El puerto de Caergoth era mucho más grande que el de Nuevo Puerto. Hileras de muelles se extendían en una bahía lo bastante profunda para acoger galeones, drakkars, galeras y dromones. El puerto estaba lleno de barcos en diversos estados de reparación, y la mayoría había sufrido los desperfectos durante su encuentro con el Turbión.
Rig señaló hacia un galeón que estaba en dique seco y que tenía un gran agujero en el casco, cerca de la línea de flotación. Dijo que lo sorprendía que no se hubiera hundido antes de llegar a puerto; probablemente había chocado con un iceberg. La tripulación debía de haberse visto obligada a echar por la borda parte del cargamento para mantener el barco a flote hasta llegar a puerto.
Tras su angustioso encuentro con el Turbión, el Yunque de Flint también había pasado rozando un iceberg. El estrecho entre Southlund y el territorio del Dragón Blanco estaba plagado de grandes masas lisas de hielo flotante que semejaban pequeñas islas. Navegar entre estos hielos era difícil, sobre todo si se tenía en cuenta que la parte que asomaba sobre el agua no era más que una fracción del bloque helado que se ocultaba bajo la superficie. Sin embargo, Rig estuvo a la altura de las circunstancias, y Dhamon y Jaspe pensaron que el marinero se enfrentó a la comprometida situación con precavido entusiasmo. Bajo la dirección de Rig, el Yunque se fue abriendo camino a través de los helados obstáculos y alrededor de un iceberg particularmente amenazador sin que el casco sufriera ni un arañazo.
Les asignaron un lugar situado en el extremo occidental de la bahía, y pronto la nave estuvo atracada al muelle y con las velas arriadas. Ampolla prefirió quedarse a bordo con Shaon, ya que las dos se habían hecho amigas y la mujer negra dijo que podía ayudarla en la revisión de cabos y velas. La kender se puso unos guantes de cuero marrón que llevaban unas lentes de aumento acopladas al pulgar derecho «para facilitar la revisión de los cabos», explicó.
A Groller le encargaron la tarea de comprar barriles para agua, llenarlos y enviarlos al barco. El lobo de rojo pelaje, que había permanecido oculto en algún lugar bajo cubierta durante la mayor parte de la travesía, iba a su lado cuando el semiogro desembarcó. Jaspe decidió acompañarlos, atraído por la posibilidad de pisar tierra firme y porque sentía cierta curiosidad sobre el modo en que Groller, si realmente era sordo, haría una transacción comercial. El enano tenía la sospecha de que sería él el que acabaría haciendo el trato. Frunció el ceño y metió la mano en el bolsillo para asegurarse de que llevaba bastante dinero para pagar los barriles.
Los otros tres tripulantes recibieron un permiso de varias horas, pero Rig les dio órdenes estrictas de reincorporarse antes de la puesta de sol. El Yunque no haría noche en Caergoth.
Así las cosas, Dhamon y Rig se quedaron de pie junto a la batayola, contemplando la costa. A juzgar por la pintura desgastada y saltada del embarcadero y de las numerosas tabernas y posadas que se alzaban en las inmediaciones, era un puerto viejo; y, aunque había una gran actividad y sin duda se obtenían buenos beneficios, no parecía que los propietarios estuvieran inviniendo ni un céntimo de esas ganancias en el mantenimiento de sus negocios. Las construcciones más recientes eran tres altas torres de madera situadas cerca de la orilla. Encaramados en lo alto había hombres que vigilaban en dirección a Ergoth del Sur con catalejos. Buscaban cualquier indicio de problemas, en especial por parte del Blanco que vivía allí.
Las personas que caminaban arriba y abajo por el muelle eran en su mayoría marineros y estibadores que estaban de permiso o haciendo algún encargo. Había unos pocos que parecían comerciantes con negocios que atender en el puerto, y pequeños grupos de viajeros que habían desembarcado o que buscaban pasaje. También se veían unas cuantas mujeres moviéndose entre los puestos donde se vendía pescado y mariscos.
Un par de pescaderos iban y venían cerca de los edificios y al borde de los muelles intentando vender sus mercancías a cualquiera cuyas ropas estuvieran en buen estado y, por ende, que llevaran dinero en sus bolsillos.
—Pensaba que alguien con suficientes monedas para viajar hasta Schallsea tendría también para comprarse algo de ropa decente —comentó Rig. El bárbaro vestía unos pantalones de cuero de color verde oscuro y una camisa de seda en un tono amarillo claro y con mangas holgadas. Llevaba una banda en la frente que estaba hecha con cuero rojo trenzado y que casi hacía juego con el fajín que ceñía su cintura. La cinta de la cabeza tenía finas trencillas que le colgaban hasta los hombros y se agitaban con la brisa. Dhamon se encogió de hombros con indiferencia.
»Con ese aspecto no atraerás las miradas de las damas.
—Quizá no me interesa hacerlo. —Dhamon se apartó de la batayola y alzó la vista hacia el encapotado cielo.
—No me gusta el aspecto de esas nubes —manifestó tajantemente el corpulento marinero, que había seguido la mirada del guerrero—. Es el motivo de que no nos quedemos.
