Capítulo 10

La subida hasta Boscarva fue larga y agotadora y la verdad es que los sentimientos extremos nunca me han durado más de diez minutos. Poco a poco, mientras subía por la colina, me fui calmando, me sequé las lágrimas con la mano enguantada y recuperé la serenidad. Pero casi siempre hay solución para las situaciones intolerables y mucho antes de llegar a Boscarva ya había decidido lo que haría. Volvería a Londres.

Dejé la cesta de la compra en la mesa de la cocina y subí a mi habitación, me quité la ropa empapada, me cambié los zapatos, me lavé las manos, volví a trenzarme el pelo con cuidado y cuando me sentí un poco mejor, fui a buscar a Grenville, a quien encontré en el estudio, sentado junto al fuego y leyendo el periódico de la mañana.

Cuando entré, me miró por encima del diario.

– Rebecca.

– Hola. ¿Cómo te encuentras esta mañana espantosa? -Mi voz sonaba resueltamente alegre, como la típica enfermera que nos saca de quicio.

– Lleno de molestias y dolores. El viento es fatal aunque no salgas. ¿Dónde has estado?

– En Porthkerris. Tuve que hacer unas compras para Mollie.

– ¿Qué hora es?

– Las doce y media.

– Entonces tomemos una copa de jerez.

– ¿Está eso permitido?

– Me importa un bledo si está permitido o no. Ya sabes dónde está la botella.

Serví dos copas, cogí la del abuelo y la dejé en la mesita de servicio que tenía junto al sillón. Acerqué un taburete y me senté frente a él.

– Grenville -dije-, tengo que volver a Londres.

– ¿Qué?

– Tengo que volver a Londres. -Entornó los ojos azules y adelantó la quijada. No tuve más remedio que improvisar y utilicé a Stephen Forbes como chivo expiatorio-. No puedo quedarme para siempre. Ya hace casi dos semanas que falto al trabajo y Stephen Forbes, mi jefe, fue tan considerado… No puedo seguir aprovechándome de su generosidad. Acabo de darme cuenta de que ya es viernes. Tengo que volver a Londres este fin de semana para reincorporarme el lunes al trabajo.

– Pero si acabas de llegar. -Saltaba a la vista que estaba muy enfadado conmigo.

– Llevo ya tres días aquí. Después de tres días, é pescado y los invitados siempre huelen mal.

– Pero tú no eres una invitada. Eres la hija de Lisa.

– Pero tengo compromisos. Me gusta mi trabajo 3 no quiero dejarlo. -Sonreí con ánimo de distraerle-. Y puesto que ya sé cómo se llega a Boscarva, volveré para pasar unos días contigo cuando disponga di más tiempo.

No me contestó. Se quedó inmóvil, con aires di viejo gruñón y con los ojos fijos en el fuego.

– Puede que ya no esté cuando vuelvas -dijo con tristeza.

– Claro que estarás.

Suspiró, tomó despacio y con delicadeza un sorbo de jerez, dejó la copa y se volvió hacia mí, aparentemente resignado.

– ¿Cuándo quieres irte?

Me sorprendió y tranquilizó que se hubiese rendido con tanta facilidad.

– Tal vez mañana por la noche. Viajaré en litera. Así dispondré del domingo para instalarme en el piso.

– No deberías vivir sola en un piso de Londres. No naciste para vivir sola. Naciste para tener un marido, hijos y una casa. Si yo tuviera veinte años menos y pudiera pintar, te enseñaría al mundo, en un campo o en un jardín, hundida hasta las rodillas entre las flores y rodeada de niños.

– Tal vez por eso vuelva algún día. Y cuando lo haga, te avisaré.

De pronto, se le inundó la cara de tristeza. Miró hacia otro lado y dijo:

– Quisiera que te quedaras.

Habría querido decir que sí, que me quedaría, pero había miles de razones por las que no podía hacerlo.

– Volveré -prometí.

Hizo un esfuerzo conmovedor para recuperar la serenidad, se aclaró la voz y se retrepó en el sillón.

– El jade… vamos a decirle a Pettifer que lo ponga en una caja para que puedas llevártelo. Y el espejo… ¿podrás arreglártelas con él en el tren o es demasiado grande? Deberías tener coche, así no habría problemas. ¿Tienes coche?

– No, pero no importa…

– Y supongo que el buró no…

– ¡No me interesa el buró! -exclamé interrumpiéndole, y con tanta brusquedad que Grenville me miró sorprendido, como si no hubiese esperado un comportamiento semejante-. Perdona -dije en el acto-. Pero es verdad, no me interesa. No soportaría que volvierais a discutir por él. Por favor, hazlo por mí, no hables del buró, no pienses más en él.

