Capítulo 9

Las compras que había hecho en Falmouth resultaron una bendición inesperada. Tuvieron que ser fruto de la inspiración porque sin habérmelo propuesto facilitaron el tema de conversación que todos necesitábamos para limar las asperezas de la nefasta noche anterior. Mollie estaba encantada con sus frisias de Sudáfrica; explicó que no las podía plantar en Boscarva porque los vientos eran demasiado fuertes y el jardín no estaba resguardado. Como un cumplido para mí, las arregló tan artísticamente que a todos les pareció una proeza y luego las colocó en un sitio de honor, en el centro de la repisa de la chimenea. Llenaban la sala con su exquisita fragancia romántica, y sus colores crema, violeta y rosa intenso concentraban la mirada con toda naturalidad hacia el retrato de Sophia. Las flores parecían complementar los resplandecientes tonos de la piel y los frágiles reflejos del vestido blanco de la pintura.

– Precioso -dijo Mollie, retrocediendo un poco. Pero yo no estaba segura de si se refería a las flores o al retrato-. Has sido muy amable al traerlas. ¿Te ha llevado Eliot a ver la casa? Seguro que ahora comprendes lo que siento por tener que vivir en este lugar. -Me observó pensativa y entornó los ojos-. ¿Sabes? Creo que te ha sentado bien el día. Incluso diría que te has bronceado un poco. Tienes muy buen color.

Pettifer aceptó el jerez con circunspección, pero yo estaba convencida de que se sentía halagado. Y Grenville estaba maliciosamente complacido con los habanos: el médico le había advertido que no debía fumar y Pettifer había escondido sus provisiones. Era comprensible que a la hora de dosificarle el tabaco fuese más bien roñica. Grenville cogió y encendió un puro inmediatamente, se puso a aspirar bocanadas de humo con satisfacción y se apoltronó en el sillón con el aspecto de quien carece de preocupaciones en este mundo. Incluso con Andrea había dado en el clavo.

– ¡Los Creepers! ¿Cómo sabías que son mi grupo favorito? Me gustaría que hubiese un tocadiscos en esta casa, pero no hay ninguno y el mío lo tengo en Londres. ¿Verdad que son fabulosos, geniales…? -Volvió a poner los pies en tierra y buscó la etiqueta del precio-. Te habrá costado mucho.

Era como si con aquellos regalos de pacificación hubiéramos firmado un pacto de silencio. No se dijo nada sobre la noche anterior. No se mencionó el buró ni a Ernest Padlow ni la posible venta de la granja de Boscarva. Tampoco a Joss. Después de cenar, Eliot preparó la mesa y Mollie trajo la caja con el juego del mahjong y jugamos hasta la hora de acostarnos; Andrea se sentó junto a Mollie para aprender las reglas.

Me puse a pensar que si de pronto se presentara un desconocido se habría sentido fascinado por el cuadro que formábamos, atrapados, como moscas en la miel, en el charco de luz de la lámpara, absortos en aquel pasatiempo intemporal. El pintor distinguido, maduro, en el ocaso de la vida, rodeado de su familia; la guapa nuera y el apuesto nieto, incluso Andrea, por una vez atenta y participativa, absortos en los entresijos del juego.

Yo había jugado con mi madre cuando era niña, a veces una partida de cuatro con dos de sus amigas, y me reconfortaba el tacto familiar de las fichas de marfil y bambú, su belleza y el agradable sonido que hacían cuando las mezclábamos en el centro de la mesa.

Al principio de cada vuelta construíamos las cuatro paredes de dos filas y las encerrábamos formando un cuadrado perfecto «para alejar a los malos espíritus», según dijo Grenville, que había aprendido a jugar cuando era un joven alférez en Hong Kong y conocía todas las supersticiones tradicionales del juego. Pensé en lo fácil, lo sencillo que sería si los fantasmas, las dudas y los trapos sucios de la familia pudieran mantenerse a distancia, ponerse a buen recaudo de aquel modo.

