Hacía tanto calor en Dallas como en el noveno Infierno, en especial allí de pie sobre el pavimento del aeropuerto. Los breves días otoñales habían vuelto atrás, trayendo consigo el verano una vez más. Corrientes de aire caliente transportaban todos los sonidos y olores del aeropuerto Dallas-Forth Worth (los ajustes de vehículos y aeroplanos, su gasolina y carga), que parecían acumularse a los pies de la rampa que conducían a la bodega donde estaba esperando. Había viajado en un vuelo ordinario, pero Bill había sido trasladado de manera especial.
Agitaba la chaqueta en un intento por mantener mis axilas secas, cuando el sacerdote católico se me acercó.
En un primer momento, su alzacuello me inspiró tanto respeto que no busqué ningún pretexto para alejarme, a pesar de que no quería hablar con nadie. Acababa de pasar por una nueva experiencia y aún tenía mucho camino que recorrer.
– ¿Le puedo ayudar en algo? Me ha sido imposible no reparar en su situación -dijo el hombrecillo. Vestía de un impecable negro sacerdotal e irradiaba simpatía. Tenía esa confianza de aquellos que acostumbran acercarse a los extraños y ser recibidos de forma educada. Lucía un peinado que en mi opinión era bastante poco habitual en un sacerdote: su cabello castaño era bastante largo, y estaba enredado. También llevaba mostacho. Pero casi no me fijé en eso.
– ¿Mi situación? -repetí, sin prestar atención a mis propias palabras. Acababa de reparar en el ataúd de madera pulida que sobresalía por el borde de la bodega de carga. Bill era un tradicionalista; el metal podía ser más práctico para el viaje. Los operarios lo estaban deslizando sobre la rampa, por lo que imaginé que le habían adosado unas ruedas por debajo. Prometieron a Bill que lo conducirían hasta su destino sin un arañazo. Y los guardias armados detrás de mí suponían la garantía de que ningún fanático correría hacia el ataúd y lo abriría a la luz del sol. Era uno de los extras que las líneas aéreas Anubis habían incluido en la tarifa. De acuerdo con las instrucciones de Bill, sería el primero en salir del avión. Por ahora todo iba como la seda.
Miré hacia el cielo plomizo. Las luces que nos rodeaban no tardarían en iluminarse. La cabeza del chacal negro pintada en la cola del avión parecía más salvaje bajo la tenue iluminación, que creaba largas sombras donde no había nada. Consulté el reloj una vez más.
– Sí. Lo siento mucho.
Eché un vistazo a mi molesto compañero. ¿Había cogido el avión en Baton Rouge? No recordaba su cara, pero había estado muy nerviosa durante todo el vuelo.
– ¿Qué es lo que siente? -dije-. ¿Hay algún problema?
Me miró atónito.
– Bueno -respondió, señalando con la cabeza al ataúd, que comenzaba a descender en ese momento por la rampa-. Su pérdida. ¿Era un ser amado? -Se acercó un poco más.
– Claro -dije, en un punto intermedio entre la confusión y el enfado. ¿Qué hacía allí? No creo que la compañía pagara a un sacerdote para que consolara a todos los que viajaban con un ataúd. En especial si de este se ocupaba Anubis. ¿Por qué si no estaría allí?
Comencé a preocuparme.
Despacio, con mucha cautela, bajé mis defensas mentales e inicié el examen del hombre que estaba a mi lado. Lo sé, lo sé: estaba invadiendo su privacidad. Pero era responsable no solo de mi propia seguridad, sino también de la de Bill.
El sacerdote, que resultó ser un tremendo faro mental, pensaba sobre la proximidad de la noche como yo misma, aunque con mucho más miedo. Esperaba que sus amigos estuvieran donde debían.
Procuré no mostrar mi ansiedad y miré hacia arriba de nuevo. En el cielo crepuscular solo brillaba una debilísima traza de luz.
– ¿Tal vez su marido? -curvó los dedos en torno a mi brazo.
A cada minuto que pasaba, aquel tipo me parecía más espeluznante. Lo miré de nuevo. Sus ojos estaban fijos en los encargados del equipaje que hacían su labor en el extremo del avión. Vestían con jersey negro y plata, y exhibían el logotipo de Anubis en la parte izquierda del pecho. Entonces su mirada se posó en los empleados de la compañía que estaban en el suelo, preparándose para transportar el ataúd hasta el vehículo de carga convenientemente acolchado. El sacerdote quería…, ¿qué quería el sacerdote? Miraba a todos los hombres, preocupado. No quería que estuvieran allí. Para que él…, ¿qué?
– Nah, es mi novio -comenté, solo para no alertarlo. Mi abuela me había criado para ser una mujer educada, pero no para ser estúpida. De manera subrepticia, abrí la mochila con una mano y saqué el spray de pimienta que Bill me había dado para emergencias. Mantuve el pequeño cilindro al lado del muslo. Ya me estaba separando del falso sacerdote y sus intenciones oscuras a la vez que él apretaba su mano contra mi brazo, cuando la tapa del ataúd se abrió.
Los dos portaequipajes del avión lo habían dejado caer al suelo. Ambos se inclinaron hasta casi tocar el suelo. El que había llevado el ataúd hasta el vehículo gritó «¡mierda!» antes de inclinarse también (supuse que era nuevo). Esta conducta tan obsequiosa también formaba parte del extra de la compañía, pero aquello era demasiado.
– ¡Ayúdame, Jesús! -gritó el sacerdote. Pero en lugar de arrodillarse saltó a mi lado, me agarró por el brazo que sostenía el spray y comenzó a tirar con fuerza de mí.
Al principio pensé que trataba de apartarme del peligro que representaba el ataúd abierto, de ponerme a salvo. E imaginé que eso mismo debieron de pensar los empleados de la compañía, que estaban bastante ocupados con su papel de asistentes solícitos. El resultado fue que no me ayudaron, incluso cuando pedí que me soltara a gritos con toda la fuerza que pude. El «sacerdote» no dejó de tirar de mí y se esforzó por salir de allí a toda prisa, aunque yo seguía clavada en el mismo sitio, con mis tacones de cinco centímetros y haciendo fuerza en sentido opuesto. Lo golpeé con mi mano libre. No iba a dejar que cualquiera me llevara a un lugar a donde no quería ir, no sin al menos presentar una buena lucha.
– ¡Bill! -Tenía mucho miedo. El sacerdote no era muy corpulento, pero sí más alto y fuerte que yo, y casi ponía mi mismo empeño. Aunque daba todo de mí para que no le fuera fácil, poco a poco me arrastraba hacia una puerta del personal que daba a la terminal. De la nada había salido una brisa, una brisa caliente, por lo que si utilizaba el spray podía acabar rociándome la cara con el componente químico.
El hombre que había dentro del ataúd se sentó despacio, y sus grandes ojos negros estudiaron la escena que se desarrollaba ante ellos. De reojo lo vi pasarse la mano por el sedoso cabello moreno.
La puerta de personal se abrió y estaba casi segura de que allí había alguien. Los refuerzos del cura.
– ¡Bill!
Hubo un sonido parecido al que haría una corriente de aire a mí alrededor, y de repente el sacerdote me dejó ir y se escabulló por la puerta como un conejo perseguido por perros. Me quedé pasmada, y a punto estuve de caer al suelo de no ser por Bill, que me atrapó con dulzura.
– Hey, cariño -dije, aliviada. Tiré de la chaqueta de mi nuevo traje gris y me sentí satisfecha por haberme puesto más lápiz de labios cuando el avión aterrizó. Miré en dirección hacia el lugar por donde el sacerdote había huido.
– Eso fue muy extraño. -Devolví el spray al bolso.
– Sookie -dijo Bill-, ¿te encuentras bien? -Se inclinó para darme un beso, ignorando los susurros de sorpresa de los empleados del aeropuerto que trabajaban en un avión próximo a la puerta correspondiente a Anubis. Aunque el mundo entero se había enterado hacía dos años de que los vampiros no pertenecían al reino de las leyendas y las películas de terror, sino que llevaban con nosotros desde hace más de cien años, aún había un montón de gente que seguía sin haber visto a uno en persona.
Bill los ignoró. Se le da bien ignorar cosas que no cree que merezcan su atención.
– Sí, estoy bien -contesté, un tanto confusa-. No sé por qué quería cogerme.
– ¿Malinterpretó nuestra relación?
– No creo. En mi opinión te estaba esperando a ti, y quería apartarme antes de que despertaras.
