Capítulo 12

Estaba sorprendida y satisfecha a la vez por la tranquilidad casi absoluta que me dominó en aquel puno. Era como si ya me hubiese preparado para aquella misión, como si ya me hubieran dado instrucciones sobre lo que tenía que hacer. No hubo dudas y en consecuencia tampoco vacilaciones. Tenía que ir con Joss. Así de sencillo.

Subí a mi habitación y cogí el abrigo, me lo puse, me lo abroché y bajé otra vez. La llave del coche de Mollie estaba donde yo la había dejado, en la bandeja le bronce que había en la mesa del vestíbulo.

La cogí y en aquel momento se abrió la puerta del salón. Eliot avanzó hacia mí, pero ni por un momento se me ocurrió que quisiera detenerme. Ni por un momento se me ocurrió que nada ni nadie pudiera impedirme lo que iba a hacer.

Me vio envuelta en el viejo abrigo de cuero.

– ¿Adonde vas?

– Fuera.

– ¿Quién llamaba?

– La señora Kernow.

– ¿Qué quería?

– Joss está herido. El señor y la señora Kernow volvían de casa de la hermana de ella por la avenida leí puerto. Y se lo encontraron caído en el suelo.

– ¿Y? -Su voz era fría y serena. Creí que me intimidaría, pero no fue así.

– Voy a pedirle el coche a tu madre para ir a verle.

Se le crispó la cara y se le acentuaron los huesos a causa de la tirantez de la piel.

– ¿Te has vuelto loca?

– No lo creo.

No dijo nada. Me guardé la llave en el bolsillo y me dirigí a la puerta, pero Eliot fue más rápido que yo y de dos zancadas se puso frente a mí, de espaldas a la puerta y con la mano sobre el tirador.

– No irás -dijo con calma-. No pensarás que voy a dejarte, ¿verdad?

– Está herido, Eliot.

– ¿Y qué? Ya has visto lo que le ha hecho a Andrea. Es un sinvergüenza. Tú sabes que es un sinvergüenza. Su abuela era una puta irlandesa, quién fue su padre no lo sabe nadie y él es un mujeriego despreciable.

Aquellas palabras, dichas con ánimo de impresionarme, me pasaron rozando sin alcanzarme. Mi indiferencia le enfureció.

– ¿Por qué quieres ir a verle? ¿En qué podrías ayudarle? No te va a dar las gracias por meterte en esto, si es agradecimiento lo que buscas. Déjalo en paz, no forma parte de tu vida, no significa nada para ti.

Me quedé mirándole, pero nada de lo que decía tenía sentido para mí. Y así, de repente, supe que todo había terminado, la incertidumbre y la indecisión; y me sentí ligera, como si me hubieran quitado un gran peso de encima. Todavía estaba en la encrucijada. Mi vida estaba llena de confusión. Pero una cosa tenía bien clara: nunca me casaría con Eliot.

Un compromiso, había dicho. Pero habría sido un paso contraproducente para mí. Sí, era un hombre débil y no parecía muy brillante profesionalmente. Había descubierto esos defectos en su personalidad y estaba dispuesta a aceptarlos. Pero la acogida que me había dispensado, su hospitalidad y aquel encanto que podía manifestar y esconder como si pudiera manipularlo mediante un interruptor, no me habían dejado ver su resentimiento y la violencia alarmante de sus celos.

– Déjame pasar -dije.

– Supongamos que no te dejo ir. Supongamos que te retengo. -Me puso las manos en las sienes y apretó con tanta fuerza que creí que me iba a aplastar la cabeza-. Supongamos que te digo que te quiero.

Ya estaba harta de él.

– Tú no quieres a nadie. Sólo a Eliot Bayliss. No hay lugar para nadie más en tu vida.

– Creí que habíamos quedado en que eras tú la que no sabía amar.

El apretón se hizo más fuerte. Mi cabeza comenzó a latir con violencia y cerré los ojos para resistir el dolor.

– Cuando ame… -le dije con los dientes apretados- no será a ti.

– Bueno, entonces vete… -Me soltó con tanta brusquedad que casi perdí el equilibrio. Giró el tirador y abrió la puerta con violencia. El viento entró con furia en la casa, como un monstruo que hubiera esperado toda la noche para invadirla. En el exterior me aguardaban la oscuridad y la lluvia. Sin más palabras y sin detenerme a mirar a Eliot, pasé corriendo delante de él y salí a la noche tormentosa come quien entra en un santuario.

