XXIV. JULIO DE 1349 Hora prima, en la conmemoración de San Hilarino

El viernes amaneció y llegó un viento cálido que siseó entre los abetos y agitó el trigo a medio crecer. Los cielos se difuminaron en un azul tan claro que parecía alabastro. En la distancia, hacia Bisgrovia, se alzaban pequeñas columnas oscuras, probablemente de incendios en las tierras bajas. El aire se retorcía por el calor, conjurando criaturas invisibles que acecharan la tierra.

Dietrich estaba sentado junto al jergón de Joachim y el joven le volvió la espalda con la intención de que pudiera tratarle las heridas sin causarle excesivas molestias. Dietrich metió los dedos en el cuenco y roció el ungüento con cuidado. El minorita se estremeció con el contacto.

—Podrías haber muerto —le reprendió Dietrich.

—Todos los hombres mueren —respondió Joachim—. ¿Qué os preocupa?

Dietrich depositó el cuenco a un lado.

—Me he acostumbrado a tenerte cerca.

Mientras se levantaba, Joachim se volvió a mirarlo.

—¿Qué sucede en la aldea?

—Han pasado tres días sin más aflicciones. La gente ya comenta que la peste ha pasado de largo. Y una gran mayoría ha vuelto al trabajo.

—Entonces mi sacrificio no ha sido en vano.

Joachim cerró los ojos y echó atrás la cabeza. En unos instantes volvió a quedarse dormido.

Dietrich sacudió la cabeza. ¿Cómo podía decirle al muchacho que se equivocaba?


Cuando Dietrich dejó la rectoría para preparar la iglesia para la misa, vio a Herwyg el Tuerto, a Gregor con sus hijos y a otros más camino del campo, con las hoces y las guadañas al hombro. El horno de Jakob estaba encendido y el molino de Klaus giraba. Sólo la fragua continuaba fría y silenciosa.

Dietrich recordó que Lorenz estaba siempre junto al yunque, sudoroso con su delantal, y lo saludaba desde abajo. Tal vez Wanda había descubierto que aquella tarea de hombre era demasiado para ella. O tal vez no tenía carbón.

Dietrich bajó la colina, dejó atrás las ovejas, de las que apenas quedaba un puñado, todas nerviosas y con aspecto enfermo. La mortandad entre las bestias de la aldea apenas había sido advertida por el mayor temor a la peste. Las vacas y ovejas habían caído víctimas del carbunco. También había ratas muertas por todas partes, lo cual era una bendición. El perro de Herwyg ladró, se sentó y se rascó furiosamente las pulgas.

Dietrich entró en la fragua, tomó un martillo que había sobre el yunque, lo sostuvo con ambas manos y le pareció curiosamente pesado. Lorenz lo manejaba con una sola mano y lo alzaba sobre la cabeza, sin embargo Dietrich apenas podía levantarlo. Cerca había un barril lleno de herraduras para los bueyes y, al lado, otro de herraduras para caballo. En el barril para templar el hierro, una película verde se había desarrollado sobre la superficie del agua.

El grito de un cuervo llamó su atención. Lo vio revolotear, posarse en el jardín trasero de la fragua, volver a alzar el vuelo. Un círculo.

Tras soltar el martillo, Dietrich corrió a la puerta trasera, y allí encontró a Wanda Schmidt tendida de espaldas entre las habas y las coles, agitando los brazos como si quisiera agarrar el cielo. Su lengua, negra e hinchada, asomaba entre unos labios secos y agrietados. El cuervo volvió a acercarse y Dietrich lo espantó con un palo.

—Agua —jadeó la mujer postrada. Dietrich regresó a la fragua, encontró una taza junto al barril y la llenó. Pero cuando le tendió la taza a la mujer caída, sus brazos la apartaron de un manotazo. Tenía la cara roja de fiebre, así que Dietrich buscó un paño, lo empapó en agua y se lo colocó en la frente.

Wanda chilló, arqueando la espalda y agitando los brazos hasta que apartó el paño. Tras recuperarlo, Dietrich descubrió que ya estaba seco. Lo arrugó en sus manos y se sentó en el suelo. «¿Por qué, oh, Señor? —suplicó—. ¿Por qué?»

Sin embargo, ése era un pensamiento impío. «Esta peste no viene de Dios —se recordó—, sino de un mal olor que trae el viento.» Everard lo había respirado; ahora Wanda lo había hecho también. No había tenido ningún contacto con el administrador últimamente, así que la teoría krenk de las pequeñas-vidas saltando de hombre a hombre se demostraba falsa. Sin embargo, tenía que haber alguna razón para aquello. Dios había ordenado todas las cosas según medida, peso y número, y por eso al medir y pesar y numerar los simples hombres podían aprender las eternas órdenes con las que Dios fijó el curso de las estrellas y las marcas del mar.