– Ya pensaremos en todo esto -dijo Bill, el maestro de la subestimación-. Aparte de este extraño incidente, ¿algo más que contar?
– El vuelo bien -aseguré, esforzándome por no hacer pucheros.
– ¿No ha sucedido nada fuera de lo común? -Bill sonó un tanto seco a pesar de que se debía imaginar cómo me sentía.
– No sé qué se considera normal en los viajes de avión, ya que nunca he volado antes -dije con aspereza-, pero hasta que llegó el sacerdote diría que las cosas iban de fábula. -Bill alzó una ceja con aire de superioridad, por lo que yo seguí-. No creo que el hombre ese fuera un cura auténtico. ¿Por qué le interesaba este avión? ¿Venía a hablar conmigo? Estuvo esperando hasta que todo el mundo que estaba trabajando cerca del avión mirara en otra dirección.
– Lo discutiremos en un lugar más privado -dijo mi vampiro, mirando de soslayo a los hombres y mujeres que habían comenzado a congregarse alrededor del avión para ver lo que pasaba. Se acercó a los empleados uniformados de Anubis, y en voz baja los reprendió por no haber ido en mi ayuda. Al menos deduje que yo era el objeto de su conversación, a juzgar por sus rostros pálidos y sus balbuceos. Bill deslizó el brazo en torno a mi cintura y nos dirigimos hacia la terminal.
– Envíen el ataúd a la dirección de la tapa -gritó Bill por encima del hombro-. El hotel Silent Shore.
El Silent Shore era el único hotel en la zona de Dallas que disponía de las instalaciones precisas para acomodar a clientes vampiros. Era uno de los viejos hoteles del centro, o eso es lo que decía el folleto, no es que yo hubiera estado antes en el centro de Dallas o en ninguno de sus hoteles antiguos.
Nos detuvimos en el hueco de la escalera de un tramo corto, que conducía al pasillo principal.
– Ahora dime -exigió.
No dejé de mirarlo mientras le relataba el extraño incidente de principio a fin. Estaba blanco. Debía de encontrarse hambriento. Sus cejas parecían negras en contraste con la palidez de su piel, y sus ojos parecían de un castaño más oscuro del que en realidad eran.
– ¿No lo escuchaste? -Supe que Bill no se refería a mis oídos.
– Aún estaba escudada a consecuencia del viaje en avión -respondí-. Y para cuando comencé a sospechar, e intenté leer lo que pensaba, saliste de tu ataúd y se largó. Antes de que corriera recibí un sentimiento de diversión… -Vacilé, pues sabía que esto no era muy lógico.
Bill esperó. No le gusta desperdiciar palabras. Siempre me deja terminar lo que estoy diciendo. Dejamos de andar durante un segundo, cerca de la pared.
»Creo que estaba allí para secuestrarme -dije-. Sé que suena estúpido. ¿Quién sabría quién soy en Dallas? ¿Quién sería capaz de localizar el avión? Pero esa es la impresión que tengo.
Bill enterró mis manos calientes entre las suyas, frías. Crucé mis ojos con los suyos. No soy tan baja, ni él tan alto, pero aun así he de mirarlo hacia arriba. Y me llena de orgullo poder hacerlo sin caer hechizada. A veces desearía que Bill pudiera darme nuevos recuerdos (por ejemplo, no me importaría que me hiciera olvidar el asunto de la ménade), pero no es capaz.
Bill pensaba sobre lo que le había dicho y lo almacenaba por si en el futuro hacía falta.
– ¿Así que el vuelo fue aburrido? -inquirió.
– En realidad fue muy excitante -admití-. Después de asegurarme de que la gente de Anubis te metió en el avión y yo subí en el mío, una mujer nos dijo qué hacer en caso de accidente. Me tocó sentarme al lado de la puerta de emergencia. Dijo que nos cambiáramos de sitio si creíamos no ser capaces de manejar la puerta. Pero yo pensé que sí lo sería. ¿Una puerta de emergencia? Tirado. Me trajo una copa y una revista. -Pocas veces voy a un bar, ya que trabajo en uno, así que disfruté con que me sirvieran.
– Estoy seguro de que podrías encargarte de eso y de cualquier otra cosa, Sookie. ¿Tuviste miedo en el despegue?
– No, estaba preocupada por lo de esta noche. Aparte de eso, todo fue como la seda.
– Siento no haber estado contigo -murmuró. Su voz fría y líquida fluyó en torno a mí. Me apretó contra su pecho.
– No importa -dije con la boca pegada a su cuerpo, sinceramente-. Es la primera vez que vuelo, es normal que esté nerviosa. Pero todo salió bien. Hasta que aterrizamos.
Podía quejarme y lamentarme, pero me alegraba muchísimo de que Bill se hubiera levantado a tiempo en el aeropuerto para salvarme. Cada vez me sentía más como la típica paleta de campo.
No volvimos a mencionar al cura, pero sabía que Bill no lo había olvidado. Me guió en la recogida de nuestro equipaje y en la búsqueda de transporte. Si por él hubiera sido, se hubiera encargado de todo dejándome al margen, pero como le recordaba cada cierto tiempo, tenía que hacer esto por mí misma, sobre todo si íbamos a repetirlo.
A pesar de que el aeropuerto parecía increíblemente populoso, lleno de gente que daba la impresión de estar molesta y contrariada, conseguí seguir las señales con un poco de ayuda de Bill, después de reforzar mi escudo mental. Ya tenía bastante con verlos, como para encima tener que soportar sus pensamientos. Dirigí al mozo que llevaba nuestro equipaje (que Bill podía haber cargado con un solo brazo) hasta la parada de taxis, y Bill y yo estábamos de camino al hotel cuarenta minutos después del incidente del aeropuerto. El personal de Anubis había jurado y perjurado que tendríamos el ataúd de Bill en tres horas como mucho.
Ya veríamos. Si no cumplían, tendríamos derecho a un vuelo gratis.
Había olvidado lo impactante que era Dallas desde la última vez que la vi hará unos siete años, cuando me gradué. Las luces de la ciudad y la actividad que bullía en sus calles impresionaban. Miraba embobada por la ventana cuando Bill me sonrió con irritante condescendencia.
– Estás preciosa, Sookie. Tus ropas son las adecuadas.
– Gracias -contesté, aliviada y complacida al tiempo. Bill había insistido en que necesitaba tener apariencia de «profesional», y después de que yo quisiera saber «¿profesional de qué?», me había echado una de esas miradas suyas. Así que llevaba un traje gris con camisa blanca, pendientes de perlas, bolso negro y tacones. Hasta había recogido el pelo por detrás de la cabeza con uno de esos hairagamis que había encargado por la tele. Mi amiga Arlene me había ayudado. En mi opinión, sí daba el pego como profesional (una profesional empleada de funeraria), pero a Bill le gustaba. Y lo cargué todo a cuenta de Tara's Togs, ya que se trataba de un gasto de negocios. Así que no me podía quejar por el dinero.
Hubiera estado mucho más cómoda con el atuendo de camarera. Donde estén unos shorts y una camiseta, que se quiten todos los vestidos del mundo. Y en lugar de estos malditos tacones llevaría mis Adidas. Suspiré.
El taxi nos dejó en el hotel, y el conductor salió para sacar el equipaje. Había suficiente para tres días. Si los vampiros de Dallas habían seguido mis indicaciones, estaría en Bon Temps a la noche siguiente, a salvo de la política vampírica…, al menos hasta que Bill recibiera una llamada telefónica. Pero era mejor traer ropa de sobra por sí acaso.
Me deslicé por el asiento para salir detrás de Bill, que ya estaba pagando al taxista. Un botones uniformado del hotel estaba cargando el equipaje en una carretilla. Volvió su rostro hacia Bill y dijo:
– Bienvenido al hotel Silent Shore, señor. Mi nombre es Barry, y yo…
Entonces Bill se adelantó, y la luz del recibidor se derramó sobre su cara.
»… seré su botones -terminó Barry a duras penas.
– Gracias -le dije, para dar al chaval, que no tendría más de dieciocho años, un momento para recobrar la compostura. Las manos le temblaban. Tomé nota mental de averiguar la razón.
