. No son católicos ni baptistas. Son vampiros y nada más. Ese es su color, religión y nacionalidad.
Bueno, eso es lo que ocurre cuando una minoría se mantiene al margen durante miles de años.
»Al principio pensé que si Stan Davis quería vivir en el Green Valley Road, o en el Hundred Acre Wood, era su derecho como americano. Así que lo defendí contra la comunidad de vecinos, y gané. Qué orgulloso estaba de mí mismo. Entonces conocí a Isabel y me la llevé a la cama una noche. Me sentí osado, el puto amo, el guerrero filósofo.
Lo contemplé, sin parpadear ni decir una palabra.
»Como sabes, el sexo es increíble, el mejor. Me convertí en adicto, no me saciaba nunca. Mi profesión sufrió los efectos. Comencé a ver clientes solo por la tarde, porque no era capaz de levantarme por la mañana. No me veía capaz de dejar a Isabel después del anochecer.
La historia de un alcohólico. Hugo se había enganchado al sexo vampírico. El concepto me parecía repelente y fascinante al mismo tiempo.
»Empecé a hacer trabajos que ella me buscaba. Este mes pasado estuve por allí ocupándome de las labores domésticas, para estar cerca de Isabel. Cuando me dijo que llevara el cuenco de agua al comedor estaba nervioso. No por hacer semejante tarea…, ¡soy un abogado, por el amor de Dios!, sino porque la Hermandad me había llamado y preguntado si les podía contar algo sobre lo que los vampiros de Dallas pretendían hacer. Cuando se pusieron en contacto conmigo me acababa de pelear con Isabel. Habíamos discutido por el modo en que me trataba.
Así que les escuché. Oí tu nombre en una conversación entre Stan e Isabel, así que se lo comenté a los de la Hermandad. Tienen un hombre que trabaja para las líneas aéreas Anubis. Averiguó el avión en el que viajaba Bill y organizaron tú secuestro, para así averiguar lo que los vampiros querían de ti. Y lo que estarían dispuestos a hacer para recuperarte. Escuché a Stan o a Bill llamarte por tu nombre, así que supe que la habían pifiado en el aeropuerto. Me sentí obligado con ellos debido al desastre con el micro de la sala de reuniones.
– Traicionaste a Isabel -le dije-. Y me traicionaste a mí, aunque soy humana, como tú.
– Sí -reconoció. No me miró a los ojos.
– ¿Y qué pasó con Bethany Rogers?
– ¿La camarera?
No dijo más.
– La camarera muerta -especifiqué.
– La atraparon -dijo, a la vez que sacudía la cabeza de un lado a otro, como si dijera que no eran capaces de hacer lo que hicieron-. La atraparon, y no sé lo que ocurrió. Sabía que era la única que había visto a Farrell con Godfrey, y se lo dije a ellos. Cuando me levanté hoy y me enteré de que había muerto, no me lo podía creer.
– La cogieron después de que les dijeras que había estado en el nido de Stan. Después de que les dijeras que era la única testigo.
– Sí.
– Les llamaste la noche pasada.
– Sí, tengo un móvil. Salí al patio y les informé. Me la estaba jugando, ya sabes que el oído de los vampiros es muy bueno, pero llamé de todas formas. -Trataba de convencerse a sí mismo de que había llevado a cabo una auténtica gesta. Llamar por teléfono desde el cuartel general de los vampiros para señalar a la pobre y patética Bethany, que acabó su vida con un disparo en un callejón.
– Le dispararon después de que la traicionaras.
– Sí. Lo… lo oí en las noticias.
– Supongo que te imaginas quién lo hizo, Hugo.
– No… no lo sé.
– Seguro que sí, Hugo. Era una testigo. Y fue una lección, una lección para los vampiros: «esto es lo que hacemos a la gente que trabaja para vosotros o que está de vuestro lado, si se opone a la Hermandad». ¿Qué crees que van a hacerte, Hugo?
– Los he estado ayudando -replicó, sorprendido.
– ¿Quién más lo sabe?
– Nadie.
– Así que, ¿quién moriría? el abogado que ayudó a Stan Davis a vivir donde quería. Hugo se quedó sin habla.
»Si eres tan importante para ellos, ¿por qué estás encerrado conmigo?
– Porque hasta ahora no sabías lo que había hecho -apuntó-. Me podías haber facilitado información para usar contra ellos.
– Así que ahora que sé lo que eres te van a soltar, ¿cierto? ¿Por qué no pruebas? Preferiría estar sola.
Justo entonces se abrió una ventanilla en la puerta. Ni siquiera había reparado en ella. Apareció un rostro en la abertura, que no mediría más de veinticinco centímetros cuadrados.
Me resultó familiar. Gabe, sonriendo.
– ¿Cómo va todo por ahí?
– Sookie necesita un doctor -contestó Hugo-. No se ha quejado, pero creo que su pómulo está roto. -Su voz adquirió tono de reproche-. Y sabe de mi lealtad hacia la Hermandad, así que ya no sirve de nada que siga aquí.
No sabía si Hugo sabía lo que hacía, pero me esforcé en parecer lo más desmejorada posible. No fue complicado.
– Tengo una idea -dijo Gabe-. Me estoy aburriendo aquí solo, y no creo que ni Steve ni Sarah, ni siquiera la vieja Polly, vuelvan en breve. Tenemos otro prisionero aquí mismo, Hugo, que seguro que está deseando verte: Farrell. Lo conociste en el cuartel general de los malignos, ¿no?
– Sí -respondió Hugo. El cambio de conversación no le había gustado un pelo.
– ¿Sabes que Farrell se había encariñado de ti? Y es gay, un vampiro homosexual. Estamos tan abajo que se despierta antes que de costumbre. Así que pensé que fueras con él un rato mientras yo me lo pasaba bien con esta traidora. -Y Gabe me sonrió de una forma que hizo que mis tripas se revolvieran.
El rostro de Hugo era un cuadro. Un cuadro auténtico. Un montón de cosas que decir asaltó mi mente. Renuncié a tan dudoso placer. Necesitaba conservar la energía.
Uno de los dichos favoritos de mi abuelo acudió a mi cabeza: «no es oro todo lo que reluce», susurré, y comencé el doloroso proceso de ponerme de pie para defenderme. No tenía las piernas rotas, pero la rodilla izquierda no estaba en su mejor momento. Lucía un feo moratón y un aspecto poco saludable.
Me pregunté si Hugo y yo podríamos hacer algo cuando Gabe abriera la puerta, pero en cuanto apareció en el dintel vi que iba armado con una pistola y un objeto negro y amenazador: una porra aturdidora.
– ¡Farrell! -grité. Si estaba despierto, me oiría. Era un vampiro.
Gabe saltó y me miró con suspicacia.
– ¿Sí? -dijo una voz grave desde la habitación del final del pasillo. Escuché el tintineo de las cadenas al moverse el vampiro. Lo habían encadenado con plata, por supuesto. Si no, las hubiera roto como si fueran de papel.
– ¡Nos envía Stan! -chillé, y Gabe me abofeteó con la mano que sostenía la pistola. Como estaba al lado de la pared, mi cabeza rebotó en ella. De mi boca salió un sonido desagradable, no tanto un grito como un gemido.
– ¡Cállate, puta! -voceó Gabe. Apuntaba la pistola hacia Hugo y tenía la porra a unos centímetros de mi cuerpo-. ¡Vamos, abogado, sal fuera! ¡Mantente alejado de mí!
Hugo, con la cara perlada de sudor, pasó al lado de Gabe y se dirigió al pasillo. Me costaba seguir lo que ocurría, pero me di cuenta de que Gabe tenía muy poco espacio para maniobrar, ya que se había aproximado mucho a Hugo. Justo cuando pensé que estaba demasiado lejos como para lograrlo, le dijo a Hugo que cerrara la puerta de mi celda, y aunque negué con la cabeza con todas mis fuerzas, lo hizo.
Creo que Hugo ni me vio. Se había encerrado en sí mismo. Su interior se estaba viniendo abajo, su cabeza se había convertido en un caos. Yo había hecho lo que había podido para que Farrell supiera que veníamos de parte de Stan, lo que beneficiaba a Hugo, pero estaba tan asustado o desilusionado o avergonzado que se negó a hacer algo de provecho. Si teníamos en cuenta su traición, estaba muy sorprendido de que me preocupara lo más mínimo. Si no le hubiera agarrado de la mano y visto las imágenes de su hija, no lo habría hecho.
– No tienes remedio, Hugo -dije. Su cara reapareció en la ventanilla durante un breve instante, con la cara blanca por la tensión, pero luego desapareció. Oí cómo se abría una puerta, luego el tintineo de cadenas y una puerta al cerrarse.
Gabe había metido a Hugo en la celda de Farrell. Inspiré profundamente unas cuantas veces hasta que estuve a punto de hiperventilar. Agarré una de las sillas, una de plástico con cuatro patas de metal, la típica que has visto miles de veces en iglesias, reuniones o clases. La sujeté al estilo domador, con las patas hacia fuera. Fue todo lo que se me ocurrió. Pensé en Bill, pero me resultó muy doloroso. Pensé en mi hermano Jason y deseé que estuviera allí conmigo. Llevaba mucho tiempo pensando lo mismo.
La puerta se abrió. Gabe ya estaba sonriendo. Una sonrisa asquerosa, que dejaba al descubierto la suciedad de su alma a través de los ojos y la boca. Esa era su idea de pasar un rato agradable.
– ¿Piensas que una sillita te va a salvar? -preguntó. No tenía ganas de hablar y no quería escuchar la ponzoña de su mente. Me encerré en mí misma.
Guardó la pistola, pero se quedó con la porra en la otra mano. Era tal su confianza que también la colocó en una bolsita de cuero de su cinturón, a la izquierda. Agarró las patas de la silla y comenzó a tirar de ella de un lado a otro.
Cargué.
Casi lo saqué por la puerta. Contaba con la sorpresa de mí poderoso contraataque, pero en el último momento consiguió hacer fuerza con las piernas y no pasó por el dintel. Se mantuvo apoyado contra la pared del otro lado del pasillo, jadeando, con la cara roja.
