Capítulo 2

Leí la carta una y otra vez mientras las finas hojas crujían entre mis manos. Todavía estaba allí, sentada ante el escritorio, cuando Stephen bajó a buscarme.

Volví la cabeza para mirarle. Apenas me vio la cara, me preguntó:

– ¿Qué ocurre?

Traté de explicárselo pero no pude. Opté por alargarle la carta y mientras la leía me quedé allí sentada, con los codos en la mesa, mordiéndome las uñas, nerviosa e indignada, tratando de dominar la angustia.

La leyó en un segundo. La dejó sobre la mesa y dijo:

– ¿Sabías que estaba enferma?

Negué con la cabeza.

– ¿Cuándo tuviste noticias suyas por última vez?

– Hace cuatro o cinco meses. No me escribía nunca. -Lo miré y dije, furiosa, asfixiada por el nudo que tenía en la garganta-: La carta es de hace casi un mes. Ha estado tirada en el otro piso todo este tiempo y nadie se ha molestado en mandármela. A estas alturas es posible que ya esté muerta y yo no he ido a verla, y ella habrá pensado que no me importa lo que le ocurra…!

– Si hubiese muerto -dijo Stephen-, seguro que nos habríamos enterado. Vamos, no llores, no hay tiempo para eso. Lo que tenemos que hacer es enviarte a Ibiza cuanto antes y avisar al señor… -echó otro vistazo a la carta- Pedersen que vas para allá. Lo demás no tiene importancia.

– No puedo ir -dije. Y noté que se me ponía rígida la boca, que el labio inferior me temblaba como si fuera una niña de diez años.

– ¿Por qué?

– Porque no tengo dinero para el pasaje.

– Vamos, querida, yo me ocuparé de eso…

– Pero no puedo permitir…

– Sí que puedes; y si se resiente tu orgullo, puedes devolverme el dinero durante los próximos cinco años, con intereses, si así te sientes mejor, y ahora, por el amor de Dios, no volvamos a mencionarlo… -Ya había echado mano de la guía telefónica con un talante práctico que nada tenía que ver con su estilo habitual-. ¿Tienes pasaporte? Nadie te molestará por lo de la vacuna contra la viruela ni nada parecido. ¿Hola? ¿Es la British Airways? Quiero hacer una reserva en el primer vuelo que salga para Ibiza. -Me sonrió. Yo todavía luchaba por contener las lágrimas y la cólera, pero empezaba a sentirme un poco mejor. En los momentos de desequilibrio emocional, no hay nada como tener cerca un hombre fuerte y amable que se haga cargo de la situación.

Buscó un lápiz, cogió una hoja de papel y escribió.

– Sí. ¿Cuándo? Muy bien. ¿Podemos hacer la reserva, por favor? Señorita Rebecca Bayliss. ¿A qué hora llega a Ibiza? Muchas gracias, es usted muy amable. Sí, yo mismo la llevaré al aeropuerto.

Colgó el auricular y observó con cierta satisfacción los garabatos ilegibles que había trazado con el lápiz.

– Ya está. Vuelas mañana por la mañana, haces transbordo en Palma y llegas a Ibiza aproximadamente a las siete y media. Te llevaré al aeropuerto. No. No empieces a discutir otra vez. No estaré tranquilo hasta que te vea subir a ese avión. Y ahora mandemos un telegrama al señor Otto Pedersen… -volvió a coger la carta- a Villa Margarita, Santa Catalina, para que sepa que estás en camino. -Me sonrió con una tranquilidad tan alentadora que, de pronto, me sentí llena de esperanzas.

– Jamás podré agradecerte lo que… -dije.

– No quiero que me lo agradezcas -dijo Stephen-. Es lo menos que puedo hacer.

Volé al día siguiente en un avión medio vacío con algunos esperanzados turistas de invierno. Incluso llevaban sombreros de paja para protegerse de un sol que, casi seguro, no brillaría; y cuando desembarcamos en Palma bajo la persistente llovizna, en su cara se reflejaba la desilusión pero también una alegría resuelta, como si estuvieran totalmente seguros de que el sol brillaría el día siguiente.

La lluvia no cesó de caer durante las cuatro horas que estuve en la sala de espera y, al salir de Palma, el avión se zarandeaba entre las densas nubes cargadas de agua. El tiempo cambió cuando nos elevamos y nos dirigimos hacia el mar. Las nubes se despejaron y ante nosotros apareció un cielo vespertino de un color azul pálido mientras, abajo, los destellos del sol poniente dibujaban vetas rosadas en las olas.

Era de noche cuando aterrizamos. El aire estaba húmedo. Al descender por la escalerilla bajo el cielo tachonado de estrellas sólo se percibía el olor del gasoil, pero cuando atravesamos la pista encharcada hacia las luces de la terminal sentí la caricia de la brisa en la cara. Era una brisa cálida que olía a pinos y me traía recuerdos de cada una de las vacaciones estivales que había pasado en el extranjero.

En aquella época del año el avión no iba lleno y no perdí mucho tiempo al pasar por la aduana y el control de pasaportes. Cuando me lo sellaron, recogí la maleta y me dirigí a la sala de llegadas.

Como siempre, había grupos de personas que esperaban de pie o sentadas en los largos bancos de plástico. Me detuve y miré a mi alrededor. Esperaba que me reconocieran, pero no vi a nadie con aspecto de escritor sueco. En aquel momento se volvió un hombre que estaba comprando un periódico y se cruzaron nuestras miradas. Dobló el periódico y echó a andar hacia mí mientras se metía el diario en el bolsillo de la chaqueta como si ya no fuera de ninguna utilidad para él. Era alto y delgado, de cabello rubio o blanco, imposible de definir bajo la luz eléctrica, brillante e impersonal. Le sonreí con incertidumbre incluso antes de que recorriese la mitad del trecho que nos separaba y, cuando se acercó, pronunció mi nombre:

– ¿Rebecca? -entre dos signos de interrogación, porque todavía no estaba seguro de que yo fuera la persona que esperaba.

– Sí.

– Soy Otto Pedersen.

Nos dimos la mano. Al hacerlo, inclinó un poco la cabeza, con formalidad. Noté que tenía el cabello rubio claro, de un rubio que estaba volviéndose gris, y que el rostro, muy bronceado, era magro y huesudo, y la piel seca y delicadamente agrietada por la acción del sol. Tenía los ojos muy claros y más grises que azules. Llevaba un suéter negro de cuello alto y un traje ligero, de color pajizo, de bolsillos fruncidos al estilo safan, con un cinturón suelto cuya hebilla se balanceaba en el aire. Olía a loción para después del afeitado y parecía tan limpio como si se hubiese sumergido en lejía.

