Dos

El sábado por la mañana, Nicole llegó al obrador unos diez minutos antes de que Raoul comenzara su turno. En realidad, no estaba muy segura de que apareciera, pero cuando se acercaba a la puerta trasera de la pastelería, un adolescente alto de pelo oscuro se unió a ella.

– Buenos días -dijo Raoul educadamente.

Ella lo miró.

– Llegas temprano.

– No quería llegar tarde.

– Me impresiona que hayas venido.

– ¿No me esperaba?

– No.

– Le di mi palabra.

– Robaste cinco docenas de donuts. Eso hace que tu palabra sea cuestionable.

No lo estaba mirando mientras hablaba, así que no podía estar segura, pero tuvo la impresión de que el chico se estremecía. ¿Porque había dudado de él? ¿Por qué había mencionado el robo? Bien. Todas las mañanas deberían empezar con un ladrón de bollería hipersensible.

– Además, eres deportista -añadió, sin saber por qué se sentía obligada a hacer que se sintiera mejor-. Tengo algo en contra de los deportistas desde el instituto, porque ninguno de los chicos que me gustaban me hacía el menor caso.

– No me lo creo.

Ella suspiró.

– ¿Estás intentando ser encantador?

– Sólo un poco. Estoy practicando.

Nicole se imaginaba quién había sido su maestro.

– Déjalo para alguien más fácil de impresionar. Yo soy inmune a los encantos masculinos.

– Ya me he dado cuenta. No le cayó muy bien el entrenador Hawkins.

– Yo no diría eso -murmuró Nicole, aunque era cierto.

Hawk le había parecido guapísimo, y tenía un cuerpo asombroso, más de lo necesario para hacer que ella comenzara a arder, pero eso no significaba que le cayera bien. No había manera de que ella se dejara impresionar por su sonrisa estudiada y su atractivo sexual.

Raoul mantuvo la puerta abierta; Nicole entró en el obrador y saludó a Phil.

– Buenos días -dijo.

Phil, un hombre mayor vestido de blanco de pies a cabeza, incluyendo el delantal, se acercó a ellos.

– Buenos días -respondió, mirando a Raoul-. ¿Estás listo para trabajar?

– Sí, señor.

Phil no parecía muy convencido.

– Esto no va a ser fácil, y a mí no me interesan las quejas. ¿Me oyes? Nada de lloriqueos.

Raoul se irguió.

– Yo no lloriqueo.

– Ya lo veremos.

Phil se lo llevó.

Nicole los observó. Raoul iba a pagar lo que debía fregando los enormes tanques en los que se mezclaba la masa del pan. Después tendría que hacer una serie de tareas que conseguirían que pensara las cosas dos veces antes de intentar robar algo en vez de comprarlo. Nicole se preguntó si el chico aprendería la lección, o simplemente, la soportaría.


Cuatro horas después. Nicole había adelantado bastante trabajo administrativo, una tarea que siempre detestaba. Sin embargo, quería quedarse durante todo el turno de Raoul, y no podía trabajar en el obrador hasta que hubiera podido librarse del bastón. Archivó las facturas y les puso una etiqueta para enviárselas a su contable. Phil llamó a la puerta, que estaba entreabierta, y entró al despacho.

– ¿Cómo va la cosa? -preguntó Nicole.

– Bien, mejor de lo que esperaba. El chico sabe trabajar. Hace lo que le dicen, sin poses tontas, sin remolonear. Me gusta.

Nicole arqueó las cejas.

– Eso no es muy corriente.

– Dímelo a mí. Creo que deberías ofrecerle trabajo. Necesitamos a alguien como él fuera de las horas álgidas. Va al instituto y juega al fútbol americano, así que creo que tendrá esas horas libres, y es cuando nos vendría bien.

– De acuerdo. Hablaré con él.

Nicole se puso en pie y se estiró. El dolor de la rodilla cada vez era menos intenso, y estaba mejorando.

Raoul se encontraba en la parte de atrás, amontonando sacos de harina, asegurándose de que no se inclinaran y se cayeran.

– Buen trabajo -lo felicitó Nicole-. Has impresionado a Phil, y eso no es fácil.

– Gracias.

– ¿Quieres un trabajo de verdad? Media jornada. Lo organizaríamos teniendo en cuenta las horas de instituto y de entrenamiento. El sueldo no es malo.

Le dijo un salario por hora que era ligeramente superior a lo que ganaría en un restaurante o en una tienda.

Raoul colocó el último de los sacos, y después se limpió las manos en el delantal que Phil le había encontrado.

– No puedo -dijo, sin mirarla.

