Capítulo 1

Todo comenzó el último lunes de enero. Un día triste en una época triste del año. La Navidad y el Año Nuevo ya habían pasado y estaban olvidados, pero la nueva estación aún no había empezado a aparecer. Londres estaba frío y húmedo, y las tiendas, llenas de esperanzas vanas y de ropa de paseo. En el parque, los árboles desnudos parecían un bello encaje recortado en el cielo gris; el pisoteado césped tenía un aspecto triste y muerto, era imposible imaginar que alguna vez volviera a estar alfombrado con las matas moradas y amarillas del azafrán.

Era un día como otro cualquiera. El despertador me hizo abrir los ojos en la oscuridad, pero en una oscuridad empalidecida por la amplitud de las grandes ventanas sin cortinas, y a través de ellas vi la copa del plátano, iluminada solamente por el resplandor anaranjado de las lejanas luces de la calle.

No había muebles en mi habitación, excepto el sofá cama en el que estaba acostada y una mesa de cocina a la que pensaba dar una mano de pintura y lustrar con una capa de cera cuando tuviera tiempo. Hasta el suelo estaba desnudo y las tablas de madera se extendían de zócalo a zócalo. Una caja de naranjas me servía de mesita de noche, y otra hacía las veces de silla.

Extendí la mano, encendí la luz e inspeccioné aquel desolado cuarto con la mayor satisfacción. Era mío. Mi primera casa. Me había mudado allí hacía sólo tres semanas pero me pertenecía por completo. Podía hacer con ella lo que quisiera. Cubrir las blancas paredes con carteles o pintarlas de color naranja. Ya había empezado a desarrollar un interés de propietaria por las tiendas de antigüedades y trastos viejos y no podía pasar por delante de una sin escudriñar el escaparate en busca de algún tesoro que pudiera permitirme comprar. Así había llegado la mesa a mis manos, y ya le había echado el ojo a un espejo dorado antiguo, pero todavía no había reunido el valor necesario para entrar en la tienda y averiguar cuánto costaba. Quizá lo colgara en el centro de la campana de la chimenea o en la pared que estaba frente a la ventana para que el cielo y los árboles se reflejaran en él y formaran un cuadro dentro de su vistoso marco.

Aquellas agradables fantasías me entretuvieron un rato. Volví a mirar el reloj, vi que se estaba haciendo tarde y salté de la cama. Caminé descalza por el suelo rumbo a mi pequeña cocina donde encendí el gas y puse agua a hervir. Había empezado el día.

El apartamento estaba en Fulham, en el piso superior de una pequeña casa que pertenecía a Maggie y John Trent. No hacía mucho que los conocía, apenas desde la Navidad, que había pasado con Stephen Forbes, su esposa Mary y sus muchos y desaliñados niños en la amplia y desordenada casa de Putney. Stephen Forbes era mi jefe, el dueño de la librería de Walton Street en la que trabajaba desde hacía un año. Stephen siempre había sido extraordinariamente amable y solícito conmigo, y cuando averiguó, a través de otra de las chicas, que yo estaría sola en Navidad, él y Mary me hicieron una firme invitación -en realidad, se trató más bien de una orden- para que pasara con ellos los tres días. Había lugar de sobra, insistió Stephen vagamente, una habitación en el desván, una cama en el cuarto de Samantha, en cualquier parte, pero eso no importaría, ¿verdad? Y si tenía ganas, podía ayudar a Mary a preparar el pavo y recoger todos los pedacitos de papel de seda que se cayeran por el suelo.

Lo pensé un poco desde ese punto de vista y terminé por aceptar. Lo pasé de maravilla. No hay nada como una Navidad en familia cuando hay niños en todas partes y ruido y papeles y regalos y un fragante abeto navideño, resplandeciente de adornos y sinuosas guirnaldas hechas en casa.

El 26 por la noche, cuando los chicos se durmieron, los Forbes dieron una fiesta para adultos aunque teníamos todo el aspecto de seguir jugando a juegos infantiles. A esa fiesta vinieron Maggie y John Trent. Eran recién casados. Maggie era hija de un profesor de Oxford a quien Stephen había conocido en su época de estudiante. Era risueña, alegre y sociable, y a partir del momento en que llegó, la reunión se hizo más agradable. Nos presentaron, pero no tuvimos oportunidad de conversar hasta que empezamos a jugar a las charadas y nos encontramos en un sofá, una al lado de la otra, tratando de adivinar el título de una película a partir de los gestos incoherentes que hacía Mary para escenificarlo sin hablar.

