Abrí los ojos con algo de reluctancia. Me sentía como si hubiera estado durmiendo en un coche o si hubiera echado una siesta en una silla de respaldo recto; en resumen, como si lo hubiera hecho en un lugar inapropiado e incómodo. La cabeza me daba vueltas y me dolía todo. Pam estaba sentada a menos de un metro de mí, y tenía los ojos azules clavados en mí.
– Funcionó -comentó-. La doctora Ludwig no se ha equivocado.
– Estupendo.
– Sí, hubiera sido una lástima perderte antes de tener oportunidad de hacer buen uso de ti -dijo con pragmatismo aplastante-. Hay muchos más humanos con los que tratamos a los que la ménade quizá haya atacado, y que son menos valiosos.
– Gracias por los cumplidos, Pam -musité. Me sentía sucia, como si hubiera tomado un baño de sudor y luego me hubiera revolcado por el barro. Incluso los dientes se me antojaban asquerosos.
– De nada -respondió, y casi llegó a sonreír.
Así que Pam tenía sentido del humor; no era algo habitual en los vampiros. Nunca verás vampiros comediantes, y las bromas humanas los dejan fríos, ja ja (algunas de las cosas que les hacen gracia te provocarían pesadillas durante una semana).
– ¿Qué ha ocurrido?
Pam enlazó los dedos sobre la rodilla.
– Hicimos lo que la doctora Ludwig dijo. Bill, Eric, Chow y yo, por turnos, y cuando estabas casi seca, comenzamos la transfusión.
Pensé en ello durante un minuto, contenta de haber perdido la consciencia antes de experimentar el procedimiento. Bill siempre bebía sangre de mí cuando hacíamos el amor, así que lo había asociado a actividades eróticas. Haber «donado» a tanta gente me hubiera hecho sentirme incómoda, por así decirlo.
– ¿Quién es Chow? -pregunté.
– Comprueba si te puedes sentar -me aconsejó Pam-. Chow es nuestro nuevo camarero. Es todo un espectáculo.
– ¿Eh?
– Tatuajes -dijo Pam, y por un momento me dio la impresión de estar ante una humana-. Es alto para ser asiático, y luce un montón de maravillosos… tatuajes.
Traté de aparentar que me importaba. Me incorporé y advertí cierta debilidad que me obligó a ser cauta. Era como si mi espalda estuviera cubierta con heridas que acabaran de cicatrizar, heridas que podrían volver a abrirse si no tenía cuidado. Y ese, constató Pam, era justo el caso.
Además, no llevaba camiseta. Ni camiseta ni nada por encima de la cintura. Mis pantalones estaban intactos, aunque bastante sucios.
– Tu camiseta estaba tan rota que tuvimos que arrancártela -dijo Pam, sonriendo de oreja a oreja-. Fuimos de uno en uno sosteniéndote en nuestro regazo. Todo el mundo estuvo encantado de ayudar. Bill estaba furioso.
– Vete a la mierda -fue todo lo que dije.
– Bueno, tú sabrás. -Pam se encogió de hombros-. Solo lo decía para halagarte. Debes de ser una mujer muy modesta. -Se levantó y abrió la puerta del armario. Dentro colgaban unas cuantas camisas; el armario de emergencia de Eric, supuse. Pam agarró una de la percha y me la lanzó. Alargué la mano para atraparla y tuve que admitir que fue sencillo.
– Pam ¿tenéis una ducha por aquí? -Me repateaba la idea de ponerme la prístina camisa blanca sobre una piel tan sucia.
– Sí, en el almacén. En el baño de los empleados.
Era muy sencilla, pero se trataba de una ducha con jabón y toalla. Lo malo es que tenías que atravesar el almacén, lo que a los vampiros les daba igual, ya que el pudor no es un inconveniente para ellos.
Cuando Pam accedió a hacer guardia delante de la puerta, le pedí que me ayudara a quitarme los pantalones, descalzarme y deshacerme de los calcetines. Disfrutó demasiado con todo ello.
Fue la mejor ducha que jamás había tomado.
Tuve que moverme despacio y con cuidado. Estaba muy débil, como si me hallara convaleciente aún de una grave enfermedad, como la neumonía o una virulenta cepa de la gripe. Y supongo que eso es lo que había pasado. Pam abrió la puerta lo suficiente como para darme unas prendas de ropa interior, lo que fue una agradable sorpresa, al menos hasta que me sequé y tuve que enfrentarme a ellas. Las bragas eran tan pequeñas y con tanto encaje que apenas servían de algo. Al menos eran blancas. Supe que estaba mejor cuando me descubrí pensando en lo bien que me quedaban delante del espejo. Solo llevaba las bragas y la camisa blanca. Salí descalza; Pam lo había doblado todo y metido en una bolsa de plástico, para que lo lavara cuando llegara a casa. Mi bronceado resaltaba muchísimo en contraste con la blancura de la camisa. Anduve muy despacio de vuelta a la oficina de Eric y busqué un peine en mi bolso. Cuando empecé a deshacer los enredos, Bill entró y me quitó el cepillo de la mano.
