Capítulo 3

Pero el sol no brilló para mí. El lunes amaneció tan gris y deprimente como siempre y mis vagas esperanzas de que el clima mejorara un poco a medida que el tren me fuera llevando hacia el oeste se desvanecieron muy pronto: el cielo se fue oscureciendo conforme se sucedían los kilómetros, se levantó un viento muy fuerte y el día terminó con una lluvia torrencial. No había nada que contemplar al otro lado de las ventanillas por las que chorreaba el agua: sólo las siluetas borrosas de las colinas y las granjas y, de vez en cuando, las apelotonadas techumbres de algún pueblo que pasaba fugazmente o la estación medio vacía de pequeñas ciudades anónimas que atravesábamos a toda velocidad.

Todo cambiaría cuando llegáramos a Plymouth, me decía para consolarme. Cruzaríamos el Puente de Saltash y sería como estar en otro país, en otro clima, un lugar con chalés rosados y palmas, y el resplandor agotado del sol de invierno. Pero lo que sucedió fue que la lluvia se volvió más inclemente aún. Cuando miré al exterior y vi los campos inundados y los árboles sin hojas quebrados por el viento, mis esperanzas se desvanecieron definitivamente.

Eran casi las cinco menos cuarto cuando llegamos al nudo ferroviario en que terminaba mi viaje y la tarde oscura ya avanzaba hacia el ocaso. Cuando el tren redujo la velocidad pegado al andén, vi una palma inverosímil perfilada como un paraguas roto sobre el cielo lluvioso. El agua producía tenues destellos y bailoteaba ante el rótulo luminoso que decía: «St. Abbotts, trasbordo dirección Porthkerris». El tren se detuvo. Me eché la mochila al hombro y abrí la puerta maciza que el viento me arrebató inmediatamente de las manos. La brusca bofetada del aire helado que soplaba hacia tierra me hizo jadear. Cogí el bolso y salté al andén. Me uní al desfile general de pasajeros y crucé el puente de madera para llegar al edificio de la estación. Me dio la sensación de que los demás pasajeros tenían amigos que les esperaban; por lo menos cruzaban el vestíbulo con paso decidido, como si supieran que habría un coche aguardándoles en el otro extremo. Fui tras ellos a ciegas, sintiéndome inexperta y extraña, pero con la esperanza de que me condujeran a una parada de taxis. No había ninguno cuando salí de la estación. Me quedé a esperar, deseando que alguien se ofreciera a llevarme, ya que era demasiado tímida para pedírselo a nadie directamente. Por fin, las luces traseras del último coche desaparecieron colina arriba, en dirección a la carretera, y me vi obligada a regresar al vestíbulo para pedir ayuda y consejo.

Encontré a un mozo amontonando jaulas de gallinas en un maloliente despacho de paquetes.

– Disculpe, pero tengo que llegar a Porthkerris. ¿Sabe si hay algún taxi?

Negó despacio con la cabeza, desalentadoramente, y luego, como con un rayo de esperanza, dijo:

– Hay un autobús. Sale uno cada hora. -Echó un vistazo al lento reloj que había en lo alto de la pared-. Pero acaba de perderlo; tendrá que esperar.

– ¿No puedo pedir un taxi por teléfono?

– No hay demanda de taxis en esta época del año.

Dejé caer la mochila al suelo y nos miramos, derrotados por la enormidad del problema. Tenía los pies mojados y se me congelaban poco a poco. Por encima del crepitar de la lluvia oí un automóvil que bajaba la colina a toda velocidad, procedente de la carretera.

Alcé un poco la voz, dispuesta a salirme con la mía:

– Tengo que conseguir un taxi. ¿Dónde hay un teléfono?

– Ahí mismo tiene una cabina.

Me volví para dirigirme al lugar indicado con la mochila a rastras y oí que el coche se detenía en el exterior, a continuación un portazo, pasos de una persona que corría y un momento después apareció un hombre que abrió de golpe la puerta y la cerró empujándola para vencer la fuerza del viento helado. Se sacudió como un perro antes de cruzar el vestíbulo y desaparecer por la puerta abierta del despacho de paquetes. Le oí decir:

– Hola, Ernie. Creo que hay un encargo para mí. De Londres.