– De acuerdo.

– Necesito el dinero. No es eso.

– Entonces, ¿qué es? ¿Es que estamos en temporada de castings para los nuevos programas de televisión y tu representante quiere que vayas a Los Angeles?

El comentario consiguió arrancarle una pequeña sonrisa que desapareció rápidamente. Parecía que el chico estaba reuniendo valor antes de mirarla.

– No querrá contratarme cuando conozca mi historial. Voy a cumplir dieciocho años dentro de un par de semanas. Cuando sea mayor de edad, puedo pedir que anulen mi expediente juvenil; hasta entonces tengo antecedentes penales.

Ella se quedó un poco sorprendida, y también decepcionada.

– ¿Qué hiciste?

– Robé un coche cuando tenía doce años, para impresionar a mis amigos. Fui un idiota, y me detuvieron cinco minutos después. Desde entonces no he vuelto a meter la pata, salvo los donuts, y usted ya lo sabe. He aprendido la lección -dijo Raoul, y bajó la vista-. No tiene por qué creerme.

Había una razón, pensó Nicole. Comprobar su historia era fácil, así que sería tonto si mintiera. Y Raoul no le parecía nada tonto.

– Comenzar tu carrera criminal robando un coche es impresionante. La mayoría de la gente roba algo en una tienda. Tú fuiste directo a primera división.

Raoul sonrió ligeramente.

– Era un niño. No tenía sentido común.

Todavía era un niño. ¿Tenía más sentido común ahora?

– La oferta sigue en pie. No es un trabajo fácil, pero es honrado. Y podrás comerte todos los croissants que sobren y admita tu estómago.

– Mi estómago admite mucho.

– Entonces, es un buen trato para ti.

Él la miró a los ojos.

– ¿Y por qué va a confiar en mí?

– Todo el mundo la pifia alguna vez -respondió Nicole.

Pensó en su hermana pequeña. Jesse había tenido cien o doscientas oportunidades, y las había echado a perder todas.

– Entonces acepto el trabajo -dijo Raoul-. Tengo entrenamiento todas las tardes, así que quizá pudiera trabajar por las mañanas, antes del instituto.

– Habla de eso con Phil. Él va a ser tu jefe. Si te interesa trabajar más horas cuando acabes la temporada, díselo.

Raoul asintió.

– Gracias. No tiene por qué hacer nada de esto. Podía haber llamado a la policía.

Nicole no se molestó en señalar que lo había intentado, pero en vez de la fuerza pública de Seattle, era Hawk quien había aparecido en la pastelería.

– ¿Qué pasa con los hombres y el fútbol? -le preguntó-. ¿Por qué jugáis? ¿Por la gloria?

– A mí me encanta este deporte -confesó Raoul-. Quiero ir a la universidad. No puedo permitírmelo, así que espero conseguir una beca para jugar.

– ¿Y después jugarás en la liga profesional y ganarás millones?

– Quizá. Las probabilidades están en contra, pero el entrenador dice que tengo talento.

– ¿Y él está en posición de juzgarlo?

Raoul frunció el ceño.

– Es mi entrenador.

Lo cual no respondía la pregunta, pensó Nicole. ¿Cómo iba a saber un entrenador de instituto si un jugador podía llegar a la liga profesional?

– ¿No sabe quién es? -dijo Raoul en tono de asombro-. No tiene ni idea…

Nicole se movió con incomodidad.

– Es tu entrenador.

Y era un monumento de hombre, aunque aquello no tenía nada que ver con la conversación.

– Es Eric Hawkins. Jugó en la liga profesional durante ocho años, y se retiró en la cumbre. Es una leyenda.

A Nicole le costó creer aquello.

– Qué suerte tiene.

– Es el mejor. No necesita trabajar. Está dando clases de fútbol en el instituto porque ama este deporte, y porque quiere contribuir.

Nicole tuvo que contener un bostezo. Raoul estaba recitando algo que parecía un discurso enlatado. Probablemente, el chico lo había oído miles de veces en boca de la leyenda.

– Bueno es saberlo -dijo, y se sacó cuarenta dólares del bolsillo trasero del pantalán-. Toma.

Él no tomó el dinero.

– No puede pagarme.

– Claro que sí. No serás empleado oficialmente hasta que firmes el contrato. Así que por ahora toma esto. Pronto tendrás que fichar y tendrás un cheque de verdad.

Él metió las manos detrás de la espalda.

– He trabajado para pagar los donuts que robé.