– Puta -siseó, y fue a por mí de nuevo. Esta vez trató de quitarme la silla de las manos. Pero como ya he dicho antes, llevo sangre vampírica en las venas y no pensaba permitirle que lo hiciera. Y no lo hice.
Sin que me fijara se había hecho otra vez con la porra, y rápido como una serpiente se alzó por encima de la silla y me acertó en el hombro.
No me derrumbé como él esperaba, pero caí de rodillas, sin soltar la silla. Mientras aún trataba de hacerme una idea de lo que había pasado, me arrebató la silla de las manos y me empujó hacia atrás.
Apenas me podía mover, pero sí que podía chillar y pegar con las piernas, así que lo hice.
– ¡Cállate! -aulló, y puesto que me estaba tocando capté que me quería inconsciente, que disfrutaría violándome mientras estaba sumida en la inconsciencia. De hecho, eso era lo que le gustaba.
– ¿No te gusta montártelo con mujeres despiertas? -jadeé. Metió una mano entre ambos pechos y tiró de la blusa.
Escuché la voz de Hugo gritar, como si eso sirviera de algo. Le mordí el hombro a Gabe.
Me volvió a llamar puta, lo que ya estaba comenzando a resultar repetitivo. Se desabrochó los pantalones al mismo tiempo que pretendía levantarme la falda. Me alegré mucho de haber comprado una bien larga.
– ¿Temes que me queje si estoy despierta? -le grité-. ¡Déjame, déjame! ¡Aparta! ¡Aparta! ¡Aparta!
Conseguí liberar los brazos. En un momento se recuperaron de la descarga eléctrica. Ahuequé ambas manos. Con un grito golpeé con ellas sus orejas.
Rugió y retrocedió, a la vez que se llevaba las manos a la cabeza. Estaba tan lleno de rabia que esta manaba de él y me empapaba; era igual que tomar un baño de furia. Supe que me mataría si le daba la oportunidad, sin importar las consecuencias. Traté de rodar hacia un lado, pero me tenía atrapada con las piernas. Lo observé mientras su mano derecha se cerraba en un puño, que me pareció tan grande como un ladrillo. Desesperada, vi el arco de su golpe, cuya dirección era mi cara. Sabía que con el impacto se acabaría todo…
Pero no ocurrió nada.
Gabe colgaba del aire, con los pantalones bajados y la picha fuera. Golpeaba a la nada y pateaba el vacío delante de él.
Un hombre bajito lo sujetaba. No era un hombre, sino un adolescente. Un adolescente anciano.
Era rubio y no llevaba camiseta. Tenía los brazos y el pecho cubiertos de tatuajes azules. Gabe gritaba y se agitaba, pero el chico mantuvo la calma, sin expresión alguna en el rostro, hasta su presa dejó de moverse. Para cuando Gabe se calló, el chico había transformado su agarre en algo parecido a un abrazo de oso que le atenazaba la cintura, y Gabe caía hacia delante.
El extraño me miró sin mostrar ninguna expresión. Mi blusa estaba abierta de par en par, y el sujetador roto por el medio.
– ¿Estás herida? -preguntó, casi reluctante.
Mi salvador no parecía muy entusiasta.
Me levanté, lo que me costó más de lo que me imaginaba. Me llevó algo de tiempo. Aún temblaba a causa del trauma emocional. Cuando me incorporé, miré a los ojos del chico. Aparentaba una edad humana de dieciséis. No había forma alguna de saber su edad real. Debía de ser más viejo que Stan, más que Isabel. Su inglés era claro, pero tenía un acento muy fuerte. Ni idea de adonde pertenecía el acento. Tal vez su idioma original ni se hablaba en la actualidad. Qué pensamiento tan triste.
– Sobreviviré -dije-. Gracias. -Traté de reabotonarme la blusa (le quedaban unos pocos botones), pero mis manos aún se agitaban sin control. De todas formas, no estaba interesado en ver mi cuerpo. No significaba nada para él. Sus ojos seguían mirando igual de desapasionados que antes.
– Godfrey -dijo Gabe con tono quejumbroso-. Godfrey, intenta escapar.
Godfrey lo agitó y Gabe se calló.
Así que Godfrey era el vampiro que había visto a través de los ojos de Bethany…, los únicos ojos que recordaban haberlo visto en el bar aquella noche. Los ojos que no volvieron a ver nada más.
– ¿Qué quieres? -le pregunté, con voz calmada.
Los ojos azul pálido de Godfrey parpadearon. No lo sabía.
Se había hecho los tatuajes cuando aún estaba vivo y eran muy extraños, símbolos cuyo significado se había perdido hacía muchos siglos. Algún que otro erudito daría su ojo izquierdo por echar un vistazo a esos tatuajes. Qué suerte la mía. Yo los estaba viendo gratis.
– Por favor, déjame ir -dije con toda la dignidad que fui capaz de reunir-. Me matarán.
– Pero tú te relacionas con vampiros -contestó.
Mis ojos fueron de un lado a otro mientras pensaba en algo.
– Ah. Tú eres un vampiro, ¿no?
– Mañana lavaré mi pecado en público -afirmó Godfrey-. Mañana saludaré al amanecer por primera vez en mil años. Veré el rostro de Dios.
De acuerdo.
– Tú decides.
– Sí.
– Pero yo no lo he hecho. No quiero morir. -Eché un vistazo a la cara de Gabe, que se había vuelto de color azul. En su agitación, Godfrey lo estaba apretando mucho más fuerte de lo que debería. Me pregunté si debería decir algo.
– Te relacionas con vampiros -me acusó Godfrey, y volví a mirarlo a la cara. Supe que sería mejor no volver a perder la concentración.
– Estoy enamorada.
– De un vampiro.
– Sí. Bill Compton.
– Todos los vampiros están malditos y deberían encontrarse con el Sol. Somos una mancha, una mancha de la tierra.
– Y estas personas… -señalé para indicar a la Hermandad -, ¿son mejores, Godfrey?
El vampiro parecía inquieto y molesto. Estaba muy hambriento; sus mejillas casi eran cóncavas, y tan blancas como el papel. El pelo rubio casi flotaba alrededor de la cabeza, y sus ojos parecían mármoles azules en contraste con su palidez.
– Al menos son humanos, parte del plan de Dios -dijo despacio-. Los vampiros son una abominación.
– A pesar de ello, tú me has tratado mucho mejor que este humano. -Que ya estaba muerto, a juzgar por el aspecto de su cara. Traté de no parpadear y me volví a concentrar en Godfrey, quien era mucho más importante para mi futuro.
– Pero nosotros tomamos la sangre de inocentes. -Los ojos de Godfrey se clavaron en los míos.
– ¿Quién es inocente? -Lancé una pregunta retórica, con la esperanza de no sonar como Poncio Pilatos preguntando: «¿cuál es la verdad?», cuando la conocía a la perfección.
– Los niños.
– Oh, ¿te alimentabas de niños? -Me tapé la boca con la mano.
– Mataba niños.
No dije nada en mucho tiempo. Godfrey siguió ahí, mirándome con tristeza y sosteniendo el cuerpo de Gabe en sus brazos, a quien había olvidado por completo.
– ¿Qué te hizo dejarlo? -pregunté.
– Nada. Nada lo hará salvo la muerte.
– Lo siento -dije. Estaba sufriendo, y eso era lo que sentía. Pero si hubiera sido humano, hubiera dicho que merecía la silla eléctrica sin pensármelo dos veces.
– ¿Cuánto falta hasta la noche? -pregunté, sin saber qué más decir.
Godfrey no tenía reloj. Asumí que estaba despierto solo porque estábamos muy abajo y era muy viejo.
– Una hora.
– Por favor, déjame ir. Si me ayudas, saldré de aquí.
– Pero se lo dirás a los vampiros. Atacarán. Y no me reencontraré con el Sol.
– ¿Por qué esperas hasta la mañana? -pregunté, irritada-. Sal a la calle ahora.
Se sorprendió ante mis palabras. Dejó caer a Gabe, que cayó como un saco de patatas. Godfrey no le dedicó ni una mirada.
– La ceremonia tendrá lugar al alba, y muchos creyentes vendrán a ser testigos de ella -explicó-. Farrell me acompañará.
– ¿Qué parte juego yo en todo esto?
Se encogió de hombros.
– Sarah quería comprobar si los vampiros cambiarían a uno de los suyos por ti. Steve tenía otros planes. Su idea era atarte junto a Farrell, para que ardieras junto a él.
Me quedé anonadada. No porque Steve Newlin hubiera tenido la idea, sino por que pensara que así alegraría a su congregación, porque eso es lo que eran. Newlin había cruzado el límite mucho más de lo que yo había imaginado.
– ¿Y crees que la gente va a disfrutar con eso, con ver a una mujer joven ejecutada sin ningún tipo de proceso? ¿Que van a pensar que es una ceremonia religiosa normal y corriente? ¿Crees que la gente que planeó mi muerte de verdad cree en Dios?
Por primera vez observé cierto vestigio de duda en él.
– Incluso para los humanos, parece algo extremo -accedió-. Pero Steve pensó que sería una declaración impactante.
– Seguro que sí. Sería igual que decir «estoy como una cabra». Sé que el mundo está lleno de gentuza, humanos y vampiros por igual, pero no creo que la mayoría de la gente de este país, o de la misma Texas, se sienta inspirada al ver una mujer quemándose viva.
Godfrey pareció dudar. Los pensamientos se le acumulaban en la cabeza, pensamientos que se había negado a aceptar.
– Han llamado a los medios de comunicación -dijo. Era como la protesta de una novia que se va a casar en breve pero que de repente duda de su consorte («pero es que ya hemos enviado las invitaciones, mamá»).
– Estoy seguro de que sí. Pero será el fin de la organización, por descontado. Te lo repito, si de verdad quieres hacer una declaración de ese tipo, un gran «lo siento», entonces sal de esta iglesia ahora mismo y quédate sobre el césped. Dios estará mirando. Te lo prometo. Eso es lo único que ha de importarte.