Todavía tenía que llegar al garaje, forcejear con las puertas en la oscuridad y encontrar el coche de Mollie. Estaba convencida de que Eliot me acechaba amenazador como un fantasma, esperando para saltar sobre mí, para sujetarme, para impedir que me fuera. Cerré la portezuela del coche y me temblaba tanto la mano que apenas pude introducir la llave en el contacto. La primera vez que la giré, el motor no si puso en marcha. Me oí gimotear mientras tiraba de estárter y lo intentaba otra vez. Esta vez arrancó. Metí la primera y salí como una flecha a través de la lluvia y la oscuridad, subí el camino encharcado levantan do una lluvia de grava y salí a la carretera.

Mientras conducía, recobré parte de la serenidad. Había eludido a Eliot e iba hacia Joss. Tenía que conducir con cuidado y sentido común, no podía permitirme el lujo de sentir pánico ni arriesgarme a dar un patinazo o tener un choque. Reduje con prudencia la velocidad a unos cuarenta y cinco kilómetros por hora. Sujeté con menos fuerza el volante. La avenida que bajaba la colina estaba negra y mojada por la lluvia. Las luces de Porthkerris iban surgiendo ante a mí. Iba hacia Joss.

La marea estaba en el punto más bajo. A medida que me acercaba a la avenida del puerto vi las luces reflejadas en la arena húmeda y los barcos anclados fuera del alcance de la tormenta.

El cielo seguía cubierto. Había gente en las calles, pero no mucha.

La tienda estaba a oscuras. Sólo brillaba una luz en la ventana superior. Aparqué el coche junto a la acera, bajé, fui hacia la puerta y la abrí. Percibí el olor a madera fresca y mis pies rozaron las virutas esparcidas por todos lados. La luz de la calle me indicó dónde estaba la escalera. Subí con precaución hasta el primer piso.

– ¡Joss! -exclamé.

No hubo respuesta. Seguí subiendo. No se había encendido el fuego y hacía mucho frío. Oí una ráfaga de lluvia en el techo.

– Joss.

Estaba recostado en la cama, cubierto con una manta. Tenía el antebrazo sobre los ojos, como para protegerse de una luz intolerable. Al oírme apartó el brazo e irguió un poco la cabeza para ver quién era. La dejó caer otra vez sobre la almohada.

– Dios mío -le oí decir-, Rebecca.

Me acerqué a él.

– Sí, soy yo.

– Me pareció que había oído tu voz. Creí que estaba soñando.

– Te he llamado, pero no contestabas.

Tenía la cara en un estado lamentable, el pómulo izquierdo magullado e hinchado, el ojo medio cerrado, un corte en el labio y sangre seca por todas partes. No le quedaba ni un centímetro de piel en los nudillos de la mano izquierda.

– ¿Qué haces aquí? -No podía hablar con claridad, quizás a causa del labio lastimado.

– La señora Kernow me llamó por teléfono.

– Le advertí que no dijera nada.

– Estaba preocupada por ti. ¿Qué te ha pasado?

– Unos ladrones.

– ¿Te duele en algún otro sitio?

– Sí, en todas partes.

– Déjame ver…

– Los Kernow me han hecho una cura de urgencia.

Me incliné sobre él y aparté la manta con suavidad. Tenía el torso desnudo hasta el estómago y después una venda que alguien había improvisado con lo que parecían tiras de sábana vieja. Pero la magulladura era horrible y se le había extendido hasta el pecho. En el costado derecho, la mancha roja de sangre había empezado a filtrarse a través del algodón blanco.

– ¿Quién te ha hecho esto?

No me contestó. Habida cuenta de su estado, fue sorprendente la firmeza con que tiró de mí. Me senté en el borde de la cama. Mi trenza, rubia y larga, cayó hacia adelante, sobre mi hombro. Joss me enlazó con el brazo derecho y con la mano izquierda quitó la goma que sujetaba el extremo de la trenza. Abrió los dedos para peinármela con ellos, soltó lo mechones, los separó, y el cabello cayó en cascada sobre su pecho desnudo.

– Siempre he tenido ganas de hacerlo -dijo-. Desde que te vi y me pareciste una alumna modelo ¿qué te dije exactamente?

– La niña modelo del orfanato perfecto.

