Capítulo 8

Fue difícil dormir aquella noche. Di vueltas y vueltas, fui a buscar un vaso de agua, anduve descalza, miré por la ventana, volví a acostarme y traté de recuperar la serenidad. Pero inevitablemente, al cerrar los ojos, la reciente velada volvía a mi mente como una película proyectada una y otra vez; las voces seguían resonando sin cesar en mis oídos.

Está bien. Nadie quiere acusar a nadie de ladrón. ¿Qué sabemos de Joss?

Si quieres ponerte en ridículo, haz negocios con ese leguleyo barato de Ernest Padlow… Y si crees que voy a vender mis tierras a ese piojo resucitado, te equivocas…

No serán tuyas eternamente…

… tú, querido muchacho, no eres mi único nieto.

La cena había sido horrible. Eliot y Grenville apenas hablaron. Para compensar el silencio de los hombres, Mollie había mantenido una conversación sin sentido que yo había tratado de respaldar. Y Andrea nos había observado a todos, con un destello de triunfo en sus redondos e inquisitivos ojos, mientras Pettifer iba retirando los platos, sirviendo un exquisito suflé de limón que nadie parecía tener ganas de comer.

Todos se habían dispersado al terminar. Grenville había ido a su habitación, Andrea a la sala desde donde no habíamos tardado en oír el ruido del televisor. Eliot se puso un abrigo sin dar explicaciones, silbó a su perro y salió por la puerta principal dando un portazo. Yo me volví hacia Mollie con la intención de darle la disculpa que consideré le debía:

– Lamento lo de esta noche. Ojalá no hubiera mencionado nunca el buró.

No me miró.

– Bueno, era inevitable.

– Es que mi madre me habló de él y cuando Grenville sacó a relucir el jarrón de jade y el espejo… bueno, jamás creí que pudiera desatarse semejante tormenta en un vaso de agua.

– Grenville es un anciano extraño. Siempre ha sido muy tozudo, nunca admite que una situación pueda verse desde distintos puntos de vista.

– Te refieres a Joss…

– No sé por qué se ha encariñado tanto con él. Me asusta. Es como si Joss ejerciese sobre él no sé qué influencia. A Eliot y a mí no nos ha gustado nunca que vaya de aquí para allá como si esta casa fuera suya. Si los muebles de Grenville necesitaban restauración, que hubiera venido a buscarlos y que se los hubiera llevado al taller con la furgoneta; habría sido lo normal. Tratamos de disuadir a Grenville, pero se mostró inflexible; a fin de cuentas, la casa es suya, no nuestra.

– Pero algún día será de Eliot.

Me dirigió una mirada helada.

– Después de lo de esta noche, tengo mis dudas.

– Vamos, Mollie, yo no quiero Boscarva. Grenville nunca me dejaría a mí un lugar como éste. Dijo eso sólo para ganar la batalla, quizá porque fue lo primero que le vino a la cabeza. Lo dijo sin querer.

– Pero ha herido los sentimientos de Eliot.

– Eliot lo entenderá. Hay que ser comprensivo con los ancianos.

– Estoy harta de ser comprensiva con Grenville -dijo Mollie, mientras recortaba automáticamente una hebra de lana con unas tijeras de plata-. Grenville me ha desorganizado la existencia. Él y Pettifer podrían haberse venido a vivir a High Cross. Eso es lo que nosotros queríamos. La casa es más pequeña y más adecuada y habría sido mejor para todos. Hace años que Boscarva tendría que estar en manos de Eliot. Tal como están las cosas, los gastos de sucesión serán exorbitantes. Eliot no va a poder mantenerla. Toda esta situación es muy poco práctica.

– Supongo que cuesta ser práctico cuando se tienen ochenta años y se ha vivido en un solo lugar casi siempre.

No me hizo caso.

– Y encima la tierra y la granja. Eliot quiere encontrar la mejor solución, pero Grenville no se da cuenta. Nunca ha manifestado el menor interés, nunca ha estimulado a Eliot en ningún sentido. Por ejemplo, el salón-garaje de High Cross lo tuvo que conseguir Eliot valiéndose de sus propios medios. Al principio le pidió ayuda a su abuelo, pero Grenville dijo que no quería saber nada de coches de segunda mano, hubo una discusión y Eliot tuvo que pedir un préstamo a otra persona y, desde ese día, no ha vuelto a pedirle un penique a su abuelo. Creo que es un mérito que hay que reconocerle.

