Capítulo 4

Necesitaba defensas. Necesitaba reconstruir mi confianza y mi amor propio: no me gustaba el papel de niña abandonada y rescatada en el que me encontraba de pronto. Un baño caliente y un cambio de ropa me ayudaron a recuperar la calma. Me peiné, me pinté los ojos, me eché encima todo el perfume caro que quedaba en el frasco que había llevado conmigo y de aquel modo recorrí la mitad del camino hacia la recuperación total. Ya había sacado un vestido de la omnipresente mochila y lo había tenido un rato colgado para que se le fueran las arrugas. Me lo puse. Era oscuro, de algodón y de manga larga. Me puse unas medias oscuras muy finas y unos zapatos de tacón alto y con hebillas anticuadas que había comprado hacía tiempo en una tienda de Portobello Road.

Mientras me ponía los pendientes de perlas oí, por encima del rugido del viento, el ronroneo de la furgoneta de Joss Gardner, cuyos neumáticos resonaron sobre los adoquines al acercarse. Chirriaron los frenos y un momento después oí su voz, llamando primero a la señora Kernow y luego a mí.

Me puse el segundo pendiente sin prisa ninguna. Recogí el bolso y el abrigo de cuero, que había puesto cerca de la estufa eléctrica con la inútil esperanza de que se secara. Lo único que el calor había conseguido era aumentar el olor a perro que había despertado el rato que había pasado bajo la lluvia; y seguía pesando como si fuera de plomo. Me lo puse en el antebrazo y bajé las escaleras.

– ¡Hola!

Joss, que estaba en el vestíbulo, levantó la vista.

– Caramba, qué cambio. ¿Ya te sientes mejor?

– Sí.

– Dame el abrigo.

Lo cogió con la intención de ayudarme a ponérmelo; pero, vencido por el peso de la prenda, cayó de rodillas como si imitara a un forzudo sin fuerzas.

– No puedes ponerte esto, te hundirías en la tierra. Además, todavía está mojado.

– No tengo otro. -Con el abrigo todavía en las manos, se echó a reír. Mi amor propio comenzó a desintegrarse y seguramente se me notó en la cara porque Joss dejó de reír y llamó a gritos a la señora Kernow. Cuando apareció ésta, con una expresión tan alarmada como afectuosa, Joss le puso el abrigo en las manos como si fuera un fardo y le pidió que lo secara, se desabrochó su impermeable negro, se lo quitó y con un ademán divertido, me lo puso sobre los hombros.

Debajo del impermeable llevaba un suéter gris y una bufanda de algodón anudada al cuello.

– Ya estamos listos para salir. -dijo. Y abrió la puerta a la cortina de lluvia.

– Pero así te vas a mojar -protesté.

– ¡Corre! -repuso por toda respuesta.

Eché a correr, él hizo lo propio y segundos más tarde estábamos otra vez en la furgoneta, algo mojados, pero muy poco. Cerramos con sendos portazos para aislarnos del aguacero, aunque el agua encharcada en el asiento y en el piso del vehículo me hizo sospechar que la cabina no era tan hermética como quizá lo había sido antaño. Joss puso en marcha el ruidoso motor y nos fuimos. Con el agua que había tanto dentro como fuera del vehículo, era como dar un paseo en un bote lleno de agujeros.

– ¿Adonde vamos? -pregunté.

– A «El Ancla». Está a la vuelta de la esquina. No es muy elegante. ¿Te importa?

– ¿Por qué habría de importarme?

– Podría importarte. Quizá esperabas que te llevara a «El Castillo».

– ¿A bailar el foxtrot al compás de una orquestina de tres músicos?

Hizo una mueca y dijo:

– No sé bailar el foxtrot. Nadie me ha enseñado.

