II. AGOSTO DE 1348 Hora prima, en la conmemoración de Sixto II y sus diáconos

Cuando salió de la iglesia, Dietrich se encontró Oberhochwald hecho un caos: los tejados de paja caídos; los goznes de los postigos sueltos; las ovejas dando vueltas en los rediles y balando a la puerta del prado. Las mujeres gritaban o abrazaban a niños que sollozaban. Los hombres discutían y señalaban. Lorenz Schmidt estaba en la puerta de su fragua, con un martillo en la mano, buscando con los ojos un enemigo a quien golpear.

Dietrich inhaló el olor polvoriento y apremiante del humo. Desde el pórtico, donde podía ver el otro extremo de la aldea, vio techos de paja ardiendo. Más lejos, al otro lado del prado, nubes negras se congregaban sobre el Bosque Grande donde antes había estado el lustroso resplandor. Gregor Mauer, subido a una mesa, en su patio, gritaba y señalaba hacia el molino. Sus hijos, Gregerl y Seybke, corrían cargados con cubos. Theresia Gresch iba de casa en casa, enviando a la gente al arroyo. Al otro lado de la carretera de Oberreid, el puente levadizo del castillo de Manfred se alzó con un crujido de cadenas y un pelotón de soldados bajó corriendo la colina.

—Es la ira del infierno —dijo Joachim. Dietrich se volvió para mirar al joven que se apoyaba en la jamba de la puerta. El águila de san Juan sobresalía de la madera, junto a él, con el pico y los espolones listos para el ataque. Los ojos de Joachim estaban muy abiertos de miedo y satisfacción.

—Ha sido el rayo —dijo Dietrich—. Ha incendiado algunas casas.

—¿El rayo? ¿Sin una sola nube en el cielo? ¿Habéis perdido la razón?

—¡Entonces habrá sido el viento, que ha derribado lámparas y velas! —Dietrich, agotada la paciencia, agarró a Joachim por el brazo y lo empujó colina abajo hacia la aldea—. Rápido. Si las llamas se extienden, todo el pueblo arderá.

Dietrich se subió los hábitos hasta las rodillas y se unió a la multitud que corría hacia el estanque del molino.

El minorita se cayó a mitad de camino.

—Ese fuego no es natural —dijo cuando Dietrich lo adelantaba. Luego se dio la vuelta y regresó arrastrándose a la iglesia.


Las viviendas de los Gärtners, unas pobres chozas, estaban rodeadas por las llamas y la gente había renunciado a la idea de salvarlas. Max Schweitzer, el sargento del castillo, organizaba filas para llevar cubos de agua desde la acequia hasta las casas incendiadas de los propietarios. Los animales sueltos ladraban y bufaban y corrían locos de pánico. Una cabritilla iba hacia el camino, perseguida por Nickel Langermann. Schweitzer sostenía una vara en la mano derecha y apuntaba aquí o allá, dirigiendo la acción. ¡Más cubos a la casa de Feldmann! ¡Más cubos! Golpeó la vara contra su bota de cuero y agarró a Langermann por el hombro para dirigirlo de vuelta al fuego.

Seppl Bauer, encaramado en la viga del tejado de la casa de Ackermann, lanzó un cubo vacío y Dietrich lo agarró al vuelo, se abrió paso entre la maleza y los hierbajos que rodeaban el estanque hasta la cabeza de la fila de cubos, donde encontró a Gregor y Lorenz metidos en el agua hasta las rodillas, llenando cubos y pasándolos a tierra. Gregor se detuvo y se pasó un brazo por la frente, manchándosela de barro. Dietrich le tendió el cubo vacío. El cantero lo llenó y se lo devolvió. Dietrich lo pasó cuando el siguiente de la fila le dejó sitio.

—Este incendio no es natural —murmuró Gregor mientras sacaba otro cubo del agua. A su lado, Lorenz le indicó con la mirada que se daba por enterado, pero el herrero mantuvo silencio.

La gente que había cerca también le dirigió miradas furtivas. Sacerdote sagrado, ungido. Él conocería las respuestas. ¡Lanzaría anatemas contra las llamas! ¡Agitaría ante ellas una reliquia de santa Catalina! Durante un momento Dietrich se enfureció y anheló el frío racionalismo escolástico de París.

—¿Por qué dices eso, Gregor? —preguntó mansamente.

—Nunca en mi vida había visto cosa semejante.

—¿Has visto alguna vez a un turco?

—No…

—¿Son los turcos sobrenaturales?

