Andy Bellefleur estaba borracho como una cuba. No era habitual en Andy, créeme: conozco a todos los borrachos de Bon Temps. Trabajar en el bar de Sam Merlotte estos últimos años me ha ayudado bastante en este aspecto. Pero Andy Bellefleur, oriundo de la ciudad y detective del pequeño cuerpo policial de Bon Temps, nunca antes se había emborrachado en el local de Merlotte. Y yo ardía en deseos de saber el motivo por el que aquella noche era una excepción.
Andy y yo no somos ni remotamente amigos, así que no podía acercarme a preguntarle sin más. Sin embargo, disponía de otros medios a mi alcance… y estaba dispuesta a usarlos. Aunque trato de no abusar de mi defecto, o don, o como sea que quieras llamarlo, para desenterrar cosas que puedan afectarme a mí o a los míos, a veces la simple curiosidad se impone al buen juicio.
Expandí mis sentidos y leí la mente de Andy. No tardé en arrepentirme.
Andy había arrestado a un hombre acusado de secuestro esa mañana. El criminal se había llevado a su vecinita de diez años hasta los bosques y la había violado. La niña estaba en el hospital y el hombre en la cárcel, pero el daño causado era irreparable. Me sentí triste y alicaída. Se trataba de un crimen que me recordaba mi propio pasado. La depresión que devoraba a Andy hizo que me cayera un poco mejor.
– Andy Bellefleur, dame las llaves -dije. Su amplio rostro se giró hacia mí, y en él había dibujado un gesto de incomprensión obvio. Después de una larga pausa en la que pugnó confuso por comprender lo que le acababa de decir, Andy rebuscó en el bolsillo de sus pantalones y me acercó su pesado llavero. Le serví otro bourbon con Coca-Cola.
»Aquí tienes tu recompensa -le aclaré, y después me dirigí al teléfono situado al final de la barra para llamar a Portia, la hermana de Andy. Los hermanos Bellefleur vivían en un decadente edificio de dos plantas de estilo colonial que antaño se había erigido como un lugar turístico, en la mejor calle del mejor barrio de Bon Temps. En la calle Magnolia Creek todas las casas daban al parque por el que corría el arroyo, salpicado de cuando en cuando por puentes peatonales. Un sendero permitía recorrer el parque sin preocupaciones. Había unas pocas casas más antiguas en la misma calle, pero todas se hallaban en mejor estado que la de los Bellefleur, Belle Rive. Belle Rive era demasiado cara de mantener para Portia, una abogada, y Andy, un policía. El dinero que una vez adornó sus paredes y terrenos hacía ya tiempo que se había consumido. Pero su abuela, Carolina, se obstinaba en no venderla.
Portia respondió después de que el teléfono sonara dos veces.
– Portia, soy Sookie Stackhouse -dije, y tuve que elevar la voz para hacerme entender entre el griterío del bar.
– Debes de estar trabajando.
– Sí. Andy está aquí, y ha bebido demasiado. Le he requisado las llaves. ¿Puedes pasarte a recogerlo?
– ¿Andy está borracho? Qué raro. Claro, estaré ahí en diez minutos -prometió, y colgó a continuación.
– Eres una ricura, Sookie -apuntó Andy de improviso.
Se había terminado la bebida que le había servido. Aparté el vaso fuera de su vista y confié en que no pidiera más.
– Gracias, Andy -le respondí-. Tú tampoco eres un mal tipo.
– ¿Dónde está… tu novio?
– Justo aquí -dijo una voz calmada, y Bill Compton apareció detrás de Andy. Le sonreí por encima de la bamboleante cabeza de Andy. Bill medía sobre un metro ochenta, y tanto sus ojos como su pelo eran de un color castaño oscuro. Poseía unos hombros anchos y unos brazos fibrosos, propios de un hombre que lleva dedicándose al trabajo físico durante años. Bill llevó una granja junto a su padre, aunque terminó encargándose él solo de ella antes de enrolarse en el Ejército y ser enviado a la guerra. La Guerra Civil.
– ¡Hey, V. B.! -gritó el marido de Charsie Tooten, Micah. Bill alzó la mano sin mucho entusiasmo para devolver el saludo.