—¿Qué hay de raro en ellas? Las nubes son sólo nubes. ¿Acaso están muy ajadas para tu gusto?
—El cielo siempre lleva un mensaje, Dhamon, para quienes son lo bastante listos para interpretarlo. Y el mensaje, por lo general, está escrito en las nubes. Cuando son planas, como sábanas, el aire está en calma y la temperatura es estable. En tal caso, la travesía será fácil. Estas nubes están hinchadas, y grises por debajo. Tal cosa significa que están cargadas de lluvia y que sólo es cuestión de tiempo el que empiecen a soltar agua. La pregunta es si será sólo un chubasco o una gran tormenta.
Dhamon metió la mano en el bolsillo y tanteó el estandarte de seda que Goldmoon le había entregado. Siguió callado.
—No me importa la lluvia, y un chubasco no es mayor inconveniente para un buen marinero, pero todavía tenemos que navegar un gran trecho antes de dejar atrás el territorio de Escarcha, y una posible tormenta con icebergs incluidos es algo a lo que prefiero no enfrentarme. Éste será mi barco después de que os deje en Palanthas, y quiero que esté en una pieza. —Su mirada fue hacia el galeón en dique seco—. Por lo tanto zarparemos antes del anochecer.
Dhamon pasó junto al marinero y empezó a bajar por la pasarela hacia el muelle.
—¡Eh! ¿Adónde vas? Salimos dentro de un par de horas.
—Voy a hablar con algunos marineros. Quizás alguno ha venido del norte, y tal vez sea lo bastante listo para interpretar el mensaje de las nubes de allí y pueda darnos información valiosa.
—¡Shaon, te quedas al mando del barco! —gritó Rig—. Espera, Dhamon, voy contigo. —Mientras pasaba junto a Ampolla, el marinero añadió:— Siento de verdad lo de tu pequeño amigo.
Jaspe y Groller iban por una acera de tablones que se extendía a lo largo de la calle que había a continuación de los muelles. Caergoth era la capital de Southlund, y como tal era una urbe bastante extensa con un bonito paseo marítimo. Varios de sus edificios tenían marquesinas de muchos colores que se extendían sobre la acera a fin de proteger a los compradores de la lluvia o el sol, dependiendo del tiempo que hiciera. Otros establecimientos tenían carteles en los escaparates en los que anunciaban sus especialidades —sopa de marisco, aguardiente amargo, túnicas de cuero teñido, botas de piel de anguila, y cosas por el estilo— con los que podrían atraer a posibles clientes al interior.
—Realmente no puedes oírme, ¿verdad? —preguntó Jaspe, que miraba al semiogro de hito en hito.
Groller le sostuvo la mirada y enarcó una ceja. El semiogro no oía nada, pero sus otros sentidos sí funcionaban. Sus ojos captaron la expresión exasperada en el rostro del enano. Groller frunció los labios y extendió los brazos ante sí, formando un círculo. Después señaló con la barbilla hacia el comercio de un barrilero que había a media manzana de distancia. Jaspe no reparó en el letrero que representaba un montón de barriles apilados hasta que el semiogro se lo señaló.
Sin esperar contestación, y puesto que en cualquier caso tampoco la habría oído, Groller dio media vuelta y echó a andar hacia el comercio. El lobo rojo trotaba a su lado, atrayendo las miradas de los transeúntes.
Jaspe iba a llamarlo para pedirle que caminara más despacio, pero se calló a tiempo y en cambio rezongó por lo bajo algo sobre «gritarle a un sordo», y alguna que otra maldición. Apresuró el paso para alcanzarlo, cosa nada fácil debido a las rápidas y largas zancadas del gigantesco semiogro.
Poco antes de llegar a la puerta de la tienda, Jaspe logró llegar junto a él y, casi sin resuello, tiró del chaleco de Groller. El semiogro se volvió y bajó la vista hacia el enano.
—Mmmmm. ¿Cómo consigo que me entiendas? —rezongó Jaspe para sí—. Necesitamos once barriles. ¿Te dijo Rig cuántos tenías que comprar? No, por supuesto que no te lo habrá dicho. Para eso tendrías que poder escuchar. Menos mal que he venido. —Hizo un gesto con los brazos, igual que el que había hecho Groller, formando un círculo delante del pecho. A continuación, juntó las manos ahuecadas y simuló beber.
El semiogro sonrió y asintió con la cabeza.
—Así que puedes entenderme —dijo Jaspe—. O, al menos, eso creo. —Levantó las manos y extendió los diez dedos; después los cerró y levantó sólo el índice.
—Oo... on... ce —balbució Groller—. Ba... rriles. Sé. Yo no ne... ció. Sólo sordo.
Costaba un poco de trabajo entenderlo, pero Jaspe comprendió lo esencial y asintió con la cabeza frenéticamente. La pareja entró en el establecimiento.
Groller se dirigió al mostrador, y un delgado y anciano tendero salió casi inmediatamente de detrás de una cortina. El enano, que se había quedado retrasado para observar, imaginó que el tendero había advertido su presencia por el crujido del suelo bajo los pies del semiogro.