– Sí, algo así. Es increíble que te acuerdes.

– ¿Qué quieres que haga? ¿Qué puedo hacer?

– Quedarte. Me basta con que te quedes, criatura encantadora.

Aquella ternura en su voz… él, que siempre había sido tan rudo… me desarmó. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Cuando las vio, me atrajo hacia sí, me recosté en su pecho y noté que me deslizaba la mano por debajo del cabello y la cerraba alrededor de la nuca.

– Joss, voy a hacerte daño…

– No hables -dijo mientras su boca buscaba la mía-. También esto he querido hacerlo desde que te conozco.

Era evidente que ninguna de sus molestias, ni las magulladuras ni las heridas ni el labio partido, iban a impedir que consiguiera lo que quería.

Y yo, que siempre había Imaginado que el amor consistía en fuegos artificiales y pasiones volcánicas, descubrí que era otra cosa. Era cálido, como la caricia del sol. No tenía nada que ver con mi madre y la interminable serie de hombres que habían pasado por su vida. Era el cinismo y las ideas preconcebidas escapando por una ventana abierta. Era la rendición de mis últimos bastiones. Era Joss.

Pronunció mi nombre y en sus labios sonó a belleza pura.

Encendí el fuego mucho más tarde y amontoné leña para que la habitación se iluminara con las llamas. No quería que Joss se moviera y permaneció echado, con la morena cabeza apoyada en los brazos, mientras yo notaba que seguía con los ojos todos mis movimientos.

Me erguí para apartarme del fuego. El pelo me caía, suelto, a ambos lados de la cara y las mejillas me ardían. La felicidad me derretía por dentro.

– Tenemos que hablar, ¿no crees? -dijo Joss.

– Sí.

– Sírveme una copa.

– ¿Qué te apetece?

– Whisky. Está en la cocina, en el armario que hay sobre el fregadero.

Fui a buscar la botella y dos vasos.

– ¿Soda o agua?

– Soda. Hay un abridor colgado por ahí, en un gancho.

Busqué el abridor y destapé la botella de soda. Lo hice con torpeza, la chapa cayó al suelo, se fue rodando como es habitual en estos objetos, y no paró hasta perderse en un rincón oscuro. Fui a recogerla y entonces me llamó la atención otro pequeño objeto brillante. Lo recogí. Era la cruz celta de Andrea, la que solía llevar colgada de un cordón de cuero.

Serví las bebidas y las llevé donde estaba Joss. Le alcancé una y me arrodillé en el suelo, a su lado.

– He encontrado esto debajo del fregadero -dije, y le enseñé la cruz.

El ojo hinchado le dificultaba la visión. La miró de soslayo, con esfuerzo.

– ¿Qué diantres es eso?

– Es de Andrea.

– Bah, a la porra -dijo. Y a continuación-: Sé buena y tráeme más almohadas. No sé beber acostado.

Cogí un par de cojines del suelo y se los puse bajo la cabeza. El movimiento le resultó muy doloroso y dejó escapar un gemido involuntario.

– ¿Te sientes bien?

– Sí, por supuesto. Estoy bien. ¿Dónde has encontrado eso?

– Ya te lo he dicho, en el suelo.

– Ha estado aquí esta tarde. Dijo que había ido al cine. Yo estaba trabajando abajo, tratando de terminar la estantería. Le dije que estaba ocupado, pero se puso a subir la escalera como si no me hubiera oído. Fui tras ella y le dije que se marchara a casa. Pero no quiso irse. Dijo que quería una copa, que tenía ganas de hablar… ya sabes, esas cosas.

– Ya había estado aquí.

– Sí. Una vez. Una mañana. Me dio pena y le ofrecí una taza de café. Pero hoy estaba ocupado; no tenía tiempo para ella y tampoco me dio pena. Le dije que no tenía ganas de beber. Le dije que se fuera a casa. Y entonces dijo que no quería irse, que todos la detestaban, que nadie quería hablar con ella, que yo era la única persona con quien podía hablar, la única persona que la comprendía.

– Quizá sea cierto.

– Claro, por eso me daba lástima. Cuando estoy en Boscarva no puedo impedir que me interrumpa y se quede un rato conmigo; no la puedo echar a la fuerza.

– ¿Eso es lo que ha pasado hoy? ¿La has echado a la fuerza?