– Buenas, Vampiro Bill -dijo mi hermano en tono educado. Jason, que no había recibido demasiado bien la integración de Bill en nuestro pequeño círculo familiar, parecía haber decidido pasar página en el asunto. Contuve el aliento, o al menos lo hizo mi mente, y aguardé para comprobar si su cambio de actitud iba en serio.
– Bill, no eres un mal tipo para ser un chupasangre -reflexionó Andy, a la vez que rotaba sobre el taburete para encarar a Bill. Mejoré mi opinión acerca de la borrachera de Andy; pues de otra forma nunca habría aceptado de tan buen grado la existencia de vampiros en la sociedad americana.
– Gracias -respondió Bill con aspereza-. Tú tampoco lo eres, a pesar de ser un Bellefleur. -Se apoyó sobre la barra del bar para darme un beso. Sus labios estaban tan fríos como su voz. Tenías que acostumbrarte. Como cuando apoyabas la cabeza sobre su pecho y no oías ni un solo latido.
»Buenas tardes, cariño -susurró. Deslicé un vaso de B negativo sintético, desarrollado por los japoneses, sobre la barra. Se lo bebió de un sorbo y se lamió los labios; adquirió rubor casi de inmediato.
– ¿Qué tal ha ido la reunión, cariño? -inquirí. Bill había estado en Shreveport casi toda la noche.
– Después te cuento.
Confié en que su historia fuera menos estresante que la de Andy.
– De acuerdo. Sería un detalle que ayudaras a Portia a meter a Andy en el coche. Ya está aquí -dije señalando hacia la puerta.
Por una vez Portia no vestía la falda, blusa, chaqueta, medias y zapatos bajos de charol que constituían su uniforme profesional. Los había cambiado por vaqueros azules y una sudadera raída de Sophie Newcomb. Portia poseía una complexión tan recia como la de su hermano, aunque exhibía un cabello largo y espeso de color castaño. El mantener bien cuidado su pelo era señal de que aún no se había rendido. Se abrió camino con obstinación entre la multitud congregada.
– Bueno, pues parece que sí que está borracho como una cuba -concedió tras evaluar a su hermano. Portia trataba de ignorar a Bill, pues la hacía sentir muy incómoda-. No ocurre a menudo, pero si decide beber, lo hace a conciencia.
– Portia, Bill puede llevarlo hasta tu coche -comenté. Andy era más alto que Portia, y más corpulento; una carga muy pesada para su hermana.
– Creo que podré apañármelas sola -me rebatió con firmeza sin prestar atención a Bill, que enarcó las cejas al mirarme.
Así que dejé que Portia deslizara un brazo en torno a Andy y tratara de levantarlo de la silla. Andy apenas se movió. Portia miró en derredor en busca de Sam Merlotte, el propietario del bar, quien a pesar de su tamaño y apariencia enjuta era bastante fuerte.
– Sam está en una fiesta de aniversario en un club de campo -le expliqué-. Será mejor que Bill te eche una mano.
– Está bien -se resignó la abogada, con los ojos clavados en la madera pulida de la barra-. Muchas gracias.
Bill levantó a Andy y se dirigió hacia la puerta en menos que canta un gallo, a pesar de que las piernas de Andy parecieran hechas de gelatina. Micah Tooten le abrió la puerta y Bill condujo medio a rastras a Andy hasta el aparcamiento.
– Gracias, Sookie -dijo Portia-. ¿Ha pagado la cuenta?
Asentí.
– Vale -respondió, y golpeó la barra en señal de que ya se marchaba de allí. Tuvo que escuchar un coro de consejos bienintencionados mientras seguía a Bill hasta la puerta principal del Merlotte.
Y fue así cómo el viejo Buick de Andy Bellefleur se quedó en el aparcamiento del Merlotte toda esa noche, hasta la mañana siguiente. Andy juró después que estaba vacío cuando lo dejó allí para entrar en el bar. También testificó que estaba tan afectado por lo sucedido que olvidó cerrar el coche.
En algún momento entre las ocho en punto, cuando Andy apareció por el Merlotte, y las diez de la mañana del día siguiente, cuando llegué para ayudar a abrir el bar, el coche de Andy transportaba un nuevo pasajero.
Uno que causaría un considerable quebradero de cabeza al policía.
Uno que estaba muerto.
