Capítulo 8

A un metro de mí, un disparo de escopeta partió por la mitad a Trudi.

El rojo oscuro de su pelo adquirió una tonalidad aún más intensa, y sus ojos se quedaron clavados en mí por última vez. Check, el camarero, solo estaba herido, ya que la estructura de la barra le había proporcionado algo de protección.

Eric estaba encima de mí. Dado mi estado resultaba muy doloroso, así que comencé a empujarlo. Entonces me di cuenta de que si nos disparaban con cartuchos, él sobreviviría sin muchos problemas. Pero yo no. Así que acepté su escudo durante los horribles minutos de la primera oleada del ataque, cuando los rifles, las escopetas y las pistolas se oían por todos lados de la mansión.

De manera instintiva, cerré los ojos mientras se producía el tiroteo. Los cristales volaron por los aires, los vampiros rugieron y los humanos gritaron. El ruido me ensordeció tanto como la descarga emocional de las decenas de cerebros que me rodeaban. Cuando decreció en intensidad, miré a los ojos de Eric. Lo vi excitado. Me sonrió.

– Ya sabía yo que acabaría sobre ti de uno u otro modo -dijo.

– ¿Intentas enloquecerme para que me olvide del miedo que siento?

– No, solo me aprovecho de las oportunidades.

Me revolví, en un esfuerzo por salir de debajo de él.

»Oh, hazlo de nuevo. Me encanta -aseguró.

– Eric, esa chica con la que acababa de hablar está a un metro de nosotros sin parte de su cabeza.

– Sookie -dijo, serio de repente-. Llevo muerto unos cuantos cientos de años. Me he acostumbrado. Pero aún no está muerta del todo. Le queda una chispa. ¿Quieres que la traiga a la vida?

Me quedé sin habla. ¿Cómo podía tomar esa decisión?

»Se fue -me anunció Eric, mientras aún pensaba en ello.

En el momento en que lo miré, el silencio se hizo total. El único ruido de la casa era el de los sollozos de la cita de Farrell, que estaba herido; presionaba ambas manos contra el muslo. Desde fuera llegaron los sonidos lejanos de los vehículos al recorrer a toda velocidad la carretera. El ataque había finalizado. Tenía problemas para respirar, y también para saber qué hacer a continuación. Seguro que se organizaba algo, pero, ¿debería participar?

Esto era lo más cerca a una guerra que había estado alguna vez.

Los gritos de los supervivientes y los rugidos de ira de los vampiros llenaban la habitación. Trocitos del sofá y de las sillas flotaban en el aire como nieve. Había cristales rotos por todas partes, y el calor de la noche había invadido la sala. Varios vampiros ya se habían puesto de pie y habían iniciado la persecución. Joseph Velasquez estaba entre ellos.

– Ya no me queda ninguna excusa para quedarme encima de ti -dijo Eric con una mueca de decepción, y se levantó. Miró hacia abajo-. Mis camisas siempre se echan a perder cuando estás cerca.

– Mierda, Eric. -Me coloqué sobre las rodillas con rapidez, aunque de forma algo torpe-. Estás sangrando… Te han dado. ¡Bill! ¡Bill! -El pelo me golpeó en los hombros cuando me di la vuelta. La última vez que lo había visto estaba hablando con una vampira de cabello oscuro adornado con un pronunciado pico de viuda. Me recordaba a Blancanieves. Cuando volví a mirar a ras de suelo la vi al lado de una ventana. Algo le sobresalía del pecho. La ventana había sido alcanzada por un disparo de escopeta, y algunas astillas habían aterrizado dentro de la habitación. Una de ellas le había atravesado el pecho y la había matado. Bill no estaba a la vista, ni entre los vivos ni entre los muertos.

Eric se quitó la camisa y se estudió el hombro.

– El cartucho aún está dentro, Sookie -dijo con los dientes entrecerrados-. Extráela chupando.

– ¿Qué?

– Si no la sacas, al sanarme se quedará dentro de mi cuerpo. Si te da asco, coge un cuchillo y corta.

– Pero no puedo… -Mi diminuto bolso de fiesta contenía una pequeña navaja, pero no tenía ni idea de dónde lo había puesto y tampoco tenía ganas de buscar.

Desnudó los colmillos.

– Recibí la bala por ti. Ahora sácala por mí. No eres ninguna cobarde.

Me obligué a calmarme. Utilice su camisa como algodón. El flujo de sangre estaba cesando, y si miraba entre la carne era capaz de situar el cartucho. Si tuviera unas largas uñas como Trudi podría sacarlo, pero mis dedos son cortos y gruesos, y casi no tengo uñas. Suspiré, resignada.

La frase «morder la bala» tomó un nuevo significado cuando me incliné sobre el hombro de Eric.

