9. AHORA: Tom

El subconsciente es algo maravilloso. Nunca duerme, no importa lo que haga el resto de la mente. Y no deja de pensar. No importa lo que haga el resto de la mente.

Tom despertó bañado en sudor frío. «¡No, no es posible!» Era absurdo, ridículo. Pero todo encajaba. Todo estaba en su sitio. ¿O no? ¿Era la respuesta a su dilema o una quimera que sólo tenía sentido como sueño perturbado?

Miró a Sharon, que estaba acostada, completamente vestida, a su lado. Debía de haber regresado tarde del laboratorio y se había echado. Normalmente, él se despertaba cuando ella entraba en el apartamento, no importaba lo tarde que fuera o lo profundo de su sueño, pero no podía recordar a qué hora había vuelto ella la noche anterior. Sharon se volvió un poco y sus labios esbozaron una sonrisa. Soñando con cronones, sin duda.

Tom se levantó de la cama y salió de puntillas de la habitación, cerrando la puerta con cuidado. Se sentó ante CLIODEINOS y recuperó el archivo de Eifelheim. Repasó y cotejó cada artículo, creando un mapa de relaciones. La información se encuentra en la configuración de los hechos, no en los hechos mismos. Reagrúpalos de otro modo y, ¿quién sabe?, su significado puede cambiar por completo.

Puso los hechos en orden cronológico, situando los sin fechar por contexto o por relación lógica, cosa que no siempre era una tarea sencilla. No sólo se había reformado el calendario, sino que el año empezaba en otra fecha. Durante el Imperio, un año de Nuestro Señor empezaba con la fiesta de la Encarnación, mientras que los años civiles de Ludovico IV empezaban el día de Año Nuevo. A Tom le parecía algo retorcido, pero Judy se había echado a reír antes de decirle: «Al César lo que es del César, Tom. Los papas y emperadores puede que estuvieran compitiendo durante siglos, pero nadie se olvidó nunca de que tenían diferentes esferas de autoridad.»

Lo cual significaba que todo, desde el 1 de enero al 25 de marzo de 1349, según la terminología moderna, había sido registrado como Anno Domini 1348.

Comparó las fechas con la epidemia de Peste Negra en Basilea y Friburgo, y con cualquier otro acontecimiento contextual acerca del que pudo encontrar información. El registro era desigual, incompleto. Si los forasteros habían llegado en otoño, ¿por qué no hubo rumores de hechiceros y demonios en Oberhochwald durante seis meses o más? En realidad no sabía cuándo había comprado Dietrich el alambre, ni cuándo «los viajeros decidieron intentar volver a casa». ¿Y cómo encajaba Ockham? El Papa lo había invitado a Aviñón el 8 de junio de 1349, pero había pruebas de que había salido antes de Munich, justo antes de que se declarara la peste allí. No se había vuelto a saber de él, y los historiadores suponían que había muerto de peste por el camino. Su ruta lo habría llevado cerca de Oberhochwald. ¿Se habría pasado por allí para ver a «mi amigo, el doctor seclusus»? ¿Había llevado la plaga consigo desde Munich? ¿Había muerto allí?

Tom mordisqueó la punta de su lápiz óptico. Envidiaba a los físicos. Las respuestas estaban siempre «al final del libro». Si un físico era lo bastante persistente o lo suficientemente listo, podía arrancárselas a la fuerza al universo. Los cliólogos eran menos afortunados. Los hechos en sí mismos no siempre sobrevivían, y los que sobrevivían lo hacían por suerte, no por su importancia. Por muy persistente que fueras, no podías interpretar un archivo quemado en un incendio hacía siglos. Si no eras capaz de vivir con eso (con el conocimiento de que las respuestas no estaban al final del libro), era mejor que te apartaras por completo de la historia.

Estudió su lista y sus diagramas con atención, consultando los documentos originales de vez en cuando para refrescar los detalles en su mente. En un mapa, comprobó el vuelo del «Demonio de Feldberg» desde San Blasien «en dirección a Feldberg». Oberhochwald estaba en su camino. En el fondo, no veía ninguna otra explicación posible. De hecho, se preguntaba por qué no lo había comprendido antes. ¿Qué le había dicho a Sharon aquel día en el restaurante? Tal vez el subconsciente es más listo de lo que pensamos.

