A su regreso, Dietrich pasó por los campos de primavera y se sorprendió de ver a siervos y arrendatarios enfrascados en sus labores. Algunos lo saludaron, otros se apoyaron en sus palas y lo miraron. Herwyg el Tuerto, que trabajaba un surco cerca del camino, le pidió que bendijera su sembrado, cosa que Dietrich hizo al punto.
—¿Qué noticias hay de los krenken? —le preguntó a su arrendatario. De la aldea llegaban sonidos de mazas y el olor de pan fresco en el horno.
—Nada desde antes de ayer, cuando silenciaron a algunos. La mayoría se esconde en la iglesia. —Herwyg se echó a reír—. Supongo que ese monje predicador duele menos que una paliza.
—¿Entonces no se ha hecho nada con los krenken que partieron con el Herr?
El Tuerto se encogió de hombros.
—No han regresado.
Dietrich cabalgó hasta Santa Catalina, donde encontró a un puñado de krenken repartidos de forma desigual por la nave. Algunos estaban de pie, otros en su postura agachada característica. Tres colgaban de las vigas. Joachim estaba en el púlpito mientras un krenk de aspecto fornido con un arnés de cabeza traducía para aquellos que carecían de uno.
—¿Dónde está Hans? —preguntó Dietrich en medio del silencio que saludó su entrada.
Joachim negó con la cabeza.
—No lo he visto desde que partió el ejercito.
Uno de los krenken agachados zumbó y el fornido dijo a través del mikrophone:
—Beatice pregunta si Hans vive. Es un asunto importante para ella —añadió con la sonrisa krenk.
—Su banda actuó con valentía en el conflicto —le dijo Dietrich— Sólo uno murió y Hans lo vengó de un modo cristiano. Por favor, discúlpame, he de encontrarlo.
Se había dado ya la vuelta cuando Joachim lo llamó.
—¡Dietrich!
—¿Qué?
—¿Cuál de ellos murió?
—El llamado Gerd.
Este anuncio, cuando se tradujo, causó gran cantidad de chasquidos y zumbidos. Un krenk empezó a agitar los brazos violenta y repetidamente. Otros trataron de llamarlo de manera rápida y tentativa, como si le tocaran en el hombro para requerir su atención. También Joachim bajó del púlpito e imitó el gesto krenk.
—Benditos los que lloran —le oyó decir Dietrich—, pues ellos serán consolados. La pena dura un momento, pero la dicha es dicha eterna en presencia de Dios.
Una vez fuera, Dietrich volvió a montar y se hizo con las riendas.
—Vamos pues, hermana yegua, he de pedir tu servicio una vez más.
Tras espolear al animal en las costillas, cabalgó hacia el Bosque Grande, levantando terrones de barro del camino empapado del valle del Oso.
Encontró a Hans en el navío krenk. Los cuatro krenken supervivientes estaban apretujados en una habitacioncita llena de cajas de metal, en el nivel inferior. Las paredes de la habitación estaban chamuscadas, y no era extraño. Cada caja tenía filas de pequeñas ventanas recubiertas de cristal, dentro de las cuales ardían unas pequeñas hogueras: rojo brillante, azul oscuro. Algunas cambiaron de color mientras Dietrich observaba. Otras ventanas eran oscuras y las cajas estaban chamuscadas por los incendios que había causado el naufragio del navío. Una caja estaba completamente arruinada, los paneles combados y retorcidos, de modo que Dietrich pudo ver que dentro había muchos cables y pequeños artilugios. Era en esa caja en la que Gottfried trabajaba con su varita mágica.
Debió de moverse, pues los krenken se volvieron de pronto. Dietrich había aprendido que el ojo krenk era especialmente sensible al movimiento. Cuando Dietrich sacó el arnés de cabeza de su zurrón, Hans cruzó la habitación de un salto y le arrancó el mikrophone de las manos. Luego, agarrando a Dietrich por la muñeca, lo condujo escaleras arriba hasta la habitación donde se habían conocido. Allí, Hans activó los «habladores».
—Gschert controla las ondas-en-ningún-medio —dijo el krenk—, pero esta cabeza habla sólo en esta habitación. ¿Cómo sabías que nos ibas a encontrar aquí?
—No estabais en Falkenstein, ni os ha visto nadie en la aldea. ¿Adónde más podríais haber ido?