– Qué tal, señor Gardner. Hace una tarde de perros.

– Asquerosa. La carretera está inundada. Me parece que es aquél… el que está allí. Sí, ése. ¿Quieres que firme el recibo?

– Ah, sí, tiene que firmar. Aquí…

Imaginé el papel estirado encima de la mesa y el trozo de lápiz procedente de la oreja de Ernie. Y el caso es que no podía recordar dónde había oído antes aquella voz ni por qué la conocía.

– Estupendo. Muchas gracias.

– De nada.

Me había olvidado ya del teléfono y del taxi y me dedicaba a mirar la puerta en espera de que apareciese el hombre. Cuando apareció finalmente -con una caja grande y cubierta de etiquetas que decían «CRISTAL» con letras rojas- vi las largas piernas, los téjanos empapados hasta la rodilla y un impermeable negro por el que resbalaban las gotas de agua. Llevaba la cabeza descubierta, el cabello negro pegado a la piel; con el paquete ante sí, como una ofrenda, se detuvo en seco al verme. Hubo un destello de perplejidad en sus ojos oscuros y me reconoció al instante. Esbozó una sonrisa.

– ¡Dios mío! -exclamó.

Era el joven que me había vendido las sillas de cerezo.

Me quedé con la boca abierta, pensando en lo más profundo de mi ser que me habían jugado una mala pasada. Si alguna vez había necesitado ayuda era en aquellos momentos y hete aquí que el destino me mandaba a la última persona en el mundo que hubiese querido volver a ver. Y que él me viera de aquel modo, empapada y desesperada, era, de alguna manera, la gota que hacía desbordar el vaso.

Dilató la sonrisa.

– ¡Qué asombrosa casualidad! ¿Qué haces aquí?

– Acabo de bajar del tren.

– ¿Adonde vas?

Tuve que decírselo.

– A Porthkerris.

– ¿Van a venir a buscarte?

Estuve a punto de mentirle y decirle que sí. Cualquier cosa con tal de quitármelo de encima. Pero no sirvo para mentir y él se habría dado cuenta de la verdad. Dije que no y luego añadí, con ánimo de aparentar suficiencia:

– Iba a llamar un taxi.

– Tardarías horas. Yo voy a Porthkerris. Te llevo.

– No hace falta que te molestes.

– No es molestia. Voy allí de todos modos. ¿Ése es todo tu equipaje?

– Sí, pero…

– Entonces, vamos.

Yo todavía dudaba; sin embargo él parecía haber dado el asunto por concluido porque ya me había abierto la puerta para que saliera. Eché a andar pues, esquivándole al pasar, y salí al crepúsculo negro y lleno de furia.

En medio de la oscuridad dominante vi la furgoneta descubierta con las luces de posición encendidas.

Soltó la puerta del vestíbulo para que se cerrara de golpe, se dirigió al vehículo, puso el paquete con sumo cuidado en la parte trasera, cogió a continuación mi mochila, la arrojó sin miramiento y cubrió precipitadamente ambos bultos con un fragmento de lona vieja. Me quedé inmóvil, observándole, dijo:

– ¡Vamos, sube! Es absurdo que los dos nos calemos hasta los huesos. -Hice lo que me ordenaba y me acomodé en el asiento del copiloto con el bolso apretado entre las piernas. Apareció casi al momento, cerró de un portazo y puso el motor en marcha como si no hubiese un instante que perder. Nos alejamos de la estación colina arriba y un momento después accedíamos a la carretera principal y poníamos rumbo a Porthkerris.

– Anda, cuéntame cosas. Creí que vivías en Londres -dijo.

– Así es.

– ¿Has venido de vacaciones?

– Más o menos.

– Eso no es muy exacto. ¿Vas a casa de algún amigo?

– Sí. No. No sé.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues eso. Que no lo sé. -Puede que fuese grosera, pero no pude evitarlo. Me resultaba imposible controlar lo que decía.