—¡Nada de animales aquí! —gritó el delgado anciano, cuya estatura apenas sobrepasaba el metro y medio. Llevaba una camisa que debía de ser un par de tallas más grande de lo que le correspondía. Un delantal de cuero colgaba de su cuello—. Lo digo en serio. No...
El lobo rojo aplastó las orejas y soltó un quedo gruñido que cortó las protestas del tendero. Groller señaló una hilera de barriles que había apilados contra la pared. Luego sacó un trozo de pizarra de un bolsillo y garabateó algo con una tiza, tras lo cual lo sostuvo frente al tendero.
—No sé leer —dijo el hombre, sacudiendo la cabeza.
Groller se guardó el trozo de pizarra en el bolsillo.
—On... ce —dijo lentamente. El semiogro metió los gruesos dedos en un bolsillo del chaleco y sacó unas cuantas monedas—. Oo... on...ce ba...rri...es lle...nos de agua. —Le entregó el dinero—. Mandar mue... lles. «Unque de Film.»
El tendero lo miró con desconcierto y se pasó los dedos por el ralo cabello.
—¿Once barriles? —preguntó. El lobo ladró y movió la cola—. ¿Para enviar a los muelles? —El lobo volvió a ladrar—. ¿Cuál era el nombre del barco?
—El Yunque de Flint —intervino el enano, y el lobo soltó un tercer ladrido—. Así que no eres sordo de nacimiento —comentó Jaspe mientras salía de la tienda en pos de Groller—. Has oído normalmente, al menos durante un tiempo. De otro modo, no podrías hablar. Y supongo que supiste hacerlo mejor en el pasado. Probablemente es difícil conseguir que las palabras suenen correctamente si no puedes oírlas. —Tiró del fajín del semiogro para llamar su atención.
Jaspe se señaló un oído y después cerró los dedos y los movió como si hiciera una bola con algo y lo tirara. A continuación señaló a Groller y se encogió de hombros.
—Sordo t... tres a... ños —respondió Groller.
El enano señaló a un hombre y a una mujer que entraban en la tienda de un curtidor. Un chiquillo trotaba detrás de ellos. Después Jaspe señaló a Groller.
—No famil... lia. Ya no. Toda muerta. —Una expresión triste asomó al rostro señalado con cicatrices del semiogro, que se agachó para rascar las orejas del lobo—. Sol... lo Fuu... ra.
Jaspe ladeó la cabeza, sin comprender la última palabra.
Groller apretó los labios en una fina línea y bizqueó como si se hubiera vuelto loco. Después entrecerró los dedos de la mano derecha y los puso sobre su corazón. De repente, apartó la mano con violencia. El semblante de Groller recuperó su habitual talante sereno y se inclinó para acariciar de nuevo al lobo.
—Enfadado. Furioso —masculló el enano—. ¡Furia! El nombre del lobo es Furia. Entiendo. —Jaspe sonrió y entonces se dio cuenta de que era la primera vez que sonreía desde hacía días.
Groller, que no oía a Jaspe, dio un empujoncito al lobo y los dos echaron a andar. El enano los vio dirigirse hacia una posada que anunciaba su especialidad en sopa de marisco y ron oscuro. El lobo rojo se sentó fuera a esperar, obedientemente. Jaspe se relamió y tanteó el dinero que llevaba en el bolsillo.
—Tengo suficiente —susurró—. Y estoy hambriento. —Echó un vistazo hacia el puerto y después se reunió con Groller.
Dhamon se paró para charlar con el timonel de una carraca. El hombre estaba en la playa, mirando hacia una hilera de edificios de piedra y madera que había cerca de los muelles. Una en particular atraía su atención. Sobre la puerta lucía un gran letrero en el que había pintada una jarra rebosante de cerveza. El timonel carraspeó, se pasó la lengua por los resecos labios, y comentó que tenía sed, pero siguió charlando con Dhamon. Rig no se anduvo con sutilezas e intervino en la conversación:
—Nos dirigimos costa arriba, y he oído que le decías a mi amigo que vuestro barco vino de esa parte ayer.
—Sí —asintió el marinero—. El tiempo se mantiene estable. O al menos lo estaba. Nuestra última escala fue en Puerto Estrella, unas noventa millas marinas al norte. Esos hombres —señaló a un grupo de hombres uniformados que estaba a unos ciento cincuenta metros— partieron varias horas después que nosotros, a juzgar por cuando llegaron aquí. Quizá deberíais hablar con ellos.
Los hombres mencionados eran una docena, y todos vestían armaduras de acero pintadas en negro. Desde el puente del Yunque, Dhamon y Rig no habían alcanzado a verlos.
Encima de la armadura, cada hombre llevaba un tabardo azul oscuro con un lirio de la muerte bordado en el pecho y la espalda. Estaban en un corrillo, enfrascados en una conversación.
—Caballeros de Takhisis —susurró Dhamon.
Aunque la Reina Oscura había desaparecido de Krynn con el resto de los dioses, la orden de caballería había permanecido intacta. Era muy numerosa, pero se había fragmentado en varias facciones que actuaban bajo los auspicios de poderosos comandantes y que estaban dispersas por todo Ansalon. Los caballeros todavía sostenían batallas para defender las comarcas que sus comandantes dominaban o para ampliar territorios. Algunos actuaban como fuerzas militares de ciudades, y los comandantes gozaban de posiciones prestigiosas en el gobierno. Unos pocos grupos habían invadido villas, reclamándolas para la caballería.