– En realidad, ni siquiera conseguiste sacarlos por la puerta. No se te da muy bien lo de robar -dijo Nicole, y suspiró al ver que él no sonreía-. Mira, hoy has trabajado duro. Te lo agradezco. Te has ganado esto. Tómalo o me pondré de muy mal humor, y eso no quieres verlo.

Raoul aceptó el dinero.

– Usted cree que es muy dura, pero no me asusta.

Eso estuvo a punto de conseguir que Nicole se echara a reír.

– Dame tiempo, chico. Dame tiempo.


Nicole acompañó a Raoul a la pastelería, donde llenó un par de bolsas con croissants y pasteles del día anterior.

– No tiene por qué hacer esto -dijo él, mientras miraba con melancolía las bolsas.

– Tú puedes hacerte cargo de estas calorías. Y, como te he dicho, es un extra.

– ¿Y hay más extras?

Aquella pregunta no la había formulado Raoul. Nicole no tuvo que darse la vuelta, ni preguntarse quién había hablado. Y, por si acaso había alguna confusión en su cerebro, todo su cuerpo se encendió para dar la bienvenida.

Se irguió y se preparó para el impacto. Después se dio la vuelta. Hawk estaba detrás del mostrador, con aquella sonrisa suya tan sexy, tan segura.

– ¿Qué quieres? -le preguntó ella, sin preocuparse demasiado de si sonaba irritable o no.

– Una pregunta interesante -murmuró, y después le guiñó el ojo a Raoul-. He venido a ver cómo ha trabajado mi jugador estrella. Te ha impresionado, ¿verdad?

Nicole se vio atrapada. Le había gustado mucho el trabajo de Raoul y le había ofrecido el puesto de buena gana, pero con Hawk allí, sentía la necesidad de decir que todo había ido mal y que se alegraba de librarse de él.

– Ha estado bien -dijo, mientras le entregaba las bolsas a Raoul. No quería ver la decepción en los ojos del chico, así que añadió-: Mejor que bien. Lo ha hecho estupendamente.

– Lo sabía.

– Esto no tiene nada que ver contigo. Sé que es un concepto asombroso, así que debería darte un minuto para que lo asimiles.

Hawk se echó a reír.

– Raoul, ya puedes marcharte. Te veré en el entrenamiento, dentro de un par de horas.

Raoul asintió y se marchó. Nicole lo miró mientras salía, porque era más fácil que intentar no mirar a Hawk. Aquel hombre era como un afrodisíaco, y ella odiaba que tuviera el poder de conseguir que se sintiera incómoda en su propia piel.

– No tienes por qué quedarte aquí -le espetó.

– Quiero agradecerte que le hayas dado una oportunidad a Raoul -dijo Hawk, inclinándose un poco hacia ella, aunque sin moverse.

Buen truco, pensó Nicole.

– Ha trabajado duro. Eso sucede con mucha menos frecuencia de la que me gustaría. Le he ofrecido trabajo.

Hawk arqueó una ceja.

– Te ha impresionado de verdad.

– Raoul necesita el trabajo, y yo necesito ayuda. No le des más importancia de la que tiene.

Parecía que aquellos ojos oscuros podían ver su interior.

– Quieres que la gente piense que eres dura.

– Soy dura.

– Por dentro eres de mantequilla.

Nicole irguió los hombros.

– Podría haber metido a tu jugador a la cárcel. No pienses que no lo habría hecho si no llega a aparecer hoy. Dirijo esta pastelería desde hace años. Sé lo que hago.

– ¿Y te gusta lo que haces?

– Por supuesto -dijo Nicole automáticamente, porque era lo que respondía siempre. Sabía que iba a hacerse cargo de la pastelería desde que tenía ocho o nueve años. Era algo sobrentendido… esperado. La suya no iba a ser una vida con muchas sorpresas. Últimamente, no había habido demasiadas buenas.

Un momento. Claire. Reunirse de nuevo con su hermana había sido bueno. Ver cómo Claire se enamoraba locamente y se quedaba embarazada, se prometía y encontraba la felicidad total había puesto un poco a prueba su buena naturaleza, pero estaba superándolo. Porque, ¿qué otro remedio tenía?

– Tierra llamando a Nicole.

Nicole pestañeó y vio a Hawk, que se había acercado un poco. Demasiado.

– Te he perdido -dijo él.

– Eso debe de ser algo nuevo para ti -respondió ella, sin pensarlo-. Una mujer que se concentra en algo que no eres tú durante ocho segundos.

– ¿Porque soy imposible de resistir?

– Para mí no.

– No lo creo. Estás interesada.

– No.

Hawk sonrió.

– Vaya respuesta más convincente.

