Capítulo 6

– Perdónale -dijo Mollie-. El tacto no es una de sus virtudes.

Eliot rió secamente.

– Ése es el eufemismo del año.

– Está restaurando unos muebles -me explicó Mollie-. Son viejos y han estado muy descuidados. Joss es un artesano maravilloso, pero nunca sabemos cuándo llega ni cuándo se va.

– Algún día -añadió su hijo- perderé la paciencia y le romperé la nariz de un puñetazo. -Me sonrió, como desmintiendo la violencia de sus palabras-. Yo también tengo que irme. Ya se me hacía tarde cuando te encontré y ahora voy doblemente retrasado. ¿Me disculpas, Rebecca?

– Por supuesto, y perdona. Ha sido culpa mía. Gracias por tu amabilidad.

– Me alegro de haberme detenido. Al parecer me di cuenta de que era algo importante. Hasta luego.

– Sí. Hasta luego -dijo Mollie-. Rebecca no puede irse ahora que nos ha encontrado.

– Bueno. Os dejo para que lo arregléis todo. -Se dirigió hacia la puerta, pero su madre se lo impidió con dulzura.

– Eliot. -El aludido se volvió-. La carta.

– ¡Ah, si, claro! -Sacó del bolsillo la fatídica carta, un poco arrugada, y se la entregó a Mollie-. No dejes que Pettifer haga un melodrama. Es muy sentimental.

– No te preocupes.

Eliot sonrió otra vez y se despidió de nosotras.

– Os veré a la hora de cenar.

Y desapareció. Silbó al perro al cruzar el vestíbulo. Oímos abrirse y cerrarse la puerta principal y después el motor del coche. Mollie se volvió a mí.

– Bueno -dijo-, ven a sentarte junto al fuego y cuéntamelo todo.

Repetí la historia, como antes con Joss y la señora Kernow, pero esta vez titubeé un poco al contar que Otto y Lisa habían vivido juntos, como si me avergonzara, cosa que nunca me había pasado. Mientras yo hablaba y ella escuchaba, traté de analizar aquella sensación, de entender por qué a mi madre le había disgustado tanto Mollie. Quizás había sido una antipatía natural. Era evidente que no tenían nada en común. Y mi madre nunca había sido muy tolerante con las mujeres que la aburrían. Con los hombres, en cambio, era diferente. Los hombres siempre eran graciosos. Pero las mujeres tenían que ser muy especiales para que mi madre tolerara su compañía. No. No todo podía haber sido culpa de Mollie. Sentada frente a ella, junto al fuego, me dije que mis relaciones con ella iban a ser cordiales y que así compensaría, aunque fuera sólo en parte, el desprecio que había recibido de Lisa.

– ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en Porthkerris? El trabajo… ¿tienes que volver?

– No. Me han dado una especie de permiso indefinido.

– ¿Te vas a quedar aquí, con nosotros?

– Bueno… tengo una habitación en casa de la señora Kernow.

– Sí, pero estarías mucho mejor aquí. El único problema es que no hay demasiado espacio. Tendrías que dormir en la buhardilla. Es una habitación pequeña, pero bonita, si no te importa el techo inclinado y procuras no darte un golpe en la cabeza. Eliot y yo ocupamos todas las habitaciones de los huéspedes y, además, una sobrina mía está pasando unos días con nosotros. Podríais haceros amigas. Le vendrá muy bien que haya alguien joven por aquí.

Me pregunté dónde estaría la sobrina.

– ¿Cuántos años tiene?

– Diecisiete. Es una edad difícil y creo que su madre pensó que le convendría estar un tiempo fuera de Londres. Ellos viven allí, ¿sabes?, y por supuesto, tiene muchos amigos y pasan tantas cosas… -Estaba claro que le resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas-. Sea como fuere, Andrea ha venido a pasar un par de semanas y cambiar un poco de aires, pero por desgracia creo que se aburre.

Me imaginé a los diecisiete años, en el lugar de la desconocida Andrea: estar en esa casa cálida y acogedora, atendida por Mollie y Pettifer, con el mar y los acantilados en la puerta, con aquel paisaje que invitaba a dar largos paseos y con todas las callejuelas sinuosas de Porthkerris esperándome para que las explorara… habría sido como tocar el cielo con las manos, jamás me habría aburrido. Me pregunté si la sobrina de Mollie y yo tendríamos algo en común.