Para alegría mía, me di cuenta (después de un rápido barrido de la mente de Barry) de que era telépata. ¡Cómo yo! Pero tenía el mismo nivel de organización y desarrollo que yo tenía cuando contaba con, digamos, unos doce años. El chaval estaba hecho un lío. Apenas podía controlarse y sus escudos aún eran muy débiles. Sentía un fuerte rechazo hacia sí mismo. No sabía si agarrarlo y abrazarlo o darle una fuerte colleja. Entonces me di cuenta de que su secreto no me pertenecía. Miré en otra dirección y cambié el peso de pierna, como si estuviera aburrida.
– Llevaré su equipaje -murmuró Barry, y Bill le sonrió educadamente. Barry devolvió la sonrisa y luego volvió su atención al carrito de las maletas. Había sido la apariencia de Bill la que lo había inquietado, ya que no podía leer su mente, lo que constituía el principal atractivo de los vampiros para gente como yo. Barry iba a tener que aprender a no perder la compostura en presencia de vampiros, ya que trabajaba en un hotel que se ocupaba justo de alojar a ese tipo de clientela.
Algunas personas creen que todos los vampiros poseen una apariencia terrorífica. En mi opinión, eso depende del vampiro. Recuerdo que la primera vez que vi a Bill pensé que su apariencia era muy diferente, pero no le tuve miedo.
No obstante, la que nos estaba esperando en el recibidor del Silent Shore sí que daba miedo. Me apuesto lo que sea a que consiguió que Barry mojara los pantalones. Ella se aproximó a nosotros después de registrarnos, cuando Bill guardaba la tarjeta de crédito en la cartera (trata de solicitar una tarjeta de crédito cuando tienes seiscientos años de edad; el proceso había sido un auténtico infierno). Yo me pegué con disimulo a Bill mientras le daba una propina a Barry, con la esperanza de que ella me ignorara.
– ¿Bill Compton? ¿El detective de Luisiana? -Su voz era tan calmada y fría como la de Bill, aunque mucho más monocorde. Llevaba muerta mucho, mucho tiempo. Era tan blanca como el papel y tan delgada como una tabla, y su vestido azul y dorado, que le llegaba hasta las rodillas, no es que sirviera de mucho para disimularlo. El cabello moreno trenzado (lo suficientemente largo como para tapar su trasero) y los ojos verdes enfatizaban aún más su condición.
– Sí. -Los vampiros no se dan la mano, aunque los dos establecieron contacto visual y asintieron de manera cortés, casi imperceptiblemente.
– ¿Esta es la mujer? -Es probable que entonces efectuara uno de esos gestos rapidísimos en mi dirección, ya que capté un borrón por el rabillo del ojo.
– Esta es mi compañera y socia, Sookie Stackhouse -respondió Bill.
Tras un momento, asintió para demostrar que lo había captado.
– Soy Isabel Beaumont -informó-, y después de que hayan llevado el equipaje a su habitación y estén preparados, han de acompañarme.
– Tengo que alimentarme -explicó Bill.
Isabel me miró con aspecto inquisitivo, sin duda preguntándose por qué yo no suministraba sangre a mi acompañante, pero no era de su incumbencia.
– Solo ha de llamar al servicio de habitaciones.
Una miserable mortal como yo tendría que tirar del menú. Pero teniendo en cuenta el tiempo disponible, sería mejor esperar a terminar el tema profesional antes de comer.
Después de colocar la ropa en el dormitorio (del tamaño justo para contar con un ataúd y una cama), el silencio en el pequeño salón se volvió algo incómodo. Había una diminuta nevera bien surtida con SangrePura, pero esa noche Bill no quería un sucedáneo.
– He de llamar, Sookie -dijo Bill. Habíamos hablado de esto antes de iniciar el viaje.
– Por supuesto. -Sin mirarlo, me retiré hacia el dormitorio y cerré la puerta. Tenía que alimentarse de otro que no fuera yo para así reservar fuerzas por lo que pudiera venir, pero no quería verlo; no me gustaba la idea. Después de unos pocos minutos, llamaron a la puerta y escuché a Bill dejar entrar a alguien: su comida. Hubo un ligero murmullo de voces y después un quejido ahogado.
Desafortunadamente para mi nivel de tensión, tenía el suficiente sentido común como para no lanzar el cepillo o uno de los malditos zapatos de tacón alto contra la pared. Tal vez se debiera a un resquicio de dignidad; por no hablar de que sabía cómo se pondría Bill. Así que abrí mi maletín y puse el maquillaje en el lavabo. Luego usé el baño, aunque no lo necesitaba de verdad. Había aprendido que los servicios eran opcionales en el mundo de los vampiros, por lo que aunque tuvieran a su disposición alguno, muchas veces se les olvidaba reponer el papel higiénico.
No tardé mucho en oír abrirse y cerrarse la puerta de nuevo, y Bill golpeó con los nudillos antes de entrar en el dormitorio. Tenía un matiz rosáceo en el rostro.
– ¿Lista? -inquirió. De repente comprendí que estaba a punto de afrontar mi primer trabajo para los vampiros, y me sentí asustada. Si no tenía éxito mi vida iba a volverse peligrosa, y Bill incluso más muerto de lo que ya estaba. Asentí, con la garganta seca por el nerviosismo.
– No te lleves el bolso.
– ¿Por qué no? -Lo miré atónita-. ¿A quién le va a importar?
– En los bolsos se pueden ocultar cosas. -Cosas como estacas, pensé-. Métete la llave de la habitación en… ¿Esa falda no tiene bolsillos?
– No.
– Bien, pues guárdala en tu ropa interior.
Levanté el dobladillo para que Bill viera la ropa interior que llevaba puesta. Disfruté con la expresión de su cara más de lo que pudiera expresar con palabras.
– Eso…, eso es… ¿un tanga? -Bill pareció preocupado de repente.
– Lo es. No veo la necesidad de ser profesional hasta ese punto.
– Y qué piel tan atractiva -murmuró Bill-. Tan bronceada, tan… suave.
– Sí, creí que no era requisito indispensable llevar una faja. -Deslicé el rectángulo de plástico, «la llave», bajo una de las tiras de la prenda.
– Ahí se te va a caer -dijo, con ojos brillantes y abiertos de par en par-. Es probable que nos separemos, así que tienes que llevarla contigo. Prueba en otro lado.
La puse en otro lado.
– Oh, Sookie. No es un lugar muy accesible, sobre todo si tienes prisa. Tenemos…, tenemos que irnos. -Bill consiguió deshacerse del trance en el que se hallaba.
– De acuerdo, si insistes… -respondí, a la vez que alisaba la falda del vestido.
Me echó una mirada lóbrega mientras daba golpecitos sobre sus bolsillos, como hacen los hombres cuando se aseguran de que lo llevan todo. Era un gesto muy humano, y me sorprendió de forma indescriptible. Nos asentimos mutuamente y marchamos por el pasillo hacia el ascensor. Isabel Beaumont estaría esperando, y yo tenía la impresión de que no estaba acostumbrada.
La vampira, que no aparentaba más de treinta cinco años, estaba justo en el mismo lugar donde la dejamos. Allí, en el hotel Silent Shore, Isabel se sentía libre para no ocultar su naturaleza sobrenatural, lo que incluía el permanecer totalmente inmóvil. La gente se mueve de un lado a otro de forma constante. Se sienten impelidos a realizar algún tipo de actividad. Los vampiros simplemente ocupan el espacio, y no se ven obligados a justificarlo. Cuando salimos del ascensor, Isabel daba la impresión de ser una estatua. Podías haber colgado tu gorro sobre ella, aunque no hubieras tardado en arrepentirte.
Alguna alarma se activó en su interior cuando estábamos a un par de metros de ella. Sus ojos giraron en nuestra dirección y movió la mano derecha. Fue como si le hubieran dado a su botón de «encendido»
– Vengan conmigo -dijo, y se dirigió hacia la puerta principal. Barry tuvo dificultades para abrirla antes de que la alcanzara. Me di cuenta de que sabía lo justo como para apartar los ojos de los de ella cuando pasó a su lado. Todo lo que has oído acerca de mirar directamente a los ojos de un vampiro es cierto.
Como cabía esperar, el coche de Isabel era un Lexus con todo el equipamiento posible. Los vampiros no van por ahí en un Geo cualquiera. Isabel aguardó hasta que me ajusté el cinturón de seguridad (ella y Bill no se molestaron en usar el suyo) antes de mover el coche, cosa que me sorprendió. Entonces nos dirigimos a Dallas a través de una carretera principal. Isabel no parecía muy habladora, pero después de llevar cinco minutos en el coche dio la impresión de salir de su ensimismamiento, como si recordara de repente que tenía órdenes.