– ¡Rose Marie!-gritó alguien, sin razón aparente.

– ¡La naranja mecánica!

Maggie encendió un cigarrillo y se echó hacia atrás en el sofá, derrotada.

– Me doy por vencida -dijo. Volvió su cabeza morena para mirarme-. Trabajas en la librería de Stephen, ¿verdad?

– Sí.

– Pienso ir allí la semana próxima y gastarme todos los vales para comprar libros que me han regalado estas Navidades. Tengo docenas.

– ¡Qué suerte!

– Acabamos de mudarnos a nuestra primera casa y quiero poner montones de libros en la mesita del café para que todos nuestros amigos piensen que soy muy inteligente…

Entonces, alguien gritó:

– ¡Maggie, te toca a ti!

– ¡Mierda! -dijo Maggie. Se puso de pie de un salto y se alejó con displicencia para ver qué tendría que representar. No puedo recordar qué era, pero cuando la vi hacer el ridículo con tanta alegría, mi corazón se enterneció y me dieron ganas de volver a verla.

Por supuesto, así fue. Tal como me había dicho, vino a la librería unos días después de las vacaciones. Iba vestida con un abrigo de piel de oveja y una falda larga color morado; llevaba un bolso lleno de vales para comprar libros. En ese instante, yo no estaba atendiendo a nadie y salí de detrás de una bien ordenada pila de novelas con flamantes tapas y dije:

– ¡Hola!

– ¡Ah! Estás ahí. Quería verte. ¿Me puedes ayudar?

– Sí, por supuesto.

Juntas elegimos un libro de cocina, una nueva autobiografía de la que todo el mundo hablaba y un volumen extraordinariamente caro de pintura impresionista para la legendaria mesita del café. Todo esto costó un poco más de lo que permitían los vales, así que Maggie rebuscó en su bolso y sacó un talonario para abonar la diferencia.

– John se va a poner furioso -me dijo alegremente mientras escribía la cantidad con un rotulador rojo. El cheque era amarillo, y el efecto resultaba bastante divertido-. Dice que estamos gastando demasiado dinero en las actuales circunstancias. Veamos. -Dio la vuelta al cheque para anotar su dirección-. Bracken Road 14, SW6 -dijo en voz alta por si yo no pudiera descifrar su letra-. Todavía no me acostumbro a escribirla. Acabamos de mudarnos. Es increíble, pero el caso es que la hemos comprado. Nuestros padres pagaron la entrada, y John consiguió que una financiera nos diese un crédito. Pero, por supuesto, estamos obligados a alquilar el piso de arriba para ayudar a pagar la hipoteca. De todos modos, supongo que todo va a salir bien. -Sonrió-. Tienes que venir a ver la casa.

– Me encantaría. -Yo estaba haciendo el paquete meticulosamente y doblando las puntas con cuidado. Maggie me observaba.

– ¿Sabes? Es una grosería por mi parte, pero la verdad es que no sé tu nombre. Sé que es Rebecca, pero, ¿Rebecca qué?

– Rebecca Bayliss.

– Supongo que no conoces a ninguna persona simpática y pacífica que quiera un apartamento sin amueblar…

La miré. Nuestros pensamientos eran tan parecidos que apenas hacía falta hablar. Hice el nudo en el paquete y rompí el cordel. Dije:

– ¿Qué tal yo?

– ¿Tú? Pero, ¿estás buscando piso?

– Hasta hace un momento no, pero ahora sí.

– Son sólo una habitación y una cocina. Y tenemos que compartir el baño.

– Eso no me preocupa, si no te preocupa a ti… y si puedo pagar el alquiler. No sé cuánto pides.

Maggie me dijo cuánto pedía. Tragué saliva e hice cuentas mentalmente.

– Podría arreglármelas.

– ¿Tienes muebles?

– No. Estoy viviendo en un apartamento amueblado con un par de chicas. Pero puedo conseguir algunos.

– Pareces desesperada por irte.

– No, no lo estoy, pero me gustaría vivir sola.

– Bueno, pero antes de decidirte prefiero que vengas y lo veas. Tiene que ser por la noche porque John y yo trabajamos.