Yo no debería haber estado allí. Había hecho el último turno la noche anterior y esa me tocaba de nuevo. Pero Bill me había pedido que lo cambiara con uno de mis compañeros, ya que necesitaba que fuera con él a Shreveport, y Sam no había puesto objeción alguna. Le pregunté a mi amiga Arlene si le importaría hacer mi turno. Era su día libre, pero siempre había envidiado las propinas que se conseguían por la noche, así que no tuvo ningún problema en entrar a trabajar a las cinco de esa misma tarde.
Lo lógico hubiera sido que Andy recogiera su coche esa mañana, pero estaba demasiado resacoso como para convencer a Portia de que lo acercara al Merlotte; el cual, por otra parte, quedaba bastante apartado del trayecto a la comisaría. Ella le aseguró que iría a buscarlo al mediodía cuando saliese de trabajar, y que comerían en el bar. Después recuperaría su coche.
Así que el Buick, con su pasajero silencioso, aguardó a ser descubierto más de lo normal.
Yo había dormido seis horas la noche anterior, y me sentía genial. Tener por novio a un vampiro puede resultar algo complicado para tu ritmo de vida si eres una persona diurna, como yo. Ayudé a cerrar el bar y me fui a casa con Bill sobre la una en punto. Tomamos un baño juntos y luego hicimos otras cosas; pero poco después de que dieran las dos ya estaba en la cama, y no me levanté hasta las nueve. Bill llevaba ya un buen rato en el ataúd para entonces.
Bebí un montón de agua y zumo de naranja, aderezado con un complemento multivitamínico y otro de hierro para desayunar. Estos suplementos se habían convertido en una parte importante de mi régimen desde que Bill había aparecido en mi vida y había traído con él (junto al amor, la aventura y la excitación) la constante amenaza de la anemia. En los últimos días el clima se había ido haciendo más frío, gracias a Dios, así que me senté en el porche de la entrada de la casa de Bill, vestida con una chaqueta y los pantalones negros que llevaba al trabajo en el Merlotte cuando hacía demasiado frío como para ir en pantalones cortos. Mi camiseta de color blanco tenía bordado «Bar Merlotte» a la altura del pecho izquierdo.
Mientras leía por encima el periódico de la mañana, parte de mi mente le daba vueltas al hecho de que la hierba no crecía tan rápido como debería para aquella época del año. Algunas de las hojas parecían estar a punto de caer. El estadio de fútbol americano del instituto tendría un aspecto aceptable ese próximo viernes.
El verano se estanca en Luisiana, incluso en el norte, y parece no querer irse nunca. El otoño comienza su andadura muy solapadamente, como si en cualquier momento fuera a cambiar de idea y volver al sofocante calor de junio. Pero ya estaba sobre aviso, y pude reconocer leves trazas del inminente otoño. Tanto el otoño como el invierno implicaban noches más largas, más tiempo con Bill y más horas de sueño.
Así que estaba de buen humor cuando fui al trabajo. Vi el Buick aparcado delante del bar y recordé la sorprendente borrachera de Andy la noche anterior. Tengo que confesar que sonreí cuando pensé en cómo se sentiría esa mañana. Según daba la vuelta para dejar mi coche junto al del resto de los empleados, advertí que una de las puertas traseras del coche de Andy estaba algo abierta. A buen seguro eso haría permanecer encendida la luz interior y, de esta forma, la batería terminaría por descargarse. Entonces él se enfadaría y entraría en el bar para llamar a una grúa o pedir a alguien que lo remolcara. Puse mi coche en punto muerto y salí presurosa, dejando el contacto encendido. Lo que terminaría siendo un error optimista.
Empujé la puerta, pero apenas se movió unos centímetros. Hice presión con mi cuerpo, pensando que así cedería y podría terminar de aparcar. De nuevo, la puerta se negó a cerrarse. Impaciente, tiré con fuerza para abrirla por completo y ver qué era lo que había allí. Una vaharada de algo insano se esparció por el aparcamiento, un olor a muerte. Una desazón se aferró a mi garganta, pues el olor no me era desconocido. Entorné los ojos y escudriñé el asiento con la mano en la boca, aunque eso apenas sirviera de nada para intentar suavizar el olor.