Los folletos de viaje y los carteles turísticos de Porthkerris hablaban de un lugar donde el mar y el cielo eran siempre de un azul intenso e inmaculado, donde las casas blancas estaban bañadas por el sol y donde las ocasionales palmeras que aparecían en primer plano insinuaban el esplendor del Mediterráneo. La fantasía, de manera automática, evocaba imágenes de langosta fresca que se comía al aire libre, de pintores barbudos y con guardapolvo manchado de pintura, de pescadores curtidos por el clima, pintorescos como piratas y sentados en los bolardos, fumando en pipa y comentando la pesca de la semana anterior.

Pero Porthkerris, en febrero y con el viento nordestal, no tenía nada que ver con aquel paraíso de ensueño.

El mar, el cielo y la ciudad eran grises, y los recios vientos corrían por el laberinto de callejuelas estrechas y misteriosas. La marea estaba alta, las olas rompían contra los diques e inundaban la avenida, salpicaban las ventanas y llenaban las alcantarillas de una espuma amarillenta que parecía jabón sucio.

Era como si el lugar estuviera, en cierto modo, asediado. Quienes salían a comprar se ponían, subían y abrochaban todas las prendas de abrigo que podían y sus facciones quedaban medio ocultas por la capucha o el cuello levantado, los cuerpos sumidos en la ambigüedad, pues hombres y mujeres parecían iguales, calzados con botas de goma y sin forma definida.

El cielo tenía el color del viento, el aire se llenaba de objetos, hojas secas, ramas, papeles, incluso tejas arrancadas de los techos. En las tiendas, los usuarios se olvidaban de lo que habían ido a comprar y se ponían a hablar del clima, del viento, del daño que iba a causar la tormenta.

Una vez más, había ido a hacer unas compras para Mollie y bajaba con dificultad por la colina, con el impermeable y las botas de goma que me habían prestado; la verdad es que me sentía más segura con los pies en el suelo que en el inconsistente automóvil de Mollie. Ahora que estaba más familiarizada con la ciudad, ya no necesitaba a Andrea para que me indicara el camino; de todos modos, Andrea dormía aún cuando había salido de Boscarva y, aunque sólo fuera por aquella vez, no me atrevía a reprochárselo. El día no invitaba a salir y me costaba creer que la víspera había estado al aire libre, en mangas de camisa y tomando el sol.

Terminadas las compras, salí de la panadería justo en el momento en que el reloj del campanario de la iglesia normanda daba las once. Lo lógico, y dadas las condiciones climáticas, es que hubiera vuelto a Boscarva sin más dilación, pero tenía otros planes. Con la cabeza gacha y la pesada cesta en un brazo, me dirigí hacia el puerto.

Sabía que la galería de arte estaba en una vieja capilla baptista en algún lugar del laberinto de calles que había al norte de la ciudad. Había pensado buscarla sin ayuda de nadie, pero mientras contendía con la avenida del puerto, asediada por los alternados embates del viento y las olas, vi la antigua posada de pescadores que habían convertido en oficina de información turística y decidí ahorrar tiempo y esfuerzos entrando a preguntar.

En el interior había una joven apática y encorvada sobre una estufa de petróleo; con botas y tiritando, parecía la única superviviente de una expedición al Polo Norte. No se movió de la silla cuando me vio entrar. Se limitó a decir «¿Sí?», y me miró con fijeza tras unas gafas que no le pegaban.

Procuré comprenderla.

– Busco la galería de arte.

– ¿Cuál?

– No sabía que hubiera más de una.

La puerta se abrió y se cerró detrás de mí y una tercera persona se unió a nosotras. La joven miró por encima de mi hombro y una chispa de interés brilló detrás de sus toscas gafas.

– Está la Galería Municipal y la de los Nuevos Pintores -dijo con viveza.

– No sé cuál de los dos es la que busco.

– Quizás -dijo una voz detrás de mí- pueda ayudarte yo.

