Me giré y observé el reloj de la mesilla de noche. Aún no había amanecido, pero no tardaría mucho. Bill ya estaba en su ataúd: la tapa estaba cerrada. ¿Por qué me había despertado? Ya me preocuparía de eso después.
Había algo que tenía que hacer. Parte de mí se maravillaba ante mi estupidez mientras me embutía en unos pantalones cortos y una camiseta, y me calzaba unas sandalias. La pinta que tenía era casi peor que la del día anterior, por lo que solo me dediqué una mirada de refilón en el espejo. Me sorprendí y alegré al mismo tiempo cuando reparé en que el bolso estaba sobre la mesa en el salón. Alguien lo había recuperado del cuartel general de la Hermandad la noche pasada. Guardé en él la llave de plástico y me encaminé por los silenciosos pasillos del hotel.
No era el turno de Barry, y su sustituto había sido bien preparado; no iba a preguntarme lo que estaba haciendo por allí con el aspecto de haber sido arrollada por un tren. Me consiguió un taxi y le dijo al conductor dónde necesitaba ir. El conductor me miró por el espejo retrovisor.
– ¿No debería ir a un hospital? -sugirió con brusquedad.
– No. Ya he ido a uno. -No sirvió para confortarlo.
– Si esos vampiros la tratan tan mal, ¿por qué sale con ellos?
– Los humanos me hicieron esto -rebatí-. No los vampiros.
Se puso en marcha. No había apenas tráfico; se trataba de un domingo por la mañana bien temprano. En quince minutos estábamos en el mismo lugar que la noche de ayer, el aparcamiento de la Hermandad.
– ¿Me puede esperar aquí? -pregunté al conductor. Era un hombre de alrededor de sesenta años, canoso y sin un diente.
Llevaba una camiseta a cuadros con broches en lugar de botones.
– Creo que soy capaz -respondió. Sacó una novela del oeste de Louis L'Amour de debajo de su asiento, y encendió la luz del coche para poder leer.
Bajo el brillo de los fluorescentes, el aparcamiento no mostraba ninguna señal de los acontecimientos acaecidos horas antes. Solo quedaba allí un par de vehículos, e imaginé que habían sido abandonados durante la confusión del momento. Uno de ellos sería de Gabe. ¿Tendría una familia? Espero que no. Por dos cosas. La primera, porque era un sádico que lo más seguro es que convirtiera sus vidas un infierno, y en segundo lugar, porque tendrían que preguntarse cómo y por qué había muerto. ¿Qué harían ahora Steve y Sarah Newlin? ¿Tendrían suficiente personal como para seguir adelante? Casi estaba segura de que las armas y las provisiones siguieran allí, en la iglesia. Tal vez las estuvieran acumulando para la llegada del Apocalipsis.
Desde las sombras oscuras cercanas a la iglesia emergió una figura. Godfrey. Aún no tenía pelo en el pecho y parecía un joven de dieciséis. Solo sus ojos y el carácter alienígeno de sus tatuajes traicionaban su edad.
– Vine a echar una mirada -dije cuando estuvo a mi lado, aunque «ser testigo» sería más acertado.
– ¿Por qué?
– Te lo debo.
– Soy un engendro del mal.
– Sí, lo eres. -¿Para qué dar rodeos?-. Pero hiciste algo bueno al salvarme de Gabe.
– ¿Hice bien al matar a un hombre más? Mi conciencia apenas capta la diferencia. Ha habido tantos… Al menos conseguí evitarte una humillación.
Su voz me impresionó. La creciente luz del día era tan débil que las luces de seguridad del aparcamiento continuaban encendidas, y bajo su halo examiné aquel rostro tan joven.
De súbito, y de forma absurda, comencé a llorar.
– Qué bello -reconoció Godfrey. Su voz sonaba lejana-. Alguien que llora por mí en mis últimos momentos. Jamás imaginé que pasaría.
Se alejó hasta situarse a una distancia prudencial.
Y entonces el Sol nos saludó.
Cuando volví al taxi, el conductor guardó el libro.
– ¿Estaban haciendo un fuego ahí? -preguntó-. Vi algo de humo. Estuve a punto de ir a ver qué sucedía.
– Ya no hay de qué preocuparse -respondí.
Me limpié la cara durante un kilómetro o así, y luego contemplé por la ventana cómo el contorno de la ciudad surgía de las tinieblas.
De vuelta en el hotel, volví a mi habitación. Me quité los pantalones, los dejé sobre la cama y, como si me estuviera preparando para un largo periodo de desvelo, caí en un profundo sueño.