Este exhaló un largo quejido cuando extraje el cartucho con la boca y lo sentí caer junto a mi lengua. Estaba bien. La alfombra no podía mancharse más de lo que ya estaba, y aunque hacerlo me hizo sentir como una auténtica pagana, escupí el cartucho sobre el suelo junto con algo de sangre. Pero fue inevitable que también tragara una parte. El hombro ya se estaba curando.

– Esta habitación hiede a sangre -susurró.

– Allí -dije, y levanté la vista-. Esa parte se llevó lo peor…

– Tus labios están llenos de sangre. -Me sujetó la cara con ambas manos y me besó.

Es difícil no responder cuando un maestro en el arte del besar te está mostrando sus capacidades. Y podría haberme abandonado al disfrute (bueno, haberme abandonado un poco más) si no hubiera estado tan preocupada por Bill; porque, afrontémoslo, las experiencias con los muertos tienen ese efecto. Quieres reafirmar el hecho de estar vivo. Aunque los vampiros no lo están, se ven aquejados de este síndrome en igual medida que los humanos, y la libido de Eric estaba por las nubes debido a toda la sangre que inundaba la habitación.

Pero yo estaba preocupada por Bill y traumatizada por la violencia, por lo que tras un momento al rojo vivo, en el que olvidé el horror que me rodeaba, me aparté. Los labios de Eric estaban llenos de sangre. La lamió despacio.

– Busca a Bill -me apremió con voz carrasposa.

Le miré el hombro de nuevo para comprobar que el agujero había comenzado a cerrarse. Cogí el cartucho de la alfombra, aún pegajoso debido a la sangre, y lo enrollé con un jirón de la camisa de Eric. Sería un buen recordatorio, a su debido tiempo. Seguía sin tener las ideas claras. Aún había muertos y heridos por todo el suelo, pero la mayoría de los que estaban vivos recibía ayuda del resto de los humanos o de los dos vampiros que no se habían unido a la persecución.

Oí las sirenas a lo lejos.

La bonita puerta principal tenía un montón de agujeros. Me puse al lado para abrirla en caso de que hubiera alguien fuera vigilando, pero no pasó nada. Miré a través del umbral.

– ¿Bill? -grité-. ¿Estás bien?

Justo entonces apareció en el patio. Mostraba un aspecto saludable; muy sonrosado.

»Bill -repetí, sintiéndome cansada y vieja. Un horror sordo, que más bien era una profunda desilusión, me golpeó en el estómago.

Se detuvo de inmediato.

– Nos dispararon y matamos a unos cuantos -dijo. Le brillaban los colmillos y exudaba excitación.

– Acabas de matar.

– Para defendernos.

– Para vengaros.

Había una clara diferencia entre ambas cosas, al menos para mí, y en ese momento. No pareció importarle.

»Ni siquiera esperaste a ver si me encontraba bien. -Los vampiros no podían negar su naturaleza. Genio y figura hasta la sepultura. No le puedes enseñar nuevos trucos a un perro viejo. Presté atención a todas las advertencias con las que me educaron al calor del hogar.

Me giré y me dirigí a la casa, pasando por encima de las manchas de sangre y el caos reinante como si conviviera con él el día a día. Algunas de las cosas que vi ni siquiera llegué a asimilarlas hasta la siguiente semana, cuando el cerebro me lanzaba una instantánea sin previo aviso: tal vez un primer plano de un cráneo roto, o una arteria que escupía sangre. Lo importante para mí en ese momento era encontrar mi bolso. Lo encontré a la segunda. Mientras Bill ayudaba a los heridos (para no tener que hablar conmigo), salí de la casa y me metí en el coche de alquiler. A pesar de la ansiedad que me sacudía de arriba abajo, conduje. Estar en esa casa era peor que el miedo al intenso tráfico de la ciudad. Me largué de la propiedad antes de que se presentara la policía.

Después de haber pasado unas cuantas manzanas, aparqué enfrente de una librería y saqué el mapa del salpicadero. Me llevó mucho más tiempo de lo normal entenderlo, ya que mi cerebro estaba tan afectado que casi no funcionaba, pero me hice una idea de cómo llegar al aeropuerto.

Y ahí es adonde fui. Seguí las señales que indicaban «Coches de alquiler», aparqué el vehículo, dejé allí las llaves y me largué.

Conseguí un billete para el siguiente viaje a Shreveport, que salía en una hora. Di gracias por tener mi propia tarjeta de crédito.

Ya que nunca lo había hecho antes, me llevó unos pocos minutos utilizar el teléfono público. Tuve suerte de pillar a Jason, que me dijo que iría a recogerme al aeropuerto.

Estaba en mi cama a la mañana siguiente.

No comencé a llorar hasta el día después.

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