Capítulo 5

El viento no dejó de soplar en toda la noche. Pero cuando desperté, por la ventana de la habitación vi un cuadrado de cielo azul y nubes blancas e hinchadas que lo cruzaban con premura. Hacía mucho frío, pero me armé de valor -necesité mucho-, me levanté, me vestí y bajé en busca de la señora Kernow. La encontré fuera, en el pequeño patio de la parte trasera de la casa, tendiendo ropa. Al principio no me vio, peleando con las sábanas y toallas que agitaba el viento, y se sobresaltó cuando aparecí entre una camisa y unas modestas enaguas. El sobresalto le hizo gracia y rompió a reír como si fuésemos espectadoras de una comedia que nosotras mismas representáramos.

– ¡Qué susto me has dado! Creía que aún estabas en la cama. ¿Has dormido bien? Este maldito viento no para de soplar pero gracias a Dios ya no llueve. Querrás el desayuno, ¿verdad?

– Una taza de té, por favor.

La ayudé a tender el resto de la ropa, cogió la cesta vacía y entramos en la casa. Me senté a la mesa de la cocina, puso agua a hervir y frió algo de beicon.

– ¿Cenaste bien anoche? ¿Fuisteis a «El Ancla»? Tommy Williams lleva muy bien el negocio. Siempre está lleno, en invierno y en verano. Te oí llegar con Joss. Es un muchacho adorable. Lo eché de menos cuando se fue de aquí. Pero voy a su nueva casa de vez en cuando, la limpio un poco y me traigo su ropa para lavarla. Es una lástima que un joven así esté solo. Tendría que tener a alguien que lo cuidara.

– Yo creo que Joss sabe cuidarse solo.

– No está bien que un hombre haga el trabajo de una mujer. -Era evidente que la señora Kernow no creía en la emancipación social de las mujeres-. Además, está muy ocupado trabajando para el señor Bayliss.

– ¿Conoce usted al señor Bayliss?

– Todo el mundo lo conoce. Hace cincuenta años que vive aquí. Es uno de los más antiguos del lugar. Y era un pintor excelente antes de caer enfermo. Hacía exposiciones todos los años y de Londres venían personas de todas clases, gente famosa. Claro que no se le ve mucho últimamente. No puede subir y bajar la colina como antes, y para Pettifer es complicado conducir ese coche tan grande por unas calles tan estrechas. Además, en verano es imposible moverse con el tráfico y los turistas. No cabe ni un alfiler en el pueblo. A veces parece que la mitad del país está aquí.

Trasladó el beicon a un plato tibio y me puso éste delante.

– Cómetelo antes de que se enfríe.

– Señora Kernow -dije-, el señor Bayliss es mi abuelo.

Se me quedó mirando con el ceño fruncido.

– ¿Tu abuelo? Entonces, ¿de quién eres hija?

– De Lisa.

– La hija de Lisa. -Acercó una silla y se sentó con lentitud. Me di cuenta de que la noticia la había conmocionado-. ¿Lo sabe Joss?

Aquello parecía más bien irrelevante.

– Sí. Se lo dije anoche.

– Era una criatura encantadora. -Me miró un rato a la cara, con atención-. Eres su vivo retrato… sólo que ella era morena y tú rubia. La echamos de menos cuando se fue. ¿Dónde está ahora?

Se lo conté.

– ¿Y el señor Bayliss -dijo al terminar- no sabe que estás aquí?

– No.

– Tienes que ir a verle. Ahora mismo. ¡Ah! Me gustaría estar delante para verle la cara. Adoraba a tu madre.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Antes de que nos pusiéramos a llorar las dos, le dije:

– No sé cómo se va.

Quiso explicármelo, pero se hizo un lío, tanto que al final cogió un sobre y un lápiz y dibujó un mapa bastante torpe. Mientras la miraba, recordé que Joss había prometido venir a buscarme a las once para llevarme a Boscarva con la furgoneta. Y sin embargo, la idea de ir sola e inmediatamente me parecía ahora preferible. Además, la noche anterior había sido demasiado sumisa y complaciente. Joss tenía un egoísmo ilimitado y no le haría ningún daño descubrir que ya me había ido cuando llegara. Este pensamiento me levantó el ánimo y subí a buscar el abrigo.