– No exactamente. Pero al final me harté de sus tonterías y de su convicción, totalmente infundada, de que yo estaba preparado, dispuesto y deseoso de acostarme con ella. Perdí los estribos y se lo dije con claridad.

– ¿Qué pasó entonces?

– Pregunta más bien qué es lo que no pasó. Hubo gritos, lágrimas, acusaciones, la típica histeria. Me insultó. Y encima me dio una bofetada. Entonces sí que recurrí a la fuerza, la puse en la escalera, le di un empujón y arrojé tras ella el impermeable y ese bolso asqueroso que siempre lleva consigo.

– ¿No le hiciste daño físico?

– No, no le hice daño físico. Pero creo que la asusté, porque huyó como alma que lleva el diablo. La oí bajar ruidosamente por las escaleras con esos horrendos zuecos que se pone y seguramente resbaló porque oí un golpe sordo cuando bajaba los últimos peldaños. La llamé para asegurarme de que estaba bien, pero justo en ese momento oí que echaba a correr y que salía dando un portazo, así que supuse que no le había pasado nada.

– ¿Crees que pudo hacerse daño con algo? ¿Que se magullara la cara al caer?

– Sí. Supongo que sí. Había una caja con objetos de porcelana al pie de la escalera. Puede que tropezara con ella… ¿Por qué me lo preguntas?

Se lo conté. Cuando terminé de explicarle cómo estaban las cosas en Boscarva, dejó escapar un prolongado silbido de incredulidad. Pero también estaba irritado.

– Será pendón. Esa niña es una ninfómana.

– A mí siempre me lo ha parecido.

– Se pasaba el tiempo hablando de un tal Danus y no se detenía ante las intimidades más escabrosas. ¡Y encima le dijo a todo el mundo que yo la había invitado al cine! Yo no la invitaría ni a vaciar el cubo de la basura conmigo… ¿Cómo se encuentra?

– Está acostada. Mollie llamó al médico.

– Si es un médico con experiencia, diagnosticará histeria autoprovocada, le recetará una buena paliza y la enviará de regreso a Londres. Así dejará de molestar a la gente.

– Pobre Andrea. Es muy desdichada.

Joss no podía tener las manos quietas y se puso a acariciarme el pelo. Volví la cabeza y le besé el dorso, los nudillos despellejados.

– No la habrás creído, ¿verdad?

– No.

– ¿La ha creído alguien?

– Mollie y Eliot. Eliot quería llamar a la policía, pero Grenville no le dejó.

– Qué interesante.

– ¿Por qué?

– ¿Quién llevó a Andrea a casa?

– Ya te lo he dicho. Morris Tatcombe… el joven que trabaja para Eliot…

– ¿Morris? Que me… -Se detuvo en mitad de la frase y repitió-: Morris Tatcombe.

– ¿Qué le ocurre?

– Vamos, Rebecca, vamos. Vuelve a la realidad. Usa la cabeza. ¿Quién crees que me ha dejado en este estado?

– ¿Morris? -No podía creerlo.

– Morris y otros tres. Fui a «El Ancla» a tomarme una cerveza y a comer un poco de pastel de carne y cuando volvía a casa me salieron al encuentro y me agredieron.

– ¿Cómo sabes que fue Morris?

– ¿Quién, si no? Está resentido por una discusión que tuvimos y en la que acabó con el trasero en la cuneta. Creía que lo de hoy había sido sólo la continuación de la disputa. Pero parece que no es así.

Abrí la boca sin pensármelo dos veces y dije:

– Eliot… -pero me detuve, aunque ya era demasiado tarde.

– ¿Qué pasa con Eliot? -preguntó con serenidad.

– Prefiero no hablar de Eliot.

– ¿Fue él quien dijo a Morris que me buscara?

– No lo sé.

– No hay que descartar la hipótesis. Me odia a muerte.

– Creo… creo que está celoso. No le gusta que hayas intimado con Grenville. No le gusta que Grenville te haya cogido tanto afecto. Y… -Miré mi vaso y lo hice girar entre los dedos. De pronto me puse muy nerviosa-. Hay algo más.

– A juzgar por tu expresión, se diría que has matado a alguien. ¿Qué sucede?

– El buró y la silla Chippendale. Son de Boscarva.

– Sí, ya lo sé.

Su tranquilidad me sorprendió.

– ¿No los has robado?

– ¿Robado? ¿Qué dices? Los he comprado.