– ¿Esta noche? -Era imposible evitar que la impaciencia y el entusiasmo se me reflejaran en la voz, y Maggie se echó a reír.

– Muy bien -dijo-. Esta noche. -Recogió el paquete de libros primorosamente envuelto y se preparó para marcharse.

De pronto sentí pánico.

– Yo… no sé dónde vives.

– Sí que lo sabes, boba. Está en el dorso del cheque. Tienes que coger el autobús número veintidós. Te espero a eso de las siete.

– Allí estaré -prometí.

Mientras el autobús y yo traqueteábamos lentamente por Kings Road, tuve que hacer un esfuerzo consciente para calmar mi entusiasmo. Iba a cerrar un trato a ciegas. El apartamento podía ser absolutamente imposible: demasiado grande, demasiado pequeño o inadecuado en algún aspecto inimaginable. Cualquier cosa era mejor que sufrir una desilusión. Y en efecto, desde fuera la casita pasaba totalmente desapercibida, una más en una hilera de viviendas de ladrillo rojo, con mampostería alrededor de las puertas y una deprimente tendencia a los cristales coloreados. Pero el interior del número catorce estaba deslumbrante con su pintura fresca y sus alfombras nuevas. Y allí estaba Maggie, con unos vaqueros viejos y un suéter azul.

– Disculpa que esté tan desarreglada, pero tengo que hacer todas las faenas de la casa, así que me cambio de ropa cuando vuelvo de la oficina. Ven, vayamos arriba para que lo veas… Deja el abrigo en la barandilla. John no ha llegado todavía pero le dije que ibas a venir y le pareció una idea maravillosa…

Sin dejar de hablar, me llevó escaleras arriba hacia la habitación vacía que estaba en la parte de atrás de la casa. Encendió la luz.

– Da al sur, a un parquecito. Los antiguos dueños ampliaron el piso de abajo, así que tienes una especie de terraza. -Abrió una puerta de cristal y salimos a la noche oscura y fría, y percibí el olor del césped y de las hojas del parque y de la tierra mojada y vi el espacio lleno de oscuridad vacía, rodeado por las luces de las calles circundantes. De repente soplaron ráfagas de viento frío, la negra silueta del plátano se agitó y el murmullo de las hojas se perdió en el rugido del motor de un avión que pasaba.

– Es como estar en el campo -dije.

– Bueno, casi. -Se estremeció-. Entremos. Nos vamos a congelar.

Entramos por la puerta de cristal y Maggie me enseñó la pequeña cocina que se había construido a partir de una alacena, y luego, en mitad de la escalera, el cuarto de baño, que compartiríamos todos. Finalmente bajamos otra vez a la sala de estar, cálida y desordenada, y Maggie trajo una botella de jerez y unas patatas fritas que según dijo estaban pasadas pero que a mí me supieron muy bien.

– ¿Todavía quieres venir? -preguntó.

– Más que nunca.

– ¿Cuándo quieres mudarte?

– Lo más pronto que pueda. La semana próxima, si es posible.

– ¿Qué hay de las chicas con las que vives ahora?

– Encontrarán a otra persona. Una de ellas tiene una hermana que está a punto de venir a Londres. Espero que ocupe mi habitación.

– ¿Y los muebles?

– Ah… ya me las arreglaré.

– Supongo -dijo Maggie alegremente- que te ayudarán tus padres. Generalmente es así. La primera vez que vine a Londres mi madre desenterró los hermosos tesoros que tenía guardados en el desván y en el armario de la ropa blanca, de modo que… -Su voz se desvaneció. La contemplé en un silencio apesadumbrado y al final se rió de sí misma-. Así soy yo, siempre abriendo la boca y metiendo la pata. Lo siento. No tengo tacto. Es obvio que he dicho algo que no debía.

– No tengo padre, y mi madre está en el extranjero. Vive en una isla, en Ibiza. Por eso quiero tener algo mío.

– Perdóname. Debería habérmelo imaginado… Como pasaste la Navidad con los Forbes… Vaya, debería haberme dado cuenta.

– No hay razón para que lo pensaras.

– Pero ¿ha muerto tu padre?

Era evidente que Maggie sentía curiosidad, pero de una forma tan abierta y amistosa que, de pronto, me pareció ridículo callarme y encerrarme en mí misma como hacía siempre que la gente empezaba a hacerme preguntas sobre mi familia.