Luchó con la idea.
– Tienen una túnica especial para mí -protestó («pero es que ya he comprado el vestido y he reservado la iglesia»).
– Pues vaya. Si discutimos por la ropa, es que no lo quieres hacer de verdad. Estoy convencida de que te has echado atrás.
Me había confundido. En cuanto las palabras salieron de mi boca, me arrepentí.
– Ya lo verás -aseguró.
– No quiero verlo, si eso implica estar atada a Farrell. No soy malvada y no quiero morir.
– ¿Cuándo fue la última vez que fuiste a la iglesia? -Me estaba desafiando.
– Hace una semana. Y tomé la comunión. -Nunca había sido más feliz por ser asidua a la iglesia, ya que no podría haber mentido sobre eso.
– Oh. -Godfrey parecía confuso.
– ¿Ves? -Sentí como si le arrebatara toda su majestad con mi argumento, pero demonios, no quería que me quemaran viva. Quería a Bill, lo quería tanto que esperaba que el mero deseo abriera su ataúd. Si le pudiera decir lo que sucedía…
– Ven -dijo Godfrey ofreciéndome la mano.
No quería darle una oportunidad para que se replanteara su posición, no después de aquel rifirrafe, así que lo cogí de la mano y lo seguí afuera. En la celda de Farrell pendía un silencio ominoso, y si soy sincera, estaba demasiado asustada como para decidirme a averiguar lo que ocurría. De todos modos, si conseguía salir podría salvarlos a ambos.
Godfrey olisqueó la sangre que me cubría, y en su cara se reflejó el ansia. Conocía esa mirada. Pero estaba falta de lujuria. No le importaba un comino mi cuerpo. El vínculo entre sangre y sexo es muy fuerte para todos los vampiros, así que me consideré afortunada de ser adulta. Aparté la cara. Después de una pausa considerable, lamió las gotas del corte de mi pómulo. Cerró los ojos durante un segundo. Saboreó la sangre a conciencia, y luego subimos por las escaleras.
Con mucha ayuda de Godfrey, conseguí subirlas en un periquete. Utilizó su brazo libre para pulsar una combinación en la puerta y la abrió.
– He estado viviendo aquí, en la habitación del final -explicó, con una voz que apenas era una brisa.
El pasillo estaba vacío, pero alguien podría salir en cualquier momento de una de las oficinas. Godfrey no daba señas de temerlos en absoluto, aunque yo tenía razones para ello, ya que era mi libertad la que estaba en juego. No escuché voz alguna; en apariencia el personal se había ido a casa para prepararse para la fiesta, y los invitados a la misma aún no habían llegado. Algunas de las puertas de las habitaciones estaban cerradas, y las ventanas eran los únicos lugares por donde se colaba la luz en el recibidor. Estaba lo suficientemente oscuro para que Godfrey estuviera cómodo, o al menos es lo que pensé al no verlo ni siquiera sobresaltarse. La luz artificial provenía de debajo de la puerta de la oficina principal.
Nos dimos prisa, o más bien lo intentamos, ya que mi pierna izquierda no estaba por la labor de cooperar. No estaba segura de hacia qué puerta se dirigía Godfrey. Tal vez a las puertas de doble hoja que había visto antes en la parte trasera del sagrario. Si llegara hasta allí, no tendría que atravesar la otra ala. No sabía lo que haría al salir. Pero salir de allí era, a ciencia cierta, mucho mejor que quedarse dentro. En cuanto llegamos hasta la puerta de la última oficina de la izquierda, por la que había salido la diminuta mujer hispana, la puerta de la oficina de Steve se abrió. Nos paramos en seco. El brazo de Godfrey se ciñó en torno a mí como una agarradera de acero. Polly salió de ella, con la mirada aún fija en dirección a la habitación. Estábamos solo a un par de metros.
– … la hoguera -estaba diciendo.
– Oh, creo que tenemos suficiente -respondió la dulce voz de Sarah-. Si todo el mundo ha devuelto sus invitaciones, lo sabremos con certeza. No puedo creerme que haya gente tan desconsiderada como para no responder. ¡Es una grosería, sobre todo teniendo en cuenta que no les costaba nada!
Una discusión sobre etiqueta. Dios, deseé llamar a un programa nocturno de la radio para que me aconsejaran sobre la situación: «soy una invitada no bienvenida de una pequeña iglesia, y me marcho sin decir adiós. ¿Debería escribir una nota de agradecimiento, o decirlo con flores?».
La cabeza de Polly comenzó a girarse, y supe que nos vería de inmediato. Mientras el pensamiento aún se estaba formando, Godfrey me empujó hacia la oficina vacía.
– ¡Godfrey! ¿Qué haces aquí? -Polly no sonaba asustada, pero tampoco demasiado contenta. Como si se hubiera encontrado al jardinero de la casa repantigado en la sala de estar.
– He venido a ver si había algo más que hacer.
– ¿No es demasiado temprano para ti?
– Soy muy viejo -respondió con educación-. Los antiguos como yo no requerimos de tanto sueño.
Polly se rió.
– Sarah. ¡Godfrey está despierto!
La voz de Sarah se oyó más cerca cuando habló.
– ¡Bien, bien, Godfrey! -dijo con tono igual de vivaracho-. ¿Estás nervioso? ¡Seguro que sí!
– Tus ropas están listas -aseguró Sarah-. ¡Todo está preparado!
– ¿Y si he cambiado de opinión? -preguntó Godfrey.
Hubo un largo silencio. Traté de respirar despacio. Mis probabilidades de escapar aumentaban según iba oscureciendo.
Si consiguiera llamar por teléfono… Eché un vistazo a la mesa de la oficina. Había un teléfono encima. ¿Pero aquellos botoncitos de colores no se encenderían si lo utilizaba? Además, haría demasiado ruido.
– ¿Has cambiado de idea? ¿Es eso posible? -preguntó Polly, muy molesta-. Tú fuiste quien viniste a nosotros, ¿recuerdas? Nos revelaste tu vida de pecado, y la vergüenza que sentías por haber acabado con la vida de niños y… esas otras cosas. ¿Algo de esto ha cambiado?
– No -contestó Godfrey, reflexivo-. Ninguna de esas cosas ha cambiado. Pero no veo la necesidad de incluir a ningún humano en mi sacrificio. De hecho, creo que se debería dejar a Farrell que hiciera las paces con Dios a su modo. No deberíamos obligarlo a que se inmolara.
– Necesitamos que vuelva Steve -dijo Polly a Sarah en un susurro.
Después solo escuché a Polly, por lo que deduje que Sarah había vuelto a la oficina a llamar a su marido.
Una de las luces del teléfono se iluminó. Sí, era lo que ella estaba haciendo. Así que me pillarían si intentaba usarlo. Quizá en un par de minutos.
Polly trataba de razonar con Godfrey. Godfrey no hablaba mucho, y no tenía ni idea de lo que pasaba por su cabeza. Me mantuve allí, contra la pared, con la esperanza de que nadie entrara en la oficina y diera la alarma, y también de que Godfrey no volviera a cambiar de idea.
Socorro, supliqué mentalmente. ¡Si fuera capaz de pedir ayuda con mi don!
Una idea me cruzó por la cabeza. Me obligué a calmarme, aunque me temblaban las piernas, y la rodilla y la cara me dolían horrores. Tal vez sí que pudiera llamar a alguien: Barry, el botones. Era un telépata, como yo. Sería capaz de oírme. Aunque nunca antes había intentado hacer algo como aquello… Bueno, en realidad tampoco había conocido a otro telépata. Traté de situarme en relación con Barry, asumiendo que ya estaba trabajando. Era más o menos la misma hora que cuando llegamos a Shreveport, así que no creo que me equivocara. Dibujé mi localización en el mapa, que por suerte había visto antes con Hugo (aunque ahora sabía que él había simulado no saber lo que era el centro de la Hermandad), y me imaginé que estaríamos al suroeste del hotel.
Me hallaba en un nuevo territorio mental. Reuní toda la energía que me quedaba y traté de comprimirla en una pelota en mi mente. Durante un segundo me sentí muy ridícula, pero cuando pensé lo que significaba salir de allí y alejarse de aquella gente, me di cuenta de que no me importaba en absoluto sentirme ridícula. Me concentré en Barry. Es difícil describir cómo lo hice, pero lo logré. Saber su nombre ayudó, y también conocer el lugar donde se encontraba.
Decidí empezar por algo sencillo.
Barry Barry Barry Barry…
¿Qué quieres?
Estaba aterrorizado. Nunca había pasado por algo como esto. Yo tampoco he hecho esto antes. Confié en sonar razonable. Necesito ayuda, estoy metida en un gran problema. ¿Quién eres?
Ese hubiera sido buen comienzo. Estúpida. Soy Sookie, la rubia que llegó anoche con el vampiro de cabello castaño. La suite de la tercera planta.
¿La de las tetazas? Oh, lo siento.
Al menos se disculpó.
Sí. La de las tetazas. Y la del novio.
¿Y qué es lo que pasa?
Dile que estoy en peligro. Peligropeligropeligro…
De acuerdo, capto el mensaje. ¿Dónde?
Iglesia.
Pensé que quedaría claro que se trataba del centro de la Hermandad.
¿Él sabe dónde está?
Sabe dónde está. Dile que baje las escaleras.
¿Eres real? No veo a nadie…
Sí, soy real. Por favor, ayúdame.
Sentí un revoltijo de emociones recorrer la mente de Barry. Le asustaba la idea de hablar con un vampiro y también de que sus jefes supieran que tenía «algo raro en la cabeza», aunque el saber que había alguien más como él le había picado la curiosidad. Pero lo que más le asustaba era esa parte de él que lo confundía y aterraba.
Yo conocía todos esos sentimientos.
No pasa nada. Lo comprendo, le dije. No te pediría nada de esto si mi vida no estuviera en peligro.