– Bueno -prosiguió-, como ya sabes, Eliot y yo estamos aquí solamente porque murió la señora Pettifer y los dos ancianos no podían arreglárselas solos. Tenemos a la señora Thomas, que viene todas las mañanas a ayudarme con la casa, pero cocino yo y procuro tener este lugar lo más brillante y hermoso que puedo.

– Las flores son preciosas.

– No soporto una casa sin flores.

– ¿Y qué hay de tu propia casa?

– Ay, querida, está vacía. Te llevaré un día a High Cross para enseñártela. Después de la guerra compré dos chalés antiguos y los reformé. Está feo que lo diga yo, pero la casa es preciosa. Y está cerca del salón-garaje de Eliot; desde que estamos aquí, no abandona la carretera.

– Sí, ya me lo imagino.

Volví a oír pasos que se acercaban por el vestíbulo. Un momento después se abrió la puerta y entró Pettifer con mucho cuidado con una bandeja cargada con todo lo necesario para un café de media mañana, incluida una humeante cafetera de plata.

– Ah, gracias, Pettifer.

Pettifer se adelantó, vencido por la carga, y Mollie se levantó para coger un taburete y ponerlo con rapidez debajo de la bandeja para que el anciano la dejara antes de que se le cayera al suelo.

– Espléndido, Pettifer.

– Una de las tazas era para Joss.

– Está arriba, trabajando. Seguramente se ha olvidado del café. No te preocupes, ya me lo tomaré yo. Otra cosa, Pettifer… -Pettifer se enderezó con lentitud, como si le dolieran todas las articulaciones. Mollie cogió la carta de Ibiza que había dejado sobre la chimenea para mayor seguridad-. Pensamos, todos nosotros, que sería mejor que fueses tú quien le comunicara al capitán lo de su hija y quien le entregara la carta. Pensamos que le resultaría menos doloroso si lo escuchara de tus labios. ¿Te importaría?

Pettifer cogió el delgado sobre azul.

– No, señora. Lo haré. Ahora mismo iba a subir para ayudar al capitán a levantarse y a vestirse.

– Eres muy amable, Pettifer.

– Gracias, señora.

– Y dile que Rebecca está aquí. Y que se va a quedar con nosotros. Habrá que ponerle la cama en la buhardilla, pero estará bien.

El rostro de Pettifer volvió a iluminarse. Me pregunté si alguna vez sonreiría de verdad o si estaría tan acostumbrado a aquella expresión lúgubre que las manifestaciones de alegría se le habían vuelto ya físicamente imposibles.

– Me alegra que se quede -dijo-. Al capitán también le gustará.

Cuando nos quedamos solas, dije:

– Seguramente tienes mucho que hacer. ¿No sería mejor que me fuera? Para no molestar, digo.

– Bueno, en realidad tienes que ir a buscar tus cosas a casa de la señora Kernow. ¿Cómo podemos arreglarlo? Podría llevarte Pettifer, pero ahora estará ocupado con Grenville y yo tengo que hablar con la señora Thomas por lo de tu habitación y pensar en la comida. ¿Qué podríamos hacer? -Yo no sabía qué decirle. Desde luego, no iba a poder cargar todo mi equipaje colina arriba desde la ciudad. Pero, por suerte, Mollie respondió a su propia pregunta-. Ya lo sé. Joss. Él puede llevarte y traerte con la furgoneta.

– Pero, ¿no está trabajando?

– Creo que por una vez podemos interrumpirle. No ocurre muy a menudo. Estoy segura de que no le importará. Anda, vamos a buscarlo.

Había creído que me conduciría a alguna dependencia olvidada o a un cobertizo donde encontraría a Joss rodeado de virutas y olor a cola de carpintero, pero, ante mi sorpresa, me llevó al piso de arriba, motivo por el que me olvidé de Joss; porque se trataba de mis primeras impresiones de Boscarva -el lugar donde había crecido mi madre- y no quería perderme ningún detalle. Las escaleras no estaban alfombradas, la madera que revestía las paredes llegaba hasta la mitad y de aquí hasta el techo estaban decoradas con papel de color oscuro. Sobre este papel colgaban cuadros macizos pintados al óleo. Todo contrastaba con el salón femenino y delicado de la planta baja. En el primer piso había dos pasillos que conducían uno a la derecha y el otro a la izquierda; y una cómoda de nogal barnizado y anaqueles repletos de libros. Seguimos subiendo. Vi esterillas rojas, pintura blanca y el pasillo que volvía a bifurcarse. Mollie dobló a la derecha. Al final de este pasillo había una puerta abierta por la que salían las voces de un hombre y una joven.