– ¿A quién?

– A un hombre que tiene una tienda de antigüedades en los alrededores de Fourbourne. Fui a una subasta hace cosa de un mes, pasé por su tienda al volver y vi la silla y el buró. Por entonces conocía ya todos los muebles de Grenville y me di cuenta de que procedían de Boscarva.

– Entonces, ¿quién se los llevó?

– Lamento echar por tierra tu inocencia, pero fue tu primo Eliot.

– Pero Eliot no sabía nada de los muebles.

– Desde luego que sí. Según creo recordar, estaban en un desván y probablemente pensó que nadie los echaría de menos.

– Pero, ¿por qué…?

– Esto parece el juego de las verdades. Porque Eliot, mi amor, mi querida niña, está endeudado hasta el cogote. El salón automovilístico se lo financió Ernest Padlow, costó un dineral y en los últimos doce meses sólo ha producido pérdidas. Dios sabe de qué le servirían a Eliot las cincuenta libras, apenas una gota de agua en el océano, pero quizá necesitaba un poco de efectivo para pagar una factura o para apostar a un caballo, lo que fuese… No lo sé. En confianza, no creo que Eliot sirva para tener un negocio propio. Le saldría más a cuenta trabajar para otros por un salario normal y corriente. Puede que alguna noche, cuando estéis tranquilamente sentados en Boscarva tomando una copa, puedas convencerlo.

– El sarcasmo no se te da bien.

– Lo sé, pero Eliot me saca de quicio. Desde siempre.

Me pareció, aunque sin saber por qué, que debía defender a Eliot, tratar de disculparlo.

– En cierto modo, Eliot cree que Boscarva y todo lo que hay allí le pertenecen ya. Puede que lo de los muebles no le pareciera un robo.

– ¿Cuándo se echaron en falta los muebles?

– Hace un par de días. Verás, el buró era de mi madre. Ahora es mío. Por eso nos pusimos a buscarlo.

– Mala suerte para Eliot.

– Sí.

– Supongo que Eliot dijo que los había cogido yo.

– Sí -admití con tristeza.

– ¿Qué dijo Grenville?

– Dijo que tú jamás harías una cosa así.

– Y se organizó una trifulca.

– Sí.

Joss suspiró profundamente. Se quedó callado. El fuego comenzaba a apagarse y la habitación estaba enfriándose otra vez. Me levanté y fui a echar otro tronco, pero Joss me detuvo.

– Déjalo -dijo.

Lo miré con sorpresa. Apuró el whisky y dejó el vaso vacío en el suelo, apartó la manta y fue a levantarse del lecho.

– Joss, no deberías…

Corrí a su lado, pero me contuvo y se puso en pie, despacio, con cuidado infinito. Cuando lo consiguió, me sonrió en señal de triunfo. Tenía un aspecto muy extraño, lleno de magulladuras, envuelto en vendas y con unos téjanos arrugados.

– Ahora, a la batalla -dijo.

– ¿Qué te propones?

– Si me buscas una camisa y un par de zapatos, primero me vestiré, Y luego bajaremos a la calle, cogeremos la furgoneta e iremos a Boscarva.

– Pero no puedes conducir en tu estado.

– Puedo hacer cualquier cosa que me proponga -dijo, y le creí-. Ahora búscame la ropa y deja de poner objeciones.

Ni siquiera me dejó coger el coche de Mollie.

– Lo dejaremos aquí. No le pasará nada. Ya vendrán a buscarlo mañana. -La furgoneta estaba aparcada a la vuelta de la esquina, en una estrecha callejuela. Subimos, puso el motor en marcha y retrocedió hasta la avenida. Tuve que darle instrucciones para hacer la maniobra porque le dolían todos los huesos y ni siquiera podía girarse en el asiento. Atravesamos la ciudad, las calles que ya me eran familiares, el cruce de caminos y subimos la colina.

Me quedé inmóvil, con los ojos fijos en lo que teníamos delante, con las manos juntas en el regazo. Sabía que teníamos que hablar de otro tema. Y tenía que ser entonces, antes de llegar a Boscarva.

Por alguna razón, como si se sintiera satisfecho de la vida en general, se puso a canturrear.

– La primera vez que vi tu rostro creí que el sol brillaba en tus pupilas y la luna y las estrellas…

– Joss.

– ¿Qué pasa ahora?

