Capítulo 7

El cansancio de aquel largo día lleno de emociones se hizo sentir finalmente y por desgracia fue en mitad de la cena. La comida había sido sabrosa y casera y se había celebrado alrededor de una mesa redonda instalada junto a la galería del gran comedor, con un sencillo mantel a cuadros y la vajilla de todos los días. Pero la cena fue muy diferente.

La mesa larga y pulimentada que había en el centro de la estancia se preparó para nosotros cinco, con salvamanteles individuales de lino y una antigua vajilla que destellaba a la luz de las velas.

Al parecer, todo el mundo tenía que vestirse en honor de aquella especie de ritual nocturno. Mollie apareció con una bata de brocado color zafiro que realzaba el brillo de sus ojos. Grenville llevaba un gastado esmoquin de terciopelo; y Eliot, con su traje de franela gris claro, estaba tan elegante como un sabueso. Incluso Andrea, no sin mucho protestar seguramente, se había cambiado de pantalones y se había puesto una blusa bordada a la que le hubiera venido bien un planchado, un lavado o quizás ambas cosas. Llevaba el lacio cabello recogido con una cinta de terciopelo, y su rostro aún reflejaba un aburrimiento resentido.

Aunque yo no estaba acostumbrada a las cenas formales, había llevado un vestido que, evidentemente, tendría que ponerme noche tras noche mientras estuviera en aquella casa. No tenía otro. Era de lana, largo y marrón, con bordados de plata en el cuello y los puños de las mangas anchas. También me puse las pulseras de plata y los pendientes de aro que me había regalado mi madre al cumplir los veintiuno. Su tacto y su peso me dieron en aquella ocasión una extraña sensación de bienestar y confianza, dos cosas que me hacían mucha falta.

No me apetecía cenar con mi familia recién adquirida. No tenía ganas de verme obligada a seguir una conversación, a escuchar, a ser ingeniosa y encantadora. Lo único que quería era irme a la cama y que me trajeran algo sencillo, como un filete de ternera o un huevo duro. Quería estar sola.

Pero había sopa y pato, y vino tinto, todo servido por Eliot. El pato estaba sabroso y la temperatura del comedor era muy agradable. A medida que transcurría la cena me iba sintiendo cada vez más extraña, incorpórea y mareada. Traté de concentrarme en las llamas de las velas que tenía delante, pero cuando las miraba se dividían y se multiplicaban, y las voces se me volvían confusas e ininteligibles como el murmullo de una conversación que se oyera desde una habitación alejada. Instintivamente aparté el plato, le di a la copa de vino y contemplé con horrorizada impotencia que el líquido rojo se extendía entre los fragmentos del cristal roto.

En cierto modo, el accidente fue mi salvación porque todos dejaron de hablar y se me quedaron mirando. Debí de ponerme muy pálida, porque Eliot se puso en pie y al cabo de una fracción de segundo ya estaba a mi lado.

– ¿Te encuentras bien?

– No. Creo que no. Lo siento… -dije.

– Oh, querida. -Mollie dejó a un lado la servilleta y echó la silla atrás. Andrea me observaba con interés frío desde el otro lado de la mesa.

– La copa…, de veras lo siento…

Grenville, sentado a la cabecera de la mesa, tomó la palabra:

– No te preocupes por la copa. La copa no importa. La muchacha está agotada. Mollie, llévala arriba y acuéstala.

Quise protestar, pero sin ganas. Eliot me apartó la silla y me ayudó a levantarme, cogiéndome por los codos. Mollie había ido a abrir la puerta. Entró un poco de aire fresco desde el vestíbulo; ya me sentí mejor, como si, a fin de cuentas, no fuese a desmayarme.

Cuando pasé junto a Grenville, le dije:

– Lo siento. Discúlpame. Buenas noches.

Me incliné para darle un beso y me fui. Mollie cerró la puerta detrás de nosotras y subió conmigo. Me ayudó a desvestirme y a acostarme y me dormí antes de que apagara la luz.

Dormí catorce horas seguidas y me desperté a las diez. Hacía años que no dormía hasta tan tarde. Al otro lado de la ventana el cielo era azul y la luz fría y brillante del norte se reflejaba en las paredes blancas e inclinadas del cuarto. Me levanté, me puse una bata y fui a darme un baño. Me sentí de maravilla cuando me vestí, excepto por la deprimente sensación de vergüenza que me había dejado mi comportamiento de la noche anterior. Esperaba que no todos creyeran que estaba borracha.

Bajé y encontré a Mollie en una pequeña despensa, ordenando un abultado ramo de prímulas moradas y de color rosa en un jarrón estampado con motivos florales.

– ¿Qué tal has dormido? -me preguntó en el acto.

– Como un tronco. Lamento lo de anoche…

– Cariño, estabas rendida. Lamento no haberme dado cuenta. Seguramente querrás desayunar.

– Sólo café.

Me llevó hasta la cocina y calentó café mientras yo me preparaba unas tostadas.

– ¿Dónde están todos? -pregunté.

– Eliot está en el salón-garaje, como siempre, y Pettifer ha ido a Fourboume con el coche a hacer unas compras para Grenville.

– ¿Qué puedo hacer? Me gustaría ser útil.