O tal vez no. Se echó atrás en su silla y contempló el techo, pellizcándose el labio. No encontraba ningún fallo obvio en su razonamiento; pero ¿qué importaba eso? A veces lo obvio no es más que una quimera. Necesitaba una segunda opinión. Alguien en cuyo juicio (y discreción) pudiera confiar. Copió sus archivos y añadió un sumario. Cuando miró el viejo reloj digital con su pantalla de cristal líquido, eran las tres y veinte de la madrugada. Eso significaba que en Friburgo eran las nueve y veinte de la mañana. Inspiró profundamente, vaciló, y entonces, antes de poder pensárselo dos veces, lo mandó todo a mi despacho, a un cuarto de mundo de distancia. Añadió sólo una pregunta: «Was glaubst du?» ¿Cuál es tu deducción?


El mensaje de Tom picó mi curiosidad. Le contesté con un e-mail diciendo que una respuesta requeriría varios días de investigación, como mínimo, y me fui a la biblioteca de la Albert-Louis. Allí encontré algunos de los documentos que me había pedido y los comparé con los que me había enviado. Luego busqué más documentos y me salté varios siglos y los leí también. Después, a solas, fumé mi pesada pipa tallada y, entre humo de tabaco, reflexioné. Dejamos la dignidad para la vejez; la que tenía, me la había ganado. Sin embargo, Tom era difícilmente el tipo de hombre que llega precipitadamente a conclusiones o gasta bromas pesadas a los amigos.

Pero un amigo es un amigo, y ya habrán advertido que él y yo nos tuteábamos. Y eso no es moco de pavo.

Así que, dos días más tarde, escaneé los documentos que había encontrado, los comprimí e hice todas esas cosas maravillosas que nos permite la tecnología moderna; luego los adjunté a un e-mail. Con cautela (con mucha cautela), esbocé mis conclusiones. Si Tom tenía la inteligencia que Dios les había dado a los nabos, podría leer entre líneas tan fácilmente como en los renglones. Esto es lo que significa «inteligencia»: inter legere.


—¿Qué haces levantado tan temprano?

Tom dio un respingo; estuvo a punto de caerse de la silla. Se sujetó al borde de la mesa y, cuando miró alrededor, vio a Sharon de pie en la puerta del dormitorio, frotándose los ojos.

—¡No te me acerques de esa forma tan sigilosa!

—Vaya, ¿de qué forma quieres que me acerque a ti, pues? Además, un camión Mack podría atropellarte y no te darías cuenta, tan concentrado estás en esa impresora. —Bostezó—. Eso es lo que me ha despertado. La impresora.

Entró descalza en la cocina y enchufó la tetera.

—Es hora de levantarse, de todas formas —gritó por encima del hombro—. ¿Qué haces despierto a esta hora?

Tom recogió la última hoja de la impresora y le echó un vistazo rápido. Había estado leyendo mi mensaje según iba saliendo.

—Estoy conectado con Anton. Llevamos una hora enviándonos mensajes.

—¿Anton Zaengle? ¿Cómo está?

—Está bien. Quiere que vaya a Friburgo. —Tom repasó el fajo de hojas con el pulgar—. Esto es el cebo para atraerme allí.

Ella asomó la cabeza por la puerta.

—¿A Friburgo? ¿Por qué?

—Creo que cree lo que creo.

—Oh. Bien, gracias por aclarármelo.

—Tardaría demasiado y suena absurdo.

—Eso no te ha detenido otras veces. —Se secó las manos con un trapo de cocina, cruzó la habitación y se plantó tras él, apoyando ambas manos en sus hombros—. Tom, soy física, ¿recuerdas? Al lado de esos extraños y encantadores quarks nada parece ridículo.

Tom se pellizcó el labio inferior. Tras un momento, lanzó los papeles a la cesta de su mesa.

—Sharon, ¿para qué necesitaría un sacerdote de una aldea perdida, en la Edad Media, doscientos palmos de alambre de cobre?

—Bueno… No lo sé.

