XX. JUNIO DE 1349 Desde la conmemoración de San Gervasio

El Herr lo encontró allí, postrado en el suelo, y se volvió y se sentó en el escalón del santuario, ante él.

—He enviado a Max y a sus hombres a capturar al judío —dijo—. Sólo puede seguir unos pocos caminos, cargado como va con su carreta. Los hombres de Max van a caballo. Lo traerán de vuelta.

Dietrich se puso de rodillas.

—¿Y luego qué?

Manfred se apoyó en los codos.

—Luego veremos. Estoy improvisando.

—No podréis retenerlo eternamente.

—¿No puedo? No, supongo que el duque se hará preguntas. Un agente de la familia Seneor no puede desaparecer sin más. Pero nuestras preocupaciones van juntas, Dietrich —añadió—. Friedrich tendría preguntas para mí también. Te acepté.

«Podría huir», pensó Dietrich. Sin embargo, ¿adonde lo haría esta vez? ¿Qué señor lo aceptaría? Las Nuevas Ciudades del Este necesitaban desesperadamente colonos y hacían pocas preguntas sobre el pasado de un hombre. Dietrich regresó a sus oraciones, pero perturbaba su mente la preocupación por sí mismo. Así que empleó recitativos, esperando que el pensamiento siguiera a las palabras. Al cabo de un rato, oyó a Manfred levantarse y marcharse.


El sol se ponía cuando la conmoción hizo que por fin Dietrich saliera a ver al grupo que regresaba por la hondonada entre la colina de la iglesia y la del castillo. Eran Max y sus hombres, con un solo prisionero atado y encapuchado que iba montado en un caballo guiado. La gente salía de sus casas y acudía corriendo de los campos para enterarse de lo sucedido.

Joachim apareció tras Dietrich.

—¿Es el judío? —preguntó—. ¿Por qué está atado de esa forma? ¿Qué planea hacer con él Manfred?

«Planea matarlo», pensó Dietrich. No podía retenerlo, pues el duque hubiese enviado una escolta para llevarlo a Viena, ni tampoco dejarlo en libertad, porque entonces el duque lo hubiese castigado por dar cobijo a Dietrich esos doce últimos años. Dietrich recordó lo que había dicho Max de servir a dos amos. Pero un accidente… La muerte sería conveniente para todos.

Excepto para Malacai, naturalmente.

—¿Adónde vais? —le preguntó Joachim.

—A salvar a Manfred.


Encontró al Herr en su alto sillón, al fondo del salón del castillo, bajo el estandarte de Hochwald. Al entrar, Dietrich oyó la puerta del Bergfried cerrarse de golpe y a Manfred suspirar preocupado.

¡Mein Herr! —exclamó Dietrich—. ¡Tenéis que liberar al judío!

Manfred, sentado con la barbilla apoyada en el puño, alzó sorprendido la cabeza.

—¡Liberarlo! —Se echó atrás en el asiento—. ¿Sabes lo que ocurriría después?

Dietrich apretó los puños a sus costados.

Ja. Doch. Lo sé. Pero el pecado exige penitencia, no más pecado. Un judío está hecho a imagen de Dios, no menos, que un krenk, y algunos de ellos serán salvados un día. Dios aceptará a Malacai por su fe en la vieja dispensa, pues su promesa, es de generación en generación. Dios hizo con su pueblo una alianza y Dios no rompe su palabra. Malacai buscó nuestra protección y juro lo que juré en Rheinhausen aquel día en que me encontrasteis: no permitiré que nadie que venga a mí sufra ningún daño. Lo juro aunque ese voto me coloque entre él y vos.

Manfred lo miró con expresión fría.

—Me deshonras. ¿Amas tanto las llamas que lloras por quien prenderá la antorcha?

—Tiene buenos motivos.

Manfred gruñó.

—¿Y aceptas el castigo que seguirá?

El viejo Rudolf Baden era duque durante el levantamiento, pero Friedrich podría haber heredado los rencores de su padre junto con sus tierras. Los tribunales eclesiásticos retirarían a Dietrich de las cortes seglares si apelaba: pero eso tan sólo cambiaría la cuerda por la hoguera.