Giramos hacia la izquierda. Vi una zona cubierta de césped y una vaga forma que quizá se tratara de alguna señal histórica. Isabel señaló a su derecha con un índice huesudo.
– La Biblioteca de Texas -dijo, y comprendí que se sentía obligada a informarme. Eso quería decir que se lo habían ordenado, lo cual resultaba muy interesante. Seguí su dedo y estudié el edificio de ladrillo con interés. Me llamó la atención que fuera tan anodino.
– ¿Esa es la loma cubierta de hierba? -resollé, excitada e impresionada. Era como si hubiera encontrado el Hindenburg u otro artefacto de fábula.
Isabel asintió, un movimiento apenas visible que solo aprecié porque su trenza se agitó.
– También tiene un museo.
Eso era algo que tenía que ver durante el día. Si nos quedábamos lo suficiente, daría un paseo hasta allí o cogería un taxi mientras Bill dormía.
Bill sonrió por encima del hombro. Se había dado cuenta de mi cambio de humor, lo que era bueno aproximadamente el ochenta por ciento del tiempo.
Estuvimos circulando otros veinte minutos hasta que abandonamos la zona comercial y entramos en la residencial. Al principio los edificios eran modestos y simples; pero poco a poco, aunque las parcelas seguían siendo más o menos igual de grandes, las casas comenzaron a crecer como si hubieran estado tomando esteroides. Nuestro destino resultó ser una enorme casa encajonada en una parcela pequeña. Lo único que conseguía aquella diminuta tira de tierra que la rodeaba era el hacer más ridícula la casa, incluso en la oscuridad.
Me hubiera gustado disfrutar de un paseo algo más largo.
Aparcamos en la calle enfrente de la mansión, que es lo que me parecía a mí. Bill me abrió la puerta. Me quedé allí un momento, reluctante a comenzar el… proyecto. Sabía que había vampiros en el interior, montones. Lo sabía de la misma forma que era capaz de discernir que también había humanos. Pero en lugar de oleadas de pensamientos positivos, la clase de pensamientos que me indicarían la existencia de personas, recibí imágenes mentales de…, ¿cómo describirlo? Había agujeros en el aire de dentro de la casa. Cada agujero representaba a un vampiro. Avancé unos pocos pasos y allí, por fin, capté la mente de un humano.
La luz encima de la puerta estaba encendida, así que comprobé que la casa había sido construida con ladrillo de color beige con adornos blancos. La iluminación me sería más útil a mí que a ellos; cualquier vampiro ve mejor que el humano con la vista más aguda del mundo. Isabel nos guió hacia la puerta principal, coronada por arcos superpuestos de ladrillo. De la puerta colgaba una corona de uvas y flores secas, lo que casi conseguía disimular la mirilla. Era muy normal. Me di cuenta de que no había nada en la apariencia de la casa que la diferenciara del resto; nada indicaba que allí vivieran vampiros.
Pero sí que lo hacían. Según acompañaba a Isabel, conté hasta cuatro en la habitación a la que daba la puerta principal, dos en el recibidor y seis en la cocina, que parecía diseñada para servir hasta a veinte comensales a la vez. Deduje de inmediato que la casa había sido adquirida por un vampiro, no construida por él, ya que los vampiros siempre diseñan cocinas minúsculas, o no siquiera cuentan con una. Todo lo que necesitan es una nevera para la sangre sintética y un microondas para calentarla. ¿Qué es lo que iban a cocinar?
En el fregadero, un hombre alto y desgarbado estaba lavando unos pocos platos, así que quizá algunos humanos vivían allí. Se giró parcialmente cuando pasamos y asintió en mi dirección. Llevaba gafas y se había remangado la camisa. No tuve la oportunidad de decir nada, ya que Isabel nos urgía hacia lo que parecía el salón comedor.
Bill estaba tenso. No podía leer su mente, pero lo conocía de sobra como para interpretar la disposición de sus hombros. Ningún vampiro se siente a gusto al entrar en el territorio de otro. Los vampiros tienen tantas reglas y convenciones sociales como cualquier otra cultura. Tratan de mantenerlas secretas, pero poco a poco me iba haciendo una idea.
No tardé mucho en distinguir al líder de entre todos los vampiros de la casa. Era uno de los que se sentaban en la gran mesa del gigantesco comedor. Un bicho raro de primer orden. Esa fue mi primera impresión. Entonces me di cuenta de que se había disfrazado de bicho raro; era bastante… diferente. Se había peinado hacia atrás el cabello grasiento, mostraba una complexión enclenque, las gafas de sol eran puro camuflaje, y llevaba la camisa de raya diplomática por dentro de los pantalones de mezcla algodón-poliéster. Tez pálida (¿en serio?) cubierta de pecas, pestañas invisibles y cejas testimoniales.
– Bill Compton -dijo el bicho raro.
– Stan Davis -respondió Bill.
– Sí, bienvenido a la ciudad. -Había una vaga traza de acento extranjero en la voz del tipo. Acostumbraba a ser Stanislaus Davidowtiz, pensé, y entonces limpié mi mente de inmediato. Si cualquiera de ellos se daba cuenta de que de vez en cuando captaba un pensamiento del silencio de sus mentes, estaría sin sangre antes de golpear el suelo.
Incluso Bill lo desconocía.
Encerré el miedo en el sótano de mi mente mientras aquellos ojos pálidos se cernían sobre mí y me escrutaban de hito en hito.
– Buen envoltorio -le dijo a Bill, y supuse que se trataba de un cumplido, una especie de palmadita en la espalda para Bill.
Este inclinó la cabeza.
Los vampiros no perdían tiempo diciendo un montón de cosas como los humanos harían en iguales circunstancias. Un ejecutivo humano preguntaría a Bill qué tal estaba Eric, su jefe; lo habría amenazado un poco si yo no hubiera sido de su agrado; me habría presentado a mí y a Bill al resto de la sala… No así Stan Davis, el vampiro cabecilla. Levantó la mano y un joven vampiro hispano de pelo negro dejó la habitación y volvió con una chica humana pegada. Cuando esta me vio, gritó y se agitó, en un esfuerzo por liberarse de la presa que el vampiro mantenía sobre su brazo.
– Ayúdame -gimió-. ¡Tienes que ayudarme!
Supe en ese mismo momento que era una idiota. Después de todo, ¿qué podía hacer yo en una habitación repleta de vampiros? Su petición era ridícula. Me lo repetí unas cuantas veces, muy rápido, para afrontar lo que fuera que viniera a continuación.
La miré a los ojos y le indiqué con el dedo que guardara silencio. Obedeció. No tengo los ojos hipnóticos de un vampiro, pero tampoco parezco tan amenazadora. Soy igual que cualquier chica que verías en un trabajo cutre como el mío, en cualquier pueblo del sur: rubia, de pechos grandes, tez bronceada y joven. Es posible que no dé la impresión de ser muy brillante. Aunque más bien creo que la gente (vampiros incluidos) tiende a dar por hecho que si eres rubia, atractiva y tienes un trabajo de mierda, eres automáticamente tonta.
Me giré hacia Stan Davis, agradecida de que Bill estuviera justo detrás de mí.
– Sr. Davis, comprenda que necesito más privacidad para interrogar a esta chica. Y tengo que saber lo que necesita de ella.
La muchacha comenzó a sollozar. Despacio y de manera casi irritante, dadas las circunstancias.
Los ojos de Davis se clavaron en mí. No trataba de encandilarme o subyugarme; solo me examinaba.
– Comprendo que su escolta conoce los términos de mi acuerdo con su líder -dijo Stan Davis.
De acuerdo, lo capto. Era una mísera humana. Mi charla con Stan era equiparable a la que pudiera tener una gallina con el transportista de KFC. Pero aun así, tenía que saber lo que querían de mí.
– Soy consciente de que satisfago las condiciones del Área 5 -dije, manteniendo mi voz tan firme como me fue posible-, y voy a hacerlo lo mejor posible. Pero sin un objetivo claro no iremos a ninguna parte.
– Necesitamos saber dónde está nuestro hermano -replicó, tras una pausa.
Procuré no aparentar mi estupefacción.
Como he dicho antes, algunos vampiros, como Bill, viven por su cuenta. Otros se sienten más seguros en grupos. A esto último se le llama nido. Se consideran los unos a los otros hermanos y hermanas cuando han compartido el mismo nido durante un tiempo, y algunos nidos perduran décadas (uno en Nueva Orleans llegó hasta los doscientos años). Sabía, por lo que me había dicho Bill, que los vampiros de Dallas vivían en un nido especialmente grande.