Wanda gritó y Dietrich se apartó. La sola mirada de alguien enfermo podía infectar. De los ojos brotaban llamas azules. La única seguridad estaba en la huida. Se puso en pie y regresó a la calle atravesando la fragua, donde se quedó de pie, respirando entrecortadamente.

Fuera, todo parecía en orden. Oyó la sierra de la tonelería de Boettcher, el agudo grito de un halcón que volaba alto sobre los campos de otoño. Vio al cerdo de Ambach hozando la basura de la calle, el destello del agua que caía de la rueda de la noria. Sintió el aliento caliente del viento en la cara.

Wanda era una mujer demasiado grande para moverla solo. Tenía que correr en busca de ayuda, se dijo. Corrió primero a la cantera, pero Gregor había salido con sus hijos a segar heno. Entonces, recordando que Klaus y Wanda se habían acostado juntos, corrió al extremo oriental de la aldea.


Odo abrió la puerta superior, pero miró a Dietrich sin reconocerlo.

—La maldición se ha cumplido —dijo el viejo, un acertijo que se abstuvo de explicar.

Dietrich pasó la mano y, tras soltar el cerrojo de la puerta inferior, entró en la casa.

—¡Klaus! —gritó. El viejo Schweinfurt se quedó junto a la puerta abierta, contemplando la calle vacía. De arriba llegó un gemido y Dietrich subió la escalera hasta el altillo donde dormían.

Allí encontró al molinero sentado en un escabel que había acercado a la cama. La cama tenía cabezal y, al pie, un cofre de roble con goznes de hierro, con la imagen tallada de una noria. Sobre el colchón de sarga yacía Hilde.

Tenía el pelo dorado enmarañado y empapado de sudor, y su cuerpo se sacudía de tos. Miraba con ojos que parecían de krenk.

—Llamad al pastor Dietrich —gritó—. ¡Dietrich!

—Aquí —dijo Dietrich, y Klaus respondió con un respingo a la palabra susurrada cuando no había reaccionado antes a sus gritos y golpes en la puerta.

—Se quejaba de dolor de cabeza cuando despertó —dijo, sin volverse—, y yo no le hice caso y fui a poner en marcha el molino. Entonces…

—¡Dietrich! —gritó Hilde.

Dietrich se arrodilló junto a la cama.

—Estoy aquí.

—¡No! ¡No! ¡Que venga el pastor!

Dietrich la tocó suavemente en el hombro, pero la mujer se sacudió.

—Ha perdido la sesera —dijo Klaus, con voz preternaturalmente tranquila.

—¿Han aparecido las bubas?

El Maier sacudió la cabeza.

—No lo sé.

—¿Puedo alzarle el camisón para inspeccionar…?

El molinero miró a Dietrich un momento, luego se echó a reír. Eran grandes risotadas que agitaron todo su cuerpo y murieron bruscamente.

—Pastor —dijo gravemente—, sois el único hombre de este pueblucho que ha pedido mi permiso antes de mirar.

Se apartó.

Dietrich alzó el camisón y se sintió aliviado al no descubrir ninguna hinchazón en la ingle, aunque puntos rojizos cerca de su lugar secreto indicaban que pretendían aparecer. Cuando trató de mirarle el pecho y bajo los brazos, el camisón se interpuso y ella agitó los brazos.

—¡Max! —dijo—. ¡Llamad a Max! ¡Él me protegerá!

—¿Le administraréis los últimos sacramentos? —preguntó Klaus.

—Todavía no. Klaus… —Vaciló, pero no dijo nada de Wanda. El molinero no dejaría a su esposa estando de aquel modo. Cuando se levantó, Hilde lo agarró por la túnica.

—Traed a Dietrich —le suplicó.

Ja doch —respondió Dietrich, zafándose—. Ahora voy a buscarlo.

En el exterior, se detuvo a tomar aire. Dios era astuto. Dietrich había huido de la peste en una casa sólo para encontrarla en otra.


Hans y Gottfried le ayudaron a trasladar a Wanda a su cama. Cuando Dietrich regresó a la rectoría, Joachim lo miró a la cara.

—¡La peste! —dijo. Como Dietrich asintió, echó atrás la cabeza y exclamó—. ¡Oh, Dios, te he fallado!

Dietrich le colocó una mano en el hombro.

—No le has fallado a nadie.