– Déjame a mí, cariño -dijo con ternura-. ¿Cómo estás? Quítate la camisa para que pueda verte la espalda. -Me la quité, con la esperanza de que no hubiera cámaras en la oficina…, aunque a juzgar por lo dicho por Pam, podía estar tranquila.
– Aún hay marcas -comentó Bill.
– Imagino. -Mejor en la espalda que en la cara. Y tener cicatrices siempre era mejor que estar muerta.
Volví a ponerme la camisa y Bill comenzó a trabajar con mi cabello, algo que le encanta. No tardé en cansarme y tener que tomar asiento en la silla de Eric mientras Bill seguía de pie detrás de mí.
– ¿Por qué me eligió la ménade a mí?
– Estaría esperando al primer vampiro que pasara. Que estuvieras conmigo y fueras mucho más vulnerable resultó ser un regalo.
– ¿Fue ella quien provocó nuestra pelea?
– No, creo que solo fue casualidad. Aún no entiendo por qué te enfadaste tanto.
– Estoy demasiado cansada como para explicarlo, Bill. Hablaremos de ello mañana, ¿de acuerdo?
En ese momento entró Eric, junto con un vampiro que pensé que sería Chow. Enseguida supe la razón de que atrajera tantos clientes. Era el primer vampiro asiático que había visto, y era muy guapo. También estaba cubierto (al menos las partes visibles para mí) con intrincados tatuajes, tatuajes que había oído que eran típicos de los miembros de la Yakuza. Sin importar si Chow había sido gángster o no durante su existencia humana, ahora exhibía un matiz bastante siniestro. Pam apareció por la puerta tras un momento, y dijo:
– Todo cerrado. La doctora Ludwig también se ha largado.
Así que el Fangtasia ya había cerrado sus puertas. Debían de ser las dos de la mañana. Bill continuaba cepillándome el cabello, y yo estaba sentada en la silla con las manos sobre los muslos, consciente de mi inadecuada indumentaria. Aunque, si pensaba en ello, Eric era tan alto que su camisa me cubría casi más que algunos de mis pantalones cortos. Supuse que eran las medias de corte francés las que me hacían sentir incómoda. Además, no llevaba sujetador. Ya que Dios había sido muy generoso conmigo en el apartado de los pechos, resultaba inconfundible saber si lo llevaba o no.
Pero no importaba mucho si mis ropas enseñaban más de mí de lo que quería, ni tampoco si todos ellos habían visto hacía poco mucho más de lo que ahora mostraba: seguía conservando mi educación.
– Gracias a todos por salvarme la vida -dije. No tuve mucho éxito al tratar de sonar agradable, pero esperé que al menos mi sinceridad fuera captada.
– El placer fue mío -respondió Chow con un toque lascivo en sus palabras. Se le notaba cierto acento, pero no tenía demasiada experiencia con los diferentes dialectos asiáticos como para decir de dónde provenía. Estoy segura de que Chow no era su nombre completo, aunque era así como lo llamaban los demás vampiros-. Incluso sin veneno, no me hubiera quejado.
Sentí la tensión de Bill tras de mí. Depositó las manos sobre mis hombros y yo coloqué los dedos sobre ellas.
– Valió la pena ingerir el veneno -apostilló Eric. Pegó los dedos a los labios y los besó, como si apareciera el buqué de mi sangre. Argh.
– Cuando quieras, Sookie -sonrió Pam.
Fantástico.
– Tú también, Bill -dije, a la vez que apoyaba la cabeza contra él.
– Fue un placer -respondió, tratando de controlar su temperamento.
– ¿Os peleasteis antes de encontraros con la ménade? -inquirió Eric-. Es lo que dijo Sookie…
– Es asunto nuestro -restallé, y los tres vampiros se sonrieron los unos a los otros. No me gustó un pelo-. A propósito, ¿por qué querías que nos reuniéramos aquí esta noche? -quise saber, con la esperanza de desviar el tema de conversación de Bill y de mí.
– ¿Recuerdas lo que me prometiste, Sookie? ¿Que usarías tu habilidad mental para ayudarme, siempre y cuando los humanos involucrados no perdieran la vida?
– Claro que lo recuerdo. No soy de las que olvidan una promesa, en especial las hechas a vampiros.