Estaba pálida de ira por Eliot, una tigresa, me dije, que pelea por su cachorro, y recordé la pésima opinión que tenía mi madre sobre la educación consentida e hiperprotectora que había dado Mollie al pequeño Eliot. Puede que ninguno de los dos se hubiera desprendido de aquella costumbre.

Para cambiar de tema, le conté que Eliot me había invitado para el día siguiente.

– Dijo que me llevaría a ver High Cross.

Pero no logré distraer a Mollie más que un momento.

– Tienes que conocerla. Eliot tiene la llave. Yo voy casi todas las semanas para asegurarme de que todo está en orden, pero me deprimo cuando tengo que volver a este lugar sombrío… -Se rió de sí misma-. Esta vida está acabando conmigo. Tengo que sobreponerme. Pero cuando todo termine, respiraré tranquila.

Cuando todo termine. Aquello significaba cuando falleciera Grenville. Me gustaba pensar en la muerte de Grenville tanto como en que Joss se acostaba con la insípida Andrea; tanto como en que Joss se había agenciado el buró y la silla Chippendale, los había cargado en la furgoneta y se los había vendido al mejor postor.

¿Qué sabes de Joss? ¿Qué sabe de él ninguno de nosotros?

Por mi parte, hubiera querido no saber nada. Di vueltas en el lecho y golpeé las almohadas con la infundada esperanza de conciliar el sueño.

Llovió durante la noche, pero a la mañana siguiente había escampado, el cielo era de un azul pálido y desteñido, todo estaba húmedo, brillante, transparente a la fresca luz de la primavera. Me asomé a la ventana para aspirar el olor de la humedad, mohosa y dulzona. El mar estaba tranquilo y azul como una colcha de seda; las gaviotas volaban perezosamente sobre el borde del acantilado; un barco se alejaba del puerto rumbo a lejanas zonas de pesca y el aire estaba tan inmóvil que se podía oír el resoplido lejano del motor.

Se me levantó el ánimo. El día anterior pertenecía al pasado, el presente seria mejor. Me alegraba la idea de tener que salir de la casa, alejarme de los reproches de Mollie y de la turbadora presencia de Andrea. Me bañé, me vestí y fui abajo. Encontré a Eliot en el comedor, dando cuenta de un plato de huevos con beicon. Parecía contento y el hecho me satisfizo.

Levantó la vista del periódico de la mañana.

– Ya me preguntaba si tendría que ir a despertarte -dijo-. Creí que a lo mejor te habías olvidado de mi invitación.

– No. Claro que no.

– Somos los primeros en bajar. Con un poco de suerte nos iremos antes de que aparezca nadie. -Hizo una mueca de tristeza, como un muchacho arrepentido-. No quisiera estropearme la mañana oyendo más reproches.

– La culpa la tuve yo por sacar a relucir el buró de las narices. Anoche le dije a tu madre que lo sentía mucho.

– Ya es agua pasada -dijo Eliot-. Siempre aparecen estas pequeñas diferencias de opinión. -Me serví una taza de café-. Lo que lamento es que te hayas visto involucrada.

Nos fuimos nada más acabar el desayuno y experimenté una maravillosa sensación de desahogo al estar en su coche, con Rufus en el asiento trasero, rumbo a la libertad. El coche rugió colina arriba y se alejó de Boscarva. El asfalto parecía azul a causa del reflejo del cielo y el aire olía a prímulas. Según ascendíamos hacia el páramo y lo cruzábamos, el paisaje se alargaba y se hundía delante de nosotros; vi lomas coronadas por mojones y columnas antiquísimos, pequeños pueblos olvidados, agazapados entre los pliegues de barrancos imprevistos por los que serpeaban las rías, olmos y robles añejos que se alzaban apelotonados junto a puentes jorobados y estrechos.

Pero yo sabía que no podríamos disfrutar de aquella jornada compartida, que no estaríamos totalmente a gusto hasta que hubiéramos hecho las paces.

– Ya sé que es agua pasada y que quizás no tuvo importancia, pero tenemos que hablar de lo que pasó anoche -dije.

Me sonrió mirándome de reojo.

– ¿Qué hay que decir?

– Sólo una cosa, lo que dijo Grenville acerca de que tenía más nietos. Lo dijo sin querer. Sé que lo dijo sin querer.

– No. Puede que no. Puede que quisiera enfrentarnos, como si fuéramos perros.

– Nunca me dejaría Boscarva a mí. Jamás. Ni siquiera me conoce, acabo de aparecer en su vida.

– No vuelvas a pensar en eso, Rebecca. Yo tampoco lo haré.