Bill me despertó con la puesta de sol, de su forma favorita. Me levantó la camiseta y su pelo acarició mi pecho. Era como despertarse a medio camino; su boca chupaba lo que denominó el más bello par de pechos del mundo. Tenía mucho cuidado con los colmillos, que había sacado del todo. Esa era la única evidencia de su pasión.
– ¿Crees que disfrutarías de esto si lo hago con mucho, mucho cuidado? -me susurró al oído.
– Solo si me tratas como si estuviera hecha de cristal -murmuré. Sabía que era capaz.
– Pero esto no parece cristal -observó, mientras su mano no dejaba de moverse-. Está caliente. Y húmedo.
Boqueé.
»¿Te he hecho daño? -Movió la mano con más vigor.
– Bill… -fue todo lo que pude decir. Coloqué los labios sobre los suyos, y su lengua inició una coreografía conocida.
– Túmbate -susurró-. Me ocuparé de todo.
Y lo hizo.
– ¿Por qué estabas vestida a medias? -preguntó después. Se había levantado para coger una botella de sangre de la nevera y la estaba calentando en el microondas. Yo no estaba para muchos trotes.
– Fui a ver morir a Godfrey.
Sus ojos relumbraron.
– ¿Qué?
– Godfrey saludó al alba. -La frase, que una vez consideré excesivamente melodramática, fluyó con toda naturalidad de mi boca esta vez.
Hubo un largo silencio.
– ¿Cómo sabías que lo iba a hacer? ¿Cómo sabías que sería allí?
Me encogí de hombros tanto como puedes hacerlo sobre una cama.
– Imaginé que sería fiel a su plan original. Parecía muy decidido. Y me salvó la vida. Era lo mínimo que podía hacer.
– ¿Fue valiente?
Miré a Bill a los ojos.
– Murió de forma valerosa. Estaba ansioso por marchar.
No tenía ni idea de lo que estaba pensando Bill.
– Hemos de ir a ver a Stan -dijo-. Se lo tenemos que decir.
– ¿Por qué tenemos que ver a Stan de nuevo? -Si no hubiera sido una mujer madura, me habría puesto a hacer pucheros. Como lo era, Bill me echó una de sus miradas.
– Tienes que decírselo, para que quede convencido de que hemos cumplido con nuestra parte. Además, está el asunto de Hugo.
Suficiente como para que me entristeciera. La idea de que más ropa de la necesaria tocara mi piel me enfermaba, así que me vestí con un vestido sin mangas de punto y me calcé despacio las sandalias. Solo eso. Bill me cepilló el pelo y me puso los pendientes, ya que levantar los brazos me resultaba incómodo. Luego decidió que necesitaba una cadena de oro. Parecía como si fuera a una fiesta organizada por un colectivo de mujeres maltratadas. Bill alquiló un coche. No tengo ni idea de cuándo llegó el coche al garaje subterráneo. Ni siquiera recuerdo quién se lo trajo. Bill condujo. No miré por la ventana. Estaba harta de Dallas.
Cuando llegamos a la casa de Green Valley Road, parecía tan tranquila como hacía dos noches. Pero después de entrar comprobé que estaba repleta de vampiros. Habíamos llegado en medio de la fiesta de bienvenida de Farrell, que estaba sentado en el salón con el brazo sobre un atractivo joven que no tendría más de dieciocho años. Farrell llevaba una botella de SangrePura cero negativo en una mano, y su cita una Coca-cola. El vampiro estaba tan rosado como el chico.
Farrell nunca me había visto, así que estuvo encantado de conocerme. Vestía de pies a cabeza con indumentaria típica vaquera, y mientras se inclinaba sobre mi mano esperé oír sus espuelas sonar.
– Eres tan encantadora -dijo de forma extraña, a la vez que levantaba la botella de sangre sintética-, que, si me acostara con mujeres, serías la única durante una semana. Sé que estás disgustada por tus heridas, pero tranquila, lo único que consiguen es resaltar tu belleza.
No podía parar de reír. No solo caminaba como si tuviera ochenta años, sino que mi cara estaba amoratada por todo el lado izquierdo.
– Bill Compton, eres un vampiro afortunado -le dijo Farrell.
– Y que lo digas -respondió Bill, sonriendo, aunque de modo un tanto frío.
– ¡Es valiente y hermosa!