No soy neurocirujana, pero hasta yo me di cuenta que para un vampiro tan poderoso como Stan, perder a uno de sus hermanos de nido no solo es poco habitual sino también humillante.
A los vampiros les gusta ser humillados tanto como a las personas.
– Explica los pormenores, por favor -solicité con la voz más neutral que fui capaz.
– Mi hermano Farrell lleva sin aparecer por el nido cinco noches -aclaró Stan Davis.
No tenía duda alguna de que habían comprobado los terrenos de caza favoritos de Farrell, y de que habían preguntado al resto de los vampiros del nido de Dallas si lo habían visto. No importaba: abrí la boca para preguntar, como hacen los humanos. Pero Bill me tocó el hombro, y eché un vistazo hacia atrás; un ligerísimo movimiento de cabeza me indicó que mis preguntas serían consideradas un grave insulto.
– ¿Y esta chica? -pregunté en su lugar. Aún estaba callada, pero se removía y agitaba. El vampiro hispano parecía lo único que la sostenía.
– Trabaja en el club donde fue visto por última vez. Es uno de nuestra propiedad: The Bat´s Wing. -Los bares son el negocio favorito de los vampiros, como es lógico, ya que se llenan de noche. Por no decir que una tintorería de vampiros no tiene el mismo atractivo que un bar repleto de ellos.
En los últimos dos años, los bares de vampiros se habían convertido en el lugar de moda para los noctámbulos. Los patéticos humanos que se habían obsesionado con los vampiros (los «colmilludos») revoloteaban por estos bares, a menudo disfrazados, con la esperanza de atraer la atención de los de verdad. Los turistas acudían para ver a los colmilludos y los no-muertos. No eran los lugares más seguros donde trabajar.
Miré al vampiro hispano y le indiqué una silla al lado de la mesa. Llevó la chica hasta allí. La miré, preparándome para sumergirme en sus pensamientos. Su mente no disfrutaba de protección alguna. Cerré los ojos.
Su nombre era Bethany. Tenía veintiún años y se consideraba a sí misma una chica rebelde, una chica mala. No tenía ni idea del berenjenal en el que se había metido hasta ahora.
Conseguir un trabajo en el Bat's Wing había sido el gesto más revolucionario de toda su vida, y tal vez resultara fatal. Miré de nuevo a Stan Davis.
– Entiendes -dije, asumiendo un gran riesgo-, que si tiene la información que buscas, saldrá de aquí sin daño alguno. -Había dicho que comprendía los términos, pero tenía que asegurarme.
Bill suspiró tras de mí. No de forma halagüeña. Los ojos de Stan Davis brillaron durante un segundo, tal era su enfado.
– Sí. Lo sé -respondió casi mordiendo cada palabra, a punto de revelar los colmillos. Cruzamos las miradas por un instante. Ambos sabíamos que, hace dos años, los vampiros de Dallas habrían secuestrado a Bethany y la habrían torturado hasta que hubiera cantado de lo lindo.
El hecho de haber dado la cara tenía sus beneficios…, pero también su precio. En este caso, el precio era mi servicio.
– ¿Cuál es el aspecto de Farrell?
– El de un cowboy -respondió Stan sin una pizca de humor en su voz-. Lleva una de esas corbatas de lazo, vaqueros y camisas con botones de perlas falsas.
Los vampiros de Dallas no parecían ser fieles seguidores de la alta costura. Quizá no hubiera resultado tan chocante que vistiera mi traje de camarera.
– ¿De qué color son su cabello y ojos?
– Pelo moreno encanecido. Ojos marrones. Gran mandíbula. Sobre un metro sesenta. -Stan estaba convirtiendo las medidas-. Aparenta unos treinta y ocho para vosotros -aclaró-. Bien afeitado y delgado.
– ¿Te importaría si me llevo a Bethany a otro lugar? ¿Tienes otra habitación menos llena? -Me esforcé por resultar agradable; en aquel momento era la mejor estrategia a seguir.
Stan efectuó un movimiento con la mano, casi demasiado rápido como para que fuera capaz de detectarlo, y en un segundo (literal) todos los vampiros, excepto el propio Stan y Bill abandonaron la cocina. Sin mirar, supe que Bill estaba apoyado contra la pared, preparado para cualquier cosa. Inhalé profundamente. Hora de empezar con aquella aventura.
– Bethany, ¿cómo estás? -pregunté, con voz gentil.
– ¿Cómo sabes mi nombre? -quiso saber, removiéndose en su asiento. Era una silla con ruedas, así que la alejé de la mesa y la giré para encararme con ella. Stan aún estaba sentado en el extremo de la mesa, detrás de mí y un poco hacia la izquierda.
– Te podría contar cientos de cosas sobre ti -le aseguré, con cierto aire misterioso. Comencé a atrapar pensamientos al azar, como si fueran manzanas de un árbol cargado-. Tuviste un perro que se llamaba Wolf cuando eras pequeña, y tu madre hacía el mejor pastel de coco del mundo. Tu padre perdió mucho dinero en el juego una vez, y tuviste que empeñar tu vídeo para ayudarle a pagar y que tu madre no lo descubriera.
Su boca estaba abierta de par en par. Era bastante posible que hubiera olvidado que se encontraba en peligro de muerte.
– ¡Es sorprendente, eres tan buena como el psíquico de televisión, el que sale en los anuncios!
– La verdad, Bethany, es que no soy psíquica -dije, un tanto cortante-. Soy telépata, y lo que hago es leer tus pensamientos, incluso los que no quieres que lea. Relájate y luego recordaremos la noche en la que estabas trabajando en el bar… No esta noche, sino la de hace cinco días. -Miré a Stan, que me asintió en respuesta.
– ¡Pero si no estaba pensando en el pastel de mí madre! -protestó Bethany, que parecía no haberme escuchado.
Traté de contener un suspiro.
– No eras consciente de ello, pero lo hiciste. Se deslizó entre tu mente cuando miraste a la vampira más pálida -Isabel-, debido a que su cara es tan blanca como la capa de azúcar glasé del pastel. Y pensaste también en cuánto echas de menos a tus padres.
Supe que cometí un error en cuanto las palabras salieron de mi boca, y de inmediato comenzó a llorar, al ser consciente de nuevo de su actual situación.
– ¿Así que estás aquí por eso? -inquirió entre sollozos.
– Estoy aquí para ayudarte a recordar.
– Pero si has dicho que no eres una psíquica.
– Y no lo soy. -¿O sí? A veces pensaba que tenía un algo de psíquica mezclado con mí otro «don», como lo consideraban el resto de los vampiros. Yo siempre lo había considerado más como una maldición, hasta que encontré a Bill-. Los psíquicos pueden tocar objetos y averiguar cosas sobre sus dueños. Algunos psíquicos tienen visiones de acontecimientos pasados o futuros. Algunos pueden comunicarse con los muertos. Yo soy telépata. Soy capaz de leer los pensamientos de algunas personas. Supuestamente, también puedo emitir pensamientos, pero nunca lo he intentado.
Ahora que me había encontrado con otro telépata, el intento se me antojaba una posibilidad excitante, aunque aparté la idea para explorarla de manera más cómoda. Tenía que concentrarme en lo que estaba haciendo.
Mientras me sentaba al lado de Bethany, tomé unas cuantas decisiones. La idea de usar mi «escucha» para algún propósito era del todo nueva. La mayor parte de mi vida había luchado por no escuchar. Ahora, eso mismo constituía mi trabajo, y la vida de Bethany dependía de ello con toda seguridad. La mía también, sin lugar a dudas.
«Escucha, Bethany, esto es lo que vamos a hacer: vas a recordar esa noche y yo estaré junto a ti. En tu mente.
– ¿Me va a doler?
– No, ni un poquito.
– ¿Y después de eso?
– Te podrás marchar.
– ¿Me podré ir a casa?
– Claro. -Con algunos arreglos en tus recuerdos para que no te acuerdes ni de mí ni de esta noche, cortesía de los vampiros.
– ¿Me van a matar?
– No.
– ¿Me lo prometes?
– Te lo prometo. -Conseguí sonreírle.
– De acuerdo -dijo, con algo de duda. La moví un poco, de forma que no tuviera a Stan en su campo de visión. No tenía ni idea de lo que él estaba haciendo en ese momento. Pero no necesitaba ver su cara pálida mientras me esforzaba en que ella se relajara.
