10. AHORA: Anton

Me reuní con Tom y Judy en la Hauptbahnhof de Bismarckallee, donde el tren magnético sube desde Frankfurt del Main. Tomamos el tranvía de Bertholdstrasse hasta Kaiser Josef Strasse y desde allí fuimos caminando hasta el hotel de Geberau. Fui señalando las vistas como el peor de los guías turísticos. Tom lo había visto todo ya, naturalmente; pero era nuevo para Judy.

Cuando atravesamos la Schwaben Tor, ella hizo el comentario de que parecía de cuento. Aquella puerta llevaba ya un siglo en las murallas de la Ciudad Vieja cuando el pastor Dietrich había entablado amistad con ciertos forasteros. Cerca se encuentra el Oso Rojo, que ya era una posada en esa misma época. El viento del Höllental era fresco, un signo de que el final del verano estaba cerca.

Después de que se instalaran en sus habitaciones, los llevé a almorzar al Römischer Kaiser. Dedicamos toda nuestra atención a la comida. Hacer lo contrario en la Schwarzwald habría sido un pecado capital. Nadie en el mundo cocina como los Schwarzwälder; incluso los maniquíes de nuestros grandes almacenes son gordos. Hasta que el camarero trajo nuestra Streussel no permití que la conversación se centrara en los negocios.

Tom quería ir al bosque inmediatamente. Noté su ansiedad, pero le dije que esperaríamos hasta el día siguiente.

—¿Por que? —quiso saber—. Quiero ver el sitio personalmente.

Judy esperó pacientemente, sin decir nada.

—Porque Eifelheim está en lo más profundo de la Selva Negra —dije—. Será un trayecto largo en coche y un buen trecho caminando, aun en el caso de que localicemos el lugar rápidamente. Te hará falta una buena noche de sueño para recuperarte del jet lag.

Tomé otro bocado de mi Streussel y solté el tenedor.

—Y por otro motivo, amigos míos. Monseñor Lurm de la oficina diocesana se nos unirá cuando tenga el permiso del obispo. Naturalmente, no le he dicho lo que esperamos encontrar. De este modo será un valioso detector de nuestras ideas preconcebidas.

Tom y Judy se miraron.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Tom—. ¿Por qué necesitamos a la oficina diocesana?

A veces, mis amigos son un poco lentos.

—Es un cementerio católico, nicht wahr? No habéis venido hasta aquí sólo para mirar. Sin duda querréis abrir la tumba y ver quién, o qué, hay enterrado en ella. Para eso necesitamos el permiso.

—Pero… —Tom frunció el ceño—. Ese cementerio tiene setecientos años de antigüedad.

Me encogí de hombros.

—¿Y qué? Algunas cosas son eternas.

Él suspiró.

—Tienes razón. Supongo entonces que tendremos que esperar hasta mañana.

Los americanos siempre tienen demasiada prisa. Un solo hecho los lleva a un caudal de deducciones. Es mejor planear con cuidado cómo dar con ese hecho. Tom nos habría llevado antes al lugar… pero sin pala.


Hicimos una cosa antes. Los llevé a la cripta de la Franziskanerkirche y les mostré el mural de los saltamontes que imitaba La Última Cena. Los colores estaban desvaídos, la pintura se descascarillaba y las figuras tenían ese extraño aspecto que quienes no están acostumbrados a Klimt o a Picasso consideran antinatural.

Tom se acercó y los observó.

—¿Supones que son ellos?

Me encogí de hombros.

—¿Por qué sólo hay ocho?

—Supongo que para evitar la acusación de blasfemia.

—Hay un nombre bajo algunos de ellos —dijo Judy.

Eso no lo había advertido yo en mi primera visita. Nos acercamos y traté de leer las deterioradas letras. Una vez hubo nombres bajo todos ellos, pero los siglos habían borrado muchas letras, incluso nombres enteros. Un saltamontes llevaba capa de caballero hospitalario y se llamaba (si dedujimos correctamente las letras que faltaban), Gottfried-

Laurence, Otro estaba sentado con la cabeza echada atrás y los brazos extendidos… ¿muerto, en oración? Su nombre empezaba con la letra U y tenia que ser muy corto. Uwe, pense, o Ulf. El del centro, que compartía su pan, era «San Jo__» y, apoyado en su pecho estaba «-ea-ric-».