– Desde que Bill ha sido designado investigador del Área 5, hemos dejado de tener misterios por aquí. Pero en el Área 6, en Texas, se necesitan tus capacidades. Así que te hemos prestado.
Me di cuenta de que había sido alquilada, como una sierra mecánica o una excavadora. Me pregunté si era el último recurso de los vampiros de Dallas.
– No iré sin Bill. -Miré a los ojos de Eric. Los dedos de Bill me dieron un pequeño apretón, así que supe que había dicho lo correcto.
– Irá contigo. Fue una negociación complicada -aseguró Eric, con una sonrisa de oreja a oreja. El efecto resultó desconcertante, ya que se le notaba feliz por algo, y sus colmillos estaban desenfundados-. Nos tememos que pueda ser algo peligroso, así que necesitarás una escolta, ¿y quién mejor que Bill? Si Bill fuera incapaz de protegerte, enviaremos otra escolta. Y los vampiros de Dallas han accedido a proporcionarte coche y chófer, alojamiento y comida, además de, por supuesto, unos buenos honorarios. Bill sacará un porcentaje de todo ello. Debes acordar cuánto con él -añadió con suavidad-. Estoy seguro de que al menos compensará tu ausencia del bar.
¿Habrá escrito Ann Landers algún libro sobre este tema: «cuando tu pareja se convierte en tu jefe»?
– ¿Por qué una ménade? -pregunté, volviendo otra vez al asunto. Confié en haber pronunciado bien la palabra-. Las náyades son de agua y las dríades de madera, ¿cierto? Así que, ¿qué es lo que hacía una ménade en los bosques? ¿No eran las ménades mujeres enloquecidas por Baco?
– Sookie, siempre consigues sorprenderme -dijo Eric, después de una considerable pausa. No le dije que había aprendido todo eso de una novela de misterio. Le dejé que pensara que leía antiquísima literatura griega en la lengua original. No me vendría mal.
Chow dijo:
– El dios poseía a algunas mujeres con tanta intensidad que se convertían en inmortales, o casi. Baco era el dios de la vid, así que los bares son muy interesantes para las ménades. De hecho, tan interesantes que no les gusta que otras criaturas de las tinieblas se involucren. Las ménades consideran que la violencia que tiene su origen en el consumo del alcohol les pertenece; ese es su alimento, ahora que nadie adora oficialmente a su dios. Y suelen ser muy orgullosas.
Eso me sonaba. ¿No habíamos sucumbido Bill y yo aquella noche a nuestro orgullo?
– Solo habíamos oído rumores de que había una en la zona -informó Eric-. Hasta que Bill te trajo consigo.
– ¿De qué te advertía? ¿Qué es lo que quiere?
– Tributo -dijo Pam-. O eso creemos.
– ¿Qué clase de tributo?
Pam se encogió de hombros. Parecía que era la única respuesta que obtendría.
»¿O sino qué? -pregunté. De nuevo con las miraditas. Suspiré exasperada-. ¿Qué es lo que hará si no le pagas el tributo?
– Enviar su locura. -Bill sonó preocupado.
– ¿En el bar? ¿En el Merlotte? -Aunque lo cierto es que había multitud de bares por la zona.
Los vampiros se miraron entre sí.
– O a alguno de nosotros -reconoció Chow-. Ya ha ocurrido. La masacre de Halloween de 1876, en San Petersburgo. Todos asintieron solemnes.
– Estuve allí -aclaró Eric-. Se necesitaron veinte de nosotros para pararlo. Y tuvimos que estacar a Gregory. La ménade, Phryne, recibió su tributo después de eso, como comprenderás.
Para que los vampiros hubiesen tenido que estacar a uno de los suyos, las cosas debían de haberse puesto muy feas. Eric había estacado a un vampiro que le había robado, y Bill me comentó que por ello tuvo que pagar una fuerte sanción. A quién, era un dato que Bill no había revelado, y que yo tampoco había preguntado. Había algunas cosas que era mejor no saber.
– Así que pensáis rendirle tributo a esta ménade…
Estaban pensándoselo.
– Sí -respondió Eric-. Es mejor que lo hagamos.
– Supongo que las ménades son muy difíciles de matar -dijo Bill, en tono interrogativo. Eric se agitó.
– Vaya que sí -dijo-. Vaya que sí.
Durante el viaje de vuelta a Bon Temps, Bill y yo mantuvimos silencio. Tenía un montón de preguntas que hacer, pero estaba reventada.
– Sam debería saberlo -dije, cuando nos paramos delante de casa.
Bill dio la vuelta para abrirme la puerta.
– ¿Por qué, Sookie? -Me cogió de la mano para tirar de mí y sacarme del coche; apenas podía andar.