Joachim se zafó de la mano.

—¡Los krenken van a volver al infierno sin ser redimidos!

Cuando Dietrich se volvió, Joachim le agarró la manga.

—No podéis dejarlos morir solos.

—Lo sé. Voy a ver a Manfred para pedirle permiso para montar un hospital.


Encontró al Herr en el gran salón, sentado entre dos fuegos, uno rugiente en la chimenea y otro en un gran caldero situado al otro lado de la habitación. Toda la casa se había reunido allí, incluso Imre el buhonero. Los criados iban y venían, cargando leña para avivar los fuegos. Se marchaban despacio y regresaban deprisa.

Manfred, que estaba sentado a la mesa del consejo escribiendo con una pluma en un pergamino, habló sin levantar la cabeza.

—Los fuegos funcionaron para tu Papa. De Chauliac lo recomendó cuando hablé con él en Aviñón. El elemento del fuego destruye el mal aire… —Agitó la pluma—. De algún modo. Dejo la ciencia para aquellos que están versados en ella.

Sus ojos se dirigieron a los rincones de la sala, como si pudiera ver la peste acechando allí. Luego se dedicó una vez más al pergamino.

El fuego tal vez fuese efectivo, se dijo Dietrich, ya que aflojaba la masa endurecida del mal aire y lo hacía elevarse. También las campanas podían romper esa masa al agitar el aire. Pero si la peste era transportada por innumerables mikrobiota, Dietrich no veía de qué modo podían ayudar las llamas; a menos que, como las polillas, las pequeñas-vidas fueran atraídas por el fuego para autoinmolarse. No dijo nada de estos pensamientos.

Mein Herr, Wanda Schmidt y Hilde Müller han sido golpeadas por la peste.

—Lo sé. Heloïse Krenkerin nos avisó por el hablador-lejano. ¿Qué quieres de mí?

—Pido a vuestra gracia establecer un hospital. Pronto, me temo, demasiados caerán enfermos de…

Manfred despuntó la pluma contra la mesa de un golpe.

—Te andas con demasiadas ceremonias. Un hospital. Ja, doch. Sea. —Agitó una mano—. Para lo que va a servir…

—Si no podemos salvarles la vida, al menos podemos hacer más cómoda su muerte.

—Debe de ser un gran consuelo. ¡Max!

Secó el pergamino y lo dobló en cuatro. En un pegote de cera vertido de una vela estampó su sello. Estudió después el anillo, moviéndolo un poco en su dedo. Luego miró a la pequeña Irmgard, que estaba allí cerca con su ama, reprimiendo las lágrimas, y le sonrió brevemente. Le entregó a Max la carta, junto con otra que ya había terminado.

—Llévalas al camino de Oberreid y dáselas a los primeros viajeros de aspecto respetable que veas. Una es para el duque de Baden, la otra para el duque de Habsburgo. Viena y Friburgo tienen ya sus propios problemas, pero deben saber qué ha acontecido aquí. Gunther, acompáñalo y ensíllale una montura.

Max parecía triste, pero inclinó la cabeza y, tras sacarse los guantes del cinto, se dirigió a la puerta. Gunther lo siguió; parecía, si eso era posible, aún menos feliz.

Manfred sacudió la cabeza.

—Temo que la muerte esté en esta casa. Everard cayó después de salir de esta misma sala. ¿Cómo se encuentra?

—Más tranquilo. ¿Puedo trasladarlo al hospital?

—Haz lo que sea necesario. No vuelvas a pedirme permiso. Voy a llevar a todo el mundo al Schloss. Prohibí que entrara nadie en la aldea y no me hicieron caso. Ahora Odo nos ha traído esto. Al menos puedo proteger la Schildmauer de los intrusos. Cada hombre debe cuidar ahora de su propia casa y de su propia familia.

Dietrich tragó saliva.

Mein Herr, todos los hombres son hermanos.

Manfred hizo una mueca de tristeza.

—Entonces tienes mucho trabajo por delante.


Dietrich llamó a Ulf y Heloïse para que llevaran a Everard al hospital improvisado en la fragua. Ninguno de los dos krenken había aceptado todavía a Cristo. Hans había sugerido que se habían quedado porque su miedo a morir en «la brecha entre los mundos» superaba su miedo a morir de hambre. Pero cuando le preguntó a Ulf al respecto, el krenk se echó a reír.

—No le temo a nada —alardeó por el canal privado—. Los krenken mueren. Los hombres mueren. Hay que morir bien.

—Con charitas en el corazón.

El krenk extendió el brazo.

