Capítulo 2

Reabrimos a las cuatro y media. Para entonces estábamos aburridos como ostras. Me avergonzaba de ello, ya que, después de todo, había muerto un hombre al que conocíamos, pero resultaba innegable que después de arreglar el almacén, adecentar la oficina de Sam y jugar unas cuantas manos de bourre (Sam ganó cinco dólares y algo de cambio) deseábamos ver algo nuevo. Cuando Terry Bellefleur, el primo de Andy y sustituto habitual del camarero o el cocinero del Merlotte, cruzó la puerta, fue una visita bienvenida.

Le echaba a Terry unos cincuenta bien entrados. Veterano de Vietnam y prisionero de guerra durante un año y medio. Su rostro mostraba unas cuantas cicatrices; mi amiga Arlene me había dicho que las marcas de su cuerpo eran aún más impresionantes. Terry tenía una mata de pelo rojiza, aunque cada mes que pasaba se encanecía un poco más.

Siempre me había caído bien Terry, y el sentimiento era mutuo…, excepto en esos días que se levantaba con el pie izquierdo. Todo el mundo sabía que no había que cruzarse con Terry Bellefleur si tenía un mal día. A estas temporadas les precedían pesadillas de la peor clase, como constataban sus vecinos. Eran ellos quienes lo escuchaban aullar durante esas noches.

Jamás había podido leer su mente.

Terry parecía estar bien hoy. Tenía los hombros relajados y su mirada no era huidiza.

– ¿Estás bien, dulzura? -preguntó, a la par que palmeaba mi brazo con afecto.

– Gracias, Terry. Estoy bien. Solo un tanto apenada por lo de Lafayette.

– Cierto. No era un mal tipo. -Viniendo de Terry, eso era un gran cumplido-. Hacía su trabajo, siempre llegaba a tiempo. Limpiaba bien la cocina. Ni un solo taco. -Funcionar a ese nivel constituía la meta de Terry-. Y entonces muere en el Buick de Andy.

– Me temo que el coche de Andy está… -Traté de encontrar un término más blando.

– Algo sucio. -Terry estaba deseando cambiar de tema.

– ¿Te dijo lo que le había ocurrido a Lafayette?

– Andy dijo que parecía que alguien le había roto el cuello. Y que había, eh, indicios de que habían… jugado con él. -«Jugar con él» quería decir para Terry que se trataba de algo violento y sexual.

– Oh, Dios, qué barbaridad. -Danielle y Holly se acercaron por detrás de mí, junto con Sam y otra bolsa de basura que habían retirado de su oficina. Hicieron un alto en su camino hacia el contenedor.

– No parecía que… Quiero decir, el coche no parecía…

– ¿Manchado?

– Sí.

– Andy cree que lo asesinaron en otro lugar.

– Argh -dijo Holly-. Mejor no me des más detalles. Con eso tengo bastante.

Terry miró por encima de mi hombro a las dos mujeres. No le caían especialmente bien, aunque no sabía cuál era la razón y había desistido de averiguarlo. Yo intentaba respetar la intimidad de las personas, en especial ahora que controlaba mejor mi habilidad. Oí a las dos retomar su camino después de que Terry dejara la vista clavada en ellas unos pocos segundos.

– ¿Recogió Portia a Andy anoche?

– Sí, yo la llamé. Andy no podía conducir. Aunque apuesto a que ahora preferiría que le hubiera dejado. -Nunca conseguiría situarme en el número uno de la lista de amigos de Andy Bellefleur.

– ¿No le costó llevarlo hasta el coche?

– Bill la ayudó.

– ¿Vampiro Bill? ¿Tu novio?

– Ajá.

– Espero que no la asustara -replicó Terry, como si no se diera cuenta de que yo seguía allí. Sentí mi cara contraerse.

– No hay razón alguna por la que Bill asustara a Portia Bellefleur -respondí, y algo en la forma en que lo dije se abrió paso entre los pensamientos de Terry.

– Portia no es tan dura como la gente piensa -me aseguró-. Tú, por otra parte, eres un bombón por fuera, y un pit bull por dentro.

– No sé si tomarlo como un cumplido o pegarte un puñetazo en la nariz.

– Ahí lo tienes. ¿Cuántas mujeres, u hombres, da igual, le dirían eso a un tío tarado como yo? -y Terry sonrió como lo haría un fantasma. Hasta ese momento no supe que él fuera tan consciente de su reputación.

Me puse de puntillas para darle un beso en la mejilla desfigurada y para demostrarle que no me daba miedo. Cuando recuperé mi postura, me di cuenta de que eso no era del todo verdad. En ciertas circunstancias no solo sería cauta con él, sino que también le tendría mucho miedo.

Terry se ató los cordeles de uno de los mandiles blancos de cocinero y comenzó a preparar la cocina. Los demás volvimos a nuestras tareas rutinarias. No iba a tener mucho tiempo para atender las mesas, ya que a las seis me marchaba hacia Shreveport con Bill. Odiaba que Sam me pagara por el tiempo perdido durante todo el día en el Merlotte, pero el arreglo del almacén y la limpieza de su oficina servirían como compensación.