– No me importa que no parezca convincente, pero es la verdad -dijo ella. Casi. Aunque no quisiera, tuvo que ser sincera-. Sabes que tienes un cuerpo interesante y es evidente que disfrutas mostrándoselo a la humanidad. ¿Y qué significa eso? Ya tienes más de treinta años. ¿No deberías haberlo superado? ¿No deberías pasar tanto tiempo desarrollando tu mente como el que pasas ejercitando el cuerpo? No vas a poder ser entrenador para siempre.

Nicole recordó, demasiado tarde, que sí, que él podía ser entrenador para siempre porque Raoul le había mencionado que había sido jugador profesional de fútbol americano. Eso significaba que probablemente era muy rico.

– ¿Es que piensas que soy tonto? -le preguntó él, en un tono entre la indignación y la diversión-. ¿Porque tengo músculos, o porque juego al fútbol? ¿No sería eso igual de injusto que el que yo pensara que eres tonta porque eres rubia natural?

Quizá. Sí. Nicole hizo caso omiso de la pregunta.

– ¿Cómo sabes que soy rubia natural?

– Por mi excelente poder de observación.

– Yo dirijo un negocio próspero. Es evidente que soy muy lista -dijo Nicole remilgadamente.


A Hawk le gustaba que ella se pusiera nerviosa cuando estaba molesta. Le gustaba que, cada vez que él se acercaba un centímetro más se aturullara y no supiera adonde mirar. Si no estuviera interesada, le habría dicho que se marchara y se habría metido al obrador, pero no le había dicho ni una palabra. Y eso también le gustaba.

– Es evidente -dijo él, acercándose un poco más.

– ¿Es que no tienes respeto por el espacio personal?

– No.

Ella alzó la cabeza y lo fulminó con la mirada, pero antes de que pudiera hablar, Hawk dijo:

– Tienes unos ojos muy bonitos.

Nicole abrió y cerró la boca.

– ¿Qué te crees que estás haciendo?

– Flirtear.

– ¿Por qué?

– Es divertido.

– Para mí no.

– A todo el mundo le gustan los cumplidos.

– Habla por ti.

– ¿No crees que tienes unos ojos muy bonitos?

– Están bien. Son funcionales. No me importa el color.

– Claro que sí. Tienes que saber que son bonitos. Eres guapa.

Nicole se ruborizó, y él aprovechó su desconcierto.

– Te gusta que flirtee contigo -le dijo-. Es la mejor parte de tu día.

– Eres increíble.

– Ya lo sé.

Ella soltó un gruñido.

– No lo digo en el buen sentido. Tienes imaginaciones. Nada de ti es la mejor parte de mi día.

– Mentirosa.

– Ahórrate el flirteo para alguien que esté interesado de verdad -murmuró Nicole.

– Estás interesada.

Ella agitó la cabeza.

– ¿No hay ningún sitio al que tengas que ir?

– Claro, pero esto es más divertido.

– No, no es cierto.

– Deberíamos salir juntos -dijo él entonces, sabiendo que la invitación la desconcertaría todavía más.

– ¿Qué? No.

– A cenar. Iremos a cenar por ahí.

– No voy a ir a cenar contigo.

– ¿Por qué no?

– No es buena idea.

– Claro que sí. Es una excelente idea.

– No voy a ir.

– Sí, vas a venir.

– No voy a ir, y no puedes obligarme.

En vez de seguir con la discusión, él se dirigió hacia la puerta de la pastelería. Allí se detuvo.

– ¿Qué te apuestas? -le preguntó. Después salió de la tienda.

Mientras atravesaba la calle hacia su coche, casi podía oírla tartamudear. Había ido bien. Estaban en el primer tiempo del partido, y ya se había adentrado en el campo contrario y estaba a punto de marcar.


– La terapia de Amy va muy bien -dijo Claire mientras cortaba más champiñones y los ponía en un cuenco-. Es pequeña, lo cual ayuda. Su cerebro todavía está abierto a los cambios. Al contrario que algunos de nosotros, que tenemos el cerebro cerrado.

Nicole puso la lechuga recién picada en una ensaladera.

– No tengo ni idea de qué pinta mi cerebro en este asunto de abierto contra cerrado.

Amy era la hija de Wyatt, y pronto iba a ser la hijastra de Claire. Era sorda de nacimiento, y recientemente le había dicho a su padre que quería hacerse un implante coclear para poder oír. Antes de la operación estaba recibiendo una terapia especial que la ayudaría a asimilar los sonidos de una manera nueva, y a procesarlos.

– Amy está muy emocionada por lo del implante -dijo Claire-. Me pide que toque para ella todas las noches.