Nada más salir noté en la cara la bofetada del viento, que corría por la callejuela como un chorro de humo por una chimenea. Era un viento frío que olía a mar, pero cuando apareció el sol llameante detrás de las nubes que corrían por el cielo, la luminosidad del día se volvió cegadora y resplandeciente. Las gaviotas chillaban y planeaban en las alturas con las alas blancas extendidas sobre el azul del cielo.

No tardé en encontrarme en un laberinto de calles estrechas y empedradas que corrían entre hileras de casas construidas sin orden. Subí cuestas y escaleras. Cuanto más subía, más arreciaba el viento. Y según ascendía, la ciudad encogía a mis pies y veía el océano, de un azul intenso, veteado de jade y violeta y salpicado de espuma blanca. Su superficie se extendía hasta el horizonte, donde comenzaba el cielo, y a mis espaldas la ciudad y el puerto eran como juguetes insignificantes.

Me detuve a contemplarlos mientras recuperaba el aliento y de pronto me ocurrió algo curioso. Aquel lugar desconocido no era tan desconocido: por el contrario, me resultaba del todo familiar. Me sentía en mi propio medio, como si hubiese vuelto a un lugar que hubiera conocido toda la vida. Y aunque apenas había pensado en mi madre desde que había tomado la decisión de ir a Porthkerris, la intuí a mi lado, subiendo las calles empinadas con sus largas piernas, jadeando, acalorada por el esfuerzo, lo mismo que yo.

Me tranquilizó aquel efecto de déjá vu. Hacía que me sintiera más acompañada y me daba valor. Seguí andando y me alegré de no haber esperado a Joss. Es verdad que su presencia me turbaba, pero no hubiera sabido decir por qué aunque en ello me hubiera ido la vida. Después de todo, se había sincerado conmigo, había contestado preguntas y había justificado con lógica cada una de sus actitudes.

Era evidente que existía una profunda antipatía entre él y Eliot Bayliss, pero era fácil de entender. No tenían nada en común. Aunque contra su voluntad, Eliot vivía en Boscarva. Era un Bayliss y la casa, por el momento, era su casa. Por otro lado, el trabajo de Joss le daba libertad para ir y venir a su antojo y, por tanto, lo encontraban en la casa inesperadamente, a horas intempestivas, quizá en momentos en que su presencia no era ni apropiada ni deseable. Me lo imaginaba tratando a todo el mundo con desenvoltura, molestando a veces, y lo que es peor, sin darse cuenta de la molestia que causaba. A un hombre como Eliot le tenía que afectar esta actitud y era lógico que Joss, a su vez, reaccionase ante el resentimiento del otro.

Cavilando de aquel modo y absorta en el ascenso, no miraba a mi alrededor, pero cuando el camino se volvió llano tuve que detenerme para orientarme. Sin duda estaba ya en lo alto de la colina. Detrás de mí, abajo, estaba la ciudad; delante se extendía la línea accidentada de la costa, que trazaba una curva a lo lejos. Bordeaba la campiña verde, cuadriculada por granjas pequeñas y sembrados en miniatura y cruzada por barrancos profundos y alfombrados de espinos y olmos achaparrados allí donde las rías se abrían paso hacia el mar.

Miré a mi alrededor. También aquello era el campo. O lo había sido un año antes. Pero al parecer se había vendido una granja, habían llegado las excavadoras, se habían arrancado los antiguos setos, se había removido y apisonado la tierra fecunda y se estaba construyendo una urbanización. Todo estaba al descubierto y al desnudo y era repugnante. Las hormigoneras gruñían, un camión avanzaba entre el barro, había montones de ladrillos y sacos de cemento, y delante de todo, como una bandera orgullosa, un tablón que proclamaba el nombre del responsable de la carnicería:


ERNEST PADLOW

MAGNIFICAS VIVIENDAS INDEPENDIENTES

EN VENTA


Dirigirse a Sea Lane, Porthkerris Teléfono Porthkerris 873

No cabía duda de que las casas eran independientes, pero por muy poco. Apenas había un metro de distancia entre una y otra y la ventana de una daba exactamente a la ventana de la casa contigua.