Mollie pareció vacilar y apretó el paso con determinación. Vista desde atrás, me pareció impresionante.

La seguí por el pasillo y a través de la puerta, y nos encontramos en una buhardilla que, gracias a un tragaluz, habían convertido en estudio o tal vez en una sala de billar, ya que, pegado a la pared, había un abultado sofá con asiento de cuero y brazos y patas de roble. Pero era evidente que aquella habitación fría y aireada se utilizaba como taller. Joss estaba en el centro, rodeado de sillas, marcos rotos, una mesa con una pata torcida, retazos de cuero, herramientas, clavos y un viejo hornillo de gas sobre el que había un pote de cola de aspecto desagradable. Envuelto en un gastado delantal azul, colocaba con cuidado un precioso trozo de cuero escarlata sobre el asiento de una de las sillas, mientras charlaba con una joven que se volvió, con gesto apático, para ver quién había entrado en la habitación a interrumpir aquel íntimo tete á tete.

– ¡Andrea! -dijo Mollie. Y luego, con menos aspereza-: Andrea, no sabía que te habías levantado.

– Bueno, hace ya varias horas.

– ¿No has desayunado?

– No tenía ganas.

– Andrea, te presento a Rebecca. Rebecca Bayliss.

– Ah, sí. -Se volvió a mirarme-. Joss me ha estado hablando de ti.

– Encantada -dije. Era muy joven y muy delgada. El pelo largo le caía a ambos lados de la cara igual que manojos de algas marinas. Era bonita excepto por los ojos, muy claros, algo saltones y estropeados por el exceso de maquillaje. Llevaba téjanos, inevitablemente, y una camiseta de algodón que no parecía muy limpia y que dejaba bien claro que no llevaba nada debajo. Calzaba unas sandalias que parecían botas ortopédicas que se hubiesen decorado con franjas verdes y moradas. Del cuello le colgaba un cordón de cuero con una pesada cruz de plata de forma vagamente celta. Andrea, me dije. Aburrida de Boscarva. Y me sentí incómoda al pensar que ella y Joss habían hablado de mí. Me pregunté qué le habría dicho éste.

La joven no se movió: se quedó donde estaba, con las piernas abiertas, apoyada en una vieja mesa de caoba.

– Hola -dijo.

– Rebecca va a quedarse aquí -dijo Mollie. Joss levantó la vista, tenía la boca llena de clavos y un mechón de cabello negro sobre la frente; los ojos le brillaron con interés.

– ¿Dónde va a dormir? -preguntó Andrea-. Creí que la casa estaba llena.

– En la habitación que está al final del pasillo -le dijo su tía con brusquedad-. Joss, ¿me harías un favor? -Joss escupió limpiamente los clavos en la palma de la mano y se puso en pie mientras, con la muñeca, se apartaba de la frente el mechón de pelo-. ¿Podrías llevar a Rebecca ahora a casa de la señora Kernow, decirle que se viene aquí y ayudarla a traer el equipaje? ¿Sería mucha molestia?

– Ninguna -dijo Joss. Pero la cara de Andrea adoptó una expresión de resignación aburrida.

– Sé que es un engorro con el trabajo que tienes, pero la verdad es que nos harías un gran favor…

– No se preocupe. -Joss dejó el martillo y se puso a desanudar el lazo del delantal. Me hizo un guiño de complicidad-. Empiezo a acostumbrarme a ser el chófer de Rebecca.

Andrea dio un bufido, aunque ignoro si de fastidio o de impaciencia, se puso en pie de un salto y salió de la habitación. Por suerte, no nos regaló ningún portazo, pero creo que todos temimos la posibilidad.

Y de aquel modo volví al punto en que había comenzado, empotrada con Joss en su desvencijada furgoneta. Fuimos en silencio desde Boscarva hasta la urbanización del señor Padlow y por la ladera de la colina que conducía a la ciudad.