Bajamos como una exhalación por Fish Lane, doblamos un par de esquinas en ángulo recto, pasamos por debajo de un arco de piedra y desembocamos en una plaza pequeña. En uno de los flancos de la plaza se alzaba un bar antiguo, un edificio de escasa altura y que desentonaba en el conjunto. Una luz cálida brillaba detrás de las ventanas apelotonadas alrededor de la puerta y el rótulo del local se balanceaba y gruñía a instancias del viento. Había cuatro o cinco automóviles estacionados delante y Joss introdujo la furgoneta entre dos vehículos, apagó el motor y dijo:

– Uno, dos, tres, ¡a correr! -y bajamos y recorrimos a toda velocidad la corta distancia que nos separaba del porche.

Una vez allí, Joss se sacudió con suavidad las perlas de lluvia que le habían quedado prendidas en el tejido del suéter, me quitó el impermeable de los hombros y me abrió la puerta.

El interior era cálido y olía como huelen siempre las viejas tabernas: a cerveza, a humo de pipa y a madera húmeda. Había una barra con taburetes y mesas dispuestas alrededor del salón. Dos ancianos jugaban a los dardos en un rincón.

El camarero levantó la vista y dijo:

– Hola, Joss.

Joss colgó el impermeable en un perchero y me condujo a través del salón para presentarme.

– Tommy, ésta es Rebecca. Rebecca, Tommy Williams. Tommy vive aquí desde que era niño; cualquier cosa que quieras saber acerca de Porthkerris o de la gente del pueblo, vienes y se la preguntas a él.

Nos saludamos. Tommy tenía el cabello gris y un montón de arrugas. A juzgar por su aspecto, cualquiera hubiera dicho que se dedicaba a la pesca en su tiempo libre. Nos sentamos en sendos taburetes y Joss pidió un whisky escocés con soda para mí y un whisky escocés con agua para él; mientras Tommy los preparaba, los dos hombres se pusieron a hablar y se enzarzaron en una de esas conversaciones agradables que suelen entablar los hombres en las tabernas.

– ¿Qué tal va todo? -dijo Tommy.

– Vamos tirando.

– ¿Cuándo abres?

– Con un poco de suerte, para Semana Santa.

– ¿Has terminado ya los arreglos?

– Más o menos.

– ¿Quién te hace la carpintería?

– Yo mismo.

– Siempre es un ahorro.

Mi atención se dispersó. Encendí un cigarrillo, miré a mi alrededor y me gustó lo que vi: los dos ancianos que jugaban a los dardos; dos jóvenes con téjanos y pelo largo encorvados sobre un par de jarras de cerveza amarga, discutiendo con ávida e intensa concentración sobre… ¿problemas existenciales?, ¿pintura conceptual?, ¿cómo iban a pagar el alquiler? Cualquier cosa. Pero que era muy importante para ambos.

Y más allá, cuatro personas mayores vestidas con ropa cara; los hombres conscientemente informales, las mujeres inconscientemente formales. Supuse que estarían alojados en «El Castillo» y que, aburridos quizá a causa del tiempo, habían bajado a la ciudad para recorrer un poco las calles más humildes. Parecían incómodos, como si supieran que su aspecto estaba fuera de lugar y apenas pudieran esperar para regresar al confort de terciopelo del gran hotel de la colina.

Mi mirada siguió vagando por el salón y entonces vi al perro. Era un perro hermoso, un gran setter de pelo rojizo, precioso y reluciente y la cola semejante a un sedoso penacho de piel cobriza que destacaba sobre las baldosas grises del suelo. Estaba sentado, inmóvil, cerca de su amo y de vez en cuando movía la cola con suavidad y emitía un ronroneo sordo de conformidad, como un aplauso privado.

Observé intrigada y con más atención al hombre que parecía el dueño de la envidiable criatura y lo encontré casi tan interesante como al perro. Sentado, con un codo en la mesa y el mentón apoyado en el puño, me ofrecía un perfil nítido y bien recortado, casi como si estuviera posando para que yo lo inspeccionara. Tenía la cabeza bien proporcionada y el cabello con el mismo aspecto espeso que el de un zorro plateado, el tipo de cabello de las personas que tienen canas cuando todavía son jóvenes. El único ojo que veía estaba hundido en las sombras, oscuro, la nariz era larga y aguileña, la boca agradable, el mentón bien formado. Y por la longitud de la muñeca -que emergía del puño de su camisa a cuadros y de la manga de una chaqueta de mezclilla gris- y la forma en que había acomodado las piernas debajo de la mesa, deduje que era alto, tal vez más de un metro ochenta.