– Qué guapa eres -dijo de repente.
– Gracias, lo mismo te digo. -Al menos, lo sería en otra situación. Bethany tenía una boca demasiado pequeña para su cara, pero eso era algo que ciertos hombres encontraban atractivo, ya que su rostro parecía congelado en un constante puchero. Lucía una impresionante mata de cabello marrón, un buen cuerpo y pechos pequeños. Ahora que otra mujer la estudiaba, Bethany se empezó a preocupar por sus ropas deshechas y por su maquillaje-. Te ves bien -dije despacio, a la vez que tomaba sus manos entre las mías-. Ahora vamos a agarrarnos las manos durante un minuto. No te preocupes.
Sonrió estúpidamente y sus dedos se relajaron algo más. Entonces dio comienzo mi perorata.
Esto había sido una vuelta de tuerca más en mis poderes. En lugar de evitar usar mi telepatía, había estado haciendo justo lo contrario. Desarrollarla gracias al impulso de Bill. El personal humano del Fangtasia había servido de conejillo de indias. Descubrí, casi por accidente, que podía hipnotizar a la gente en un santiamén. No la dominaba ni nada parecido, pero me facilitaba el acceso a sus mentes. Cuando eres capaz de decirle a alguien lo que verdaderamente le relaja, gracias a tu capacidad de lectura de mentes, no es muy complicado lograr que esa persona entre en un estado de trance.
»¿Qué es lo que más te gusta, Bethany? -pregunté-. ¿Un masaje de cuando en cuando? ¿Hacerte la manicura? -Observé la mente de Bethany con cuidado. Seleccioné el mejor canal para mi propósito.
»Te estás arreglando el pelo -dije, con voz suave-. Es tu peluquero favorito quien se encarga…, Jerry. Lo cepilla una y otra vez, una y otra vez, hasta que no queda ningún enredo. Lo corta poco a poco, ya que tienes mucho pelo. Le va a llevar bastante terminar, pero lo hace con mucho esmero porque tu pelo es saludable y brillante. Jerry levanta un mechón y lo corta… Las tijeras chasquean. Un poco de pelo cae sobre el plástico y se desliza hasta el suelo. Sientes los dedos de nuevo en tu pelo. Sus dedos no dejan de masajear tu cabello, peinándolo y cortándolo. No hay nadie más… -No, espera. Advertí algo de descontento-. Hay unas pocas personas en la peluquería, y están tan ocupadas como Jerry. Alguien ha puesto en marcha un secador. Apenas escuchas las voces que murmuran en el cubículo de al lado. Los dedos vuelven a su trabajo: levantar, peinar, cortar, levantar, peinar…
No sabía lo que un hipnotizador profesional diría sobre mi técnica, pero funcionó. El cerebro de Bethany cayó en un estado adormilado, a la espera de órdenes. Continué con la misma voz neutra:
»Mientras él trastea con tu cabello, vamos a recordar esa noche en el trabajo. No va a parar de cortar, ¿de acuerdo? Empieza cuando te preparaste para ir al bar. No te preocupes de mí, solo soy una corriente de aire tras tu hombro. Oyes mi voz, pero proviene de otro cubículo del salón de belleza. Ni siquiera eres capaz de escuchar lo que digo a menos que pronuncie tu nombre. -Informaba a Stan al mismo tiempo que reafirmaba a Bethany. Luego me sumergí aún más profundamente en la memoria de la chica.
Bethany estaba mirando su apartamento. Era muy pequeño, limpio, y lo compartía con otra empleada del Bat's Wing, que respondía al nombre de Desiree Dumas. Desiree Dumas, desde el punto de vista de Bethany, parecía justo lo que su nombre sugería: una sirena, un tanto regordeta, un tanto rubia y convencida de su propio erotismo.
Experimentar sus recuerdos a través de ella era como ver una película, una bastante anodina. La memoria de Bethany era igual de buena. Si pasábamos por alto las partes más aburridas, como la discusión de Bethany y Desiree sobre las bondades de dos marcas distintas de rímel, lo que Bethany recordaba era esto: se había preparado para ir al trabajo como siempre, y ella y Desiree habían ido juntas. Desiree trabajaba en la sección de regalos del Bat's Wing. Vestida de rojo y con botas negras, vendía recuerdos a precios exorbitantes. Llevaba puestos unos colmillos falsos y posaba para fotos junto a turistas por una buena propina. La delgada y tímida Bethany era una humilde camarera; durante un año había estado esperando a que quedara vacante un puesto en la tienda de regalos, donde no recogería tantas propinas pero donde su salario base sería mayor, y podría sentarse cuando no hubiese nada que hacer. Aún no lo había conseguido. Conservaba cierto resquemor contra Desiree por ello; irrelevante, pero aun así pensaba ofrecérselo a Stan como si de información crucial se tratara.
No había profundizado nunca tanto en la mente de alguien. Trataba de desbrozar lo que encontraba, pero no funcionaba. Terminé por dejar que fluyera todo de golpe. Bethany estaba relajada del todo, encantada del corte de pelo que le estaban haciendo. Poseía una excelente memoria visual, y estaba tan metida en sus recuerdos de aquella noche como yo misma.
En su cabeza, Bethany servía sangre sintética a solo cuatro vampiros: una mujer de pelo rojizo; una hispana baja y robusta con ojos tan negros como la pez; un adolescente rubio con antiquísimos tatuajes; y un hombre de pelo moreno de mandíbula prominente y una corbata de lazo. ¡Ahí! Farrell aparecía en la memoria de Bethany. Tuve que reprimir mi sorpresa y traté de dirigir a Bethany con más autoridad.
– Ese es, Bethany -susurré-. ¿Qué es lo que recuerdas sobre él?
– Oh, él -respondió Bethany en voz alta, lo que me sorprendió tanto que casi salto de la silla. En su mente se giró para mirar a Farrell. Había tomado dos de sangre sintética, cero positivo, y le había dejado una propina.
Frunció el ceño cuando se concentró en mi petición. Se esforzaba mucho para rebuscar en su memoria. Pedacitos de aquella noche empezaron a compactarse, de tal manera que ella pudiera llegar hasta las partes que contenían el recuerdo del vampiro de pelo moreno.
– Fue al baño con el rubio -dijo, y vi en su mente la imagen del vampiro rubio tatuado, uno muy joven. Si yo hubiera sido artista, me hubiera gustado tenerlo de modelo.
– Un vampiro joven, tal vez dieciséis años. Rubio, con tatuajes -le murmuré a Stan, y dio la impresión de quedar sorprendido. Me costó darme cuenta de ello debido a mi intensa concentración (aquello era como hacer malabares), pero en mi opinión fue de sorpresa el destello que vi en el rostro de Stan. Me desconcertó.
– ¿Seguro que era un vampiro? -le pregunté a Bethany.
– Bebió sangre -apostilló sin emoción-. Su piel era pálida. Y me dio escalofríos. Sí, estoy segura.
Y se fue al baño con Farrell. Aquello resultaba inquietante. La única razón por la que un vampiro entraría en un baño sería la de mantener sexo con él, o beber de él, o (la favorita de un vampiro) ambas cosas al mismo tiempo. Al sumergirme de nuevo en los recuerdos de Bethany, la contemplé sirviendo a unos cuantos clientes más. No los reconocí, aunque eché un buen vistazo al resto de los parroquianos. Uno de ellos, un hombre de tez oscura, me pareció familiar, así que estudié a sus compañeros: un hombre alto y delgado con pelo rubio que reposaba sobre los hombros y una mujer regordeta con uno de los peores cortes de pelo que he visto jamás.
Tenía algunas preguntas que hacerle a Stan, pero quería terminar primero con Bethany.
– ¿Volvió a salir el vampiro que iba de cowboy, Bethany?
– No -dijo tras una pausa considerable-. No lo vi de nuevo. -Revisé su mente en busca de algún blanco o vacío; no tenía forma de recomponer lo borrado, pero sabría si sus recuerdos habían sido alterados. No encontré nada. Y trataba de recordar. Sentí tirar de otra imagen de Farrell. Me di cuenta, a juzgar por su afán, de que estaba perdiendo el control de los pensamientos de Bethany.
– ¿Y el joven rubio? El de los tatuajes.
Bethany caviló sobre ellos. Estaba a punto de salir del trance.
– Tampoco lo he visto -dijo. Un nombre se deslizó en su mente.