Sin embargo, Carino había asesinado a su inquisidor, Peter de Verona, y acabado sus días en gran santidad en el priorato de Forli…, cuyo prior era el propio hermano de Peter.

—No pido indulgencia ninguna —dijo.

Manfred dirigió su mirada al centro de la cámara.

—¿Has oído lo que ha dicho?

—Lo he oído.

Dietrich se dio media vuelta y, a su izquierda, vio a Malacai el judío, pero algo maltrecho, y a su lado, a un desgreñado Tarkhan ben Bek. Malacai se acercó a Dietrich y lo miró fijamente a los ojos. Dietrich parpadeó, pero luego aceptó el escrutinio mansamente.

Finalmente, Malacai retrocedió un paso.

—Estaba equivocado —le comunicó a Manfred—. No es el mismo hombre.

Luego giró bruscamente sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta.

—Esperaré la escolta en Niederhochwald… y me dedicaré a mis asuntos hasta entonces.

Tarkhan lo siguió a la salida, pero se detuvo junto a Dietrich.

—Tú hombre afortunado —susurró—. Tú hombre muy afortunado. El amo no se equivoca nunca.


Dietrich encontró a Max en la sala común del castillo, donde Theresia le estaba cosiendo las heridas. Alzó la cabeza cuando Dietrich entró y le dirigió una sonrisa.

—Vuestros judíos fueron afortunados —dijo Max—. Si no los hubiéramos perseguido estarían muertos, y las mujeres peor. Los forajidos cayeron sobre ellos a dos leguas del Bosque Pequeño, donde el camino de Oberreid pasa por ese estrecho desfiladero. Un buen lugar para una emboscada. Yo mismo lo había elegido. ¿Eso es vino, mujer? ¡El vino es para beber, no para las heridas!

Le arrancó la copa de las manos y bebió un trago.

¡Puaf! —Lo escupió al suelo—. ¡Es vinagre!

—Perdona, soldado —dijo Theresia—, pero tengo entendido que la práctica es recomendada por los médicos del Papa y los doctores italianos.

—Los italianos usan veneno —respondió Max—. Pero como iba diciendo, los forajidos usaron el desfiladero porque no podían saber que les pisábamos los talones a los judíos hasta que aparecimos por su retaguardia. El vigía había abandonado su puesto para unirse al pillaje. Dios estuvo con nosotros y… —Max miró alrededor y bajó la voz—. Y ese criado suyo tenía una espada entre sus cosas, una gran hoja curva como la que usan los turcos. Eso nos dio otra ventaja en la lucha, así que no discutiré sobre su legalidad.

«Localicé a mi hombre: un malandrín de feo aspecto, más cicatriz que piel. Pude ver que dominaba la lucha con la daga, pues vino a mí con el arma en posición baja, así que adopté la postura llamada «las escalas desequilibradas». —Agitó los brazos, tratando de demostrarlo mientras seguía sentado, para gran malestar de Theresia—. Pero que me zurzan si no alzó la daga y cambió el sentido del golpe. Una treta hábil.

«Ahora bien, una daga sirve para hallar un punto entre las cadenas de una cota de malla, pero no para acuchillar. Mi hoja lo pilló desprevenido, y en vez del bloqueo con el antebrazo que esperaba le di un golpe en el vientre. Tenía manos rápidas, eso sí. Se lo reconozco. Para usar la daga hace falta más rapidez que fuerza.

Theresia rezongó mientras le vendaba el brazo.

Ach, pobre hombre.

Max frunció el ceño.

—Ese «pobre hombre» y sus amigos han asesinado a doce personas desde que huyeron de la Roca del Halcón, incluidos Altenbach y toda su familia.

—Era un hombre perverso, estoy segura —respondió ella—, pero ahora no tiene posibilidad de arrepentirse.

—Tampoco tiene ninguna posibilidad de volver a asesinar. Eres demasiado blanda, mujer.

«Demasiado blanda», pensó Dietrich, aunque en algunos aspectos no más que el pedernal y, en otros, frágil como el cristal.


Dietrich se quedó con Max después de que Theresia se marchara.