—No hay ninguna charitas, sólo valor y honor. Se muere sin miedo, desafiando al Cernidor. Nadie cree, naturalmente, en el Cernidor, pero es un dicho nuestro.

—Entonces ¿por qué te quedaste cuando vuestro navío zarpó, si no es por miedo a esa «brecha»?

Ulf indicó a la krenken que caminaba dando zancadas delante de ellos.

—Por Heloïse. Prometí a nuestro cónyuge… ¿Entiendes nuestro hombre-mujer-ama? Bien. El ama se queda siempre en el nido. Hice un… juramento de sangre de que junto a nuestra Heloïse me quedaría. Algunos buscadores-de-verdad dicen que la brecha carece de tiempo y prolonga la muerte para siempre. Heloïse temía eso por encima de todo. Para mí, toda muerte es lo mismo y le chasqueo las mandíbulas. Me quedé por mi juramento.


Cuando entraron en casa de Everard, el hedor era palpable. El administrador yacía desnudo en la cama, con un trapo seco y sucio en la frente. Oscuras líneas azuladas le corrían por las extremidades, desde la ingle y los sobacos. No había ni rastro de Yrmegard ni de Witold. Dietrich se inclinó sobre él pensando que estaba muerto, pero los ojos del hombre se abrieron de pronto y casi se levantó de la cama.

—¡Madre de Dios! —gritó.

—Debo sajar las bubas antes de moverlo —le dijo Dietrich a Ulf, empujando suavemente al administrador para que se tumbara de nuevo. Los negros ríos de veneno que le corrían por los brazos y las piernas sugerían que ya era demasiado tarde—. ¿Dónde están tu esposa y tu hijo? —le preguntó a Everard—. ¿Quién te cuida?

—¡Madre de Dios!

El administrador se arañó entre gritos. Luego, bruscamente, se quedó tendido en silencio, jadeando y suspirando, como si hubiera repelido un ataque desde las almenas y descansara para el siguiente.

Dietrich había lavado el cuchillo con vino agrio y Ulf sugirió calentarlo también al fuego. En la chimenea apenas quedaban unas ascuas. No había leña preparada. «Ella ha huido —pensó Dietrich—. Yrmegard ha abandonado a su esposo.» Se preguntó si Everard lo sabría.

Las bubas eran tan grandes como manzanas, la piel tensa y brillante alrededor de ellas. Dietrich escogió la que había bajo el brazo derecho y la tocó con la punta de su escalpelo.

Everard aulló y se agitó, golpeó a Dietrich con el puño y le arrancó el escalpelo de la mano. Dietrich se arrodilló, viendo doble por efectos del golpe, y luego tanteó entre la paja del suelo en busca de la hoja caída. Cuando se levantó, Everard yacía de costado, abrazándose las piernas con fuerza, con las rodillas encogidas. Dietrich se acercó al escabel que había junto a la cama y se sentó un momento mientras se frotaba la sien y pensaba. Entonces llamó a Hans por el hablador-lejano.

—Hay una cesta en mi cobertizo, marcada con la cruz de los Hospitalarios —le dijo a su amigo—. Trae a la casa del administrador una de las esponjas que encontrarás en ella… Pero ten cuidado. Está empapada en mandrágora y otros venenos.

Hans llegó pronto y se quedó a mirar con los otros krenken. Dietrich humedeció la esponja en el barril de agua que había detrás de la casa y regresó, sujetándola a la distancia de un brazo. Entonces, como le había enseñado el saboyano, la colocó con firmeza contra la nariz y la boca de Everard mientras el mayordomo le arañaba las manos. Lo suficiente para dormir, había dicho el saboyano, pero no tanto como para producir la muerte. Everard se quedó súbitamente flácido, y Dietrich arrojó la esponja al fuego. ¿Demasiado tiempo? No, el pecho del hombre subía y bajaba. Dietrich se persignó.

—Bendito Jesús, guía mi mano.

El contacto con la hoja no despertó al mayordomo, pero gruñó y se debatió un poco. Hans y Ulf le sujetaron los miembros con firmeza. La buba era dura y Dietrich apretó la punta con más fuerza.

De repente se abrió y manó de ella un líquido negro de hedor abominable. Dietrich apretó los dientes y se dedicó a las bubas restantes.

Cuando terminó, Heloïse le tendió un paño que mientras tanto había hervido y empapado en vinagre. Con esto, Dietrich limpió como pudo la mugre del pecho del hombre.

—Yo no tocaría el pus —aconsejó Ulf, y Dietrich, que no tenía semejante intención, salió corriendo a la calle y vomitó el desayuno de esa mañana. Luego aspiró a grandes bocanadas el aire de la montaña. Hans, que lo había seguido, lo tocó brevemente varias veces.