– Al fin y al cabo, si algún día ha de ser tuya, no entiendo por qué no puedes pensar ya en lo que quieres hacer con ella.

– ¿Te refieres a Ernest Padlow? Todos los viejos son unos cotillas. Siempre contando chismes y metiendo cizaña. Si no es el gerente del banco, es la señora Thomas, y si no es la señora Thomas, es Pettifer.

Me esforcé por aparentar indiferencia:

– ¿Venderías las tierras?

– Si lo hiciera, tal vez pudiera permitirme el lujo de vivir en Boscarva. Ya es hora de que me instale por mi cuenta.

– Pero… -elegí las palabras con tacto- pero ¿no sería entonces como… como echarla a perder… quiero decir, vivir rodeado de esas casas que construye el señor Padlow?

Eliot se echó a reír.

– Has cogido el rábano por las hojas. No sería una urbanización como la de la colina. Sería de categoría, con parcelas de una hectárea y haremos muy altos en cuanto al estilo y al precio de las viviendas que se construyesen. No se talarían árboles, ni se regatería en cuanto a confort. Serían casas de lujo para personas de lujo, y no habría muchas. ¿Qué te parece?

– ¿Se lo has dicho a Grenville?

– No me deja. No quiere escucharme. No le interesa.

– Pero si se lo explicaras…

– Me he pasado la vida tratando de explicarle cosas y nunca he conseguido nada. Bueno, ¿hay algún otro tema que quieras discutir?

Lo pensé un poco. Como es lógico, no quería hablar de Joss.

– No -dije.

– En ese caso, ¿qué tal si nos olvidamos de lo que pasó anoche y disfrutamos del paseo?

Parecía buena idea. Nos sonreímos.

– De acuerdo -dije.

Cruzamos un puente y llegamos a una colina de pronunciada pendiente. Eliot cambió de marcha, con ademán de experto, con la anticuada palanca del cambio de velocidades. El coche se lanzó hacia arriba por la cuesta con la proa larga y elegante apuntando hacia el cielo.

– Llegamos a Falmouth alrededor de las diez. Mientras Eliot iba a lo suyo, yo me dediqué a explorar la pequeña ciudad. Orientada hacia el sur, guarecida del viento del norte, con los jardines repletos ya de camelias y olorosos laureles, me recordaba a un puerto del Mediterráneo, sobre todo por el azul del mar de aquel primer día cálido de primavera y los mástiles de los yates anclados en la dársena.

Por el motivo que fuese, me entraron ganas de ir de compras. Compré frisias de Sudáfrica para Mollie, un ramo bien atado y con los tallos envueltos en musgo húmedo para que se conservaran frescas hasta que volviera a casa; una caja de habanos para Grenville; una botella de jerez dulce para Pettifer; un disco para Andrea. En la foto de la funda había un grupo de transformistas con los párpados pintados. Me pareció que sería su estilo. Y para Eliot… había notado que tenía gastada la correa del reloj. Encontré una correa estrecha de piel oscura de cocodrilo, muy cara, lo que le iba a Eliot. Luego compré un tubo de pasta dentífrica para mí, porque me hacía falta. ¿Y para Joss…? Para Joss, nada.

Según habíamos acordado, Eliot me recogió en el salón del gran hotel que estaba en el centro. Salimos de la población a toda velocidad, cruzamos Truro y entramos en el pequeño laberinto de caminos y rías flanqueadas de maleza que había al otro lado, hasta que llegamos a un pueblo llamado St. Endon, donde había casas blancas, palmas y jardines llenos de flores. La carretera descendía hacia la ría trazando una curva, al final de la cual había una pequeña taberna, justo a la orilla del agua, cuyo dique de contención lamía el oleaje de la marea alta. Las risas se posaban a lo largo del antepecho, con ojos brillantes y cordiales que nada tenían que ver con los de las codiciosas y salvajes gaviotas de Boscarva.

Nos sentamos al sol a tomar un jerez y allí mismo le di el regalo. Manifestó una alegría fuera de lo común, quitó inmediatamente al reloj la correa vieja, le puso la nueva e insertó las diminutas espigas metálicas con la hoja del cortaplumas.

– ¿Cómo se te ha ocurrido regalármela?

– Me di cuenta de que la tenías gastada. Pensé, que podría caérsete el reloj.

Se retrepó en la silla y me observó desde el otro lado de la mesa. Hacía tanto calor que me había quitado el suéter y me había subido las mangas de la camisa de algodón.