– ¿Qué ha sido eso? -pregunté, con voz calmada.
– ¡Nada! ¡Nada! -Los ojos de Bethany estaban ahora abiertos de par en par. La había perdido. Tenía que seguir perfeccionando mi control.
Quería proteger a alguien; quería que no pasara por lo mismo que ella. Pero no pudo evitar pensar el nombre, y lo cogí al vuelo. No se me ocurría por qué ella pensaba que este hombre sabría algo más, pero así era. No tendría mucho sentido revelarle que había descubierto su secreto, así que le sonreí.
– Se puede marchar. Tengo todo lo que necesitamos -le aseguré sin darme la vuelta.
Me bañé con el alivio que mostraba la cara de Bethany antes de mirar a Stan. Estaba segura de que se dio cuenta que yo tenía un truco en la manga que no quería dar a conocer. ¿Quién sabe lo que piensa un vampiro cuando se esfuerza en que no se le note? Pero tuve la impresión de que Stan sabía lo que yo planeaba.
Este no dijo ni una palabra, pero entró otro vampiro, una chica que tendría la edad de Bethany cuando se transformó. Stan había tomado la decisión correcta. La chica se inclinó sobre Bethany, la agarró de la mano y sonrió con los colmillos enfundados.
– Ahora nos vamos a casa, ¿vale?
– ¡Estupendo! -El alivio de Bethany brillaba a modo de neón en su frente-. Estupendo -repitió, con menos seguridad-. ¿Tú también te vienes a mi casa? Tú…
Pero la vampira había mirado a los ojos de Bethany.
– No recordarás nada de hoy excepto la fiesta -le ordenó.
– ¿Fiesta? -La voz de Bethany sonó torpe y un poco curiosa.
– Fuiste a una fiesta -le contó la vampira mientras la sacaba de la habitación-. Fuiste a una gran fiesta y encontraste a un chico guapo. Estuviste con él. -Aún le murmuraba a Bethany cuando salían. Seguro que le dejaba unos buenos recuerdos.
– ¿Y bien? -preguntó Stan, cuando la puerta se cerró tras ambas mujeres.
– Bethany piensa que el portero del club sabe algo más. Lo vio ir hacia el baño de los hombres tras tu amigo Farrell y el vampiro al que no conoces. -Lo que yo no sabía, ni iba a preguntar a Stan, era si los vampiros practicaban el sexo con los de su propia especie. El sexo y la comida estaban tan unidos en su ciclo vital que era incapaz de imaginar a un vampiro tener sexo con alguien que no fuera humano, es decir, con alguien de quien no pudiera tomar sangre. ¿Los vampiros se sorbían la sangre entre sí, aparte de en situaciones críticas? Sabía que si la vida de un vampiro estaba en juego, otro vampiro podía donarle su sangre para revivirlo, aunque nunca había oído hablar de una situación que involucrara el intercambio de sangre. A Stan no sería prudente preguntárselo. Tal vez abordara el tema con Bill, cuando saliéramos de aquella casa.
– Lo que has descubierto en su mente es que Farrell estaba en el bar, y que se metió en el baño con otro vampiro, un hombre joven con pelo largo y rubio y muchos tatuajes -resumió Stan-. El portero fue al baño mientras los otros dos estaban allí.
– Correcto.
Hubo una pausa considerable mientras Stan reflexionaba sobre ello y decidía qué hacer a continuación. Esperé, encantada de no tener que oír ni una palabra de su debate interior. Ningún destello, ningún atisbo.
Al menos ese tipo de centelleos mentales solían ser poco frecuentes en el caso de los vampiros. Nunca había llegado a captar ninguno de Bill; ni siquiera sabía que fuera posible hasta que me introduje un poco más en el mundo vampírico. Así que su compañía era muy placentera. Por primera vez en la vida me era posible disfrutar de una relación normal. Por supuesto que él no era muy normal, pero no se puede tener todo.
Como si supiera lo que estaba pensando, sentí la mano de Bill en ese momento sobre mi hombro. Yo puse la mía sobre la suya y sentí el deseo de levantarme y darle un enorme abrazo. No sería buena idea hacerlo delante de Stan. Quizá le diera hambre.
– No sabemos quién era el vampiro que acompañaba a Farrell -reconoció Stan, lo que no resultó muy impresionante tras tanta reflexión. Tal vez tenía idea de darme una explicación más completa, pero en el último momento decidió que no era lo suficientemente inteligente como para comprender la respuesta. De todas maneras prefiero que me subestimen a que me sobrestimen. ¿Cuál es la diferencia? Dejé tal cuestión para más adelante. Había otras cosas que averiguar en ese momento.
– ¿Quién es el portero del Bat's Wing?
– Un hombre llamado Re-Bar -dijo Stan. Hubo cierto deje de disgusto en la forma de decirlo-. Es un colmilludo.
Así que Re-Bar tenía el trabajo de sus sueños. Trabajar con vampiros y estar rodeado por ellos a todas horas. Para alguien fascinado por los no-muertos, era la oportunidad de su vida.
– ¿Y qué podría hacer si un vampiro se pone violento? -pregunté por pura curiosidad.
– Solo se ocupa de los borrachos humanos. Un vampiro portero al final abusa de su fuerza.
No quise conocer los detalles.
– ¿Está Re-Bar aquí?
– No tardará mucho -dijo Stan, sin consultar a nadie más. Lo más seguro es que tuviera algún tipo de enlace mental con ellos. Nunca había visto algo así, y estaba seguro de que Eric no era capaz de comunicarse con Bill. Debía de tratarse de un don de Stan.
Mientras esperábamos, Bill se sentó en la silla situada a mi lado. Se inclinó y me agarró la mano. Fue muy reconfortante y se lo agradecí en silencio. Mantuve mi mente en calma, en un esfuerzo por conservar toda la energía posible para el interrogatorio que tendríamos que efectuar en breve. Aunque comenzaba a preocuparme seriamente la situación de los vampiros de Dallas. Y aún más después de haber visto a ciertos parroquianos del bar, en especial el hombre al que creía haber reconocido.
– Oh, no -dije con sequedad, recordando de súbito dónde lo había visto.
Los vampiros se pusieron en alerta.
– ¿Qué, Sookie? -preguntó Bill.
Stan parecía haber sido esculpido en hielo. Sus ojos despedían un brillo verde.
Me aturullé al intentar explicar lo que estaba pensando.
– El sacerdote -le dije a Bill-. El hombre que huyó del aeropuerto, el que trató de raptarme. Estaba en el bar. -Las ropas diferentes y el ambiente tan distinto me habían engañado cuando recorrí la memoria de Bethany, pero ahora estaba segura.
– Cierto -dijo Bill despacio. Bill parecía haberlo recordado, por lo que yo no conservaba duda alguna de que tenía grabado su rostro a fuego en la cabeza.
– No creo que fuera un sacerdote de verdad, y ahora sé que estaba en el bar la noche que Farrell desapareció -dije-. Vestido con ropas normales. No, eh, con el alzacuello blanco y camisa negra.
Hubo una pausa incómoda.
– Pero este hombre, este supuesto sacerdote, en el bar, incluso con dos compañeros humanos, no podría haber obligado a Farrell a ir a ningún sitio al que él no quisiera -apuntó Stan con toda delicadeza.
Me miré las manos y no dije ni una palabra. No quería ser quien lo dijera en voz alta. Bill, astuto, tampoco dijo nada.
– Alguien fue al baño con Farrell. Un vampiro al que no conozco -dijo Stan Davis, líder de los vampiros de Dallas.
Asentí, con la mirada fija en un punto perdido.
– Entonces ese vampiro ha debido ayudar en el secuestro de Farrell.
– ¿Farrell es gay? -inquirí, tratando de sonar como si mi pregunta fuera lo más casual del mundo.
– Prefiere a los hombres, sí. ¿Crees…?
– No creo nada. -Sacudí la cabeza para dejarle clara mi ignorancia al respecto. Bill me apretó los dedos. ¡Aay!
La tensión del ambiente se extendió hasta que la vampira volvió con un humano corpulento. Uno que había visto en los recuerdos de Bethany. No obstante, no se parecía mucho al que Bethany había visto; a través de sus ojos era más robusto, menos gordo; más glamoroso, menos desaliñado. Pero aun así lo reconocí como el camarero sustituto.