Mi corazón derramó lágrimas por los campos condenados y las oportunidades perdidas. Mientras estaba allí reconstruyendo mentalmente toda la urbanización, un coche subió la colina detrás de mí y se detuvo delante de las obras. Era un Jaguar viejo, de color azul marino, y el hombre que bajó dando un portazo vestía una chaqueta de trabajo y llevaba una carpeta y un montón de papeles que se agitaban al viento. Me vio al volverse, titubeó unos segundos y echó a andar hacia mí, mientras se aplastaba el pelo contra la calva cabeza.

– Buenos días. -Me sonrió con familiaridad, como si fuésemos viejos amigos.

– Buenos días.

Lo había visto antes. La noche anterior, en «El Ancla», hablando con Eliot Bayliss.

Miró el tablón.

– ¿Quiere comprar una casa?

– No.

– Debería hacerlo. Aquí arriba se disfruta de una vista estupenda.

Fruncí el ceño.

– No quiero una casa.

– Sería una buena inversión.

– ¿Es usted el encargado?

– No. -Miró con orgullo el cartel que se levantaba por encima nosotros-. Soy Ernest Padlow.

– Entiendo.

– Hermoso lugar éste… -Contempló la devastación con aire satisfecho-. Eran muchos los que andaban tras el solar, pero la propietaria era una viuda y supe convencerla para que me lo vendiese.

Yo estaba sorprendida. Mientras hablaba, sacó y encendió un cigarrillo, sin ofrecerme ninguno. Tenía los dedos manchados de nicotina y me pareció el hombre menos atractivo que había conocido en mi vida.

Volvió a fijarse en mí.

– No la he visto antes por aquí, ¿verdad?

– No.

– ¿De visita?

– Sí, tal vez.

– Es mejor fuera de temporada. No hay tanta gente.

– Estoy buscando Boscarva -dije.

Le cogí desprevenido y la campechanía se le fue como por ensalmo. Los ojos se le endurecieron como si fueran de piedra.

– ¿Boscarva? ¿Se refiere a la casa del viejo Bayliss?

– Sí.

Puso cara de astucia.

– ¿Busca a Eliot?

– No.

Esperó a que le diera más información. Como no lo hice, trató de bromear a costa de la situación.

– Bueno, siempre digo que en boca cerrada no entran moscas. Si quiere llegar a Boscarva, vaya por ese sendero. Hay casi un kilómetro. La casa está abajo, hacia el mar. El tejado es de pizarra y hay un gran jardín alrededor. Es imposible perderse.

– Muchas gracias. -Le sonreí con amabilidad-. Adiós.

Me volví y eché a andar; sentí sus ojos en mi espalda. Cuando volvió a hablar, me giré para mirarle. Sonreía; otra vez éramos amigos.

– Si quiere una casa, decídase pronto. Se están vendiendo como rosquillas.

– Le creo. Pero no busco casa. Gracias.

El sendero me condujo colina abajo, hacia la lámina azul e infinita del mar, y no tardé en salir al campo verdadero, a la tierra cultivada donde pastaban las vacas de Guernsey, aquellos animales de mirada dulcísima. Entre los setos crecían prímulas y violetas silvestres y cuando salía el sol teñía la hierba lozana de color verde esmeralda. Al doblar una curva vi las puertas blancas articuladas entre dos muros de manipostería levantados a hueso; un camino en pendiente trazaba una curva y en el punto en que se perdía de vista se alzaban macizos de escalonias y olmos que los vientos implacables habían deformado de manera antinatural.

No se veía la casa desde allí. Me detuve junto a las puertas abiertas y miré hacia el camino mientras el valor se me iba como el agua de la bañera cuando se quita el tapón. No sabía qué hacer ni qué iba a decir cuando me decidiera a entrar.