Una vez que nos hubimos presentado, se nos hizo difícil encontrar algo que decir. Éramos víctimas de la tensión provocada por las circunstancias y me di cuenta de que él se sentía tan nervioso como yo. Pero como además era educado y amable, resolvió la situación cogiéndome la maleta y preguntándome si no llevaba más equipaje.

– No, sólo la maleta.

– Entonces vamos al coche. Si prefieres esperar en la puerta, voy a buscarlo yo y así te ahorras la caminata…

– Voy con usted.

– Está al otro lado de la calle, en el parking.

Salimos juntos, otra vez hacia la oscuridad. El parking estaba medio vacío.

Se detuvo junto a un Mercedes grande y negro, lo abrió y puso la maleta en el asiento trasero. Me abrió la puerta para que yo entrara, dio la vuelta al automóvil y se sentó a mi lado.

– Espero que hayas tenido buen viaje -dijo con amabilidad cuando nos alejábamos de la terminal, rumbo a la carretera.

– Hubo algunas turbulencias en Palma. Tuve que esperar cuatro horas.

– Sí. No hay vuelos directos en esta época del año.

Tragué saliva.

– Me gustaría explicarle por qué no respondí a su carta. Me mudé a otro piso y no la recibí hasta ayer por la mañana. Le agradezco mucho que me escribiera. Supongo que le extrañaría mi silencio.

– Me figuré que había pasado algo así.

Su inglés era perfecto; su origen se notaba únicamente por la rotunda sonoridad sueca de las vocales y por cierta formalidad en la expresión.

– Cuando recibí su carta tuve miedo de que… fuera demasiado tarde.

– No -dijo Otto-. Aún no es demasiado tarde.

Había algo en su voz que me obligó a mirarle. Tenía el perfil afilado como una navaja contra el resplandor amarillo de las luces ante las que pasábamos; su expresión era seria y circunspecta.

– ¿Se está muriendo? -pregunté.

– Sí -dijo Otto-. Sí. Se está muriendo.

– ¿Qué tiene?

– Cáncer en la sangre. Vosotros lo llamáis leucemia.

– ¿Desde cuándo está enferma?

– Más o menos un año. Pero se puso mal en Navidad, no antes. El médico pensó que le beneficiaría una transfusión de sangre y la llevé al hospital. Pero fue inútil: nada más volver le empezaron las hemorragias nasales, así que hubo que llevarla otra vez al hospital en una ambulancia. Pasó la Navidad allí y le dieron el alta después de las fiestas. Fue entonces cuando te escribí.

– Ojalá hubiese recibido la carta a tiempo. ¿Sabe ella que vengo a verla?

– No. No se lo he dicho. Ya sabes lo mucho que le gustan las sorpresas y cuánto detesta los desengaños. En algún momento pensé que podía pasar algo y que a lo mejor no venías en el avión. -Sonrió con frialdad-. Pero has venido.

Nos detuvimos en un cruce para dejar pasar a un carro. Los cascos de la muía producían un murmullo agradable sobre la tierra de la carretera; en la parte de atrás se balanceaba un farol. Otto aprovechó la pausa para sacar un puro del bolsillo superior de la chaqueta y encenderlo con el mechero de la consola de mandos. Cuando el carro terminó de pasar, seguimos adelante.

– ¿Cuánto hace que no ves a tu madre?

– Dos años.

– Deberías prepararte para un gran cambio. Me temo que vas a sufrir una fuerte impresión, pero procura que ella no lo note. No ha perdido la vanidad.

– La conoce usted muy bien.

– Desde luego.

Me entraron ganas de preguntarle si la quería. Tenía la pregunta en la punta de la lengua pero me di cuenta de que, en aquella primera etapa de la relación, hubiera sido impertinente pedirle que me contara algo tan íntimo y personal. Además, ¿qué importancia tenía? La había conocido y había querido estar con ella. Le había dado una casa. Y ahora que ella estaba enferma, la cuidaba a su modo, ocultando sus emociones. Si aquello no era amor, ¿qué era el amor?

Al cabo del rato nos pusimos a hablar de otras cosas. Le pregunté cuánto tiempo había vivido en la isla y contestó que cinco años. Primero había venido en un yate y le había gustado tanto el lugar que volvió al año siguiente para comprar una casa e instalarse definitivamente.

– Usted es escritor…

– Sí. Pero también soy profesor de historia.

– ¿Escribe libros de historia?

– A veces. Ahora trabajo en una tesis sobre la ocupación mora de estas islas y el sur de España.

Estaba impresionada. Que yo supiera, ninguno de los amantes de mi madre había sido, ni remotamente, un intelectual.

– ¿Dónde queda la casa?

– A unos ocho kilómetros. La primera vez que estuve en Santa Catalina, el pueblo todavía estaba intacto. Pero ahora hay grandes hoteles en construcción y me temo que lo van a destrozar como el resto de la isla. No. Digo mal: como algunas partes de la isla. Todavía se encuentran lugares aislados si se sabe buscar y si se tiene coche o una barca.

Hacía calor en el automóvil y bajé la ventanilla. Sentí en la cara la suave brisa nocturna y me di cuenta de que estábamos en el campo, en medio de los olivos por entre los que titilaba alguna que otra luz procedente de la ventana de una casa de labranza y que brillaba por encima de las siluetas bulbosas y afiladas de los nopales.

– Me alegro de que mi madre esté aquí -dije-. Quiero decir que si ha de morirse, prefiero que sea en un lugar como éste, en el sur, con sol y aroma de pinos.

– Sí -dijo Otto. A lo que añadió con la puntillosidad que parecía caracterizarle-: Creo que ha sido muy feliz.

Seguimos viajando en silencio. La carretera estaba desierta, los postes del telégrafo corrían al encuentro de las luces del coche. Noté que íbamos por un camino paralelo al mar, que se extendía hasta un horizonte lejano e invisible, salpicado aquí y allá por las luces de los barcos pesqueros. Un poco más adelante apareció el perfil iluminado de un pueblo. Dejamos atrás un rótulo que decía «Santa Catalina» y recorrimos la calle principal. El aire estaba lleno de olor a cebolla, aceite y carne asada. La música salía a nuestro encuentro por las puertas abiertas de las casas y algunas caras morenas se volvían a mirarnos con curiosidad distraída. Poco después dejábamos atrás la aldea y nos sumergíamos en la oscuridad. Aminoramos la marcha casi inmediatamente, tomamos una curva cerrada y en cuesta y entramos en un camino angosto que discurría entre los almendros. Las luces de los faros perforaban la oscuridad y vi la casa delante de nosotros, blanca y cuadrada, con ventanas pequeñas y un farol que se balanceaba sobre la gran puerta claveteada.