Mientras le observaba, se rió de repente de algo que había dicho su compañero. Mi atención se desvió hacia el otro hombre y fue una sorpresa porque, por alguna razón, eran diametralmente opuestos. Uno era delgado y elegante; el otro era bajo, gordo, rubicundo y vestía una americana azul marino que le quedaba pequeña y una camisa cuyo cuello parecía a punto de estrangularle. No hacía calor en la taberna, pero el sudor le brillaba en la frente rojiza y advertí que le habían cortado el pelo con astucia y de modo que un mechón largo y grasiento le cubriese la cabeza para ocultar lo que por lo demás era una calvicie casi completa.

El dueño del perro no fumaba, pero el gordo aplastó de pronto la colilla en el cenicero como para subrayar algo que decía y, casi inmediatamente, sacó del bolsillo una pitillera de plata y otro cigarrillo.

Pero el dueño del perro, por lo visto, había decidido que ya era hora de marcharse. Separó la mano de la barbilla, se subió el puño de la camisa para mirar el reloj y apuró el contenido del vaso. El gordo, ansioso al parecer por obedecer las indicaciones del otro, encendió aprisa el cigarrillo y apuró el whisky de un trago. Al levantarse arrastraron las sillas, que chirriaron de un modo desagradable. El perro se levantó y se puso a trazar círculos de alegría con la cola.

De pie, tan bajo y gordo el uno como alto y delgado el otro, los dos hombres parecían peor emparejados que nunca. El flaco recogió el impermeable que había dejado en el respaldo de la silla y se lo echó sobre los hombros, como una capa, y se volvió hacia nosotros, hacia la puerta. Durante un segundo me sentí desilusionada: de frente, sus bien delineados rasgos no cumplían la promesa del perfil misterioso. Pero no tardé en olvidar la desilusión porque el hombre reconoció a Joss en aquel punto. Y Joss, tal vez intuyendo su presencia, dejó de hablar con Tommy Williams y se volvió para ver a quién tenía detrás. Por un momento parecieron desconcertados; el hombre alto sonrió y la sonrisa sembró de arrugas las mejillas magras y bronceadas, le circundó los ojos de patas de gallo y fue imposible no enternecerse ante tanta hermosura.

– Joss, hace tiempo que no nos vemos -dijo. Su voz era agradable y cordial.

– Hola -dijo Joss sin levantarse.

– Creí que estabas en Londres.

– No. Ya he vuelto.

El crujido de la puerta desvió mi atención. El otro hombre, el gordo, había hecho mutis por el foro. Deduje que tenía una cita urgente y no se lo había pensado dos veces.

– Le diré al viejo que te he visto.

– Sí, claro.

Los ojos hundidos se posaron en mí y se desviaron. Esperé a que Joss me presentara, pero no lo hizo. Por algún motivo, aquella falta de modales me sentó como una bofetada.

– Bueno, hasta la vista -dijo el hombre alto.

– Adiós -dijo Joss.

– Buenas noches, Tommy -dijo el hombre al camarero mientras empujaba la puerta para que saliera antes el perro.

– Buenas noches, señor Bayliss -dijo el camarero.

Sufrí una sacudida en la cabeza como si me hubiesen tirado de un tendón. El hombre ya había desaparecido por la puerta, que aún se balanceaba. Antes de saber lo que hacía, bajé del taburete para correr tras él, pero una mano me sujetó el brazo y me contuvo, y al volver la cabeza vi que era Joss quien me retenía. Durante un segundo de asombro se cruzaron nuestras miradas y me solté con brusquedad. Oí que un automóvil se ponía en marcha. Ya era demasiado tarde.

– ¿Quién es? -pregunté.

– Eliot Bayliss.