La decisión se tomó, de manera tan inesperada como milagrosa, un poco a pesar mío. Junto a la casa, fuera de mi vista, oí que un coche se ponía en marcha y se aproximaba a toda velocidad. Era un deportivo de estribos rasantes y con la capota abierta; cuando llegó a mi altura, me hice a un lado para que pasara como un rayo por entre el jambaje de la entrada, colina arriba, por donde yo acababa de llegar. Aun así, tuve tiempo de ver al conductor y al gran setter rojo que estaba instalado en el asiento trasero con esa expresión desbordante de alegría que tienen los perros cuando dan un paseo en un descapotable.

Creí que había pasado inadvertida, pero no fue así. El coche se detuvo al instante. Se oyó un chirrido de frenos y de las ruedas traseras brotó un chorro de piedrecillas. Retrocedió hacia mí casi a la misma velocidad. Eliot Bayliss pisó el freno, apagó el motor y me inspeccionó desde el otro lado del asiento vacío del copiloto, con el brazo apoyado en el volante. Iba sin sombrero y con un abrigo de piel de oveja. Había una expresión divertida en su cara, o tal vez de intriga.

– Hola -dijo.

– Buenos días. -Me sentí ridícula, envuelta en el abrigo viejo mientras el viento me cubría la cara con mi propio pelo. Me lo aparté con la mano.

– Pareces perdida.

– Pues no, no me he perdido.

Me miró con fijeza y de pronto frunció el ceño.

– Te vi ayer, ¿verdad? En «El Ancla», con Joss.

– Sí.

– ¿Buscas a Joss? Creo que aún no ha llegado. En caso de que venga. No es seguro.

– No. No busco a Joss.

– Entonces -preguntó con amabilidad-, ¿a quién buscas?

– Yo… quería ver al anciano señor Bayliss.

– Es un poco temprano para eso. Normalmente no sale de su habitación hasta el mediodía.

– Ah. -No había pensado en aquello.

Seguramente se me transparentó parte de la desilusión en la cara porque añadió en el mismo tono amable y cordial:

– A lo mejor puedo ayudarte yo. Soy Eliot Bayliss.

– Ya lo sé. Bueno… Joss me lo comentó anoche.

Aparecieron dos discretos surcos entre sus cejas. Era evidente y natural que estuviera perplejo ante mi relación con Joss.

– ¿Por qué quieres ver a mi abuelo? -Y como no le contesté, se inclinó de súbito para abrir la portezuela del coche-. Sube -dijo con voz fría y autoritaria.

Subí y cerré la puerta. Sentía sus ojos clavados en mí, en el abrigo deformado y los téjanos zurcidos.

El perro se acercó para olisquearme el oído, tenía el hocico frío y alargué la mano para acariciarle la oreja larga y sedosa.

– ¿Cómo se llama? -pregunté.

– Rufus. Rufus el Rojo. Pero eso no contesta mi pregunta. ¿O sí?

Otra interrupción vino en mi ayuda. Otro coche. Pero esta vez era la furgoneta de Correos, roja, alegre y dando bandazos. Se detuvo y el cartero bajó el cristal de la ventanilla para decirle a Eliot con buen humor:

– ¿Cómo voy a llegar a entrar para entregar el correo si usted estaciona el automóvil en la entrada?

– Disculpe -dijo Eliot sin perder la calma. Y se levantó de detrás del volante para ir a recoger el puñado de cartas y el periódico que le alargaba el cartero-. Las llevo yo y así se ahorra el viaje.

– Fantástico -dijo el cartero-. Ojalá todos hicieran el trabajo por mí. -Se despidió con un guiño y un gesto de la mano y continuó su camino, supongo que con rumbo a alguna granja apartada.

Eliot volvió al coche.

– Bueno -dijo sonriendo-. ¿Qué voy a hacer contigo?

Pero yo apenas le oí. Tenía el fajo de cartas sobre las rodillas y en primer lugar había un sobre de correo aéreo, con matasellos de Ibiza, dirigida al señor Grenville Bayliss. La letra puntiaguda era inconfundible.

Los coches son aptos para las confidencias. No tienen teléfono y no hay riesgo de sufrir interrupciones inesperadas.

– Esa carta -dije-, la que está encima. Es de un hombre que se llama Otto Pedersen. Vive en Ibiza.