Otto detuvo el coche y apagó el motor. Bajamos. Cogió mi maleta del asiento trasero y me guió a través del patio de piedra. Abrió la puerta y se apartó para que yo entrara delante de él.

Accedimos a un vestíbulo iluminado por una lámpara de hierro que colgaba del techo y amueblado con un sofá largo y cubierto por una manta de colores vivos. Junto a la puerta había un paragüero de porcelana blanquiazul con una serie de sombrillas y bastones de empuñadura de marfil. Cuando Otto cerró la puerta de la calle, se abrió otra delante de nosotros y apareció una mujer menuda, de cabello oscuro, que llevaba un delantal rosa y zapatillas raídas.

– Señor.

– María.

Sonrió la mujer y, al hacerlo, enseñó varios dientes de oro. Otto se dirigió a ella en español y le preguntó no sé qué. Ella le contestó y luego, volviéndose hacia mí, nos presentó.

– Ésta es María, la señora que nos cuida. Le he dicho quién eres…

Le tendí la mano y María me la estrechó: nos hicimos amigas sonriendo y asintiendo con la cabeza.

María se dirigió entonces a Otto para decirle algo más. Otto le entregó mi maleta y María se retiró.

– Tu madre ha estado durmiendo, pero ya se ha despertado -dijo-. Dame el abrigo.

Me desabroché la prenda, Otto me ayudó a quitármela y la dejó en un extremo del sofá. Cruzó el vestíbulo en dirección a otra puerta haciéndome señas para que fuera tras él. Me sentí nerviosa al ponerme en movimiento, asustada por lo que pudiese encontrar.

Entramos en el salón de la casa: una habitación alargada y de techo bajo, blanca como el resto de la casa y amueblada con una agradable mezcla estilística de escandinavo moderno y español antiguo. Había diversas alfombras esparcidas sobre las baldosas, muchos cuadros y libros y, en el centro de la sala, una mesa redonda y seductoramente llena de ordenados montones de revistas y periódicos.

En un fogón grande de piedra ardía un fuego de leña, delante del cual había una cama y una mesita con un vaso, una jarra con agua, geranios de color rosa en un jarrón, libros y una lámpara encendida.

La lámpara y el resplandor de la lumbre eran la única luz con que contaba la habitación, pero a pesar de la oscuridad vi desde la puerta la delgada figura que hinchaba las mantas de color rosa y la mano y el brazo mustios que se extendieron cuando Otto se acercó y se detuvo sobre la alfombra que rodeaba el hogar.

– Cariño -dijo la mujer.

– Lisa. -Otto le cogió la mano y se la besó.

– Has vuelto pronto.

– María dice que has dormido un rato. ¿Estás preparada para recibir una visita?

– ¿Una visita? -preguntó la mujer con voz apagada-. ¿Quién es?

Otto levantó la vista hacia mí, me adelanté y me detuve a su lado.

– Soy yo. Rebecca.

– ¡Rebecca! Mi niña querida. Esto sí que tiene gracia. -Me tendió ambos brazos y me arrodillé junto, a la cama para besarla. Estaba tan delgada que su cuerpo no ofreció ni resistencia ni apoyo y, al tocarle la mejilla, sentí en los labios la textura del papel. Fue como besar una hoja que el viento hubiese arrancado del árbol hacía mucho tiempo.

– Pero, ¿qué haces aquí? -Miró a Otto y otra vez a mí-. No le habrás dicho que venga, ¿verdad?

– Creí que te gustaría verla -dijo Otto-. Pensé que así te animarías.

– Pero, cariño, ¿por qué no me lo dijiste?

Sonreí.

– Queríamos que fuese una sorpresa.

– Pero si lo hubiese sabido, por lo menos habría esperado con ilusión este momento. Es lo que siempre nos decíamos antes, cuando faltaba poco para Navidad: que la mitad de la alegría radicaba en la ilusión. -Me soltó la mano y me senté en los talones-. ¿Vas a quedarte?

– Un par de días.

– Ah, perfecto, perfecto. Vamos a cotillear de lo lindo. Otto, ¿sabe María que Rebecca se queda?

– Pues claro.

– ¿Y la cena para esta noche?

– Todo está arreglado… Cenaremos aquí, los tres solos.

– Bueno, entonces tomemos algo ahora. Una copita. ¿Hay cava? -Otto esbozó una sonrisa.

– Buscaré una botella. Me parece recordar que puse una en la nevera para cuando hubiese una ocasión como ésta.

– Pero qué listo eres.

– ¿La traigo ya?

– Sí, por favor -dijo mi madre.

Deslizó la mano dentro de la mía. Fue como palpar un manojo de huesos de pollo.

– Brindaremos por esta reunión.

Otto fue a buscar el cava y nos quedamos solas. Cogí un taburete y lo acerqué a la cama para estar junto a ella. Nos miramos. No dejaba de sonreír. La radiante sonrisa y los ojos oscuros y vivaces seguían siendo los mismos, como aquel cabello negro que se esparcía igual que una mancha sobre la almohada blanca como la nieve. Pero su aspecto me horrorizaba. Nunca había visto a nadie que estuviera tan delgado y con vida. Y para colmo, no estaba pálida y ojerosa, sino bronceada, como si todavía se pasara el día entero al sol. Pero estaba nerviosa. Al parecer, no podía dejar de hablar.

– Ha sido muy hermoso que este hombre encantador se diera cuenta de las ganas que tenía de verte. Lo que pasa es que ahora… ahora soy muy aburrida. No me apetece hacer nada. Otto debería haber esperado a que me recuperase. Lo habríamos pasado bien, nos habríamos bañado, habríamos ido de excursión, paseando en barca, esas cosas.

– Ya volveré -dije.

– Pues claro que sí. -Me acarició la cara con la mano, como si necesitara el contacto para convencerse de que yo estaba realmente allí-. Tienes un aspecto estupendo, ¿sabes? Te pareces a tu padre, con esos ojos grandes y grises y ese pelo del color del trigo. ¿Del trigo o del oro? Me gusta cómo lo llevas. -Buscó la gruesa trenza que me caía sobre el hombro derecho igual que una soga-. Pareces salida de un cuento de hadas… ya sabes, aquellos libros anticuados que estaban llenos de dibujos preciosos. Eres muy bonita.