En cuanto la policía retiró el precinto del aparcamiento la gente comenzó a llegar en masa, tanto como puede ser normal en un lugar como Bon Temps. Andy y Portia estaban entre los primeros, y vi a Terry mirar a través de la ventana a sus primos. Lo saludaron con un ademán, y él les devolvió el gesto alzando una paleta. Me pregunté por la cercanía de su parentesco. Estaba segura de que no eran primos hermanos. Por supuesto, aquí puedes llamar a alguien tío o primo sin tener ningún tipo de lazo de sangre con el susodicho. Después de que mis padres murieran en una inundación relámpago que se llevó su coche y el puente por el que transitaban, la mejor amiga de mi madre venía a visitarme a la casa del abuelo cada una o dos semanas con un pequeño regalo; y la llamaré tía Patty el resto de mi vida.

Atendí a los clientes cuanto me fue posible y serví hamburguesas, ensaladas y tiras de pechuga de pollo -y cerveza- hasta que me sentí mareada. Cuando miré al reloj ya era la hora de irme. En el baño de mujeres encontré a mi sustituta, mi amiga Arlene. Su pelo rojizo (dos tonos más rojizo este mes) estaba dispuesto en un elaborado racimo de trenzas que caían por detrás de la cabeza, y sus apretados pantalones dejaban bien claro al resto del mundo que había perdido unos kilos. Arlene se había casado cuatro veces, y no dejaba de buscar la oportunidad para una quinta.

Hablamos sobre el asesinato un par de minutos y le informé del estado de mis mesas, antes de agarrar mi bolso de la oficina de Sam y salir disparada por la puerta de atrás. No estaba muy oscuro para cuando llegué a casa, enterrada en los bosques un cuarto de milla y a la que se accede por una carretera poco transitada. Es una casa antigua; ciertas partes datan de hace ciento cuarenta años, pero ha sido modificada y alterada tantas veces que ya no la consideramos colonial. De todas formas, es solo una vieja granja. Mi abuela, Adele Hale Stackhouse, me la dejó en herencia y la conservo como oro en paño. Bill me había comentado la posibilidad de marcharnos a su casa, que se asienta en una colina justo al otro lado del cementerio que hay en medio de ambas propiedades, pero era reacia a abandonar mi madriguera.

Me deshice de mis ropas de camarera y abrí el armario. Si íbamos a Shreveport para tratar asuntos de vampiros, Bill querría que me arreglara un poco. No entendía muy bien las razones, ya que no le gustaba que llamara demasiado la atención, pero siempre quería que luciera bien elegante cuando íbamos al Fangtasia, un bar regentado por un vampiro y cuyos principales clientes eran turistas. Hombres.

Como no me decidía, salté a la ducha. Pensar en el Fangtasia siempre me ponía tensa. Los vampiros a quienes pertenecía el local eran parte de la estructura de poder vampírica, y una vez que descubrieron mi talento me convertí en una valiosa adquisición para ellos. Solo la entrada de Bill en el sistema de gobierno vampírico me mantenía a salvo; es decir, vivir donde yo quería vivir, trabajar donde deseaba. Pero a cambio de esa seguridad, estaba obligada a aparecer cuando se me requería y a usar mi telepatía para ellos. Medidas más suaves que las que utilizaban antes (tortura e intimidación) eran lo que necesitaban los vampiros que decidían incorporarse a la sociedad. El agua caliente me hizo sentir mejor, y me relajé al sentirla acariciarme la espalda.

– ¿Me dejas unirme a la fiesta?

– ¡Mierda, Bill! -El corazón estuvo a punto de salírseme del pecho. Me apoyé contra la pared de la ducha.

– Lo siento, cariño. ¿No oíste abrirse la puerta?

– No, joder. ¿Por qué no dices algo como «cariño, estoy en casa», o algo así?

– Lo siento -repitió, pero no sonó muy sincero-. ¿Necesitas que te frote la espalda?

– No, gracias -siseé-. No estoy de humor.

Cuando salí del baño, con la toalla enrollada alrededor del torso, él estaba tirado en la cama. Había colocado los zapatos en la alfombrilla, a los pies de la mesita de noche. Vestía una camisa azul oscuro de manga larga y pantalones caqui, calcetines a juego con la camisa y mocasines relucientes. Su largo cabello castaño estaba cepillado hacia atrás y sus grandes patillas le conferían un aspecto retro.

Y lo eran, pero mucho más de lo que la mayoría de la gente pensaba.

Sus cejas eran muy picudas, y el puente de la nariz considerable. La boca era la típica que contemplas en las estatuas griegas, al menos las que ves en fotos. Murió pocos años después de la Guerra Civil (o la Guerra de la agresión del Norte, como la llamaba mi abuela).

– ¿Cuáles son los planes para hoy? -pregunté-. ¿Negocios o placer?

– Estar contigo siempre es un placer -respondió Bill.

– ¿Por qué vamos a Shreveport? -exigí saber, ya que conozco una evasiva en cuanto la escucho.