Me observó pensativo y con tanta fijeza que tuve que bajar los ojos.

– ¿Crees que soy injusto con Eliot? -dijo.

– Creo que no os contáis nada, que no os comunicáis.

– Habría sido un joven diferente si Roger no hubiera muerto. Un niño necesita un padre.

– ¿Y no habrías podido tú hacer de padre para él?

– Mollie no dejaba nunca que me acercara al pequeño. Y él tampoco era muy constante. Siempre cambiando de empleo hasta que abrió ese negocio hace tres años.

– Parece que le va bien.

– ¡Coches usados! -Su voz estaba llena de un desprecio injustificado-. Lo que tendría que haber hecho es enrolarse en la Marina.

– Pero, ¿y si no le gustaba la vida militar?

– Le habría gustado si su madre no le hubiera convencido de lo contrario. Ella quería mantenerlo en casa, pegado a sus faldas.

– ¡Vamos, Grenville! Me parece que eres un anticuado, y muy injusto.

– ¿Te he pedido tu opinión? -Pero se le notaba ya más animado. Una buena discusión le hacía el mismo efecto que una inyección de vitaminas.

– Me da igual que me la hayas pedido o no: te la doy y basta.

Se echó a reír y se inclinó hacia adelante para pellizcarme suavemente la mejilla.

– Cómo me gustaría pintar. ¿Todavía quieres llevarte a Londres un cuadro mío?

Tenía miedo de que se hubiera olvidado de su promesa.

– Más que nada en el mundo.

– Pídele a Pettifer la llave del estudio. Dile que te he dado permiso. Ve y revuélvelo un poco, a ver qué encuentras.

– ¿No quieres venir conmigo?

El dolor volvió a reflejarse en su rostro.

– No -dijo con brusquedad. Y se dio la vuelta para tomar otro sorbo de jerez. Se quedó mirando el licor ambarino y haciendo girar la copa entre los dedos-. No, no quiero ir contigo.

Les dio la noticia a los demás durante la comida. Andrea, lívida porque yo regresaba a Londres y ella tenía que quedarse en el aburrido Cornualles, se puso de mal humor. Pero los demás dieron muestras de una consternación más gratificante.

– Pero, ¿estás segura de que tienes que irte? -dijo Mollie.

– Sí. Muy segura. Tengo un trabajo y no puedo quedarme aquí para siempre.

– Estamos encantados de tenerte aquí. -Podía ser adorable cuando no era agresiva ni posesiva con Eliot o se mostraba resentida con Grenville y Boscarva. Volví a verla como una hermosa gatita, sólo que ahora conocía las garras afiladas que ocultaba en aquellas patas suaves y aterciopeladas, y sabía que no tendría inconveniente en sacarlas cuando le conviniera.

– Yo también estoy encantada.

Pettifer fue mucho más sincero. Después de comer fui a la cocina para ayudarle con los platos y no se anduvo con rodeos.

– ¿Por qué quiere irse ahora, cuando las cosas se están calmando y el Capitán está empezando a conocerla…? Bueno, no es asunto mío, pero no creí que usted fuera así.

– Pero pienso volver. Ya he dicho que volveré.

– Tiene ochenta años. No va a vivir siempre. ¿Cómo se sentiría si viniera y lo encontrara a dos metros bajo tierra y abonando las margaritas?

– Vamos, Pettifer. Por favor.

– Es muy fácil decir: Vamos, Pettifer. Por favor. ¿Acaso es inevitable?

– Tengo un empleo y he de volver.

– A mí me parece usted una egoísta.

– Eso no es justo.

– No vio a su hija durante años y ahora aparece usted y se queda tres días. ¿Qué clase de nieta es?

No le contesté porque no había nada que decir. Detestaba sentirme culpable, detestaba que me acusaran. Terminamos de fregar los platos en silencio, pero cuando estuvieron listos y mientras Pettifer pasaba un trapo húmedo por el escurreplatos, traté de hacer las paces con él.

– Lo siento. De veras lo siento. Ya me cuesta irme sin que me hagas sentir una descastada. Y volveré. Ya he dicho que volveré. Tal vez en verano… Todavía estará aquí en verano y los días serán más agradables. Podremos hacer muchas cosas juntos. Y nos llevarás a pasear en coche…

Se me fue la voz. Pettifer colgó cuidadosamente el trapo en el borde del fregadero y dijo con aspereza:

– El Capitán me ha dicho que le dé la llave del estudio. No sé qué piensa encontrar allí. No hay más que polvo y arañas, que yo sepa.