—¿Era malo?

Dietrich jadeó.

—Muy malo.

—Mi… —Hans se tocó brevemente las antenas—. Debo lavarlas —dijo—. El administrador no vivirá.

Dietrich resopló.

—Siempre hay esperanza, pero… creo que tienes razón. Su esposa ha escapado con el niño. No tiene a nadie que lo cuide.

—Entonces nosotros lo haremos.

Colocaron a Everard en la camilla que Zimmerman había preparado, y Ulf y Heloïse se encargaron de transportarlo. Dietrich caminó junto a ellos y mantuvo firme la camilla mientras bajaban la colina. Recordó cómo san Efraím de Siria había transportado trescientas camillas durante una hambruna en Mesopotamia. «Necesitaremos más», se dijo.

Hans se quedó a quemar todos los trapos y la ropa para matar las pequeñas-vidas que pudieran contener. Ulf lo llamó.

—Guarda un poco de pus para inspeccionarlo.

—¿Por qué pides eso? —preguntó Dietrich cuando bajaban la colina.

—Trabajé con los instrumentos en el lazareto de nuestro navío —le dijo Ulf—. Tenemos un aparato, que Gschert nos dejó, que nos permite ver las pequeñas-vidas.

Dietrich asintió, aunque no lo comprendía. Entonces preguntó, de repente:

—¿Por qué nos ayudas con los enfermos, si no tienes ninguna charitas?

El krenk pagano extendió el brazo.

—Hans es ahora el Herr krenk, así que lo sigo. Además, ocupa mis días.

Lo cual era, a su modo, una típica respuesta krenk.


Wanda Schmidt murió al día siguiente.

Pataleó y se agitó y se mordió la propia lengua en vano. La sangre negra se acumuló en su interior y manó por su boca. No oyó las palabras de consuelo que pronunció Gottfried Krenk; quizá ni siquiera notó los amables golpecitos que entre los de su especie hacían las veces de caricias.

Después, Gottfried se dirigió a Dietrich.

—El Herr-del-cielo no quiso salvar a la mujer del bendito Lorenz. ¿Por qué entonces suplicamos su ayuda?

Dietrich negó con la cabeza.

—Todos los hombres mueren cuando Dios los llama a su lado.

Y Gottfried respondió;

—¿No podría haberla llamado más suavemente?


Klaus y Odo llevaron a Hilde al hospital en una camilla que cargaron entre los dos. La dejaron en un camastro, en la fragua, cerca del fuego que Dietrich había encendido en el horno. Luego Klaus envió a Odo de regreso a la casa y el viejo asintió distraído y dijo:

—Dile a Hilde que se dé prisa y me cocine la cena.

Klaus lo vio marchar.

—Se sienta en el taburete ante la chimenea y se queda mirando las cenizas frías. Cuando entro en la habitación, vuelve los ojos hacia mí sólo un instante antes de que la fascinación por las cenizas vuelva a llamarlo. Creo que ya está muerto… aquí dentro. —Se golpeó el pecho—. Todo lo demás es mera ceremonia.

Se arrodilló para acariciarle el pelo a Hilde.

—Las bestias se están muriendo también —dijo—. Por el camino he visto ratas muertas, varios gatos y el viejo sabueso de Herwyg. El Tuerto echará de menos a ese perro.

«Querido Dios —rezó Dietrich—, ¿purgarás la tierra de todos los seres vivos?»

—¿Qué es esto? —preguntó, señalando con el dedo la manga de Klaus—. Parece sangre. ¿Ha vomitado ella sangre?

Klaus se miró las manchas como si nunca las hubiera visto.

—No —dijo. Tocó una con el dedo pero no se manchó, así que la sangre ya estaba seca—. No, yo… Seguí…

Pero lo que el molinero fuera a decir se perdió en la duda, pues Hilde se levantó de la cama y se quedó allí plantada, erguida. Al principio, Dietrich pensó que se trataba de un milagro, pero la mujer empezó a dar vueltas y a balancearse y a cantar agitando los brazos. Klaus la agarró, pero el brazo de ella lo golpeó en la mejilla con tanta fuerza que casi lo derribó al suelo.

Dietrich se colocó al otro lado de la cama y trató de agarrarla por un brazo mientras Klaus la agarraba por el otro. La asió por la muñeca y usó su propio peso para tirar de ella. Klaus hizo lo mismo. Hilde continuó retorciéndose de un lado a otro, tarareando. Entonces, bruscamente, calló y se quedó quieta. Klaus alzó la cabeza.