– Nos llamaron.

– ¿Quién?

– Eric, ¿quién sino?

Ahora que Bill había aceptado un puesto como investigador del Área 5, tenía que obedecer a Eric…, aunque también estaba bajo su protección. Lo que significaba, como Bill me había explicado, que cualquiera que lo atacara a él tendría que vérselas con Eric, y que las posesiones de Bill eran sagradas para Eric. Lo que me incluía a mí. No me apasionaba la idea de encontrarme entre las posesiones de Bill, pero era mejor que cualquiera de las otras alternativas.

Fruncí el ceño ante el espejo.

– Sookie, hiciste un pacto con Eric.

– Ya -admití-, es cierto.

– Así que debes cumplirlo.

– Es lo que pensaba hacer.

– Ponte los vaqueros apretados, esos que te quedan tan bien -sugirió Bill.

No eran vaqueros, sino algo parecido. A Bill le encantaba verme con esos pantalones de cintura tan baja. En más de una ocasión me pregunté si Bill tenía algún tipo de fantasía sexual con Britney Spears. Ya que sabía de sobra que los pantalones me sentaban de muerte, me los puse, junto con una camisa de manga corta, azul oscura y blanca, que se abotonaba por delante y que se quedaba a solo cinco centímetros del sujetador. Solo para exhibir una cierta independencia (después de todo, sería mejor que recordara que no le pertenecía a nadie más que a mí misma). Me hice una cola de caballo que sujeté con una goma azul. Después me maquillé un poco. Bill miró a su reloj un par de veces, pero me tomé mi tiempo. Si estaba tan dispuesto a impresionar a sus amigos vampiros, seguro que podía esperar unos minutos por mí.

Cuando ya estábamos en el coche, en dirección al oeste, hacia Shreveport, Bill dijo:

– Hoy he empezado un nuevo negocio.

Para ser francos, yo siempre me había preguntado de dónde salía el dinero de Bill. No parecía rico, pero tampoco pobre. Por otro lado, nunca trabajaba; a menos que lo hiciera en las noches en las que no estábamos juntos.

Era consciente de que a ningún vampiro digno del nombre le costaría mucho hacerse con una buena suma de dinero; si puedes controlar las mentes de los humanos hasta cierto punto, no es demasiado complicado persuadirlos de que te ayuden con algo de efectivo, chivatazos empresariales u oportunidades de inversión. Y hasta que los vampiros se ganasen el derecho legal a existir, no tenían que pagar impuestos. Incluso el gobierno de los EE UU tenía que admitir la imposibilidad de gravar a los muertos. Pero si les otorgaban derechos, y por tanto el voto, entonces sí que no tardarían en exigirles el pago de tributos.

Cuando los japoneses perfeccionaron la sangre sintética que permitía a los vampiros «vivir» sin la necesidad de beber sangre humana, estos salieron del ataúd. «Si no dependemos de la humanidad para existir», solían decir, «entonces no somos una amenaza».

Pero sabía que Bill se lo pasaba de muerte cuando bebía de mí. Sí, seguía su dieta de Flujo Vital (la marca más popular de sangre sintética), pero morderme el cuello era algo muchísimo mejor, indescriptible. Podía beberse un vaso de A positivo en un bar lleno de gente, pero cuando se trataba de tomar un poco de Sookie Stackhouse, era mejor hacerlo en privado, y el efecto también resultaba diferente. No había nada de erótico para Bill en dar un sorbo a un vaso de Flujo Vital.

– ¿Y cuál es ese negocio? -pregunté.

– He comprado la pequeña galería de la autopista, donde está LaLaurie.

– ¿De quién era?

– Los Bellefleur eran los dueños originales. Dejaron que Sid Matt Lancaster les hiciera los arreglos pertinentes.

Sid Matt Lancaster había sido el abogado de mi hermano hacía tiempo. Era perro viejo, y más contundente que Portia.

– Eso es bueno para los Bellefleur. Llevan tratando de venderla un par de años. Necesitaban la pasta, y rápido. ¿Compraste el terreno y la galería? ¿Cómo de grande es la parcela?

– Solo media hectárea, pero está en una buena posición -respondió Bill, con una voz de negociante que jamás había escuchado en él.

– Además de LaLaurie, también hay una peluquería y el Tara's Togs, ¿no?

Aparte del club de campo, LaLaurie era el único restaurante con pretensiones en la zona de Bon Temps. Era donde llevabas a tu mujer en el vigésimo quinto aniversario, o a tu jefe cuando querías un ascenso, o a una cita a la que desearas impresionar. Pero no hacía mucho dinero, por lo que había oído.

No tengo ni idea de cómo dirigir un negocio ni de este tipo de asuntos, ya que he estado bordeando la pobreza durante toda mi vida. Si mis padres no hubieran tenido la buena suerte de encontrar algo de petróleo en su tierra y ahorrar parte antes de que se agotara, Jason, la abuela y yo lo hubiéramos pasado muy mal. Al menos en dos ocasiones estuvimos a punto de tener que vender la casa de mis padres para hacer frente a los impuestos y a los gastos de conservación de la casa de la abuela, mientras ella nos criaba a los dos.