Negué con la cabeza.

– No. No lo soy.

– Bueno, pues lo pareces. Y eso es igual de importante. Pero dime, ¿qué es de tu vida? Hace siglos que te escribí por última vez o que recibí noticias tuyas. ¿De quién ha sido la culpa? Mía, supongo. Soy un desastre para escribir.

Le hablé de la librería y del último piso que había alquilado. Lo encontró divertido.

– Qué gracia me haces. Construir un pequeño nido para ti sola sin tener a nadie con quien compartirlo. ¿Todavía no conoces a nadie con quien quieras casarte?

– No. Y tampoco a nadie que quiera casarse conmigo.

– ¿Y el hombre para el que trabajas? -preguntó con picardía.

– Está casado con una mujer encantadora y tiene un montón de hijos.

Emitió una risita infantil.

– Eso nunca ha sido un impedimento para mí. Querida, sé que no he sido una buena madre. No he hecho más que arrastrarte de un lado para otro del modo más abyecto. Es un milagro que no te hayas vuelto neurótica, o acomplejada, o como quiera que se diga en la actualidad. A mí por lo menos no me lo pareces; puede que todo estuviera bien, a fin de cuentas.

– Pues claro que todo ha estado bien. Crecí con los ojos abiertos y eso no perjudica a nadie. -Y añadí-: Otto me cae muy simpático.

– ¿Verdad que es divino? Tan atento, tan puntilloso, tan nórdico. Y es más inteligente… Menos mal que no se empeña en que yo también lo sea. Se contenta con que le divierta.

Un reloj dio las siete en algún lugar de la casa y al sonar la última campanada entró Otto con una botella de cava en un cubo con hielo y tres copas en una bandeja. Le observamos mientras descorchaba la botella con pericia y vertía el licor espumoso y dorado en las copas. Cada cual cogió la suya y la levantó sonriendo; el encuentro se había convertido de pronto en una fiesta.

– Brindo -dijo mi madre- por nosotros tres y por los buenos tiempos. Ay, Señor, qué gracia me hace.

María me acompañó después a mi habitación, que era o sencillamente lujosa o lujosamente sencilla. Se comunicaba con un cuarto de baño completo, así que me duché, me puse unos pantalones y una camisa de seda, me cepillé el cabello, volví a trenzarlo y regresé al salón. Otto y mi madre me esperaban.

El primero también se había cambiado de ropa; mi madre llevaba un salto de cama azul claro y se había puesto sobre las rodillas un mantón de seda bordado con rosas rojas, cuyos largos flecos rozaban el suelo. Tomamos otra copa y María nos sirvió la cena en una mesa baja, al lado del fuego. Mi madre no paraba de hablar. De los viejos tiempos, de la época en que yo no era más que una niña; no pude por menos de pensar en la posibilidad de que Otto se escandalizase, pero no se escandalizó; al parecer le hacía gracia lo que oía, sentía curiosidad y formulaba una pregunta tras otra para que mi madre siguiera contando anécdotas.

– … Y aquella granja de Denbighshire… Rebecca, ¿te acuerdas de aquella casa espantosa? Casi nos morimos de frío y como la chimenea no tiraba, la casa se llenaba de humo cada vez que encendíamos el fuego. Aquél se llamaba Sebastian -puntualizó en honor de Otto-. Todos creíamos que iba a ser un gran poeta, pero la verdad es que era tan inútil escribiendo versos como criando ovejas. Peor incluso. Yo quería romper con él, pero no herir sus sentimientos. Por suerte, Rebecca cogió una bronquitis. Fue el pretexto ideal.

– Para Rebecca no fue ninguna suerte -dijo Otto.

– Ya lo creo que sí. Detestaba aquella granja tanto como yo. El poeta tenía un perro asqueroso que siempre quería morderla. ¿Me sirves otra copa, querido?

No comió casi nada, pero se tomó una copa tras otra mientras Otto y yo devorábamos el delicioso menú de cuatro platos que había preparado María, despacio, pero sin pausa. Una vez terminada la cena y retirados los platos, mi madre quiso escuchar música y Otto puso un concierto de Brahms en el tocadiscos, a volumen muy bajo. Mi madre siguió hablando como una muñeca a la que se le ha estropeado la cuerda y que se pone a dar vueltas absurdas en el suelo hasta que por fin se rompe y se detiene.

Otto dijo que tenía mucho trabajo y se fue, aunque no sin echar antes un poco de leña al fuego ni sin preguntar si teníamos todo lo que necesitábamos.

– ¿Trabaja todas las noches? -pregunté cuando se hubo marchado.

– Casi siempre. Y todas las mañanas. Es muy meticuloso. Creo que ésa es la razón por la que nos llevamos tan bien, porque somos muy diferentes.

– Te adora -dije.

– Sí. Y lo mejor de todo es que nunca ha querido convertirme en otra persona; me aceptó y punto, con mis malas costumbres y mi pasado reprobable. -Volvió a acariciarme la trenza-. Cada vez te pareces más a tu padre… siempre pensé que te parecías a mí, pero no, te pareces a él. Era muy guapo.

– Ni siguiera sé cómo se llamaba.

– Sam Bellamy, pero Bayliss suena mucho mejor como apellido, ¿no te parece? Además, estábamos tan solas que siempre pensaba que eras hija mía y de nadie más.

– Me gustaría que me hablaras de él. Nunca lo has hecho.

– Hay muy poco que contar. Era actor y tan atractivo que no puedo explicarlo con palabras.

– Pero, ¿dónde lo conociste?

– Fue a Cornualles durante una gira de verano, para representar obras de Shakespeare al aire libre. Todo era muy romántico: las noches oscuras de verano, el olor de la hierba perlada de rocío, la preciosa música de Mendelssohn, y Sam en el papel de Oberón. La casa iluminada por el resplandor apagado de las brasas moribundas y todos los duendes y todas las hadas saltan tan ligeros como los pájaros en el brezal. Era magia pura. Y enamorarse de él formaba parte de aquella magia.

– ¿Él te quería?

– Eso creímos los dos.

– Pero te fugaste y te casaste con él.

– Sí. Mis padres no me dejaron otra alternativa. Por eso lo hice.

– No lo entiendo.