—No son los nombres de los apóstoles —comenté.

Pero Tom no respondió. No podía apartar los ojos de la figura del centro.


Monseñor Lurm se reunió con nosotros delante del hotel, a la mañana siguiente. Era un hombre alto y enjuto de frente despejada. Vestido con una ajada cazadora, sólo el alzacuellos revelaba su oficio.

Na, Anton, mein Alter —dijo, agitando unos papeles—. Los tengo. Debemos presentar los debidos respetos y no tocar nada más que esa tumba concreta. Personalmente, creo que el obispo Arni estará más que contento de enterrar estas tonterías sobre Drácula. —Miró a Tom y Judy—. Eso es algo, ¿no? ¡Para enterrar, tenemos que desenterrar! —Se echó a reír.

Di un respingo. Heinrich era un hombre virtuoso, pero sus chistes le habían acarreado muchos años en el purgatorio. También me sentí culpable de haberlo engañado respecto a nuestras intenciones.

—Permítame —dije—. Éste es mi amigo de América, Tom Schwoerin, y su ayudante, Judy Cao. Monseñor Heinrich Lurm.

Heinrich apretujó la mano de Tom.

—Doctor Schwoerin, es para mí un gran placer. Disfruté mucho de su estudio sobre las frecuencias genéticas de las tribus suabas. Aclaraba mucho las rutas de sus migraciones. Es buena cosa que mis antepasados fueran soltando sus genes allá donde iban, ¿eh?

Antes de que Tom pudiera responder a su último bon mot, interrumpí.

—Heinrich es arqueólogo amateur. Ha hecho excavaciones en varias poblaciones suabas de antes del Völkerwanderung.

—¿Usted es ese Heinrich Lurm? El placer es mío. He leído sus trabajos, padre. No es ningún amateur.

Heinrich se ruborizó.

—Al contrario, amateur viene del latín amare, «amar». Me dedico a la arqueología por amor. No me pagan.

Heinrich había alquilado dos camionetas japonesas. Dos hombres de grandes bigotes esperaban junto a ellas, hablando tranquilamente. Había picos, palas y otra parafernalia en el primer vehículo. Cuando los hombres nos vieron llegar, subieron a la parte trasera del segundo.

—Creo que hay una vieja carretera que nos llevará hasta cerca del lugar —me dijo Heinrich—. No puede estar muy lejos caminando. Yo conduciré la primera camioneta. Anton, encárgate tú de la segunda. Fräulein Cao. —Se volvió hacia ella—. Puede usted venir conmigo. Ya que soy célibe, estará más a salvo que con estos dos viejos sátiros.

Me sonrió, pero yo fingí no darme cuenta.


Fuimos por la Schwarzwald-Hauptstrasse, la autopista de la Selva Negra, hasta las montañas, y tomamos la salida de Kirchzarten. La carretera empezó a ascender cuando nos dirigimos al Zastiertal. Bajé la ventanilla y dejé que el aire fresco de la montaña entrara en la cabina. Detrás, los obreros se reían. Uno de ellos empezó a cantar una antigua canción del país.

—Lástima que Sharon no pudiera venir —dije.

Tom me miró un instante.

—Está trabajando en otro proyecto. El que te conté.

—Ja. El diagrama del circuito. Eso fue lo más notable de todo. Nunca más volveré a mirar la iluminación de un manuscrito del mismo modo. Piénsalo, Tom. ¿Podrías tú o podría yo haber reconocido jamás lo que era, mucho menos saber qué significaba? Puff. —Agité una mano—. Nunca. Y Sharon. ¿Lo habría visto alguna vez? Manuscritos medievales. No, los físicos no se dedican a esas cosas. Sólo porque los dos estabais juntos pudo suceder como sucedió. Y si ella no hubiera pensado en el comentario de Sagan antes de mirar…

Tom contemplaba los árboles por la ventanilla.