—Entonces Gschert no lo sabe todavía. Los canales-de-voz nos avisaron de problemas. Y teníamos que enterrar a Gerd e instalar el cable. —Hans estiró su largo brazo—. Aquí hace frío, pero… Ahora comprendo lo que tu pueblo quiere decir con «sacrificio». ¿Fuiste al campo de batalla?
—Tus paisanos se pusieron a pelear por tus acciones y quise ir a advertirte. Temí que regresaras para ser encarcelado, o algo peor. —Dietrich vaciló—. El Herr dijo que perdonaste al hombre que mató a Gerd.
Hans estiró el brazo.
—Necesitábamos el alambre, no su muerte. Este alambre, hilado por un auténtico orfebre del cobre, puede que sirva para la tarea. No es culpa del bendito Lorenz. El cobre no era su oficio. Ven, regresemos abajo. Recuerda, sólo Gottfried está con nosotros en todo. Friedrich y Mechtilde se han unido sólo por miedo al alquimista, no por amor al prójimo.
Dietrich observó durante un rato cómo los cuatro krenken unían cables y los tocaban con diversos talismanes, ¿quizá para bendecirlos con alguna reliquia? Una o dos veces parecieron discutir y consultaron manuscritos iluminados del «circuito elektronik». Trató de discernir cuál de los otros dos era Mechtilde, obviamente una krenken, aunque los estudió con atención, no pudo apreciar ninguna diferencia notable.
Como se aburría, paseó por dentro del navío y llegó a la sala que Kratzer había llamado del piloto, aunque no había ventana para mostrarle al piloto dónde estaba el navío, sólo paneles de cristal opaco, varios de los cuales estaban oscurecidos por efecto del fuego. Uno de ellos cobró brevemente vida, acompañado por un claqueteo de voces krenk desde abajo.
Un sillón acolchado en el centro era el trono del capitán, desde donde daba órdenes a sus lugartenientes. Dietrich se preguntó qué hubiera pasado si aquel noble hubiera sobrevivido. El capitán tal vez no habría fracasado tanto como Gschert. Sin embargo, siendo más competente que Gschert, ¿no se habría librado, con la típica cólera krenk, del riesgo de ser descubierto deshaciéndose de los descubridores?
Dios tenía un fin para cada cosa. ¿A qué propósito servía haber unido a un sacerdote y erudito recluido con una extraña criatura que instruía cabezas parlantes?
Dietrich salió de la sala del piloto y se dirigió a la puerta exterior, donde respiró aire fresco. Un grito lejano resonó entre los árboles y, al principio, pensó que se trataba de un halcón. Pero era demasiado prolongado e insistente, y de repente quedó claro: el relincho de un caballo asustado.
Dietrich se dio media vuelta, corrió hacia la escalera y estuvo a punto de tropezar con su túnica mientras bajaba los escalones.
—¡Viene Gschert! —gritó, pero los krenken ni siquiera lo miraron. Dietrich advirtió que la voz humana para ellos no era más que un sonido, igual que sus chasquidos lo eran para él. Así que agarró a Hans por el antebrazo.
Por reflejo, el krenk lo empujó a un lado. Hans se volvió y a Dietrich no se le ocurrió nada mejor que señalar la escalera y gritar «¡Gschert!», esperando que la criatura hubiera oído el nombre lo bastante a menudo para reconocerlo sin traducción.
Debió de funcionar, pues Hans se detuvo un instante antes de descargar un torrente de cháchara a sus camaradas. Friedrich y Mechtilde soltaron sus herramientas y corrieron hacia la escalera, sacando sus pots-de-fer de sus cinturones. Gottfried alzó la cabeza mientras seguía trabajando con la varita mágica y, apartando primero los vapores con la mano, hizo el gesto de lanzar hacia Hans, quien esperó un momento más, luego echó la cabeza hacia atrás todo lo que pudo hasta que también él corrió a la escalera.
Dietrich se encontró a solas con Gottfried, su primer converso…, a menos que contara el críptico abrazo del alquimista a las palabras de la Consagración. Gottfried continuó uniendo cables a los diminutos puntos con su metal-solidare, pero Dietrich pensó que era consciente de que lo estaban observando. Gottfried apartó la varita y la dejó sobre una caja que parecía de fibras de metal trenzadas. Usando un torcedor-de-tornillos, sacó un cuadradito del «circuito». Se lo arrojó a Dietrich, quien tuvo que cogerlo al vuelo, y colocó en su lugar un aparato algo más grande que parecía construido con restos de otros. Al examinar el artilugio extraído, Dietrich vio que, en vez de alambres de cobre, del aparato colgaban diversas fibras tan finas como un cabello y que parecían atrapar la luz dentro de sí mismas.