– Y a ti te encanta.

– Por supuesto. Ella es mi admiradora número uno.

Teniendo en cuenta que Claire era una concertista de piano mundialmente famosa y que había grabado discos ganadores de premios Grammy, eso era decir mucho.

– Pensaba que tu admirador número uno era Wyatt.

– Y lo es. En otros sentidos.

Su hermana se echó a reír y Nicole sonrió. Se sentía feliz por Claire.

Terminó de poner la lechuga en la ensaladera y se la pasó a su hermana.

– Bueno, ¿y ya tienes organizada la programación de viajes?

Claire se encogió de hombros.

– Casi. Lisa me ha dado una lista de sitios, y estoy haciendo una selección. No quiero estar demasiado tiempo lejos de casa. No sólo porque echaría de menos a Wyatt y a Amy, sino también por el bebé.

– ¿Le has preguntado a tu médico?

Claire asintió.

– Quiere que viaje lo menos posible durante las dos últimas semanas del primer trimestre. Después, durante el segundo, viajaré bastante. Y menos durante el tercero. Lisa me dijo algo sobre una serie de conciertos en Hawai, durante las Navidades, pero no creo que acepte.

Nicole tomó un aguacate y comenzó a partirlo.

– ¿Por qué no? ¿No podéis llevaros a Amy?

– Oh, sí. Y tendríamos una casa muy bonita junto a la playa para alojarnos, pero está muy lejos, y no quiero estar viajando en esas fechas. Ya sabes. Lejos de la familia.

Nicole estaba a punto de decirle que la mayoría de su familia, su prometido y su hija, estarían con ella. Entonces lo entendió. Claire no quería estar lejos de ella. No quería dejarla sola en Navidad.

– Yo estaré perfectamente -dijo-. Deberías ir.

– No es por ti -dijo Claire, aunque aquello no sonaba muy convincente-. Esta es la primera ocasión que tenemos de pasar juntas la Navidad desde que teníamos seis años. No voy a ir a Hawai. No quiero.

– No te creo.

– Eso no puedo remediarlo.

– Estás preocupada por mí.

– Claro, pero lo superaré.

Nicole intentó sonreír, pero no lo consiguió. Agradecía que la gente se preocupara por ella, pero no le gustaba sentir la necesidad de comprensión. Normalmente, llevaba su vida de forma que la más capaz era ella. Los demás acudían a ella en busca de guía. Normalmente, ella no era la que recibía la compasión.

– Y hablando de superar -prosiguió Claire-, ¿has hablado con Jesse últimamente?

– Sabes que no.

– Tendrás que hacerlo algún día.

– ¿Y por qué? No sólo se acostó con mi marido, sino que además se puso a vender la Tarta de Chocolate Keyes por Internet -dijo-. Estoy segura de que, si hablara con ella, tendría un millón de excusas. Nunca asume la responsabilidad de nada.

– La echaste de casa -dijo Claire en voz baja-. Tenía que ganarse la vida de alguna manera.

– Exacto. Tenía que buscarse un trabajo. Hay cientos de trabajos por ahí, pero ¿intentó encontrar alguno? No. Robó. Primero a Drew, y después la tarta -respondió Nicole. Estaba empezando a tener dolor de estómago-. No quiero hablar más de esto.

– No vas a conseguir olvidarlo hasta que encuentres la forma de reconciliarte con ella.

– A lo mejor es que no quiero volver a tener nada que ver con Jesse -respondió Nicole. La ira y el dolor se habían apoderado de ella-. La semana pasada, un chico intentó robar unos donuts en la pastelería. Cundo me enfrenté a él, asumió su responsabilidad y se sintió culpable. Sabía que lo que había hecho estaba mal. Trabajó unas horas para pagar lo que había intentando robar. Hizo tan buen trabajo, que le ofrecí un puesto en el obrador. ¿Por qué Jesse no puede ser así? ¿Por qué no asume la responsabilidad de lo que ha hecho?

– Sé que te hizo mucho daño.

– Más que eso. Mucho más que eso.

– Pero tenéis que solucionarlo.

– Lo sé -murmuró Nicole-. Al final lo haré. Pienso en ello, pero cuando lo hago me enfado tanto que no quiero verla ni hablar con ella.

– Me pone muy triste que no os llevéis bien -le dijo Claire-. Sois familia.

– No es una familia que yo desee.

– No te creo -replicó Claire-. Tienes todo el derecho a estar enfadada y dolida, pero creo que es hora de que te preguntes hasta qué punto te comportas así para darle una lección a tu hermana y hasta qué punto lo haces para vengarte de ella.

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