—Fue una coincidencia de lo más descabellada. ¿Quién sabe qué más puede haber ahí fuera, escondido en archivos y bibliotecas, que nadie ha reconocido porque la gente adecuada no lo ha mirado de la forma adecuada? Cosas para las que hemos encontrado explicaciones seguras, aceptables, creíbles.

Unos cuantos kilómetros más adelante la carretera de Oberreid se volvió más abrupta y presté toda mi atención a la conducción. El Feldberg se alzaba a nuestra derecha. Poco después, monseñor tocó el claxon y sacó el brazo por la ventanilla señalando a la izquierda. Vi la vieja carretera de tierra y toqué el claxon para indicar que comprendía. Pasé a tracción a las cuatro ruedas.

Heinrich conducía como el lunático que era. Parecía no ser consciente de que la carretera no estaba pavimentada. Nuestra camioneta se sacudía y se estremecía mientras le seguía y me pregunté si perderíamos a los dos obreros que se agarraban a la parte trasera. Alabé en silencio a los operarios japoneses de control de calidad que habían ayudado a fabricar nuestros amortiguadores.


El sol ya estaba alto en el cielo cuando llegamos a la zona donde antaño estuvo Eifelheim. No había ni rastro de la aldea. Yo tenía en la mano copias de las imágenes por satélite, pero de cerca todo parecía diferente. La naturaleza había reclamado lo suyo y los árboles habían tenido siete siglos para crecer y morir y volver a crecer. Tom no ocultaba su asombro mientras dábamos vueltas y más vueltas. ¿Dónde estaba el prado de la aldea? ¿Dónde la iglesia? Podríamos haber pasado de largo, pero los soldados americanos que se habían topado con el lugar habían tenido el detalle de dejar atrás latas vacías de cerveza para marcarlo.

Heinrich se puso al mando y los demás ocupamos rápidamente el papel de ayudantes suyos. Pero claro, él era un hombre de campo y nosotros no.

Del equipo de su mochila sacó un GPS. En unos instantes, localizó nuestra situación. Marcó el mapa con un lápiz de cera y luego señaló con él.

—La iglesia debe de estar enterrada bajo un montículo cruciforme en la cima de esa pequeña colina. Lo más probable es que el cementerio esté detrás del presbiterio, aunque también puede estar a un lado.

Encontramos el montículo rápidamente y nos dividimos en tres equipos, cada uno buscando el terreno en una dirección distinta a partir del final del presbiterio. No pasó mucho rato antes de que uno de los obreros, Augustus Mauer, encontrara lo que podría haber sido una lápida, convertida en guijarros. No podíamos estar seguros. Tal vez eran rocas naturales. Reemprendimos nuestra búsqueda.


Judy encontró la tumba. La vi a mi derecha cuando se detuvo y miró al suelo. No nos llamó, sino que permaneció un rato en silencio. Luego se agachó y ya no pude verla detrás de los matorrales.

Mire a mí alrededor, pero nadie se había dado cuenta. Continuaban caminando lentamente, registrando el suelo del bosque. Me acerqué a ella y la encontré arrodillada junto a una piedra rota y hundida. La acción del suelo había reclamado la mitad inferior de la piedra, pero estaba hundida en un ángulo tal que la cara que había en ella había quedado protegida parcialmente de los elementos.

—¿Es esto? —pregunté en voz baja.

Ella jadeó y tomó aire. Se volvió y me vio y se relajó visiblemente.

—Doctor Zaengle —dijo—. Me ha asustado.

—Lo siento.

Me agaché junto a ella, mientras mis viejos huesos protestaban. Estudié la cara en la piedra. Estaba gastada, como sólo los vientos de siete siglos pueden gastar algo. Sus contornos estaban ajados por el tiempo, borrosos, apenas visibles. ¿Cómo la habían visto siquiera los soldados?

—¿Es ésta la tumba? —repetí.

Ella suspiró.

—Eso creo. Al menos, es la que encontraron los soldados. —Alzó una colilla de cigarrillo para demostrar cómo lo sabía—. La inscripción es casi ilegible y trozos de la parte superior se han caído. ¿Pero ve esto? ¿Las letras? … HANNES STE… —Las siguió con los dedos.