Me volví y vi a Joss con botas de goma, un impermeable negro que chorreaba y una gorra de pescador calada hasta los ojos. Tenía la cara mojada por la lluvia, las manos hundidas en los bolsillos del impermeable, los ojos chisporroteantes de picardía. Una parte de mí se daba perfecta cuenta del motivo por el que aquella joven indolente había resucitado de súbito. La otra parte estaba trastornada por la extraordinaria habilidad de Joss para aparecer cuando menos lo esperaba.

Recordé a Andrea. Recordé el buró y la silla. Dije con frialdad:

– Hola, Joss.

– Te he visto entrar. ¿Qué quieres hacer?

– Busca la galería de arte -se inmiscuyó la otra.

Joss esperó a que yo le diera más información y, acorralada de aquel modo, no tuve más remedio que dársela.

– Pensé que habría más cuadros de Grenville…

– Sí, hay tres. Yo te llevaré.

– No necesito que me lleven: me basta con que me digan cómo llegar allí.

– Me gustaría llevarte… Dame… -me cogió la cesta que llevaba en el brazo, sonrió a la joven y se dirigió a la puerta. El bramido del viento y una ráfaga de aire cargado de espuma inundaron el local en cuanto la abrió. Un montón de folletos que había sobre el mostrador se desparramó por el suelo. Antes de que pudiéramos causar más problemas me apresuré a salir y la puerta se cerró de un golpe detrás de nosotros. Como si fuera lo más natural del mundo, Joss me cogió del brazo y avanzamos por el centro de la calle empedrada mientras Joss parloteaba alegremente a pesar de que el viento le arrancaba las palabras de la boca y de que me costaba un mundo cada paso que daba, y eso que contaba con su apoyo.

– ¿Qué diablos te trae a la ciudad en un día como éste?

– Lo que llevas en la mano. Las compras de Mollie.

– ¿No podías haber venido en coche?

– Pensé que se lo podría llevar el viento.

– A mí me gusta -dijo él-. Me encantan los días como éste. -Sacudido por el viento, mojado y lleno de vitalidad, parecía decirlo muy en serio-. ¿Lo pasaste bien ayer?

– ¿Qué sabes de ayer?

– Estuve en Boscarva y Andrea me dijo que te habías ido a Falmouth con Eliot. Aquí es imposible tener secretos. Si no me lo hubiera dicho Andrea, lo hubiera sabido por Pettifer o la señora Thomas o la señora Kernow o la señorita Ojos de Lince de la oficina de información. Es uno de los aspectos divertidos de vivir en Porthkerris, todo el mundo sabe exactamente lo que hacen los demás.

– Empiezo a darme cuenta.

Nos alejamos del puerto y subimos por una ladera empedrada y de pronunciada pendiente. Las casas nos encerraban por ambos lados, un gato cruzó la calle como un rayo y desapareció por una ventana rota. Una mujer con coña y delantal azul que fregaba sus escalones nos vio pasar y le gritó a Joss:

– ¡Adiós, rey mío! -Tenía los dedos como salchichas sonrosadas a causa del agua caliente y el viento frío.

Al final de la calle nos encontramos en una plaza pequeña que no había visto hasta entonces. A uno de los lados se levantaba una estructura de hormigón parecida a un granero y con ventanas de arco en lo alto de la fachada. Había un cartel al lado de la puerta: GALERÍA DE ARTE DE PORTHKERRIS. Joss me soltó el brazo, empujó la puerta con el hombro y se hizo a un lado para que yo entrara. Dentro hacía un frío insoportable, había corrientes de aire y no se veía un alma. De las blancas paredes colgaban cuadros de todas las formas y tamaños y había dos grandes esculturas abstractas en el centro de la sala, en el suelo, como rocas que dejara al descubierto la marea baja. Junto a la puerta había una mesa con ordenados montones de catálogos, folletos y ejemplares de The Studio; a pesar de este escaparatismo, la galería respiraba la típica atmósfera de los domingos llenos de tristeza.

– Bueno -Joss dejó la cesta en el suelo, se quitó la gorra y la sacudió para limpiarle el agua como un perro que se sacude el pelo-, ¿qué quieres ver?