– Bueno, será mejor que te decidas antes de llegar a Porthkerris o no tendrás más remedio que pasar la noche en la playa.

– Me alojaré en un hotel… sólo durante esta noche.

– Fabuloso. ¿En cuál? -Le dirigí una mirada cargada de irritación y añadió con lógica aplastante-: Si no me dices a qué hotel vas, no sabré adonde llevarte, ¿no te parece?

Era evidente que me tenía acorralada.

– No he reservado habitación en ningún hotel -dije-. Bueno, pensé que podría hacerlo al llegar. Porque imagino que habrá hoteles.

– Porthkerris está lleno de hoteles. Una de cada dos casas es un hotel. Pero en esta época del año están cerrados casi todos.

– ¿Conoces alguno que esté abierto?

– Sí. Depende de lo que quieras gastarte.

Me miró de reojo. Se fijó en los vaqueros zurcidos, en los zapatos estropeados y en el abrigo viejo de cuero forrado de piel que me había puesto por encima para estar cómoda y caliente. En aquel momento olía como un perro mojado y además lo parecía.

– Iremos de una punta a otra: desde «El Castillo», en lo alto de la colina, donde tendrás que cambiarte para cenar y podrás bailar el foxtrot ante una orquestina de tres músicos, hasta la pensión de la señora Kernow, que da cama y desayuno en Fish Lane número 2. Te recomiendo a la señora Kernow. Se ocupó de mí durante algo más de tres meses hasta que me trasladé a mi propia casa, y sus precios son muy razonables.

Aquello me llamó la atención.

– ¿Tu propia casa? ¿Quieres decir que vives aquí?

– Sí. Desde hace seis meses.

– Pero ¿y la tienda de New Kings Road, donde compré las sillas?

– Estaba echándole una mano al dueño durante un par de días.

Llegamos a un cruce y, al disminuir la velocidad, se volvió para mirarme.

– ¿Ya tienes las sillas?

– No. Pero aboné el importe y allí estarán cuando vuelva.

– Bien -dijo el joven.

Estuvimos un rato en silencio. Atravesamos un pueblo y un tramo de campo sin cultivar, arriba, muy por encima del nivel del mar; luego la carretera se inclinó otra vez hacia abajo y aparecieron árboles a los dos lados. A lo lejos, por entre los troncos retorcidos y las ramas azotadas por el viento, aparecieron las luces parpadeantes de una ciudad pequeña.

– ¿Es Porthkerris?

– Sí. O sea que me tienes que decir ya mismo si será «El Castillo» o Fish Lane.

Tragué saliva. «El Castillo» estaba, obviamente, descartado, pero si iba a Fish Lane tendría que agradecérselo al manipulador que tenía sentado junto a mí. Estaba en Porthkerris sólo para ver a Grenville Bayliss y tenía la incómoda sensación de que si intimaba con aquel joven no podría quitármelo de encima.

– No, «El Castillo» no… -dije, dando a entender que prefería otro lugar, más modesto. Pero él me interrumpió.

– Muy bien -dijo, con una franca sonrisa-. Entonces, la señora Kernow de Fish Lane; no te arrepentirás.

Mi primera impresión de Porthkerris, en la oscuridad y bajo las ráfagas de lluvia, fue, como mínimo, confusa. La ciudad estaba casi vacía, las calles desiertas y mojadas reflejaban la luz de las farolas y todo estaba encharcado.

Nos internamos a toda velocidad en un desconcertante laberinto de callejones para salir a la carretera que circunvalaba el puerto y regresar otra vez al laberinto de calles adoquinadas y casas desiguales, construidas a la buena de Dios.

Por último entramos en una calle estrecha y flanqueada de casas grises cuyas puertas principales se abrían en plena acera.

Todo era digno y respetable. En las ventanas había visillos de encaje y en ocasiones columbraba estatuillas de niñas con perros o grandes jarrones verdes con aspidistras.

La furgoneta redujo la velocidad y se detuvo.