– No simpatizaban con él. No autorizaban la relación. Decían que yo era demasiado joven. Mi madre decía que por qué no me casaba con cualquier hombre honrado del pueblo, que por qué no sentaba la cabeza y dejaba de pendonear. Que si me casaba con un actor, ¿qué iba a decir la gente? A veces me parecía que lo único que le importaba a mi madre era el qué dirán. Como si la opinión ajena contara para algo.

Era la primera vez que la oía hablar de su madre.

– ¿No te llevabas bien con ella? -dije para presionarla con tacto.

– Hace mucho tiempo de aquello, querida. Me cuesta recordarlo. No me dejaba hacer nada. A veces me daba la sensación de que quería estrangularme con sus convencionalismos. Roger había muerto y le echaba muchísimo de menos. Todo habría sido distinto si Roger hubiese estado allí. -Sonrió-. Roger era muy bueno. Demasiado. Una auténtica VP desde que tuvo uso de razón.

– ¿Qué es VP?

– Víctima de los Pendones. Siempre se enamoraba de las mujeres menos recomendables. Y terminó casándose con una, claro. Una muñequita rubia con pelo de muñeca y ojos azules de muñeca de porcelana. Mi madre decía que era muy dulce. Yo no la aguantaba.

– ¿Cómo se llamaba?

– Mollie. -Hizo una mueca, como si hasta el nombre le diera asco.

Me eché a reír.

– No puede haber sido tan mala como dices.

– A mí me lo parecía. Una maniática del orden. Siempre sacándole brillo al bolso o guardando los zapatos en el armario o esterilizando los juguetes del niño.

– ¿Tuvieron un hijo?

– Pobre criatura. Ella fue la responsable de que le pusieran Eliot.

– A mí me parece un nombre bonito.

– ¡Vamos, Rebecca, es nauseabundo! -Era evidente que cualquier cosa que hubiera hecho Mollie habría estado mal para mi madre-. Siempre me dio lástima aquel pobre niño. Menuda cruz tener un nombre así. En cierto modo, acabó por merecerlo, ya sabes cómo es la gente, y después de morir Roger, el crió se puso insoportable: siempre colgado del cuello de la madre y la luz de su cuarto encendida toda la noche.

– Creo que eres injusta.

Se echó a reír.

– Ya sé que él no tenía la culpa. Puede que se haya convertido en un joven interesante. En el caso de que su madre le haya dejado.

– ¿Qué habrá sido de Mollie?

– Ni lo sé ni me importa. -Mi madre sabía ser cruel sin proponérselo-. Es como un sueño. Como acordarse de personas que sólo han existido en los sueños. O puede que… -la voz se le apagó en mitad de la frase- puede que ellos fueran de verdad y el sueño fuese yo.

Me sentí incómoda porque aquello se parecía mucho a la verdad que yo trataba de mantener a distancia.

– ¿Viven aún tus padres? -dije con precipitación.

– Mi madre murió durante las Navidades que pasamos en Nueva York. ¿Te acuerdas del frío y la nieve y de todas las tiendas donde se oía «Jingle Bells»? Quedé tan harta que al acabar las fiestas no quería volver a oír aquella canción del demonio. Mi padre me escribió una carta, pero la recibí al cabo de varios meses, después de seguirme por medio mundo y cuando ya era demasiado tarde para contestar. Además, soy una inútil a la hora de escribir cartas. Seguramente creyó que no me importaba.

– ¿No le respondiste?

– No.

– ¿Tampoco simpatizabas con él? -La situación parecía lamentable.

– Estaba loca por él. Era maravilloso. Y guapísimo, las mujeres lo encontraban muy atractivo, pero era tan colérico que daba miedo. Era pintor. ¿No te lo había dicho?

Un pintor. Había imaginado muchas cosas, pero pintor no.

– No.

– Bueno, si hubieras ido a algún colegio habrías acabado por adivinarlo. Grenville Bayliss. ¿No te dice nada?

Negué con la cabeza. Era muy triste tener un abuelo famoso y no haber oído hablar de él.

– Bueno, no es extraño que no te suene. Cuando eras pequeña no te llevaba nunca a las galerías de pintura ni a los museos; ahora que lo pienso, creo que has recibido la peor educación que puede darse a una hija. Es un milagro que hayas sabido desenvolverte a pesar de las dosis de indiferencia que te daba tu madre.

– ¿Cómo era?

– ¿Quién?

– Tu padre.

– ¿Cómo te lo imaginas?

Medité unos segundos y le describí a Augustus John:

– Bohemio, con barba y con aspecto de león…

– Frío -dijo mi madre-. No has acertado ni una. Empezó en la Marina y la experiencia le marcó para siempre. No se dedicó a la pintura hasta que tuvo casi treinta años; tiró por la borda un brillante porvenir y se matriculó en la Academia Slade de Bellas Artes. Mi madre casi se murió del disgusto. Y cuando se fueron a Cornualles y se instalaron en Porthkerris, a la herida vino a añadirse la ofensa. Creo que nunca le perdonó aquel rasgo de egoísmo. A mi madre le habría gustado vivir en Malta en plan señora y seguramente fantaseaba con ser la mujer del jefe de la base. Reconozco que el papel le habría sentado a mi padre de maravilla, con aquellos ojazos azules y con lo que imponía y amedrentaba su presencia. Nunca se desprendió del todo de lo que en aquella época llamaban «costumbres del puente de mando».

– ¿Y tú no le tenías miedo?

– No. Yo le quería mucho.

– Entonces, ¿por qué no volviste a casa?

Se le contrajo la cara.

– No podía. No quería. Nos habíamos dicho cosas terribles, todos. Habían salido a relucir viejos resentimientos y viejas verdades, se profirieron amenazas y se lanzó más de un ultimátum. Cuanto más se oponían ellos, más me obstinaba yo y, por lo tanto, cuando llegó el momento, fue todavía más imposible admitir que ellos habían tenido razón y yo había cometido una equivocación garrafal. Y si volvía, ya no podría irme nunca más. Lo sabía. Y tú no habrías sido mía, sino de tu abuela. No podía permitirlo. Eras una criatura preciosa. -Sonrió y añadió con un poco de melancolía-: Lo pasamos bien, ¿verdad?

– Por supuesto que sí.

– Me hubiera gustado volver. Más de una vez estuve a punto de hacerlo. Era una casa muy hermosa. Se llamaba Boscarva. Y se parecía mucho a ésta, en lo alto de una loma que daba al mar. Cuando Otto me trajo aquí, me acordé de Boscarva. Pero aquí el clima es cálido y los vientos suaves; allí todo era salvaje y tempestuoso; el jardín era un laberinto de setos altos que protegían los bancos de flores de los vientos del mar. Creo que el viento era lo que más detestaba mi madre. Cerraba todas las ventanas y se quedaba jugando al bridge con sus amigas o haciendo punto.