—¿Ha…?

—No. No, respira.

—¿Qué significa? El baile.

Dietrich sacudió la cabeza.

—No lo sé…

Las bubas habían aumentado de tamaño, pero todavía no había vetas de veneno en sus brazos.

—¿Puedo verle las piernas?

Sin decir palabra, Klaus levantó la falda de Hilde y Dietrich estudió su ingle y sus muslos y se alivió al ver que allí no había tampoco vetas.

—Gottfried —pidió—, trae el vino viejo.

Klaus bajó la cabeza.

—Ja, ja. Yo también necesito un trago. ¿Descansará ahora?

—No es para beber. Debo lavar mi escalpelo.

Klaus se echó a reír de repente, y luego se hundió en un hosco silencio.

Gottfried trajo un cuenco con vinagre y Dietrich lavó la hoja en él. Luego la sostuvo sobre el fuego de la fragua hasta que el mango se puso caliente. No se arriesgaría a usar la esponja soporífera esta vez: ese recurso había que reservarlo para casos como el de Everard, en que la posibilidad de vivir y el riesgo de morir estaban más equilibrados.

—Sostén el cuenco —le dijo Dietrich a Gottfried, tendiéndole una bacina de barro—. Cuando abra la pústula, el pus debe caer en el cuenco. Ulf dice que no debemos dejar que nuestra carne entre en contacto con él —añadió para Klaus—, pero el krenk no cree que los afecte a ellos.

—Sólo hay una forma de descubrirlo —dijo Gottfried.

—Es un demonio sabio, entonces. —Klaus estudió al krenk—. Ella cuidó de ellos, ahora ellos cuidan de ella. Una cosa no me parece mejor que la otra. —Miró el escalpelo.

—No temas —dijo Dietrich—. De Chauliac le dijo a Manfred que este curso de acción solía ser efectivo si no se retrasaba demasiado.

—¡Cortad, pues! No podría soportar que ella…

Dietrich había afilado el escalpelo hasta convertirlo en una cuchilla de afeitar. Cortó limpiamente la pústula. Hilde jadeó y arqueó la espalda, aunque no gritó como había hecho Everard. Dietrich la sujetó con fuerza por el brazo y la pestilencia se vertió en el cuenco de Gottfried. Miró para ver si contenía sangre y se sintió aliviado al ver que no había ninguna.

Aunque menos repugnante que el de Everard, el pus apestaba bastante. Klaus tragó saliva y no vomitó por pura fuerza de voluntad, aunque retrocedió.

Pronto, la horrible tarea terminó. Dietrich roció las heridas con vinagre. No estaba seguro de por que esto podría ser eficaz, pero los doctores en medicina lo creían así desde la gran época de Tomás de Aquino. El vinagre ardía, así que el elemento fuego quemaba las pequeñas-vidas.


Después, Dietrich se marchó con Klaus a casa de Walpurga Honig, donde se sentaron en el banco que había delante. Klaus llamó al postigo de la ventana con los nudillos y, un momento después, la esposa del cervecero la abrió y le puso en las manos una jarra de cerveza. Miró a Dietrich, volvió a aparecer con una segunda jarra y luego cerró el postigo con llave. El repentino ruido sobresaltó a Atiulf Kohlmann, que estaba sentado en el suelo al otro lado de la calle, y el niño llamó llorando a su madre.

—Todo el mundo tiene miedo —dijo Klaus, haciendo un gesto con la jarra. Tomó un sorbo, cerró los ojos y rompió a llorar. La jarra se le cayó de los dedos sin fuerzas y derramó su contenido en la tierra—. No comprendo —dijo después de un rato—. ¿Le ha faltado algo? Una sola palabra y lo tenía todo. Brocados, cintas, tocas. Ropa interior de seda una vez que estuvimos en Friburgo…, italiana, y ¿no me costó lo mío? «Pintura francesa» para su cara. Puse comida en su mesa, un techo sobre su cabeza… y no una choza como la de su padre. No, un edificio de madera con un horno de piedra y una chimenea para calentar el dormitorio. Le di dos hermosos hijos y, aunque Dios decidió llamar al niño demasiado pronto, me encargué de casar a nuestra Phye con un mercader de Friburgo. Sólo Dios sabe cómo estarán en Friburgo ahora.

Se estudió las manos y las retorció. Miró al este, hacia las tierras bajas.