—Ni yo tampoco; pero ordenó que se lo hicieran especialmente. —Se inclinó hacia delante y sacó una hoja del montón. Estaba muy subrayada en rojo—. Y, durante el verano de 1349, los monjes de un monasterio cercano a Oberhochwald oyeron truenos cuando no había nubes en el cielo. —Soltó la hoja—. Y peccatores Eifelheimensis, los pecados de la gente de Eifelheim, algo que encontró Anton, declara herética la idea de que pudiera haber hombres con alma que no descendieran de Adán.

Sharon sacudió la cabeza.

—Todavía estoy dormida. No lo pillo.

Tom se sorprendió al descubrir lo reacio que era a expresar sus pensamientos en voz alta.

—Muy bien —dijo—. Hace unos setecientos años, seres inteligentes de otro mundo quedaron atrapados cerca de Oberhochwald, en la Selva Negra. —Ya estaba. Lo había dicho. Alzó una mano para hacer callar a Sharon, que se había quedado boquiabierta—. Su nave se estropeó. Creo que viajó a través del hipoespacio Nagy. No murieron, pero su caída fue suficiente para iniciar un incendio en el bosque y herir a algunos.

Sharon había recuperado el habla.

—Espera un momento, espera un momento. ¿Qué prueba…?

—Déjame terminar. Por favor. —Tom puso en orden sus pensamientos y continuó—. La súbita aparición de los alienígenas y, además, sus rasgos físicos (ojos amarillos saltones, por ejemplo) asustaron a muchos aldeanos, que huyeron a las poblaciones cercanas esparciendo rumores acerca de demonios. Otros, incluido el sacerdote de la aldea, el pastor Dietrich, vieron que los alienígenas eran criaturas que necesitaban ayuda. Para asegurarse, el cura obtuvo un permiso cuidadosamente redactado de su obispo; algo que podía pedir en latín sin descubrir el pastel.

»Los alienígenas vivieron en Oberhochwald durante muchos meses. Mientras fray Joachim y otros los acusaban de hechicería y de adorar al diablo, los aldeanos intentaron ayudar a los alienígenas a reparar su nave dañada. Tendría que haberme dado cuenta por lo del alambre de cobre. ¿Qué uso podían darle unos viajeros terrestres? También volaban. ¿Eran criaturas aladas? ¿Tenían antigravedad? Tal vez tenían un modo de dominar esa energía de vacío de la que hablas. En su carta, el pastor Dietrich sólo negó cuidadosamente que sus huéspedes volaran por medios sobrenaturales.

Se había quedado sin aliento. Estudió el rostro de Sharon en busca de un atisbo de su reacción.

—Continúa —dijo ella.

—Los alienígenas eran inmunes a la peste (bioquímica diferente), y devolvieron el favor a los aldeanos cuidando de ellos. Al menos algunos. Otros, estoy seguro, habían sucumbido ya a la apatía. Dietrich incluso convirtió a unos cuantos. Tenemos constancia de al menos un bautismo. ¿Johannes Sterne? Oh, sabía de dónde venían sus huéspedes. Lo sabía.

»Los alienígenas también empezaron a morirse. No de peste, sino por falta de algún nutriente vital. De nuevo debido a la bioquímica diferente. «Comen, pero no se nutren», fue como lo expresó Dietrich. Cuando su amigo Hans murió…, y esto es una suposición: cuando Hans finalmente murió, Dietrich lo enterró en el patio de la iglesia e hizo tallar su cara en piedra para que las generaciones futuras lo supieran. Sólo que no sabía cuántas generaciones serían, ni que la aldea misma desaparecería.

»¿E1 tabú? Fácil. Había realmente “demonios” allí. Y, poco después de que Joachim maldijera el lugar, fue golpeado por la peste. Bastante impresionante para unos campesinos supersticiosos. ¿Estaban los demonios realmente muertos o sólo dormidos? ¿Esperando nuevas víctimas? La gente evitó la aldea y pasó la prohibición a sus hijos. Si no obedeces a mamá, los demonios voladores vendrán y te llevarán. Poco después, la etiqueta de Joachim, Teufelheim, se convirtió en el eufemismo Eifelheim y el nombre original de Oberhochwald se olvidó gradualmente. Todo lo que quedó fue la costumbre de evitar el lugar, vagos cuentos de monstruos voladores y una lápida con una cara.