De nuevo lo golpeó el miedo, miedo a su propia responsabilidad en este asunto. No debería haber dicho las últimas palabras.
Y entonces, de algún modo, elevó una barrera entre nosotros y ya no supe lo que Barry iba a hacer.
Mientras había estado concentrada comunicándome con Barry, las cosas habían seguido su curso. Cuando volví mi atención a la conversación, Steve ya había vuelto. Él también trataba de ser razonable y positivo con Godfrey.
– Bien, Godfrey -decía-, si no quieres hacerlo, todo lo que tienes que hacer es decirlo. Te has comprometido a ello, como nosotros, y todos hemos actuado dando por hecho que mantendrías tu palabra. Hay mucha gente que se sentirá muy desilusionada si ahora te echas atrás.
– ¿Qué pasará con Farrell? ¿Y con Hugo y la mujer rubia?
– Farrell es un vampiro -respondió Steve, con ese tono suyo de empalagosa condescendencia-. Hugo y la mujer son esclavos de los vampiros. También verán el Sol atados a un vampiro. Ese ha sido el destino que han elegido, y también lo será en su muerte.
– Soy un pecador, y lo sé, así que cuando muera mi alma será propiedad del Señor -dijo Godfrey-. Pero Farrell no lo sabe. Debemos darles la oportunidad, tanto a él como al hombre y a la mujer, de que se arrepientan por sus pecados. ¿Es justo matarlos y condenarlos al Infierno?
– Mejor que vayamos a la oficina -dijo Steve con firmeza.
Y entonces me di cuenta de que Godfrey lo tenía todo pensado. Hubo un rumor de pasos, y escuché a Godfrey murmurar «después de ti», con tono muy cortés.
Quería ser el último para así poder cerrar la puerta tras de mí.
Por fin noté el pelo seco, liberado de la peluca que lo había bañado en sudor. Colgaba de mis hombros en partes separadas, ya que la había desprendido durante la conversación. Parecía algo banal que hacer en mitad de una conversación donde se decidía mi destino, pero tenía que mantener las manos ocupadas. Me metí las horquillas en el bolsillo, pasé los dedos por el enredo y me preparé para largarme de la iglesia.
Eché un ojo al pasillo. Sí, la puerta de Steve estaba cerrada. Anduve de puntillas y salí de la oscura oficina, giré a la izquierda y continué hasta la puerta que conducía a la capilla. Giré el pomo y, para mi sorpresa, se abrió sin esfuerzo. Me adentré en la capilla, en la que apenas había luz, aunque algo se colaba a través de las enormes vidrieras, lo justo para avanzar sin tropezar.
Entonces escuché voces, voces que se acercaban, provenientes del ala más lejana. Las luces de la capilla se encendieron. Me metí entre dos filas de bancos y rodé bajo uno de ellos. Una familia se aproximaba. Hablaban a voces; la niña pequeña se quejaba por haberse perdido su serie de televisión favorita y tener que acudir a aquella apestosa fiesta.
Eso le hizo ganarse un cachete en el culo, y su padre le dijo que iba a tener la suerte de ser testigo de una maravillosa evidencia del poder de Dios. Iba a ver la salvación de un alma en directo.
A pesar de las circunstancias, me pregunté si ese padre sabía que su líder planeaba que la congregación asistiera a la quema de dos vampiros, uno de los cuales estaría atado a una mujer, que también ardería hasta la muerte. Me pregunté cómo reaccionaría la mente de una niña pequeña ante esa «maravillosa evidencia del poder de Dios».
Para mi horror, procedieron a colocar sus sacos de dormir contra una pared en la parte más alejada de la capilla, sin dejar de hablar. Al menos se trataba de una familia comunicativa. Además de la niña había dos niños mayores, chico y chica, y como es típico entre hermanos, estaban todo el rato discutiendo entre ellos.
Un par de zapatos planos de color rojo trotaron al lado del banco donde me ocultaba y desaparecieron en dirección al ala de Steve. Me pregunté si el grupo en su oficina aún estaba discutiendo.
Oí volver a los piececillos poco después, esta vez a toda prisa. Qué extraño.
Esperé cinco minutos, pero no ocurrió nada.
En breve llegaría más gente. Era ahora o nunca. Rodé bajo el banco y me levanté. Tuve suerte, porque todos estaban liados con lo que estaba haciendo, y comencé a andar con premura hacia las puertas de doble hoja situadas al final de la iglesia. Fue por el súbito silencio que se extendió por lo que supe que me habían visto.
– ¡Hola! -gritó la madre. Se irguió ante su brillante saco de dormir. Su cara rebosaba curiosidad-. Debes de ser nueva en la Hermandad. Me llamo Francie Polk.
– Genial -grité, tratando de parecer amable-. ¡Tengo prisa! ¿Hablamos después?
Se acercó.
– ¿Te has hecho daño? -preguntó-. Perdóname, pero es que tienes un aspecto horrible. ¿Eso de ahí es sangre?
Me miré la blusa. Había manchitas por todo el pecho.
– Me caí -aseguré con voz lastimera-. Necesito irme a casa para curarme y cambiarme de ropa. ¡Luego vuelvo!
Vi la duda en la cara de Francie Polk.
– Hay un botiquín en la oficina. Si quieres voy y te lo traigo, ¿qué te parece?
Que no quiero que lo hagas.
– Pero es que también tengo que cambiarme de blusa -protesté. Hice un mohín con la nariz para mostrar el rechazo ante la idea de llevar la blusa manchada toda la noche.
Otra mujer entró por las puertas mientras yo trataba de escaquearme de una vez, y nos estaba escuchando. Sus ojos oscuros iban de mí a la otra mujer constantemente.
– ¡Hey, chica! -dijo con un ligero acento, y la mujer hispana, la cambiaforma, me dio un abrazo. Yo vengo de una cultura de abrazos, así que contesté de modo automático. Me dio un pellizco mientras estábamos pegadas.
– ¿Cómo estás? Hace mucho tiempo que no te veo -le dije.
– Oh, ya sabes. Sin muchas novedades -respondió. Ella se comportaba de modo jovial, aunque vi la cautela reflejada en sus ojos. Tenía el pelo de un castaño muy oscuro, que casi se confundía con el negro, y era lustroso y muy poblado. Su piel era del color de un caramelo de café con leche, con pecas por encima. Sus generosos labios estaban recubiertos de un fucsia llamativo. Cada vez que me sonreía sus dientes, blancos y enormes, casi destellaban. Miré hacia abajo. Zapatos planos rojos.
– Hey, vamos fuera y fumémonos un cigarrillo -me invitó.
Francie Polk tenía un aspecto más satisfecho.
– Luna, ¿no ves que tu amiga necesita un doctor? -la amonestó la mujer.
– Solo son unos moratones y magulladuras -dijo Luna, examinándome-. ¿Te has vuelto a caer, chiquilla?
– Ya sabes lo que mamá me decía siempre: «Caléndula, eres más torpe que un elefante».
– Las cosas de tu madre -dijo Luna, meneando la cabeza-. Como si eso te hiciera menos torpe.
– ¿Qué te voy a decir que no sepas? -me encogí de hombros-. Si nos disculpas, Francie.
– Claro -contestó-. Luego os veo.
– Por supuesto -respondió Luna-. No me lo perdería por nada del mundo.
Y con Luna salí del recibidor de la Hermandad del Sol. Me concentré en mantener mi modo de andar, para que Francie no me viera cojear y se volviera más suspicaz.
– Gracias a Dios -dije cuando estuvimos fuera.
– Supiste lo que era -me soltó de sopetón-. ¿Cómo?
– Tengo un amigo que también es un cambiaforma.
– ¿Quién?
– No es de aquí. Y no te lo diré sin su permiso.
Me miró, ya sin la fachada de supuesta amistad.
– De acuerdo, lo entiendo -afirmó-. ¿Por qué estás aquí?
– ¿Qué más te da?
– Acabo de salvarte el culo.
Cierto, muy cierto.
– De acuerdo. Soy una telépata, y estoy aquí contratada por el vampiro líder de tu zona para encontrar a un vampiro desaparecido.
– Eso está mejor. Pero no es mi líder de zona. Soy una sobrenatural, pero no un vampiro. ¿Para quién curras?
– No creo que necesites saberlo.
Alzó las cejas.
– No.
Abrió la boca como si fuera a gritar.
– Nada de gritos. Hay cosas que no te diré. ¿Qué es un sobrenatural?
– Un ser sobrenatural. Ahora escúchame -me ordenó Luna. Estábamos andando a través del aparcamiento, y los coches seguían entrando con regularidad. Ella sonreía en todo momento y tampoco dejaba de hacer gestos con las manos. Yo me esforcé en parecer igual de feliz. Pero ya no podía disimular la cojera, y la cara me dolía como el infierno, como diría Arlene.
Dios, me encontré fatal de repente. Pero logré apartar el dolor para prestar atención a Luna, que tenía cosas que decirme.
»Diles a los vampiros que nosotros tenemos este lugar bajo vigilancia…
– ¿Nosotros quiénes?
– Nosotros somos los cambiaformas de la zona de Dallas.
– ¿También estáis organizados? ¡Genial! He de decírselo a… mi amigo.
Giró los ojos, no muy impresionada con mi intelecto.
– Escucha, señorita. Diles a los vampiros que tan pronto como la Hermandad se dé cuenta de nuestra existencia, irán a por nosotros. Y no queremos darnos a conocer. Seguimos al margen porque es mejor. Estúpidos vampiros… Tenemos un ojo puesto en la Hermandad.
– Si es verdad, ¿por qué no avisasteis a los vampiros de que Farrell estaba en el sótano? Y tampoco les dijisteis nada de Godfrey.
– Hey, Godfrey quiere suicidarse, no es nuestro problema. Él vino a la Hermandad, no fueron ellos en su busca. Casi se mearon en los pantalones de lo contentos que se pusieron al tenerlo en sus manos, aunque tuvieron que superar el impacto de estar sentados al lado de uno de los malditos.