– No lo creo -dije, tratando de fingir que no tenía importancia-. Creo que vive en Los Ángeles. Es actor. Mi madre se fugó con él cuando tenía dieciocho años. Pero él se aburrió de la vida hogareña o quizá pensó que su carrera era más importante que la familia. Sea como fuere, el matrimonio duró unos meses, y un día la abandonó. Después nací yo.

– ¡Es terrible!

– Supongo que sí. Nunca he pensado mucho en eso. Mi madre nunca me hablaba de él. No porque estuviera resentida ni nada por el estilo. Cuando algo estaba terminado y pertenecía al pasado, generalmente lo olvidaba. Siempre ha sido así. Sólo mira hacia delante y siempre con optimismo.

– Pero, ¿qué pasó después de que nacieras? ¿Volvió con sus padres?

– No. Nunca.

– ¿Quieres decir que nadie le mandó un telegrama que dijera: «Vuelve, todo está perdonado»?

– No lo sé. Sinceramente, no lo sé.

– Tuvo que organizarse un buen lío cuando tu madre se fue, pero… -Sus palabras quedaron suspendidas en el aire. Evidentemente, no podía comprender una situación que yo había aceptado con ecuanimidad toda mi vida-. ¿Quién haría una cosa así a su hija?

– No lo sé.

– ¡Estás bromeando!

– No. De verdad, no lo sé.

– ¿Quieres decir que no conoces a tus abuelos?

– Ni siquiera sé quiénes son. O quiénes eran. Ni siquiera sé si aún viven.

– ¿No sabes nada? ¿Tu madre nunca te dijo nada?

– Bueno, algo si decía… A veces aparecían retazos del pasado en su conversación, pero para mí no tenían sentido. Ya sabes, es como cuando las madres hablan con sus hijos y les cuentan cosas que ya no existen, cosas que hacían cuando eran pequeñas.

– Pero… Bayliss… -Frunció el ceño-. No me parece un apellido muy común y por alguna razón me suena, aunque no sé por qué. ¿No tienes ni una sola pista?

Su insistencia me hizo reír.

– Hablas como si quisiera saber algo. Pero no es así. Si nunca has conocido a tus abuelos, no los echas de menos.

– Pero, ¿no te preguntas…? -Buscó las palabras-. Por ejemplo, ¿dónde vivían?

– Sé dónde vivían. En Cornualles. En una casa de piedra con campos que bajaban hasta el mar. Y mi madre tenía un hermano llamado Roger. Murió en la guerra.

– ¿Y qué hizo tu madre cuando naciste? Supongo que tuvo que ponerse a trabajar.

– No. Tenía un poco de dinero propio, herencia de una tía vieja o algo así. Por supuesto que nunca tuvimos coche ni nada parecido, pero nos las arreglábamos bien. Mi madre tenía un apartamento en Kensington, en la planta baja de una casa que pertenecía a unos amigos. Y vivimos allí hasta que yo tuve unos ocho años, luego estuve en un internado, y después de eso, no sé… fuimos de un sitio a otro.

– Los internados son caros…

– No era un internado importante.

– ¿Se volvió a casar tu madre?

Miré a Maggie. Su expresión era vivaz y estaba llena de curiosidad, pero respiraba simpatía. Pensé que, ya que había empezado, bien podía contarle el resto.

– Ella… no era exactamente de las que se casan…, pero siempre fue muy atractiva, y no recuerdo un instante en el que no hubiera algún pretendiente que se pusiera a sus pies… y después de irme al colegio no creo que hubiera razón alguna que la obligara a ser demasiado seria. Yo nunca sabía dónde pasaría las próximas vacaciones. Una vez fue en Francia, en Provenza. Algunos años se quedaba en Inglaterra. Otra vez pasé la Navidad en Nueva York.

Maggie pensó un instante e hizo una mueca.

– No era muy divertido para ti.

– Pero sí educativo. -Hacía tiempo que había aprendido a no tomármelo en serio-. Piensa en todos los lugares que conozco y en los lugares extraordinarios en que he vivido: en el Ritz de París y en una casa muy fría de Denbighshire. Ésa era de un poeta que pensaba dedicarse a criar ovejas. Nunca en mi vida fui tan feliz como el día en que terminó aquella relación.

– Tu madre debe de ser muy hermosa.