Eliot. El hijo de Roger. El niño de Mollie. El nieto de Grenville Bayliss. Mi primo. Mi familia.

– Es mi primo.

– No lo sabía.

– Pero sabes cómo me llamo. ¿Por qué no se lo has dicho? ¿Por qué no me has dejado ir tras él?

– Pronto lo conocerás. No te preocupes. Ahora ya es tarde y llueve demasiado para celebrar reuniones familiares.

– Grenville Bayliss es mi abuelo.

– Pensé que podía haber alguna relación -dijo Joss con frialdad-. Tómate otra copa.

Estaba enfadada; y muy en serio.

– No quiero otra copa.

– En ese caso, vamos a cenar.

– Tampoco quiero cenar.

Y la verdad es que en aquel momento realmente pensaba que no quería. No quería estar ni un minuto más con aquel joven grosero y dominante. Vi que apuraba el vaso y que bajaba del taburete, y durante un instante creí que iba a tomarme la palabra y devolverme a Fish Lane, a deshacerse de mí sin llevarme a cenar. Pero, por suerte, no aceptó el desafío; se limitó a pagar las consumiciones y sin decir palabra me hizo cruzar una puerta que había al otro extremo de la barra y que daba a una escalera y a un pequeño restaurante. Como no tenía otra alternativa, obedecí. Además, tenía hambre.

La mayoría de las mesas estaban ocupadas, pero una camarera vio a Joss, le reconoció, se acercó para darnos las buenas noches y nos llevó hasta una mesa que, obviamente, era la mejor del salón y que estaba en el recodo de una ventana. Del otro lado de los cristales se veían las siluetas de los techos bañados por la lluvia y, más allá, la líquida oscuridad del puerto que reflejaba las tenues luces de la calle y los fanales de los barcos pesqueros.

Nos sentamos frente a frente. Yo seguía muy enfadada y no le miraba a la cara. Guardé silencio y me puse a dibujar garabatos con el dedo en el mantel mientras le oía hacer el pedido. Por lo visto, tampoco tendría el derecho de elegir mi propia cena. Oí que la camarera decía: «¿Para la señorita también?», como si le sorprendiese aquella ligereza, y a Joss que respondía: «Sí, para la señorita también», y la camarera se retiró y nos quedamos solos.

Unos segundos después levanté la vista. Su mirada oscura se encontró con la mía y no pestañeó. El silencio se hizo más profundo y tuve la ridícula sensación de que estaba esperando que me disculpara.

– Si no vas a dejarme hablar sobre Eliot Bayliss, habla tú de él -dije.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Está casado? -fue lo primero que me vino a la cabeza.

– No.

– Es atractivo. -Joss pareció estar de acuerdo-. ¿Vive solo?

– No. Con su madre. Tienen una casa en High Cross, a unos ocho kilómetros de aquí, pero hace más o menos un año se mudaron a Boscarva, para estar con el viejo.

– ¿Está enfermo mi abuelo?

– No sabes mucho sobre tu familia, ¿verdad?

– No. -Mi voz sonó desafiante.

– Hace unos diez años, Grenville Bayliss sufrió un ataque al corazón. Pero parece que siempre ha tenido la fortaleza de un oso y se recuperó milagrosamente. No quiso dejar Boscarva y había un matrimonio que le cuidaba…

– ¿Los Pettifer?

Joss frunció el ceño.

– ¿Cómo sabes lo de los Pettifer?

– Me lo contó mi madre. -Pensé en las veladas vespertinas, en aquella lejana época en que mi madre se sentaba junto al fuego de la cocina-. Jamás imaginé que siguieran aquí.

– La señora Pettifer falleció el año pasado, así que Pettifer y tu abuelo se quedaron solos. Grenville Bayliss tiene ochenta años y Pettifer no puede ser mucho más joven. Mollie Bayliss quería que se mudaran a High Cross y que vendieran Boscarva, pero el viejo fue inflexible, así que ella y Eliot se fueron a vivir con él. Sin mucho entusiasmo, la verdad sea dicha. -Se echó hacia atrás en la silla y apoyó las elegantes manos en el borde de la mesa-. ¿Tu madre se llamaba Lisa? -Asentí-. Sabía que Grenville tenía una hija que a su vez había tenido una niña, pero el hecho de que te apellidaras Bayliss me confundió un poco.