– Porque… -Y entonces me callé de golpe. Bill sabía que Sam era un ser sobrenatural, pero no quería recordárselo. Sam era dueño de un bar, y cuando fuimos atacados por la ménade estábamos más cerca de Bon Temps que de Shreveport.
– Tiene un bar, pero no debería pasarle nada -dijo Bill-. Además, la ménade recalcó que el mensaje iba dirigido a Eric.
Tenía razón.
«Piensas demasiado en Sam -apuntó Bill, y lo miré de sopetón.
– ¿Estás celoso?
Bill era muy cauto cuando otros vampiros se fijaban en mí, pero yo había asumido que era algo territorial. No sabía cómo sentirme ante este nuevo descubrimiento. Le dije a Sam que me iba a coger unas pequeñas vacaciones; nunca antes las había pedido. Pero se tuvo que imaginar lo que había detrás. A Sam no le gustó. Sus brillantes ojos azules relampaguearon y su rostro se endureció; incluso su cabello rojizo dio la impresión de crepitar. Aunque se mordió la lengua para no decirlo, pensaba, obviamente, que Bill no debería haber accedido a mi marcha. Pero Sam desconocía los pormenores de mis tratos con los vampiros. Y Bill era el único vampiro que sabía que Sam era un cambiaforma. Y yo trataba de no recordárselo a Bill. No quería que pensara en Sam más de lo que ya lo hacía. Bill podía llegar a verlo como un enemigo, y yo quería evitar tal situación ante todo. Bill es un mal enemigo.
Soy buena cuando se trata de guardar secretos y poner cara de póquer, sobre todo después de pasar años leyendo sin querer la mente de las personas que me rodean. Pero he de confesar que mantener separados a Bill y a Sam me costaba mucho esfuerzo.
Sam se había retrepado en la silla después de darme permiso para cogerme las vacaciones. Ocultaba su enorme complexión bajo una camiseta azul del bar Merlotte. Los pantalones eran viejos pero estaban limpios, y sus botas tenían el aspecto de haber conocido tiempos mejores. Me sentaba sobre el borde de la otra silla, enfrente del escritorio de Sam, con la puerta de la oficina cerrada tras de mí. Sabía que nadie estaría al otro lado escuchando; después de todo, el bar seguía tan ruidoso como siempre: el tocadiscos que interpretaba un zydeco, junto a los sonidos típicos de la gente que estaba tomando algo. Aun así, cuando querías hablar de algo como una ménade, preferías bajar aún más la voz, y por eso me incliné sobre el escritorio.
Sam hizo lo mismo, y puse la mano sobre su hombro para decirle en un susurro:
– Sam, hay una ménade en el camino que conduce a Shreveport.
La cara de Sam se puso blanca durante unos segundos, antes de soltar el aire en una carcajada.
No paró hasta que pasaron al menos tres minutos, tiempo en el que mi enfado aumentó aún más.
– Lo siento -dijo, y de nuevo empezó a reír. ¿Sabes lo irritante que puede ser eso? Rodeó el escritorio, aún en un esfuerzo por refrenar sus risas. Me incorporé para estar a su misma altura, aunque estaba echando humo. Me agarró de los hombros-. Lo siento, Sookie -repitió-. Nunca he visto una, pero he oído que son muy desagradables. ¿Por qué te importa algo así? Me refiero a la ménade.
– Porque no se trata de alguien inofensivo, como podrás comprobar cuando te fijes en las cicatrices de mi espalda -espeté, y entonces su cara cambió.
– ¿Te atacó? ¿Cuándo?
Se lo conté, restándole algo de drama a la historia y evitando referir el proceso de curación empleado por los vampiros de Shreveport. Aun así quería ver las cicatrices. Me di la vuelta y me levantó la camiseta, pero sin pasar de la altura del sujetador. No dijo nada, pero sentí un toque en la espalda, y después de un segundo me di cuenta de que Sam me había besado. Temblé. Me bajó la camiseta y dio la vuelta para encararme.
– Lo siento mucho -reconoció, con total sinceridad. Ya no se reía, ni siquiera por asomo. Estaba muy cerca de mí. Casi sentía el latido de su corazón y la electricidad crepitar por los diminutos pelos de sus brazos.
Inhalé profundamente.
– Estoy preocupada por si te considera un objetivo -expliqué-. ¿Qué es lo que las ménades exigen como tributo?
– Mi madre solía decirle a mi padre que les encantan los hombres orgullosos -me contó, y por un momento pensé que estaba bromeando. Pero al mirar su cara comprobé que no era así-. A las ménades nada les gusta más que reducir a jirones a un hombre. De forma literal.