—Todavía son numerosos, a pesar de que su diosa se ha marchado —comentó Rig—. Me pregunto para qué generalillo trabajarán éstos. Al menos, con sus facciones divididas ya no representan una amenaza.
—Están bien armados —dijo Dhamon, sacudiendo la cabeza—. Son una amenaza.
—Hay un barco lleno de ellos —intervino el timonel—. Aquella pequeña galera de allí. Tal vez tengan información más precisa para vosotros.
—Quizá tengas razón. Gracias. —Rig le dio una moneda de cobre—. Toma, para que eches un trago. —Luego se encaminó hacia el grupo.
—No me parece una buena idea —argumentó Dhamon—. Probablemente estarán demasiado ocupados con sus cosas para dedicarse a charlar con nosotros.
O Rig no lo oyó o prefirió hacer caso omiso de él. Dhamon deslizó los dedos hacia la empuñadura de su espada envainada y siguió a Rig a varios metros de distancia.
—Me han dicho que vuestro barco ha llegado del norte. —La profunda voz del marinero negro sonó a través del trecho de playa que lo separaba de los caballeros.
Los hombres se volvieron hacia él, abriendo el círculo, y entonces se vio quién era el centro de su atención: una joven elfo.
—Vaya, vaya —dijo Rig en voz baja—. Creo que me he enamorado.
—Creí que estabas enamorado de Shaon —susurró Dhamon.
—Y lo estoy. O casi.
La mujer tenía una bonita figura y estaba morena. Iba vestida con unas polainas ajustadas, de color pardo, y una túnica sin mangas, de color castaño y adornada con flecos, que ceñía su cuerpo ligeramente musculoso. El cabello, castaño claro, largo, espeso y ondulado, dejaba la cara despejada y le caía sobre los hombros, semejando la melena de un león.
También lucía varios dibujos. En el rostro llevaba una artística hoja de roble, entre ocre y amarilla; el tallo se curvaba alrededor y por encima de su ojo derecho, mientras que la hoja se extendía sobre la mejilla, con la punta casi rozando la comisura de la boca. Un rayo rojo le cruzaba la frente. Desde cierta distancia, daba la impresión de ser una cinta ceñida a la cabeza. Por último, en el brazo derecho, desde el codo hasta la muñeca, llevaba dibujada una pluma verde azulada. Las pinturas la señalaban como una kalanesti o Elfa Salvaje.
Dirigió una fugaz ojeada a Rig y a Dhamon, y después miró fijamente a uno de los caballeros. La banda que éste llevaba en el brazo indicaba que era un oficial y que estaba al mando del grupo.
—El dragón no se conformará con Ergoth del Sur —estaba diciendo la elfa—. Tenéis que comprender eso. —Rig y Dhamon estaban lo bastante cerca para oír sus palabras con claridad.
»Si no se hace algo, si nadie le hace frente...
—¿Qué pasará? —la interrumpió el oficial—. ¿Que los kalanestis nunca recuperarán su hogar?
En el grupo de caballeros sonaron unas risitas apagadas.
—Ha alterado el clima de la región —continuó la elfa—. Ergoth del Sur se ha convertido en un yermo helado donde ya no crece nada. ¿Y si a continuación viene aquí?
—Me parece que Ergoth del Sur le gusta mucho —dijo el caballero más joven—. En mi opinión, está satisfecho y no se moverá.
—Además —abundó el oficial—, hemos de tener en cuenta nuestras órdenes, y entre ellas no está el ocuparnos de un dragón.
La elfa respiró hondo.
—Pero ¿y si Escarcha no se conforma con lo que tiene ahora? —dijo luego—. Lo lógico es que viniera aquí a continuación... o amenazara alguna otra comarca. Podríais ayudarme. —La kalanesti miró de hito en hito al oficial—. Por favor. Podríais ir con vuestro barco hasta allí. Juntos, quizá podríamos...
—¿Qué? ¿Morir todos? Comprendo tu preocupación, pero no está en mi mano ayudarte. Hemos venido a reclutar más caballeros, y ésa es la tarea en la que debo concentrarme, pues beneficia a nuestra orden.
Los hombros de la kalanesti se hundieron, y la elfa dio media vuelta para marcharse. Uno de los caballeros dio un paso en pos de ella y la agarró por la túnica. La hizo girarse y la atrajo hacia sí.
—¿Por qué no te vienes con nosotros? —preguntó. Alzó la otra mano a la ondulada melena—. Te haremos sitio en el barco.
Tras él, el oficial frunció el ceño y le ordenó que volviera con los demás. El joven caballero vaciló, y la kalanesti le propinó una patada en la espinilla.
—¿Ir con vosotros? Jamás —siseó—. Tengo cosas más importantes que hacer.
Se soltó del hombre y echó a andar de nuevo, pero el joven caballero la siguió, y, dándole un empellón en la espalda con el hombro, la hizo caer de bruces en la arena.
—Si no eres capaz de tenerte en pie, ¿cómo vas a poder enfrentarte a un dragón? —se chanceó. Los caballeros que lo flanqueaban se echaron a reír.