– Oh, Dios mío -susurré-. Oh, mierda.
Lafayette, uno de los cocineros del Merlotte, yacía tirado en el asiento. Estaba desnudo. Era el pie moreno de Lafayette, con las uñas pintadas de un rojo intenso, lo que había impedido que cerrase la puerta. Y era el cadáver de Lafayette lo que olía como mil demonios.
Retrocedí de inmediato. Subí a mi coche y me dirigí a la parte trasera del bar, para a continuación tocar una y otra vez el claxon. Sam apareció corriendo por la puerta de empleados, con el mandil ya anudado a la cintura. Apagué el motor y salí tan rápido que casi ni me di cuenta de que lo había hecho. Luego me pegué a Sam como a un imán.
– ¿Qué es lo que pasa? -sonó la voz de Sam en mi oído. Me incliné para mirarlo, aunque no demasiado, ya que Sam era un hombre pequeño. Su cabello rojizo dorado brillaba al sol de la mañana. Sus ojos azules como el cielo me miraban con aprensión.
– Es Lafayette -dije, y comencé a llorar. Se trataba de una conducta estúpida y ridícula, y no servía de ayuda en absoluto, pero no pude evitarlo-. Está muerto…, ahí, en el coche de Andy Bellefleur.
Los brazos de Sam se apretaron contra mi espalda y me hicieron recuperar la calma.
– Sookie, siento que lo hayas visto -me dijo-. Llamaremos a la policía. Pobre Lafayette.
Ser un cocinero del Merlotte no requería de una extraordinaria habilidad culinaria, pues Sam solo ofrecía unos cuantos sándwiches y patatas fritas, así que la rotación del personal era algo bastante frecuente. Pero Lafayette, para mi sorpresa, se había quedado más de lo habitual. El tipo era un gay sin tapujos, una locaza, siempre con su maquillaje y con sus uñas pintadas. La gente del norte de Luisiana es menos tolerante que en Nueva Orleans, y supongo que Lafayette, un hombre de color, no lo pasaría precisamente bien. No obstante, o quizá gracias a ello, era encantador, entretenido, avispado y además nadie podía negar que cocinara bien. Aliñaba las hamburguesas con una salsa especial, así que la «hamburguesa Lafayette» era uno de los platos más solicitados.
– ¿Tenía familia en la ciudad? -le pregunté a Sam. Nos separamos tímidamente y nos dirigimos hacia el interior del edificio, hacia la oficina de Sam.
– Tenía un primo -respondió Sam, mientras sus dedos pulsaban 911-. Por favor acudan al Merlotte, en la calle Hummingbird -dijo-. Hay un hombre muerto en un coche. Sí, en el aparcamiento, enfrente del local. Oh, y quizá quieran avisar a Andy Bellefleur. Es su coche.
Pude escuchar el graznido proferido al otro lado de la línea desde donde yo estaba.
Danielle Gray y Holly Cleary, las dos camareras del turno de mañana, entraron por la puerta de atrás entre carcajadas. Ambas estaban ya divorciadas a sus veintitantos años. Danielle y Holly eran amigas desde hacía mucho y parecían ser felices con su trabajo, fuese cual fuese, siempre y cuando estuviesen juntas. Holly tenía un hijo de cinco años que estaba en la guardería, y Danielle una niña de siete años y un niño pequeño que aún no iba al colegio, y que se quedaba con su madre cuando Danielle trabajaba en el Merlotte. Nunca se me había pasado por la cabeza entablar una amistad más íntima con ninguna de ellas (al fin y al cabo rondaban mi edad) debido a que parecía bastarles el tenerse la una a la otra.
– ¿Cuál es el problema? -inquirió Danielle cuando me vio la cara. Su rostro, afilado y pecoso, adquirió un cariz preocupado.
– ¿Por qué el coche de Andy está ahí afuera? -quiso saber Holly. Recordé que había estado saliendo con Andy Bellefleur una temporada. Su pelo, rubio y corto, enmarcaba su cara como si de pétalos de margarita se tratase. Además, tenía la piel más bonita que jamás había visto-. ¿Ha pasado la noche dentro?
– No -respondí-, pero hay alguien que sí lo ha hecho.
– ¿Quién?
– Lafayette.