– Quiero ver a Sophia.

Volvió la cabeza con brusquedad y me fulminó con la mirada, pero un segundo después esbozó una sonrisa. Se puso otra vez la gorra, con la visera sobre los ojos, como un guardia real.

– ¿Quién te ha hablado de Sophia?

Sonreí con dulzura.

– Quizá la señora Thomas. Quizá la señora Kernow. Quizá la señorita Ojos de Lince de la oficina de información.

– La insolencia no te llevará a ninguna parte.

– Sé que hay un cuadro de Sophia aquí. Pettifer me lo dijo.

– Sí. Está por aquí.

Anduve tras él y nuestras botas de goma resonaron con fuerza en el silencio de la sala vacía.

– Ahí -dijo él. Me detuve y levanté la vista. Allí estaba, en efecto, sentada bajo el haz de luz de una lámpara y con objetos de costura en las manos.

Lo contemplé durante un rato y al final di un suspiro de desilusión. Joss me miró desde debajo de la ridícula visera de la gorra.

– ¿A qué se debe ese suspiro?

– No le veo la cara. En éste tampoco. Todavía no sé cómo es. ¿Por qué nunca le pintaba el rostro?

– Sí que lo hacía. A menudo.

– Pues yo no lo he visto aún. Siempre me encuentro con la nuca o las manos, o es una parte tan pequeña del cuadro que la cara se reduce a una mancha.

– ¿Tan importante es su aspecto?

– No. No es importante, pero quiero conocerlo.

– En primer lugar, ¿cómo supiste que existía Sophia?

– Mi madre me habló de ella. Y después Pettifer. Y su cuadro, el que está en el comedor de Boscarva, es tan fascinante y femenino que resulta inevitable pensar que tuvo que ser hermosa. Pero Pettifer dice que no era hermosa. Encantadora y atractiva sí, pero solamente eso. -Volvimos a mirar el cuadro. Vi las manos y el reflejo de la luz de la lámpara en el pelo negro-. Pettifer dice que todas las galerías de arte del país hay retratos de Sophia. Bueno, voy a tener que ir de Manchester, a Birmingham, a Nottingham, a Glasgow, hasta que encuentre uno que no me enseñe solamente la nuca.

– Y después, ¿qué?

– Nada. Quiero saber cómo es.

Me sobrepuse al desencanto y eché a andar hacia la salida, donde me esperaba la cesta; pero Joss llegó antes que yo y se inclinó para cogerla y ponerla fuera de mi alcance.

– Tengo que volver a casa -dije.

– Son solamente -consultó su reloj- las once y media. Y no conoces mi tienda. Ven conmigo, quiero enseñártela. Tomamos un té y te llevo a casa. No puedes subir la colina tan cargada.

– Claro que puedo.

– No pienso dejarte. -Abrió la puerta-. Vamos.

No podía irme sin la cesta y era evidente que no iba a devolvérmela, de modo que fui con él, resignada y a regañadientes, con las manos hundidas en los bolsillos para que no pudiera cogerme del brazo. Mi descortesía, aunque desconcertante, no le desanimó, pero cuando regresamos al puerto y volvimos a enfrentarnos a los embates del viento, estuve a punto de perder el equilibrio por culpa de una ráfaga inesperada, se echó a reír y tiró de mi mano hasta sacármela del bolsillo y envolverla en la suya. Era difícil no rendirse ante aquel gesto protector y de perdón.

En cuanto vi la tienda -el edificio alto y estrecho entre dos bajos y anchos- advertí que había habido cambios notables. Los marcos de las ventanas estaban pintados, los cristales del escaparate limpios y un cartel encima de la puerta anunciaba: Joss GARDNER.

– ¿Qué te parece? -Joss estaba muy orgulloso.

– Impresionante -tuve que admitir.