– Dijo que me podía llevar un cuadro. Que podía ir y elegir uno.

Se secó despacio las manos callosas.

– Voy a buscar la llave. La tengo guardada por seguridad. No quería que estuviera dando vueltas por ahí, donde cualquiera pudiera ponerle la mano encima. Hay mucho material valioso en el estudio.

– Dámela cuando te venga bien. No tiene por qué ser ahora. -No podía soportar sus descalificaciones-. Vamos, Pettifer, no te enfades conmigo.

Cedió al fin.

– No estoy enfadado. Quizá sea yo el egoísta. Quizá sea yo el que no quiere que usted se vaya.

Y comprendí a Pettifer, no como al omnipresente criado a cuyo alrededor giraba toda la casa, sino como a un anciano casi tan viejo como mi abuelo y acaso igual de solo. Se me hizo un nudo tonto en la garganta y por un instante creí que iba a ponerme a llorar por segunda vez aquel día, pero Pettifer dijo entonces:

– Y no vaya a elegir uno de los desnudos, no sería apropiado. -El mal momento había pasado y nos sonreímos, éramos amigos otra vez.


Mollie me dejó el coche por la tarde y recorrí los siete kilómetros que había hasta la estación para reservar una litera para el tren de Londres del sábado por la noche. La violencia del viento había cedido un poco, pero seguía haciendo frío y la tormenta continuaba, había árboles caídos y devastación por todos lados, invernaderos hechos pedazos, ramas rotas y campos llenos de brotes tempranos aplastados por el vendaval.

Al llegar a Boscarva encontré a Mollie en el jardín, envuelta en ropa de abrigo (ni siquiera ella estaba elegante en semejante día) y tratando de atar y rescatar algunos de los arbustos más frágiles que crecían alrededor de la casa. Cuando vio el coche decidió dar por terminada la tarea y cuando lo aparqué y volví andando a la casa, salió a mi encuentro quitándose los guantes y remetiéndose un mechón bajo el pañuelo que llevaba en la cabeza.

– No lo aguanto ni un segundo más -me dijo-. Detesto el viento, me deja agotada. Pero ese precioso laurel estaba hecho jirones y las camelias se han marchitado. El viento las seca totalmente. Vamos dentro a tomar un té.

Mientras se cambiaba, puse el agua al fuego y coloqué las tazas en la bandeja.

– ¿Dónde están todos? -le pregunté cuando reapareció, milagrosamente arreglada una vez más, con sus perlas y pendientes que hacían juego.

– Grenville está durmiendo la siesta y Andrea está arriba, en su habitación… -Suspiró-. Tengo que admitir que no es una chica fácil de manejar. Si por lo menos hiciera algo para entretenerse en lugar de quedarse encerrada todo el día. Lamento decir que estar aquí no le está haciendo ningún bien: no creí que se lo hiciera, sinceramente, pero mi pobre hermana estaba desesperada. -Echó un vistazo a la confortable cocina-. Este lugar es acogedor. Tomaremos el té aquí. En la salita hay demasiada corriente cuando el viento sopla del mar y no podemos correr las cortinas a las cuatro y media de la tarde…

Tenía razón, la cocina era acogedora. Buscó un mantel y sirvió el té con pastas y bizcochos, la azucarera y el recipiente de plata para la leche. Parecía necesitar muchas cosas incluso para tomar el té en la cocina. Acercó dos sillas con respaldo de listones y ya estaba a punto de coger la tetera cuando se abrió la puerta y apareció Andrea.

– ¡Andrea, querida! Llegas justo a tiempo. Hoy tomamos el té en la cocina. ¿Quieres una taza?

– No gracias, no tengo tiempo.

Esta respuesta, inesperada y amable, hizo que Mollie levantara la vista con desconfianza.

– ¿Vas a salir?

– Sí -dijo Andrea-. Voy al cine.

Ambas la miramos como tontas. Lo imposible había sucedido: Andrea había decidido esmerarse en su aspecto. Se había lavado la cabeza y se había recogido el pelo. Tenía la cara despejada, se había puesto un polo limpio y, según advertí con satisfacción, también un sostén. Llevaba colgada del cuello la cruz celta, se había planchado los téjanos negros y se había lustrado los zapatos. Llevaba un impermeable colgado del brazo y un bolso de cuero con flecos. Nunca la había visto tan presentable. Y, más aún, la expresión de su rostro no manifestaba resentimiento ni maldad, sino que parecía… ¿recatada tal vez?

– Bueno -continuó-, eso si me das permiso, tía Mollie.