– Gracias, Farrell. ¿Dónde se encuentra Stan? -Decidí romper la cadena de cumplidos. Además de molestar a Bill, el compañero de Farrell parecía muy interesado en mi historia, y yo pensaba contarla solo una vez.
– En el salón -dijo un vampiro joven, el que había llevado a la pobre Bethany hasta el comedor cuando estuvimos allí antes. Debía de ser Joseph Velasquez. Mediría un metro ochenta, y sus ancestros hispánicos lo habían recompensado con una tez aceitunada y los ojos oscuros de un don Juan, mientras que su condición vampírica le había otorgado una mirada fija y un aire intimidatorio. Rastreaba la habitación en busca de posibles problemas. No dudé en calificarlo como el sargento del nido-. Estará encantado de recibiros.
Miré al resto de los vampiros y al puñado de humanos que compartían las grandes habitaciones de la casa. No vi a Eric. ¿Habría vuelto a Shreveport?
– ¿Dónde está Isabel? -le pregunté a Bill en voz queda.
– Recibiendo su castigo -dijo, en apenas un susurro. No quería hablar de eso en voz alta, y si Bill creía que era lo adecuado, yo sabía que era mejor callarse la boca-. Trajo a un traidor al nido, y ha de pagar el precio por ello.
– Pero…
– Shhhh.
Entramos en el comedor, que estaba igual de lleno que el salón. Stan se sentaba en la misma silla, con la misma vestimenta con la que lo vimos por última vez. Se levantó cuando entramos, y por la forma en que lo hizo comprendí que se suponía que aquello ponía de relevancia nuestra posición.
– Señorita Stackhouse -dijo formalmente, y me dio la mano con delicadeza-. Bill. -Stan me examinó con sus ojos de color azul desvaído, sin perderse un detalle de mis lesiones. Había reparado sus gafas con cinta adhesiva. Stan cuidaba mucho de su disfraz. Pensé en enviarle un protector de bolsillo para Navidades-. Por favor, cuéntame lo que ocurrió ayer con todo detalle.
Esto me recordó a Archie Goodwin informando a Nero Wolfe.
– Aburriría a Bill -dije, con la esperanza de escaquearme.
– A Bill no le importará aburrirse un par de minutos.
No había salida. Suspiré y comencé por el momento en que Hugo me recogió en el hotel. Procuré no mentar el nombre de Barry durante la narración, ya que no sabía cómo se tomaría el ser conocido por los vampiros de Dallas. Me referí a él como «uno de los botones del hotel». Por supuesto, averiguarían quién era si se ponían a ello.
Cuando llegué a la parte en que Gabe llevó a Hugo a la celda de Farrell y luego trató de violarme, los labios se me curvaron en una amarga sonrisa. Se me tensó tanto la cara que pensé que iba a romperse.
– ¿Por qué hace eso? -le preguntó Stan a Bill, como si yo no estuviera delante.
– Lo hace cuando se pone tensa… -aclaró Bill.
– Oh. -Stan me miró con aire reflexivo. Yo me llevé las manos al pelo y lo recogí en una cola de caballo. Bill me alargó una goma elástica de su bolsillo y, con una evidente incomodidad, apreté el pelo en una madeja bien ceñida, de tal forma que pude doblar la goma tres veces.
Cuando le conté a Stan que los cambiaformas me habían ayudado, se inclinó hacia delante. Quería saber más de lo que le dije, pero no podía dar nombre alguno. Se quedó pensativo cuando le comenté que me habían dejado en el hotel. No sabía si incluir a Eric o no; al final ni lo mencioné. Se supone que estaba en California. Le dije que subí a la habitación y esperé a Bill.
Y luego relaté lo de Godfrey.
Para mi sorpresa, Stan no pareció asimilar la muerte de Godfrey. Me obligó a repetir la historia. Se removía en su silla para mirar hacia otro lado mientras hablaba. A su espalda, Bill me acarició, tranquilizador. Cuando Stan se dio la vuelta, se limpiaba los ojos con un pañuelo manchado de rojo. Así que era cierto que los vampiros eran capaces de llorar. Y también que lloraban lágrimas de sangre.
Lloré con él. Godfrey se merecía morir tras siglos de abusos y asesinatos de niños. Me pregunté cuántos humanos estaban en la cárcel por los crímenes que Godfrey había cometido. Pero me había ayudado y también había soportado una losa de culpabilidad y pesar, la más grande que jamás había visto yo.