Sacó una llave del bolsillo y entramos en la tienda. Había paquetes dispersos por el suelo de baldosas y, en las paredes, estanterías de distinta anchura que llegaban hasta el techo. En el centro de la estancia había un expositor, parecido a esas estructuras de barras y cuadros metálicos que hay en los parques para que jueguen los niños, donde ya estaba colocada la porcelana y la moderna cristalería danesa, las cacerolas de colores brillantes y las mantas indias de ingeniosos dibujos. Las paredes eran blancas y la ebanistería natural, lo que, sumado al suelo gris, proporcionaba un fondo adecuado para los coloridos artículos que Joss iba a vender. Al fondo del local, una escalera sin barandilla conducía a los pisos superiores, y otra puerta, entreabierta, llevaba a lo que parecía un sótano oscuro.

– Sube… -Joss iba adelante y yo lo seguí.

– ¿Qué es esa puerta?

– El taller. Hay un desorden tremendo, ya te lo enseñaré otro día. Bueno, aquí está. -Llegamos al primer piso. Apenas podíamos movernos en medio de las cestas y artículos de mimbre-. Esto todavía no está lo que se dice arreglado pero, como puedes ver, aquí es donde pienso vender cestas para la leña, para pinzas, para la compra, para los recién nacidos, para la ropa o para lo que quieras.

Los pisos no eran grandes. La estrecha casa se reducía a una escalera amplia con un rellano en cada planta.

– Sigamos subiendo. ¿Cómo están tus piernas? Y ahora llegamos a la piéce de résistance, la residencia palaciega del propietario. -Pasé delante de un cuartito de baño empotrado bajo del ángulo de la escalera. Rezagada detrás de las largas piernas de Joss, me puse a recordar las tiernas descripciones que Andrea había hecho del apartamento. Esperaba que no fuera como ella me lo había descrito, sino totalmente distinto, para corroborar que se había dejado dominar por la imaginación y que lo había inventado todo.

Igual que en las revistas, con una cama que es una especie de sofá y montones de cojines, y una chimenea.

Era tal como ella lo había descrito. Cuando subí los últimos escalones, mi efímera esperanza se desvaneció. Sí tenía, en efecto, algo de íntimo y secreto, con el techo inclinado hasta el suelo y una mansarda levantada al borde del alero. Vi la pequeña cocina, encajada detrás de un mostrador, como un bar, y la vieja alfombra turca sobre el suelo, y el sofá, cubierto con una manta roja, contra la pared. Como había dicho ella, había cojines esparcidos por todos lados.

Joss había dejado la cesta, se quitó la ropa mojada y la colgó en un antiguo perchero de mimbre.

– Quítate eso antes de que te congeles -me dijo-. Voy a encender el fuego.

– No puedo quedarme, Joss…

– No es motivo para que no encienda el fuego. Y por favor, quítate el abrigo.

Me lo desabroché con los dedos ateridos. Me quité el empapado gorro de lana y la trenza me cayó sobre el hombro. Mientras colgaba estas cosas junto a las de Joss, se dedicó a encender el fuego. Partió unas ramas, hizo bolas de papel, amontonó las cenizas de un fuego anterior y lo encendió con una cerilla larga. Cuando las llamas empezaron a brotar, cogió leña untada en brea de una cesta que había junto al hogar y la amontonó alrededor de las llamas. Crepitaron y crujieron y no tardaron en prenderse. A la luz del fuego, la habitación se llenó de vida. Joss se puso en pie y se volvió para mirarme.

– Dime qué te apetece. ¿Café? ¿Té? ¿Chocolate? ¿Brandy con soda?

– Café, por favor.

– Marchando dos cafés. -Fue detrás del mostrador, puso agua en la cafetera y encendió el fuego. Mientras buscaba la bandeja y las tazas, yo me acerqué a la ventana, me arrodillé sobre el saliente que había debajo y miré la calle bañada con la espuma de las olas que rompían contra el dique. Los barcos del puerto se agitaban como corchos enloquecidos y las gaviotas planeaban chillando en el viento sobre los mástiles oscilantes. Absorto en la tarea de preparar el café, Joss se movía de un lado a otro de la cocina con manos expertas, autosuficiente como un marinero resuelto. Así ocupado parecía inofensivo, pero lo desconcertante de las confesiones de Andrea era que todas parecían contener un consistente elemento de verdad.