– Hay algo más.

Pareció sorprendido.

– ¿Más trapos sucios?

– No bromees.

– Perdona. ¿De qué se trata?

Tragué saliva.

– De Sophia.

– ¿Qué hay de Sophia?

– Grenville me dio la llave del estudio para que eligiera un cuadro y me lo llevara a Londres. Vi un retrato de Sophia. Uno de verdad, con la cara totalmente visible. Eliot apareció en aquel punto y también lo vio.

Se produjo un largo silencio. Miré a Joss, pero su perfil era de piedra, concentrado en el camino.

– Entiendo -dijo por fin.

– Es igual que tú; o tú eres igual que ella.

– Es natural, era mi abuela.

– Sí, eso pensé.

– ¿Así que el retrato estaba en el estudio?

– ¿Fue… fue por eso por lo que viniste a vivir a Porthkerris?

– Grenville y mi padre lo decidieron así. Grenville puso la mitad del capital para abrir la tienda.

– ¿Tu padre…?

– Ya lo conoces. Tristram Nolan Gardner. Tiene una tienda de antigüedades en New Kings Road. Le compraste un par de sillas de respaldo acolchado, ¿recuerdas?

– Y tu padre supo por el cheque que le extendí que yo me llamaba Rebecca Bayliss.

– Exacto. Y se puso a hablar contigo y averiguó que eras la nieta de Grenville Bayliss. Y también que ibas a coger el tren de Cornualles el lunes pasado.

– Entonces te llamó por teléfono y te dijo que fueras a la estación.

– Exacto.

– Pero, ¿por qué?

– Porque creyó que era su deber. Porque le pareciste desconcertada e indefensa. Porque quería que no te perdiera de vista.

– Todavía no lo entiendo.

– ¿Puedo decirte una cosa? -dijo Joss-. Te quiero un montón.

– ¿Porque soy tonta?

– No. Porque eres maravillosamente inocente. Sophia no sólo era la modelo de Grenville. También era su amante. Mi padre nació al comienzo de sus relaciones, mucho antes de que naciese tu madre. Sophia se casó después con un viejo amigo de la infancia, pero no tuvo más hijos.

– ¿De modo que Tristram…?

– Tristram es hijo de Grenville. Y Grenville es mi abuelo. Y voy a casarme con mi prima.

– Pettifer me dijo que Sophia no significaba nada para Grenville. Que sólo era una joven que había trabajado para él.

– Pettifer juraría que lo negro es blanco con tal de proteger a Grenville.

– Sí, supongo que sí. Pero a Grenville se le escapó una indiscreción mientras discutía con Eliot. Tú no eres mi único nieto, dijo.

– ¿Grenville dijo eso?

– Sí. Y Eliot creyó que se refería a mí.

Habíamos llegado a la cima de la colina. Las luces de la ciudad habían quedado atrás. Delante, más allá de las tortuosas siluetas de la urbanización de Ernest Padlow, se extendía la oscura línea de la costa jalonada por las débiles luces de las casas de labor. Y más allá, la negra inmensidad del mar.

– No recuerdo que me hayas pedido que me casara contigo -dije.

La furgoneta daba bandazos mientras proseguía el camino hacia Boscarva.

– No soy muy hábil para pedir cosas -dijo Joss. Apartó la mano del volante y la apoyó en la mía-. Normalmente, las anuncio.

Al igual que la primera vez, fue Pettifer quien vino a nuestro encuentro. Tan pronto como Joss apagó el motor de la furgoneta, se encendió la luz del vestíbulo y Pettifer abrió la puerta, como si hubiera sabido por instinto que estábamos en camino.

Vio a Joss abrir la puerta del vehículo y salir con evidente dificultad. Y al verle la cara…

– Dios mío, ¿qué te ha pasado?

– Un contraste de pareceres con nuestro viejo amigo Morris Tatcombe. No tendría este aspecto si Morris no hubiera estado con tres compinches.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí, fabuloso. Ningún hueso roto. Vamos dentro.

Entramos y Pettifer cerró la puerta.

– Me alegra verte, Joss, de verdad. Hemos tenido un buen lío aquí, ya lo creo.

– ¿Cómo está Grenville?

– Está bien, levantado, en el salón, esperando a Rebecca.

– ¿Y Eliot?

Pettifer miró a Joss y luego a mí.

– Se ha ido.

