2. AHORA: Tom

Tom Schwoerin no era ningún ermitaño. Era el tipo de hombre a quien gusta la compañía y, aunque no era especialmente bullicioso, disfrutaba de una canción y una copa, y había clubes en la ciudad donde en otros tiempos había sido un cliente conocido.

Antes de conocer a Sharon, naturalmente. No sería justo decir que Sharon era una aguafiestas, pero controló las cosas. Eso no es del todo malo. Las varillas de carbono sirven también de controladores, y para un buen propósito. Tom siempre había sido algo frívolo antes de que ella lo tomara de la mano. Un hombre adulto no debería acicalarse tanto, y parte de la seriedad de ella se le pegó. Así que Tom, cuando se lo proponía, podía imitar de manera plausible a un ermitaño…, aunque fuera a un ermitaño más predispuesto a charlar que la mayoría. Le gustaba dar entidad a sus ideas, y eso implicaba hablar de ellas en voz alta. Sharon solía escucharlo a regañadientes (a veces muy a regañadientes, como aquella noche concreta), pero lo que le importaba era hablar, no que le escucharan. Tom siempre estaba dispuesto a hablar solo, y a veces lo hacía.

Sabía bien que lo habían echado del apartamento. No era una persona especialmente sensible a las sutiles pistas de las relaciones humanas, pero es difícil pasar por alto la conocida orden de romper filas. Y un nombre no tiene que ser demasiado sensible para sentirse un poco frustrado por ello. Visitar los archivos era en efecto lo sensato visto desde las claras y frías alturas de la lógica; pero aquello no tenía lógica.

La colección medieval de la biblioteca Memorial Teliow había empezado con una pequeña colección de arte en una galería decorada como un salón medieval. Había algunas piezas hermosas: trípticos, frentes de altar, ese tipo de cosas. Luego estaban las biblias, los libros de salmos y otros incunables, pergaminos y cartularios, registros y documentos de propiedad, libros de cuentas y archivos…, la materia prima de la historia. Originales comprados en subastas o encontrados en tesoros ocultos o donados para desgravar impuestos; sin revisar e inéditos, agrupados según su fuente de procedencia en clasificadores, atados en montones entre planchas de cartón y guardados a la espera de un investigador lo suficientemente desesperado para chapotear entre ellos. Allí habían estado esperando a Tom, y lo habían pillado bien.

Tom había preparado una lista. No era demasiado metódico, pero incluso él sabía que no podía lanzarse de cabeza en aguas desconocidas. No sabía qué estaba buscando, pero sí qué tipo de cosa buscaba, y por eso tenía media batalla ganada. Así que revisó el contenido de cada caja, apartando algunos documentos para examinarlos con más atención. Paralelamente, obtuvo fragmentos dispersos del trivium y el quadrivium, pues era el tipo de hombre que no puede buscar una cosa sin encontrar en el proceso otra media docena. De esta manera el día fue pasando y cayó la noche.


Entre la paja ya cribada había un solo grano de trigo: una nota en el índice de casos episcopales del siglo XVII que decía que «de rerum Eifelheimensis, la cuestión del bautismo de un tal Johannes Sterne, caminante, era dudoso debido a la muerte por peste de todos los protagonistas». Aquel índice procedía en parte de otro de principios del siglo XV, basado a su vez en originales del siglo XIV perdidos.

No era exactamente una pista fresca.

Cerró los ojos y se frotó la frente y pensó en rendirse. Podría haberse marchado entonces, si no hubiera recibido un inesperado toque de atención:

—¿Sabe, doctor Schwoerin, que no hay demasiados vivos por aquí?

Pablo camino de Damasco no podría haberse sobresaltado más por la repentina voz. La bibliotecaria, que le había traído diligentemente cajas y más cajas durante toda la noche, en silencio, estaba junto a la mesa con la que él acababa de revisar apoyada en la cadera. Era una mujer atractiva, con un vestido estampado por debajo de las rodillas y gafas grandes y sencillas. Llevaba el pelo recogido en un moño.

«Lieber Cott —pensó Tom—. ¡Un arquetipo!»

—¿Disculpe? —dijo en voz alta.

La bibliotecaria se ruborizó.

—Normalmente los investigadores piden sus datos por teléfono. Uno de los miembros del personal los escanea y los pasa al ordenador, cobra el coste a la beca correspondiente y eso es todo. Éste puede ser un trabajo terriblemente solitario, sobre todo de noche, cuando lo único que hacemos es esperar peticiones del extranjero. Trato de leer todo lo que escaneo, y luego está, naturalmente, mi propia investigación. Eso nos ayuda, a algunos.

Ahí estaba el nexo. Una bibliotecaria solitaria quería una conversación humana y un cliólogo solitario necesitaba un descanso de su infructuosa búsqueda. De otro modo, no habría habido ninguna conversación entre los dos en toda la noche.