– Ya hemos llegado. -El joven apagó el motor y entonces oí el viento y, por debajo de su agudo silbido, el fragor cercano del mar. Olas grandes rompían estruendosamente sobre la arena y se retiraban con un siseo prolongado-. Todavía no sé cómo te llamas -dijo.

– Rebecca Bayliss. ¿Y tú?

– Joss Gardner… Joss es apócope de Jocelyn, no de Joseph. -Después de regalarme aquella información bajó del vehículo y llamó al timbre de una puerta y, mientras esperaba, fue a sacar mi mochila de debajo de la lona. En aquel preciso momento se abrió la puerta, el joven se volvió y el haz de luz cálida que brotó de la casa le iluminó por completo.

– ¡Joss!

– Hola, señora Kernow.

– ¿Qué haces aquí?

– Le traigo una visita. Le he dicho que era el mejor hotel en Porthkerris.

– Ay, cielo, no acostumbro a tener huéspedes en esta época del año. Pero entra, apártate de la lluvia. Qué tiempo, ¿verdad? Tom ha bajado al cuartel de la guardia costera a causa de una alarma que se ha recibido en la dirección de Trevose, pero no sé nada aún. No he oído ningún cohete todavía.

Sin saber cómo, acabamos todos dentro de la casa; pero con la puerta cerrada, casi no cabíamos los tres en el pequeño vestíbulo.

– Entrad, acercaos al fuego… se está bien aquí; os traeré una taza de té si os apetece… -La seguimos hasta una salita reducida, acogedora y llena de enseres. La señora Kernow se arrodilló para atizar el fuego y echar más carbón, y aproveché la pausa para mirarla con detenimiento: era pequeña, con gafas, bastante mayor, iba en zapatillas y llevaba un delantal encima de un vestido marrón de buen paño.

– No queremos té ahora -dijo el joven-. Pero sí queremos saber si podría usted hospedar a Rebecca durante un par de días.

La mujer se incorporó.

– Bueno, no sé… -Me miró indecisa. No era para menos: con el aspecto que tenía yo y el abrigo que olía a perro, no podía reprochárselo.

Fui a decir algo, pero Joss me interrumpió antes de que pudiera abrir la boca.

– Rebecca es persona respetable y no le robará los cubiertos. Yo respondo por ella.

– Está bien… -La señora Kernow sonrió. Tenía los ojos muy bonitos, de un azul pálido-. La habitación está libre, así que puede contar con ella. Pero no tengo nada para cenar esta noche, no esperaba a nadie. Sólo me quedan unas pastas.

– No se preocupe -dijo Joss-. Cenará conmigo. -Fui a protestar, pero no me hizo caso-. Que se instale y deshaga el equipaje, dentro de un rato pasaré a buscarla -dijo a la señora Kernow. Miró la hora-. A las siete y media. -Y a mí, como si mi opinión careciera de importancia-: ¿De acuerdo? Es usted un ángel, señora Kernow, la quiero como a una madre. -La abrazó y le dio un beso. La mujer parecía fascinada. Me hizo un guiño de despedida y dijo-: Hasta luego. -Y se fue. Oímos el rugido de la furgoneta al alejarse.

– Es un muchacho encantador -dijo la señora Kernow-. Lo tuve aquí alrededor de tres meses… Anda, coge el bolso y ven a ver la habitación. Es un poco fría, pero tengo una estufa eléctrica, y hay agua caliente, por si quieres darte un baño… Siempre he dicho que cuando se viaja en tren se acaba con mugre hasta las orejas.

La habitación era tan pequeña como las restantes estancias de la casa; la cama era de matrimonio y tan grande que se comía todo el espacio. Pero era limpia, incluso cálida, y después de indicarme dónde estaba el cuarto de baño, la señora Kernow volvió abajo y me dejó sola.

Me arrodillé junto a la ventana corrí las cortinas. El marco era antiguo y se había precintado con tiras de caucho para que no entrara el viento; la lluvia chorreaba por el cristal. No había nada que ver, pero me quedé allí de todos modos, tratando de entender por qué la súbita reaparición de Joss Gardner me había dejado aquella inexplicable sensación de desasosiego.

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