– Bueno… -titubeó. La miré. Aquella mañana llevaba puesto un suéter de cachemir de color caramelo y una falda estrecha de mezclilla. Maquillada a la perfección y con cada mechón de cabello en su lugar, respiraba orden y limpieza de un modo casi inhumano-. Podrías ir a Porthkerrís y traerme el pescado. Llamaron de la pescadería para decirnos que había atún y pensé que podríamos prepararlo para la cena. Puedes coger mi coche. ¿Sabes conducir?

– Sí, pero preferiría ir andando. Me encanta pasear y la mañana es espléndida.

– Como quieras. Toma el atajo del acantilado. Se me ocurre… -fue un brote de inspiración-: Llévate a Andrea. Ella puede enseñarte el camino y la pescadería. Además, Andrea nunca hace nada y una caminata le sentará bien. -Lo dijo como si Andrea fuese un perro haragán. No me entusiasmaba la idea de compartir la mañana con ella, pero compadecía a Mollie por tener que cargar con aquella desagradable criatura, así que acepté la sugerencia y cuando terminé de desayunar fui en busca de la joven, a quien Mollie había visto en la terraza.

La encontré envuelta en una manta de viaje, recostada en una butaca de mimbre en un rincón soleado y contemplando el paisaje con cara agria, como si fuese en un barco y se hubiese mareado.

– ¿Quieres venir andando a Porthkerris? -le pregunté.

Clavó sus ojos saltones en mí.

– ¿Por qué?

– Porque Mollie me ha dicho que vaya a comprar pescado y no sé dónde está la tienda. Además, hace una mañana muy bonita y Mollie sugirió que fuéramos por el acantilado.

Lo pensó un poco y dijo:

– De acuerdo -se estiró y se puso en pie. Llevaba los mismos téjanos sucios del día anterior y un jersey grande, negro y blanco, que le llegaba hasta las estrechas caderas. Volvimos a la cocina a buscar una cesta, salimos de la casa y cruzamos la terraza y el jardín en dirección al mar.

Al final del jardín había unos escalones de piedra que saltaban por encima del muro; Andrea se adelantó, pero yo me detuve porque quería inspeccionar el estudio desde aquella nueva perspectiva. Como había dicho Joss, todo estaba cerrado, incluso las contraventanas; parecía un tanto desolado, y las cortinas del ventanal de la fachada que daba al norte estaban totalmente corridas para que no quedara ni un resquicio por el que pudieran espiar los transeúntes curiosos.

Andrea se detuvo en lo alto del muro y siguió la dirección de mi mirada.

– Ahora ya no pinta -me dijo.

– Ya lo sé.

– No entiendo por qué, si no le pasa nada. -Bajó del muro de un salto, con el pelo revoloteante, y desapareció totalmente al otro lado. Eché una última mirada al estudio y la seguí. Tomamos una pisoteada vereda que serpenteaba entre los campos pequeños e irregulares y que después de cruzar un inquietante macizo de aulagas que nos llegaban a la cintura, desembocaba en una escalera que conducía al sendero del acantilado.

Se trataba, evidentemente, de un camino frecuentado por los turistas que visitaban Porthkerris, ya que había bancos en lugares bien protegidos desde los que se disfrutaba de una panorámica excelente, papeleras y carteles que advertían que no se acercara nadie al borde del acantilado porque éste podía hundirse.

Andrea no perdió el tiempo: fue hasta el borde mismo y se asomó. Las gaviotas volaban en círculo y chillaban alrededor de ella. El viento le tiró del cabello y le hinchó el jersey. Desde muy abajo llegó el lejano retumbar de las rompientes que se lanzaban sobre las rocas. Andrea estiró los brazos y se balanceó ligeramente como si estuviera a punto de caer, pero cuando vio que no me importaba si se suicidaba o no, volvió al sendero y seguimos andando en columna con ella en cabeza.

El acantilado trazó una curva y vimos la ciudad: las casas grises y bajas que seguían el perfil de la bahía y trepaban por la empinada colina hasta el páramo que se hallaba detrás. Cruzamos una barrera y nos encontramos en una calle de verdad, con lo que pudimos ir las dos a la misma altura.

A Andrea le entraron ganas de hablar.

– Tu madre ha muerto hace poco, ¿verdad?

– Sí.

– Tía Mollie me ha hablado de ella. Dice que era una puta.

Me costó un gran esfuerzo mantener la calma. De lo contrario habría sido una clara victoria para Andrea.

– En el fondo no la conocía. No se veían desde hacía muchos años.

– ¿Era una puta?

– No.

– Mollie dice que vivía con hombres.

Entonces me di cuenta de que Andrea no trataba de herirme, sino que sentía auténtica curiosidad. Y también un poco de envidia.

– Era alegre, encantadora y hermosísima.

Lo aceptó.

– ¿Dónde vives?

– En Londres. En un piso pequeño.

– ¿Sola o acompañada?

– No. Vivo sola.

– ¿Vas a fiestas? ¿Sales por ahí?

– Sí… cuando me invitan y tengo ganas de ir.

– ¿Trabajas? ¿Tienes empleo?

– Sí. En una librería.

– Uf, qué fúnebre.

– A mí me gusta.

– ¿Dónde conociste a Joss?

Ahora, me dije, es cuando vamos al grano, pero no había la menor expresión en su rostro.

– Lo conocí en Londres…, me reparó una silla.

– ¿Te gusta?

– Le conozco muy poco para que me disguste.

– Eliot no lo soporta. Tía Mollie tampoco.

– ¿Por qué?