—Manfred me contó que no hiciste ningún prisionero, excepto Oliver.

Max guardó silencio un instante.

— Es un mal movimiento bloquear la daga de un hombre con el hombro. Debo recordarlo la próxima vez. —Flexionó el hombro y dio un respingo—. Rezo para que no se me quede tieso. ¿Se lo pediréis a Dios en misa? Pagaré siete peniques. Pastor… —suspiró—. Pastor, Oliver era asunto nuestro. Los otros eran carroña, pero Oliver era uno de nosotros y tenemos que ahorcarlo con nuestras propias manos.

Y así fue.

Manfred convocó a los miembros del jurado en el patio, donde Nymandus el Gärtner juró haber visto a Oliver entre los forajidos y asesinando al hijo de Altenbach. El joven no respondió, pero susurró:

— Cabalgué un caballo y empuñé una espada. Luché por los pobres y en honor de la reina del amor y la belleza.

«No —pensó Dietrich—, luchaste contra los pobres… porque tu reina del amor y la belleza eligió a otro.» Se preguntó qué pensarían de él los otros forajidos. ¿Se habían imaginado también a sí mismos como hombres libres que desafiaban a señores opresores?

Nadie habló a favor de Oliver, ni siquiera su padre, quien en voz alta repudió a su hijo y exclamó que ése era el destino de todos aquellos que tenían ínfulas de grandeza. Pero después regresó a su panadería y permaneció sentado durante horas mirando el horno frío, helado.

Sólo Anna Kohlmann lloró por él.

— Todo es por mí causa —dijo—. Sólo quería ganarse mi corazón con hazañas valerosas.

Y en vez de conquistar un corazón, había perdido el cuello.

— Mein Herr —dijo Dietrich cuando Manfred preguntó si alguien quería hablar—, si lo colgáis no tendrá posibilidad de arrepentirse.

—Tú encárgate de la otra vida —respondió el Herr—. Yo debo hacerlo de ésta.

Los krenken que habían acudido al patio mostraron su acuerdo junto con los otros habitantes de Hochwald cuando los miembros del jurado dieron su veredicto y Manfred pronunció la sentencia de muerte. Gschert von Grosswald y Thierry von Hinterwaldkopf, que flanqueaban a Manfred en el escaño, estuvieron de acuerdo con el juicio, y Gschert lo demostró con un simple abrir y cerrar de sus labios callosos.

Así que al día siguiente, al amanecer, sacaron al prisionero, atado y amordazado, sangrando por una docena de heridas, el rostro ennegrecido por incontables golpes. Sus ojos correteaban como dos ratones por encima del trapo que le cubría la boca, buscando un escape, buscando consuelo, pero no encontró más que el sordo desprecio de aquellos que le rodeaban. Su propio padre le escupió cuando lo conducían por la calle principal hacia el tilo donde iba a ser ahorcado.


Más tarde, cuando Dietrich se acercó a la cabaña de Theresia para ver cómo estaba, se encontró a Gregor en la puerta, acariciándose una mano con la otra.

—Mi dedo meñique, creo —dijo el cantero—. Necesita una tablilla. Me lo pillé entre dos piedras.

Dietrich llamó a la puerta y Theresia abrió la parte superior. Al ver a Gregor, mostró la primera sonrisa que Dietrich veía desde la llegada de los krenken. Entonces reparó en Dietrich.

—Alabado sea Dios, padre —dijo antes de volverse hacia Gregor—. ¿Qué te trae por aquí, cantero?

Gregor alzó su mano ensangrentada en una muda llamada de ayuda, y Theresia soltó una exclamación y lo hizo pasar, Dietrich los siguió, dejando la puerta superior abierta para que entrara el aire. Vio cómo Theresia limpiaba la herida y le colocaba una tablilla con una venda de cáñamo, aunque le parecía que el cantero no era de los que se quejan por ese tipo de pequeñas heridas. Sólo después de haber atendido a Gregor se dirigió Theresia a Dietrich.

—¿También estáis herido, padre?

«Sí», pensó él.

—Sólo he venido a ver cómo te van las cosas —respondió Dietrich.