– ¿Y cómo va eso? ¿Tú eres el dueño del local donde están los tres negocios y ellos te pagan a ti un alquiler?

Bill asintió.

– Así que, a partir de ahora, si necesitas arreglarte el pelo ve a Broche & Rizo.

Solo había ido al peluquero una vez en mi vida. En caso de necesitarlo, hacía un alto en la caravana de Arlene y ella se ocupaba de todo.

– ¿Crees que necesito arreglarme el pelo? -pregunté vacilante.

– No, así está precioso -replicó Bill-. Pero si quieres ir, tienen, eh, manicuros, y productos para el cuidado del cabello. -Pronunció «productos para el cuidado del cabello» como si fueran palabras de un idioma extranjero. Reprimí una sonrisa-. Y pide lo que quieras en LaLaurie, sin pagarlo.

Me giré en el asiento para mirarlo bien.

»Y le he dicho a Tara que ponga en mi cuenta toda la ropa que elijas.

Aquello me hirió el amor propio. Bill, por desgracia, no se dio cuenta.

– Así que, en otras palabras -dije, orgullosa de la frialdad de mis palabras-, han recibido órdenes de contentar a la furcia del jefe.

Bill pareció darse cuenta de que acababa de cometer un error.

– Vamos, Sookie… -comenzó, pero yo no iba a pasarlo por alto. Mi orgullo había recibido una herida mortal. No suelo dejar llevarme por mi temperamento, pero cuando lo hago, no me echo para atrás con facilidad.

– ¿Por qué no me envías flores, como hacen los demás novios? O dulces. Me gustan los dulces. Cómprame una tarjeta de Hallmark. O un cachorro. ¡O una bufanda!

– Solo quería ofrecerte algo -dijo con cuidado.

– Me has hecho sentir como una mujer objeto. Y esa es la impresión que se han llevado los dueños de esos negocios.

Juraría, en la medida de lo posible dada la tenue luz del coche, que Bill parecía estar tratando de averiguar la diferencia.

Acabábamos de pasar por el desvío al lago Mimosa, y ya veía los densos bosques al lado del lago bajo las luces de su coche.

Para mi total sorpresa, el coche lanzó un resoplido y se detuvo, muerto. Era una señal.

Bill hubiera cerrado las puertas de haber sabido lo que yo iba a hacer, ya que me miró asustado cuando salí del coche y me dirigí hacia los bosques por el camino.

– ¡Sookie, vuelve aquí ahora mismo! -Bill había perdido los papeles. La verdad es que había tardado bastante.

Le enseñé el dedo corazón mientras me internaba entre los árboles.

Sabía que si Bill me quería en el coche, acabaría en el coche. Era veinte veces más fuerte y rápido que yo. Después de pasar unos cuantos segundos en la oscuridad, casi deseé que me atrapara. Pero entonces mi orgullo volvió a escocer, y supe que había hecho lo correcto. Bill parecía estar un poco confundido acerca de la naturaleza de nuestra relación, y yo quería que le entrara en la cabeza. Que moviera el culo hasta Shreveport y explicara mi ausencia a su superior, Eric. Eso le enseñaría.

– Sookie -me llamó desde el camino-, me marcho en busca de la primera estación de servicio para encontrar un mecánico.

– Buena suerte -mascullé. ¿Una estación de servicio con un mecánico disponible en todo momento, abierta por la noche? Bill pensaba como alguien salido de los años 50, o de otra era diferente.

– Te estás comportando como una niña, Sookie -me dijo Bill-. Podría obligarte a que regresaras, pero no voy a perder el tiempo. Cuando te calmes, vuelve al coche y ciérralo. Salgo ya. -Bill también tenía su orgullo.

Con una mezcla de alivio y preocupación escuché el sonido de unas leves pisadas por el camino, lo que quería decir que Bill estaba haciendo uso de su velocidad vampírica. Se había ido de verdad.

Lo más seguro es que pensara que era él quien me estaba dando una lección a mí. Estaría de vuelta en veinte minutos.

Seguro. Todo lo que tenía que hacer era no alejarme demasiado por el bosque para no caer en el lago.

Estaba muy oscuro. Aunque no había luna llena, era una noche clara y las sombras que arrojaban los árboles eran de un negro azabache, que contrastaba con el bello brillo de los espacios abiertos.

Retomé el camino que me llevaba de vuelta hasta la carretera, aspiré una gran bocanada de aire y comencé a andar hacia Bon Temps, en la dirección contraria a la que había tomado Bill. Me pregunté cuántos kilómetros nos habríamos alejado antes de que Bill empezara nuestra conversación. No muchos, me obligué a creer, y en silencio me sentí orgullosa por calzar deportivas y no sandalias de tacón alto. Como no llevaba jersey, se me puso la piel de gallina en la parte descubierta entre el top y los pantalones bajos azules. Comencé mi andadura con un ligero trote. No se veía ninguna luz artificial, así que sin la luz de la luna lo hubiera tenido complicado. Justo en el momento en que recordé que había alguien ahí afuera que había asesinado a Lafayette, escuché unas pisadas entre la maleza que seguían mi ritmo.