– Porque no les gusta que esté todo el tiempo dando vueltas por la casa. Y lo tratan como si fuese su criado, pero él sabe darles en las narices. Y habla con Grenville y le entretiene. Les he oído charlar.

Me la imaginé en cuclillas junto a la puerta cerrada, con el oído pegado al ojo de la cerradura.

– Si entretiene al anciano, me parece muy bien.

– Una vez tuvo una trifulca espantosa con Eliot. Fue por un coche que Eliot había vendido a un amigo de Joss y Joss dijo que el coche estaba estropeado. Eliot le dijo que era un hijo de puta, un insolente y un entrometido.

– ¿También escuchaste eso?

– No pude evitarlo. Yo estaba en el cuarto de baño con la ventana abierta y ellos estaban abajo, junto a la puerta principal.

– ¿Cuánto hace que estás en Boscarva? -pregunté. Quería saber cuánto tiempo le había costado coleccionar todos aquellos trapos sucios sobre la familia.

– Dos semanas. Pero como si fueran seis meses.

– Pues yo pensaba que te gustaba estar aquí.

– ¡Oye, que no soy una niña! ¿Qué quieres que haga? ¿Ir a jugar a la playa con la pala y el cubo?

– ¿Qué haces en Londres?

Dio un rabioso puntapié a una piedra, con odio hacia Cornualles.

– Estudiaba Bellas Artes, pero a mis padres no les parecían bien -lo subrayó con voz aflautada- mis amistades. Y me mandaron aquí.

– Pero no estarás aquí siempre. ¿Qué harás cuando vuelvas?

– Son ellos los que han de decirlo, ¿no?

Sentí un brote de compasión por sus padres, padres equitativos que sin saber cómo tenían una hija tan odiosa.

– Pero, ¿no hay nada que quieras hacer?

– Sí. Irme. Estar sola, hacer lo que me dé la gana. Danus, un chico fabuloso con el que salía, tenía un amigo que era propietario de una tienda de cerámica en la isla de Skye y quería que fuera a ayudarle… Parecía genial, ya sabes, vivir en una especie de comuna, lejos de todos… pero la troglodita de mi madre metió la zarpa y lo estropeó todo.

– ¿Dónde está Danus ahora?

– Se ha ido a Skye.

– ¿Te ha escrito para decirte cómo es aquello?

Sacudió la cabeza y se puso a toquetearse el pelo, sin querer mirarme a los ojos:

– Pues sí, cartas muy largas. Montones. Quiere que vaya a reunirme con él y yo pienso ir en cuanto cumpla los dieciocho y no puedan impedírmelo.

– ¿Por qué no sigues estudiando Bellas Artes y sacas un título? Así tendrías tiempo de…

Se volvió hacia mí.

– ¿Sabes una cosa? Hablas igual que ellos. ¿Cuántos años tienes? Parece como si ya tuvieras un pie en la tumba.

– Es una tontería echar a perder la propia vida cuando ni siquiera ha empezado.

– Es mi vida, no la tuya.

– No, la mía no.

Después de discutir de aquel modo tan increíble, seguimos recorriendo las calles en silencio y cuando Andrea volvió a abrir la boca, fue para decir:

– Ahí está la pescadería. -Y movió la mano hacia el establecimiento.

– Gracias. -Entré para recoger el atún. Andrea se quedó adrede en la calle. Cuando salí se había ido, pero apareció un momento después por la puerta de una librería que había al lado y donde había comprado una pintoresca revista que se llamaba Sexualidad auténtica.

– ¿Volvemos o quieres comprar más cosas? -le pregunté.

– No puedo comprar nada, no tengo dinero. Sólo unos peniques.

De pronto, y de un modo irracional, sentí lástima por ella.

– Te Invito a un café, si quieres.

Me miró con alegría repentina y creí que iba aceptar mi modesta invitación, pero dijo:

– Vamos a ver a Joss.

Me cogió desprevenida.

– ¿Para qué quieres ver a Joss?

– Me apetece. Le visito cada vez que vengo a la ciudad. Siempre se alegra de verme. Me hizo prometer que iría a verle cada vez que bajara a la ciudad.

– ¿Cómo sabes que está en la tienda?

– Bueno… hoy no está en Boscarva, así que tiene que estar allí. ¿Has visto ya la tienda? Es genial, en el piso de arriba tiene una especie de apartamento, como en las revistas, con una cama que es como un sofá, y montones de cojines, y un hogar de leña. Y de noche -su voz se volvió soñadora- todo es muy íntimo y secreto, sin más luz que la del fuego.

Hice un esfuerzo para no abrir la boca.

– Quieres decir que tú y Joss…

Se encogió de hombros y se echó atrás el cabello.

– Un par de veces. Pero nadie lo sabe. No sé por qué te lo cuento. No se lo dirás a los demás, ¿verdad?

– Pero ellos… ¿y Mollie no te pregunta?

– Digo que voy al cine. No le molesta que vaya al cine, por lo que parece. Venga, vamos a ver a Joss.

Pero después de aquella revelación, no me habría acercado a la tienda por nada en el mundo.

– Seguro que está trabajando y no quiere que le molesten. Además, no tenemos tiempo. Y no quiero ir.

– Dijiste que había tiempo para tomar un café, ¿por qué no lo hay para ver a Joss?

– Andrea, ya te lo he dicho, no quiero ir.

Esbozó una sonrisa.

– Creía que Joss te gustaba.

– Ésa no es la cuestión. No creo que le guste tropezarse con nosotras cada vez que da un paso.