Gottfried chasqueó las mandíbulas y señaló el aparato que Dietrich tenía en la mano y el aparato más schlampig que había instalado en su lugar. Extendió las manos en un gesto muy humano y meneó la cabeza varias veces, con lo que Dietrich comprendió que Gottfried dudaba que el elektronikos fluyera a través de los hilos de cobre con la misma eficacia que la ¿luz? había fluido una vez a través de las fibras similares a cabellos.
Tras haber expresado por señas sus dudas, Gottfried hizo el signo de la cruz y, dedicándose una vez más a la tarea, despidió a Dietrich agitando un brazo.
Dietrich encontró a Hans fuera, agazapado con los otros dos krenken tras unos barriles de metal. Hans agarró a Dietrich por la túnica y lo obligó a colocarse también detrás de los barriles, donde la tierra húmeda empapó su ropa y heló sus miembros. Vio que los krenken estaban temblando, aunque el día era moderadamente frío para sus sentidos. Se quitó la capa y la colgó de los hombros de Hans.
Hans ladeó la cabeza para mirar directamente a Dietrich. Luego le tendió la capa al krenk que estaba agachado junto a él. Éste (Mechtilde, pensó Dietrich) la tomó y se envolvió en ella, cerrándola alrededor de su garganta. El tercer krenk estaba agachado pero ligeramente erguido, asomando por encima de los barriles. Un hombre hubiese escrutado las inmediaciones, pero él mantenía la cabeza tan quieta como una gárgola. Para captar mejor el movimiento en el bosque, supuso Dietrich. De vez en cuando, el tercer krenk se acariciaba ausente el cuello.
El caballo había dejado de relinchar y por eso Dietrich pensó que la bestia había huido…, a menos que Gschert la hubiera matado. Alzó la cabeza para mirar hacia los bosques y un sonido como el de una abeja pasó junto a él, seguido un momento más tarde por un brusco rugido en la linde del bosque y el choque de una piedra contra el navío que tenía detrás. Hans obligó a Dietrich a tirarse al suelo una vez más y chasqueó sus mandíbulas a menos de un palmo de su cara. El mensaje estaba claro: no hagas ningún movimiento súbito. Dietrich miró a Friedrich y advirtió que su antena izquierda se había doblado levemente para indicar un punto en el bosque. Hans cruzó sus antenas y, muy lentamente, colocó su pot-de-fer en posición para lanzar una bala a sus atacantes.
Hans emitió un sonido penetrante con sus callosos labios laterales y le respondió un zumbido similar desde el bosque. Dietrich sacó el arnés de cabeza del zurrón y lo agitó ante Hans indicando que iba a ponérselo.
—Le dije —anunció Hans cuando también él se colocó el arnés— que sus balas dañarían nuestro único medio de escape. Pero se preocupa menos por nuestro escape que por mi obediencia. Cuando un hombre no puede conseguir nada, sólo le queda ese orgullo.
Como su canal privado había sido clausurado, Hans hablaba a través del canal común, sin que le preocupara ya que los oyeran.
—Yo ordeno, hereje —contestó Gschert—. Tu lugar es servir.
—En efecto, nací para servir. Pero sirvo a todos en este viaje, y no sólo a ti. Temes tanto arriesgar a uno de nosotros que estarías dispuesto a perdernos a todos. Si mandas aquí, tu orden es que muramos. Eras la mano izquierda de nuestro capitán, pero sin la cabeza, la mano no sabe qué agarrar.
Por respuesta, les llegó otra bala. Esta vez no hubo ruido de golpe, sino un sonido parecido al de un pie que se hunde en un profundo charco de barro. Dietrich miró por encima del hombro y jadeó, pues el navío krenk brillaba con una suave luz interna, sin fuente, ¡a través de la cual Dietrich pudo ver los árboles del otro lado! Se persignó apresuradamente. ¿Podía lo inanimado tener espíritu? Mientras observaba, el navío pareció encogerse, como si se alejara.
Hans y los otros lo habían visto también. Friedrich y Mechtilde zumbaron, y Hans dijo, como para sí mismo:
—Ten cuidado, Gottfried… Manténla firme… —Entonces se dirigió a Gschert—: ¿Dónde está nuestro piloto? ¡Debería estar aquí para llevar el timón!