– Argh -dije-. ¿No hay ninguna otra cosa que les guste?
– Caza mayor. Osos, tigres, esas cosas.
– Complicado encontrar un tigre en Luisiana. Tal vez un oso, pero, ¿cómo lo llevas hasta el territorio de una ménade? -Cavilé sobre esto durante un momento, pero no se me ocurrió nada-. Asumo que lo querrá vivo -dije, con una pregunta implícita en mi frase.
Sam, que parecía haber estado observándome en lugar de pensar en el problema, asintió, y entonces se inclinó hacia delante y me besó.
Debería haberlo visto venir.
Su cuerpo era tan cálido en comparación con Bill… El de Bill siempre estaría frío. Tibio como mucho. Los labios de Sam casi ardían, y lo mismo su lengua. El beso fue profundo, intenso, inesperado, igual que la sorpresa que sientes cuando alguien te da un regalo que no sabías que querías. Sus brazos me rodearon, después los míos a él, y pronto estuvimos fundidos en un apasionado abrazo; hasta que me di cuenta de lo que hacía.
Lo empujé un poco, y él alzó su cara hasta mirarme a los ojos.
– Necesito que te vayas de la ciudad por un tiempo -dije.
– Lo siento, pero llevo queriendo hacer eso desde hace años.
Había un montón de maneras de afrontar esa declaración, pero me autoafirmé en mi determinación y fui al grano.
– Sam, sabes que yo…
– … amo a Bill -terminó mi frase.
No estaba del todo segura de que amara a Bill, pero lo quería, y tenía un compromiso con él. Para simplificar, asentí.
No pude leer los pensamientos de Sam con claridad, ya que es un ser sobrenatural. Pero debería haber sido una idiota rematada, una nula telépata, para no sentir las ondas de frustración y deseo que emanaban de él.
– Y a donde quiero ir a parar -dije, después de un minuto, durante el que nos habíamos separado el uno del otro-, es a que esta ménade tiene un especial interés en los bares, este es un bar dirigido por alguien que no es un humano corriente, igual que pasa con el bar de Eric en Shreveport. Así que es mejor que tengas cuidado.
A Sam se le notó el aprecio de la advertencia, como si así le diera esperanzas.
– Gracias por avisarme, Sookie. La próxima vez que cambie, tendré cuidado en el bosque.
Ni siquiera había pensado en la posibilidad de que Sam se encontrara con la ménade en sus correrías de cambiaforma, por lo que tuve que sentarme cuando me lo imaginé.
– Oh, no -le dije-. No se te ocurra cambiar.
– Hay luna llena en cuatro días -respondió Sam, después de echar un vistazo al calendario-. Tengo que hacerlo. Ya le he dicho a Terry que ocupe mi lugar esa noche.
– ¿Qué le has dicho?
– Que tengo una cita. Todavía no se ha fijado en que cada vez que le pido que venga es noche de luna llena.
– ¿Ha averiguado algo la policía sobre lo de Lafayette?
– No -Sam agitó la cabeza-. Y he contratado a un amigo de Lafayette, Khan.
– ¿Como Sher Khan?
– Como Chaka Khan.
– Vale, ¿pero sabe cocinar?
– Lo han echado del Shrimp Boat.
– ¿Por?
– Temperamento artístico, según tengo entendido. -La voz de Sam sonó seca.
– No necesitamos eso por aquí -observé, con la mano en el pomo de la puerta. Estaba contenta de que Sam y yo hubiéramos tenido una conversación que sirviera para disminuir la tensión de la situación anterior. Nunca nos habíamos abrazado en el trabajo. De hecho, solo me besó una vez, cuando me llevó a casa después de nuestra única cita, meses antes. Sam era mi jefe, y mantener una relación con tu jefe no es una buena idea. Mantener una relación con tu jefe cuando tu novio es un vampiro también es una mala idea, posiblemente una idea fatal. Sam necesitaba encontrar a una mujer. Rápido.
Cuando estoy nerviosa, sonrío.
»De vuelta al trabajo -dije radiante y salí por la puerta, cerrándola tras de mí. Un torbellino de sensaciones bullía en mi interior acerca de lo que había ocurrido en la oficina de Sam, pero me obligué a ignorarlo y me preparé para servir algunas bebidas.