—Johannes Sterne —dije por ella—. Juan de las Estrellas. El nombre con el que fue bautizado. —Miré alrededor—. ¿Sabe cuántas tumbas debe de haber aquí? Y ésta es la que encontramos.

—Lo sé. Me da miedo.

—¿Miedo? ¿Qué?

—Cuando lo encontremos. No tendrá la forma adecuada. Será algo feo.

No supe cómo contestarle. Humano o alienígena, fuera cual fuese su forma, sería feo en un sentido u otro.

—Gus ha encontrado otra lápida —le dije—. Y Heinrich. Ambas estaban destrozadas. Tom cree que cuando la peste llegó aquí, los aldeanos vecinos vinieron y destruyeron las lápidas de los «hechiceros». Sin embargo, ésta, presumiblemente la que más los asustaba, quedó intacta. ¿Por qué?

Ella sacudió la cabeza.

—Hay muchas cosas que no sabemos ni sabremos nunca. ¿De dónde venían? ¿Cuántos eran? ¿Eran valientes exploradores o turistas asombrados? ¿Cómo entablaron comunicación Dietrich y ellos? ¿De qué hablaron, esos últimos meses de vida?

Su rostro, cuando lo volvió hacia mí, estaba al borde de las lágrimas.

—Imagino —dije lo más amablemente que pude— que hablaron de volver a casa y las grandes cosas que harían cuando llegaran allí.

—Sí —respondió ella, más tranquila—. Supongo que eso harían. Pero los que nos lo podrían haber contado llevan ya mucho tiempo muertos.

Sonreí.

—Podríamos hacer una sesión espiritista y preguntárselo.

¡No diga eso! —susurró ella. Apretó contra sus muslos los puños cerrados—. He estado leyendo sus cartas, sus diarios, sus sermones. He estado dentro de sus cabezas. No me parecen muertos. Anton, ¡la mayoría nunca fueron enterrados! Hacia el final, ¿quién quedó para empuñar la pala? Debieron de quedarse en el suelo y pudrirse allí. El pastor Dietrich era un buen hombre. Se merecía algo mejor que eso. —Ahora sí había lágrimas en sus mejillas—. Mientras atravesábamos el bosque, tuve miedo de encontrarlos, todavía vivos. Dietrich o Joachim o uno de los aldeanos o…

—O algo horrible.

Ella asintió en silencio.

—Eso es lo que la asusta, ¿no? Es una mujer racional del siglo XXI, que sabe con seguridad que criaturas alienígenas tendrían un aspecto y un olor diferente, y sin embargo saldría corriendo y gritando como cualquier campesina medieval. Tiene miedo de actuar igual de mal que fray Joachim.

Ella sonrió débilmente.

—Tiene bastante razón, doctor Zaengle. —Cerró los ojos y suspiró—. Hay cu'ú gitíp tói. Cho toi su'c manh. Me temo que no actuaría como lo hizo el pastor Dietrich.

—Él hace que todos nos sintamos avergonzados, hija —dije—. Hace que todos nos sintamos avergonzados.

Contemplé a mi alrededor los altos robles y las preciosas flores silvestres de la montaña, y escuché el tableteo de los pájaros carpinteros. Tal vez Dietrich había tenido un buen entierro, después de todo.

Judy inspiró profundamente y se secó las lágrimas.

—Vamos a decírselo a los demás —dijo entonces.


Heinrich dio instrucciones para la excavación.

—Después de tanto tiempo, el ataúd se habrá desintegrado. Todo estará lleno de tierra. Caven hasta que encuentren fragmentos de madera. Luego usaremos los palustres.

Gus y Sepp, el otro obrero, empezaron a cavar poco a poco alrededor de la tumba. Como los restos se habrían hundido a lo largo de los siglos, tendrían que cavar hondo. Querían que los bordes del agujero se combaran hacia dentro para que no se desplomaran. Ambos hombres eran de antiguas familias de Bisgrovia. Los familiares de Gus eran canteros desde hacía muchas generaciones y Sepp Fischer descendía de un largo linaje de pescadores del río Dreisam.