– Cuánta determinación y valor -dijo Stan con admiración. No era tristeza lo que sentía, solo admiración-. Me hace llorar. -Dijo esto de tal forma que supe que se trataba de un gran elogio-. Después de que Bill identificara a Godfrey la noche pasada, hice algunas averiguaciones: formaba parte de un nido de San Francisco. Sus compañeros de nido se apenarán al escuchar esto. Y de su traición a Farrell. ¡Pero el valor demostrado al respetar su palabra, en llevar a cabo su plan…! -Stan se veía abrumado.
A mí me dolía todo. Rebusqué en mi bolso una botella de Tylenol y vertí dos en la palma de mi mano. Ante el gesto de Stan, el vampiro joven me trajo un vaso de agua.
– Gracias -dije. Y se sorprendió por mi deferencia.
– Gracias por vuestro trabajo -añadió Stan de manera abrupta, como si hubiera recordado su educación-. Habéis hecho más de lo que os pedimos. Gracias a vosotros hemos encontrado y liberado a Farrell a tiempo. Siento que hayas sufrido tanto.
Sonaba muy parecido a una despedida.
– Discúlpame -dije, y me dejé caer en la silla. Bill realizó un súbito movimiento detrás de mí, pero le indiqué que no hacía falta.
Stan alzó las cejas ante mi temeridad.
– ¿Sí? Enviaremos el cheque por correo a vuestro representante en Shreveport, de acuerdo con lo pactado. Por favor, quedaos con nosotros para festejar el regreso de Farrell esta noche.
– Nuestro acuerdo consistía en que si lo que yo descubría resultaba en la culpabilidad de un humano, ese humano no sería castigado por los vampiros, sino que sería entregado a la policía para que el sistema judicial se encargara de él. ¿Dónde está Hugo?
Los ojos de Stan pasaron de mi cara a Bill. Parecía preguntar en silencio a Bill la razón de que no pudiera controlar a su humano de modo más eficiente.
– Hugo e Isabel están juntos -respondió Stan de forma críptica. No quería saber lo que eso significaba. Pero era mi honor lo que estaba en juego.
– ¿Así que no vas a respetar nuestro acuerdo? -quise saber, consciente de que estaba desafiando a Stan.
Había un dicho que rezaba: «orgulloso como un vampiro». Todos lo eran, y había herido a Stan en su amor propio. La insinuación de ser tildado de deshonroso enfureció al vampiro. Casi retrocedí al ver su rostro. Por unos segundos no hubo nada de humano en él. Sus labios se retrajeron, sus colmillos se extendieron y su cuerpo mismo se encogió y luego pareció alargarse.
Después de un instante, se puso en pie, y con un gesto de su mano indicó que lo siguiera. Bill me ayudó a levantarme, y fuimos tras Stan mientras se introducía en el interior de la casa. Debía de haber unos seis dormitorios en el edificio, y todas las puertas estaban cerradas. Al otro lado de una se escuchaban los inconfundibles ruidos del sexo. Para mi alivio, pasamos de largo. Subimos por las escaleras, lo que no me fue muy sencillo. Stan nunca miró hacia atrás ni bajó el ritmo de su paso. Y subió las escaleras tan rápido como andaba. Se detuvo ante una puerta igual al resto. La abrió. La mantuvo sujeta y me hizo un gesto para que entrara.
Eso era algo que no quería hacer… en absoluto. Pero tenía que hacerlo. Me adelanté y eché un vistazo.
Excepto por las paredes azul oscuro, la habitación estaba vacía. Isabel había sido encadenada a la pared en un lado de la sala (con plata, por supuesto), y Hugo a la otra. Ambos estaban despiertos. Y ambos miraban en dirección al umbral.
Isabel asintió como si nos hubiéramos cruzado en el pasillo, aunque estaba desnuda. Tenía vendadas las muñecas y las rodillas para evitar que la plata la quemara, aunque las cadenas seguían cumpliendo la función de debilitarla.
Hugo también había sido desvestido. No podía apartar la vista de Isabel. Apenas comprobó quién era yo, su mirada volvió a ella. Traté de no sentirme incómoda porque en realidad no tenía sentido, pero creo que era la primera vez que había visto a otro adulto desnudo en mi vida, aparte de Bill.
– Ella no se puede alimentar de él, aunque está hambrienta. Él no puede practicar el sexo con ella, aunque es adicto. Este es su castigo, que se extenderá unos cuantos meses. ¿Qué pasará si Hugo pasa a disposición del juzgado?
Lo consideré. ¿Lo que había hecho Hugo era punible?