Dhamon oyó al oficial reprender al joven caballero. También escuchó el siseo de la hoja de una espada al ser desenvainada. Rig se adelantó y levantó el brazo derecho, poniendo su alfanje a la altura del cuello del insolente caballero.
—¡Pide disculpas a esta dama! —exigió.
—¿Disculpas? ¿Porque es torpe?
Hubo más risas, a las que siguió otra reprimenda.
—Rig —el tono de Dhamon era suave pero insistente—. Son doce contra uno. Demasiada desventaja, aunque seas muy bueno con esa arma.
Él marinero vaciló. La elfa se puso de pie, recogió su mochila, y se alejó corriendo de los caballeros. Cuando Rig vio que estaba a salvo, bajó el alfanje.
—Venga, vámonos de aquí —sugirió Dhamon—. Nadie ha salido herido.
Rig retrocedió un paso, y en ese momento el joven caballero dio otro adelante. Ansioso por tener una pelea, sacó su espada, abrió las piernas para mantener el equilibrio, y observó al marinero.
—¿Tienes miedo de defender a una mujer? —se mofó—. Quizás es que una elfa no merece la pena.
Rig volvió a levantar el alfanje.
—No lo hagas —suplicó Dhamon.
—¡Te conozco! —exclamó el oficial, que señalaba a Dhamon sin hacer caso al pendenciero joven que estaba a su cargo. Sus ojos se abrieron de par en par—. El año pasado en Kyre, cerca de Solanthus. En la mansión del viejo caballero solámnico. Tú estabas...
—Estás equivocado —lo cortó Dhamon sucintamente.
—No lo creo. ¡Te vi! El subcomandante Mullor estaba allí, y tú lo mataste.
—He dicho que estás equivocado.
—Lo dudo. Yo...
—¡La dama estaba conmigo! —bramó en ese momento el joven caballero, ahogando las palabras de su superior—. ¡Vuelve corriendo a tu barco mientras tienes oportunidad de hacerlo, negro remedo de enano gully asustado!
—¿Que corra? ¿Asustado? —estalló Rig—. ¡Jamás!
Por el rabillo del ojo, Dhamon vio a Rig y al joven caballero abalanzarse el uno contra el otro. El corpulento marinero paró la precipitada embestida del caballero. Cuatro de sus compañeros desenvainaron las armas, pero no intervinieron en el enfrentamiento.
—¡Lucha! —gritó alguien—. ¡Vamos!
El joven caballero levantó la espada por encima de su cabeza y la bajó violentamente, con intención de propinar un golpe en el hombro de Rig. El marinero era rápido, e interpuso el alfanje para frenar el ataque. La espada del caballero salió rebotada, sin llegar a tocar a Rig, y éste contraatacó con un golpe dirigido al muslo del hombre joven. Dhamon soltó un suspiro de alivio al comprender que el marinero sólo intentaba herirlo, no matarlo.
El caballero tenía cierta destreza, y dio un paso atrás y paró el ataque del marinero con su propia espada, justo debajo de la empuñadura. La táctica sirvió para evitar que el caballero saliera herido, pero la larga espada se quebró debido al ángulo del impacto, y la hoja cayó a la arena. Maldiciendo, el caballero arrojó la inútil empuñadura al suelo y miró furioso a Rig.
De nuevo, el marinero bajó su arma, aunque sólo un instante, ya que otros dos caballeros se adelantaron. El primero se movió hacia la derecha de Rig, y el otro lo atacó de frente mientras trazaba un amplio arco con la espada dirigida a su pecho.
Rig se agachó y la hoja le pasó silbando por encima; con la mano izquierda sacó dos dagas de la vuelta de la bota, se puso una entre los dientes, y balanceó la otra ante el caballero que avanzaba hacia él.
—¡No me equivoco! —Las palabras salieron bruscamente de la boca del oficial, y Dhamon giró la cabeza a tiempo de ver al oficial apuntándole con el dedo—. Llevas el cabello más largo, pero te recuerdo bien. ¡Prendedlo! —El oficial desenvainó la espada y se abalanzó contra Dhamon. El caballero que estaba junto a él lo siguió.
—¡Mirad! —gritó alguien desde los muelles—. ¡Ahí hay una pelea!
Con un grácil movimiento, Dhamon sacó la espada y frenó el ataque del oficial, que iba delante. Las espadas chocaron con estrépito. El guerrero giró sobre la arena y paró la arremetida del segundo caballero justo a tiempo de evitar que le cortara el brazo con el que manejaba el arma.
El oficial atacó de nuevo, descargando un tajo, y Dhamon tensó los músculos de las piernas y saltó, pegando las rodillas contra el pecho. La hoja silbó por debajo de sus botas. Al tiempo que descendía, Dhamon lanzó una patada, que alcanzó de lleno al oficial en el pecho y lo derribó.
Ágil como un bailarín, Dhamon aterrizó sobre el pie izquierdo y giró para enfrentarse a la arremetida del segundo caballero. La arena frenó la carga del hombre, y Dhamon pudo esquivar la estocada.