– ¿Has comprado regalos para todos nosotros? -preguntó.

Me sentí confusa.

– Sí.

– Ya me parecía que llevabas muchos paquetes. ¿Siempre compras regalos para los demás?

– Es interesante tener gente a quien hacer regalos.

– ¿Hay alguien en Londres?

– Pues no.

– ¿Nadie especial?

– Nunca ha habido nadie especial.

– No puedo creerlo.

– Es verdad. -No entendía por qué le hacía semejantes confidencias. Puede que tuviera que ver con la calidez del día, cuya bondad me había sorprendido y me había hecho bajar la guardia. Puede que fuera el jerez. O la intimidad de dos personas que habían hecho frente a la tormenta verbal de la noche anterior. Fuera cual fuese el motivo, aquel día resultaba sencillo hablar con Eliot.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Tal vez tenga que ver con mi educación… Mi madre vivía con un hombre tras otro, y yo vivía con los dos, necesariamente. Basta conocer la intimidad de las personas para destruir el maravilloso autoengaño que comportan las aventuras amorosas.

Nos echamos a reír.

– Puede que resulte interesante -dijo Eliot-. Pero también podría ser perjudicial. No hay que cerrarse totalmente. De lo contrario no se te acercará nadie.

– Así estoy bien.

– ¿Vas a volver a Londres?

– Sí.

– ¿Pronto?

– Probablemente.

– ¿Por qué no te quedas una temporada?

– No quiero que os arrepintáis de haberme aceptado.

– Eso no pasará. Ni siquiera hemos empezado a conocernos. Y además, ¿cómo puedes volver a Londres y dejar todo esto…? -Movió la mano para abarcar el cielo, el sol, la calma, la caricia del agua, las ilusiones de la nueva primavera.

– Puedo, porque debo. Tengo un empleo y un piso que necesita pintarse y una vida que hay que recomenzar.

– ¿Y no puedes esperar?

– Indefinidamente, no.

– No hay razón para que te vayas. -No contesté-. A menos… -prosiguió- que lo que sucedió anoche te haya afectado. -Sonreí y negué con la cabeza porque habíamos prometido no volver a mencionarlo. Apoyó el codo en la mesa y la barbilla en el puño-. Si realmente quieres un empleo, puedes conseguirlo aquí. Si quieres tener casa propia, también aquí puedes alquilarla.

– ¿Por qué habría de quedarme? -Pero me sentía halagada ante tanta insistencia.

– Porque sería beneficioso para Grenville, para Mollie y para mí. Porque creo que todos queremos que te quedes. En especial yo.

– Vamos, Eliot…

– Es verdad. Hay algo en ti que inspira serenidad. ¿Lo sabías? Me di cuenta la primera noche que te vi, antes de saber quién eras. Y me gusta la forma de tu nariz y el sonido de tu risa, y que unas veces parezcas una muchacha díscola, con téjanos y el pelo revuelto, y otras una princesa de cuento de hadas, con la trenza sobre el hombro y ese vestido impresionante que te pones por la noche. Creo que todos los días descubro cosas nuevas en ti. Y por eso no quiero que te vayas. Todavía no.

No encontré argumentos para responder a aquel largo discurso. Me había conmovido y también me había hecho sentir incómoda. Pero, aun así, era hermoso saberme admirada y más hermoso todavía que me lo dijeran.

Empezó a reírse de mí desde el otro lado de la mesa.

– ¡Qué cara tan graciosa! No sabes hacia dónde mirar y estás ruborizándote. Venga, apura la copa. Vamos a comer ostras. ¡Prometo no hacerte más cumplidos!

Estuvimos todo el tiempo que quisimos en aquel restaurante de techo bajo, comiendo en una mesa que se tambaleaba hasta tal punto en el suelo desigual que Eliot tuvo que calzar una de las patas con un trozo de papel doblado. Comimos unas ostras deliciosas, filete y ensalada, y lo regamos todo con una botella de vino. Tomamos el café al sol y nos sentamos en el antepecho del dique mientras observábamos a dos niños bronceados por el sol y con las piernas desnudas que improvisaban un bote y salían a navegar con él por las aguas azules de la ría. Vimos que la vela rayada se hinchaba con una brisa misteriosa e inapreciable y que el bote se inclinaba, se alejaba de nosotros y doblaba la punta de una elevación cubierta de árboles. Y Eliot dijo que si me quedaba en Cornualles, pediría prestado un velero, me enseñaría a navegar y saldríamos a pescar caballas desde Porthkerris. Y en el verano me enseñaría las pequeñas ensenadas y lugares secretos que los turistas nunca habían visto.