– ¿Te refieres a mí?

– Me refiero a las dos. -Me estaba exasperando.

– Él siempre quiere verme. Sé que es así.

– Estoy convencida -dije con dulzura-. Pero volvamos a Boscarva.

Me recordé a mí misma que Joss me había desagradado desde el principio. A pesar de su preocupación y su comportamiento aparentemente cordial, siempre me había dejado con una rara sensación de inquietud, como si se me estuviera espiando. El día anterior había empezado a olvidarme de la antipatía inicial, incluso me había gustado estar con él, pero después de las confidencias de Andrea no fue difícil resucitar la antigua desconfianza hacia su persona. Era demasiado bien parecido, demasiado atractivo. Andrea podía ser mentirosa, pero no tonta; había catalogado al resto de la familia con exactitud desconcertante y, aunque sólo hubiera una pizca de verdad en lo que decía sobre Joss, yo no quería involucrarme.

Si le hubiera conocido mejor y tenido más afecto, le habría hablado en privado sobre lo que Andrea me había dicho. Pero, dadas las circunstancias, Joss no era de mi incumbencia. Además, tenía otras cosas en qué pensar.

Grenville no bajó a comer aquel día.

– Está cansado -nos dijo Mollie-. Se quedará todo el día en cama. Puede que baje a cenar. Pettifer le subirá una bandeja.

Así que comimos las tres solas. Mollie se había puesto un sencillo vestido de lana y un collar de perlas de dos vueltas. Dijo que se iba a Fourbourne a jugar al bridge con unas amigas y que esperaba que yo encontrase con qué entretenerme.

Le dije que no se preocupara. Nos sonreímos con la mesa por medio, y me pregunté si de verdad le habría dicho a Andrea que mi madre era una puta o si sólo había sido una interpretación particular de un ambiguo eufemismo utilizado por Mollie. Esperaba que así fuera, pero aun en tal caso, habría preferido que Mollie no hubiese hablado con Andrea sobre Lisa. Mi madre había muerto, pero antes había sido divertida, encantadora y llena de alegría. ¿Por qué no podíamos recordarla así?

El día se transformó mientras estábamos sentadas a la mesa. Se levantó un fuerte viento del oeste y unos nubarrones grises cruzaron el cielo azul ocultando el sol. Se puso a llover. A pesar de ello, Mollie se fue con el coche a jugar su partida de bridge, diciendo que estaría de vuelta a eso de las seis. Andrea, tal vez agotada por el ejercicio matutino, pero indiscutiblemente muerta de aburrimiento a causa de mi compañía, se fue a su habitación con la revista que había comprado. Una vez sola, me quedé inmóvil al pie de la escalera preguntándome qué hacer. Sólo el tictac del gran reloj de péndulo y algunos ruidos de la cocina rompían el silencio de la melancólica tarde. Fui a investigar los ruidos y descubrí que era Pettifer, sentado ante una mesa de madera y limpiando la cubertería.

Levantó la vista cuando asomé la cabeza por la puerta.

– Hola. No la había oído.

– ¿Cómo está mi abuelo?

– Bien. Sólo un poco cansado por las emociones de la víspera. Pensamos que le convendría pasar un día en cama. ¿Se ha ido la señora Roger?

– Sí. -Cogí una silla y me senté frente a él.

– Me ha parecido oír el coche.

– ¿Quieres que te ayude?

– Es usted muy amable… esas cucharas que están allí necesitan que se les saque brillo con la gamuza. No sé por qué están manchadas de esa manera. Bueno, en realidad, sí lo sé. Es el aire húmedo del mar. Si hay algo que la plata aborrece de verdad es el aire húmedo del mar. -Me puse a frotar el extremo cóncavo y gastado de la cuchara. Pettifer me miró por encima de las gafas-. Resulta extraño verla sentada aquí después de tanto tiempo. Su madre solía pasar la mitad de su vida en la cocina… Cuando Roger se fue al internado no le quedó nadie con quien hablar, así que venía y pasaba el rato aquí con la señora Pettifer y conmigo. Le enseñamos a hacer bizcochos de chocolate con nueces, la señora Pettifer sobre todo, y a jugar al whist. Pasamos buenos momentos juntos. Y los días feos como hoy, hacía tostadas en los viejos fogones… No, esa cocina ya no está, ahora tenemos otra, muy buena… pero aquella era muy acogedora… el fuego ardía debajo de la reja y todas las llaves y pomos de bronce despedían un brillo cegador.

– ¿Cuánto hace que estás en Boscarva?

– Desde que la compró el capitán, en 1922. Aquel mismo año abandonó la Marina y se dedicó a pintar. A la anciana señora Bayliss no le gustó aquello. Estuvo por lo menos tres meses sin dirigirle la palabra.

– ¿Por qué era tan importante para ella?

– Estaba vinculada a la Marina de guerra desde siempre. Su padre estaba al mando del Imperio cuando el capitán era primer alférez. Así se conocieron. Se casaron en Malta. Una boda preciosa, con las espadas en alto para que pasaran los novios y cosas por el estilo. Pertenecer a la Marina significaba mucho para la señora Bayliss. Cuando el capitán dijo que iba a dimitir estallaron las peleas, pero no consiguió que cambiara de idea. Así que nos fuimos de Malta. El capitán encontró esta casa y nos mudamos todos aquí.

– ¿Y estás aquí desde entonces?