Cuando me detuve, lo mismo hizo el movimiento entre los árboles.

Prefería saberlo ahora.

– Vale, ¿quién está ahí? -grité-. Si me vas a comer, acabemos de una vez con esto.

Una mujer salió de la espesura. Con ella llevaba un cerdo salvaje, una bestia feroz. Los colmillos brillaban en las sombras. En la mano izquierda portaba una especie de vara o cayado, con un penacho o algo así a modo de remate.

– Estupendo -susurré para mí-. Maravilloso. -La mujer daba casi más miedo que el animal. Estaba segura de que no era un vampiro, ya que advertía la actividad de su mente, pero también lo estaba de que se trataba de un ser sobrenatural, debido a que no emitía una señal clara. No obstante, captaba el talante de sus pensamientos. Se divertía.

Eso no era bueno.

Confié en que el jabalí fuera amistoso. No eran habituales en Bon Temps, aunque unos pocos cazadores habían divisado alguno. El animal emanaba un olor espantoso y distintivo.

No estaba segura de a quién dirigirme. Quizá el jabalí no fuese un animal de verdad, sino un cambiaforma. Esa era una de las cosas que había aprendido en los últimos meses. Si los vampiros, considerados una ficción desde siempre, existían, también lo harían el resto de las cosas que creíamos meras imaginaciones.

Los nervios me carcomían por dentro, así que sonreí.

La mujer tenía el pelo largo y enredado, de un color oscuro indeterminado bajo la luz exigua, y apenas iba vestida. Llevaba una camisa, pero le quedaba corta y estaba llena de manchas y rasgones. Iba descalza. Me sonrió. En lugar de gritar, sonreí de forma más espléndida.

– No tengo intención de comerte -me aseguró.

– Me quitas un peso de encima. ¿Y qué hay de tu amigo?

– Oh, el jabalí. -Como si solo entonces se hubiera dado cuenta de su existencia, alargó la mano y acarició el cuello del animal, de la misma forma que yo lo haría con un perro. Los feroces colmillos subían y bajaban.

»Hará lo que le diga -dejó caer la mujer. No necesitaba un traductor para captar la amenaza. Traté de parecer igual de despreocupada cuando eché un vistazo alrededor, con la esperanza de ver algún árbol al que subir en caso de que tuviera que hacerlo. Pero todos los troncos cercanos carecían de ramas; eran los pinos que crecían por millones en nuestros bosques. Las primeras ramas estaban a unos cinco metros del suelo.

Me di cuenta de que debería haberlo pensado antes; el fallo del coche de Bill no había sido un accidente, y quizá la pelea entre los dos tampoco.

– ¿Querías hablar conmigo sobre algo? -le pregunté, y al girarme hacia ella me percaté de que estaba un poco más cerca. Ahora veía mejor su cara, y casi era peor. Había una mancha alrededor de su boca, y cuando la abrió para hablar aprecié en los dientes manchas oscuras; la señorita misteriosa se había comido un mamífero crudo-. Veo que ya has cenado -dije nerviosa, y entonces fue cuando quise abofetearme.

– Mmm. -dijo-, ¿eres la mascota de Bill?

– Sí -respondí. Por supuesto que no estaba de acuerdo con la terminología, pero tampoco me hallaba en situación de protestar-. Se molestaría muchísimo si me ocurriera algo.

– Como si la ira de un vampiro me importara -rebatió con aire despreocupado.

– Discúlpeme, señora, ¿pero quién es usted? Si no le importa que le pregunte… -Sonrió de nuevo y me estremecí.

– No, no me importa. Soy una ménade.

Algo griego. No sabía con exactitud de lo que se trataba, pero era salvaje, femenino y vivía en la naturaleza, si no me equivocaba.

– Muy interesante -dije, con una sonrisa de compromiso-. Y esta noche está aquí para…

– Necesito que le lleves un mensaje a Eric Northman -respondió, mientras se acercaba a mí. Ahora sí que la vi hacerlo. El animal la acompañaba, como si estuviera atado a ella. El olor era indescriptible. Vi la pequeña y peluda cola del jabalí, que oscilaba arriba y abajo de manera impaciente.

– ¿Qué mensaje?

La miré… y me giré para correr tan rápido como era capaz. Si no hubiera ingerido sangre vampírica al principio del verano no podría haberlo hecho a tiempo, y hubiera recibido el golpe en la cara y el pecho en lugar de en la espalda. Sentí como si alguien muy fuerte me hubiera golpeado con un rastrillo y las púas se hubieran clavado profundamente en la piel, abriéndose paso por mi espalda.

Fui lanzada hacia delante y aterricé sobre el estómago. La oí reírse tras de mí, y también al cerdo olisquear. Luego me di cuenta de que se había ido. Me quede allí llorando durante un minuto o dos. Trataba de no chillar, por lo que me limitaba a jadear como una mujer al dar a luz, en un esfuerzo por superar el dolor. La espalda me dolía horrores.