– ¿No se entretenía contigo?

– La verdad es que no.

– Pero ¿quién cuidaba de ti?

– Pettifer. Y la señora Pettifer.

– ¿Quiénes eran?

– Pettifer también había estado en la Marina, atendía a mi padre, limpiaba la cubertería y a veces conducía el coche. Y la señora Pettifer cocinaba. No tengo palabras para decirte lo cariñosos que eran. Cuando me sentaba junto al fuego de la cocina mientras ellos preparaban tostadas y oía al viento sacudir las ventanas, sabiendo que nunca entraría allí… no sé, me sentía segura y protegida. Y leíamos el futuro en las tazas de té… -Se le apagó la voz, los recuerdos repentinamente borrosos. Y un instante después-: No. Era Sophia.

– ¿Quién era Sophia?

No contestó. Miraba fijamente el fuego, con expresión distante. Tal vez no me había oído. Al final, dijo:

– Debería haber vuelto al morir mamá. No acudir fue un detalle mezquino, pero la verdad es que eso que llaman dignidad moral nunca ha sido mi fuerte. En cualquier caso, hay cosas en Boscarva que me pertenecen.

– ¿Qué cosas?

– Recuerdo un buró. Pequeño, con cajones a un lado y una tapa que se abría hacia arriba. Y unos objetos de jade que mi padre trajo de China, y un espejo veneciano. Todo era mío. Por otro lado, he dado tantas vueltas que habrían sido un engorro. -Me miró con el ceño ligeramente fruncido-. Pero quizá no sean un engorro para ti. ¿Tienes muebles en tu casa?

– No. Prácticamente ninguno.

– Trataré de recuperarlos para que te los quedes tú. Todavía tienen que estar en Boscarva, siempre que no hayan vendido la casa o la hayan quemado, vete a saber. ¿Te gustaría que los recuperase?

– Muchísimo. No porque necesite muebles, sino porque eran tuyos.

– Eres un cielo. Tu manera de buscar tu propio pasado es graciosa y encantadora. A mí nunca me ha gustado ni echar raíces ni tenerlas. Sólo sirven para atarte a un lugar.

– Eso es lo que quiero, pertenecer a un lugar.

– Ya me perteneces a mí -dijo.

Estuvimos hablando hasta la madrugada. A eso de medianoche me dijo que le volviera a llenar la jarra del agua, fui a la cocina, hice lo que me había pedido y entonces comprendí que Otto, con el tacto que le caracterizaba, se había retirado discretamente para que pudiéramos estar solas. Y cuando la voz de mi madre se debilitó y sus palabras delataron el agotamiento que la dominaba, le dije que yo también tenía sueño, cosa que no era mentira, y me puse en pie, entumecida a causa de la inmovilidad, me estiré y eché unos troncos al fuego. Retiré la segunda almohada para que pudiera echarse y dormir mejor. El mantón de seda se había caído al suelo, lo recogí, lo doblé y lo dejé encima de una silla. Sólo restaba darle un beso, apagar la lámpara y dejarla allí, al amor de la lumbre. Cuando ya cruzaba la puerta me dijo, como cuando era pequeña:

– Buenas noches, mi amor. Adiós, hasta mañana.

A la mañana siguiente me desperté temprano, consciente de los rayos de sol que se filtraban por las rendijas de las contraventanas del balcón. Me levanté, fui a abrirlo y vi la resplandeciente mañana mediterránea. Salí a la terraza de piedra que discurría pegada a la casa y vi la ladera de la colina que descendía hacia el mar, más o menos a kilómetro y medio. Un velo rosado cubría la tierra de color arenoso, los primeros brotes de la flor del almendro. Volví a mi habitación, me vestí, salí otra vez, crucé la terraza, bajé unos peldaños y crucé el jardín, muy en orden, muy normal. Salté un pequeño muro de piedra y anduve en dirección al mar. Vi que estaba en un huerto y rodeada de almendros. Me detuve, alcé los ojos hacia los capullos rosados y hacia el cielo azul y despejado que se extendía más allá.

Sabía que cada flor daría un fruto que se cosecharía cuando llegara el momento, pero no pude resistir la tentación de coger una rama. Todavía la conservaba cuando, aproximadamente una hora más tarde, después de haber llegado a la orilla del mar, volví sobre mis pasos, colina arriba, hacia la casa.

La cuesta era más pronunciada de lo que me había parecido al principio. Hice una pausa para recuperar el aliento, miré hacia la casa y vi a Otto Pedersen de pie en la terraza, observándome. Durante un instante nos quedamos inmóviles; hasta que bajó los escalones y accedió al jardín para salir a mi encuentro.

Reanudé la marcha, más despacio ahora, con la rama de almendro entre las manos. Entonces lo supe. Lo supe antes de que estuviese lo bastante cerca para ver la expresión que había en su rostro, pero seguí adelante, crucé el huerto y nos encontramos junto al pequeño muro de piedra.

Pronunció mi nombre. Nada más.

– Lo sé. No hace falta que me lo diga.

– Ha muerto durante la noche. Esta mañana, cuando María entró para despertarla… todo había terminado. Ha muerto en paz.

Me di cuenta de que ninguno de los dos hacía nada por consolar al otro. Puede que no hubiera necesidad. Me cogió la mano para ayudarme a saltar el muro y la retuvo mientras recorríamos el jardín en dirección a la casa.

De acuerdo con la legislación española, la enterramos aquel mismo día en el pequeño cementerio del pueblo. Sólo estuvimos presentes el sacerdote, Otto, María y yo. Cuando terminó la ceremonia, puse la rama de almendro sobre la tumba.


Volví a Londres a la mañana siguiente. Otto me llevó al aeropuerto. Guardamos silencio durante casi todo el trayecto, pero cuando nos acercábamos a la terminal, dijo de pronto:

– Rebecca, no sé si esto tiene ya alguna importancia, pero me hubiera casado con Lisa. Me hubiera casado con ella, pero tengo mujer en Suecia. No vivimos juntos, hace años que no vivimos juntos; no ha querido concederme el divorcio porque su religión no se lo permite.

– No hacía falta que me lo dijera.

– Quería que lo supieras.

– Usted la hizo muy feliz. Y supo cuidar de ella.

– Me alegro de que vinieras a verla.

– Sí. -Sentí de pronto un nudo asfixiante en la garganta y los ojos se me llenaron de lágrimas angustiosas-. Sí. Yo también me alegro.