– ¿Andy dejó que un negro durmiera en su coche? -esta vez habló Holly, que no se andaba con tapujos.
– ¿Qué le ha ocurrido? -Ahora era el turno de Danielle, la más inteligente del dúo.
– No lo sabemos -aclaró Sam-. La policía está de camino.
– Quieres decir… -dijo Danielle, despacio y con cuidado-, que está muerto.
– Sí -repliqué-. Es justo lo que queremos decir.
– Bien, abrimos en una hora. -Las manos de Holly se acomodaron sobre sus caderas-. ¿Qué vamos a hacer? Si la policía nos deja abrir, ¿quién cocinará? La gente que entre querrá tomar algo.
– En ese caso, será mejor que nos preparemos -respondió Sam-. Aunque mucho me temo que no abriremos hasta esta tarde. -Se fue a su oficina para comenzar a llamar a cocineros sustitutos.
Resultaba extraño seguir con la rutina de apertura, como si Lafayette fuera a entrar en cualquier momento con una historia sobre la última fiesta a la que había asistido, tal y como había hecho pocos días atrás. Comenzaban a escucharse ya las sirenas acercarse por la carretera condal que conducía hasta el Merlotte. Los coches se detuvieron haciendo crujir la grava del aparcamiento de Sam bajo sus neumáticos. No habíamos terminado de colocar las sillas y las mesas, y de enrollar la cubertería en las servilletas, cuando la policía hizo acto de presencia.
El Merlotte está fuera de los límites de la ciudad, así que entraba en la jurisdicción del sheriff del distrito, Bud Dearborn. Bud Dearborn, que había sido un buen amigo de mi padre, ya tenía sus años. Su cara parecía fruto de una amalgama de carne (como si de un pekinés humano se tratase) y estaba adornada con unos ojos opacos de color marrón. Cuando se acercó a la puerta principal, me di cuenta de que Bud calzaba unas botas enormes y su gorra de los Saints. Lo más probable es que recibiera la llamada mientras estaba trabajando en su granja. A Bud lo acompañaba Alcee Beck, el único detective afroamericano del equipo. Alcee era tan negro que su camisa blanca brillaba a causa del fiero contraste. Su corbata lucía un nudo preciso, y su traje era correcto hasta la perfección. Sus zapatos habían sido cepillados a conciencia y brillaban.
Bud y Alcee. Entre ambos se habían hecho con el distrito…, o al menos, con algunos de los elementos más importantes que lo hacían funcional. Mike Spencer, director de la funeraria local y juez de instrucción, poseía una gran influencia en los asuntos locales, y además era buen amigo de Bud. Apostaría cualquier cosa a que Mike ya estaba en el aparcamiento, dictaminando la desgraciada muerte de Lafayette.
– ¿Quién encontró el cuerpo? -preguntó Bud.
– Yo. -Bud y Alcee cambiaron entonces el rumbo levemente y se dirigieron hacia mí.
– Sam, ¿podemos usar tu oficina? -inquirió Bud. Pero sin esperar la respuesta de Sam, me hizo un gesto con la cabeza para indicarme que entrara.
– Claro, adelante -espetó mi jefe-. Sookie, ¿estás bien?
– Sí, Sam. -No estaba segura de que aquello fuera cierto, pero no había nada que pudiera hacer a menos que quisiera meterse en líos, y no merecía la pena. Aunque Bud me invitó a sentarme, negué con la cabeza mientras Alcee y él se acomodaban en las sillas de la oficina. Por supuesto, Bud se instaló en la gran silla de Sam, mientras que Alcee hizo lo propio con la segunda mejor silla, la única a la que le quedaba algo de relleno.
– Dinos cuándo fue la última vez que viste a Lafayette con vida -apuntó Bud.
Pensé durante un momento.
– No trabajó la última noche -respondí-. Le tocaba a Anthony. Anthony Bolivar.
– ¿Quién es ese? -la amplia frente de Alcee se arrugó-. No me suena el nombre.
– Es un amigo de Bill. Necesitaba un trabajo. Y tenía experiencia. -Había trabajado en un restaurante durante la Gran Depresión.
– ¿¡Quieres decir que el cocinero del Merlotte es un vampiro!?