Además, estaba muy cabreada. Me acababa de convertir en un mensaje viviente para esa puta, esa ménade o como demonios se llamara. Mientras me arrastraba por el suelo cubierto de ramas, agujas de pino y polvo, mi enfado iba en aumento. Comencé a avanzar hacia el coche, donde sin duda Bill me encontraría, pero cuando ya casi había llegado pensé que no sería inteligente quedarme allí, en terreno abierto.

Estaba asumiendo que el camino implicaba ayuda…, pero no tenía por qué ser así. A juzgar por lo que me acababa de ocurrir, no todo el mundo con el que te encontrabas por casualidad estaba dispuesto a echar un cable. ¿Y si me encontraba con alguien más, alguien hambriento? El olor de mi sangre podría estar atrayendo a un depredador en ese mismo momento; se dice que un tiburón es capaz de detectar las más pequeñas partículas de sangre en el agua, y un vampiro es el equivalente al tiburón en la tierra.

Así que me arrastré hasta llegar a la zona de los árboles, en lugar de quedarme al lado del coche, donde sería mucho más visible. Aquel no parecía ser un sitio muy digno donde morir. No se parecía en nada a El Álamo ni tampoco a las Termópilas. Solo se trataba de un lugar rodeado de vegetación, junto a un camino en la Luisiana septentrional. Probablemente estuviera tumbada encima de una mata de hiedra venenosa. Probablemente no viviera suficiente para salir de aquella.

A cada segundo que pasaba tenía la esperanza de que el dolor cesara, pero no hacía sino aumentar. No podía evitar que las lágrimas me siguieran recorriendo las mejillas. Traté de no sollozar muy alto para no atraer más atención de la debida, pero me resultaba imposible recuperar la calma.

Me estaba concentrando tanto en mantener el silencio que casi no vi a Bill. Andaba junto al camino, buscando entre los árboles, y por la forma en que caminaba supe que estaba alerta. Sabía que algo iba mal.

– Bill -susurré, aunque gracias a su oído vampírico aquello sonaría como un grito.

Se detuvo de inmediato y escudriñó las sombras.

– Estoy aquí -dije, y sollocé-. Cuidado. -Podría haberme transformado en una trampa viviente.

A la luz de la luna vi que su rostro no exteriorizaba ningún tipo de sentimiento, pero supe que sopesaba la situación, como yo haría en su lugar. Uno de nosotros tenía que moverse, y me di cuenta de que si me exponía al brillo de la luna, al menos Bill lo vería todo con más claridad si algo nos atacaba.

Extendí las manos, agarré la hierba y me impulsé. Ni siquiera era capaz de ponerme de rodillas, así que esta era la forma más rápida de moverme. Me ayudé un poco con los pies, aunque incluso ese mínimo esfuerzo hacía que la espalda me doliera lo indecible. No quería mirar a Bill mientras que me movía hacia él, ya que no deseaba ablandarme ante la visión de su ira. Era algo casi palpable.

– ¿Quién te ha hecho esto, Sookie? -preguntó con dulzura.

– Méteme en el coche. Por favor, sácame de aquí -rogué, haciendo un gran esfuerzo-. Si hago mucho ruido, puede que vuelva. -Me encogí ante la mera idea-. Llévame hasta Eric -dije, en un hilo de voz-. Me ha dicho que esto era un mensaje para Eric Northman.

Bill se acuclilló a mi lado.

– Tengo que levantarte -me informó.

– Oh, no -comencé a decir-. Debe de haber otro modo.

Pero sabía que no. Y Bill también. Antes de que me anticipara al dolor que iba a sufrir, deslizó el brazo debajo de mí, pasó el otro por mi entrepierna y en un instante me tuvo colgada sobre su hombro.

Grité muy alto. Traté de no echarme a llorar, para que de esa forma Bill pudiera escuchar a un posible agresor, pero digamos que no lo hice muy bien. Bill comenzó a correr por el camino de vuelta al coche. El vehículo ya estaba en marcha, y el motor zumbaba con suavidad. Abrió la puerta trasera y trató de introducirme con suavidad pero rápidamente en el asiento del Cadillac. Era imposible no provocarme más dolor del que ya sufría, pero al menos lo intentó.

– Fue ella -dije, cuando fui de capaz de balbucir algo coherente-. Fue ella quien estropeó el coche y quien hizo que yo saliera de él. -Cada vez tenía más claro que había sido ella la que había provocado la pelea.

– Hablaremos de eso en un rato -prometió. Aceleró hacia Shreveport, a la máxima velocidad posible, mientras yo clavaba las uñas en la tapicería en un intento por mantener el control.

Todo lo que recuerdo de aquella carrera es que me pareció durar dos años.


* * *

De algún modo, Bill me llevó hasta la puerta trasera del Fangtasia y la pateó hasta llamar la atención de los de dentro.