—Tu herejía ha dividido la Red. Zachary no quiere venir. ¿Confiarías tu vida a semejante remiendo? Aunque caiga al Otro Mundo, ¿volverá a subir?
—Entonces, al menos será una opción de muerte y no la peor de las opciones.
El temor atenazó el corazón de Dietrich y el cabello y el vello de los brazos se le erizaron. La nave krenk de repente recuperó su forma y tamaño y una onda de elektronikos atravesó a Dietrich y llegó al claro, donde fuegos fatuos bailaron brevemente en las copas de los árboles y en las armas y en diversos objetos metálicos.
El brillo amarillo tras los ojos de Hans pareció oscurecerse.
—Ah, Gottfried —dijo.
El llamado Friedrich se volvió hacia él con el pot-de-fer en la mano. Dijo algo, pero Dietrich sólo escuchó la respuesta.
—Un pequeño salto da comienzo a un viaje largo.
Friedrich vaciló, luego bajó el arma. Dijo algo más, pero Hans no le respondió.
Sin previo aviso, Gottfried apareció en la puerta del navío y cruzó el espacio abierto hasta el lugar donde Hans y Dietrich estaban agazapados. Llevaba puesto su arnés de cabeza.
—Tendría que haber pedido vuestra bendición para el aparato, padre. Tal vez sólo faltó eso.
Hans se llevó una mano a la frente.
—Ha faltado muy poco —dijo.
—¡Bwa! —dijo Heinzelmännchen—. Eso dijo el cazador del Salto del Ciervo.
Entonces saltó sobre los barriles de metal tras los que se escondían y, abriendo mucho los brazos, exclamó:
—¡Éste es mi cuerpo!
Hans lo derribó al suelo un momento antes de que un enjambre de balas volara hacia él.
—Esos necios —dijo Hans—. Si dañan las paredes, el navío no navegará nunca. Debemos… debemos…
Su cuerpo hizo un ruido como de concertina, pues los krenken poseían muchas pequeñas bocas en todo el cuerpo.
—Ach. ¿Es que no llegará nunca el tiempo-cálido?
—El verano llega siempre —dijo Dietrich. Se volvió hacia Gottfried y añadió—: No debes desesperar y renunciar a la vida por un fracaso.
—El suyo no ha sido un acto de desesperación, sino de esperanza —le dijo Hans a Dietrich. Entonces, pasado su pánico momentáneo, concluyó—: Debemos eliminar a Herr Gschert.
—Decirlo es más fácil para ti que para nosotros —dijo Gottfried— Tú sirves a Kratzer y no estás «obligado-por-juramento» al amo del navío como lo estamos nosotros. Sin embargo, aunque me apena verle caer, hay que hacerlo.
—¿Cuántos ha traído?
—¡Bwa! Por lo que parece, a todos menos a Zachary.
A partir de aquel momento tuvo lugar un combate extraño y lento. Acostumbrado a la justa y el encontronazo, a Dietrich le pareció algo muy peculiar, pues los combatientes mantuvieron una perfecta tranquilidad durante largos períodos. Sus compañeros, detrás de los barriles, parecían estatuas, pero estatuas que se movían imperceptiblemente. Cada vez que miraba a Hans, el sirviente de la cabeza parlante había adoptado una postura diferente. Comprendió que aquel estilo debía de ser muy adecuado para una gente cuyos ojos respondían al movimiento, pues la perfecta inmovilidad debía de dificultar verlos. Sin embargo, también debía de ponerlos en peligro cuando se luchaba contra quienes atacaban en tropel. A Dietrich se le ocurrió que si Gschert y Manfred hubieran luchado el día de la romería, cada uno habría sido vulnerable al otro. Pues permanecer quieto ante una carga era fatal, mientras que correr contra aquellos que tenían una aguda percepción del movimiento lo era igualmente.
En ocasiones, la detonación de un pot-de-fer indicaba un movimiento descuidado, y entonces los krenken demostraban que eran en efecto capaces de moverse velozmente. Las balas silbaban contra los barriles o pelaban las ramas de los árboles. Los combatientes ocupaban posiciones muy alejadas para lanzar sus disparos. El temblor de un matorral y el chasquido de ramas dentro de la oscuridad de los árboles indicaba que los hombres de Gschert estaban haciendo lo mismo. El ritmo irritó a Dietrich y anheló un ataque entre gritos y prisas.