El guerrero golpeó a su adversario, pero la espada rebotó contra la negra armadura. Su segunda estocada fue más certera, y la hoja se hundió profundamente entre la hombrera y el peto. Con un gemido, el caballero cayó hacia adelante. Dhamon tiró con fuerza para sacar la espada.
Tras él, el oficial se estaba incorporando y alargaba la mano hacia su espada caída. Dhamon se adelantó rápidamente y apartó el arma de un punterazo, y acto seguido propinó una patada con el tacón al estómago del hombre, impidiéndole levantarse. Otros dos caballeros avanzaron hacia él.
—¡Apuesto por los caballeros! —gritó alguien.
—¡Y yo por el hombre negro!
Dhamon vio que uno de los caballeros se lanzaba al ataque. Echó la espada hacia atrás, por encima del hombro, y giró al tiempo que descargaba un golpe en arco. El acero acertó a dar en el cuello del hombre y lo decapitó.
—¡Doblo la apuesta por el rubio! —jaleó alguien—. ¡El mendigo sólo estaba jugando con ellos!
Una multitud se estaba reuniendo alrededor de los combatientes, y el tintineo de monedas de acero se mezcló con el sonido metálico de las armas.
Dhamon se arriesgó a echar una rápida ojeada a Rig y vio que el marinero no estaba en apuros, ni siquiera sudaba. Había dos caballeros en el suelo, cada uno con una daga clavada en la garganta. Otros dos caballeros se enfrentaban a él ahora. Dhamon conocía la máxima de nunca más de dos para un solo enemigo; más ventaja sería deshonroso.
El marinero blandió el alfanje para frenar la carga de sus atacantes. Su mano izquierda fue veloz hacia la cintura y soltó el fajín rojo. Empezó a girarlo en amplios círculos, y el fajín silbó en el aire. Estaba cargado en las puntas, como unas boleadoras, y el caballero que se abalanzaba sobre él comprendió demasiado tarde su intención.
Rig arrojó el fajín, que, girando sobre sí mismo, se enroscó alrededor del brazo armado y la cabeza del caballero más próximo. El hombre se paró para desenredarse y, en ese momento, el marinero se adelantó veloz y hundió el alfanje en una estrecha fisura del peto. El caballero sufrió una sacudida hacia atrás, con el arma hincada profundamente en el estómago.
Aparentemente desarmado, Rig se tiró en la arena para eludir la furiosa arremetida de su segundo oponente. Al mismo tiempo, metió la mano en la pechera de la camisa de seda y sacó otras tres dagas. La primera se la arrojó al enemigo que tenía de pie junto a él. La daga ensartó la mano del caballero, haciendo que soltara la espada.
Las otras dos dagas continuaron en la mano derecha de Rig. Mientras se incorporaba de un salto, adelantó la mano izquierda y arrojó un puñado de arena al rostro del desarmado caballero. Cegado, el hombre sacudió la cabeza y retrocedió, pero Rig continuó el ataque y le clavó las dagas gemelas en el costado.
—¡No! —gritó Dhamon. Se agachó para esquivar la estocada de su enemigo más cercano y blandió la espada para atraer la atención del marinero—. ¡Son caballeros! —bramó. De nuevo tuvo que agacharse ante un sincronizado ataque—. ¡Combaten de manera honorable! No más de dos contra ti cada vez. ¡Y tú deberías luchar con honor también!
Dos caballeros continuaron atacando a Dhamon y lo obligaron a apartar su atención del marinero. Uno de ellos, un hombre fornido y musculoso, arremetió por la izquierda, pero era un ataque falso, ya que de inmediato se desvió a la derecha y lanzó un golpe directo contra el desprotegido pecho de Dhamon.
El guerrero giró sobre sí mismo justo a tiempo de evitar que lo ensartara de parte a parte, pero el acero del fornido caballero desgarró su túnica. Una fina línea rojiza manchó los bordes de la tela cortada. Dhamon retrocedió para eludir otra estocada y se encontró en el camino de la espada del segundo caballero. Aunque no tan diestro como su compañero, el golpe del caballero acertó a cortar el brazo de Dhamon, justo por debajo del codo.
El guerrero apretó los dientes. Era un corte profundo, y sintió la calidez de la sangre. Se esforzó por hacer caso omiso del dolor y apretó los dedos en torno a la empuñadura de la espada.
El hombre fornido atacó de nuevo. Dhamon hincó las rodillas en la arena y sintió el zumbido del aire sobre su cabeza al pasar la formidable estocada del hombre. Sin vacilar, impulsó la espada hacia arriba y ensartó al musculoso caballero. En el mismo instante, propinó un codazo al segundo caballero para obligarlo a recular.
El hombre gimió y retrocedió un paso, y contempló cómo su experto compañero se desplomaba de cara, hincando más profundamente la hoja en su estómago al caer en la arena.
—¡Bravo! —gritó alguien entre la multitud, cada vez más numerosa, y se alzó un vítor entre los espectadores.
—¡Págame! ¡El mendigo ha matado a otro! —chilló otra persona.
—¡Pongamos fin a esto! —bramó Dhamon para hacerse oír sobre el aplauso—. ¡Ya! —Vio que el oficial se esforzaba por ponerse en pie, ayudado por el caballero que acababa de enfrentarse a él.