– No, pero los hombres piensan que sí. Y es muy alegre e imprecisa y nada previsora; supongo que se podría decir que es completamente amoral. Todo es «gracioso» para ella. Es su expresión favorita: no pagar una factura le hace «gracia» y no contestar las cartas también, todo es «gracioso». No tiene idea del valor del dinero ni sentido del deber. Es la clase de persona que hace difícil una convivencia.

– ¿Qué hace ahora en Ibiza?

– Está viviendo con un sueco que conoció allí. Fue a pasar unos días con unos amigos, conoció al sueco y recibí una carta en la que me decía que se iba a vivir con él. Decía que era muy nórdico y austero pero que tenía una casa muy bonita.

– ¿Cuánto hace que no la ves?

– Unos dos años. Me independicé a los diecisiete. Hice un curso de secretaria y tuve algunos empleos temporales, y después terminé trabajando para Stephen Forbes.

– ¿Te gusta?

– Sí.

– ¿Cuántos años tienes?

– Veintiuno.

Maggie sonrió otra vez mientras movía la cabeza con asombro.

– ¡Cuántas cosas has vivido ya! -dijo. Y no había en ella nada de compasión, en todo caso un poco de envidia-. A los veintiuno yo era una novia ruborizada con mi vestido blanco horrorosamente ceñido y un viejo velo que olía a naftalina. No soy una persona tradicional, pero mi madre sí, y como le tengo un gran cariño, casi siempre hacía lo que ella quería.

Podía imaginarme a la madre de Maggie. Lo único que se me ocurrió decirle fue una frase hecha:

– Bueno… de todo hay en la viña del Señor.

En ese momento oímos la llave de John en la cerradura y ya no volvimos a tocar el tema de las familias.

Era un día como otro cualquiera, pero con una gratificación añadida. El jueves anterior Stephen y yo habíamos trabajado hasta tarde tratando de terminar el inventario de enero y, en compensación, Stephen me había dado esa mañana libre, así que tenía tiempo hasta mediodía para hacer lo que quisiera. Me pasé la mañana limpiando el apartamento {no tardé más de media hora), haciendo algunas compras y llevando una bolsa de ropa a la lavandería. A las once y media había terminado los quehaceres domésticos, así que me puse el abrigo y salí sin prisas hacia el trabajo. Pensaba caminar parte del trayecto y tal vez comer antes de llegar a la librería.

Era uno de esos días fríos, húmedos y oscuros en que el cielo nunca termina de despejarse. Anduve por New Kings Road y doblé hacia el oeste. En esa parte de la ciudad, uno de cada dos comercios vende antigüedades, o camas, o marcos para cuadros usados, y yo pensaba que los conocía todos pero, de pronto, me encontré frente a un escaparate que no había advertido antes. El muro exterior estaba pintado de blanco, los escaparates, enmarcados en negro, y tenía un toldo rojo y blanco que servia de protección frente a la llovizna inminente.

Miré hacia arriba para ver cómo se llamaba y leí el nombre TRISTRAM NOLAN que destacaba en mayúsculas negras encima de la puerta. A ambos lados de ésta había unos escaparates llenos de objetos estupendos, y me detuve para inspeccionarlos, de pie sobre la acera, bañada por el resplandor de las luces encendidas en el interior. La mayoría de los muebles eran Victorianos, retapizados, restaurados y barnizados: un sofá de asiento ancho y patas curvas, un costurero, un cuadro que representaba a unos perros falderos encima de un cojín de terciopelo.

Miré más allá del escaparate, hacia el interior de la tienda, y entonces vi las sillas de madera de cerezo. Eran dos, con respaldo acolchado, patas curvas y rosas bordadas en el asiento.

Las deseé con todas mis fuerzas. Así de simple. Podía imaginármelas en mi apartamento y las quería a toda costa. Dudé por un instante. No era una tienda de baratijas, y el precio seguramente excedería mis posibilidades. Para no darme tiempo a perder el impulso, abrí la puerta y entré.

La tienda estaba vacía pero la puerta había hecho sonar un timbre al moverse y no tardé en oír que alguien bajaba las escaleras; se abrió la cortina de lana que colgaba sobre la puerta trasera y entró un hombre en el local.