Fue Joss quien rompió el silencio.

– Así que todo ha salido bien.

– Sí.

– ¿Qué te parece tu familia?

– Todavía no los conozco a todos. No he visto a Grenville.

– Te caerá bien -dijo, pero de tal modo que fue como si hubiese dicho: El te caerá bien.

– Me caen bien todos.

– Estupendo.

Lo miré. Llevaba puesta la raída cazadora vaquera de color azul y un polo azul marino. De perfil parecía impasible. Pensé que tenía que ser muy fácil volverse loca por él.

– Háblame de Andrea -dije.

– ¿Qué quieres saber de Andrea?

– No lo sé. Cualquier cosa.

– Tiene diecisiete años y cree que está enamorada de un chico que ha conocido en Bellas Artes. Como sus padres no están de acuerdo con esa relación, la han mandado al campo con la querida tía Mollie. Y se aburre como una ostra.

– Ni que fueras su confidente.

– No hay nadie más con quien hablar.

– ¿Por qué no se vuelve a Londres?

– Porque tiene diecisiete años. No tiene dinero. Y creo que tampoco tiene el valor que haría falta para enfrentarse a sus padres.

– ¿Qué hace por el día?

– No sé. No estoy con ella todo el día. Por lo visto, no se levanta hasta la hora de comer y luego se pone a ver la televisión. Boscarva es un asilo de ancianos. Es lógico que se aburra.

– Sólo los aburridos se aburren -dije sin pensar. Aquello me lo había metido en la cabeza una maestra sabia y bien intencionada.

– Eso -dijo Joss- es de un mojigato que da pena.

– No era ésa mi intención.

Sonrió.

– ¿Nunca te has aburrido?

– Nadie que viviera con mi madre se habría aburrido.

Me sacabas de quicio, pero no me aburría contigo -canturreó.

– Exacto.

– Por lo que cuentas, era una mujer fabulosa. De las que me a mí gustan.

– Casi todos los hombres que la conocían pensaban igual.


Cuando llegamos a Fish Lane, la señora Kernow no estaba, pero Joss tenía llave. Entramos y subí a hacer la maleta y a preparar la mochila, mientras Joss escribía una nota a la señora Kernow en que le explicaba la nueva situación.

– ¿Y cómo le pago? -pregunté al bajar, mientras me echaba la mochila a la espalda.

– Ya lo arreglaré con ella cuando la vea. Se lo he puesto en la nota.

– También puedo pagarle yo.

– Desde luego, pero déjalo en mis manos.

Cogió la maleta y se dirigió a la puerta; no hubo oportunidad, pues, de seguir discutiendo.

Volvió a cargar mis cosas en la parte trasera de la furgoneta y partimos hacia Boscarva, pero esta vez por el camino del puerto.

– Quiero enseñarte la tienda… bueno, sólo quiero que veas dónde está. Para que sepas dónde encontrarme si me necesitas para algo.

– ¿Por qué iba a necesitarte?

– No sé. Podrías necesitar un buen consejo o dinero o divertirte un rato. Allí está, es inconfundible.

Era una casa alta y estrecha, encajada entre dos casas anchas y bajas. Tenía tres pisos con una ventana en cada uno, y la planta baja todavía en trance de reconstrucción, con la madera nueva sin pintar y grandes círculos de pintura blanca en el escaparate.

Cuando pasamos delante de la tienda, con los neumáticos vibrando sobre los adoquines, dije:

– Está bien situada, seguro que todos los turistas entrarán a gastarse el dinero.

– Ojalá.

– ¿Cuándo podré verla?

– La semana próxima, si quieres. Creo que para entonces ya estará más o menos arreglada.

– De acuerdo. La semana próxima.

– Es una cita -dijo Joss, y dobló al llegar a la esquina de la iglesia. Puso la segunda y subimos rugiendo, con un ruido semejante al de una moto sin tubo de escape.

Al llegar a Boscarva, Pettifer apareció en la puerta principal en el momento en que Joss cogía la maleta de la parte trasera del vehículo. Nos había oído llegar.

– Joss, el capitán está abajo, en su estudio. Dijo que Rebecca fuera a verle en cuanto llegara.

Joss le miró.

– ¿Cómo está?

Pettifer bajó la cabeza.

– Así así.