– Más o menos. El capitán se matriculó en la Academia Slade de Bellas Artes, lo cual significaba trabajar en Londres, de modo que alquiló un piso pequeño, estaba en los alrededores de St. James, y cuando iba a Londres yo le acompañaba para servirle y la señora Pettifer se quedaba aquí con la señora Bayliss y Roger. Su madre de usted aún no había nacido.

– Pero cuando salió de la Slade…

– Bueno… volvió y se quedó para siempre. Y construyó el estudio. Eso fue cuando estaba en su mejor momento. Pintaba obras magníficas: grandes paisajes marinos, tan fríos y brillantes que se podía oler el viento, sentir la sal en los labios.

– ¿Hay muchos cuadros suyos en la casa?

– No. No muchos. Está el del barco pesquero sobre la chimenea del comedor y un par de dibujos en blanco y negro en el pasillo de arriba. Hay tres o cuatro en el estudio y un par en la habitación de la señora Roger.

– Y el del salón…

– Ah, sí. Ése, por supuesto. La mujer de la rosa.

– ¿Quién era la mujer?

No contestó, preocupado quizá por los cubiertos, frotando un tenedor como si quisiera borrarle el monograma.

– ¿Quién era la mujer del cuadro?

– Sophia -dijo Pettifer.

Sophia. Desde el momento en que mi madre la había mencionado de pasada, yo había querido saber quién era Sophia y ahora Pettifer ponía su nombre sobre el tapete como si fuera lo más natural del mundo.

– Era una muchacha que trabajaba de modelo para el capitán. Creo que primero trabajó para él en Londres, cuando el capitán era estudiante y después empezó a venir aquí durante las vacaciones de verano, vivía en Porthkerris y trabajaba para cualquier artista que estuviera dispuesto a pagarle.

– ¿Era guapa?

– Desde mi punto de vista, no. Pero sí muy vivaz, y muy charlatana. Era irlandesa, del condado de Cork.

– ¿Qué opinaba mi abuela sobre Sophia?

– Sus caminos nunca se cruzaron, su abuela tenía tanto trato social con ella como el que tenía con el carnicero o la peluquera.

– Entonces, ¿Sophia no estuvo nunca aquí?

– Oh, sí. Iba y venía. Iba al estudio con el capitán y cuando él se cansaba o perdía la paciencia, le decía que había terminado la jornada y ella subía por el jardín, aparecía por la puerta de servicio y decía: «¿Podrían darme una taza de té?», y como era Sophia, la señora Pettifer siempre tenía el agua al fuego.

– Leía el futuro en las tazas de té.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Mi madre.

– Es verdad. Y a todos nos decía que iban a pasarnos cosas maravillosas. Claro que no pasaban, pero era divertido oírselo decir. Ella y su madre eran buenas amigas. Sophia la llevaba a la playa y la señora Pettifer les preparaba una cesta con la merienda. Y si hacía mal tiempo daban largos paseos por el páramo.

– Pero, ¿qué hacía mi abuela mientras tanto?

– La mayoría de las tardes jugaba al bridge o al mahjong. Tenía un círculo de amigos muy selecto. Era toda una señora y en realidad no le interesaban mucho los niños. Si se hubiera preocupado más por Lisa cuando era pequeña, quizás hubieran tenido más cosas en común cuando creció y, probablemente, su madre no se habría fugado ni nos habría hecho sufrir como lo hizo.

– ¿Qué pasó con Sophia?

– Volvió a Londres, se casó y tuvo un hijo, según creo. Murió en 1942 durante un bombardeo. El niño estaba en el campo y su marido en el extranjero, pero Sophia se había quedado en Londres porque trabajaba en un hospital. Nos enteramos mucho después.

Para la señora Pettifer y para mí fue como si se hubiese apagado una luz en nuestra vida.

– ¿Y mi abuelo?

– También lo sintió mucho, como es lógico. Pero hacía años que no la veía. Sophia no era más que una modelo que había trabajado para él.

– ¿Hay más cuadros de ella?

– Hay cuadros de Sophia en las galerías de provincias de todo el país. Si quiere ir a verlo, hay uno en la galería de Porthkerris. Y un par arriba, en la habitación de la señora Roger.

– ¿Me los podrías enseñar ahora? -lo dije con tanta vehemencia que Pettifer pareció sorprenderse, como si le hubiese pedido algo inmoral-. Bueno, si a la señora Bayliss no le molesta.

– No… no le molestará. No veo por qué. Vamos.

Se levantó con esfuerzo y le seguí escaleras arriba y por el pasillo del primer piso hasta el dormitorio que quedaba encima del salón, una habitación amplia y amueblada de un modo muy femenino, con muebles Victorianos y una alfombra rosa y crema. Mollie la había limpiado y ordenado hasta un extremo que daba grima. Los dos pequeños óleos colgaban juntos entre las ventanas: en uno había un castaño y una joven recostada a su sombra; en el otro, la misma joven tendía la ropa durante un día ventoso. Me sentí desilusionada.

– Todavía no sé cómo es Sophia.

Pettifer iba a contestarme cuando sonó un timbre en algún punto de la casa. Levantó la cabeza como un perro servicial.

– Es el capitán, nos habrá oído hablar a través de la pared. Discúlpeme.

Salí con él de la habitación de Mollie y cerré la puerta tras de mí. Avanzó por el pasillo, abrió una puerta y oí la voz de Grenville.