– Mi padre abandonó a mi madre antes de que yo naciera. Ella jamás llevó el apellido.

– ¿Dónde está tu madre ahora?

– Murió hace unos días. En Ibiza. -Y repetí-: Hace unos días -porque de pronto me pareció que hacía toda una vida.

– Lo siento. -Hice un gesto vago porque no había nada que decir-. ¿Lo sabe tu abuelo?

– No lo sé.

– ¿Has venido a decírselo?

– Supongo que tendré que hacerlo. -La idea me espantaba.

– ¿Sabe que estás aquí, en Porthkerris?

Negué con la cabeza.

– Ni siguiera me conoce. Quiero decir que… nunca nos hemos visto. No había estado nunca aquí. -Hice la última confesión-: Ni siquiera sé cómo encontrar su casa.

– Sea como fuere, estoy convencido -dijo Joss- de que se va a llevar una sorpresa mayúscula.

Me sentí inquieta.

– ¿Es hombre frágil?

– No. No es hombre frágil. Es muy resistente. Pero se está haciendo viejo.

– Mi madre dice que inspiraba miedo. ¿Todavía es así?

Joss hizo una mueca espantosa y no hizo nada para consolarme.

– Es aterrador -dijo.

La camarera nos trajo la sopa. Era de rabo de buey, espesa, oscura y muy caliente. Tenía tanta hambre que me tomé hasta la última gota sin decir palabra. Cuando por fin solté la cuchara, levanté la vista y vi que Joss se reía de mí.

– Para no tener hambre, has hecho un buen papel.

Pero esta vez no me levanté. Aparté el plato vacío y apoyé los codos en la mesa.

– ¿Cómo es que sabes tanto sobre la familia Bayliss? -pregunté.

Joss no había engullido la sopa como yo. Se lo tomaba con mucha calma y untaba un panecillo con mantequilla con una parsimonia insoportable.

– Muy sencillo -dijo-. Trabajo en Boscarva.

– ¿Qué haces?

– Bueno, restauro muebles antiguos. Y no te quedes con la boca abierta, no te sienta bien.

– ¿Que restauras muebles antiguos? Me tomas el pelo.

– No. Y Grenville Bayliss tiene la casa llena de objetos viejos y muy valiosos. En su época, hizo un montón de dinero e invirtió la mayor parte en antigüedades. Pero claro, algunas están en estado calamitoso, no porque no se hayan barnizado bien, sino porque hace diez años instaló la calefacción central y la calefacción es la muerte para los muebles antiguos. Los cajones encogen, el barniz se reseca y se cuartea, y las patas se caen de las sillas. Por cierto -añadió, distraído por el recuerdo-, fui yo quien arregló tu silla de cerezo.

– Pero, ¿cuánto tiempo hace que te dedicas a la restauración?

– Vamos a ver… Dejé de estudiar a los diecisiete años, tengo veinticuatro ahora, así que unos siete años.

– Pero habrás tenido que aprender…

– Por supuesto. Primero hice ebanistería y carpintería, cuatro años en una escuela de artes y oficios de Londres, y después, con eso en el bolsillo, fui aprendiz durante un par de años con un carpintero de Sussex que hacía muebles de todas clases. Vivía con él y su esposa, hacía los peores trabajos en el taller y aprendí todo lo que sé. Me puse a sumar.

– Con eso son seis años. Y has dicho siete.

Se echó a reír.

– Me dediqué a viajar durante un año. Mis padres decían que me estaba volviendo un pueblerino. Mi padre tiene un primo que dirige un rancho en las Montañas Rocosas, al sudoeste de Colorado. Trabajé de peón en aquel rancho durante nueve meses o más. -Frunció el ceño-. ¿Se puede saber de qué te ríes?

– La primera vez que te vi, en la tienda… parecías un vaquero de verdad. Y me molestó que no lo fueras.