No había nada inusual en la multitud que se había congregado esa noche en el Merlotte. El hermano de mi amigo Hoyt Fortenberry estaba bebiendo con algunos de sus colegas. Kevin Prior, a quien estaba más acostumbrada a ver de uniforme, se sentaba junto a Hoyt, pero no parecía estar pasándoselo bien. Daba la impresión que preferiría estar en el coche de patrulla con su compañera, Kenya. Mi hermano Jason entró con su cada vez más frecuente acompañante: Liz Barrett. Liz siempre actuaba como si se alegrara de verme pero nunca trataba de congeniar conmigo, lo que le había hecho ganar muchos puntos. A mi abuela le hubiera encantado saber que Jason se citaba con Liz tan a menudo. Jason había ido de crápula por la vida durante años, hasta que se le acabó el chollo. Después de todo, había un número limitado de mujeres en Bon Temps y alrededores, y Jason había estado yendo de flor en flor durante mucho tiempo. Necesitaba reabastecerse.
Además, Liz parecía estar dispuesta a ignorar los pequeños problemillas de Jason con la Ley.
– ¡Hermanita! -exclamó a modo de saludo-. ¿Te importaría traernos a mí y a Liz un Seven-and-Seven?
– Por supuesto -respondí, sonriendo. Llevada por una ola de optimismo, indagué los pensamientos de Liz: estaba esperando a que Jason se animara a hacer la pregunta. Cuanto antes mejor, pensaba, porque estaba casi segura de estar embarazada.
Menos mal que he tenido años para aprender a ocultar lo que pienso. Le traje a cada uno su bebida mientras me escudaba de cualesquiera otros pensamientos que pudiera captar, y le di vueltas a lo que debería hacer. Esa es una de las peores cosas de ser telépata: lo que la gente piensa, pero no cuenta, suele ser algo que no quieren que se sepa. O que no debería saberse. He escuchado suficientes secretos como para escribir cientos de libros, pero no me han servido de mucho.
Si Liz estaba embarazada, lo último que necesitaba tomar era una copa, sin importar quién fuera el padre.
La miré de soslayo y tomó un diminuto sorbo de su bebida. Envolvió el vaso con la mano para ocultarlo del resto de las miradas. Ella y Jason charlaron durante un minuto, luego Hoyt lo llamó y Jason se giró para buscar a su viejo amigo del colegio. Liz contempló la bebida, como si estuviera pensando en engullirla de un trago. Le acerqué un vaso casi igual que el otro, pero este con Seven-Up sin alcohol, y retiré el que llevaba whisky, Liz me miró atónita con aquellos grandes ojos castaños.
– Mejor que no te tomes esto -dije muy despacio. La tez aceitunada de Liz se volvió blanca-. Eres una chica lista -continué. Trataba de explicar por qué había intervenido, pero entonces me acordé de mi política personal acerca de actuar en relación con aquello que había averiguado de modo subrepticio-. Eres una chica lista y sabrás hacer lo correcto.
Jason se dio la vuelta en ese momento y yo atendí otra petición de una de mis mesas. Según salía de la barra, me di cuenta de que Portia Bellefleur estaba en el umbral. Miró en derredor como si estuviera buscando a alguien. Para mi sorpresa, ese alguien resulté ser yo.
– Sookie, ¿tienes un minuto? -preguntó.
Casi podía contar con una mano las conversaciones personales que había tenido con Portia, casi con un dedo, y no imaginaba qué era lo que tenía mente.
– Siéntate allí -dije, apuntando con la cabeza a una mesa vacía de mi zona-. Estaré contigo en un momento.
– Oh, de acuerdo. Y tráeme una copa de vino. Merlot.
– Sin problema. -Escancié su copa y la coloqué sobre una bandeja. Después de comprobar que todos mis clientes estaban servidos, llevé la bandeja hasta la mesa de Portia y me senté frente a ella. Me apoyé sobre el borde de la silla, para que cualquiera que se quedara sin bebida viera que estaba lista para servirle enseguida.
– ¿Qué es lo que puedo hacer por ti? -Me aseguré de que mi cola de caballo no se había deshecho y sonreí a Portia.
Estaba absorta contemplando la copa de vino. Le dio vueltas entre los dedos, tomó un trago y luego la depositó en el centro exacto del posavasos.
– He de pedirte un favor -sentenció.
Me podía considerar toda una Sherlock. No había que ser muy listo para sospechar que, ya que nunca había cruzado con ella más de dos palabras, necesitaba algo de mí.
– Déjame adivinar. Tu hermano te ha enviado aquí para pedirme que cotillee los pensamientos de los clientes y así averiguar algo sobre la orgía a la que fue Lafayette. -Como para no saberlo.
Portia me miró avergonzada, pero a la vez llena de determinación.
– Nunca te hubiera pedido algo así si no estuviera metido en problemas serios, Sookie.
– Nunca me lo hubiera pedido porque no le caigo bien. ¡Aunque jamás le he hecho nada malo, todo lo contrario! Pero ahora sí que me pide ayuda, porque me necesita.