Atardecía ya cuando comenzó la excavación, pero Heinrich había venido preparado con lámparas de gas para trabajar de noche. También había traído tiendas y sacos de dormir.

—No querría tener que buscar el camino de vuelta en la oscuridad —dijo—. Acuérdense de Hänsel y Gretel.

Cuando el sol se ponía ya descubrimos cómo habían encontrado la cara los soldados. La luz se filtraba por un hueco entre los árboles, iluminando la piedra y prestando un claro relieve a la talla. Por algún accidente de la erosión, sólo cuando se iluminaba desde ese ángulo, con la luz del crepúsculo, se veía el rostro, como si fuera un holograma proyectado sobre la piedra. Gus y Sepp estaban trabajando con sus palas y no se dieron cuenta, pero Heinrich estaba encorvado justo al lado y, al oír el jadeo de Judy, se dio la vuelta y miró.

Era la cara de una mantis y no lo era. Los ojos eran grandes y saltones y el que había tallado la piedra había comunicado un atisbo de facetas en los ojos, de modo que parecían gemas en el semblante extraño (supe que aquellos ojos tenían que haber sido amarillos). Había rastros de líneas que tendrían que haber sido antenas o bigotes u otra cosa. En vez de mandíbulas como de insecto, había una especie de boca; una caricatura de labios y barbilla humanos, Judy me agarró el brazo. Pude sentir sus uñas clavándose en mi piel. Tom se pellizcaba el labio. Era la cara de la cripta de la iglesia.

Heinrich se detuvo y contempló la piedra sin decir nada. Era obvio que aquello no era ninguna distorsión de un rostro humano causada por la erosión. Era un demonio. O algo parecido a un demonio. Heinrich se volvió y nos miró, calibrando nuestras reacciones. El sol había continuado su camino y el rostro desaparecía.

—Creo que debería hacer un calco —dije.


La luna era un fantasma que vagaba sobre las copas de los árboles cuando Gus finalmente golpeó madera. Las linternas de gas siseaban y chisporroteaban proyectando un cambiante círculo de luz en la oscuridad del bosque. Judy estaba arrodillada al borde del agujero, con los ojos cerrados, sentada sobre sus talones. No sé si rezaba o dormía. Apenas podía ver las cabezas de los hombres en el agujero.

Tom se acercó y se detuvo a mi lado. Tenía en la mano el calco que Heinrich había hecho de la cara del alienígena. «Hans», me recordé. No «el alienígena» sino Johann Sterne, una persona, alguien que había muerto hacía mucho tiempo; lejos de su hogar, en compañía de extraños. ¿Qué había sentido cerca del final, cuando hubo perdido toda esperanza? ¿Que emociones habían cruzado aquella mente alienígena? ¿Significaban acaso algo mis preguntas? ¿Las extrañas enzimas que surcaban su sangre hacían el papel de la adrenalina? ¿Tenía sangre siquiera?

Tom señaló el cielo.

—Luna llena —dijo—. No es buen momento para abrir la tumba de Drácula.

Trató de sonreír para demostrar que estaba bromeando. Judy se puso súbitamente en guardia y se asomó al agujero. Tom y yo nos acercamos al borde y nos asomamos también.

Sepp y Gus estaban de pie a un lado mientras Heinrich sondeaba la tierra con un palustre. Había algo liso y brillante que asomaba. Pálido. No blanco hueso, sino amarillo y marrón. Heinrich excavó alrededor y lo sacó, con tierra y todo. Luego se sentó en el suelo y lo rozó con un cuchillo romo, limpiándolo; su propio rostro estaba tan inmóvil como sí estuviera tallado en piedra.

«Lo sabe», pensé.

Una cara emergió gradualmente del abrazo de la tierra. Gus se quedó boquiabierto y dejó caer la pala. Se persignó rápidamente tres veces. Sepp permaneció tranquilo, observándolo todo con los ojos entornados. Asintió solemnemente, como si siempre hubiera sabido que el suelo de Eifelheim produciría frutos de otra tierra.