—Van bien —dijo ella, mirándolo a la cara.

Dietrich esperó a que dijera algo más, pero ella no lo hizo: por eso la sujetó por los hombros y la besó en la frente, como había hecho tantas veces en su infancia. Inexplicablemente, ella empezó a llorar.

—¡Ojalá no hubieran venido nunca!

—Gottfried-Lorenz me ha asegurado que pronto se irán a casa.

—A una casa o a otra —dijo Gregor—. Dos más murieron esta semana pasada. Creo que mueren de añoranza.

—Nadie muere de añoranza —dijo Dietrich—. El frío mató a algunos… el alquimista, los niños, algún otro…, pero ya ha llegado el verano.

—Es lo que Arnold me dijo —insistió el cantero—. Dijo: «Moriremos porque no estamos en casa.» Y, otra vez, me dijo: «Aquí, comemos y nos llenamos, pero no nos nutrimos.»

—Eso no tiene sentido —dijo Dietrich.

El cantero frunció el ceño y miró a Theresia, y luego la puerta abierta, a través de la cual los sonidos de los pájaros animaban el aire de la mañana.

—Me sorprende —admitió el hombretón—. Vuestro amigo, Kratzer, dijo una vez que deseaba tener la mitad de esperanza que Arnold. Sin embargo, Arnold se suicidó y Kratzer no.

—Su cabeza parlante tal vez no entienda palabras como «esperanza» o «desesperación».

—¿Qué diferencia hay si mueren o se marchan? —dijo Theresia.

Dietrich se volvió hacia ella y le tomó las manos, y ella no se soltó.

—Todos los hombres mueren —le dijo—. Lo que importa a los ojos de Dios es cómo nos hemos tratado unos a otros en vida. «Ama al señor con todo tu corazón y toda tu alma, y ama a tu prójimo como a ti mismo.» Esta orden nos une unos a otros y nos salva de las trampas de la venganza y la brutalidad.

—No hay escasez entre los cristianos de venganza y brutalidad —observó Gregor.

—Los hombres son hombres. «Por sus obras los conoceréis», no por el nombre que se dan a sí mismos. Hasta el hombre más perverso puede recibir el perdón al final. Ja, incluso el hombre más perverso. Yo mismo… yo mismo lo he visto.

Theresia alargó la mano y le tocó la mejilla para secar una lágrima.

—Os referís a Gottfried-Lorenz —dijo Gregor—. Grosswald lo llamó colérico, y ahora es el más humilde de los krenken.

Ja —dijo Dietrich, mirándolo—. Ja. Me refería a gente como Gottfried-Lorenz.

—Pero creo que Grosswald no pretendía alabarlo llamándolo humilde.

Theresia lloraba también y Dietrich le devolvió el favor.

—No —respondió—. Para él, el perdón y el olvido son debilidad y locura. Un hombre con poder lo utiliza; sin poder, obedece. Pero creo que todos los hombres anhelan justicia y piedad, sea lo que sea que esté escrito en los «átomos de su carne». Hemos salvado a seis de los suyos…, quizás a siete, pues no estoy seguro del alquimista.

—Justicia y piedad —dijo Gregor—. ¿Ambas a la vez? Eso sí que es un acertijo.

—Padre —dijo Theresia de pronto—, ¿se puede amar y odiar al mismo hombre?

Una abeja había entrado en la cabaña y cazaba diligente entre las hierbas que Theresia cultivaba en pequeñas macetas, en la ventana.

—Creo que puede no ser el mismo hombre, sino dos: el hombre que ahora es y el hombre que fue —dijo Dietrich por fin—. Si un pecador se arrepiente verdaderamente, muere al pecado y nace un hombre nuevo. Eso es lo que significa perdonar, pues desafía la razón echar la culpa a un hombre de los hechos de otro.

Temió seguir con el tema y poco después se marchó de la cabaña con Gregor. En el exterior, el cantero se frotó ausente el dedo herido.

—Es una mujer dulce, pero sencilla. Y puede que no esté del todo equivocada con los demonios. Puede que sea como dice Joachim: la prueba suprema. ¿Pero quién está a prueba? ¿Los guiamos a la humildad o nos conducen ellos a la venganza? Conociendo a los hombres, me temo lo segundo.