»¡No tiene que morir nadie más! —Dio media vuelta al cuerpo del fornido caballero, plantó un pie sobre su estómago, y sacó la espada. Blandió el arma amenazadoramente en un arco sobre el hombre caído.
Los dos que combatían con Rig retrocedieron y miraron a Dhamon, pero mantuvieron en alto las espadas, listos para reanudar la lucha.
Cuatro hombres yacían muertos a los pies del marinero, todos ellos con armas clavadas en sus inmóviles cuerpos. La espada de Dhamon se había cobrado tres vidas. De los cinco caballeros restantes, uno parecía estar malherido y probablemente no sobreviviría; tenía una de las dagas de Rig hincada cerca de la garganta. El caballero que había iniciado la reyerta seguía desarmado e ileso.
—¡Rig! —llamó Dhamon.
—¡Estás herido! —contestó el marinero—. ¡Pero todavía podemos acabar con ellos! ¡Tranquilo!
—¡No! ¡Se acabó!
Rig maldijo y mantuvo su posición. Después, a regañadientes, asintió y bajó las dagas que sostenía en ambas manos.
Los Caballeros de Takhisis se relajaron, aunque sólo un poco. A la orden de su oficial, envainaron cautelosamente las espadas.
—¡Págame! —gritó alguien entre la multitud—. Los caballeros han perdido.
—¡Pero no han muerto todos! —replicó otro.
Rig empezó a recoger sus dagas, sacándolas de un tirón de los caballeros caídos. Tras ceñirse el fajín en torno a la cintura, guardó las dagas en los bordes de las botas y debajo de la camisa, aferró con firmeza el alfanje, y lo metió entre el fajín.
Dhamon se puso de rodillas en la arena, soltó la espada ante sí e, inclinando la cabeza, musitó una plegaria por los muertos mientras su propia sangre goteaba sobre la arena. Tenía varios cortes profundos en el brazo y en el pecho, y la camisa era ahora más roja que marfileña.
—Dhamon —siseó Rig—, ¿qué haces? Larguémonos de aquí. —El marinero había visto más caballeros bajando del barco, y eran muchos esta vez—. ¡Dhamon!
Terminada la plegaria, el guerrero se puso de pie.
—Zarparemos enseguida —le dijo al oficial—. No queremos más problemas.
—No los tendréis. —El oficial hizo una leve inclinación de cabeza y dio instrucciones a sus hombres para que recogieran a los muertos. Sus ojos se clavaron en Dhamon—. Pero no estaba equivocado respecto a ti.
Dhamon miró su espada, cubierta de sangre. No la había envainado, pero la mantenía baja para que no lo malinterpretaran como una amenaza. Dio media vuelta y se encaminó hacia el muelle en el que estaba atracado el Yunque, seguido por Rig.
—Toda esa palabrería acerca del honor, Dhamon —rió el marinero—. ¿Es que fuiste caballero?
—Bueno, no, pero siempre quise serlo —respondió el guerrero, con la mirada prendida en las punteras de sus botas mientras recordaba la lección de Ampolla—. Mi tío lo fue, así que supongo que quería emularlo.
—Sois buenos combatiendo —dijo la kalanesti. La mujer los había seguido, y ahora tocó el hombro de Rig para llamar su atención—. Fue extraordinario.
—Nunca pierdo un liza —se jactó el marinero.
—Estoy intentando reunir algunos hombres —empezó la elfa— para atacar al Dragón Blanco. Sé algo de magia de la naturaleza, pero no puedo hacerlo sola. Me vendría bien vuestra ayuda.
—Nos dirigimos al norte —respondió Rig.
—Tenemos que atender un asunto en Palanthas —añadió Dhamon—. Prometí ocuparme de él primero, pero eres bienvenida si quieres unirte a nosotros.
—¿Y después me ayudaríais con el dragón?
—Tal vez —respondió el guerrero. Habían llegado al muelle, y se arrodilló al borde del agua para limpiar la espada.
—Me gustaría marcharme de aquí —admitió la elfa. Echó una ojeada por encima del hombro, hacia donde había tenido lugar el combate. Por fin la muchedumbre se dispersaba, pero uno de los caballeros seguía plantado en el mismo sitio, observando al trío.
—Otra boca que alimentar —rezongó Rig—. Menos mal que es bonita.
—Ferilleeagh Corredora del Alba, en otros tiempos de la tribu del valle de Foghaven —se presentó al tiempo que tendía una esbelta mano al marinero—. Llámame Feril, por favor.
—Rig Mer-Krel —contestó el marinero. Hizo una profunda reverencia a la par que realizaba un cortés gesto con la mano antes de coger la de la elfa y llevársela a los labios. Después la soltó suavemente y señaló al guerrero—. Éste es Dhamon Fierolobo, un espadachín honorable. Y ahí está mi barco, el Yunque.
La elfa arqueó una ceja al oír el nombre de la carraca, pero sonrió.
—Es un bonito barco —dijo.
Rig alzó la vista al cielo y frunció el ceño. Las nubes se habían vuelto más oscuras.
—Dhamon, ¿querrás acompañar a la dama a bordo? Yo voy a buscar a mis hombres. Creo que será mejor que zarpemos lo antes posible.