Eliot cogió el sobre con el ceño fruncido. Le dio la vuelta y leyó el nombre de Otto en el remite. Me miró.

– ¿Cómo lo sabías?

– Reconozco la letra. Lo conozco a él. Le escribe a… a tu abuelo para decirle que Lisa ha muerto. Falleció hace una semana. Vivía con Otto en Ibiza.

– Lisa. ¿Te refieres a Lisa Bayliss?

– Sí. La hermana de Roger. Tu tía. Mi madre.

– ¿Eres hija de Lisa?

– Sí. -Me volví para mirarle con fijeza a los ojos-. Soy tu prima. Grenville Bayliss también es mi abuelo.

Sus ojos eran de un color extraño, entre grises y verdes, como guijarros bañados por el agua de un río que discurriera a gran velocidad. No manifestaron sorpresa ni placer, sólo me observaron con ecuanimidad y sin expresión. Dijo al cabo del rato:

– Que me ahorquen.

No era ni por asomo lo que yo esperaba. Permanecimos sentados en silencio porque no se me ocurrió qué decir, y luego, como si de pronto hubiese tomado una decisión, arrojó el montón de cartas en mi regazo, volvió a poner el motor en marcha y giró el volante para entrar en la mansión.

– ¿Qué haces? -pregunté.

– ¿Tú qué crees? Te llevo a casa, naturalmente.

A casa. A Boscarva. Doblamos la curva del camino y la vi aguardándome. No era pequeña, pero tampoco grande. De piedra gris y cubierta de enredadera, tejado de pizarra gris y un porche semicircular de piedra con la puerta abierta para que entrara el sol; y en el interior, un vislumbre de baldosas rojas, una serie de macetas, y el rosa y el rojo de los geranios y las fucsias. Una cortina se agitaba en una ventana de arriba y salía humo de una chimenea. En el momento de bajar del coche salió el sol de detrás de una nube y, atrapado entre los brazos abiertos de la mansión, guarecida del viento del norte, se puso a caldear el patio.

– Ven conmigo -dijo Eliot y echó a andar delante de mí con el perro pisándole los talones. Cruzamos el porche y accedimos a un vestíbulo revestido de madera e iluminado por la luz que entraba por el ventanal que había en el recodo de la escalera. Me había imaginado Boscarva como una casa del pasado, triste y nostálgica, estremecida por viejos recuerdos. Pero no era así en absoluto. Era vital y vibraba de actividad. Sobre la mesa había papeles, un par de guantes de jardinero y una correa para el perro. Al otro lado de una puerta, de la cocina sin duda, se oía un murmullo de voces y platos. Arriba zumbaba una aspiradora. Y flotaba en el ambiente un aroma que mezclaba el olor de la piedra lavada, de la cera que cubría los suelos antiguos y de los fuegos de leña que se habían encendido con el suceder de los años.

Eliot se detuvo al pie de la escalera y exclamó: «¡Mamá!». Pero como no obtuvo respuesta, sólo el zumbido de la aspiradora, dijo:

– Será mejor que vengas por aquí. -Cruzamos el vestíbulo y a continuación una puerta que conducía a un salón de forma alargada, de techo bajo, de paredes claras y donde el aroma y vistosidad de las flores primaverales ponía una nota de sensualidad. En un extremo, bajo una chimenea de pino labrado y azulejos holandeses, ardía alegremente un fuego recién encendido, y tres ventanas altas con cortinas de seda de color amarillo pálido daban a una terraza embaldosada, más allá de cuya barandilla se podía ver la franja azulenca del mar.

Me detuve en el centro de aquella encantadora habitación mientras Eliot Bayliss cerraba la puerta y decía:

– Bueno, ya estás aquí. ¿Por qué no te quitas el abrigo?

Le hice caso. Hacía calor. Dejé el abrigo sobre una silla, donde quedó colgado como un animal grande y muerto.

– ¿Cuándo has llegado? -dijo Eliot.

– Anoche. Vine en tren desde Londres.

– ¿Vives en Londres?

– Sí.

– ¿Y nunca habías estado aquí?