—Necesitaba salir un rato del apartamento —dijo Tom.

—Oh —le respondió la joven—. Me alegro de que haya venido. He estado siguiendo sus investigaciones.

Los historiadores normalmente no tienen seguidores.

—¿Por qué demonios lo ha hecho? —preguntó, sorprendido.

—Me licencié en historia analítica con el doctor LaBret, en Massachusetts, pero la topología diferencial era demasiado dura para mí, así que me pasé a historia narrativa.

Tom se sintió como un biólogo molecular entrando en contacto con un «filósofo natural». La historia narrativa no era ciencia, sino literatura.

—Recuerdo mis propios problemas con las superficies catastróficas de Thorn —logró decir—. Siéntese, por favor. Me está poniendo nervioso.

Ella permaneció de pie, con la caja apoyada en la cadera.

—No pretendo distraerlo de su trabajo. Sólo quería preguntarle… —Vaciló—. Oh, probablemente es obvio.

—¿De que se trata?

—Bueno, está usted investigando una aldea llamada Eifelheim.

—Sí. El lugar es un vacío inexplicable en la cuadrícula de Christaller.

Tom la estaba poniendo a prueba deliberadamente. Quería saber qué entendía ella.

La bibliotecaria alzó las cejas.

—¿Abandonado y nunca repoblado?

Tom asintió.

—Y sin embargo —musitó ella—, en el lugar tuvo que haber afinidad o nunca habría sido ocupado por primera vez. Tal vez un lugar cercano… ¿No? Qué raro. A lo mejor las minas se agotaron o el agua se secó.

Tom sonrió, encantado de su perspicacia y de su interés. Le había costado trabajo convencer a Sharon de que había un problema, y lo único que le había sugerido era una causa general, como la peste negra. Esa joven sabía al menos lo suficiente para sugerirle causas particulares.

Después de que él le explicara su problema, la bibliotecaria frunció el ceño.

—¿Por qué no ha buscado información anterior a la desaparición de la aldea? Lo que causó su abandono puede que ocurriera antes.

Él señaló la caja de cartón.

—¡Por eso estoy aquí! ¡No quiera enseñarle a la abuela a batir huevos!

Ella ladeó la cabeza, capeando el temporal.

—Pero nunca ha buscado la referencia de Oberhochwald, así que pensé…

—¿Oberhochwald? —Él sacudió la cabeza, irritado—. ¿Por qué Oberhochwald?

—Ése era el antiguo nombre de Eifelheim.

—¿Qué?

Tom se puso bruscamente de pie, derribando la pesada silla de lectura, que golpeó el suelo con estrépito. La bibliotecaria dejó caer la caja y los clasificadores se esparcieron. Se llevó la mano a la boca y luego se agachó para recogerlos.

Tom rodeó la mesa.

—No se preocupe por eso ahora —dijo—. Ha sido culpa mía. Yo lo recogeré. Dígame qué sabe de Oberhochwald.

Cuando la ayudó a ponerse en pie le sorprendió lo bajita que era. Sentado, le había parecido más alta.

Ella se zafó de sus brazos.

—Lo recogeremos entre los dos —le dijo. Colocó la caja en el suelo y se puso a cuatro patas. Tom se arrodilló junto a ella y le tendió un clasificador.

—¿Está segura de lo de Oberhochwald?

Ella metió tres clasificadores en la caja y lo miró, y él advirtió que sus ojos eran grandes y marrones.

—¿Quiere decir que no lo sabía? Yo lo descubrí por accidente, pero pensaba que usted… Bueno, fue hace un mes, creo. Un hermano de la escuela de teología me pidió que le buscara un manuscrito raro y lo escaneara para introducirlo en la base de datos. El nombre Eifelheim me llamó la atención porque ya había escaneado varios artículos para usted. Era una glosa marginal sobre el nombre Oberhochwald.

Tom se detuvo con varios clasificadores en la mano.

—¿Cuál era el contexto?

—Lo ignoro. Sé latín pero estaba en alemán. Oh, si lo hubiera sabido le habría enviado un e-mail comentándoselo. Pero pensé… Tom le puso una mano en el brazo.

—No hizo nada malo. ¿Lo tiene aquí? El manuscrito que pidió el hermano. Necesito verlo.

—El original está en Yale.

—Una copia me servirá.

—Sí. Estaba a punto de preguntárselo. Guardamos una copia en formato pdf en nuestra propia base de datos, y df_imaging entra una vez al mes y nos organiza los archivos. Puedo recuperarlo.

—¿Lo haría por mí? Bitte sehr? Quiero decir por favor… Yo acabaré de recoger.