Gregor frunció el ceño, captando un fallo en el argumento pero incapaz de desentrañarlo. Dietrich pasó el cubo, luego se volvió hacia Gregor con las manos tendidas, esperando.

—Puedo crear una versión más modesta del mismo relámpago sólo con el pelaje de un gato y ámbar —le dijo, y el cantero gruñó, sin comprender la explicación, pero consolándose con la existencia de una explicación.

Dietrich se sumergió en el ritmo del trabajo. Los cubos pesaban y las asas de cuerda le desollaban las palmas de las manos, pero el temor por los misteriosos acontecimientos de la mañana había sido sofocado por el miedo natural al incendio y la urgente y familiar tarea de combatirlo. El viento cambió y Dietrich tosió cuando el humo lo envolvió momentáneamente. Una interminable sucesión de cubos pasó por sus manos, y empezó a imaginarse a sí mismo como una pieza de engranaje en una compleja bomba de agua compuesta de músculos humanos. Sin embargo, los artesanos podían liberar a los hombres de ese tipo de trabajo embrutecedor. Existían las levas y las manivelas de dientes afilados. Si los molinos podían ser impulsados por el agua y el viento, ¿por qué no una fila de cubos? Si alguien hubiese podido…

—El fuego está apagado, pastor.

—¿Qué?

—El fuego está apagado —dijo Gregor.

—Oh.

Dietrich salió de su ensimismamiento. A lo largo de toda la fila, hombres y mujeres cayeron de rodillas. Lorenz Schmidt alzó el último cubo y se lo echó por encima de la cabeza.

—¿Qué daños hay?—preguntó Dietrich. Se sentó entre los juncos de la orilla del estanque, demasiado cansado para subir la cuesta y verlo con sus propios ojos.

El maestro cantero sacó provecho de su altura. Se cubrió los ojos para protegerse del sol y estudió la escena.

—Se han perdido las cabañas —dijo—. Habrá que sustituir el tejado de Bauer. Ackermann ha perdido su casa por completo. Los dos Feldmann, también. Cuento… cinco viviendas destruidas, posiblemente el doble dañadas. Y los edificios exteriores también.

—¿Algún herido?

—Unas cuantas quemaduras, por lo que puedo ver —dijo Gregor. Luego se echó a reír—. Y el joven Seppl se ha quemado el fondillo de los pantalones.

—Entonces tenemos mucho que agradecer. —Dietrich cerró los ojos y se persignó. «Oh, Señor, que no sufres porque los que tienen fe en ti estén demasiado afligidos sino que escuchas atentamente sus plegarias, te damos gracias por haber oído nuestras peticiones y habernos concedido nuestros deseos. Amén.»

Cuando abrió los ojos, vio que todos se habían congregado en el estanque. Algunos chapoteaban en el agua y los niños más pequeños, que no comprendían lo cerca que habían estado del desastre, aprovechaban la oportunidad para nadar.

—Tengo una idea, Gregor. —Dietrich se examinó las manos. Tendría que preparar un ungüento cuando volviera a casa o le saldrían ampollas. Theresia los preparaba también, pero probablemente iría escasa de remedios aquel día y Dietrich había leído a Galeno en París.

El cantero se sentó a su lado. Se frotó las manos lentamente, palma contra palma, observándoselas con el ceño fruncido, como buscando signos y portentos entre las cicatrices y los nudillos hinchados. Le faltaba el dedo meñique de la mano izquierda, que había perdido en un accidente hacía tiempo. Sacudió la cabeza.

—¿Qué?

—Unir los cubos a un cinturón movido por la noria de Klaus Müller. Sólo hace falta el permiso de Herr Manfred y el servicio de un maestro hábil para manejar la manivela. No. Un cinturón no. Un fuelle. Y una bomba, como la que se usa en Joachimstal.

Gregor frunció el ceño y volvió la cabeza para poder ver la noria de Klaus Müller, situada más abajo, en el estanque. El cantero arrancó un junco y lo sostuvo a la distancia de un brazo.

—La noria de Müller está desequilibrada —dijo, mirando a lo largo de la caña—. ¿Por ese extraño viento, quizá?

—¿Has visto alguna vez una bomba de agua? —le preguntó Dietrich—. La mina de Joachimstal está en la cima de la montaña, pero los mineros han ideado un entramado de varas de madera que sube por la falda desde el arroyo. Obtiene su energía de una noria, pero una leva traslada el movimiento circular de la noria al entramado de un lado a otro. —Movió las manos en el aire, tratando de ilustrar para Gregor los movimientos—. Y ese ir de un lado a otro hace que la bomba funcione en la mina.