– ¿Y qué pasa con Farrell?
– No sabía que estaba aquí -admitió Luna-. Sabía que habían capturado a alguien, pero aún no estoy muy arriba en el escalafón, y no pude averiguar de quién se trataba. Incluso traté de engatusar al capullo de Gabe, pero no coló.
– Te gustará saber que Gabe está muerto.
– ¡Hey! -sonrió de forma genuina por primera vez-. Eso sí que son buenas noticias.
– Solo me queda por añadir que tan pronto como me ponga en contacto con los vampiros, vendrán aquí a por Farrell. Así que si fuera tú, no volvería a la Hermandad esta noche.
Se mordió el labio inferior durante un rato. Estábamos casi fuera del aparcamiento.
»De hecho -dije-, sería ideal que me acercases al hotel.
– No entra dentro de mis funciones el hacer que tu vida sea un camino de rosas -gruñó, volviendo a adoptar su papel de dura-. Tengo que volver a la iglesia antes de que la mierda comience a salpicar por todos lados, y sacar algunos papeles. Piensa sobre ello, chica: ¿qué van a hacer los vampiros con Godfrey? ¿Lo dejarán vivo? Es un asesino en serie y además mataba niños; tantas veces que ya ni recuerda cuántas. No puede parar, y lo sabe.
Al menos la iglesia tenía algo positivo: daba a los vampiros como Godfrey la posibilidad de suicidarse mientras eran vigilados.
– Tal vez debieran trasmitirlo solo por televisión de pago -observé.
– Lo harían si pudieran -Luna no estaba de broma-. Los vampiros están obsesionados con lo de su incorporación a la sociedad. No se toman muy bien el que malogren su plan. Godfrey no les va a caer nada bien.
– No puedo resolver yo sola todos los problemas, Luna. A propósito, mi nombre real es Sookie. Sookie Stackhouse. De todas formas, he hecho lo que me ha sido posible. He cumplido con mi parte del contrato, y ahora he de irme e informar, viva o muera Godfrey. Creo que morirá.
– Ojalá tengas razón -dijo ominosamente.
No era mi culpa que Godfrey cambiara de idea. Solo había cuestionado su decisión. Pero tal vez ella estuviera en lo cierto. Quizá tenía algo de culpa.
Todo aquello era demasiado para mí.
– Adiós -dije, y comencé a cojear hacia la parte trasera del aparcamiento que daba a la carretera. No llegué muy lejos cuando escuché un grito que provenía de la iglesia, y todas las luces se encendieron de golpe. El brillo era cegador.
– Tal vez no debería volver al centro. No es una buena idea -dijo Luna desde la ventanilla de un Subaru Outback que se detuvo junto a mí. Me senté en el asiento del copiloto y nos dirigimos a la salida más cercana. Me puse el cinturón de inmediato.
Pero a pesar de nuestra rapidez, otros lo habían sido aún más. Algunas familias habían colocado sus vehículos de forma que bloqueaban las salidas del aparcamiento.
– Mierda -protestó Luna.
Nos quedamos sentadas allí mientras ella pensaba algo.
»Nunca me dejarán salir, incluso si nos logramos esconder. No puedo volver a la iglesia. Te encontrarían aquí enseguida. -Luna se mordió el labio un poco más-. Oh, a la mierda este curro -dijo, y lanzó el Outback hacia delante. Al principio conducía de manera normal, para atraer así la menor atención posible-. Esta gente no sabría lo que es la religión aunque les mordiera el culo -aseguró. Condujo por el bordillo que separaba el césped del aparcamiento. Entonces, y de improviso, se metió en el césped, que rodeaba la verja que contenía los columpios de los niños, y sonreí de oreja a oreja, aunque me doliera.
– ¡Yee-hah! -grité, cuando golpeamos un hidrante del sistema de riego. Volamos por el patio delantero de la iglesia. A causa de la impresión, nadie nos perseguía al principio. Después, comenzaron a organizarse. No obstante, aquellos que no apoyaban las medidas más extremas que la Hermandad adoptaba iban a golpearse con la dura realidad.
Luna miró por el retrovisor.
– Han desbloqueado las salidas y alguien nos está siguiendo.
Nos incorporamos al tráfico de la carretera que discurría por delante de la iglesia, otra vía de cuatro carriles, y las bocinas comenzaron a sonar por todas partes ante nuestra súbita irrupción en la circulación.
»Puta mierda -exclamó Luna. Redujo la velocidad y siguió mirando por el retrovisor-. Está muy oscuro. No sabría decir si nos siguen o no.
Me pregunté si Barry habría avisado a Bill.
– ¿Tienes un móvil? -le pregunté.
– En mi bolso, junto a mi carné de conducir, que aún está en la oficina de la iglesia. Así es como supe que estabas en apuros. Estaba en mi oficina y capté tu olor. También supe que estabas herida. Así que salí fuera, eché un vistazo y no te encontré. Volví. Tuvimos suerte de que llevara las llaves en el bolsillo.
Dios bendijera a los cambiaformas. Era una pena lo del teléfono, pero no había remedio. De repente me acordé de mi bolso. ¿Dónde lo había dejado? Lo más seguro es que siguiera en la oficina de la Hermandad. Al menos no llevaba allí el carné.
– ¿Dónde paramos, en una cabina o en la comisaría?
– Si llamas a la policía, ¿qué piensas que van a hacer? -inquirió Luna, con la misma voz que usaría alguien para aleccionar a un niño pequeño.
– ¿Ir a la iglesia?
– ¿Y entonces qué ocurrirá, chica?
– ¿Le preguntarán a Steve que por qué retiene a un prisionero humano?
– Sí. ¿Y qué dirá?
– Ni idea.
– Les dirá: «aquí no tenemos prisioneros. Ella y nuestro empleado Gabe discutieron, y ahora está muerto. ¡Arréstela!».
– ¿Eso crees?
– Eso creo.
– ¿Y Farrell?
– Si la policía se pasa por aquí, seguro que alguno de los de la Hermandad baja al sótano y lo estaca. Para cuando los polis bajen, ya no habrá Farrell alguno. Podrían hacer lo mismo con Godfrey, si no estuviera de su parte. No creo que se resistiera. Quiere morir.
– ¿Y Hugo?
– ¿Crees que Hugo va a explicar cómo acabó encerrado en el sótano? No sé lo que diría ese estúpido, pero no sería la verdad. Ha llevado una doble vida durante meses, y en mi opinión no sabe ni dónde tiene la cabeza.
– Así que mejor no llamar a la policía. ¿Entonces a quién?
– Te llevo a que hables con tu gente. No tienes que conocer a la mía. No desean abandonar el anonimato, ¿comprendes?
– Claro.
– Aunque tú también eres un poco rara, si eres capaz de reconocernos.
– Sí.
– ¿Y qué eres? Un vampiro no, desde luego. Y tampoco uno de los nuestros.
– Telépata.
– ¡Eso es! ¡Mierda! Uhhhhh, uhhhh -dijo Luna, imitando el tradicional ulular fantasmal.
– No mucho más uhhh uhhh que tú -rebatí, segura de que ella entendería que me sintiera algo molesta.
– Lo siento -dijo sin mucha sinceridad-. Ok, este es el plan…
Pero no llegué a escucharlo, porque en ese momento fuimos golpeadas desde detrás.
Lo siguiente que supe fue que colgaba sujeta de mi cinturón. Una mano trataba de tirar de mí. Reconocí las uñas pintadas; era Sarah. La mordí.
Con un chillido, la mano se retiró.
– Está fuera de sí -oí que decía la suave voz de Sarah a alguien más, alguien no relacionado con la iglesia. Tenía que actuar.
– No la escuches. Fue su coche el que nos golpeó. No dejes que me toque.
Miré a Luna, cuyo pelo tocaba el techo. Estaba despierta pero no hablaba. Se revolvía, y me imaginé que luchaba por deshacerse del cinturón.
Había ruido de múltiples conversaciones fuera del coche, la mayoría de ellas discusiones.
– Te lo aseguro. Soy su hermana y está borracha -le decía Polly a alguien.
– No lo soy. Exijo que me hagan una prueba de alcoholemia ahora mismo -solicité, con voz tan firme como fui capaz, teniendo en cuenta que aún estaba bajo los efectos del trauma y colgaba bocabajo-. Llame a la policía de inmediato, y también a una ambulancia.
Aunque Sarah comenzó a chapurrear quejas, una voz de hombre se alzó sobre las demás.
– Señorita, no parece que quiera que la ayuden en absoluto. De hecho, lo que parece es justo lo contrario.
El rostro de un hombre apareció en la ventana. Estaba de rodillas y se inclinó para echar un vistazo.
– He llamado al nueve uno uno -dijo la voz grave. Estaba despeinado y llevaba barba de un par de días, aunque me resultó atractivo.
– Por favor, quédese aquí hasta que vengan -imploré.
– Lo haré -prometió, y su cara se desvaneció.
Había más voces ahora. Sarah y Polly estaban chillando. Habían golpeado nuestro coche. Varias personas lo habían visto. Asegurar ser nuestras hermanas, o lo que fuera que habían dicho, no había funcionado. Además, iban acompañadas por dos hombres de la Hermandad que no eran lo que se dice muy simpáticos.
– Entonces nos iremos -dijo Polly, furiosa.
– No -respondió mi maravilloso salvador-. Además, tienen que dar los datos del seguro.
– Cierto -apostilló la voz de un hombre mucho más joven-. Lo que pasa es que no quieren pagar la reparación de su coche. ¿Y si se han hecho daño? ¿No van a pagarles el hospital?
Luna había conseguido desembarazarse del cinturón y se retorció cuando cayó sobre el techo, que ahora era el suelo del coche. Con una flexibilidad envidiable, sacó la cabeza por la ventana abierta y buscó un punto de apoyo para salir por ella. Poco a poco lo iba consiguiendo. Uno de esos puntos de apoyo resultó ser mi hombro, pero ni parpadeé. Una de nosotras debía liberarse.
Hubo gritos fuera ante la salida de Luna. Luego oí que hablaban con ella.