– ¿Y? -reproché. Sentí que la boca se me quedaba seca y las cejas se me endurecían; mi rostro adquirió un matiz áspero. Trataba de no leer sus mentes y así alejarme de todo aquello, pero no resultaba fácil. Bud Dearborn parecía indiferente, pero Alcee proyectaba sus pensamientos de la misma forma que un faro emite su señal. En ese mismo momento irradiaba descontento y miedo.
En los meses antes de conocer a Bill y darme cuenta de que atesoraba la misma tara que yo -mi don, como solía llamarlo él-, hice todo lo posible para convencerme, tanto a mí misma como a los demás, de que no podía «leer» mentes. Pero, puesto que Bill me había ayudado a escapar de la pequeña prisión que yo misma me había construido, había estado practicando y experimentando con su apoyo. Gracias a él puse palabras a lo que había estado sintiendo durante tanto tiempo. Algunas personas emitían un mensaje claro y diáfano, como Alcee. Pero la mayor parte de la gente era más discreta, al estilo de Bud Dearborn. Por lo que había logrado descubrir hasta el momento, dependía en gran medida de lo fuertes que palpitaran sus emociones, de lo fríos que fuesen los sujetos e incluso del propio clima. Algunos eran tan turbios que no resultaba fácil saber lo que pensaban. Apenas era capaz de obtener una ligera impresión de sus emociones, pero nada más.
Tenía que admitir que si tocaba a la gente mientras trataba de leer sus pensamientos, me resultaba mucho más sencillo…, como si me conectara con ellos a través de un cable, mientras que antes solo me sirviera de una antena. Y tampoco tardé mucho en darme cuenta de que si «enviaba» a alguien imágenes relajantes, era capaz de abrirme paso por su mente con toda facilidad.
En ese momento, lo que menos me apetecía era bucear en la mente de Alcee Beck. Pero de manera involuntaria percibí la supersticiosa reacción de Alcee al saber que un vampiro trabajaba en el Merlotte, su repulsión al descubrir que yo era esa mujer que salía con un vampiro de la que había oído hablar, y su profunda convicción de que Lafayette había caído en desgracia entre la comunidad negra a causa de su homosexualidad. Alcee se figuraba que alguien lo había puesto allí, que otro había abandonado el cadáver de un hombre negro y gay en el coche de Andy. Se preguntaba si Lafayette tenía sida, y si cabía la posibilidad de que el virus se hubiera filtrado al asiento del coche de Andy y sobreviviera allí. Tenía claro que, de ser su coche, lo vendería.
Si hubiera tocado a Alcee, habría sabido hasta su número de teléfono y la talla de sujetador de su mujer.
Bud Dearborn me miraba divertido.
– ¿Has dicho algo? -pregunté.
– Sí, me preguntaba si viste a Lafayette por la tarde, aquí. ¿Entró a tomar una copa?
– Nunca lo he visto beber aquí. -Era cierto, jamás lo había visto tomando una copa. Por primera vez me di cuenta de que, aunque la clientela a la hora del almuerzo era mixta, la parroquia nocturna era casi exclusivamente blanca.
– ¿Dónde pasaba su tiempo libre?
– Ni idea. -En todas sus historias, Lafayette cambiaba el nombre de los afectados para así proteger al inocente. Bueno, en realidad, a los culpables.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
– Muerto, en el coche.
Bud agitó la cabeza, exasperado.
– Vivo, Sookie.
– Hmmm. Creo que fue… hace tres días. Aún estaba aquí cuando entré en mi turno, y nos saludamos. Oh, también me habló de una fiesta en la que había estado. -Me esforcé en recordar sus palabras exactas-. Mencionó que fue en una casa donde había toda clase de entretenimientos sexuales.
Los dos hombres se quedaron con la boca abierta.
»¡Bueno, eso fue lo que dijo! No sé cuánto de verdad había en sus palabras. -Casi podía ver la cara de Lafayette mientras me lo contaba, el modo recatado en que colocaba el dedo sobre los labios para indicar que no iba a decirme nombre o lugar alguno.
– ¿Crees que alguien podría saber a qué se refería? -Bud Dearborn parecía perplejo.
– Era una fiesta privada. ¿Por qué iba a decírselo a nadie?
Pero esa clase de fiestas no deberían tener lugar en su distrito. Ambos hombres me contemplaban.