– Será mejor que nos lo cuentes todo desde el principio -dijo Joss.

Terminamos en la cocina, alrededor de la mesa.

– Después de irse Rebecca, Eliot fue al estudio y regresó con el retrato de Sophia. El que habíamos estado buscando, Joss. El que no habíamos podido encontrar.

– No entiendo -dije. Joss me lo explicó.

– Pettifer era el único que sabía que Sophia era mi abuela. Nadie más. Fue hace tanto tiempo que nadie se acordaba de ella. Grenville quería que todo quedara así.

– Pero, ¿por qué había un único cuadro del rostro de Sophia? Grenville debió de pintar docenas. ¿Qué pasó con ellos?

Hubo una pausa durante la cual Pettifer y Joss se miraron. Entonces Pettifer prosiguió la explicación con mucho tacto.

– Fue por la anciana señora Bayliss. Estaba celosa de Sophia… no porque hubiera adivinado la verdad, sino porque Sophia formaba parte de la otra vida del Capitán, la vida que la señora Bayliss odiaba.

– Te refieres a su vocación por la pintura.

– Nunca tuvo ningún trato con Sophia y se limitaba a saludarla con frialdad si por casualidad se cruzaba con ella en Porthkerris. El Capitán lo sabía y no quería ofenderla, así que vendió y regaló todos los cuadros de Sophia… menos el que usted encontró. Sabíamos que tenía que estar en alguna parte. Joss y yo estuvimos un día entero buscándolo, pero no apareció.

– ¿Qué habríais hecho con él si lo hubierais encontrado?

– Nada. Sólo queríamos que no lo viera nadie más.

– No entiendo por qué era tan importante.

– Grenville no quería que nadie supiera lo que había sucedido entre él y Sophia -dijo Joss-. No es que se avergonzara de ello. La había amado mucho. Y cuando fallezca, el secreto dejará de tener importancia. Pero es orgulloso y siempre ha vivido de acuerdo con determinadas reglas. Quizá nos parezcan muy anticuadas, pero son sus reglas. ¿Lo entiendes?

– Sí, creo que sí.

– Los jóvenes de hoy hablan de liberación y de tolerancia como si ellos hubieran inventado tales ideas -dijo Pettifer con seriedad-. Pero no es nada nuevo. Siempre ha sido así, sólo que en la época del Capitán se hacía con un poco más de discreción.

Aceptamos el hecho con humildad.

– Parece -dijo Joss- que nos hemos salido por la tangente. Pettifer nos estaba hablando de Eliot.

– Es verdad -dijo Pettifer-. Bueno, pues Eliot entró en el salón como una tromba. Yo iba detrás de él. Fue directamente a la chimenea y puso el cuadro en alto, junto al otro. El Capitán no dijo una palabra. Se limitaba a mirarle. Y Eliot dijo: ¿Qué tiene que ver con Joss Gardner?. Y el Capitán se lo dijo. Se lo contó todo. Muy tranquilo y lleno de dignidad. Y la señora Roger también estaba allí. Casi le dio un ataque. Dijo que el Capitán había estado engañándolos durante todos estos años por permitir que Eliot creyera que era su único nieto y que heredaría Boscarva cuando el Capitán muriese. El Capitán respondió que él jamás había dicho nada por el estilo, que sólo habían sido conjeturas y que habían vendido la piel del oso antes de matarlo. Entonces le preguntó Eliot con mucha frialdad: ¿Podrías decirnos de una vez cuáles son tus planes?, pero el Capitán dijo que sus planes eran asunto suyo. ¡Y tenía razón!

Pettifer acompañó esta breve defensa con un puñetazo en la mesa de la cocina.

– ¿Y Eliot?

– Eliot dijo que, en ese caso, iba a desentenderse de todos nosotros, refiriéndose a la familia, por supuesto. Dijo que él tenía sus propios planes y que daba gracias al cielo por poder deshacerse de nosotros. Cogió unos papeles y una carpeta, se puso el abrigo, silbó a su perro y salió de la casa con un portazo. Oímos que se alejaba el coche y desde entonces no ha vuelto.

– ¿Adonde iría?

– A High Cross, supongo.

– ¿Y Mollie?

– Hecha un mar de lágrimas… quería impedir que Eliot cometiera una estupidez, según dijo. Le rogó que se quedara. Le dijo al Capitán que todo era culpa suya. Pero, por supuesto, no podía hacer nada. Nadie puede impedir que un adulto se vaya de su casa, ni siquiera su madre.