Buscó bajo la mesa y recuperó otro clasificador. ¡Rayos! ¡Otro hallazgo imprevisto! Amontonó otros dos clasificadores sobre los que ya había recogido. No era extraño que no hubiera encontrado ninguna alusión a Eifelheim de la época. No se llamaba Eifelheim todavía. Miró a la bibliotecaria, ocupada ante el teclado de su despacho.

Entschuldigung —la llamó. Ella se detuvo y se volvió—. No le he preguntado su nombre siquiera.

—Judy —le dijo ella—. Judy Cao.

—Gracias, Judy Cao.


Era una pista poco sólida, un hilo suelto que colgaba de una antigua maraña de hechos. En un momento indeterminado del siglo XIV un minorita errante llamado fray Joachim había dado un sermón sobre «los hechiceros de Oberhochwald». El texto del sermón no había sobrevivido a los siglos, pero la fama como orador del hermano Joachim sí, y un comentario sobre el sermón había sido incluido en un tratado de homilética contra la brujería y el culto al diablo. Un lector posterior (del siglo XVI a juzgar por la caligrafía) había añadido una glosa al margen: Dieses Dorp heiβt jetzt Eifelheim, «ahora este pueblo se llama Eifelheim».

Y eso significaba…

Tom gruñó y dejó el papel impreso sobre la mesa.

Judy Cao posó una mano en su brazo.

—¿Qué ocurre, doctor Schwoerin?

Tom señaló la hoja.

—Tengo que volver a repasar todos esos archivos. —Se pasó una mano por el pelo—. Oh, bueno. Povtorenia… ma't uchenia. —Acercó la caja.

Judy Cao sacó un clasificador de la caja y, con la mirada gacha, le dio vueltas una y otra vez.

—Podría ayudar —sugirió.

—Oh… —Él negó con la cabeza, distraído—. No puedo pedirle que haga eso.

—No, en serio. —Ella alzó la cabeza—. Me ofrezco voluntaria. Siempre hay una pausa en el servidor después de las ocho de la noche. Las peticiones de California disminuyen y las que llegan a primera hora desde Varsovia o Viena no lo hacen hasta más tarde. No entiendo de matemáticas, pero sí de investigación y documentación… Tendré que comprobar esas cajas en tiempo real, naturalmente, pero también puedo investigar en la red.

—Puedo preparar un motor de búsqueda —dijo Tom.

—No se ofenda, doctor Schwoerin, pero nadie puede navegar por la red como una bibliotecaria experta. Hay tanta información ahí fuera, tan mal organizada… y tan falsa, que saber cómo encontrar algo es una ciencia en sí mismo.

Tom gruñó.

—A mí me lo va a decir. Investigo y encuentro cientos de respuestas, la mayoría Klimbim, y que me aspen si sé cómo se han colado en la lista.

—La mayoría de los sitios no valen el papel en el que no están escritos —dijo Judy—. La mitad de ellos han sido creados por bromistas o entusiastas aficionados. Hay que acotar la búsqueda. Puedo programar un gusano que detecte no sólo las citas referentes a Oberhochwald, sino también las citas de cualquier palabra clave asociada con el lugar. Como…

—¿Como Johannes Sterne? ¿O como Trinidad de Trinidades?

—O lo que sea. El gusano puede distinguir el contexto (eso es lo difícil) e ignorar todo lo que no sea relevante.

—Muy bien —dijo Tom—. Me ha convencido. Le pagaré con el dinero de mi beca. No será mucho, pero le valdrá un título: asistente de investigación. Y su nombre aparecerá en el estudio detrás del mío. —Se enderezó en la silla—. Le daré un código de acceso especial para CLIODEINOS, para que pueda entrar en mis archivos cada vez que encuentre algo. Mientras… ¿Qué ocurre?

Judy se apartó de la mesa.

—Nada. —Desvió brevemente la mirada—. Estaba pensando que podríamos reunirnos aquí periódicamente. Para coordinar nuestras actividades.

Tom agitó una mano.

—Podemos hacerlo más fácilmente a través de Internet. Lo único que hace falta es un teléfono inteligente y un módem.

—Tengo un teléfono inteligente —le dijo ella, tirando de la cuerda que cerraba el clasificador que sostenía—. Mi teléfono es más listo que mucha gente.

Tom se echó a reír, sin pillar todavía el chiste.


Las dos cajas que ya había sobre la mesa eran un punto de partida tan bueno como cualquier otro, así que Tom se hizo con una y Judy con la otra y se pusieron a repasarlas, clasificador por clasificador. Tom leía los mismos artículos por segunda vez esa noche, así que se esforzó por concentrarse en las palabras. Buscando «Oberhochwald» sus ojos se dirigían a cualquier palabra que empezara por «O», o incluso por «Q» o por «C». Los manuscritos habían sido escritos por una descorazonadora variedad de manos; la mayoría estaban en latín, pero algunos en alemán medieval y unos cuantos en francés o italiano. Un puñado variopinto de documentos sin otra cosa en común que sus donantes.