Había engañado a los vampiros con los que había convivido en el nido de Dallas. Amaba a Isabel pero había traicionado a sus compañeros. Hmmm. No existía ninguna ley que se pronunciara sobre ello.
– Puso un micro en el comedor -dije. Eso era ilegal. Al menos, es lo que creía.
– ¿Cuánto tiempo lo meterán en la cárcel por eso? -preguntó Stan.
Buena pregunta. No mucho, a mi entender. Un jurado humano podía entender que poner un micro en un edificio de vampiros estaba justificado. Suspiré, lo que resultó respuesta suficiente para Stan.
– ¿Por qué más podrían encerrarlo? -inquirió.
– Me llevó a la Hermandad mediante mentiras… No es ilegal. Él… Bueno, él…
– Exacto.
La mirada de Hugo no se despegaba de Isabel. Hugo había provocado muchos problemas, de eso estaba tan segura como de que Godfrey también lo había hecho.
– ¿Cuánto tiempo lo tendréis aquí?
Stan se encogió de hombros.
– Tres o cuatro meses. Alimentaremos a Hugo, claro está. A Isabel, no.
– ¿Y luego?
– Lo desencadenaremos a él primero. Tendrá un día de ventaja.
La mano de Bill se posó sobre mi muñeca. No quería que siguiera preguntando.
Isabel me miró y asintió. Sus ojos venían a decir que estaba de acuerdo con aquello.
– Entonces bien -dije, colocando las palmas de las manos delante de mí en la posición de «basta». De acuerdo. -Y me giré por el mismo camino que había venido. Bajé las escaleras con mucho cuidado.
Sí, no era justo lo que yo quería, pero no había muchas alternativas. Cuanto más pensaba en ello, más confusa me sentía. No estaba acostumbrada a sopesar decisiones morales. Las cosas son malas o buenas.
Bueno, parece que hay zonas grises. Ahí es donde encajan algunas situaciones, como dormir junto a Bill aunque no estemos casados, o decirle a Arlene que su vestido le sienta bien cuando en realidad le queda como un tiro. De todas formas, no me puedo casar con Bill. No es ni legal. Además, no me lo había pedido.
Mis pensamientos iban y volvían una y otra vez sobre la desventurada pareja del dormitorio de arriba. Me resultó curioso comprobar que sentía más pena por Isabel que por Hugo. Hugo lo había hecho todo a sabiendas. Isabel solo era culpable de negligencia.
Tendría mucho tiempo para pensar sobre ello, ya que Bill se lo estaba pasando bien en la fiesta. Solo había estado en una fiesta mixta (humanos y vampiros) en una o dos ocasiones antes, y en ambos casos había sido una mezcla que no cuajaba del todo a pesar de los dos años que habían transcurrido desde el reconocimiento legal de la existencia de los vampiros. El chupar la sangre de humanos abiertamente era ilegal, y he de decir que en el cuartel general vampírico de Dallas la ley se seguía a rajatabla. De vez en cuando veía a una pareja desvanecerse camino a las habitaciones superiores, pero todos los humanos parecían volver saludables. Lo supe porque los contaba y vigilaba. Bill llevaba tantos meses «al descubierto» que, en apariencia, el tener contacto con vampiros de cuando en cuando le encantaba. Así que se dedicaba a conversar con unos y otros, recordando el Chicago de los años veinte o las oportunidades de inversión en varias empresas vampíricas de todo el mundo. Yo estaba tan afectada que me contenté con quedarme sentada en un sofá cómodo y observar, mientras de vez en cuando tragaba un sorbito de mi «destornillador». El camarero era un hombre joven bastante amable, y hablamos de los bares durante un rato. Debería haber disfrutado de mi descanso de las labores del Merlotte, pero la verdad es que me lo hubiera pasado en grande si me hubiera hecho con mi ropa de trabajo y me hubiera puesto a servir como sí tal cosa. No estaba acostumbrada a las interrupciones en mi rutina.
Entonces una mujer un poco más joven que yo se sentó a mi lado. Descubrí que salía con el vampiro que actuaba como jefe de seguridad, Joseph Velasquez, que había ido a la Hermandad con Bill la noche antes. Su nombre era Trudi Pfeiffer. Trudi tenía el pelo recogido en pinchos de color rojo, piercings en nariz y lengua, y maquillaje siniestro, que incluía lápiz de labios negro. Me dijo con orgullo que ese color se llamaba «pudrición de la tumba». Llevaba los pantalones tan bajos que me pregunté cómo era capaz de levantarse y sentarse con ellos. Tal vez los llevara así para mostrar el anillo de su ombligo. Su top tampoco era muy largo. El vestido que llevaba la noche que encontré a la ménade palidecería en comparación. Trudi enseñaba mucho más de lo que ocultaba.