– ¿Es usted la que conducía?
Varias voces subieron el volumen, unas decían que una, otras decían lo contrario, pero todo el mundo estaba de acuerdo en que Sarah, Polly y sus lacayos eran los malos, y Luna la víctima. Había tanta gente que cuando llegó otro coche de la Hermandad no pudo acercarse. Dios bendiga a los metomentodos americanos. Estaba en plan sentimental.
El médico que me sacó del coche era el chico más mono que jamás había conocido. Su nombre era Salazar, como indicaba su chapita, y dije «Salazar», solo para asegurarme de que era capaz de hablar. Casi lo deletreé.
– Sí, ese soy yo -dijo mientras me levantaba la cabeza para mirarme a los ojos-. Sí que se ha dado un buen golpe, señorita.
Comencé a decirle que ya estaba herida antes de tener el accidente, pero entonces escuché hablar a Luna.
– El calendario salió volando del salpicadero y le dio en toda la cara.
– Es mucho más prudente no tener nada suelto en el salpicadero -recomendó otra voz con tono neutro.
– Y que lo diga, oficial.
¿Oficial? Traté de girar la cabeza, pero Salazar me regañó.
– Va a estarse quieta hasta que termine de reconocerla -advirtió severo.
– De acuerdo. ¿Ha llegado la policía? -añadí casi enseguida.
– Sí, señorita. ¿Qué le duele?
Siguió una larga lista de preguntas. Fui capaz de responder a la mayoría.
– Creo que está bien, señorita, pero debemos llevarlas al hospital para asegurarnos. -Salazar y su pareja, una mujer británica, no iban a dejarnos otra alternativa.
– Oh -dije ansiosa-, no necesitamos pasar por el hospital, ¿verdad, Luna?
– Claro que sí -respondió ella sorprendida-. Hay que comprobar si tienes algo roto, cariño. Tu mejilla no tiene buen aspecto.
– Oh -quedé algo sorprendida por el vuelco de acontecimientos-. Bueno, si es lo que crees…
– Claro.
Así que Luna anduvo hasta la ambulancia y a mí me subieron en camilla. Con el sonido de las sirenas, arrancó. Mi última visión antes de que Salazar cerrara las puertas fue la de Polly y Sarah hablando con un policía muy alto. Ambas parecían muy molestas. Eso era bueno.
El hospital era como todos los hospitales. Luna no se despegó de mi lado ni por un momento, y una enfermera entró para que le contáramos todo al detalle. Luna habló por mí.
– Dígale al Dr. Josephus que Luna Garza y su hermana están aquí.
La enfermera, una joven afroamericana, le dedicó una mirada dubitativa, pero al final cedió.
– De acuerdo. -Y salió de inmediato.
– ¿Cómo lo has hecho? -quise saber.
– ¿Conseguir que una enfermera pase de rellenar informes? Pedí este hospital a propósito. Tenemos a alguien en cada hospital de la ciudad, pero conozco bien a nuestro hombre de aquí.
– ¿Nuestro?
– Sí, los de naturaleza doble.
– Oh. -Los cambiaformas. Ardía en deseos de contarle todo esto a Sam.
– Soy el Dr. Josephus -anunció una voz calmada. Alcé la cabeza para observar a un hombre delgado, de pelo plateado, que había entrado en la habitación. Su pelo mostraba los efectos de una incipiente calvicie, y adornaba la nariz con un par de gafas de montura metálica. Tenía unos ojos de un color azul profundo, que resaltaban aún más gracias a sus gafas.
– Soy Luna Garza, y esta es mi amiga, ah, Caléndula. -Luna hablaba como una persona diferente. De hecho, miré por encima del hombro para ver si era la misma-. Esta noche no hemos tenido mucha suerte en el frente.
El doctor me miró con cierto resquemor.
»Es de confianza -aseguró Luna con gran solemnidad. No quería arruinar el momento con una de mis sonrisas tontas, por lo que me mordí la lengua.
– Necesitas una radiografía -sentenció el doctor, después de estudiar mi cara y examinarme la rodilla. Aparte de eso tenía magulladuras por todas partes, pero esas dos eran las heridas más serias.
– Tiene que ser rápido, tenemos que salir de aquí enseguida -dijo Luna con un tono que no dejaba opción.
Ningún hospital actúa tan rápido. Supuse que el Dr. Josephus pertenecía a la cúpula del centro. O tal vez fuera el jefe de personal. La máquina portátil de rayos-X entró, me hicieron la radiografía, y en unos minutos el Dr. Josephus me estaba diciendo que tenía una fractura pequeña en el pómulo, que sanaría por su cuenta. O también podía ir a la consulta de un cirujano plástico cuando la hinchazón hubiera bajado. Me dio una receta para calmantes, unos cuantos consejos, una bolsa de hielo para la cara y otra para la rodilla, a la que se había referido como «dislocada».
Diez minutos después, estábamos listas para marcharnos. Luna me llevaba en una silla de ruedas y el Dr. Josephus nos conducía por un corredor de servicio. Pasamos al lado de dos empleados. Parecían pobres, el tipo de persona que acepta trabajos mal remunerados en el hospital, como celador y cocinero. Me costaba creer que el Dr. Josephus hubiera pasado por allí antes, aunque daba la impresión de que conocía bien la zona, y el personal tampoco se mostraba extrañado por su presencia. Al final del pasillo, empujó una pesada puerta de metal.
Luna Garza lo saludó con un asentimiento.
– Muchas gracias.
Me empujó hacia la calle. Había un coche grande y viejo aparcado allí mismo. Era de color rojo o marrón oscuro. Mirando con un poco más de detenimiento, me percaté de que nos encontrábamos en un callejón. Había unos cuantos contenedores de basura pegados a la pared, y un gato saltaba sobre algo (no quería saber qué) entre dos de ellos. Después de que la puerta se cerrara tras nosotros, el callejón se sumió en el silencio. Comencé a tener miedo de nuevo.
Estaba cansándome de sentir miedo.
Luna fue al coche, abrió la puerta de atrás y dijo algo a quien sea que estuviera dentro. La respuesta que obtuvo la enfadó. Discutió en otro idioma.
La discusión se extendió un poco más.
Luna volvió a mi lado.
– Te tenemos que vendar los ojos -explicó, convencida de que eso me sentaría mal.
– De acuerdo -respondí, con un gesto de mano que ponía de manifiesto que eso era algo banal.
– ¿No te importa?
– No. Lo comprendo, Luna. A todo el mundo le gusta proteger su intimidad.
– Ok. -Se acercó al coche a toda prisa y volvió con un pañuelo en las manos, de seda azul y verde. Lo dobló como si fuéramos a jugar a la gallinita ciega, y lo anudó por detrás de la cabeza.
– Escúchame -me dijo al oído-, estos dos son tipos duros. Es mejor que lo sepas.
Dios. Justo lo que necesitaba: que me metieran más miedo.
Me condujo hasta el coche y me ayudó a entrar dentro. Supuse que dejó la silla al lado de la puerta y esperó a que se la llevaran; en un minuto estaba al otro lado del coche.
Había dos presencias en los asientos delanteros. Los tanteé mentalmente, con mucho cuidado, y descubrí que ambos eran cambiaformas; al menos tenían esa emoción tan característica, típica en ellos: el enredo traslúcido y furioso que captaba en Luna y Sam. Mi jefe, Sam, solía adoptar la forma de un perro pastor escocés. ¿Cuál sería la forma de Luna? Había algo diferente en aquellos dos, sobre ellos pendía una cierta pesadumbre. El contorno de sus cabezas resultaba diferente, no era del todo humano.
Solo hubo silencio durante unos minutos, mientras el coche salía del callejón y se zambullía en la noche.
– Hotel Silent Shore, ¿no? -preguntó la conductora. Sonó un poco hosca. Entonces recordé que hoy había luna llena. Demonios. Cambiaban con la luna llena. Tal vez por eso Luna había salido a toda leche de la Hermandad aquella noche, en cuanto había oscurecido. Toda esa urgencia se debía a la luna.
– Sí, por favor -dije, de manera educada.
– Comida que habla -comentó el copiloto. Su voz casi era un gruñido.
No me gustó nada oír eso, pero no tenía ni idea de cómo reaccionar. Me queda por aprender tanto sobre los cambiaformas como sobre los vampiros.
– Ni lo sueñes -advirtió Luna-. Es mi invitada.
– Luna sale con la comida de perro -dijo el copiloto. Estaba empezando a odiar a ese tipo.
– Huele más bien como una hamburguesa -señaló la conductora-. Tiene un par de mordiscos, ¿no?
– Estáis dando una muy buena impresión, gente -restalló Luna-. Mostrad un poco de control. Ha tenido una muy mala noche. Y además tiene un hueso roto.
Y la noche ni siquiera había empezado. Cambié de lado la bolsa de hielo. Demasiado frío en la nariz.
– ¿Por qué Josephus habrá tenido que llamar a estos dos cazurros? -me susurró Luna al oído. Pero sabía que lo habían oído; Sam lo oía todo y no era tan poderoso como un auténtico hombre lobo. O al menos eso era lo que yo pensaba. Aunque, para ser franca, hasta ese mismo momento no pensaba que los hombres lobo existieran.
– Supongo -dije de manera audible, y con tono tan diplomático como me fue posible-, que piensa que nos podrían defender mejor si nos vuelven a atacar.
Las orejas de las criaturas del asiento de delante se irguieron. Quizá de modo literal.
– Lo estábamos haciendo bien -dijo Luna, indignada. Se retorció en el asiento como si se hubiese bebido dieciséis tazas de café.
– Luna, nos atacaron y destrozaron tu coche. Acabamos en una sala de urgencias. ¿«Bien» en qué sentido?
Entonces tuve que responder a mi propia pregunta.
»Hey, lo siento, Luna. Me sacaste de allí. Sin ti me hubieran matado. No es tu culpa.