Tres horas más tarde y dos horas después de que el turno de Judy hubiera terminado, con los ojos enrojecidos y el cerebro embotado, Tom salió a tomar aire con una hoja manuscrita en la mano.

Judy todavía estaba allí y había encontrado algo también.

Que Judy supiera leer latín sorprendió a Tom. Le parecía curioso que una asiática estuviera interesada en la cultura y la historia de Europa, aunque lo contrario no le hubiese extrañado lo más mínimo. Así que aunque Tom descubriera poco sobre Eifelheim esa noche, no podía decir que no hubiera aprendido nada. De hecho, se sentía un poco confundido por los intereses de Judy Cao.

«Moriuntur amici mei…»

Mientras Judy leía, Tom escuchaba con los ojos cerrados. Era un recurso que usaba cada vez que quería concentrarse en lo que oía. Al desconectar un canal de información creía aumentar la capacidad de atención del otro. Sin embargo, nunca se cubría los oídos cuando quería ver algo con especial claridad.

Tom me contó una vez que los alemanes llevamos los verbos en el bolsillo, de modo que el significado «no se sabe hasta el final de la frase». El latín puede esparcir las palabras como caramelos en Fasching, confiando en que los sufijos mantengan la disciplina. Por fortuna, los medievales habían impuesto un orden a las palabras en latín (un motivo por el que los humanistas los detestaban), y Tom tenía facilidad para el idioma.


Mis amigos están muriendo a pesar de todo lo que hacemos. Comen, pero la comida no los nutre, así que el final se acerca. Rezo cada día para que no sucumban a la desesperación. Oberhochwald está muy lejos de sus hogares, pero miran a su Creador con esperanza y fe en los corazones.

Dos más han aceptado a Cristo en sus últimos días, lo que safistace a Hans no menos que a mí. Tampoco nos culpan a aquellos de nosotros que los aceptamos, sabiendo bien que nuestro tiempo también se acerca. Los rumores vuelan veloces como flechas, y de un modo igualmente dañino, y se dice que la peste que asaltó las tierras del sur el año pasado ahora ataca a los suizos. ¡Oh, que sea una enfermedad menor la que ha caído sobre nosotros! Que este amargo cáliz pase de largo.


Eso era todo. Sólo el fragmento de un diario. Anónimo. Sin techa.

—De entre 1348 y 1350 —aventuró Tom, pero Judy afinó más.

—De mediados a finales de 1349. La peste llegó a Suiza en mayo de 1349 y a Estrasburgo en julio, lo cual la sitúa en la linde de la Selva Negra.

Tom, mientras aceptaba que la historia narrativa tenía cosas buenas, le tendió una segunda hoja.

—He encontrado esto en la otra caja. Una petición de compensación por parte de un herrero de Friburgo a Herr Manfred von Hochwald. Se queja de que un lingote de cobre del pastor Dietrich de Oberhochwald como paga por extraer fino alambre de cobre ha sido robado.

—Fechado en 1349, la vigilia de la festividad de la Virgen. —Ella le devolvió la página.

Tom hizo una mueca.

—Como si eso aclarara algo… La mitad del año medieval estaba lleno de fiestas marianas. —Escribió otra nota en su agenda electrónica, se pellizcó el labio. Había algo en la carta que le molestaba, pero no acertaba a saber qué—. Bueno… —Recogió el material, lo guardó en el maletín y lo cerró—. La fecha exacta no importa. Estoy intentando descubrir por qué el lugar fue abandonado, no si su sacerdote timó a un artesano local. Pero, alles gefällt, he descubierto una cosa que ha hecho que todo este viaje merezca la pena.

Judy cerró una de las cajas y anotó los datos de la tapa. Le dirigió una breve mirada.

—¿Sí? ¿Cuál?

—Puede que no tenga una pista fresca; pero al menos sé que hay una pista.


Cuando salió de la biblioteca descubrió que la noche ya estaba avanzada y el campus desierto y tranquilo. Los aularios bloqueaban los ruidos del tráfico de Olney y el único sonido era el suave rumor de las ramas de los árboles. Sus sombras se agitaban a la luz de la luna. Tom encogió los hombros contra la insistente brisa y se dirigió hacia la puerta del campus. Así que Oberhochwald había cambiado de nombre… Eifelheim… «¿Por qué Eifelheim?», se preguntó en vano.

Casi había cruzado el patio cuando de repente se le ocurrió. Según el documento Moriuntur, la aldea se llamaba Oberhochwald hasta que la Peste Negra la borró de la faz de la Tierra.

¿Pero por qué cambió de nombre una aldea que ya no existía?

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