– ¿Qué estáis murmurando los dos ahí dentro?

– Estaba enseñándole a Rebecca los dos cuadros de la habitación de la señora Roger…

– ¿Está Rebecca ahí? Dile que entre…

Entré, pasando delante de Pettifer. Grenville no estaba en la cama, sino sentado en un sillón hondo y con los pies apoyados en un taburete. Estaba vestido pero tenía una manta sobre las rodillas. El alegre chisporroteo de las llamas animaba la habitación. Todo estaba en orden y en su sitio, y olía a la brillantina que el abuelo se ponía en el cabello.

– Creí que estabas en la cama -dije.

– Pettifer me ayudó a levantarme después de comer. Me aburro como una ostra si me quedo todo el día en la cama. ¿De qué estabais hablando?

– Pettifer me enseñaba cuadros tuyos.

– Pensarás que son muy anticuados. Los jóvenes vuelven ahora al realismo. Sabía que tendría que ocurrir. Me gustaría regalarte uno. En el estudio hay montones sin catalogar. Hace diez años que lo cerré y aún no he vuelto por allí. Pettifer, ¿dónde está la llave?

– En un lugar seguro, señor.

– Tendrás que pedirle la llave a Pettifer e ir al estudio a husmear. A ver si encuentras uno que te guste. ¿Tienes casa donde ponerlo?

– Tengo un piso en Londres. Y necesita un cuadro.

– Me he acordado de otra cosa mientras estaba aquí. El jarrón de jade que está en la vitrina, abajo. Lo traje de China hace años y se lo regalé a Lisa. Ahora es tuyo. Y un espejo que le dejó su abuela… ¿Dónde está, Pettifer?

– En la sala de tomar el sol, señor.

– Bueno, habrá que descolgarlo y limpiarlo. Te gustaría tenerlo, ¿verdad?

– Claro que sí. -Sentí un gran alivio. Me había estado preguntando cómo abordar el tema de las pertenencias de mi madre y Grenville lo había hecho por mí. Titubeé, pero ya que estábamos en ello, mencioné el tercer objeto-: ¿No había también un buró?

– ¿De veras? -Clavó en mí su temible mirada-. ¿Cómo lo sabes?

– Mi madre me habló sobre el jade y el espejo y dijo que había también un buró. -Siguió mirándome con fijeza. De pronto deseé no haber abierto la boca-. En realidad no importa, pero pensé que si nadie lo quería… si no se utilizaba…

– Pettifer, ¿recuerdas el buró?

– Sí, señor, ahora que lo menciona. Estaba arriba, en el desván, pero no recuerdo haberlo visto últimamente.

– Sé bueno y búscalo cuando puedas. Y echa más leña al fuego… -Pettifer obedeció. Mientras le observaba, preguntó Grenville-: ¿Dónde están todos? La casa está muy silenciosa. No se oye más que la lluvia.

– La señora Roger ha ido a una partida de bridge. La señorita Andrea creo que está en su habitación…

– ¿Te apetece un té? -Grenville me guiñó un ojo-. Te gustaría, ¿verdad? Todavía no hemos tenido la oportunidad de conocernos. Cuando no te desplomas en medio de la cena, la vejez me confina a mí en la cama. Formamos una excelente pareja, ¿no crees?

– Me encantaría tomar el té contigo.

– Pettifer subirá una bandeja.

– No -dije-. Yo voy por ella. Las piernas de Pettifer han estado subiendo y bajando esas escaleras todo el día. Se merece un descanso.

Aquello hizo gracia a Grenville.

– Como quieras. Trae la bandeja y disfrutemos de un buen plato de tostadas calientes con mantequilla.

Tendría que lamentar muchas veces la mención del buró, porque no pudieron encontrarlo. Mientras Grenville y yo tomábamos el té, Pettifer empezó la búsqueda. Cuando vino a llevarse la bandeja, había registrado toda la casa y el buró seguía sin aparecer.

Grenville no podía creerlo.

– Será que no lo has visto. Tus ojos están tan viejos como los míos.

– Es imposible no ver un buró. -Pettifer parecía ofendido.

– Bueno -dije tratando de ser útil-, puede que lo estén reparando en alguna parte… -Me miraron como si fuera tonta y cerré la boca en el acto.

– ¿No estará en el estudio? -aventuró Pettifer.

– ¿Qué iba a hacer yo con un buró en el estudio? Yo pintaba, no escribía cartas. No iba a poner allí una mesa que me entorpeciera el paso… -Grenville empezaba a ponerse nervioso.

Me puse en pie.

– Ya aparecerá -dije con mi voz más dulce y recogí la bandeja del té para llevarla abajo. Pettifer me alcanzó en la cocina. Estaba trastornado por lo sucedido.

– La excitación no es buena para el capitán… y va a seguir con este asunto como un lebrel detrás de una presa. Se lo aseguro.

– La culpa ha sido mía. Ni siquiera sé por qué lo he mencionado.

– Pero yo lo recuerdo. Aunque sé que no lo he visto últimamente. -Me puse a fregar los platos y las tazas y Pettifer cogió un trapo para secarlos-. Y hay algo más. Había una silla Chippendale con el buró… No digo que hicieran juego, pero la silla estaba siempre delante del escritorio. Tenía el asiento tapizado, muy raído, con pájaros, flores y otras cosas. Bueno, tampoco la encuentro… pero no voy a decírselo al capitán y usted tampoco.

Se lo prometí.