Finalmente llegó la hora de volver y la tarde se plegó sobre sí misma como una larga cinta brillante. Soñoliento y saturado, Eliot condujo despacio en dirección a High Cross, tomando la carretera larga que cruzaba pueblos olvidados y el corazón mismo del campo.

Me di cuenta al llegar de que High Cross estaba en la cima de la península, con lo que el pueblo miraba por el norte hacia el Atlántico y por el sur hacia el Canal; era como estar en una isla barrida por vientos puros y rodeada por el mar. El salón-garaje de Eliot estaba en el centro de la calle principal del pueblo, un poco apartado de la carretera; tenía a la entrada un patio empedrado, adornado con macetones de madera llenos de flores, y en el interior del salón de muestras protegido por un amplio escaparate estaban los flamantes coches de carreras. Todo era muy nuevo y de aspecto muy caro y muy limpio. Mientras cruzábamos el patio rumbo al salón de muestras, me pregunté cuánto dinero habría invertido Eliot en aquella aventura y por qué razón habría pensado que era rentable abrir una agencia especializada como aquélla en un rincón tan alejado.

Eliot abrió una de las puertas corredizas de cristal y entré tras él. Apenas se oyeron mis pisadas sobre el suelo de caucho.

– ¿Por qué has abierto aquí un salón de automóviles, Eliot? ¿No habría sido mejor en Fourbourne o Falmouth o Penzance?

– Venta psicológica, querida. Hazte un nombre y la gente vendrá desde el fin del mundo a comprar lo que quieras venderles. -Y con una franqueza enternecedora, añadió-: Además, ya era dueño del terreno, o más bien mi madre, y ése fue un excelente incentivo para montar el salón en este lugar.

– ¿Todos estos coches están en venta?

– Sí. Como puedes ver, estamos especializados en coches deportivos y del Continente. La semana pasada tuvimos un Ferrari, pero se vendió hace un par de días. Había tenido un choque, pero tengo un joven mecánico que trabaja para mí y cuando lo terminó, estaba como nuevo…

Apoyé la mano sobre un reluciente capó amarillo.

– ¿De qué marca es éste?

– Un Lancia Zagato. Y éste un Alfa Romeo Spyder, no tiene más que dos años. Un hermoso coche.

– Y un Jensen Interceptor… -Aquél por lo menos lo conocía.

– Ven a ver el taller. -Crucé tras él otra puerta de corredera situada en la parte posterior del salón de muestras y comprobé que aquella parte se acercaba más a lo que yo entendía por garaje. Allí se oía el clásico ruido de los motores desmantelados, y había latas de aceite, largos tubos colgando del techo, mesas llenas de herramientas, neumáticos viejos y gatos hidráulicos.

En medio de todo aquello había una figura inclinada sobre el motor desguazado de un chasis. Llevaba puesta una visera de soldador que le daba un aspecto monstruoso y aplicaba la zumbante llama azul de un soplete. El ruido del soplete quedaba prácticamente eclipsado por la estruendosa e ininterrumpida música que salía de un transistor asombrosamente pequeño que había encima de una viga.

No sé si nos vio llegar, pero sólo cuando Eliot apagó la radio apagó él el soplete, se irguió y se levantó la visera que le cubría la cara. Era un hombre joven, delgado y moreno, de cabello largo, ojos penetrantes y relucientes, manchado de aceite y con necesidad de un buen afeitado.

– Hola, Morris -dijo Eliot.

– Hola.

– Te presento a Rebecca Bayliss. Está con nosotros en Boscarva.

Morris echó mano de un cigarrillo, me miró y me hizo un gesto con la cabeza.

– Hola -dije, con la única intención de ser amable, pero no conseguí que me contestara. Encendió el cigarrillo y dejó caer el extravagante encendedor en el bolsillo del mono manchado de aceite.

– Pensé que ibas a venir por la mañana -le dijo a Eliot.

– Te dije que iba a Falmouth.

– ¿Ha habido suerte?

– Un Bentley 1933.

– ¿En qué estado?

– Parecía estar bien. Con un poco de herrumbre.

– Le quitamos la pintura vieja y listo. El otro día vino un tipo y preguntó por uno.

– Ya lo sé, por eso lo he comprado. Nos hacemos cargo del transporte. Lo mando a buscar mañana.