Gregor se abrazó las rodillas.

—Me gusta cuando comentáis esas locas ideas vuestras, pastor. Deberíais escribir fábulas.

Dietrich gruñó.

—No son fábulas, sino hechos. ¿Habría tanto papel sin norias que golpeen la pulpa? Hace veinticinco años que se ideó una leva para impulsar un fuelle y, últimamente, he oído que un artesano de Lieja ha unido fuelles a un horno y ha creado una especie de horno de hierro…, uno que usa una corriente de aire. Lleva ocho años fundiendo acero en el norte.

—Son tiempos maravillosos —reconoció Gregor—. Pero ¿qué hay de vuestra fila de cubos?

—¡Es sencillo! Hay que equipar el fuelle para que eche agua en vez de aire y unirlo a una bomba, como en Joachimstal. Unos cuantos hombres sujetando ese sifón podrían dirigir un chorro continuo de agua contra un incendio. No habría necesidad de filas de cubos ni…

Gregor se echó a reír.

—Si esa máquina fuera posible, alguien la habría construido ya. Nadie lo ha hecho, así que debe de ser imposible. —Gregor se pasó la lengua por el interior de la mejilla y reflexionó—. Ahí está. Eso era lógica, ¿no?

—Modus tollens —reconoció Dietrich—. Pero tu premisa básica es errónea.

—¿Lo es? No sería yo un buen sabio… Todas esas cosas son un misterio para mí. ¿Cuál es la premisa básica?

—La inicial.

—¿En qué es errónea? Los romanos y los griegos eran listos. Y los sarracenos, aunque sean paganos. Vos mismo lo dijisteis. ¿Cómo se llamaba aquello? Lo que hacen con los números.

Al-jabr. La cifra.

—Álgebra. Eso es. Y luego está ese tipo genovés que cuando yo era aprendiz en Friburgo decía que había ido y vuelto de Catay. ¿No describía artes que había visto allí? Bueno, lo que quiero decir es que todos ellos son gente lista, cristiana, infiel y pagana, antigua y moderna, que ha inventado cosas desde el principio del mundo. ¿Cómo podrían haber pasado por alto algo tan simple como lo que decís?

—Habría dificultades con los detalles. Pero hazme caso: un día, todo el trabajo lo harán máquinas eficientes y la gente será libre para contemplar a Dios y dedicarse a la filosofía y las artes.

Gregor agitó una mano.

—O para afrontar problemas. Bueno. Supongo que todo es posible si pasamos por alto los detalles. ¿No me dijisteis que alguien le había prometido al rey de Francia una flota de carros de guerra impulsados por el viento?

—Sí, Guido da Vigevano le dijo al rey que con carretas equipadas con velas como un barco…

—¿Y el rey de Francia las ha usado en esa nueva guerra suya contra los ingleses?

—No que yo sepa.

—A causa de los detalles, supongo. ¿Qué hay de las cabezas parlantes? ¿Quién fue ése?

—Roger Bacon, pero es sólo una leyenda.

—Eso es. Ahora me viene a la memoria el nombre. Si alguien creara de verdad esa cabeza parlante, Everard la usaría para llevar mejor las cuentas de nuestras rentas y deberes. Luego, toda la aldea se enfadaría con vos.

—¿Conmigo?

—Bueno, Bacon está muerto.

Dietrich se echó a reír.

—Gregor, cada año ve un artefacto nuevo. Hace sólo veinte años que los hombres descubrieron las lentes para leer. Incluso hablé con el hombre que las inventó.

—¿Sí? ¿Qué clase de mago era?

—Ningún mago. Sólo un hombre, como tú o como yo. Un hombre que se cansó de forzar los ojos delante de su libro de oración.

—Un hombre como vos, entonces —reconoció Gregor.

—Era franciscano.

—Oh —asintió Gregor, como si eso lo explicara todo.


Los aldeanos llevaron a casa sus cubos y rastrillos, o rebuscaron entre las vigas calcinadas y los techos de paja humeante algo que salvar de las ruinas. Langermann y los otros Gärtners no se molestaron. Había muy poca cosa en sus chozas para que mereciera la pena remover las cenizas. Sin embargo, Langermann había recuperado su cabra. Las vacas del establo, todavía por ordeñar, se quejaban sin comprender nada. Dietrich vio a fray Joachim, ennegrecido por el humo y agarrando un cubo, y corrió tras él.

—Joachim, espera. —Lo alcanzó en unos pocos pasos—. Diremos una misa como acción de gracias. Spiritus Domini, puesto que el altar ya está vestido de rojo. Pero retrasémoslo hasta vísperas, para que todos puedan descansar del trabajo.