– ¿Qué? -Pam sonaba hostil. Era una preciosa vampira rubia con la que me había encontrado en un par de ocasiones, una persona sensible y con bastante buen olfato para los negocios-. Oh, si es Bill. ¿Qué ha ocurrido? Oh, yum, está sangrando.

– Haz que venga Eric -dijo Bill.

– Está esperando aquí -comenzó a decir, pero Bill la ignoró y continuó su camino mientras yo rebotaba en su hombro como una bolsa de deporte. Estaba tan aturdida para entonces que no me hubiera importado mucho si me hubiera dejado en la pista de baile, pero en lugar de eso entró como una exhalación en la oficina de Eric conmigo y con un enfado tremebundo.

– Esto va a tu cuenta -ladró Bill, y yo gemí cuando me agitó para llamar la atención de Eric. No imagino cómo podía haberle pasado inadvertida; era una mujer adulta, y casi con total certeza, la única que sangraba en su oficina.

Me hubiera encantado desmayarme y así evitarme todo aquello. Pero no ocurrió. Solo podía quedarme allí y quejarme.

– Vete a la mierda -gruñí.

– ¿Qué has dicho, cariño?

– Vete a la mierda.

– Debemos ponerla sobre el sofá -decidió Eric-. Aquí, déjame… -Sentí otro par de manos agarrar mis piernas. Bill se colocó por debajo de mí, y entre ambos me situaron con todo cuidado en el amplio sofá que Eric había comprado hacía no mucho para su oficina. Exudaba ese olor a nuevo tan característico, y era de cuero. Me alegré, teniendo en cuenta que lo tenía a menos de un centímetro de la cara, que no fuera de tela-. Pam, llama al doctor. -Oí pisadas que salían de la habitación, y Eric se agachó hasta colocarse al nivel de mi rostro. Lo que era bastante, puesto que Eric, alto y corpulento, parecía justo lo que era: un vikingo-. ¿Qué te ha ocurrido? -preguntó.

Lo miré tan encolerizada que apenas era capaz de hablar.

– Soy un mensaje para ti -susurré-. Esa mujer de los bosques paró el coche de Bill, y es probable que nos obligara a discutir entre nosotros, para luego presentarse ante mí junto con su cerdo salvaje.

– ¿Un cerdo? -Eric no se hubiera sorprendido más que si le hubiera dicho que en ese momento tenía un canario en la nariz.

– Oink, oink. Un jabalí. Un cerdo. Y dijo que quería enviarte un mensaje. Me di la vuelta a tiempo para evitar que me alcanzara en la cara, pero me golpeó en la espalda y luego se marchó.

– Tu cara. Ese era su objetivo -musitó Bill. Vi sus manos temblar sobre los muslos, y también su espalda, mientras deambulaba en círculos por la habitación-. Eric, sus cortes no son muy profundos. ¿Qué le pasa?

– Sookie -dijo Eric con educación-, ¿qué aspecto tenía esa mujer?

Su cara estaba junto a la mía, y su pelo dorado casi caía sobre mí.

– Parecía una chiflada, eso es lo que parecía. Y te llamó Eric Northman.

– Ese es el nombre que utilizo ahora para moverme entre los humanos -confesó-. ¿Pero a qué te refieres cuando dices que parecía una chiflada?

– Sus ropas estaban rasgadas y tenía sangre en la boca y en los dientes, como alguien que acaba de cazar una presa viva. Llevaba una vara o algo así, y de ella pendía un objeto. Su cabello era largo y enmarañado… A propósito de pelo, el mío se me está pegando a la espalda -resollé.

– Ya veo. -Eric comenzó a apartar el cabello de mis heridas, donde la sangre actuaba como pegamento al espesarse.

Pam entró entonces, junto al doctor. Esperar que Eric hubiera llamado a un doctor normal y corriente, la clase de persona que va con un estetoscopio y un palito de esos para examinarte la garganta, era condenarse al desengaño. El doctor era una enana que apenas tenía que inclinarse para mirarme a los ojos. Bill se agitó, estremecido a causa de la tensión, mientras la pequeña mujer examinaba las heridas. Vestía unos pantalones blancos y una túnica, como los doctores del hospital; bueno, más bien como los doctores hacían antes de que comenzaran a llevar ese verde, o azul, o lo que fuera. Solo la nariz ya ocupaba gran parte de su cara, y su piel tenía un matiz aceitunado. El pelo, castaño dorado y poco cuidado, era increíblemente espeso y ondulado. Lo llevaba muy recogido. Me recordó a un hobbit. Tal vez lo fuera. Mi comprensión de la realidad había sufrido unos cuantos reveses en los últimos meses.

– ¿Qué clase de médico eres? -pregunté, aunque me llevó cierto tiempo conseguir articular las palabras.

– De los que curan -respondió con una voz mucho más profunda de lo que había imaginado-. Has sido envenenada.

– Así que es por eso por lo que pienso que voy a morir -murmuré.

– Lo harás en breve -añadió.

– Muchas gracias, doc. ¿Y qué puede hacer al respecto?