A la mañana siguiente, en el desayuno, Kratzer abrió un frasco que llevaba en el cinto. El contenido resultó ser un caldo oscuro que el krenk mezcló con las gachas. Volvió a poner el tapón en su sitio, pero se quedó inmóvil con el frasco en la mano un rato antes de volver a guardarlo en su bolsa. Kratzer se llevó una cucharada de gachas a la boca, vaciló, luego devolvió la cuchara y su contenido al cuenco y lo apartó.

Dietrich y Joachim intercambiaron una mirada de asombro, y el minorita se levantó de su asiento y se acercó a la olla para comprobar cómo estaban las gachas.

—¿Llena pero no nutre? —preguntó Dietrich de broma, recordando lo que había dicho Gregor el día anterior.

Kratzer respondió con esa inmovilidad con la que su gente parecía convertirse en piedra. Siempre enervante para Dietrich, el gesto de pronto quedó claro. Algunos animales respondían al peligro permaneciendo igualmente quietos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Dietrich.

Kratzer revolvió las gachas.

—No debería hablar de eso.

Dietrich esperó y Joachim lo observaba sorprendido. Se sirvió gachas en su propio cuenco pero, aunque tuvo que tender la mano más allá de Kratzer para hacerlo, el krenk no se movió.

—He oído a algunos de vosotros —dijo Kratzer por fin— hablar de una hambruna que hubo hace muchos años.

—Más de treinta años —respondió Dietrich—. Yo acababa de recibir las órdenes y Joachim ni siquiera había nacido. Llovió copiosamente durante dos años y las cosechas se ahogaron en los campos, desde París a las marcas polacas. Había habido hambrunas pequeñas antes, pero en esos años no hubo grano ninguno en toda Europa.

Kratzer se frotó los antebrazos con fuerza.

—Me dijeron que la gente comía hierba para llenar sus vientres —dijo—. Pero la hierba no la sustentaba.

Dietrich dejó de comer y miró al krenk.

—¿Qué? —preguntó Joachim, sentándose.

Dietrich sintió la mirada de reojo de la criatura, que por lo demás permanecía absorta en alguna visión interna.

—¿Cuánto tiempo más durarán vuestros almacenes particulares? —le preguntó a Kratzer.

—Los hemos usado desde el principio, pero gota a gota incluso el océano más poderoso debe vaciarse un día. Algunos tienen gran «esperanza», pero su situación es dura, quizá demasiado dura para algunos de nosotros. Me ha gustado —añadió— que vuestro «buen tiempo» llegara antes del fin. Habría echado de menos ver renacer vuestras flores y vuestros árboles volver a la vida.

Dietrich miró a su huésped con horror y piedad.

—Hans y Gottfried pueden reparar todavía…

Kratzer frotó sus antebrazos.

—Esa vaca no viene del hielo.


Tras pedir prestado un caballo a Everard, Dietrich corrió al campamento krenk, donde encontró a Hans, Gottfried y cuatro más en el apartamento inferior del extraño navío, alrededor de la ilustración de un «circuito» y discutiendo con gran alboroto.

—¿Es cierto que vuestra gente pronto morirá de hambre? —preguntó Dietrich mientras irrumpía en la sala.

Los krenken se detuvieron en su labor y Hans y Gottfried, que llevaban arneses de cabeza, se volvieron hacia la puerta.

—Alguien te lo ha contado —dijo Hans.

—«Las mandíbulas tienen goznes» —comentó Gottfried.

—¿Pero es verdad? —insistió Dietrich.

—Tiene verdad —dijo Hans—. Hay ciertos… materiales (ácidos es vuestra palabra alquímica) que son esenciales para la vida. Tal vez cuatro docenas de esos ácidos se encuentran en la naturaleza… y nosotros los krenken necesitamos veintiuno de ellos para vivir. Nuestros cuerpos producen nueve de forma natural, así que debemos obtener los otros de nuestra comida y bebida. Esa comida que habéis compartido con nosotros contiene once de esos doce. Falta uno, y nuestro alquimista no lo encontró en ninguno de los alimentos que probó. Sin ese particular ácido, hay un… Debo llamarlo «primario», ya que es el primer bloque constructor del cuerpo, aunque supongo que debería llevar uno de vuestros términos griegos.