Ya estaba. Lo había contado todo. Gran parte eran deducciones, inferencias. No tenía ninguna fuente primaria sobre el hermano Joachim, por ejemplo, pero yo le había encontrado las memorias de un abad del convento de Estrasburgo en las que cita a Joachim diciendo: «El gran fracaso de Oberhochwald trajo la más terrible de las maldiciones sobre sus cabezas, algo sobre lo que yo los había advertido repetidas veces», lo cual parecía una prueba bastante clara de su condenación.


Ella se lo quedó mirando. La cabeza le daba vueltas. «¿Alienígenas? ¿En la Alemania medieval?» Era fantástico, increíble. ¿Hablaba en serio? Lo escuchó mientras le contaba la historia. ¡Su solución era más increíble que el problema original!

—¿Y crees que esa historia es cierta? —preguntó cuando él terminó.

—Sí. Y Anton también. —Le mostró una nota que acompañaba las páginas—. Y no es ningún tonto.

Ella leyó la nota rápidamente.

—No lo dice claramente —recalcó.

Tom sonrió.

—Ya te digo que no es ningún tonto.

—Eso queda para ti, supongo. Lo que me gustaría saber es por qué has metido en esto el espacio Nagy. Si estás decidido a arruinar tu reputación, ¿no puedes dejar que la mía se salve?

Tom hizo una mueca.

—Reconoce que no soy tonto del todo. Te estoy diciendo que esta teoría explica perfectamente los hechos. Y, si es cierta… —Su voz se apagó.

«Si es cierta…» Sharon sintió que su corazón se aceleraba.

—Me he servido del espacio Nagy porque ni Dietrich, ni nadie más, describió una nave espacial.

—¿Cómo iban a hacerlo? —señaló ella—. No tenían el concepto de nave espacial.

—Los medievales no eran estúpidos. Estaban pasando por una revolución tecnológica. Levas, norias y relojes mecánicos… Habrían reconocido una nave espacial como algún tipo de vehículo, aunque dijeran que era el carro de Elías. Pero no. Dietrich y Joachim y la bula de 1377 dicen que los alienígenas «aparecieron». ¿No es así como describiste el otro día el viaje al hipoespacio? Un solo paso cubre grandes distancias, eso fue lo que dijiste. No me extraña que Dietrich estuviera tan interesado en las botas de siete leguas. Y a eso se refería Johann cuando señaló las estrellas y preguntó cómo podría encontrar el camino de vuelta a casa. Viajando como lo había hecho, no tendría ni idea de cuál era la suya.

—Aparecieron. Eso es leer mucho con un solo verbo.

Él golpeó el fajo de papeles de impresora con la palma de la mano.

—Pero todo encaja. Confluencia de conocimientos, no deducción. Un solo hilo de razonamiento no es suficiente para sostener la conclusión, pero todos juntos… Una oración atribuida a Joachim dice que hay ocho formas secretas de dejar la Tierra. ¿Cuántas dimensiones hay en tu hipoespacio «oculto»?

—Ocho.

Pronunció la palabra con reticencia. La sangre le martilleaba en los oídos. «¿Y si…?»

—Y el tratado religioso atribuido de tercera mano a Dietrich… para viajar a otros mundos hay que viajar al interior. Tú empleaste casi las mismas palabras. Tu geometría dodecadimensional se convirtió en una «Trinidad de Trinidades». El escritor mencionaba «tiempos y lugares que no podemos conocer, excepto mirando dentro de nosotros mismos».

—Pero eso en realidad era un tratado religioso, ¿no? Quiero decir: los «otros mundos» eran el cielo, el infierno y la Tierra, y con eso de «viajar al interior» se refería a buscar en el alma de cada uno.

—Ja doch. Pero estas ideas no fueron escritas hasta setenta y cinco años más tarde. Los escritores tomaron algo que habían oído de tercera o cuarta mano y lo interpretaron según un paradigma familiar. El racionalismo de la Edad Media ya estaba dando paso al misticismo romántico del Renacimiento. ¿Quién sabe lo que el propio Dietrich comprendía cuando Johann trataba de explicárselo? Toma. —Cerró la carpeta y se la tendió—. Léelo como hizo Anton y dime si no tiene sentido.