Lleno de horror, Dietrich advirtió que un krenk había aparecido en el claro. Tan inmóvil como una roca o un árbol, estaba agazapado junto a la mesa y las sillas donde los refugiados se sentaban a descansar en tiempo más cálido. Dietrich no sabía a través de qué imperceptibles etapas había llegado a esa posición, y cuando volvió a mirar, ya no estaba.
Al mirar a la izquierda, vio a un krenk desconocido agazapado allí. Dietrich dejó escapar un grito de sorpresa y horror, y habría saltado a su propia perdición si Hans no lo hubiera agarrado firmemente por el hombro.
—Beatke está con nosotros —dijo, y Hans y el recién llegado se tocaron suavemente las rodillas el uno al otro.
El bosque parecía lleno de langostas, pues los dos bandos atacaban también con palabras, aunque Dietrich sólo oía las diatribas que pasaban a través del Heinzelmännchen. Las palabras de Gschert eran como miel para un hombre que ayuna, llamadas al ansia innata de obediencia de los herejes.
—Ya has usado tu poder, Gschert —gritó Hans—, más allá de lo que es justo. Si hemos nacido para servir, y tú para mandar, entonces tus órdenes deben ser para el bien de todos. No negamos nuestro lugar en la Red. Negamos el tuyo.
Otro krenk, también con un arnés de cabeza, aunque Dietrich no lo conocía, dijo:
—Los que trabajamos seremos escuchados. Tú dices «haced esto» y «haced lo otro», mientras que tú no haces nada. Descansas en las espaldas de los demás.
Poco a poco Dietrich se dio cuenta de que más de una docena de krenken se alineaban ahora con Hans. Ninguno tenía pot-de-fer, pero llevaban diversas herramientas y artilugios. Estaban encaramados a los árboles o tras las rocas o en el arroyuelo que corría junto al claro.
—Pero Shepherd dijo que la obediencia era como el hambre —dijo Dietrich.
Su queja fue transmitida por el canal común y alguien que no conocía respondió:
—Así es, pero un hombre hambriento puede golpear a quien proporciona comida podrida.
Entonces una feroz cháchara creció en magnitud desde el lado del claro donde estaba Dietrich. A su alrededor había estatuas que, a cada mirada, habían alterado su postura, y de repente Dietrich se sintió pequeño junto a su madre en la catedral de Colonia, contemplando las gárgolas y los santos de rostro serio que lentamente se volvían hacia él. El Armleder había regresado, nacido de nuevo entre los krenken.
«Entre dos ejércitos es peligroso poner a pastar tu ganado», había dicho Gregory Mauer.
Dietrich dejó atrás la protección de los barriles y salió al claro que separaba las dos facciones enfrentadas.
—¡Alto! —gritó, esperando ser golpeado a muerte de un momento a otro por una docena de pots-de-fer. Alzó ambos brazos—. ¡Os ordeno en nombre de Cristo que soltéis vuestras armas!
Sorprendentemente, no le dispararon ninguna bala. Durante un momento, nada se movió. Entonces, primero uno, luego otro, los krenken salieron de sus escondites. Hans echó atrás la cabeza y dijo:
—Me avergüenzas, Dietrich de Oberhochwald.
Y dejó caer su pot-de-fer al suelo. A este gesto, Herr Gschert salió del bosque.
—Tienes razón —dijo—. El asunto es entre el Hans y yo, solos, y es al cuello.
Dio un paso al frente, y Hans, tras un momento en que él y Beatke se tocaron, saltó al claro para recibirlo.
—¿Qué significa «al cuello»?—preguntó Dietrich.
—Lo cierto es que encontrándonos en este mundo volvemos a las costumbres de nuestros antepasados —le dijo Gschert a Hans. Y se quitó la ropa, arrojando al suelo la blusa y el ajado cinturón, y se quedó de pie, temblando, en la tarde de marzo.
Hans había llegado junto a Dietrich.
—Recuerda que es mejor que muera un hombre que todo un pueblo, y si esto restablece la concordia… —dijo. Se volvió hacia Gschert y añadió—: «Éste es mi cuerpo, que será entregado por vosotros.»
Al cuello, Dietrich advirtió de repente que Hans no iba a defenderse de las mandíbulas de Gschert.
—¡No! —dijo.
—¿Hemos llegado a esto, pues? —preguntó Gschert.
—Como Arnold siempre supo que pasaría —respondió Hans—. Gálatas 5:15.