Supongo que había esperado encontrarme con una persona mayor y vestida con formalidad, una persona a tono con el ambiente y los muebles del establecimiento, pero el aspecto de aquel hombre echó por tierra todas mis previsiones. Era joven, alto, de piernas largas, y vestía téjanos -desteñidos hasta un celeste claro y tan ajustados que parecían una segunda piel- y una cazadora vaquera, igualmente vieja y descolorida, con las mangas dobladas hacia arriba y dejando al descubierto los puños de la camisa. Llevaba un pañuelo de algodón anudado al cuello y calzaba mocasines de piel blanda, muy decorados y con flecos.

Los londinenses más insospechados se habían puesto téjanos aquel invierno, pero aquel hombre, no sé por qué, me pareció auténtico y en su ropa raída creí ver el mismo rasgo de autenticidad. Nos estuvimos mirando durante unos segundos, me sonrió, y este gesto, sin saber por qué, me cogió desprevenida. Como no me gusta que me cojan desprevenida, le dije con cierta frialdad:

– Buenos días.

Dejó caer la cortina a sus espaldas y se me acercó con movimientos pausados.

– Tú dirás.

Podía tener aspecto de norteamericano, pero en cuanto abrió la boca quedó bien claro que no lo era. Por algún motivo, aquella incongruencia me molestó. La vida que había llevado con mi madre me había vuelto bastante cínica respecto de los hombres en general, y de los farsantes en particular, y aquel joven, me dije en aquel punto y hora, era un farsante.

– Quería… quería preguntar por esas sillas, las de respaldo acolchado.

– Ah, sí. -Se adelantó y puso la mano en el respaldo de una. Era una mano larga y bien proporcionada, de dedos afilados y piel muy morena-. Sólo tenemos estas dos.

Yo miraba fijamente las sillas, esforzándome por hacer caso omiso de su presencia.

– Quería saber cuánto costarían.

Se agachó junto a mí para buscar la etiqueta con el precio y pude verle el cabello, muy oscuro y brillante, que le caía, espeso y lacio, hasta el cuello.

– Tienes suerte -me dijo-. Están a buen precio; una tiene la pata rota y la han arreglado de cualquier manera.

Se puso en pie con brusquedad; su estatura me llamó la atención.

Tenía los ojos ligeramente rasgados y de un color pardo muy oscuro, con una expresión que me pareció desconcertante. Me sentí incómoda y mi antipatía se transformó en aversión.

– Quince libras por las dos -dijo-. Pero si tienes paciencia y quieres pagar un poco más, puedo hacer que refuercen la pata, incluso decir que cubran con chapa el empalme. Ganaría en aspecto y resistencia.

– ¿No está bien así?

– Para ti tal vez -dijo el joven-, pero si invitaras a cenar a un gordo, seguramente terminaría en el suelo.

Se produjo una pausa que aproveché para dirigirle la mirada más fría que pude articular. Había en sus ojos una picardía y un sentido de la diversión que yo no estaba dispuesta a compartir. No me había gustado la insinuación de que sólo los gordos quisieran cenar conmigo.

– ¿Cuánto me costaría arreglar la pata? -dije al cabo del rato.

– Digamos cinco libras. O sea que cada silla te costaría diez libras.

– Acepto.

– Muy bien -dijo; puso los brazos en jarras y sonrió con cordialidad como si con aquello diera por terminada la transacción.

Aquel hombre era de una ineficacia supina, me dije.

– ¿Las abono ahora íntegramente o pago sólo una parte?

– No te preocupes. Ya las pagarás cuando vengas a buscarlas.

– Bueno. ¿Cuándo estarán listas?

– Dentro de una semana, más o menos.

– ¿No quieres saber cómo me llamo?

– No, a menos que quieras decírmelo.

– ¿Y si no vuelvo?

– En ese caso, se las venderé a otra persona.

– No quisiera desaprovechar la ocasión.

– No la desaprovecharás -dijo.

Fruncí el ceño, furiosa con aquel hombre, pero él se limitó a sonreír y fue hacia la puerta para abrírmela. Entró una ráfaga de aire frío. Había comenzado a lloviznar y la calle estaba tan oscura como si fuera de noche.

– Adiós -dijo. Le dediqué una distante sonrisa de agradecimiento, pasé por delante de él al salir y en cuanto puse el pie fuera oí sonar el timbre de la puerta al cerrarse.

El día se había vuelto insoportable de pronto. El placer de comprar las sillas había quedado eclipsado por la indignación que me había suscitado aquel joven. No suelo cogerle antipatía a las personas sin más, y en aquel caso no sólo estaba enfadada con él sino también conmigo misma, por ser tan susceptible. Seguía dándole vueltas al asunto cuando llegué a Walton Street y entré en la librería de Stephen Forbes. El bienestar que me brindaba el interior del local y el aroma del papel impreso no contribuyeron a disipar mi maltrecho estado de ánimo.