En la terminal, cuando terminé de tramitar el pasaje y de facturar las maletas, nos quedamos mirando.

– No hace falta que espere -dije-. Váyase ahora. Odio las despedidas.

– De acuerdo…, pero antes… -Otto tanteó en el bolsillo de su chaqueta y sacó tres finas pulseras de plata antigua. Mi madre las había llevado siempre. Las había tenido puestas la noche anterior-. Póntelas. -Me cogió la mano y me las deslizó en la muñeca-. Quédate esto también. -Sacó un fajo de billetes ingleses de otro bolsillo. Me los puso en la mano abierta y me la cerró-. Estaban en su bolso.

Yo sabía que no era cierto. Mi madre nunca llevaba dinero en el bolso, todo lo más algunos peniques para llamar por teléfono y recibos atrasados. Pero había algo en el rostro de Otto que no me permitió rechazar el regalo. Me guardé el dinero, besé a Otto, giró sobre sus talones sin decir palabra y se fue.


Volé a Londres sintiéndome desdichada y sin saber qué hacer. Estaba emocionalmente vacía, ni siquiera sentía dolor. Físicamente agotada, no pude dormir ni aceptar la comida que me ofreció la azafata. Me trajo un té y traté de tomármelo, pero estaba amargo y dejé que se enfriara.

Era como si una puerta, cerrada durante mucho tiempo, se hubiese abierto de pronto, pero sólo un poco, y como si en aquellos momentos me tocara a mí decidir si la abriría del todo, aunque lo que hubiese detrás fuese oscuro e incierto.

Puede que debiera ir a Cornualles y buscar a la familia de mi madre, pero por lo que ésta me había dado a entender, la situación en Porthkerris no era muy alentadora. Mi abuelo tenía que ser ya un anciano solitario y probablemente amargado. Caí en la cuenta de que no había hablado con Otto sobre las gestiones necesarias para comunicar a aquél el fallecimiento de mi madre, así que cabía la espantosa posibilidad de que fuera yo quien tuviera que participarle la noticia si iba a verlo. Al mismo tiempo, le responsabilizaba hasta cierto punto del desorden que había imperado siempre en la vida de su hija. Sabía que mi madre había sido impulsiva, irreflexiva y obstinada, pero habría podido ser un poco más comprensivo con ella. Hubiera podido buscarla, ofrecerle ayuda, protegerme a mí, que era su nieta. No había hecho nada y era muy probable que aquello se convirtiese en una barrera infranqueable en nuestras relaciones.

Y a pesar de todo, yo deseaba encontrar mis raíces. No tenía por qué vivir con ellas necesariamente, pero quería que estuvieran allí. Había objetos de mi madre en Boscarva, objetos que ahora me pertenecían. Ella había querido que fueran míos -me lo había dicho-, así que tal vez fuese una obligación ir a Cornualles para reclamarlos. Pero ir por aquella única razón me parecía a la vez desconsiderado y mezquino.

Me retrepé en el asiento y traté de dormir, y volví a oír la voz de mi madre: Nunca le tuve miedo. Le quería mucho. Tenía que haber vuelto.

Y había mencionado un nombre -Sophia-, pero no había podido averiguar quién era.

Cuando por fin me dormí, soñé que estaba allí. Pero en mis sueños la casa no tenía forma y lo único real en ella era el gemido del viento helado del mar, un viento impetuoso que arrasaba la tierra.

Llegué a Londres a primera hora de la tarde, pero el día había perdido ya la forma y el contenido y no sabía qué hacer con las horas que restaban. Por fin cogí un taxi y fui a Walton Street para ver a Stephen Forbes.

Lo encontré arriba, examinando una caja de libros procedentes de un caserón que acababa de ponerse en venta. Estaba solo y cuando aparecí en lo alto de la escalera se levantó y se me acercó creyendo que era una cliente. Cuando salió de su error, cambió de actitud.

– ¡Rebecca! Ya has vuelto.

Me quedé inmóvil, con las manos en los bolsillos del abrigo.

– Sí. He llegado a eso de las dos. -Me observó y leí una pregunta en su rostro-. Mi madre murió ayer de madrugada. Pasé toda la tarde con ella y estuvimos hablando toda la noche.

– Comprendo -dijo-. Me alegro de que la hayas visto. -Apartó unos libros del borde de una mesa y se apoyó en ella, cruzó los brazos y me miró seriamente a través de las gafas-. ¿Qué vas a hacer ahora? -añadió.

– No lo sé.

– Pareces muy cansada. ¿Por qué no te tomas unos días libres?

– No lo sé -repetí.

Frunció el ceño.

– ¿Qué es lo que no sabes?

– No sé qué hacer.

– Pero ¿qué te pasa?

– Stephen, ¿has oído hablar alguna vez de un pintor llamado Grenville Bayliss?

– Naturalmente. ¿Por qué lo preguntas?

– Es mi abuelo.

La cara de Stephen era todo un poema.

– Dios mío. ¿Desde cuándo lo sabes?

– Me lo dijo mi madre. Yo no había oído hablar nunca de él -confesé.

– Pues deberías.

– ¿Es muy conocido?

– Hace veinte años sí, cuando yo era pequeño. Había un Grenville Bayliss sobre la chimenea del comedor de la casa que mi padre tenía en Oxford. Formó parte de mi educación, en cierto modo. Un mar tempestuoso y gris y un barco pesquero con una vela parda. Me mareaba sólo de mirarlo. Su especialidad eran los paisajes marinos.

– Era marino. Había estado en la Marina Real.

– Tiene su lógica.

Esperé que continuara, pero guardó silencio.

– ¿Qué hago, Stephen? -dije al cabo del rato.

– ¿Qué quieres hacer, Rebecca?

– Nunca he tenido una familia.

– ¿Te parece tan importante?

– Ahora sí.

– Entonces ve a verle. ¿Hay alguna razón para que no lo hagas?

– Tengo miedo.

– ¿De qué?

– No lo sé. De que me rechacen, supongo. O de que me den de lado.

– ¿Había peleas sonadas en la familia?

– Sí. Y rupturas violentas. Y «no vuelvas a poner los pies en esta casa». Ya sabes.

– ¿Te sugirió tu madre que fueras?

– No. Con esas palabras no. Pero dijo que había objetos que le pertenecían y pensaba que yo tenía que recuperarlos.

– ¿Qué objetos?

Se lo conté.