– Claro, por supuesto. ¿Qué vas a ver?

– María de Escocia. La ponen en el Plaza.

– ¿Vas sola?

– No. Voy con Joss. Me llamó cuando estabas en el jardín. Después iremos a cenar.

– Ah… -dijo Mollie. Y luego, como diese la sensación de que Andrea esperaba más comentarios, añadió-: ¿Cómo vas a llegar?

– Andando. Supongo que me traerá Joss.

– ¿Tienes dinero?

– Tengo cincuenta peniques. Será suficiente.

– Bueno… -Pero Mollie estaba vencida-. Que lo pases bien.

– Ya lo creo. -Nos dirigió una sonrisa-. Hasta luego.

La puerta se cerró detrás de ella.

– Hasta luego -dijo Mollie. Y me miró-. Extraordinario -dijo.

Yo estaba concentrada en mi taza de té.

– ¿Por qué es extraordinario? -dije con despreocupación.

– Andrea y… Joss. Me refiero a que él ha sido siempre muy amable con ella, pero… ¿invitarla a salir?

– No debería sorprenderte. Es atractiva cuando se arregla un poco y se toma la molestia de sonreír. Puede que a Joss le sonría todo el rato.

– ¿Te parece que hago bien en dejarla ir? Quiero decir, soy responsable…

– Francamente, no sé cómo podrías haberla convencido de que no fuera. De todos modos, ya tiene diecisiete años, no es una niña. A estas alturas seguro que sabe cuidarse sola…

– Ése es el problema -dijo Mollie-. Ése siempre fue el problema con Andrea.

– No le pasará nada.

Sí pasaría algo y yo lo sabía, pero no podía desilusionar a Mollie. Además, ¿qué importaba? Que Joss prefiriese pasar las noches haciendo el amor junto al fuego con una adolescente ninfómana no era asunto mío. Eran de la misma calaña. Estaban hechos el uno para el otro.

Cuando terminamos el té, Mollie se puso un delantal limpio y empezó a preparar la cena. Yo retiré los platos y las tazas y los lavé. Cuando estaba secando el último plato y guardándolo, apareció Pettifer. Traía una llave grande en la mano que parecía capaz de abrir un calabozo.

– Sabía que la había puesto en un lugar seguro. La encontré en el fondo de uno de los cajones de la cómoda del Capitán…

– ¿Qué es eso, Pettifer? -preguntó Mollie.

– La llave del estudio, señora.

– Dios mío. ¿Y quién la quiere?

– Yo -dije-. Grenville me dijo que podía elegir un cuadro y llevármelo a Londres.

– Pues menudo trabajo, querida. En ese sitio tiene que haber un desorden horroroso. Hace diez años que no entra la luz del día.

– No importa. -Cogí la llave. Pesaba como el plomo.

– ¿Vas a ir ahora? Está oscureciendo.

– ¿No hay luz eléctrica?

– Sí, por supuesto, pero es muy deprimente. Espera hasta mañana por la mañana.

Yo quería ir ya.

– No me va a pasar nada. Voy a por un abrigo.

– Hay una linterna sobre la mesa del vestíbulo. Mejor llévatela, el sendero que cruza el jardín es bastante empinado y resbaladizo.

Y así, protegida por el abrigo de cuero y con la linterna y la llave en la mano, salí a la tormenta por la puerta que daba al jardín. El viento del mar soplaba con fuerza cargado de lluvia fina y fría. Tuve que hacer un esfuerzo para cerrar la puerta. Aquella lúgubre tarde se estaba terminando temprano, pero todavía había luz suficiente para ver dónde ponía los pies. No encendí la linterna hasta llegar el estudio. Me hizo falta la luz para encontrar la cerradura.

Introduje la llave y la hice girar. Giró despacio, con algo de resistencia por la falta de aceite. La puerta chirrió y se abrió hacia adentro. El interior olía a cerrado y a humedad, un olor que sugería telarañas y moho, así que busqué aprisa el interruptor de la luz. La bombilla que colgaba del techo arrojó una luz fría y mortecina que me rodeó de sombras inquietas. El cable que sostenía la bombilla se puso a oscilar a causa del viento como el péndulo de un reloj.

Entré y cerré la puerta y poco a poco se inmovilizaron las sombras. A mi alrededor y bajo aquella luz tenue surgieron siluetas cubiertas de polvo. Al otro lado de la habitación había una lámpara con la pantalla ladeada y rota. Me acerqué a ella y busqué el interruptor, la encendí y el lugar adquirió de pronto un aspecto un poco menos abandonado.