– ¿Está muy alterado?

– Está perfectamente… Deja la maleta, ya la subo yo.

– Ni hablar -dijo Joss. Y por una vez me alegré de que se comportara con su habitual sentido de la autoridad-. La llevo yo. ¿Dónde va a dormir Rebecca?

– En la buhardilla… al fondo del pasillo donde está la sala de billar. Pero el capitán dijo que fuera enseguida.

– Ya sé. -Joss esbozó una sonrisa-. Y los relojes de la Marina adelantan cinco minutos. Pero todavía nos queda tiempo para instalar a la joven, de manera que sé bueno y no me líes.

Dejamos a Pettifer quejándose en voz baja y subí detrás de Joss los dos tramos de escalera que ya había subido aquella misma mañana. Ya no se oía la aspiradora pero percibía el olor del cordero asado. Entonces me di cuenta de que tenía un hambre de lobo y la boca se me hizo agua. Joss subía volando gracias a sus largas piernas y cuando yo llegué a la habitación de techo inclinado que iba a ser mía, ya había soltado la maleta y la mochila y había abierto la ventana de par en par. Una ráfaga de aire salado y frío me dio la bienvenida.

– Ven a ver el paisaje.

Me situé junto a él. Contemplé el mar, los acantilados, el matiz dorado de los helechos y los cirios amarillentos de las primeras aulagas. Debajo se extendía el jardín de Boscarva, que no había podido ver desde la ventana del salón debido al antepecho de piedra que rodeaba la terraza. Constaba de una serie de terrazas que escalonaban la falda de la colina y, al fondo, pegado a un ángulo del muro del jardín, había una pequeña casa de piedra con techo de pizarra. No, no era una casa, tal vez un establo con altillo espacioso.

– ¿Qué es ese edificio? -pregunté.

– El estudio -respondió Joss-. Allí pintaba tu abuelo.

– No parece un estudio.

– Por el otro lado sí. La pared que da al norte es toda de cristal. Lo diseñó él mismo y mandó que lo construyera un albañil de aquí.

– Parece cerrado.

– Totalmente. Incluso los postigos. Nadie lo ha abierto desde que tuvo el infarto y dejó de pintar.

De pronto me estremecí.

– ¿Tienes frío? -preguntó Joss.

– No sé. -Me aparté de la ventana, me desabroché el abrigo y lo tiré a los pies de la cama. La habitación era blanca y la alfombra de color granate. Había un ropero empotrado, estantes repletos de libros y una pila. Fui a lavarme las manos e hice girar el jabón varias veces bajo el agua caliente. Encima de la pila había un espejo que me devolvió una imagen tan desaliñada como tensa. Entonces me di cuenta de que me había puesto nerviosa pensar en el encuentro con Grenville y en lo importante que me parecía que tuviera buena impresión de mí. Me sequé las manos, abrí la mochila y busqué el cepillo y el peine.

– ¿Era buen pintor? ¿Crees que era un buen artista?

– Sí, de la vieja escuela, por supuesto, pero magnífico. Y un colorista fantástico.

Me quité la goma del extremo de la trenza, sacudí los mechones para que se soltaran y volví al espejo para cepillarme. Veía a Joss, que me observaba, por encima del reflejo de mi hombro. Mientras me cepillaba, me peinaba y volvía a trenzarme el cabello, no dijo ni una sola palabra. Cuando sujeté la punta de la trenza, dijo:

– Es un color muy hermoso. Como el trigo.

Dejé el peine y el cepillo.

– No quiero hacerle esperar.

– ¿Quieres que vaya contigo?

– Sí, por favor.

Me di cuenta de que era la primera vez que le pedía ayuda.

Lo seguí escaleras abajo, a través del vestíbulo y el salón, hasta una puerta que había al final del pasillo. Joss la abrió y asomó la cabeza.

– Buenos días -dijo.

– ¿Quién es? ¿Joss? Pasa, pasa… -Su voz era más aguda de lo que había esperado, parecía la de un hombre mucho más joven.

– Vengo con una persona que quiere verle…

Abrió la puerta de par en par y me puso los brazos en la espalda como para empujarme hacia el interior. Era una habitación pequeña, con balcones que daban a una terraza embaldosada y a un jardín privado, caldeado por la luz del sol y cerrado por setos macizos de escalonias.