– ¿Habéis tenido una mala noche? -preguntó el copiloto, ya con un poco más de tacto. Buscaba una pelea. No sé si todos los hombres lobo son tan enérgicos como aquel, o si solo era su forma de ser.
– Sí, con la puta Hermandad -aclaró Luna, con algo de orgullo en la voz-. Tenían a esta chica en una celda. En una mazmorra.
– ¿En serio? -preguntó la conductora. Tenía la misma energía que ella. Bueno, acababa de leer su aura, a falta de una expresión mejor.
– En serio -respondí-. Trabajo para un cambiaforma de mi zona -añadí, para seguir conversando.
– ¿Sí? ¿En qué?
– Un bar. Tiene un bar.
– Así que estás lejos de casa, ¿eh?
– Muy lejos -respondí.
– ¿De verdad te ha salvado esta ratita voladora la vida esta noche?
– Sí. -Fui sincera-. Luna me ha salvado la vida. -Lo de ratita voladora lo dirían de forma literal. Eso significaba que Luna se transformaba en… Oh, Dios.
– Buen trabajo, Luna. -Había una ligerísima fracción más de respeto en su rasposa voz.
Luna agradeció la alabanza y me palmeó la mano. Ya en un silencio más agradable, conducimos unos cinco minutos más, hasta que el conductor volvió a hablar.
– Próxima parada, Silent Shore.
Suspiré aliviada.
– Hay un vampiro ahí enfrente, esperando.
Casi me quito la venda de los ojos, antes de darme cuenta de que sería una grosería.
– ¿Qué aspecto tiene?
– Alto, rubio. Un montón de pelo. ¿Amigo o enemigo?
Pensé en ello.
– Amigo -aseguré, y procuré no mostrar indicios de duda.
– Yum, yum -masculló la conductora-. ¿Tiene novia?
– Ni idea. ¿Quieres que se lo pregunte?
Luna y el copiloto imitaron el sonido de las náuseas.
– ¡No puedes salir con un cadáver! -protestó Luna-. ¡No me fastidies Deb… ugh, chica!
– Tranquilidad -dijo la conductora-. Algunos son buena gente. Estoy al lado del bordillo, ricura.
– Esa eres tú -me dijo Luna al oído.
Nos detuvimos y Luna alargó la mano por encima de mí para abrirme la puerta. Mientras salía, guiada por sus manos, escuché una exclamación que provenía de la acera. En menos de un segundo, Luna cerró la puerta de golpe tras de mí. El coche lleno de cambiaformas arrancó a toda prisa. En la calzada quedaron las marcas de los neumáticos al quemarse sobre el asfalto. Un aullido resonó en la noche cerrada.
– ¿Sookie? -preguntó una voz familiar.
– ¿Eric?
Traté de deshacerme de la venda, pero Eric se colocó por detrás y tiró sin más de ella. Ahora tenía un bonito pañuelo, sí bien algo sucio, gratis. El hotel de pesadas puertas negras relumbraba en la noche, y Eric parecía más pálido de lo normal. Vestía un traje azul marino, el súmmum de lo convencional.
Me alegré de verlo. Me agarró del brazo para evitar que trastabillara y me miró de forma inexpresiva. A los vampiros se les da bien.
– ¿Qué te ha pasado?
– Eh…, bueno, es difícil de explicar. ¿Dónde está Bill?
– Primero fue hacia la Hermandad del Sol para sacarte de allí. Pero por el camino oímos, gracias a uno de los nuestros, que es poli, que te habías visto involucrada en un accidente y que te habían llevado al hospital. Así que fuimos para allí. En el hospital comprobamos que te habías saltado los procedimientos habituales. Nadie nos decía nada de ti, y tampoco podíamos amenazarlos de forma eficaz. -Eric parecía muy frustrado. El hecho de tener que vivir bajo leyes humanas le resultaba tremendamente irritante, aunque disfrutara de sus beneficios-. Y no había rastro de ti. El botones solo captó tu emisión mental una vez.
– Pobre Barry. ¿Está bien?
– Sí, está bien y es cien dólares más rico -respondió Eric con hosquedad-. Ahora necesitamos a Bill. Eres una auténtica fuente de quebraderos de cabeza, Sookie. -Sacó un móvil de su bolsillo y tecleó un número. Después de transcurrido un tiempo considerable, alguien respondió.
– Bill, está aquí. Unos cambiaformas la trajeron al hotel. -Me miró de arriba abajo-. Un poco magullada, pero aún camina. -Volvió a escuchar-. Sookie, ¿tienes tu llave? -preguntó. La palpé en el bolsillo de la falda donde había guardado el rectángulo de plástico hace un millón de años.
– Sí -dije, y no pude creer que fuera capaz de haber hecho algo a derechas-. ¡Oh, espera! ¿Tienen a Farrell?
Eric alzó la mano para indicarme que esperara un momento.
– Bill, la llevaré a que la examinen. -Su espalda se puso rígida-. Bill -dijo, y su voz sonaba cargada de amenaza-. De acuerdo entonces. Adiós. -Se giró de vuelta a mí, como si no hubiera habido interrupción alguna.
– Sí, Farrell está a salvo. Han asaltado la Hermandad.
– ¿Ha resultado herida mucha gente?
– La mayoría estaba demasiado asustada como para acercarse. Se dispersaron y volvieron a casa. Farrell estaba en una celda del sótano junto a Hugo.
– Oh, cierto, Hugo. ¿Qué le ha pasado?
Mi voz debió de resultarle muy curiosa a Eric, ya que me miró de soslayo mientras nos dirigíamos al ascensor. Seguía mi paso, y eso que yo cojeaba de mala manera.
– ¿Te llevo?
– No creo que haga falta. Ya casi me he acostumbrado. -Si hubiera sido Bill ni me lo hubiera pensado. Barry, en el mostrador de recepción, me hizo un gesto con la mano. Hubiera corrido hasta mí si no hubiera estado con Eric. Le dediqué lo que esperé fuera una mirada inequívoca, una forma de decirle que hablaríamos después, y entonces la puerta del ascensor se abrió con un pitido y subimos. Eric pulsó el botón de nuestra planta y se apoyó contra la pared de espejo. Al mirarlo de frente, solo obtuve un reflejo de mi propia imagen.
– Oh, no -dije, horrorizada-. Oh, no. -Mi pelo se había aplanado por la peluca, y peinarlo con los dedos no había hecho más que agravar el resultado. Comencé a pasar las manos sobre el cabello en un gesto absurdo y patético, y mi boca tembló cuando reprimí las lágrimas. Y mi pelo era lo de menos. Tenía magulladuras por todo el cuerpo, y eso solo donde la ropa dejaba la piel al descubierto. La blusa había perdido la mitad de los botones y la falda estaba rasgada y cubierta de suciedad. El brazo derecho estaba cubierto de tolondrones rojizos.
Comencé a llorar; estaba horrible, y eso había terminado por hundirme.
Eric no se rió y dijo justo lo que necesitaba oír, lo que lo honró.
– Sookie, un baño y ropa limpia es lo único que te hace falta -aseguró con la voz que usaría con un niño. Si soy sincera, he de admitir que no me sentía mucho mayor.
– La mujer loba pensaba que eras mono -dije, y sollocé un poco más. Salimos del ascensor.
– ¿La mujer loba? Sí que has vivido aventuras esta noche, Sookie. -Me agarró como si fuera un fardo de ropa y me atrajo contra sí. Le dejé la preciosa chaqueta empapada y llena de mocos, y su camisa blanca impoluta dejó de serlo de repente.
– ¡Oh, cuánto lo siento! -Me eché hacia atrás y miré el estropicio. Lo froté con el pañuelo.
– Deja de llorar -se apresuró a decir-. No llores de nuevo. Llevaré esto a la tintorería. No te preocupes. O si no, me compraré otro traje. No me importa.
Era divertido que Eric, el vampiro entre vampiros, tuviera miedo de las mujeres llorosas. Reí con disimulo entre sollozo y sollozo.
»¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó.
Sacudí la cabeza. Deslicé la llave en la puerta y entramos.
– Te ayudaré con la bañera si no te ves capaz, Sookie -propuso.
– Por ahora mejor no. -Un baño era lo que quería más que nada en el mundo, eso y no ponerme nunca más aquellas ropas, pero también estaba segura de que no iba a bañarme con Eric en las cercanías.
– Apuesto a que eres un caramelito desnuda -dijo Eric, solo para reafirmar mis pensamientos.
– Por supuesto. Soy tan sabrosa como el chocolate suizo -añadí, y me senté en una silla-. Aunque por el momento me siento más bien como boudain. El boudain es una salchicha cajún, hecha de todo un poco, aunque nada muy sofisticado. Eric empujó una silla y me levantó la pierna para que dejara en alto la rodilla. Puse la bolsa de hielo sobre ella y cerré los ojos. Eric llamó a recepción para que le trajeran unas pinzas, un cuenco, antiséptico y una silla de ruedas. Llegaron en diez minutos. El personal era bueno.
Había una pequeña mesa en una de las paredes. Eric la movió hasta ponerla al lado de la silla donde yo estaba, me levantó el brazo y lo colocó sobre la mesa. Encendió la lámpara. Después de limpiar la zona herida, empezó a tratar los tolondrones. Se trataba de los cristales del coche de Luna incrustados en mi piel.
– Si fueras una chica normal y corriente, te hechizaría y no sentirías nada de esto -comentó-. Aprieta los dientes. -Dolía como mil demonios, y las lágrimas me recorrieron el rostro durante todo el proceso. Me costó mucho guardar silencio.
Por fin escuché otra llave en la puerta y abrí los ojos. Bill me miró a la cara, se estremeció y luego echó un ojo a lo que Eric estaba haciendo. Asintió de manera aprobatoria.
– ¿Cómo te ha ocurrido esto? -inquirió, mientras me tocaba la cara con toda la dulzura del mundo. Acercó la silla que quedaba y se sentó. Eric continuó a lo suyo.