– No. No sabía nada de Boscarva. No sabía que Grenville Bayliss fuera mi abuelo. Mi madre no me lo dijo hasta la noche anterior a su fallecimiento.

– ¿Y qué pinta Joss en esta historia?

– Bueno… -Era demasiado complicado para explicárselo-. Lo conocí en Londres. Estaba en la estación donde me apeé. Fue pura casualidad.

– ¿Dónde te alojas?

– En casa de la señora Kernow, en Fish Lane.

– Grenville es un anciano. Está enfermo. ¿Lo sabías?

– Sí.

– Creo… respecto a la carta de Otto Pedersen… creo que deberíamos andarnos con pies de plomo. Quizá mi madre sea la persona más indicada…

– Sí, por supuesto.

– Fue una suerte que vieras la carta.

– Sí. Pensé que era probable que escribiera. Pero temía que yo tuviera que daros la noticia personalmente.

– Ahora ya está resuelto. -Sonrió y de repente pareció mucho más joven, a pesar de aquellos ojos de color tan extraño y del pelo espeso y plateado-. ¿Por qué no esperas aquí? Voy a buscar a mamá para explicarle la situación. ¿Quieres un café o alguna otra cosa?

– Sólo, si no es molestia.

– No es molestia. Se lo diré a Pettifer. -Abrió la puerta que estaba detrás de él-. Ponte cómoda.

La puerta se cerró con suavidad y me quedé sola. Pettifer. Pettifer también había estado en la Marina, atendía a mi padre y, a veces, conducía el automóvil. Y la señora Pettifer cocinaba. Eso me había dicho mi madre. Y Joss me había dicho que la señora Pettifer había muerto. Pero en los viejos tiempos se había llevado a Lisa y a su hermano a la cocina y les había preparado tostadas calientes con mantequilla. Había corrido las cortinas para impedir que entraran la oscuridad y la lluvia, y había hecho que los niños se sintieran amados y protegidos.

Inspeccioné la habitación en la que tenía que esperar. Vi una vitrina repleta de tesoros orientales entre los que había objetos de jade y me pregunté si serían las que me había mencionado mi madre. Eché una mirada alrededor, tal vez con la esperanza de encontrar el espejo veneciano y el buró, pero entonces me llamó la atención un cuadro colgado sobre la chimenea y me acerqué para observarlo; había olvidado todo lo demás.

Era el retrato de una joven vestida a la moda de los primeros años treinta, delgada, de pecho liso, con un vestido blanco que le colgaba hasta las caderas, y un cabello negro y corto que ponía al descubierto, con encantadora inocencia, el cuello largo y delgado. La joven estaba sentada en un taburete alto y sostenía una rosa de tallo largo. Pero no se le veía el rostro: no miraba al pintor, sino hacia alguna ventana invisible, hacia la luz del sol. El efecto de conjunto era rosa y dorado, y la luz solar se filtraba por la tela ligera del vestido. Era fascinante.

La puerta se abrió a mis espaldas y me volví con sorpresa en el momento en que un anciano entraba en la habitación, majestuoso, calvo, acaso un poco encorvado, y avanzando con inseguridad. Llevaba gafas sin montura, una camisa rayada, de cuello duro anticuado, y encima un delantal blanquiazul de carnicero.

– ¿Es usted la joven que desea el café? -Tenía la voz profunda y lúgubre, y dado su aspecto sombrío no pude por menos de pensar en un respetable empresario de pompas fúnebres.

– Sí. Si no es mucha molestia.

– ¿Leche y azúcar?

– Azúcar no. Sólo un poco de leche. Estaba mirando el retrato.

– Sí. Es muy hermoso. Se titula La mujer de la rosa.

– No se le ve la cara.

– No.

– ¿Lo pintó mi… el señor Bayliss?

– Oh, sí. Estaba expuesto en la Academia. Pudo haberse vendido más de cien veces, pero el capitán nunca quiso separarse de él. -Mientras lo decía se quitó las gafas con cuidado y me observó con mirada penetrante. Tenía los ojos claros-. Durante un segundo, mientras hablaba, me ha recordado usted a otra persona. Disculpe. Pero usted es joven y ella debe de ser ya una señora mayor. Y su pelo era tan negro como las plumas del mirlo. Eso decía la señora Pettifer: Negro como el ala de un mirlo.