Ella lo miró a los ojos mientras aceptaba la carpeta. «Habla en serio», pensó. Lo cual, conociendo a Tom, podía significar que era incapaz de afrontar la insolubilidad del problema original.

O tal vez su idea no era tan descabellada como parecía.

«Dale una oportunidad. Se la merece antes de que llame a los tipos de la bata blanca.»

Se desplomó en su puf. Leyó los artículos despacio y con cuidado, confiando en las traducciones al inglés. El alemán medieval era demasiado difícil y el latín era griego para ella. Con el rabillo del ojo veía a Tom moviéndose inquieto.

Eran artículos inconexos y descabellados. Pero un hilo argumental los unía. Llegó por fin al tratado que Tom le había mostrado al principio. Reconoció la fea y angulosa letra capitular. Otra ilustración era el icono de la Orden de San Johann: cada persona de la Trinidad dentro de un pequeño triángulo situado en uno de los vértices de un triángulo más grande. Curiosamente, el Espíritu Santo estaba en el vértice superior. Era extrañamente similar a su propio garabato del poliverso.

Cuando terminó, cerró los ojos y trató de ver la respuesta con claridad. Intentó unir las piezas del rompecabezas como él había hecho. Si esto iba con eso… Finalmente, sacudió la cabeza al ver la trampa en la que había caído.

—Todo es circunstancial —dijo por fin—. Nadie dice directamente nada de alienígenas ni de otros planetas.

La tetera empezó a silbar y fue a la cocina para apagarla. Dejó los papeles de Tom en la mesa, donde había dejado los suyos la noche anterior. Abrió la alacena que había sobre el fregadero y buscó el té.

—Sí que lo dijeron —insistió Tom. La había seguido hasta la cocina—. Fueron y lo dijeron directamente. Usando términos y conceptos medievales. Oh, nosotros podemos hablar fácilmente de planetas orbitando estrellas, pero ellos estaban empezando a darse cuenta de que su propio planeta giraba sobre su eje. «Mundo» significaba… Bueno, significaba el «poliverso». Y «planeta» significaba «estrellas que se movían». Nosotros podemos hablar sobre continuums multidimensionales de espacio-tiempo-lo-que-sea, pero ellos no podían. Apenas empezaban a tantear el concepto de un continuum: lo llamaban «la intensión y remisión de las condiciones», y Buridan acababa de formular la primera ley del movimiento. No tenían palabras para definir las palabras. Todo lo que aprendieron de los viajeros de las estrellas fue filtrado por una Weltanschaunng que no estaba equipada para manejarlo. Lee a Ockham algún día; o a Buridan o a santo Tomás. Es casi imposible que les encontremos ningún sentido, porque veían las cosas de manera diferente a nosotros.

—La gente es gente —dijo ella—. No me convence.

Se le ocurrió que no estaba haciendo de abogado del diablo. Era Tom quien estaba abogando por los diablos. Le hubiese gustado compartir el chiste, tan propio de Tom, con él, pero decidió que no era el momento adecuado. Él hablaba demasiado en serio.

—Todo lo que tienes podría interpretarse de otro modo —le dijo—. Sólo cuando lo unes todo aparece una posible pauta. Pero ¿lo has juntado todo de la manera correcta? Tal vez el diario no lo escribió tu pastor Dietrich. Podría haber otros Oberhochwalds… En Bavaria, en Hesse, en Sajonia. La «aldea en los bosques altos». Dios mío, eso debe de ser tan raro en el sur de Alemania como una calle Mayor en el Medio Oeste. —Alzó una mano para evitar sus objeciones, como él había hecho antes—. No, no me estoy burlando de ti. Sólo estoy proponiendo alternativas. Tal vez el rayo fue realmente un rayo, no una fuga de energía de una hiponave espacial averiada. Tal vez Dietrich dio cobijo a peregrinos chinos, como pensaste al principio. Un alambre de cobre debe de tener otros usos aparte de servir para reparar máquinas alienígenas.

—¿Qué hay de las descripciones de los mundos internos ocultos y la Trinidad de Trinidades? ¿No te suena a hipoespacio?

Ella se encogió de hombros.

—O a tecnología medieval. La física y la religión parecen ambas un galimatías si desconoces los axiomas básicos.