Sólo conocía a Joss desde hacía unos días pero ya lo había visto en todos sus estados de ánimo. Sabía que podía ser encantador, tozudo, colérico y un maleducado imperdonable. No era difícil imaginárselo como un amante tierno y apasionado, pero era muy desagradable imaginarlo con Andrea.

De pronto levantó la vista y se encontró con mi mirada. Me sentí turbada porque me pareció que descubría mis pensamientos. Para desviar la atención hacia otro tema, dije con rapidez:

– Con buen tiempo se tiene que disfrutar desde aquí de una vista preciosa.

– Puedo ver hasta el faro.

– En verano tiene que ser como estar en el extranjero.

– En verano es como el metro en Piccadilly en hora punta. Pero sólo son dos meses. -Salió de detrás del mostrador con una bandeja y dos tazas humeantes, la azucarera y la lechera. El aroma del café era delicioso. Acercó un alargado taburete con el pie, apoyó la bandeja en un extremo y se sentó en el otro. Así estábamos frente a frente.

– Quiero que me sigas hablando sobre lo que hiciste ayer -dijo Joss-. ¿Adonde fuisteis, aparte de a Falmouth?

Le conté lo que habíamos hecho en St. Endon y en la pequeña casa de comidas que había al borde del agua.

– Sí, he oído hablar de ese lugar pero no he estado nunca allí. ¿Comisteis bien?

– Sí. Y hacía tan buen día que nos sentamos al sol.

– Así es la costa sur. ¿Y después qué pasó?

– No pasó nada. Volvimos a casa.

Me alcanzó una taza y un plato.

– ¿Te llevó a ver High Cross?

– Sí.

– ¿Viste el salón automovilístico?

– Sí. Y la casa de Mollie.

– ¿Qué te parecieron aquellos coches tan elegantes y sexys?

– Eso justamente: elegantes y sexys.

– ¿Conociste a alguno de los que trabajan con él?

Preguntaba con tanta despreocupación que me puse en guardia.

– ¿A quién, por ejemplo?

– ¿Morris Tatcombe?

– Joss, no me has invitado aquí a tomar café simplemente, ¿verdad? Estás tratando de sonsacarme información.

– No. Te lo juro. Sólo me preguntaba si Morris trabajaba para Eliot.

– ¿Qué sabes de Morris?

– Que es un canalla.

– Es un buen mecánico.

– Eso es cierto. Todo el mundo lo sabe y es lo único bueno que tiene. Pero también es cierto que es un individuo totalmente corrompido y violento hasta la médula.

– Si es un individuo totalmente corrompido, ¿por qué no está en la cárcel?

– Ya ha estado. Acaba de salir.

No supe qué replicar. Pero seguí adelante, y en un tono que me hizo parecer más segura de lo que estaba:

– ¿Y cómo sabes que es violento…?

– Porque una noche tuvimos una pelea en un bar. Salimos y le di un puñetazo en la nariz. Y fue una suerte que le pegara primero porque él tenía una navaja.

– ¿Por qué me cuentas todo esto?

– Porque tú me has preguntado. Si no quieres que te cuenten cosas, no hagas preguntas.

– ¿Y qué puedo hacer yo al respecto?

– Nada. Absolutamente nada. Lamento haber sacado a relucir el tema. Pero había oído decir que Eliot le había dado trabajo y esperaba que no fuera cierto.

– No te gusta Eliot, ¿verdad?

– Ni me gusta ni me disgusta. No tiene nada que ver conmigo. Pero te voy a decir algo: anda con muy malas compañías.

– ¿Te refieres a Ernest Padlow?

Joss me dirigió una mirada llena de admiración reticente.

– Si algo puede decirse en tu favor, es que no pierdes el tiempo. Se diría que lo sabes todo.

– A Ernest Padlow lo conozco porque lo vi con Eliot la primera noche, cuando me llevaste a cenar a «El Ancla».