El estudio tenía dos niveles, con una especie de dormitorio en el extremo sur al que se accedía por una escalerilla metálica.

Subí la mitad de la escalera y vi el diván y la manta de rayas. Sobre la cama había una ventana cerrada y en el suelo había plumones de almohada, puede que a consecuencia de las correrías de algún ratón. En un rincón yacían los restos secos, semejantes a un montón de ramas, de un pajarillo muerto. Sentí un escalofrío ante aquella desolación y volví al estudio.

El viento agitaba la ventana que daba al norte. Las largas cortinas se movían mediante un complicado sistema de cuerdas y poleas y forcejeé con él unos momentos. Finalmente me di por vencida y dejé las cortinas corridas.

En el centro de la habitación se alzaba la tarima de la modelo, en cuyo centro había algo cubierto por una sábana y vi al destaparlo que era una silla barroca pintada con purpurina. Los ratones también habían pasado por allí y había retazos de terciopelo rojo y mechones de crin esparcidos alrededor, junto con excrementos de ratón y una gruesa película de polvo.

Debajo de otra sábana vi la mesa de trabajo de Grenville, los pinceles, los tubos de pintura, paletas, espátulas, botellas de aceite de linaza, pilas de telas sin usar, sucias por el tiempo. También había una colección de objets trouvés, pequeños objetos con los cuales quizás se había encariñado: una piedra pulida por el mar, media docena de caracolas y un manojo de plumas de gaviota que tal vez había recogido para limpiar la pipa. Había fotografías ajadas y borrosas de gente que yo no conocía, un jarroncito blanquiazul de porcelana con lápices, frascos de tinta china seca, un pedazo de lacre.

Era como curiosear donde no me llamaban, como leer el diario íntimo de otra persona. Volví a poner la sábana en su lugar y me dirigí hacia el verdadero propósito de mi visita: el montón de telas sin enmarcar dispuestas alrededor, contra la pared, con la pintura hacia adentro. También ellas estaban cubiertas de polvo pero las sábanas habían resbalado y caído al suelo y, al quitar la primera, rocé telarañas con los dedos y una araña grande y desagradable huyó por el suelo y se perdió entre las sombras.

Era una tarea ardua. Levanté los cuadros, cinco o seis a la vez, les quité el polvo, los apoyé contra la tarima y giré la raquítica lámpara para que la luz los alumbrara directamente. Algunos tenían fecha pero estaban amontonados sin ningún orden cronológico y, en la mayoría de los casos, no era fácil adivinar dónde ni cuándo habían sido pintados. Lo único que me pareció claro era que abarcaban la totalidad de la vida profesional de Grenville y todo lo que le interesaba.

Había paisajes, marinas -todos los estados de ánimo del océano-, interiores preciosos, algunos bocetos de París, otros que parecían de Italia. Había barcos y pescadores, escenas de las calles de Porthkerris, muchos croquis al carbón de dos niños que yo sabía que eran Roger y Lisa. Pero ningún retrato.

Comencé la selección apartando los cuadros que me parecían especialmente atractivos. Cuando llegué al último montón ya había apoyado media docena contra el asiento del sofá, tenía frío, las manos sucias y la ropa llena de telarañas. Con la agradable sensación que produce la conclusión de un trabajo, fui a clasificar el último montón de telas. Había tres dibujos hechos con pluma y tinta y una vista de un puerto con yates anclados. Y entonces…

Era la última tela y la más grande. Necesité las dos manos y mucho esfuerzo para sacarla del rincón oscuro en que se encontraba y darle la vuelta para que le diera la luz. La sostuve en posición vertical, retrocedí y vi el rostro de la joven. Los ojos oscuros y rasgados sonreían con una vitalidad que el polvo de los años no había podido alterar. Vi el cabello oscuro, los pómulos pronunciados y la boca sensual que no sonreía sino que parecía temblar, a punto de estallar en una carcajada. Y llevaba puesto el mismo vestido blanco y etéreo, el vestido del retrato que colgaba sobre la chimenea del salón de Boscarva.

Sophia.

Desde que mi madre la había mencionado, aquella mujer me intrigaba. La contrariedad resultante de no poder saber cómo era no había hecho más que acicatear mi obsesión. Pero ahora que la había descubierto y estábamos frente a frente, me sentí como Pandora. Había abierto la caja, sus secretos se habían escapado y no había forma de volver a guardarlos y cerrar otra vez la tapa de la caja.

Yo conocía aquel rostro. Le había hablado, había discutido con él, lo había visto enfadado y sonriente, había visto aquellos ojos oscuros entornarse con furia y brillar de alegría.

Era el rostro de Joss Gardner.

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