Miré el fuego que ardía en el hogar, las paredes de madera y cubiertas de cuadros o de libros, y en la repisa de la chimenea la maqueta de un barco antiguo. Había fotografías con marco de plata, una mesa atestada de periódicos y revistas y un jarrón chino, azul y blanco, lleno de narcisos.

Cuando entré, el capitán se incorporaba despacio, con pesadez, ayudándose con un bastón. Había estado sentado en un sillón de cuero rojo delante de la lumbre. Me sorprendió que Joss no hiciera nada para ayudarle y fui a decir: «Por favor, no se moleste…», pero para entonces ya estaba totalmente erguido y me miraba con fijeza con los ojos azules abiertos bajo una frente protuberante y unas cejas blancas y erizadas.

Entonces me di cuenta de que me había preparado para encontrarme ante un hombre digno de lástima, viejo, achacoso, incluso con las manos algo trémulas. Pero a los ochenta años Grenville Bayliss tenía un aspecto envidiable. Muy alto, muy tieso, almidonado y afeitado, y despidiendo cierto olor a brillantina, hacía honor a los esfuerzos de su criado Pettifer. Vestía una chaqueta azul marino de corte marinero, pantalones de franela gris con la raya perfectamente planchada y zapatillas de terciopelo con sus iniciales bordadas en oro. Estaba muy bronceado, con el cuero cabelludo tan marrón como las castañas bajo los raleantes mechones de pelo blanco, y me imaginé que pasaría mucho tiempo en aquel jardincito particular y soleado, leyendo el diario de la mañana, disfrutando de su pipa, observando las gaviotas y las nubes blancas que atravesaban el cielo a toda velocidad.

Nos miramos. Yo quería que me dijera algo, pero se limitaba a mirarme. Esperaba que le gustase lo que veía y me alegré de haberme preocupado de cepillarme el pelo.

– En mi vida -dijo- había estado en una situación así. Ni siquiera sé cómo hemos de saludarnos.

– Podría darte un beso -dije.

– Pues dámelo.

Seguí su indicación, me acerqué y alcé la cara. Se inclinó ligeramente y rocé con los labios la piel suave y limpia de su mejilla.

– Ahora -dijo-, a sentarse. Joss, ven y siéntate tú también.

Pero Joss se disculpó diciendo que si no se ponía a trabajar inmediatamente, no haría nada en todo el día. Sin embargo, se quedó lo suficiente para ayudar al anciano a sentarse en el sillón y servirnos a ambos una copa de jerez de la botella que había encima de la mesita de servicio.

– Os dejo -dijo a continuación-. Tendréis mucho que deciros -y desapareció agitando la mano con viveza. La puerta se cerró con suavidad a sus espaldas.

– Supongo que lo conoces bien -dijo Grenville.

Acerqué un taburete para sentarme delante de él.

– En realidad, no. Pero ha sido muy amable conmigo y muy… -traté de encontrar la palabra justa- oportuno. Quiero decir que siempre aparece cuando se le necesita.

– ¿Y nunca cuando no se le necesita? -No estaba muy segura de estar totalmente de acuerdo con él-. Es un muchacho listo. Está restaurando todos mis muebles.

– Sí, ya lo sé.

– Es un buen artesano. Tiene unas manos increíbles. -Dejó la copa y volvió a escrutarme con sus ojos azules-. Tu madre ha muerto.

– Sí, lo sé.

– He recibido una carta de ese tal Pedersen. Dice que ha sido leucemia.

– Sí.

– ¿Lo conoces?

Le conté lo del viaje a Ibiza y la noche que había pasado con Otto y con mi madre.

– Entonces, ¿era un buen hombre? ¿Bueno con tu madre?

– Sí. Era muy amable. Y la adoraba.

– Me alegro de que al fin diera con una buena persona. Casi todos los que le gustaban eran unos bergantes.

Sonreí al oír aquella palabra pasada de moda. Pensé en el poeta ovejero, en el norteamericano de las camisas Brooks Brothers y me pregunté cómo les habría sentado que les llamaran bergantes. Lo más seguro es que ni siquiera supieran qué significaba la palabra.

– Creo que, a veces, se dejaba llevar por el entusiasmo.

Una chispa de buen humor le brilló en los ojos.

– Parece que has adoptado una actitud muy mundana al respecto.