Cuando hablabas con ella no era tan extraña como su apariencia te hacía creer. Trudi estudiaba en la facultad. Me enteré de que creía estar viviendo al límite al salir con Joseph. El límite lo fijaban sus padres, por lo que entendí.
– Preferirían que saliera con un negro -me dijo llena de orgullo.
Me esforcé en aparentar quedar impresionada.
– Odian a los no-muertos, ¿eh?
– Oh, claro que sí. -Asintió varias veces y levantó las uñas pintadas de negro de manera extravagante. Estaba bebiendo Dos Equis-. Mamá siempre dice: «¿por qué no sales con alguien vivo?». -Ambas nos echamos a reír.
– ¿Y qué tal con Bill? -Movió arriba y abajo las cejas para remarcar lo que en realidad quería decir con su pregunta.
– ¿Te refieres a…?
– ¿Qué tal es en la cama? Joseph es la hostia.
No puedo decir que me sorprendiera, pero sí me decepcionó un poco. Pensé la respuesta durante un rato.
– Me alegro por ti -terminé diciendo. Si hubiera sido mi amiga Arlene, podría haber guiñado y sonreído, pero no iba a discutir mi vida sexual con una extraña, y tampoco quería conocer los detalles sobre la relación entre ella y Joseph.
Trudi fue en busca de otra cerveza y se quedó charlando con el camarero. Cerré los ojos, aliviada, y sentí cómo el sofá se hundía a mi lado. Miré de reojo para ver cuál era mi nuevo compañero. Eric. Oh, genial.
– ¿Qué tal? -preguntó.
– Mejor de lo que parezco -mentí.
– ¿Has visto a Isabel y Hugo?
– Sí. -Me miré las manos, que descansaban sobre el regazo.
– Algo apropiado, ¿verdad?
Eric trataba de provocarme.
– En cierto modo sí -dije-. Asumiendo que Stan se atenga a su palabra.
– Espero que no le dijeras eso. -Pero Eric parecía solo divertido.
– No. No con esas palabras. Sois todos unos orgullosos de mierda.
Puso cara de sorprendido.
– Sí, supongo que eso es cierto.
– ¿Has venido solo para tenerme bajo control?
– ¿A Dallas?
Asentí.
– Sí. -Se encogió de hombros. Vestía una camisa con motivos de color tostado y azul, y al mover los hombros me dio la impresión de que eran enormes-. Es tu primera vez. Quería comprobar que todo iba bien, sin tener que recurrir a mi posición oficial.
– ¿Crees que Stan sabe quién eres?
Le interesó la idea.
– Improbable -dijo al final-. Hubiera hecho lo mismo en mi lugar.
– ¿A partir de ahora me podré quedar en casa y nos dejarás en paz a Bill y a mí? -pregunté.
– No. Eres demasiado útil -respondió-. Además, espero que de tanto verme te acabes por acostumbrar a mí.
– Como si fueras un hongo, ¿no?
Se rió, pero sus ojos estaban fijos sobre mí, de modo que sabía justo lo que él quería decir. Mierda.
– Estás especialmente atractiva con ese vestidito que no lleva nada debajo -dijo Eric-. Si dejas a Bill y te vienes conmigo por propia voluntad, no se opondrá.
– Pero no pienso hacer tal cosa -dije, y entonces algo llamó mi atención. Algo no físico.
Eric comenzó a decirme algo, pero le puse la mano en la boca. Moví la cabeza de un lado a otro y traté de captarlo de la mejor forma posible; no puedo explicarlo de manera más clara.
– Ayúdame a ponerme en pie -exigí.
Sin decir una palabra, Eric se irguió y me levantó. Frunció el ceño.
Estaban alrededor de la casa. Nos rodeaban.
Sus cerebros ardían. Si Trudi no hubiera estado parloteando conmigo antes, los habría oído mientras se acercaban.
– Eric… -dije, a la par que trataba de captar tantos pensamientos como me era posible. Oí una cuenta atrás. ¡Oh, Dios!
– ¡Al suelo! -grité a todo pulmón.
Todos los vampiros obedecieron.
Así que cuando la Hermandad abrió fuego, fueron los humanos los que murieron.