– Para mí no tiene importancia de todos modos -dije.

– No, pero para el capitán sí. Puede que fuera pintor, pero tenía memoria de elefante y no la ha perdido. A veces desearía que fuera un poco más olvidadizo -añadió con tristeza.

Aquella noche, después de ponerme otra vez el vestido castaño de bordados de plata, encontré a Eliot en el salón, acompañado solamente por su inevitable perro. Estaba sentado junto al fuego, con una copa, con el diario de la tarde y con Rufus a sus pies, echado igual que una vistosa piel de adorno en la pequeña alfombra que había delante del hogar. A la luz de la lámpara eran el vivo retrato del perfecto compañerismo, pero mi presencia perturbó la paz de la escena y Eliot se puso en pie mientras dejaba caer el periódico en el asiento del sillón.

– Rebecca. ¿Cómo estás?

– Muy bien.

– Anoche tuve miedo de que te pusieras enferma.

– No. Estaba muy cansada. Sólo eso. Hoy he dormido hasta las diez.

– Sí, me lo ha dicho mi madre. ¿Quieres una copa?

Acepté y me sirvió un poco de jerez. Fui a agacharme junto al fuego para acariciarle al perro las orejas.

Cuando Eliot me tendió la bebida, le pregunté:

– ¿Va contigo a todas partes?

– Sí, a todas partes. Al salón-garaje, a la oficina, a comer fuera, a los bares, a cualquier lado. Es un perro muy conocido en esta parte del mundo.

Me senté en la alfombra, Eliot se dejó caer en el sillón y cogió su copa.

– Mañana tengo que ir a Falmouth para ver a un hombre a propósito de un vehículo -dijo-. Si me acompañaras, verías un poco los alrededores. ¿Te gustaría?

Me sorprendió mi propio entusiasmo ante la invitación.

– Me encantaría.

– No creo que sea muy emocionante. Pero podrías distraerte durante un par de horas, mientras yo me ocupo de lo mío; comeríamos de camino, en una pequeña casa de comidas que conozco. Tienen un marisco delicioso. ¿Te gustan las ostras?

– Sí.

– A mí también. Al volver podríamos -pasar por High Cross para que veas dónde vivimos mi madre y yo normalmente.

– Tu madre me habló de High Cross. Parece un sitio bonito.

– Mejor que este mausoleo…

– Vamos, Eliot, esta casa no es un mausoleo.

– Nunca me han gustado las reliquias victorianas…

Antes de que pudiera protestar, se nos unió Grenville. Primero le oímos bajar con lentitud las escaleras, luego se puso a hablar con Pettifer, con su voz aguda y sus gruñidos roncos, y por último oímos el ruido que producía su bastón en el suelo encerado del vestíbulo.

Eliot me hizo un guiño, fue a abrir la puerta y entró Grenville, semejante al mascarón de proa de un barco indestructible…

– Está bien, Pettifer, ya puedo arreglármelas solo. -Yo me había levantado de la alfombra para arrimar el sillón en que se había sentado la noche anterior, pero aquello pareció enfurecerle. Evidentemente, no estaba de buen humor.

– ¡Por Dios, niña, deja de molestar! ¿Crees que quiero sentarme encima del fuego? Me quemaré vivo si me siento ahí…

Volví a poner el sillón como estaba y Grenville se dejó caer en él.

– ¿Te apetece una copa? -preguntó Eliot.

– Whisky.

– ¿Whisky? -Eliot parecía sorprendido.

– Sí. Whisky. Sé lo que dijo el cretino del médico pero esta noche voy a tomar un whisky.

Eliot se limitó a asentir con un gesto de paciente consentimiento y fue a servir la bebida. Grenville se volvió y dijo apoyándose en el respaldo:

– Eliot, ¿has visto el buró por alguna parte?

Se me encogió el corazón.

– Vamos, Grenville, no empieces otra vez…

– ¿Qué quieres decir con eso de que no empiece otra vez? Hay que encontrar ese maldito trasto. Acabo de decirle a Pettifer que no pararemos hasta encontrarlo.

Eliot volvió con el vaso de whisky. Acercó una mesa y puso el vaso al alcance de Grenville.

– ¿Qué buró?

– El buró, el que estaba en una de las habitaciones. Era de Lisa y ahora es de Rebecca. Quiere llevárselo. Tiene un piso en Londres y quiere ponerlo allí. Y Pettifer no lo encuentra, dice que ya ha mirado con lupa toda la casa y no lo encuentra. No lo habrás visto tú, ¿verdad?

– No lo he visto nunca. Ni siquiera sé de qué buró hablas.

– Un escritorio pequeño. Con cajones a un lado. Y con cuero en la parte superior. Según creo, son difíciles de encontrar en estos tiempos. Valen un dineral.

– Puede que Pettifer lo pusiera en algún rincón y se haya olvidado.

– Pettifer nunca se olvida de esas cosas.

– En ese caso, puede que la señora Pettifer hiciera algo con él y se olvidara de decírselo.

– Te digo que Pettifer nunca se olvida de nada.

En aquel momento se nos unió Mollie, que apareció sonriendo y con cara de resolución, como si hubiese oído las voces desde fuera y estuviese dispuesta a calmar la tempestad.