El rostro de Portia estaba adquiriendo un matiz carmesí. Sabía que no era justo echarle en cara los problemas que tenía con su hermano, pero ella había sido quien había aceptado ser la mensajera. Y no hace falta que te diga lo que les ocurre a los mensajeros. Eso me hizo pensar en mi rol de mensajero la noche anterior, y me pregunté si debería sentirme afortunada.
– No era por eso -musitó. Tener que pedirle un favor a una camarera hería su orgullo.
A nadie le gustaba mi «don». Nadie quería que lo usara con él. Pero todo el mundo quería que lo utilizara en su beneficio, sin importar cómo me sentía yo al navegar por los pensamientos (la mayoría desagradables e irrelevantes) de los parroquianos.
– ¿Has olvidado que hace muy poco Andy arrestó a mi hermano por asesinato? -Por supuesto que había dejado marchar a Jason, pero seguía sin olvidarlo.
Si Portia se hubiera puesto más roja, se habría encendido.
– Olvídalo, entonces -dijo, recuperando toda su dignidad-. No necesitamos la ayuda de un monstruo como tú.
Le había dado de lleno, ya que Portia siempre había sido educada.
– Escúchame bien, Portia Bellefleur. Pondré la oreja. No por ti o por tu hermano, sino porque Lafayette me caía bien. Era amigo mío, y en todo momento fue igual de cariñoso conmigo que contigo o con Andy.
– No me caes bien.
– No me importa.
– Cariño, ¿algún problema? -preguntó una voz fría desde detrás.
Bill. Lo situé mentalmente y sentí el relajante vacío tras de mí. Había otras mentes que zumbaban como abejas en una jarra, pero la de Bill era como un globo lleno de aire. Era maravilloso. Portia se enderezó de forma tan abrupta que a punto estuvo de tirar la silla. Estaba asustada por estar tan cerca de Bill, como si fuera una serpiente venenosa o algo así.
– Portia me estaba pidiendo un favor -dije despacio, consciente por primera vez de que nuestro pequeño trío estaba atrayendo la atención de la multitud congregada.
– ¿A cambio de todos los parabienes con los que los Bellefleur te han agraciado? -preguntó Bill. Portia chasqueó la lengua. Se dio la vuelta para salir del bar. Bill la observó abandonar el local con expresión de total satisfacción.
– Ahora tengo otra cosa más que hacer -dije, y me eché contra él. Sus brazos me rodearon y me atrajeron hacia sí aún más cerca. Era igual que ser acurrucada por un árbol.
– Los vampiros de Dallas lo han preparado todo -anunció Bill-. ¿Puedes salir mañana?
– ¿Y tú?
– Yo viajaré en mi ataúd, si crees que serás capaz de asegurar que me descarguen en el aeropuerto. Tendremos toda la noche para hacer lo que sea que quieran los vampiros de Dallas.
– ¿Así que quieres que te lleve al aeropuerto en coche fúnebre?
– No, cariño. Solo preocúpate de ti. Hay un servicio de transporte que se encarga de eso.
– ¿De transportar vampiros durante el día?
– Sí, y cuentan con licencia y garantía.
Pensé en ello durante un momento.
– ¿Quieres una botella? Sam tiene una en el calentador.
– Sí, por favor. Tomaré algo de Cero positivo.
Mi grupo sanguíneo. Qué dulce. Sonreí a Bill, no con mi sonrisa habitual sino con una sonrisa sincera, de corazón. Era tan afortunada de tenerlo… No importaban los problemas que teníamos. No era capaz de creer que hubiese besado a otro, y alejé la idea tan pronto como me asaltó.
Bill me devolvió la sonrisa, aunque tal vez no fuera lo más reconfortante, puesto que me recordó lo feliz que se sentía al verme.
– ¿Cuándo te puedes largar? -preguntó, inclinándose más.
– Treinta minutos -prometí tras consultar mi reloj.
– Te esperaré. -Se sentó en la mesa que Portia había dejado libre y le serví la sangre, tout de suite.
Kevin se desvió para hablar con él, y acabó sentado en la mesa. Estuve lo suficientemente cerca como para escuchar un par de fragmentos de la conversación; charlaban sobre los tipos de crímenes que acontecían en nuestra pequeña comunidad, el precio de la gasolina y quién saldría elegido en las próximas elecciones a sheriff. ¡Era tan anodino! Me sentí orgullosa. Cuando Bill me había acompañado al Merlotte por primera vez, la atmósfera era más tensa. Ahora, la gente iba y venía, hablaba con Bill o solo asentía, pero nadie hacía un mundo de su presencia. Los vampiros ya tenían que hacer frente a suficientes problemas de corte legal como para también estar sometidos a los de carácter social.