– Sí. Desde hace tiempo.

– Era una mujer desesperante. Pero de pequeña había sido la criatura más encantadora que te puedas imaginar. Yo la retrataba con frecuencia. Todavía conservo un par de telas de cuando era pequeña. Voy a decirle a Pettifer que las busque y te las enseñe. Después creció y cambió todo. Mi hijo Roger murió en la guerra y Lisa siempre discutía con su madre, se escapaba en su coche y no volvía a casa por la noche. Al final, se enamoró de aquel actor, y eso es todo.

– Estaba enamorada de verdad.

– Enamorada… -Parecía disgustado-. Se le da demasiado valor a esa palabra. En la vida hay muchas más cosas.

– Sí, pero eso tiene que averiguarlo cada uno por sí mismo. -Creo que mi respuesta le hizo gracia.

– ¿Tú ya lo has averiguado?

– No.

– ¿Cuántos años tienes?

– Veintiuno.

– Eres madura para tu edad. Y me gusta tu pelo. No te pareces a Lisa. Tampoco te pareces a tu padre. Te pareces a ti misma. -Recogió la copa, se la llevó con cuidado a los labios, tomó un sorbo y volvió a dejarla en la mesita. Aquellos movimientos cautelosos descubrían la verdadera edad que tenía, al igual que su falta de firmeza.

– Lisa debería haber vuelto a Boscarva -dijo-. La hubiéramos recibido con los brazos abiertos. Cuando hubiera querido. Y ahora que lo menciono, ¿por qué no viniste tú?

– No sabía que existiera Boscarva. Hasta la noche en que murió.

– Parece que tu madre quiso borrar su pasado. Le escribí cuando murió su madre, pero ni siquiera me contestó.

– Aquella Navidad estábamos en Nueva York. Tardó meses en recibir la carta. Y le pareció demasiado tarde para escribir. No se le daba bien escribir cartas.

– Estás de su parte. ¿No le guardas rencor por haberte mantenido alejada de este lugar? Podrías haberte criado aquí. Éste podría haber sido tu hogar.

– Ella era mi madre. Eso era lo que importaba.

– Tengo la impresión de que estás discutiendo conmigo. Ya nadie discute conmigo. Ni siquiera Pettifer. Es muy aburrido. -Volvió a clavarme los ojos azules-. ¿Conoces ya a Pettifer? Estuvimos juntos en la Marina hace casi un siglo. ¿Y a Mollie y Eliot? ¿Los has visto?

– Sí.

– No deberían estar aquí, por supuesto, pero el médico insistió. A mí no me importa, pero es duro para el pobre Pettifer. Mollie se ha traído además a una sobrina, una niña espantosa de pechos caídos. ¿La has visto?

Hice un esfuerzo para no reírme.

– Sí. Sólo un momento.

– Un momento ya es demasiado. ¿Y Boscarva? ¿Qué te parece Boscarva?

– Me encanta. Me encanta lo que he visto hasta ahora.

– La ciudad se extiende colina arriba. En la cima había una granja. Era de una anciana, la señora Gregory. Pero ese constructor la engatusó para que se la vendiera, las excavadoras han arrasado los campos y ahora plantan casas como si fueran champiñones.

– Ya lo sé. Las he visto.

– No se acercarán más, te lo aseguro, porque la granja que tenemos detrás de la casa y los campos que hay a ambos lados del camino me pertenecen. Los compré cuando compré Boscarva, en 1922. No voy a decirte lo poco que me costó todo. Pero un palmo de tierra alrededor siempre da seguridad. Acuérdate de esto que te digo.

– Sí.

Frunció el ceño.

– Dime cómo te llamas. Me lo han dicho pero no me acuerdo.

– Rebecca.

– Rebecca. ¿Y cómo vas a llamarme?

– No sé. ¿Cómo quieres que te llame?

– Eliot me llama Grenville. Llámame Grenville tú también. Suena más íntimo.

– De acuerdo.

Apuramos el jerez sonriendo, satisfechos el uno con el otro. Al cabo del rato oímos sonar un gong en la parte trasera de la casa. Grenville dejó la copa y se puso en pie con mucho esfuerzo. Me adelanté para abrirle la puerta. Recorrimos juntos el pasillo en busca del comedor y la comida familiar.

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