Era un cráneo, y no era un cráneo, y nunca había habido dentro ninguna mente terrestre. La química del suelo había actuado sobre él, pero nuestros gusanos y bacterias no lo habían encontrado apetitoso. Los ojos habían desaparecido, naturalmente, y dos enormes cuencas a cada lado de la cabeza miraban sin ver; pero lo que le había servido de piel, fuera lo que fuese, había permanecido en buena parte intacto. Era la cabeza de una momia.

Heinrich la alzó y Judy la recogió torpemente. Tom se colocó tras ella y la inspeccionó por encima de su hombro. Heinrich salió del agujero y se sentó en el borde, con los píes colgando hacia dentro. Se sacó la pipa del bolsillo y la encendió; advertí que sus manos temblaban un poco con la cerilla.

—Bien, Anton. ¿Me dirás ahora en qué me he metido? Tengo la sensación de que al obispo Arni no va a gustarle.

Así que se lo dije. Tom y Judy añadieron los detalles. El misterio. Las leyendas populares. Los atisbos y pruebas fragmentarías. Heinrich asintió mientras escuchaba. Hacía alguna pregunta ocasional. La explicación que dio Tom de la física del hipoespacio lo confundió, creo; pero la obtenía de segunda mano, claro. Creo que Tom también estaba algo confundido. Sharon vivía en un mundo diferente al nuestro, un mundo austero y extrañamente hermoso, pero cuya belleza apenas entreveíamos a duras penas. Sharon había visto el parecido con un circuito en la iluminación de un manuscrito. Dejémoslo en eso. Su capacidad de reflexión le había dado a Tom el valor para poner a prueba su intuición, y su intuición la había hecho seguir a tientas un camino que algún día podría darnos las estrellas. Sin duda, Dios actúa de formas misteriosas.

Heinrich lo aceptó todo tranquilamente. ¿Cómo podía dudar cuando había tenido el cráneo en sus propias manos? Contempló el bosque que nos rodeaba.

—Quedarán los restos del esqueleto, naturalmente —dijo, señalando la tumba con la caña de la pipa—. Y de otros también. ¿Dicen que había varios de esos seres? ¿Y por aquí? —La pipa barrió la Selva Negra—. Y por ahí, ¿qué? Fragmentos de metal o plástico, podrido o descompuesto bajo el suelo. —Suspiró—. Hay mucho trabajo por hacer. Y no olviden las acusaciones de fraude o engaño que surgirán. Tendremos que traer a otra gente, decírselo al obispo Arni y a la gente de la universidad.

—¡No!

Todos miramos sorprendidos a Judy. Todavía tenía en las manos el cráneo de Johann, y Gus, superado su temor inicial, lo miraba con curiosidad, la mirada clavada en las cuencas vacías. Me sentí orgulloso por la manera en que habían reaccionado los dos obreros. Fuera lo que fuese que iba a pasar con todo esto, era un buen presagio.

—Saben lo que harán, ¿verdad? —dijo Judy—. Lo sacarán de ahí y lo ensamblaran y lo colocarán detrás de un plástico a prueba de balas para que los turistas pueden mirarlo y los niños hagan chistes desagradables y se rían. No está bien. No lo está. —Cuando negó con la cabeza, todo su cuerpo se estremeció.

—Eso no es cierto, Judy —dijo Tom, colocándole amablemente las manos sobre los hombros. Ella giró la cabeza y lo miró—. Déjalos que miren y hagan bromas. Nosotros tomaremos medidas y holografías y tomaremos muestras de células para que los biólogos las estudien. Eso es lo que él hubiese querido. Luego haremos moldes de escayola y los colgaremos. Pero a él, lo mantendremos a salvo de todo daño y algún día, cuando el trabajo de Sharon esté terminado, algún día descubriremos de dónde vino y lo llevaremos a casa. O lo harán los hijos de nuestros hijos.

Heinrich asintió, y su pipa envió al cielo filigranas de humo. Sepp todavía estaba dentro del agujero, con su pala. Tenía las manos apoyadas en el borde y contemplaba las estrellas que brillaban a través del dosel de los árboles; su cara era una mezcla de asombro y expectación como nunca he visto.


Oh feliz posteridad que no experimentará tan abismal asombro y considerará nuestro testimonio una fábula.

PETRARCA

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