Proteios —croó Dietrich— Proteioi.

—Eso. Me sorprende que uséis lenguas distintas para hablar de materias distintas. Ese griego para la filosofía natural; el latín para cuestiones que tratan de vuestro señor-del-cielo.

Dietrich agarró al krenk por el antebrazo. Las ásperas espinas que corrían por él se le clavaron en la mano, haciéndole sangre.

—¡No es nada! —exclamó—. ¿Qué hay de esa proteína?

—Sin ese ácido, la proteína no puede formarse y, al carecer de ella, nuestros cuerpos se corrompen lentamente.

—¡Entonces debemos encontrarla!

—¿Cómo, amigo mío? ¿Cómo? Arnold pasó noches sin dormir buscándola. Si eludió su agudo ojo, ¿cómo podemos descubrirla nosotros? Nuestro médico es hábil, pero no en las artes del laboratorio.

—Entonces ¿masticasteis rosas cerca del Salto del Ciervo? ¿Robasteis en el monasterio de San Blasien?

Una sacudida del brazo.

—¡Como si pudiéramos saberlo probando! Sí, algunos de los nuestros lo intentan. Pero la mejor fuente de la proteína se encuentra al final de nuestro viaje. El ácido que falta se encuentra dentro de nuestra comida concreta, a la que recurrimos para complementar la que vosotros habéis proporcionado. —Hans se dio la vuelta—. Nuestro navío zarpará antes de que el hambre se agudice.

—¿Qué hay en el caldo que Kratzer no quiere comer?

Hans no se volvió, pero su voz susurró al oído de Dietrich como si estuviera a su lado.

—Hay otra carne que tiene esa proteína, y el suministro no se ha agotado todavía.

Dietrich no lo comprendió hasta al cabo de un buen rato, cuando Gottfried dijo:

—Éste es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Tus palabras nos han dado esperanza.

El horror de la situación de los forasteros cayó entonces sobre Dietrich, aplastándolo con su peso.

—¡No debéis!

Hans se volvió una vez más hacia él.

—¿Tendríamos que morir todos, si algunos pueden sobrevivir?

—Pero…

—Nos has enseñado que es bueno ofrecer tu cuerpo por la salvación de los demás. Nosotros tenemos una frase: «El fuerte devora al débil.» Es un signo, una metáfora, pero en tiempos de gran hambre en nuestro pasado se ha convertido en hecho. Pero tú nos has salvado. Es el ofrecimiento y no el comer lo que salva, y los fuertes también pueden ofrecerse para salvar a los débiles entre nosotros.


Dietrich regresó a Oberhochwald anonadado. ¿Podía haber confundido a los krenken? No era imposible. El Heinzelmännchen no comprendía los significados de las palabras y asociaba los signos sólo por el uso. Evidentia naturalis, se dijo.

Sin embargo, estaba claro que a Kratzer le inquietaba la idea. Tanto que ni siquiera probaba el caldo. Dietrich se estremeció de nuevo al recordarlo. ¿De quién había sido destilado aquel caldo? ¿De Arnold? ¿De los niños? ¿Había sido alguno de ellos empujado a la muerte para preparar el caldo? Ese pensamiento era lo más horrible de todo. ¿Los impulsaría el instinctus krenk a dirigirse voluntariamente a la olla?

Arnold había entregado su vida. «Éste es mi cuerpo», les había prometido a los demás krenken en su nota final. Una terrible parodia, advirtió Dietrich ahora. Tras haber fracasado en su búsqueda del elusivo ácido, se había dejado llevar por la desesperación y abandonado el empeño. Y sin embargo había conservado, como la legendaria caja de Pandora, una última tenue esperanza: que Hans y Gottfried pudieran reparar el navío y devolver a los krenken a su hogar celestial. Todo lo que aumentara los alimentos necesarios añadiría muchos días al esfuerzo. Incapaz de seguir el camino que veía necesario, el alquimista había emprendido el único camino que había podido, por el bien de los demás.