Sonrió.

– ¿Y sabes qué parecías tú?

Me puse a la defensiva.

– No.

– La niña modelo del orfanato perfecto. Y aquello me molestó a mí.

Un pequeño cruce de espadas y otra vez enfrentados.

Lo miré con antipatía mientras terminaba la sopa con faz risueña. Se acercó la camarera para retirar los platos vacíos y para dejar una jarra de vino tinto. No había oído a Joss pedir el vino, pero le vi servir dos copas y me fijé en sus largos dedos de punta anchadme gustaba la idea de que aquellos dedos trabajaran con la madera, con objetos antiguos y hermosos, moldeándolos, midiéndolos, engrasándolos y dándoles forma con paciencia. Levanté la copa y el vino resplandeció, rojo como el rubí, contra la luz.

– ¿Así que eso es todo lo que haces en Porthkerris? -dije-. ¿Restaurar los muebles de Grenville Bayliss?

– No, por Dios. Voy a abrir una tienda. Me las arreglé para alquilar un local en el puerto hace unos seis meses. Ahora estoy tratando de ponerlo en orden antes de Semana Santa, o de Pentecostés, o cuando empiece a moverse el comercio de verano.

– ¿Es un negocio de antigüedades?

– No. Habrá muebles modernos, espejos, tapicería. Pero la restauración de muebles antiguos tendrá un lugar en la parte de atrás. Tengo un taller. También tengo un pequeño apartamento en el piso de arriba, que es donde vivo ahora, gracias a lo cual pudiste ocupar mi antigua habitación en casa de la señora Kernow. Algún día, cuando hayas llegado a la conclusión de que soy persona de fiar, podrás subir por mis desvencijadas escaleras para que te lo enseñe.

Pasé por alto la insinuación.

– Si trabajas aquí, ¿qué hacías en la tienda de Londres?

– ¿En la de Tristram? Ya te lo dije, es un amigo. Voy a verle cada vez que voy a la ciudad.

Fruncí el ceño. Había demasiadas coincidencias. Nuestras vidas parecían estar ligadas a causa de ellas, como un paquete bien envuelto y atado con una cuerda. Vi que apuraba el vino y me sentí acosada una vez más por la sensación de desasosiego que me había embargado hacía un rato. Sabía que tenía mil preguntas que hacerle, pero antes de que pudiera pensar en una, la camarera nos trajo la carne, las legumbres, las patatas fritas y la ensalada. Tomé un sorbo de vino y observé a Joss, y cuando la camarera se fue, le dije:

– ¿Qué hace Eliot Bayliss?

– ¿Eliot? Tiene un taller en High Cross; se especializa en coches de segunda mano de gran potencia: Mercedes, Alfa Romeo. Si tienes la cuenta corriente adecuada puede ofrecerte prácticamente de todo.

– No te cae bien, ¿verdad?

– No he dicho que me cayera mal.

– Pero no te gusta.

– Quizá fuera más acertado decir que yo no le gusto a él.

– ¿Por qué?

Cuando levantó la vista, sus ojos chispeaban de diversión.

– No tengo ni idea. Bueno, ¿por qué no te comes la carne antes de que se enfríe?

Me llevó a casa. Todavía llovía y de pronto me sentí muerta de cansancio. Joss detuvo el vehículo ante la puerta de la señora Kernow, pero dejó el motor en marcha. Le di las gracias, me despedí y fui a abrir la portezuela, pero antes de que pudiera hacerlo alargó mano y me retuvo. Me volví para mirarle.

– ¿Piensas ir a Boscarva mañana? -dijo.

– Sí.

– Yo te llevaré.

– Puedo ir sola.

– No sabes dónde está la casa y es un camino muy largo. Pasaré a buscarte. ¿A las once?

Discutir con él era como discutir con una pared. Y yo estaba rendida.

– De acuerdo -dije.

Abrió la portezuela y la empujó para que bajase.

– Buenas noches, Rebecca.

– Buenas noches.

– Hasta mañana.

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