—Sin embargo, ella busca a otros hombres —continuó—. Todo el mundo lo sabe, pero yo he de fingir lo contrario… y tomarme mis pequeños desquites cuando peso la comida. Bromeaba cuando le levanté la falda para vos. Pero de verdad que creo que sois el último hombre de Oberhochwald que ha visto esa visión; aunque hubo un tiempo en que no lo creí. Pensaba que ibais a los bosques con ella, pastor. Aunque seáis cura, también sois un hombre. Así que os seguí un día. Fue entonces cuando vi a los monstruos por primera vez. Sin embargo, no fueron una visión tan terrible como la de mi Hilde despatarrada en un lecho de flores mientras ese burdo sargento la poseía.

Dietrich recordó haber visto uno de los caballos del molinero atado en el claro y haber pensado que era de Hilde.

—Klaus… —empezó a decir, pero el molinero continuó sin dar ninguna señal de haber oído.

—Soy un hombre ágil en la cama matrimonial. No tan ágil como en mi juventud, pero no he tenido ninguna queja de otras. Oh, sí, me he acostado con otras mujeres. ¿Qué elección tenía? ¿La vuestra? No, ardo como vuestro Pablo. No sé por qué ella me rechaza. ¿Le dicen otros hombres palabras más dulces? ¿Son sus labios más agradables? —Y el molinero alzó los ojos para mirar directamente a Dietrich—. Podríais decírselo. Podríais hacer que fuera un mandamiento. Pero… no quiero su sumisión. Quiero su amor y no puedo tenerlo, y no sé por qué.

»La vi por primera vez en las pocilgas de su padre, dando de comer a los cerdos. Tenía los pies descalzos en el fango, pero yo vi una princesa en el lodazal. Yo era aprendiz del viejo Heinrich, el padre de Altenbach, que tenía el molino del Herr antes que yo, así que mis perspectivas eran buenas. Mi Beatrix había muerto en aquel terrible invierno de 1315 y todos nuestros hijos con ella, así que mi semilla moriría conmigo a menos que volviera a casarme. Le propuse matrimonio a su padre y pagué Merchet y el Herr consintió. ¡Ninguna mujer de aquí ha tenido tan buen festín de bodas, excepto la mismísima Kunigunda del Herr! Esa noche descubrí que no era virgen, ¿pero qué mujer lo es en esta época? No me molestó entonces. Tal vez debería haberlo hecho.

Dietrich colocó una mano en el hombro de Klaus.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—No era amable con ella, ese cerdo del sargento. Para él, fue otra aventura.

—Wanda Schmidt ha muerto.

Klaus asintió lentamente.

—Eso me entristece. Éramos buenos amigos. Compartíamos la misma carencia, pero yo la llenaba con ella. Sé que era pecado, pero…

—Un pecado menor —le aseguró Dietrich—. No había ningún mal, creo, en ninguno de vosotros.

Klaus se echó a reír estrepitosamente. Su fornido cuerpo se estremeció como un terremoto en un barril y a las comisuras de sus ojos asomaron lágrimas.

—¿Cuántas veces —dijo, cuando la risa se convirtió en melancolía—, en vuestros secos sermones escolásticos, os he oído decir que un «mal» es la ausencia de un «bien»? Así que decidme, sacerdote… —Los ojos se volvieron hacia Dietrich repletos de vacío—. ¿A qué hombre le ha faltado jamás tanto como a mí?

Permanecieron sentados en silencio. Dietrich le tendió al molinero la jarra de cerveza y el molinero bebió.

—Mis pecados —dijo—. Mis pecados.

—Everard ha muerto también —le dijo Dietrich, y Klaus asintió—. Y Franzl Nariz-larga del castillo. Pusieron su cuerpo ante las murallas esta mañana. —Miró hacia las torres, más allá de las almenas—. ¿Cómo está Manfred?

—No lo sé.

Klaus dejó ambas jarras en el alféizar para que la esposa del cervecero las recuperara.

—Me pregunto si lo sabremos alguna vez.

—Y los Unterbaum se han ido —dijo Dietrich—. Konrad, su esposa, sus dos hijos supervivientes…

—Hacia el valle del Oso, supongo. Sólo un necio se dirigiría a Bisgrovia con la peste en Friburgo. ¿Dónde está la madre de Atiulf?

Se levantaron y se acercaron al niño que lloraba en el suelo.

—¿Qué pasa, pequeño? —preguntó Dietrich, arrodillándose junto al chiquillo.

—¡Mami! —aulló Atiulf—. ¡Quiero a mami!

Se quedó sin aliento y sorbió aire con una gran bocanada que terminó en un paroxismo de tos y flema.

—¿Dónde está? —preguntó Dietrich.

—¡No sé! ¡Mami, no me encuentro bien!