– ¿No se lo ha dicho Eliot? -pregunté.

– ¿Qué es lo que no me ha dicho?

– Habla usted de Lisa, ¿verdad? Yo soy su hija Rebecca.

– Bien. -Volvió a ponerse las gafas con mano insegura. Un leve destello de placer asomó en sus facciones sombrías-. Entonces estaba en lo cierto. No me equivoco con frecuencia en cosas así. -Y se adelantó para tenderme una mano callosa-. Es un verdadero placer conocerla… un placer que jamás creí que tendría. No creí que viniera nunca. ¿Está su madre con usted?

Deseé que Eliot me hubiese facilitado un poco las cosas.

– Mi madre ha muerto. Falleció la semana pasada. En Ibiza. Por eso estoy aquí.

– Ha muerto… -Sus ojos se empañaron-. Lo siento. De veras lo siento. Debería haber vuelto. Debería haber vuelto a casa. Todos queríamos verla de nuevo. -Sacó un pañuelo grande y se sonó la nariz.

– ¿Y quién -preguntó- va a decírselo al capitán?

– Creo que… Eliot ha ido a buscar a su madre. Verá, hoy llegó una carta para mi abuelo. De Ibiza, del hombre que… cuidaba a mi madre. Pero si usted cree que es inoportuno…

– Lo que yo piense no importa -dijo Pettifer-. Y no importa quién se lo diga al capitán, eso no atenuará su dolor. Pero le diré una cosa: que usted esté aquí será de mucha ayuda.

– Gracias.

Volvió a sonarse la nariz y guardó el pañuelo.

– El señor Eliot y su madre… bueno, ésta no es su casa. Pero sólo había dos alternativas: o el viejo capitán y yo nos mudábamos a High Cross o ellos venían aquí. Y ellos no estarían aquí si el médico no hubiera insistido. Les dije que podíamos arreglárnoslas bien, el capitán y yo. Hemos estado juntos todos estos años… pero, en fin, no somos tan jóvenes como antes y el capitán sufrió un ataque al corazón…

– Sí, eso me han dicho…

– Y cuando murió la señora Pettifer, no había quién cocinara. Yo sé cocinar, pero atender al capitán me ocupa mucho tiempo y no me gustaría verlo hecho un adefesio.

– No, claro que no…

Me interrumpió el ruido de una puerta.

– ¡Pettifer! -exclamó una voz masculina y enérgica.

– Discúlpeme un momento, señorita -dijo Pettifer, salió para ver qué ocurría y dejó la puerta abierta.

– ¡Pettifer!

Oí que Pettifer decía, con un tono que parecía manifestar satisfacción:

– ¡Hola, Joss!

– ¿Está aquí?

– ¿Aquí? ¿Quién?

– Rebecca.

– Sí, está aquí. En el salón; precisamente iba a servirle una taza de café.

– Que sean dos, ¿de acuerdo? Para mí, solo y cargado.

Sus pasos se acercaron al vestíbulo y un momento después apareció bajo el dintel de la puerta, con sus piernas largas, su pelo negro y la cara, por supuesto, echando chispas.

– ¿Se puede saber a qué juegas? -preguntó.

Sentí que se me encendía la sangre igual que a un animal receloso. A casa, había dicho Eliot. Y aquello era Boscarva, mi casa, y si yo estaba allí o no, a Joss no tenía por qué importarle.

– No sé de qué estás hablando.

– Fui a buscarte y la señora Kernow me dijo que ya te habías ido.

– ¿Y?

– Te dije que me esperaras.

– Decidí no esperar.

Se quedó callado, resoplando, pero finalmente pareció aceptar el hecho inevitable.

– ¿Saben que has llegado?

– Encontré a Eliot en la entrada. Me ha traído él.

– ¿Adonde ha ido?

– A buscar a su madre.

– ¿Has visto a alguien más? ¿A Grenville?

– No.

– ¿Le han contado a Grenville lo de tu madre?