De inmediato me dio la impresión de que había algo raro en el hombre. Seguía a la chica vampira sin vacilación, y sonreía a todo el mundo en la habitación; muy extraño. Cualquier humano en su misma situación estaría preocupado, sin importar lo limpia que estuviera su conciencia. Me levanté y fui hacia él. Me observó aproximarme con aire risueño.
– Hola, colega -le dije, y le di la mano. La retiré lo más rápido que pude, sin ser maleducada. Retrocedí un par de pasos. Lo que quería hacer en realidad era tomarme unos Advil y echarme una siesta-. Bueno -le dije a Stan-, tiene un enorme agujero en la cabeza.
Stan examinó el cráneo de Re-Bar con mirada escéptica.
– Explícate.
– ¿Cómo va tó, señor Stan? -preguntó Re-Bar. Apostaría un par de billetes a que nadie le había hablado a Stan así. Al menos en los últimos quinientos años.
– Estoy bien, Re-Bar. ¿Y tú qué tal? -La calma y tranquilidad de Stan le hicieron ganar unos puntos en mi escala.
– Me siento bien, ¿sabe? -respondió Re-Bar, sacudiendo la cabeza-. Soy el hijo puta más feliz de la tierra… Perdón, señá.
– Perdonado.
– ¿Qué es lo que le han hecho, Sookie? -preguntó Bill.
– Tiene un agujero en la cabeza -insistí-. No sé cómo explicarlo. Ni tampoco cómo lo han hecho, ya que jamás antes había visto cosa así, pero cuando escudriño sus pensamientos, sus recuerdos, solo veo un gran agujero. Como si le hubieran extirpado un tumor diminuto, pero el cirujano, para estar seguro, le hubiera quitado también el bazo y el apéndice. Como si le hubieran arrebatado todos sus recuerdos y los hubieran sustituido por otros. -Levanté la mano para mostrar a lo que me refería.
»En este caso, alguien metió la zarpa en su mente y no reemplazó con nada lo robado. Una especie de lobotomía -añadí, inspirada. Leo un montón. La escuela me supuso un gran esfuerzo debido a mi pequeño problema, pero leer por mi cuenta me ayudaba a evadirme de mis penurias. En cierto modo, soy una autodidacta.
– Así que, sea lo que sea que Re-Bar supiera acerca de la desaparición de Farrell, se ha perdido -concluyó Stan.
– Sí, junto con parte de su personalidad y parte de sus recuerdos.
– ¿Aún es funcional?
– Sí, supongo. -Nunca me había encontrado con algo así, ni tampoco sabía que fuera posible-. Pero no sé si será muy efectivo como portero -respondí con honestidad.
– Ha resultado herido mientras trabajaba para nosotros. Nos ocuparemos de él. Tal vez pueda limpiar el club después de que cierre. -Me dio la impresión de que la voz de Stan remarcaba este hecho para asegurarse de que no se me olvidaría; una manera de decirme que los vampiros también podían sentir compasión, o al menos ser justos.
– ¡Demonios, eso sería genial! -le gritó Re-Bar a su jefe-. Gracias, señor Stan.
– Llevadlo de vuelta a casa -ordenó Stan a su esbirra.
Ella partió de inmediato, con el hombre lobotomizado pegado a sus talones.
– ¿Quién sería capaz de hacer algo así? -preguntó Stan.
Bill no replicó, ya que su función no era esa, sino protegerme a mí y utilizar sus propias habilidades detectivescas en el momento necesario. Una vampira pelirroja entró en ese instante; la misma que había estado en el bar la noche en que Farrell desapareció.
– ¿Notaste algo extraño la noche que Farrell se esfumó? -le pregunté sin pensar en el protocolo. Los labios brillantes y la lengua oscura de la vampira, que contrastaban tanto con sus blanquísimos dientes, se curvaron en un gruñido.
– Coopera -exigió Stan.
Una vez la cara de la chica se suavizó, toda expresión se desvaneció como las arrugas de una sábana tras pasar la mano por encima.
– No recuerdo nada de especial -terminó diciendo. Así que la habilidad de Bill para recordar lo que había visto un par de segundos era un don-. No recuerdo nada más aparte de haber visto a Farrell más de uno o dos minutos.
– ¿Puedes hacerle a Rachel lo mismo que has hecho con la camarera? -preguntó Stan.
– No -dije enseguida, quizá con demasiado énfasis-. No puedo leer las mentes de los vampiros. Son libros cerrados para mí.
– ¿Recuerdas a un hombre rubio, uno de nosotros, que aparentaba unos dieciséis años? ¿Con los brazos y el torso cubiertos de tatuajes?
– Claro -respondió Rachel sin dudar un instante-. Los tatuajes pertenecen al período de la Roma clásica, creo. Rudos pero interesantes. Me chocó porque no lo había visto pasarse por aquí para solicitarle a Stan privilegios de caza.
Así que los vampiros que llegaban al territorio de otro quedaban obligados a pasarse por el cuartel general de este. Archivé el dato por sí fuera de utilidad más adelante.
– Estaba con un humano, o al menos conversaba con él -continuó la vampira pelirroja. Vestía vaqueros azules y una sudadera verde que me daba calor solo con verla. Pero a los vampiros no les preocupa la temperatura. Miró hacia Stan y después a Bill, que efectuó un gesto para indicar que quería saber más-. El humano tenía el pelo oscuro, y un mostacho, si no recuerdo mal. -Movió las manos, efectuando un barrido con los dedos, un aspaviento que venía a querer decir que ya no sabía nada más.
Después de que Rachel saliera, Bill preguntó si había un ordenador en la casa. Stan dijo que sí, y miró a Bill con curiosidad cuando pidió usarlo un momento, a la vez que se disculpaba por no haber traído su portátil. Stan asintió. Bill estaba a punto de salir por la puerta cuando dudó y me miró.
– ¿Todo bien, Sookie?
– No te preocupes.
– Tranquilo. Tiene que entrevistar a más personas.
Asentí, y Bill salió. Sonreí a Stan, que es lo que hago cuando me encuentro nerviosa. No es una sonrisa de felicidad, pero es mejor que gritar.
– ¿Cuánto lleváis juntos Bill y tú?
– Unos pocos meses. -Cuanto menos supiera Stan sobre nosotros, mejor me sentiría al respecto.
– ¿Eres feliz con él?
– Sí.
– ¿Lo amas? -Stan sonaba divertido.
– No es de tu incumbencia -respondí con la sonrisa en los labios-. ¿No habías mencionado que aún me quedaba gente por ver?
Seguí el mismo procedimiento que con Bethany: sacudí unas cuantas manos y husmeé el interior de unos cuantos cerebros. Bethany resultó ser la persona más observadora del bar. El resto (otra camarera, el camarero humano y un habitual del local -un colmilludo- que accedió a someterse a la inspección) recordaba poco que sirviera de ayuda. De paso descubrí que el camarero vendía objetos robados en la trastienda, y después de que saliera de allí le recomendé a Stan que se buscara otro empleado, o acabaría teniendo problemas con la policía. Stan pareció más impresionado por ello de lo que yo había imaginado. Tampoco quería que se enamorara de mis servicios.
Bill regresó después de que terminara con el último empleado, y tenía aspecto de complacido, así que concluí que había tenido éxito. Bill se había pasado la mayor parte de sus horas de vigilia con el ordenador, lo que no me había gustado mucho.
– El vampiro de los tatuajes -dijo Bill cuando Stan y yo fuimos los únicos que quedábamos en la habitación-, se llama Godric, aunque durante el último siglo su nombre fue Godfrey. Es un apóstata. -No sé si era el caso de Stan, pero yo estaba impresionada. Unos pocos minutos con un ordenador y Bill ya había averiguado eso.
Stan parecía atónito, y yo misma bastante confusa.
»Se ha aliado con humanos radicales. Planea suicidarse -me aclaró Bill con voz calmada, ya que Stan estaba perdido en sus pensamientos-. Godfrey piensa reencontrarse con el Sol. Su existencia se ha acabado envenenando.
– ¿Así que va a llevarse a alguien con él? ¿Godfrey quería que Farrell se uniera a él?
– Nos ha traicionado a la Hermandad -dijo Stan.
Traicionado es una palabra que rebosa melodrama, pero ni siquiera se me pasó por la cabeza sonreírme cuando Stan la pronunció. Había oído hablar de la Hermandad, aunque nunca me había encontrado con nadie que asegurara pertenecer a ella. La Hermandad del Sol era para los vampiros lo mismo que el KKK para los afroamericanos.
Una vez más, me había sumergido en aguas donde no hacía pie.