– ¿Te comentó Lafayette algo acerca del consumo de drogas en esa fiesta? -indagó Bud a duras penas, pues sus labios apenas se despegaron.
– No, no recuerdo que lo hiciera.
– Quién organizó el acontecimiento…, ¿era blanco o negro?
– Blanco -dije, y entonces deseé haberme callado, pero Lafayette se había quedado completamente alucinado con la casa…, aunque no por el tamaño o la decoración. ¿Por qué había quedado tan impresionado? No estaba segura de qué clase de cosas son las que podrían impresionar a Lafayette, pues había nacido y crecido entre la pobreza, pero estaba segura de que hablaba de la casa de alguien blanco, a juzgar por lo que dijo: «En todas las fotos de las paredes se veía a tipos blancos como lirios y sonrientes como cocodrilos». No se lo comenté a la policía, y ellos tampoco siguieron interrogándome.
Cuando abandoné la oficina de Sam, tras explicarles por qué el coche de Andy estaba aún en el aparcamiento, regresé a la barra. No quería ser testigo de la actividad que se desarrollaba en el aparcamiento y no había ningún cliente, ya que la policía tenía las entradas al mismo bloqueadas.
Sam estaba recolocando las botellas tras la barra, al tiempo que aprovechaba para limpiar el polvo. Holly y Danielle se habían apalancado en una mesa de la sección de fumadores para que Danielle pudiera encender un pitillo.
– ¿Cómo ha ido? -quiso saber Sam.
– No muy bien. No les gustó saber que Anthony trabajaba aquí, y tampoco el asunto de la fiesta a la que había ido Lafayette el otro día. ¿Lo oíste cuando me lo comentó? Me refiero a esa especie de orgía.
– Sí, también estuvo charlando conmigo sobre eso. Debió de pasárselo genial. Si ocurrió en realidad.
– ¿Crees que Lafayette se lo inventó?
– No creo que haya muchas fiestas interraciales y bisexuales en Bon Temps -apostilló.
– Pero eso es solo porque nadie te ha invitado a una -rebatí cáustica. Me pregunté si sabía todo lo que sucedía en nuestra pequeña ciudad. De toda la gente de Bon Temps, yo era la que estaba más puesta al día de los cotilleos, ya que toda esa información estaba más o menos a mi alcance, siempre y cuando indagara un poco al respecto-. Al menos, por ahora, ¿no?
– Por el momento no me han invitado, no -dijo Sam, y me sonrió a la par que desempolvaba otra botella de whisky.
– Creo que mi invitación también se ha perdido por el camino.
– ¿Piensas que Lafayette volvió anoche para hablar contigo o conmigo acerca de la fiesta?
Me encogí de hombros.
– Tal vez había quedado con alguien en el aparcamiento. Todo el mundo sabe dónde está el Merlotte. ¿Había cobrado ya? -Era fin de semana, y Sam solía pagar por entonces.
– No. Quizá viniera por eso, pero se lo hubiera dado al día siguiente sin falta. Es decir, hoy.
– Me pregunto quién invitó a Lafayette a esa fiesta.
– Buena pregunta.
– Espero que no fuera tan estúpido como para tratar de chantajear a nadie, ¿verdad?
Sam frotó la falsa madera de la barra con una bayeta limpia. La barra siempre estaba reluciente, pero le encantaba tener las manos ocupadas.
– No creo -admitió después de pensarlo un rato-. No, invitaron a la persona equivocada. Sabes de sobra lo indiscreto que era Lafayette. No solo nos contaría que había asistido a esa fiesta, y apuesto a que no estaba invitado, sino que lo llevaría todo hasta un punto con el que los otros, ejem, participantes se encontraran incómodos.
– ¿Cómo tratar de seguir en contacto con la gente de la fiesta? ¿Guiñarles un ojo furtivo en público, por ejemplo?
– Sí, algo parecido.
– Imagino que si tienes sexo con alguien, o lo contemplas practicándolo, es más fácil sentirse como su igual. -Lo dije llena de dudas, dada mi experiencia sobre el tema, pero Sam asintió.
– Lafayette quería ser aceptado por lo que era más que nada en el mundo -aseveró, y tuve que estar de acuerdo con él.