– Esta mañana llegó una carta de Otto Pedersen, pero no creo que la haya visto todavía.

– Pettifer tiene que llevársela. Pettifer tiene que estar con él mientras la lee.

– No creo que Pettifer piense lo mismo.

– Pero yo sí -dijo Joss.

Aquella manera descarada de meterse en los asuntos ajenos me dejó sin habla. Pero mientras nos mirábamos con fijeza, con la bonita alfombra estampada y el florero de los narcisos entre ambos, oímos voces y pasos en la escalera que recorrieron el vestíbulo y se acercaron a la puerta del salón.

Una voz de mujer dijo:

– ¿Has dicho en el salón, Eliot?

Joss murmuró algo indigno de repetirse y se dirigió a la chimenea, donde se quedó de espaldas a mí, con la mirada clavada en las llamas. Un momento después, apareció Mollie en la puerta, dudó un instante y luego vino hacia mí con las manos extendidas.

– Rebecca -(Así que iba a ser una bienvenida cálida). Eliot, que venía detrás de ella, cerró la puerta. Joss ni siquiera se volvió.

Deduje que Mollie ya debía de haber pasado los cincuenta, aunque era difícil creerlo. Era guapa y algo gorda, con el cabello rubio deliciosamente peinado, los ojos azules, la piel lozana y ligeramente salpicada de pecas que reforzaban aquella sorprendente impresión de juventud. Vestía falda azul, chaqueta de punto y blusa de seda de color crema. Tenía las piernas finas y bien hechas, llevaba las manos muy arregladas, las uñas de color rosa pálido y varios anillos y pulseras de oro. Perfumada y perfecta, me hizo pensar en una preciosa gatita encogida en el centro de su cojín de raso.

– Lamento causar tanta conmoción -dije.

– No es conmoción, sino sorpresa. Y tu madre… lo siento mucho. Eliot me ha comentado lo de la carta…

Al oír aquello, Joss dio media vuelta y se apartó de la chimenea.

– ¿Dónde está la carta?

Mollie miró a Joss y habría sido imposible decir si acababa de darse cuenta de su presencia o si, habiendo reparado en él desde el principio, se había limitado a no hacerle caso.

– Joss, creí que no ibas a venir esta mañana.

– Pues he venido. Acabo de llegar.

– Ya conoces a Rebecca, supongo.

– Sí. Nos conocemos. -Titubeó. Parecía hacer un esfuerzo por sobreponerse. Sonrió con pesar, se volvió para apoyar las anchas espaldas en la chimenea y se disculpó-: Perdonad. Sé que no es asunto mío, pero la carta que llegó esta mañana… ¿dónde está?

– En mi bolsillo -dijo Eliot, que hablaba por primera vez-. ¿Por qué?

– Creo que Pettifer debería darle la noticia al viejo. Creo que Pettifer es la única persona capaz de hacerlo.

Sólo el silencio le contestó. Mollie me soltó las manos y se volvió hacia su hijo.

– Tiene razón -dijo-. Grenville está muy unido a Pettifer.

– Por mí, de acuerdo -dijo Eliot. Pero sus ojos, clavados en Joss, rezumaban un frío antagonismo. Era natural. Yo sentía lo mismo y estaba de parte de Eliot.

– Perdonad -dijo Joss otra vez.

– No hay por qué -dijo Mollie con dulzura-. Eres muy amable por preocuparte tanto.

– Realmente no es asunto mío -dijo Joss. Eliot y su madre esperaron con paciencia intencionada. Joss acabó por comprender el mensaje, se apartó de la chimenea y añadió-: Bueno, con vuestro permiso, voy a continuar con mi trabajo.

– ¿Te quedarás a comer?

– No. Un par de horas nada más. Tengo que volver a la tienda. Tomaré un bocadillo en el bar. -Nos sonrió a todos con amabilidad sin que en sus facciones quedase el menor rastro de su conducta anterior-. Gracias de todos modos.

Y se fue, con humildad y excusándose, aceptando por lo visto el papel que le correspondía. El del joven trabajador, el del empleado que tiene un encargo que cumplir.

Загрузка...