Comencé a explicárselo. Estaba tan cansada que la voz se me iba de cuando en cuando. En el momento en que conté lo de Gabe se me olvidó suavizar la escena, y advertí que Bill estaba al borde de perder el control. Me levantó la blusa para observar el sujetador rasgado y las magulladuras de mi pecho, a pesar de estar Eric allí (que aprovechó para mirar).
– ¿Qué le ocurrió a ese tal Gabe? -preguntó Bill, muy despacio.
– Está muerto -dije-. Godfrey lo mató.
– ¿Has visto a Godfrey? -Eric se inclinó sobre mí. No había dicho nada hasta entonces. Había acabado de curarme el brazo. Puso antiséptico por toda la zona como si estuviera protegiendo a un bebé de la habitual erupción a causa del pañal.
– Estabas en lo cierto, Bill. Fue él quien secuestró a Farrell, aunque no averigüé los detalles. Y Godfrey fue quien evitó que Gabe me violara. Aunque he de decir que yo también ayudé un poco.
– No seas fantasma -dijo Bill con una ligera sonrisa-. Así que está muerto. -Aunque eso no parecía satisfacerlo.
– Godfrey detuvo a Gabe y me ayudó a salir de allí. Fue muy amable, sobre todo si tenemos en cuenta que quería matarse. ¿Dónde está?
– Huyó en la noche cuando atacamos la Hermandad -explicó Bill-. Ninguno de nosotros lo consiguió atrapar.
– ¿Qué ocurrió en la Hermandad?
– Te lo contaré todo, Sookie. Pero debemos despedir a Eric, y luego, mientras tomas un baño, hablaremos con tranquilidad.
– Ok -accedí-. Buenas noches, Eric. Gracias por los primeros auxilios.
– Creo que eso era lo principal -le dijo Bill a Eric-. Si hay algo más de interés voy después a tu habitación.
– Bien. -Eric me miró, con los ojos medio abiertos. Había dado uno o dos lametazos al brazo cuando lo trataba, y el sabor parecía haberlo embriagado-. Descansa mucho, Sookie.
– Oh -dije, a la vez que abría los ojos de par en par-. Se lo debemos todo a los cambiaformas.
Ambos vampiros me contemplaron.
»Bueno, tal vez vosotros no, pero yo sí.
– Tranquila, ya se lo cobrarán -predijo Eric-. Esos cambiaformas nunca hacen favores sin más. Buenas noches, Sookie. Me alegro de que no fueras violada ni asesinada. -Su habitual sonrisa le relumbró en la cara, y entonces sí que pareció el de siempre.
– Gracias -y cerré los ojos-. Buenas noches.
Cuando la puerta se cerró tras Eric, Bill me levantó de la silla y me llevó hasta el baño. Era tan grande como la mayoría de los baños de hotel, pero la bañera en concreto era más que adecuada. Bill la llenó de agua caliente y me quitó la ropa.
– Tírala.
– Luego. -Estudió las heridas de nuevo, con los labios convertidos en una fina línea.
– Algunas son a causa de la caída en las escaleras, y otras por el accidente de coche -expliqué.
– Si Gabe no estuviera muerto, lo encontraría y acabaría con él -dijo Bill, más para sí mismo que para mí-. Me tomaría mi tiempo. -Me levantó con tanta facilidad como si fuera un niño pequeño y me puso en el baño. Luego comenzó a lavarme con una manopla y una pastilla de jabón.
– Mi pelo está asqueroso.
– Sí, pero nos ocuparemos de eso por la mañana. Tienes que dormir.
Primero me lavó la cara y luego siguió hacia abajo. El agua se enturbió a causa de la sangre y la suciedad. Comprobó el estado de mi brazo, para asegurarse de que Eric había quitado todos los cristales. Luego vació la bañera y la volvió a llenar, mientras yo temblaba. Esta vez sí que me sentí limpia. Después de quejarme de mi pelo otra vez, acabó por rendirse. Me humedeció la cabeza y me enjabonó el pelo, restregándolo con mucho cuidado. No hay nada mejor que una limpieza total cuando te sientes sucia, y una cama cómoda con sábanas limpias. Todo ello aderezado con la sensación de estar a salvo.
– Cuéntame lo que pasó en la Hermandad -dije cuando me llevaba a la cama-. Quédate junto a mí.
Bill me metió bajo la sábana y luego se introdujo por el otro lado. Deslizó el brazo bajo mi cabeza y se arrimó a mí. Deposité la frente sobre su pecho con cuidado y lo froté.
– Para cuando estábamos allí, ya se había convertido en un hormiguero -dijo-. El aparcamiento estaba lleno de coches y de gente, y seguían llegando más para esa cosa…
– Encierro -murmuré, mientras me giraba a la derecha para apretarme contra él.
– Hubo un cierto revuelo cuando llegamos. Casi todos se metieron en sus coches y salieron tan rápido como pudieron. Su líder, Newlin, trató de negarnos la entrada al recibidor de la Hermandad. ¿Seguro que eso ha sido una iglesia alguna vez? Y nos dijo que arderíamos en llamas si lo hacíamos, porque estábamos malditos. -Bill resopló-. Stan lo agarró y lo apartó. Y entramos en la iglesia, con Newlin y su mujer pegados a nuestros talones. Ni uno solo de nosotros ardió, lo que dejó perplejo a más de uno.
– Seguro que sí -murmuré sobre su pecho.
– Barry nos dijo que cuando se comunicó contigo tuvo la sensación de que estabas «abajo»…, por debajo de la tierra. También recibió la palabra «escaleras». Éramos seis: Stan, Joseph Velasquez, Isabel, y más, y nos llevó seis minutos eliminar todas las posibilidades y encontrar las escaleras.
– ¿Cómo pasasteis por la puerta? -Recordaba que contaba con una cerradura recia.
– La hicimos pedazos.
– Oh. -Supongo que eso facilitaría la entrada.
– Pensé que aún estabas allí. Cuando encontré la habitación con el hombre muerto que llevaba los pantalones por los tobillos… -Se detuvo durante un momento-. Estuve seguro de que habías estado allí. Incluso te podía oler en el aire. Había una traza de sangre en él, tu sangre, y pronto encontré más marcas de sangre por el lugar. Me preocupé mucho.
Lo palmeé. Me sentía muy cansada como para hacerlo de forma vigorosa, pero era el único consuelo que podía ofrecerle en ese momento.
«Sookie -dijo despacio-, ¿hay algo más que tengas que contarme?
Tenía demasiado sueño para aquello.
– No -dije, y bostecé-. Creo que ya te lo he contado todo.
– Pensé que, como estaba Eric, igual no querías contar los detalles.
Oí cómo el otro zapato caía al suelo. Lo besé en el pecho, sobre el corazón.
– Godfrey llegó a tiempo. En serio.
Hubo un largo silencio. Miré a la cara de Bill, rígida como una estatua. La negrura de sus cejas resaltaba contra su palidez de forma impactante. Sus ojos oscuros parecían pozos sin fondo.
– Cuéntame el resto -lo exhorté.
– Luego fuimos al refugio nuclear y encontramos una habitación más grande, con una zona llena de suministros, comida y armas, donde resultaba obvio que había vivido otro vampiro.
Yo no había visitado la zona del refugio, y tampoco tenía ganas de hacerlo en breve.
»En la segunda celda estaban Farrell y Hugo.
– ¿Estaba Hugo vivo?
– Apenas -Bill me besó la frente-. Afortunadamente para él, a Farrell le gusta el sexo con hombres más jóvenes.
– Tal vez por eso Godfrey eligió a Farrell cuando decidió darle una lección a otro pecador.
Bill asintió.
– Eso es lo que Farrell dijo. Pero llevaba mucho tiempo sin sexo ni sangre, y estaba hambriento en todos los sentidos. Sin las esposas de plata, Hugo lo hubiera… pasado mal. Incluso con plata en las muñecas y las rodillas, Farrell fue capaz de alimentarse de él.
– ¿Sabías que Hugo era el traidor?
– Farrell oyó tu conversación con él.
– ¿Cómo…? Claro, la agudeza sensorial vampírica. Qué tonta soy.
– A Farrell también le gustaría saber lo que le hiciste a Gabe para que gritara.
– Golpearle las orejas con ambas manos. -Ahuequé las manos para enseñárselo.
– Farrell estaba encantado. Ese Gabe era el típico que disfruta imponiéndose sobre otros. Humilló a Farrell de muchas formas.
– Farrell tuvo suerte de no ser mujer -dije-. ¿Dónde está Hugo?
– En un lugar seguro.
– ¿Seguro para quién?
– Seguro para los vampiros. Lejos de los medios de comunicación. Disfrutarían mucho con su historia.
– ¿Qué es lo que van a hacerle?
– Eso lo decidirá Stan.
– Recuerda el trato que tenemos con Stan. Si hay algún humano al que se descubre culpable gracias a mis pesquisas, no debe morir.
Bill no quería discutir eso conmigo ahora. Su cara se ensombreció.
– Sookie, tienes que dormir. Hablaremos mañana.
– Pero para entonces podría estar muerto.
– ¿Qué más te da?
– ¡Era el trato que teníamos! Hugo me importa una mierda, y lo odio, pero también me da pena, y no quiero pensar que su muerte pesa sobre mí.
– Sookie, seguirá vivo mañana. Hablaremos de esto entonces.
El sueño tiró de mí como la resaca del mar. Me resultaba difícil creer que solo fueran las dos de la mañana.
– Gracias por preocuparte por mí.
– En primer lugar no estabas en la Hermandad, y había rastros de sangre y de tu violador muerto. Cuando llegué al hospital, alguien te había sacado de allí…
– ¿Mmmmh?
– Estaba muy, muy asustado. Nadie sabía dónde estabas. De hecho, mientras hablaba con la enfermera que te atendió, tu nombre desapareció de la pantalla del ordenador.
Estaba impresionada. Los cambiaformas estaban muy bien organizados.
– Tal vez debería enviarle a Luna algunas flores -comenté. Me costó que las palabras salieran de mi boca.
Bill me besó, un beso muy satisfactorio, y eso fue lo último que recuerdo.