– No hay muchas alternativas. Has sido envenenada. ¿Has oído hablar de los dragones de Komodo? Tienen la boca repleta de bacterias. Pues bien, las heridas de las ménades poseen el mismo nivel de toxicidad. Después de que un dragón te haya mordido, la criatura te sigue durante horas y aguarda a que las bacterias acaben contigo. En el caso de las ménades, la agonía forma parte de la diversión. En el caso de los dragones de Komodo…, quién sabe.

Gracias por el capítulo de National Geographic, doc.

– ¿Qué puede hacer al respecto? -pregunté entre dientes.

– Curar las heridas exteriores. Pero tu corriente sanguínea está infectada, y ha de ser extraída y reemplazada. Es un trabajo para vampiros.

La buena doctora parecía alegre ante la perspectiva del trabajo en equipo. Se giró para encarar a los vampiros reunidos.

– Si solo uno de vosotros consume la sangre envenenada, estará condenado. Es la magia de la ménade lo que actúa aquí. Aunque el mordisco del dragón de Komodo no sería problema alguno para vosotros, chicos. -Rió con ganas.

La odiaba. El dolor me hacía llorar.

»Así que -continuó-, cuando termine, cada uno de vosotros tomará un poco, por turnos. Será como una transfusión.

– De sangre humana -dije, para que quedara bien claro. Había bebido la sangre de Bill una vez para sobrevivir a heridas fatales y otra para superar a una especie de examen, y también tenía sangre de otro vampiro en mi interior por accidente, por muy sorprendente que suene. Había empezado a notar cambios desde la ingesta de sangre, cambios que no quería que aumentaran al tomar otra dosis. La sangre de vampiro era la droga de moda entre los ricos, y por lo que a mí respectaba, se la podían quedar toda.

– Si es que Eric puede mover algunos hilos y conseguir sangre humana -dijo la enana-. Al menos la mitad de la transfusión puede ser sintética. A propósito, soy la doctora Ludwig.

– Lo de la sangre no es problema, y se lo debo -escuché decir a Eric, para mi alivio. Hubiera dado cualquier cosa para ver la cara de Bill en ese instante-. ¿Cuál es tu grupo sanguíneo, Sookie? -preguntó Eric.

– Cero positivo -repliqué, contenta de que mi sangre fuera tan común.

– No debería constituir problema alguno -apostilló Eric-. ¿Te encargarás de eso, Pam?

De nuevo, movimientos en la habitación. La doctora Ludwig se inclinó sobre sí y comenzó a lamerme la espalda. Chillé.

– Ella es la doctora, Sookie -apuntó Bill-. Te está curando.

– Pero se va a envenenar -me defendí, intentado pensar alguna objeción que no sonara homófoba. Lo cierto es que no quería que nadie me chupara la espalda, ya fuera una enana o un vampiro adulto.

– Es la curandera -añadió Eric, en tono de reproche-. Debes someterte a su tratamiento.

– Oh, claro -dije, sin preocuparme de lo hosco que era mi tono-. A propósito, no te he oído un «lo siento» todavía. -Mi irritación había superado mi instinto de conservación.

– Siento que la ménade te atacara.

Lo miré.

– No basta -dije. No quería que se quedara solo en eso.

– Angelical Sookie, personificación del amor y la belleza, me siento abrumado por la congoja ante el hecho de que la retorcida y malvada ménade violara tu aterciopelado y voluptuoso cuerpo, en un intento por entregarme un mensaje.

– Así me gusta más. -Me hubiera sentido más satisfecha con las palabras de Eric si el dolor no azotara entonces cada parte de mi cuerpo (el tratamiento de la doctora no era muy agradable). Las disculpas tenían que ser elaboradas o sentidas, y puesto que Eric no tenía un corazón para sentir, o yo al menos nunca lo había advertido, me conformaría con sus palabras.

»¿Que te haya entregado el mensaje significa que estáis en guerra? -pregunté, con la esperanza de ignorar la actuación de la doctora Ludwig. Sudaba por cada poro de mi piel. El dolor de la espalda era insoportable. Las lágrimas no dejaban de surcarme el rostro. Daba la impresión de que la habitación hubiera adquirido una aureola amarillenta; todo parecía enfermizo.

Eric se mostró sorprendido.

– No exactamente -respondió con cautela-. ¿Pam?

– Estoy en ello -replicó-. Esto es mala señal.

– Comienza -la apresuró Bill-. Está cambiando de color.

Me pregunté, casi en la inconsciencia, cuál era el color que había adquirido. Ya no podía seguir con la cabeza levantada como hasta entonces había hecho, para mantenerme un tanto alerta. Apoyé la mejilla contra el cuero y de inmediato el sudor me pegó a la superficie. La ardiente sensación que irradiaba por mi cuerpo desde las marcas de las garras en la espalda se hizo más intensa, y me estremecí al pensar que no podía hacer nada. La enana saltó del sofá y se inclinó para mirarme a los ojos. Agitó la cabeza.

– Sí, hay esperanza -aseguró, pero sonó muy lejos de mí. Sostenía una jeringa en la mano. La última cosa que vi fue la cara de Eric acercándose, y lo que me pareció un guiño.

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