– Hola a todos. Creo que se me ha hecho un poco tarde. He tenido que añadirle unos detallitos fantásticos al atún que compró Rebecca esta mañana. Eliot, querido… -le dio un beso. Al parecer era la primera vez que lo veía aquella tarde-. Grenville… -Se inclinó para besarlo también-. Pareces más descansado. -Antes de que el aludido pudiera contradecirla, Mollie me sonrió por encima de la cabeza del anciano-. ¿Has pasado bien la tarde?

– Sí, gracias. ¿Qué tal el bridge?

– Podía haber sido peor. He ganado veinte peniques. Eliot, cariño, me gustaría mucho tomar un trago. Andrea está al venir. -Pero al final se le acabaron las frases de táctica defensiva y Grenville abrió fuego al instante.

– Hemos perdido un objeto -le dijo.

– ¿Otra vez tus gemelos?

– Hemos perdido un buró.

El tema empezaba a parecer absurdo.

– ¿Que habéis perdido un buró?

Grenville detalló todo el confuso episodio para que Mollie se enterase. Cuando supo que había sido yo quien había precipitado los acontecimientos, me miró con cierto aire de reproche, como si considerara que mi actitud era una manera lamentable de retribuirle su amable hospitalidad. Yo estaba bastante de acuerdo con ella.

– Pero tiene que estar en alguna parte. -Mollie cogió la copa que le alargó Eliot, acercó una silla y se sentó, lista para encontrar una solución-. Lo habrán puesto en algún lugar para que estuviera más seguro.

– Pettifer lo ha estado buscando.

– Quizá se le ha pasado por alto. Creo que es hora de que vaya al oculista. Tal vez lo puso en alguna parte y ahora no se acuerda.

Grenville golpeó el brazo del sillón con el puño cerrado.

– Pettifer nunca se olvida de nada.

– En realidad… -dijo Eliot con voz impasible- se olvida continuamente de muchas cosas.

Grenville lo fulminó con la mirada.

– ¿Qué insinúas?

– Nada personal. Sólo que se está haciendo viejo.

– ¿Me estás diciendo que la culpa la tiene Pettifer…?

– No estoy diciendo nada…

– Acabas de decir que está demasiado viejo. Si él está demasiado viejo, ¿cómo crees que estoy yo?

– Yo no he dicho que…

– Le has echado la culpa a él…

Eliot perdió la paciencia.

– Si tuviera que culpar a alguien -dijo levantando la voz casi hasta el nivel de la de Grenville-, yo preguntaría al joven Joss Gardner. -Se produjo un silencio. Luego, con voz más moderada, prosiguió-: Está bien. Nadie quiere acusar a nadie de ladrón. Pero Joss entra y sale continuamente de esta casa, de todas las habitaciones. Él sabe lo que hay aquí mejor que nadie. Y es un experto, sabe lo que valen las cosas.

– Pero, ¿para qué se va a llevar un escritorio? -preguntó Mollie.

– Un escritorio que vale mucho dinero. No lo olvides. Es raro y valioso, Grenville acaba de decirlo. Tal vez necesitaba dinero. No hace falta más que mirarle para darse cuenta de que le vendría muy bien un poco de liquidez. Y es un experto. Va a Londres muy a menudo. Sabría dónde venderlo.

Se calló abruptamente, como si se hubiera dado cuenta de que había hablado demasiado. Terminó el whisky y, sin decir palabra, fue a servirse otro.

El silencio se hizo incómodo. Para romperlo, Mollie dijo:

– Yo no creo que Joss…

– Es una estupidez total -la interrumpió Grenville con brusquedad.

Eliot soltó la botella de whisky con violencia.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Qué sabes de Joss Gardner? Aparece de la nada, como un vagabundo, dice que va a abrir un negocio y un momento después le abres la puerta de tu casa y le encargas que restaure todos los muebles. ¿Qué sabes de Joss? ¿Qué sabe de él ninguno de nosotros?

– Sé que puedo confiar en él. Me adiestraron para juzgar la personalidad de los hombres…

– Podrías equivocarte…

Grenville levantó la voz y eclipsó la de Eliot:

– Y no estaría mal que tú recibieras algunas lecciones sobre cómo elegir compañía.

Los ojos de Eliot se encogieron.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Que si quieres ponerte en ridículo, haz negocios con ese leguleyo barato de Ernest Padlow.

Si hubiese podido esfumarme en aquel momento, no habría desaprovechado la ocasión. Pero estaba atrapada, prisionera en un rincón detrás de Grenville.

– ¿Qué sabes de Ernest Padlow?

– Sé que te han visto con él…, bebiendo en los bares…

Eliot me asaeteó con los ojos. Dijo en voz baja:

– Ese bastardo de Joss Gardner.

– No ha sido él, sino Hargreaves, el del banco. Vino a tomar un jerez conmigo el otro día. Y la señora Thomas vino a encender el fuego de mi habitación esta mañana y te había visto con Padlow en esa monstruosidad que él llama complejo residencial.

– Chismes de criados.

– La verdad está en boca de la gente honesta. No importa dónde viva. Y si crees que voy a vender mis tierras a ese piojo resucitado, te equivocas…

– No serán tuyas eternamente.

– Si estás tan seguro de que vayan a ser tuyas, lo único que te puedo decir es que no vendas la piel del oso antes de haberlo matado. Porque tú, querido muchacho, no eres mi único nieto.

Y en aquel instante de tensión se abrió la puerta y apareció Andrea, como si estuviéramos en una obra teatral de movimientos totalmente sincronizados. Venía a anunciarnos, de parte de Pettifer, que la cena estaba lista.

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