Cuando Bill me llevó a casa en coche, parecía estar excitado. No supe la razón hasta que caí en que le emocionaba su visita a Dallas.
– ¿Tienes un culo inquieto? -pregunté inquisitiva, y no muy complacida por su súbita ansia viajera.
– Llevo viajando años. Asentarme en Bon Temps estos meses ha sido algo maravilloso -dijo a la par que palmeaba el dorso de mi mano-, pero me gusta visitar a otros miembros de mi estirpe, y los vampiros de Shreveport ejercen demasiado poder sobre mí. No me puedo relajar cuando estoy con ellos.
– ¿Antes de salir a la palestra ya estabais tan organizados? -No solía hacerle preguntas acerca de la sociedad vampírica, ya que nunca estaba segura de cómo reaccionaría; pero la curiosidad me reconcomía por dentro.
– No de la misma forma -contestó evasivo. Sabía que era la mejor respuesta que le sacaría, pero suspiré decepcionada levemente. El Sr. Misterio. Los vampiros aún marcaban bien claros los límites. Ningún doctor los examinaría, ningún vampiro se uniría a las fuerzas armadas. A cambio de estas concesiones legales, los americanos habían exigido que los vampiros que ejercían como doctores y enfermeras (y había unos cuantos) colgaran sus estetoscopios, ya que los humanos se sentían muy suspicaces al respecto. Incluso entonces, hasta donde sabían los humanos, el vampirismo se consideraba una reacción alérgica extrema hacia un conjunto de diversas cosas, que incluían el ajo y la luz del Sol.
Aunque yo era humana (una muy extraña, sí), tenía más información. Me había sentido mucho mejor cuando daba por hecho que Bill sufría algún tipo de enfermedad inidentificable. Ahora sabía que las criaturas que habíamos relegado al reino del mito y la leyenda existían de verdad. La ménade, por ejemplo. ¿Quién hubiera creído que una antigua leyenda griega recorrería los bosques de la Luisiana septentrional?
Tal vez sí que vivieran hadas en el jardín, una frase de una canción que recordaba que mi abuela cantaba cuando tendía la ropa.
– ¿Sookie? -la voz de Bill tenía un deje de persistencia.
– ¿Qué?
– Estabas en las nubes.
– Sí, me preguntaba por el futuro -respondí vagamente-. Y por el vuelo. Tendrás que ponerme al tanto de todo y decirme cuándo he de ir al aeropuerto. ¿Cómo debería vestirme?
Bill comenzó a reflexionar sobre ello mientras detenía el coche enfrente de mi casa, y concluí que se lo había tomado en serio. Era una de sus virtudes.
– No obstante, antes de que hagas las maletas -dijo, con ojos oscuros teñidos de un aire solemne bajo el arco de sus cejas-, hay algo que tenemos que discutir.
– ¿Qué? -Estaba de pie en medio del dormitorio, mirando a la puerta cerrada del armario, cuando me llegaron sus palabras.
– Técnicas de relajación.
Me di la vuelta para encararlo, con las manos sobre las caderas.
– ¿De qué demonios estás hablando?
– De esto.
Me agarró a la manera clásica, estilo Rhet Butler, aunque yo vestía pantalones holgados en lugar del salto de cama largo y rojo propio de una auténtica Scarlett O'Hara. Y no tuvo que subir ninguna escalera: la cama estaba mucho más cerca. La mayoría de las noches Bill solía tomarse las cosas muy despacio, tan despacio que yo pensaba que empezaría a gritar antes de ir al grano, por decirlo así. Pero esta noche, enardecido como consecuencia del viaje, por la excursión inminente, la velocidad de Bill se había incrementado. Alcanzamos el final del túnel a la vez, y mientras yacíamos juntos durante los suaves temblores que siguen al amor me pregunté qué pensarían los vampiros de Dallas de nuestra relación.
Solo había estado una vez en Dallas, en un viaje a Six Flags, y no había sido precisamente agradable. Entonces era tan torpe protegiendo mi mente de los pensamientos que brotaban del resto de la gente que no estaba preparada para el inesperado romance de mi mejor amiga, Marianne, y un compañero de clase, de nombre Dennos Engelbright. A esto se sumaba que nunca antes había estado fuera de casa.
Sería diferente, me dije. Iba allí a petición de los vampiros de Dallas, ¿no era glamoroso? Necesitaban mi habilidad especial. Debería esforzarme para no denominar a mi don «discapacidad». Había aprendido a controlar mi telepatía, o al menos tenía más precisión y habilidad. Tenía a mi hombre conmigo. Nadie me abandonaría.
Aun así, tengo que admitir que antes de irme a dormir derramé unas lágrimas por la miseria que había padecido a lo largo de mi vida.