El rostro manchado de hollín de Joachim no mostró emoción alguna.

—Vísperas, pues. —Se dio media vuelta, y de nuevo Dietrich lo agarró por la manga.

—Joachim. —Vaciló—. Antes he pensado que habías huido. El minorita lo miró envarado.

—Fui por esto —dijo, agitando el cubo.

—¿El cubo?

Se lo tendió a Dietrich.

—Agua bendita. Por si las llamas eran diabólicas.

Dietrich miró en el cubo. Había un residuo de agua en el fondo. Se lo devolvió al monje.

—Y cuando las llamas resultaron ser materiales, después de todo…

—Bueno, pues un cubo de agua más para combatirlas.

Dietrich se echó a reír y le dio a Joachim una palmada en el hombro. A veces el emotivo joven le sorprendía.

—¿Ves? Entiendes algo de lógica.

Joachim señaló con un dedo.

—¿Y quién dice la lógica que cargó con los cubos que han extinguido el fuego del Bosque Grande?

Una fina columna gris se alzaba sobre el bosque.

Dicho esto, continuó camino de la iglesia, y esta vez Dietrich lo dejó marchar. Dios había enviado a Joachim por algún motivo. Algún tipo de prueba. Había ocasiones en que envidiaba al minorita sus éxtasis, los gritos de alegría que pronunciaba en presencia de Dios. El deleite que Dietrich sentía por la razón parecía exangüe en comparación.

Dietrich habló con quienes habían perdido sus hogares. Félix e Ilse Ackermann se quedaron mirándolo, aturdidos. Habían metido todo lo que habían conseguido rescatar de las ruinas en dos saquitos, que Félix y su hija Ulrike llevaban a la espalda. La pequeña Maria agarraba una muñeca de madera, ennegrecida y cubierta por un harapo chamuscado. Parecía uno de esos hombres africanos que los sarracenos vendían en los mercados de esclavos por todo el Mediterráneo. Dietrich se agachó junto a la niña.

—No te preocupes, pequeña. Te quedarás con tu tío Lorenz hasta que la aldea pueda ayudar a tu padre a construir una casa nueva.

—Pero ¿quién hará sanar a Anna? —preguntó Maria, alzando la muñeca.

—Me la llevaré a la iglesia y veré qué puedo hacer. —Trató de soltar con suavidad la muñeca de la firme tenaza de la niña, pero al final tuvo que obligarla a abrir los dedos.

—¡Muy bien, indignos hijos de esposas infieles! ¡Volved al castillo! ¡No os quedéis aquí! Ya habéis salido de la rutina y os habéis dado un baño en el estanque… ¡Ya era hora, por cierto! ¡Pero todavía hay trabajo que hacer!

Dietrich se hizo a un lado y dejó pasar a los soldados.

—Dios os bendiga a ti y a tus hombres, sargento Schweitzer —dijo.

El sargento se persignó.

—Buenos días, pastor. —Indicó el castillo con un gesto de cabeza—. Everard nos envió a combatir el incendio.

Maximilan Schweitzer era un hombre pequeño y ancho de hombros que recordaba a Dietrich el tocón de un árbol. Había llegado del país alpino hacía unos años para vender su espada y Herr Manfred lo había contratado para que se encargara de sus soldados de infantería y combatiera a los forajidos de los bosques.

—Pastor, ¿qué…? —El sargento frunció de pronto el ceño y miró a sus hombres—. Nadie os ha dicho que escuchéis. ¿Es que os tengo que llevar de la mano? Sólo hay una calle en esta aldea. El castillo está en un extremo y vosotros estáis en el otro. ¿No podéis deducir el resto vosotros solos?

Andreas, el cabo, gritó una orden y se pusieron en marcha. Schweitzer los vio marchar.

—Son buenos chicos —le dijo a Dietrich—, pero necesitan disciplina. —Se tiró del jubón de cuero para ajustárselo—. Pastor, ¿qué ha pasado hoy? Toda la mañana he tenido la sensación de… Como si esperara una emboscada pero no supiera cuándo ni dónde. Ha habido una pelea en la sala de guardia y el joven Hertl se ha puesto a llorar sin motivo alguno. Y cuando echábamos mano al cuchillo o el casco… a cualquier cosa que fuera de metal, sentíamos un dolor breve y punzante que…

—¿Ha habido algún herido?

—¿Por un dardo tan pequeño? No en el cuerpo, ¿pero quién sabe qué daño habrá causado en el alma? Algunos de los muchachos de esta zona del bosque dicen que era una flecha de elfo.