Sentí compasión por Mollie.

– ¿Dónde está ahora?

– Arriba, en su habitación. Le preparé un té, se lo llevé y la encontré sentada frente al tocador, como esculpida en piedra.

Me alegraba de no haber estado allí. Todo había sido muy melodramático, por lo visto. Me puse en pie. Pobre Mollie.

– Voy a hablar con ella.

– Y yo con Grenville -dijo Joss.

– Dile que voy enseguida.

Joss sonrió.

– Te esperamos -prometió.

Encontré a Mollie pálida y deshecha en lágrimas, sentada frente al tocador, lo cual no dejaba de ser característico, pues Mollie no se habría tendido de bruces en la cama ni traspasada por el dolor más angustioso. Hasta ahí habríamos podido llegar. La colcha se habría ensuciado. Cuando entré en la habitación, levantó la vista y su reflejo se triplicó en los espejos del mueble. Me pareció que, desde que la conocía, era la primera vez que aparentaba la verdadera edad que tenía.

– ¿Estás bien? -dije.

Bajó los ojos mientras estrujaba un pañuelo húmedo. Me acerqué a ella.

– Pettifer me lo ha contado todo -dije-. De veras lo siento.

– No hay derecho a esto, es injusto. Grenville nunca ha simpatizado con Eliot, le guardaba rencor. Ahora sabemos por qué. Siempre ha querido manipularle, siempre ha querido interponerse entre mi hijo y yo. Hiciera lo que hiciese por Eliot, siempre estaba mal.

Me arrodillé junto a ella y le pasé un brazo por la cintura.

– Creo que ha hecho lo que desde su punto de vista pensaba que era mejor. ¿No puedes tratar de verlo de esa manera?

– No sé adonde se ha ido. No quiso decírmelo. Ni siquiera se despidió.

Me di cuenta de que Mollie estaba mucho más preocupada por la repentina fuga de Eliot que por las revelaciones a propósito de Joss. Mejor así. Podía consolarla en lo tocante a Eliot. En cuanto a Joss, nada de lo que dijera serviría de nada.

– Es posible -dije- que Eliot se haya ido a Birmingham.

– Me miró con horror.

– ¿A Birmingham?

– Hay allí un hombre que le ofreció trabajo. Me lo dijo Eliot. Algo relacionado con coches antiguos. Creo que lo encontraba interesante.

– Pero yo no puedo irme a vivir a Birmingham…

– Vamos, Mollie. No tienes por qué hacerlo. Eliot puede vivir solo. Déjalo en paz. Dale una oportunidad y deja que viva su propia vida.

– Pero siempre hemos estado juntos.

– En ese caso, ya es hora de que os separéis. Tú tienes tu casa en High Cross, tu jardín, tus amigos…

– No puedo irme de Boscarva. No puedo abandonar a Andrea. No puedo abandonar a Grenville.

– Sí que puedes. Y creo que Andrea debería volver a Londres, con sus padres. Has hecho todo lo que has podido por ella y ella no es feliz aquí. Por eso ha pasado todo esto, porque se sentía triste y sola. Y en cuanto a Grenville, yo me quedaré con él.


Bajé con la bandeja del té. La llevé a la cocina y la puse sobre la mesa. Pettifer, que estaba sentado allí, me miró por encima del periódico de la tarde.

– ¿Cómo está? -preguntó.

– Ya se encuentra mejor. Ha admitido que Andrea tiene que volver a su casa de Londres. Y ella se va a High Cross.

– Es lo que quería. ¿Y usted?

– Yo me quedo. Si te parece bien.

En el rostro de Pettifer hubo un destello de satisfacción; probablemente fue su forma de expresar la felicidad que sentía. No hizo falta que le dijera nada más. Nos entendíamos.

Dio la vuelta al periódico.

– Están en el salón -dijo-, esperándola. -Y se concentró en la sección deportiva.

Fui al salón y los vi con los dos retratos de Sophia a sus espaldas, Joss de pie junto al fuego y Grenville hundido en el sillón. Levantaron la vista cuando entré, el joven de largas piernas y su ojo a la funerala y el anciano que se sentía demasiado cansado para levantarse. Corrí hacia ellos porque eran las personas que más amaba en este mundo.

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