—¡Adelante con tu superstición carente-de-pensamiento, entonces!
Pero antes de que Gschert pudiera saltar sobre el pasivo Hans, Dietrich oyó el imponente toque de una trompeta, el sonido que era mejor que todos los ecos del mundo.
—Fue bastante sencillo —dijo Herr Manfred mientras Max y sus soldados conducían a los ahora obedientes krenken de vuelta hacia Oberhochwald—. Antes incluso de que llegara a la aldea, los campesinos me dijeron que habías salido galopando como un loco hacia el Bosque Grande, y que, poco después, los krenken te siguieron. Hice que mis hombres doblaran el paso. Tuvimos que dejar nuestros caballos tras el risco, pero íbamos medio armados para el viaje y por eso la marcha no fue difícil. Oí parte de lo que sucedía por el canal común. ¿Cuál fue la causa de todo?
Dietrich contempló el claro, el montón de utensilios, la falta de orden.
—Los krenken tienen hambre de obediencia y Herr Gschert les ha servido gachas pasadas —dijo.
Manfred echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
—Si tienen hambre de obedecer a alguien —dijo el señor de Oberhochwald—, yo mismo les serviré esas gachas.
Y así, más tarde, en el gran salón, Hans y Gottfried unieron las manos y Manfred las rodeó con las suyas propias e hicieron sus juramentos al barón Grosswald y aceptaron a Herr Manfred como su señor. En reconocimiento a su valor en la batalla de la Roca del Halcón, Manfred colocó un rubí en la mano derecha de Hans. Gschert no estaba contento con el acuerdo, pero accedió como Nicodemo en que eso resolvía el problema de la desobediencia.
Shepherd aceptó también que dos de sus peregrinos pidieran ser aceptados en el señorío y bautizados.
—Los que viven en tierras extrañas a menudo aceptan las rudas costumbres de la tierra. Tenemos un término para eso, que podríamos traducir como «caminar tras los pasos de los nativos». Piensan que así eliminan sus preocupaciones. Más tarde, lo lamentan; pero los lamentos deben venir después. Eres listo, sacerdote, y has liberado a Hans y sus herejes de una carga; pero déjame a mí la mía. —Y la líder de los peregrinos estudió a Herr Gschert al otro lado del salón—. Sin embargo, creo que Hans no se ha librado de toda la suya. Creo que tu Herr Manfred no nos permitirá partir y eso, sobre todas las cosas, es lo que Hans desea.
—¿No lo deseáis todos?
—Es en vano desear lo imposible.
—Eso se llama «esperanza», mi señora. Cuando Gottfried estaba reparando el «circuito», me dio a entender que esa reparación no se ajustaba a los baremos de los artesanos originales. Sin embargo, se aplicó a la tarea con voluntad, y no pude dejar de admirarlo por eso. Cualquier necio puede sentir esperanza cuando el éxito está a la vista. Hace falta una auténtica fuerza para tener esperanza cuando todo parece perdido.
—¡Carencia de pensamiento!
—Si se persevera, la gracia de Dios puede favorecerte con el éxito después de todo, y la desesperación nunca vencerá. Mi señora, ¿qué habrías hecho, de haber depuesto al barón Grosswald?
La líder de los peregrinos sonrió con la sonrisa krenk, que a Dietrich siempre le parecía casi una burla.
—Ordenar a Hans que hiciera lo que ha hecho.
—¡Y sin embargo le acusas de que lo hiciera!
—¿Sin órdenes? Sí.
Dietrich se volvió para mirar a la cara a lady Shepherd.
—Tú enviaste a Gschert al Bosque Grande.
—En mi país —respondió la dama—, jugamos a un juego. Colocamos piedras en orden. Algunas piedras se quedan en su sitio y a ésas las llamamos… El Heinzelmännchen dice que «colmenas», pero yo digo que «castillos» es mejor. Los guerreros-piedra salen de ellos y se mueven de un sitio a otro siguiendo ciertas reglas. Juegan al juego tres oponentes.
Dietrich comprendió.
—Entonces estás jugando a las piedras.
Lady Shepherd cerró sus labios laterales con medida delicadeza.
—Una ocupa su tiempo lo mejor que puede. Las complicaciones del juego me ayudan a olvidar. «Como morimos, reímos y saltamos.»
—Na —dijo Dietrich—. Hans ya está fuera del juego. Ahora es vasallo de Manfred.
La krenken se echó a reír.
—También hay una versión para cuatro jugadores.