La librería constaba de tres pisos: en la planta baja estaban los libros nuevos; en el primer piso, los libros antiguos y de segunda mano; en el sótano, el despacho de Stephen. Vi que Jennifer, la otra empleada, estaba ocupada con un cliente, y la única persona que había a la vista, aparte de ella, era una señora mayor envuelta en una capa de mezclilla, absorta en la sección de jardinería; me dirigí pues al pequeño vestuario, desabrochándome el abrigo mientras caminaba. Oí entonces los pasos de Stephen, pesados e inconfundibles, que subían las escaleras y, sin saber por qué, me detuve a esperarle. Apareció un instante después, alto, cargado de espaldas y con gafas, con su habitual expresión de amabilidad abstracta. Solía llevar trajes oscuros que siempre parecían mal planchados y, aunque aún no era tarde, el nudo de la corbata se le había deshecho ya y dejaba al descubierto el primer botón de la camisa.

– Rebecca -dijo.

– Sí, estoy aquí…

– Menos mal que te he encontrado. -Se me acercó hablando en voz baja, como si no quisiera molestar a los clientes-. Abajo hay una carta para ti, la mandan de tu otro piso. Será mejor que vayas a buscarla.

– Fruncí el ceño.

– ¿Una carta?

– Sí. Correo aéreo. Lleva un montón de sellos extranjeros. No sé por qué, pero parece urgente.

Mi indignación y cualquier otro pensamiento sobre las sillas nuevas se esfumaron al instante y se convirtieron en temor.

– ¿Es de mi madre?

– No lo sé. ¿Por qué no vas a averiguarlo?

Así que bajé por la empinada escalera que llevaba al sótano, iluminado aquel día oscuro por la luz de los largos tubos fluorescentes del techo. La oficina estaba hecha un desastre, como siempre, y por todos los rincones había cartas, paquetes, carpetas, montones de libros viejos, cajas de cartón y ceniceros que nadie se acordaba nunca de vaciar. Pero la carta estaba en el centro de la mesa y se veía al instante.

La cogí. Un sobre de correo aéreo, sellos españoles, un matasellos de Ibiza. Pero no conocía la letra: era puntiaguda y angulosa, como si la hubieran escrito con un lápiz muy afilado. La habían enviado a mi antigua casa, pero habían tachado la dirección y puesto la de la librería con una letra grande e infantil. Me pregunté cuánto tiempo habría estado la carta sobre la mesa, en el vestíbulo, antes de que una de las chicas se diera cuenta y se tomara la molestia de mandármela.

Me senté en la silla de Stephen y abrí el sobre. Dentro había dos hojas de fino papel de correo aéreo con fecha del tres de enero. Había pasado casi un mes. En mi cabeza sonó una señal de alarma y, asustada de pronto, empecé a leer:


Querida Rebecca:

Espero que no te moleste que te llame por tu nombre de pila, pero tu madre me ha hablado mucho de ti. Te escribo porque tu madre está muy enferma. Ya hace tiempo que no está bien, quería haberte escrito antes, pero ella no me dejaba.

Ahora, sin embargo, me he decidido a hacerlo, con la autorización del médico, porque creo que deberías venir a verla.

Si vas a venir, dime por telegrama qué vuelo coges e iré a buscarte al aeropuerto.

Sé que estás trabajando y que tal vez no te resulte fácil hacer el viaje, pero te aconsejaría que no perdieras tiempo. Me temo que encontrarás a tu madre muy cambiada aunque su ánimo todavía es excelente.

Con mis mejores deseos, te saluda atentamente.

OTTO PEDERSEN

Me quedé mirando la carta con fijeza. No podía creerlo. Aquellas palabras formales lo decían todo y nada al mismo tiempo. Mi madre estaba muy enferma, quizá muriéndose. Con un mes de retraso me enteraba de que era aconsejable verla cuanto antes. Había transcurrido un mes, acababa de recibir la carta y es posible que mi madre ya estuviera muerta… y yo sin acudir. ¿Qué pensaría de mí aquel Otto Pedersen, a quien nunca había visto y cuyo nombre me era desconocido hasta entonces?

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