Guardaron silencio. Morris se acercó a la radio, volvió a encenderla y la puso a más volumen que antes. Observé el caos de tubos y cilindros en que había estado trabajando y le pregunté a Eliot qué clase de coche había sido.

– Un Jaguar XJ6 de 4,2 litros, modelo 1971. Y te aseguro que volverá a ser el mismo cuando Morris haya terminado con él. También sufrió un accidente.

Morris volvió y se puso entre nosotros.

– ¿Qué haces exactamente? -le pregunté.

– Le enderezo el chasis y le pongo las ruedas en línea.

– ¿Y las zapatas? -preguntó Eliot.

– Le habrían venido bien unas zapatas nuevas, pero he arreglado las viejas para que aguanten durante la garantía… y el señor Kemback ha llamado desde Birmingham…

Empezaron a hablar del trabajo. Me escabullí, ensordecida por el ruido del rock, volví a cruzar el salón de muestras y salí al patio, donde Rufus esperaba con dignidad y paciencia sentado detrás del volante del coche de Eliot. Nos quedamos sentados allí hasta que Eliot volvió a reunirse a nosotros.

– Disculpa, Rebecca, pero quería comprobar otro asunto. Morris es un buen mecánico, pero se pone furioso si además tiene que atender el teléfono.

– ¿Quién es el señor Kemback? ¿Otro cliente?

– No. No exactamente. Estuvo aquí de vacaciones el verano pasado. Es propietario de un motel y una agencia justo al salir de la M6. Tiene una buena selección de coches antiguos. Quiere abrir un museo, bueno, una especie de derivación de lo que realmente le da dinero. Parece que quiere que lo dirija yo.

– ¿Te irías a vivir a Birmingham?

– No parece muy tentador, ¿verdad? Pero bueno, ya hemos terminado. Vamos a ver la casa de mi madre.

Fuimos andando por la calle central, doblamos por un callejón, cruzamos las blancas puertas de madera, recorrimos un sendero en pendiente y llegamos ante la casa, alargada, baja, blanca, fruto de la yuxtaposición de dos chalés antiguos de gruesos muros de piedra. Eliot sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta. Hacía frío en el interior, pero no olía a cerrado ni a humedad. La casa estaba amueblada como un piso caro de Londres, tenía alfombras claras y gruesas, paredes blancas y sofás tapizados en tela bordada del color de los champiñones. Había muchos espejos y pequeñas arañas de cristal que colgaban de los techos de vigas bajas.

Todo era encantador y tal como me lo había imaginado, pero con algo que no cuajaba. La cocina era de anuncio, los muebles del comedor de caoba que despedía brillos cegadores, y arriba había cuatro dormitorios y tres cuartos de baño, un cuarto de costura y un armario descomunal para la ropa blanca que olía a jabón.

En la parte trasera de la casa había un patio pequeño y un jardín alargado que subía hasta un seto.

Miré hacia el patio y vi a Mollie atendiendo a sus amigos, con los muebles de mimbre apoyados en las lajas y los cócteles de vodka preparados en una mesita de servicio con ruedas, muy cara y elegante.

– Es una casa perfecta -dije. Y lo creía. Pero no me gustaba como me gustaba Boscarva. Tal vez porque era demasiado perfecta.

Nos quedamos mirándonos en aquella sala elegante e impersonal. La jornada compartida parecía haber llegado a su fin. Puede que Eliot pensase lo mismo y quisiera retrasar el regreso porque dijo:

– Podría poner agua al fuego y prepararte un té, aunque no hay leche en la nevera.

– Creo que deberíamos volver a casa. -Di un bostezo de hipopótamo y Eliot se echó a reír. Me cogió por los hombros.

– Tienes sueño.

– Demasiado aire fresco -contesté-. Demasiado vino.

Eché la cabeza atrás para mirarle a la cara. Estábamos muy cerca. Sentí la presión de sus dedos en mis hombros. Ya no se reía, pero sus profundos ojos expresaban una ternura que no había visto hasta entonces.

– Ha sido un día maravilloso… -dije. Y no dije más porque me besó y durante un rato no pude articular palabra. Cuando por fin se separó de mí, estaba tan turbada que lo único que pude hacer fue apoyarme en él, medio desmayada, con ganas de llorar, sintiéndome una tonta, sabiendo que la situación se me escapaba de las manos. Tenía la mejilla contra su chaqueta y sus brazos me rodeaban con tanta fuerza que sentía el enérgico latido de su corazón como el redoble de un tambor junto a mi oído.

Le oí decir sobre mi cabeza:

– No vuelvas a Londres. No te vayas nunca.

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