—¿Dónde está tu padre!

—¡No sé! ¡Vati, haz que pare!

Entonces las toses sacudieron su cuerpo una vez más.

—¿Y tu hermana, Anna?

—Anna está dormida. No la despiertes. Lo dijo mami.

Dietrich miró a Klaus y Klaus lo miró a él. Luego los dos miraron hacia la puerta de la casa. El Maier apretó la mandíbula.

—Creo que deberíamos…

Klaus abrió la puerta y entró, y Dietrich, con el niño de la mano, lo siguió.

No había ni rastro de Norbert ni de Adelheid, pero Anna estaba tendida en un camastro de paja, con un semblante de paz y tranquilidad.

—Muerta —anunció—. Pero no hay ningún signo en ella. No como en el pobre Everard.

—Atiulf —dijo Dietrich con severidad—, ¿estaba tu hermana enferma cuando te fuiste anoche a la cama?

El niño, todavía lloriqueando, negó con la cabeza. Dietrich miró a Klaus, quien dijo:

—A veces el carbunco golpea así, cuando entra por la boca en vez de por la piel. Tal vez la peste actúa igual. O ha muerto de pena por el niño.

—Bertram Unterbaum.

—No creía que Norbert fuera capaz de dejar al niño para que se muera —dijo Klaus.

El sentido común le habría dicho que huyera, pensó Dietrich, Si el niño estaba condenado, ¿qué sentido tenía quedarse y convertirse también en víctima? Y por eso toda la gente razonable había huido… de la antigua Alejandría, del ejército asolado por la peste de Constantino, del Hospital de París.

Klaus tomó al niño en brazos.

—Voy a llevarlo al hospital. Si vive, será mi hijo.

Norbert había actuado contrariamente a su temperamento, pero el ofrecimiento de Klaus era sorprendente. Dietrich los bendijo y se separaron. Dietrich continuó hacia el extremo de la aldea que asomaba al valle del Oso simplemente porque había echado a andar en esa dirección.

La puerta de una casa se abrió de golpe e Ilse Ackermann salió corriendo de ella con María en brazos.

—¡Mi pequeña Maria! ¡Mi pequeña Maria! —chillaba una y otra vez. La niña era una figura ennegrecida, manchada de vómito, con los labios y la lengua azul oscuro y la sangre manándole de la boca. Exhudaba el peculiar olor de la peste. Antes de que Ilse pudiera decir nada más, la niña tuvo un espasmo y murió.

La mujer chilló una vez más y soltó a la niña en el suelo, donde yació como la muñeca chamuscada que esa misma niña había rescatado del fuego. La peste parecía haber invadido cada centímetro de su cuerpo, pudriéndolo desde dentro. Dietrich retrocedió horrorizado. Esa visión era más terrible que la de Hilde en su delirio o incluso que la de Wanda con su lengua negra e hinchada. Aquello era la muerte en toda su horrible majestad.

Ilse se llevó las manos a la cara y salió corriendo hacia el campo de otoño donde trabajaba Félix, dejando a su hija en el suelo.


La muerte había asaltado a Dietrich por todas partes y demasiado rápidamente. Everard, Franzl, Wanda, Anna, Maria. Pacífica o agonizante; larga o breve; pudriéndose de hedor o simplemente quedándose dormida. No había ninguna orden en ella, ninguna ley. Dietrich avivó el paso. La peste, después de tres días de descanso, había redoblado sus esfuerzos.

Una fruta repugnante colgaba del tilo del prado: una figura humana que se retorcía con la calurosa brisa de julio. Era Odo, vio Dietrich al acercarse, y al principio pensó que se trataba de un suicidio. Pero la cuerda estaba atada al tronco y no había nada bajo sus pies desde donde pudiera haber saltado. Entonces lo comprendió. Cuando regresaba de casa de su yerno, habían atacado y matado a Odo por el pecado de haber traído la peste.

Dietrich no pudo soportarlo más. Echó a correr. Sus sandalias golpetearon contra las tablas de madera del puente del arroyo y encontró el camino del valle del Oso. El sendero desnudo se cocía al sol, excepto donde corría junto al río. Allí el arroyuelo se había convertido en lodo, que salpicó las piernas de Dietrich cuando lo cruzó. En el recodo se encontró con una de las yeguas del Herr, una gris, completamente ensillada y enjaezada, mordisqueando algún matorral suculento junto al camino.

«¡Una señal!», pensó. Dios había enviado una señal. Sujetó las riendas, tomó impulso y la montó. Luego, sin mirar atrás, dirigió el tranquilo animal hacia el este.

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