Ampolla hizo grandes aspavientos al ver las heridas de Dhamon, y con ayuda de Shaon y Feril lo convenció para que se sentara en un rollo de maroma que había junto al palo mayor. El guerrero no estaba acostumbrado a ser centro de tanta atención, pero el roce de los dedos de la kalanesti en su frente era agradable.
La kender le dio la espalda y hurgó en uno de sus saquillos. Cuando se volvió, Dhamon vio que se había cambiado de guantes. Ahora llevaba un par blanco que tenía una especie de almohadillas en las puntas de los dedos. La kender tanteó el corte del brazo, y la sangre no tardó en teñir de rojo las almohadillas. La vio encogerse, pero creyó que era por el aspecto de su herida; no sabía que mover los dedos le hacía daño.
—Hay que quitarle la camisa —ordenó Ampolla.
La insistencia de Feril hizo que Dhamon alzara los brazos, y la kalanesti le quitó la camisola con cuidado. Shaon frunció el ceño al ver la prenda ensangrentada, la recogió y la arrojó por la borda. Como un pájaro muerto, cayó revoloteando al muelle.
—De todas formas, no te sentaba bien —adujo Shaon.
Dhamon se recostó, resignado, en el mástil e intentó relajarse. No dio resultado, pero agradecía los cuidados de la kender. La pérdida de sangre lo hacía sentirse mareado.
Vio a Ampolla poner la otra mano enguantada sobre el corte del pecho. Las almohadillas absorbieron parte de la sangre y le ayudaron a limpiar la herida. Así que los guantes estaban diseñados específicamente para atender a los heridos, dedujo Dhamon. Se preguntó cuántos pares más tendría.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Ampolla mientras continuaba con la cura.
—Una pequeña refriega —contestó el guerrero.
—Estás aprendiendo a mentir mejor —repuso la kender, enojada—. Pero tendrás que seguir practicando para ser más convincente.
Feril relató el combate con los Caballeros de Takhisis mientras Ampolla seguía ocupándose del guerrero.
—Me hará falta agua para limpiar esto mejor —dijo la kender—. Ahora tenemos barriles de sobra.
—Estoy bien, Ampolla, de verdad —protestó Dhamon.
—No, no lo estás. —La voz era profunda. Jaspe había regresado, y Groller y el lobo rojo estaban detrás de él. Dhamon ladeó la cabeza y husmeó el aire.
»Eh... nos hemos parado en una taberna —explicó Jaspe mientras se acercaba y torcía el gesto. El aliento le olía a ron—. Oí comentar que un par de... veamos, de estúpidos bravucones, creo que fue el término que emplearon, entablaron un combate con unos Caballeros de Takhisis.
—Eso no es exactamente lo que pasó. ¡Ay!
Los dedos del enano no eran tan delicados como los guantes de Ampolla.
—¿Salió Rig tan mal parado como tú o peor? —La voz de Jaspe tenía un tono de preocupación.
—Ni siquiera le hicieron un arañazo —contestó Feril. De inmediato se presentó y, de nuevo, relató la pelea.
El enano examinó más detenidamente las heridas de Dhamon.
—No son demasiado graves; pero, si no hacemos algo, se infectarán. No podemos permitirnos el lujo de que te pongas enfermo. —Se arrodilló delante de Dhamon y cerró los ojos—. Esto me lo enseñó Goldmoon.
Con un nuevo par de guantes que eran esponjosos, sobre todo en las palmas, Ampolla restañó la sangre de las heridas. Jaspe musitó unas palabras musicales que los demás no entendieron. Su ancha frente se perló de sudor, y sus gruesos labios temblaron al tiempo que su tez palidecía. Dhamon sintió un irritante calor en el brazo y en el pecho.
—¡Oh! —exclamó la kender.
Dhamon bajó la vista hacia su pecho y contempló cómo la línea roja se desvanecía y la herida abierta se cerraba. Se miró el brazo y vio que dejaba de sangrar.
Groller, que estaba pasmado por todo el incidente, ayudó a Jaspe a ponerse de pie.
—Te quedarán las cicatrices, pero no tendrás infección —dijo el enano. Se volvió hacia Groller y tocó el fajín del semiogro. Luego señaló el lugar donde Dhamon estaba herido, volvió a tocar el fajín y a continuación usó un dedo para indicar el gesto de vendar. Su dedo giró sobre la zona de la herida de Dhamon varias veces.
El semiogro dio media vuelta y se dirigió a la cubierta inferior. Furia se sentó y continuó observando la escena.
—Groller va a buscar vendajes —explicó el enano—. Y yo voy a descansar un rato.
Para cuando Rig regresó con los demás tripulantes al Yunque de Flint, las heridas de Dhamon ya estaban vendadas. El guerrero, sin camisa y con el largo cabello ondeando en torno al rostro y el cuello, se encontraba de pie junto a la batayola, y lo saludó con un gesto.
—En la próxima escala tendremos que comprarte camisas —dijo Rig.
—¿Tendremos? —Dhamon puso los ojos en blanco.
El marinero hizo caso omiso de él y fue hacia la rueda del timón.
—¡Shaon, izad las velas! ¡Nos marchamos!