– Ése es otro granuja de mucho cuidado. Si Ernest se saliera con la suya, todo Porthkerris se transformaría en un parking. No quedaría ni una casa en pie. Y todos tendríamos que irnos a vivir a la colina, a sus bonitas casas de ensueño que dentro de diez años estarán llenas de goteras, grietas y cayéndose en pedazos.

No contesté a aquella perorata. Me tomé el café mientras pensaba lo agradable que sería mantener una conversación sin remitirse a viejas rencillas que nada tenían que ver conmigo. Estaba harta de oír que aquellos a quienes yo apreciaba destruían la reputación de todos los demás.

Terminé el café, dejé la taza y dije:

– Tengo que volver a casa.

Joss se disculpó a regañadientes.

– Lo siento.

– ¿Por qué?

– Por perder los estribos.

– Eliot es mi primo, Joss.

– Lo sé. -Bajó la mirada mientras hacía girar la taza entre las manos-. Pero sin proponérmelo, también yo he acabado por preocuparme por Boscarva.

– Bueno, pero no te desquites conmigo. -Sus ojos se clavaron en los míos.

– No estaba enfadado contigo.

– Ya lo sé. -Me puse en pie-. Tengo que marcharme -repetí.

– Te llevaré.

– No tienes por qué hacerlo… -Pero no me hizo caso, cogió mi abrigo del perchero y me ayudó a ponérmelo. Tiré del gorro de lana hasta que me cubrió las orejas y recogí la cesta.

Sonó el teléfono.

Joss fue a contestar con el impermeable puesto y yo empecé a bajar la escalera. Le oí decir, justo antes de levantar el auricular: «Espérame, Rebecca. Sólo un instante…» Y luego al teléfono: «¿Diga? Sí, soy Joss Gardner…»

Llegué a la planta baja y a la tienda. Todavía llovía. Podía oír a Joss arriba, hablando por teléfono.

Aburrida de esperarle, tal vez curiosa, abrí la puerta del taller, encendí la luz y descendí cuatro escalones de piedra. Reinaba la confusión de costumbre, bancos de carpintero, virutas de madera, chatarra, herramientas, tornos; el ambiente olía a cola, a madera recién cortada, a barniz. También había un montón de muebles viejos tan llenos de polvo y desvencijados que era imposible decir si tenían valor o no. Una cómoda sin tiradores, una mesita de noche a la que le faltaba una pata.

Entonces los vi, al fondo de la habitación, entre las sombras: un buró en perfectas condiciones y junto a él una silla de estilo Chippendale chino, con el asiento tapizado con tela bordada con motivos florales.

Me sentí enferma, como si me hubieran dado un puntapié en el estómago. Me di la vuelta y subí los escalones, apagué la luz y cerré la puerta, atravesé la tienda y salí a las cortantes ráfagas de viento de aquel espantoso día de febrero.

Hay un desorden tremendo, ya te lo enseñaré otro día.

Eché a andar hasta que me di cuenta de que estaba corriendo hacia la iglesia, adentrándome en un laberinto de callejuelas donde él nunca podría encontrarme. Corría, siempre colina arriba, entorpecida por la cesta de la compra que pesaba un quintal. El corazón me latía con violencia y sentía el sabor de la sangre en la boca.

Eliot tenía razón. Para Joss había sido muy fácil y había aprovechado la oportunidad. Eso era todo. Era mi buró, el escritorio que se había llevado era mío, pero se lo había llevado de la casa de Grenville, arrojándole a la cara al anciano su confianza y su amabilidad.

Fue fácil pensar en matar a Joss. Me dije que nunca más volvería a hablarle ni soportaría su presencia. En mi vida había estado más disgustada. Con él; pero todavía más conmigo misma por haberme dejado engañar por su encanto vacío, por haber comprobado que estaba totalmente equivocada. Nunca había estado tan furiosa.

Subí la colina dando traspiés.

Pero si estaba furiosa, ¿por qué lloraba?

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