Y por eso había muerto siendo cristiano después de todo.


E1 jinete llevaba la librea del obispo de Estrasburgo y Dietrich observó su aproximación desde un risco que asomaba al camino de Oberreid. Hans, que lo había advertido, se hallaba a su lado, encaramado de algún modo a la misma roca de modo que, aunque se asomaba mucho al precipicio, no caía como podría haberlo hecho un hombre. Un centro de gravedad diferente, le había explicado una vez a Dietrich, mostrándole un truco con pajas, un pfennig y una copa.

—¿Trae tu arresto? —preguntó el krenk—. Lucharemos para que no caigas en sus manos.

—«Aparta tu espada» —citó Dietrich—. Tu ataque difícilmente apagaría los temores que albergan.

Hans se echó a reír y dijo algo por el hablador-lejano para advertir a los demás.

Dietrich vio que el heraldo hacía girar su montura para que subiera hasta Santa Catalina.

Al mirar alrededor, Dietrich advirtió que Hans se había marchado sin hacer ningún ruido, una habilidad krenk extrañamente similar a la de los fantasmas para desvanecerse. «Debo impedir que el heraldo entre en la rectoría», pensó, pues el débil Kratzer estaba allí dentro. Se subió los faldones y corrió al camino justo cuando el heraldo llegaba a la cima, por lo que el hombre se detuvo bruscamente.

—La paz sea contigo, heraldo —dijo Dietrich—. ¿Qué misión te trae aquí?

El hombre miró de un lado a otro, incluso por encima de su cabeza, y se arrebujó con más fuerza en su capa, aunque el día era cálido.

—Traigo un mensaje de Su Excelencia, Berthold II, obispo de Estrasburgo por la gracia de Dios.

—En efecto, veo su escudo en tu capa.

Si habían venido por él, ¿por que habían enviado sólo a ese hombre? No obstante, si el mensaje era una orden para que regresara a Estrasburgo con el mensajero, lo haría mansamente. En los campos lejanos, algunos campesinos habían detenido su labor en los surcos para mirar hacia la iglesia. Al pie de la colina, el golpeteo del martillo de Wanda Schmidt había cesado mientras la mujer contemplaba los acontecimientos.

El heraldo sacó un pergamino, doblado y atado con un lazo y sellado con cera. Lo arrojó al suelo, a los pies de Dietrich.

—Leedlo en la misa —dijo el hombre, y entonces, con notable vacilación, añadió—: Tengo más parroquias que visitar y me gustaría tomar una jarra de cerveza antes de marcharme.

Quedó claro que no tenía ninguna intención de desmontar. Su rocín estaba flaco y casi agotado. ¿Cuántas parroquias había visitado ya, cuántas le faltaban aún? Dietrich vio otros paquetes en el morral del heraldo.

—Puedes pedir un caballo en los establos del Herr —dijo, señalando el otro lado del valle.

El mensajero no dijo nada, pero miró a Dietrich con cautela. La puerta de la rectoría se abrió de golpe y un pájaro echó a volar en los aleros. El heraldo se sobresaltó y un temor terrible distorsionó su cara.

Pero sólo era Joachim que traía la cerveza solicitada. Debía de haber estado escuchando desde la ventana. El hombre del obispo miró al minorita con recelo.

—No me extraña encontrar a uno de ellos en este sitio —comentó con desprecio.

—Podría humedecer una esponja en el barril y ofrecerte la cerveza con una caña de hisopo —dijo Joachim, que no alcanzaba para hacer llegar la copa al hombre a caballo.

El heraldo se inclinó y la arrancó de las manos del franciscano, la apuró de un trago y la arrojó al suelo. Joachim se arrodilló para recuperarla.

—He ofendido a mi Señor —dijo— al no ofrecerle una copa de oro engastada con esmeraldas y rubíes.

El heraldo no le hizo caso. Señaló el mensaje en el polvo.

—La peste ha llegado a Estrasburgo.

Dietrich se persignó y a Joachim se le olvidó levantarse.

—Que Dios nos ayude a todos —susurró Dietrich.

Загрузка...