—¿Una flecha de elfo?

—Son flechas pequeñas, invisibles, que disparan los elfos. ¿Y bien?

—Bueno, esa hipótesis «salva las apariencias», tal como requiere Buridan, pero estás creando entidades sin necesidad.

Schweitzer frunció el ceño.

—Si es una burla…

—No, sargento. Estaba recordando a un amigo mío de París. Decía que cuando intentamos explicar algo misterioso, no deberíamos sugerir nuevas entidades para hacerlo.

—Bueno… los elfos no son nuevas entidades —insistió Schweitzer—. Llevan pululando por el bosque desde que yo era joven. Andreas es del valle del Murg y dice que pueden haber sido los Gnurr, que nos han jugado alguna mala pasada. Y Franzl Nariz-larga dice que han sido los Aschenmännlein del bosque de Siegmann.

—La imaginación de los suabos es maravillosa —dijo Dietrich—. Sargento, lo sobrenatural se encuentra siempre en cosas pequeñas. En un trozo de pan. En la amabilidad de un desconocido. Y el demonio se revela en malvadas y sutiles transacciones. Todos esos temblores de esta mañana, y el viento que aullaba y el estallido de luz…, todo ha sido demasiado dramático. Sólo la naturaleza es tan teatral.

—Pero ¿qué lo causó?

—Las causas son un misterio, pero sin duda materiales.

—¿Cómo podéis estar tan…? —Max calló y se subió al puente de madera que cruzaba el arroyo, junto al molino. Y se volvió hacia el bosque.

—¿Qué pasa?—preguntó Dietrich. El sargento sacudió la cabeza.

—Esa bandada de grajos. De pronto ha levantado el vuelo desde el claro del bosque. Algo se mueve allí.

Dietrich se cubrió los ojos y miró hacia donde señalaba el suizo. El humo flotaba perezoso en el aire, como hebras de lana cardada. Los árboles, en la linde del bosque, proyectaban sombras oscuras que el sol de la mañana no conseguía dispersar. En la mezcla de blanco y negro, Dietrich detectó movimiento, aunque a esa distancia no pudo captar ningún detalle. La luz parpadeaba, como se ve a veces cuando el sol resplandece en el metal.

Dietrich se protegió los ojos.

—¿Es una armadura?

Max hizo una mueca.

—¿En el bosque del Herr? Eso sería muy osado, incluso para Von Falkenstein.

—¿Lo sería? El antepasado de Falkenstein vendió su alma al diablo para escapar de una prisión sarracena. Ha robado a monjas y peregrinos. No creo que eso lo frenara.

—Cuando el barón estuviese demasiado enfadado —convino Max—. Pero la garganta es un camino demasiado difícil. ¿Por qué iba enviar Philip a sus hombres ahí arriba? Para nada bueno, desde luego.

—¿Lo haría Von Scharfenstein? —Señaló vagamente hacia el sudeste, donde otro barón ladrón tenía su nido.

Burg Scharfenstein ha sido tomado, ¿no os habéis enterado? Su señor encarceló a un mercader de Basler para pedir rescate, y ése fue su fin. El sobrino del hombre fingió ser un famoso mercenario de quien habían oído hablar y fue a verlos contándoles que sería fácil conseguir botín en el valle del Wiesen. Bueno, la avaricia embrutece a la gente, así que lo siguieron… y se toparon con una emboscada preparada por la milicia de Basler.

—Una buena lección.

Max sonrió como un lobo.

—«No hagas enfadar a los suizos.»

Dietrich estudió el bosque una vez más.

—Si no son caballeros ladrones, entonces serán hombres sin tierra, obligados a cazar furtivamente en el bosque.

—Tal vez —concedió Max—. Pero son las tierras del señor.

—Y entonces ¿qué harás? ¿Salir a perseguirlos?

El suizo se encogió de hombros.

—Tal vez Everard los contrate para la siega. ¿Por qué buscarse problemas? El señor volverá dentro de unos días. Ya está harto de Francia, o eso dice en su mensaje. Le preguntaré su opinión. —Siguió contemplando el bosque—. Allí había un brillo extraño antes del amanecer. Luego, el humo. Supongo que me diréis que ha sido también la «naturaleza».

Se dio media vuelta y se marchó, tocándose el gorro al pasar junto a Hildegarde Müller.

Dietrich no vio ningún otro movimiento entre los árboles. Tal vez no había visto nada antes, sólo los retoños cimbreándose en el bosque.

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