Sharon echó el agua caliente en una tetera y dejó que la infusión reposara. Sin embargo, en la mesa de la cocina no había sitio. Estaba cubierta de papeles. Cuando había dejado encima la carpeta, parte del contenido se había salido. Las páginas de Tom estaban mezcladas con las suyas del laboratorio. Manuscritos medievales y diagramas de circuitos para los detectores de cronones. Chasqueó la lengua cuando vio el desaguisado y empezó a recogerlo. Tom se quedó en la puerta.

—¿Sabes lo que encuentro significativo? —dijo Tom—. La manera en que Dietrich se refería a los alienígenas.

—Si eran alienígenas y no alucinaciones.

—Muy bien. Si eran alienígenas. Siempre los llamaba «seres», o «criaturas», o «mis huéspedes», o «viajeros». Nunca nada sobrenatural. ¿No dijo Sagan una vez que los visitantes alienígenas tendrían cuidado de que no los confundieran con dioses o demonios?

Ella bufó.

—Sagan era un optimista. La capacidad para cruzar el espacio no vuelve a nadie más ético, igual que la capacidad para cruzar el océano no hizo a los europeos más éticos que los indios.

Esa página y aquella otra eran de Tom. Esa página era suya. Puso cada una en la carpeta correspondiente.

—Recuerdo lo que dijo que sería una prueba convincente de la visita de alienígenas. Estaba en el libro que escribió con Schlovski.

—¿Que fue?

—Un conjunto de planos para algún tipo de hardware de alta tecnología.

Y esa página era de Tom. Y ésa era suya… No, un momento. Aquello no era un diagrama de circuitos, era la capitular de Tom. Se detuvo de pronto, la garganta tensa.

—¡Oh, Dios mío!

—¿Qué? —Él se apartó de la pared—. ¿Qué ocurre?

—¡No puedo creerlo! —Agitó la copia de la capitular del tratado ante su cara—. ¡Mira esto! ¿Grecas y hojas y trinidades? ¡Esto es un diagrama de circuitos! ¡Son las conexiones de Josephson! Tom… Hernando y yo construimos este circuito la semana pasada.

Sharon hojeó los papeles hasta encontrar el diagrama que quería. Lo colocó junto al manuscrito y estudió ambos. ¿Eran lo mismo? La iluminación estaba retorcida como una enredadera, no trazada geométricamente. Trató de hacer encajar las hojas y nudos y racimos de uvas con los arcanos símbolos nucleónicos. Sólo las conexiones del dibujo importaban, se dijo, no la longitud ni la forma de las parras-cable. Casi, le pareció. Las dos encajaban, prácticamente. Pero no del todo.

—Confuso en la transmisión —le dijo a Tom. ¿Confuso o era ella la que ahora veía lo que quería ver?—. Ese enlace no es posible… —Señaló la letra—. Y esto es un circuito cerrado. Y estos dos componentes deberían estar al revés. ¿O no…? Espera un momento.

Siguió con el dedo las enredaderas, con cuidado.

—No todas las diferencias son confusiones. Esto es un generador no un detector. ¿Ves esto? ¿Y esto? Es parte de un circuito generador. Tiene que serlo. Parte de su puerta a las estrellas. ¡Maldita sea!

Había llegado al final de la página.

—¿Qué pasa?

—Está bien, parte del diagrama. No está completo.

Frunció el ceño y salió de la cocina, sumida en sus pensamientos. Llegó a su sofá y se tumbó. Cerró los ojos y empezó a balancearse sobre el entramado parecido a una jungla de su hipoespacio como un pre-homínido que aún no ha abandonado los árboles.

—Puede que esto te suene extraño —anunció Tom—, pero me siento decepcionado.

Ella abrió los ojos y lo miró. Él estaba estudiando el diagrama del circuito medieval.

—¿Decepcionado?

Ella no podía creer que hubiera dicho eso. ¿Decepcionado cuando les acababan de dar las estrellas?

—Me refiero a que no dejaron un conjunto completo de planos. De haber sido así, entonces tú sabrías qué hacer.

Ella lo miró, allí de pie, en la puerta de la cocina.

—Pero ya sé lo único que importa.

—¿Qué?

—Sé que puede hacerse.

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