– Sé que no es mucho. Puede que ni siquiera valgan la pena de hacer el viaje. Pero me gustaría tener algo de mi madre. Además -traté de darle un enfoque humorístico-, podrían llenar el piso que acabo de alquilar.

– Yo creo que ésa debería ser una razón secundaria. Lo primero es hacer buenas migas con Grenville Bayliss.

– ¿Y si a él no le interesa mi amistad?

– Entonces no habrá problema. Nadie resultará herido, salvo tu amor propio, pero no te morirás por eso.

– Casi me estás obligando a ir -dije.

– Si no querías mi consejo, ¿por qué has venido a verme?

Tenía razón.

– No lo sé -admití.

Se echó a reír.

– Hay muchas cosas que no sabes, ¿verdad? -Y cuando por fin pude sonreírle, añadió-: Mira, hoy es jueves. Vete a casa y duerme un poco. Y si mañana te parece demasiado pronto, entonces ve a Cornualles el domingo o el lunes. Pero ve. Y mira cómo está la tierra, cómo está tu abuelo. Puede llevarte un par de días, pero no importa. No regreses a Londres hasta que hayas hecho todo lo que puedas. Y si recuperas tus objetos, mejor, pero recuerda que no son lo más importante.

– Sí. Lo recordaré.

Se puso en pie.

– Ahora, fuera -dijo-. No puedo perder el tiempo haciendo de consejero.

– ¿Seguiré trabajando aquí cuando todo esto termine?

– Más te vale. No sé qué haría sin ti.

– Entonces, adiós.

Au revoir -dijo Stephen y entonces, como si hubiera tardado todo aquel rato en decidirse, se adelantó y me besó con torpeza-. ¡Buena suerte!


Ya había gastado demasiado dinero en taxis, así que fui con la maleta a cuestas hasta la parada del autobús, esperé a que llegara y, otra vez traqueteando, volví a Fulham. Mientras miraba por la ventanilla, sin verlas, las calles grises y llenas de gente, me puse a hacer planes. Iría a Cornualles el lunes, como había sugerido Stephen. En aquella época del año no sería difícil conseguir un billete de tren ni encontrar lugar donde hospedarme cuando llegara a Porthkerris. Y Maggie cuidaría del piso.

Pensar en el piso me recordó las sillas que había comprado antes del viaje a Ibiza. Me daba la sensación de que había pasado toda una vida desde entonces. Pero si no pasaba a recogerlas, las venderían a otra persona, tal como me había advertido aquel joven tan desagradable. Decidí bajar del autobús unas paradas antes, ir hasta la tienda y abonar el importe de las sillas para asegurarme de que estarían esperándome a la vuelta.

Me preparé para enfrentarme otra vez al joven de los téjanos, pero cuando entré y sonó el timbre de la puerta vi, con cierto alivio, que quien se levantaba de detrás del escritorio era otro hombre, un señor mayor de cabello gris y barba oscura.

Avanzó hacia mí mientras se quitaba las gafas. Dejé la maleta en el suelo.

– Buenas tardes.

– Buenas tardes. Vengo por unas sillas de cerezo y respaldo acolchado que compré el lunes pasado.

– Ah, sí, ya sé.

– Había que arreglar una.

– Sí, ya está arreglada. ¿Quiere llevárselas?

– No, con esta maleta no podría cargar con ellas. Y me voy fuera unos días. Pero pensé que si las pagaba ahora, me las podrían guardar aquí hasta mi regreso.

– Cómo no, señorita. -Tenía una voz profunda y encantadora y cuando sonreía, se le iluminaba aquella cara que tenía, de aspecto más bien taciturno.

Fui a abrir el bolso.

– ¿Aceptan cheques? Sólo llevo una tarjeta de crédito.

– No hay problema, ¿quiere utilizar mi escritorio? Aquí tiene un bolígrafo.

– ¿A nombre de quién?

– Al mío. Tristram Nolan.

Me gustó comprobar que el dueño del establecimiento era aquel hombre y no mi amigo el vaquero maleducado. Rellené el cheque, lo crucé y se lo di. Se puso a leerlo con la cabeza gacha, pero tardó tanto tiempo que pensé que me había olvidado de algo.

– ¿He puesto la fecha?

– Sí. Está perfecto. -Levantó la vista-. Es sólo su apellido, Bayliss. No es muy común.

– Sí, tiene razón.

– ¿Tiene usted algún parentesco con Grenville Bayliss?

Verme ante su nombre de aquella forma tan intempestiva y precisamente en aquel momento, me pareció extraordinario, pero también normal al mismo tiempo; como en esas ocasiones en que un nombre o una frase destacan en el interior de una página impresa sin que los busquemos.

– Sí -dije. Y a continuación, pensando que no había ningún motivo para ocultarle mi identidad a aquel hombre, añadí-: Soy su nieta.

– Increíble -dijo.

Me quedé atónita.

– ¿Por qué?

– En seguida se lo explico. -Dejó el cheque en el escritorio y sacó un óleo sólido y grande con marco dorado de detrás de una mesa de laterales abatibles bajados. Lo apoyó en una esquina del escritorio y vi que era de mi abuelo. La firma estaba en el ángulo y la fecha escrita debajo decía 1932.

– Acabo de comprarlo. No hay duda de que necesita una limpieza, pero creo que es estupendo.

Me acerqué para verlo mejor y contemplé unas dunas bajo un cielo vespertino y a dos niños pequeños, desnudos, inclinados sobre una colección de conchas. Puede que la obra fuese un algo anticuada, pero la composición era encantadora -los colores eran delicados y al mismo tiempo intensos- como si los niños, a pesar de la fragilidad de su desnudez, fuesen criaturas fuertes, criaturas que había que tener en cuenta.

– Era buen pintor, ¿verdad? -dije, sin evitar que se me escapara una nota de orgullo en la voz.

– Sí. Un colorista fantástico. -Puso el cuadro en su lugar-. ¿Lo conoce bien?

– No lo conozco. No lo he visto en mi vida. -Enmudeció en espera de que le ampliase el extraño comentario. Para llenar el silencio, añadí-: Pero ya va siendo hora de que lo conozca. El lunes me voy a Cornualles.

– ¡Magnífico! En esta época las carreteras estarán vacías y el paisaje es precioso.

– Voy en tren, no tengo coche.

– Aun así será un viaje precioso, ojalá luzca el sol.

– Muchas gracias.

Fuimos hasta la puerta. Me la abrió y recogí la maleta.

– ¿Me cuidará las sillas?

– Por supuesto. Adiós. Y que lo pase bien en Cornualles.

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