35 Reencuentro

Palin tuvo que esforzarse para que Dhamon no lo dejara atrás, si bien se vio obligado a pararse varias veces para esquivar los escombros que volaban. El viento aullaba calle abajo, moviendo contraventanas y carteles de los edificios, volcando bancos y macetas. Los rayos seguían cayendo, algunos lo bastante cerca para que los adoquines temblaran bajo los pies del mago y del guerrero. Se oía el estruendo de cristales al romperse y los golpes de cascotes al caer en la calle.

Se escuchaban gritos en los muelles, una algarabía de chillidos, órdenes y alaridos. Al girar los dos amigos en una esquina, casi fueron arrollados por una multitud de marineros y trabajadores de los muelles que corrían en dirección contraria. Palin y Dhamon apenas podían ver a través de la masa de gente aterrorizada.

—¡Corred! —chillaba un pescador al tiempo que se abría paso junto a Dhamon dando codazos.

—¡Skie! —gritó otro, con el rostro congestionado y las manos crispadas sobre el pecho, sin dejar de correr.

Los dos compañeros se abrieron paso a empujones entre la multitud y vieron al responsable del pánico desatado: un gran Dragón Azul que estaba cernido justo encima del Yunque de Flint.

—¡Feril! —aulló el guerrero. Aferró la lanza con más fuerza y la colocó en posición al tiempo que aceleraba la carrera y dejaba a Palin rezagado.

El mago tiró el bulto de ropas de Dhamon, metió las manos en los bolsillos de su túnica y cogió el primer objeto mágico que tocó, un pequeño broche. Empezó a articular las palabras de un poderoso conjuro, uno que destruiría la brujería y que después lo dejaría prácticamente indefenso. Pero era un hechizo poderoso con el que esperaba forzar la retirada del dragón.

—¡Feril! —Las zancadas de Dhamon resonaban sobre el embarcadero.

En la cubierta del Yunque, Rig estaba junto a la batayola, arremetiendo contra la ondeante cola del Azul. Ampolla y Jaspe se encontraban encaramados al cabrestante; los dedos del enano brillaban con la ejecución de algún sortilegio clerical destinado a Groller, que yacía retorcido y ensangrentado a sus pies; era el primero alcanzado por el dragón.

Shaon había trepado al palo mayor y desde su precaria posición descargaba su espada contra una de las patas traseras del reptil. Su vestido de color violeta ondeaba alrededor de sus largas y oscuras piernas. Un rayo cayó del cielo sobre la espada haciendo casi resplandecer la hoja.

Feril estaba atrapada entre una de las garras del dragón. El brazo de la kalanesti subía y bajaba repetidamente asestando cuchilladas al reptil con una daga. Los músculos del dragón eran compactos, y la hoja sólo consiguió rebotar contra las escamas de color zafiro hasta que finalmente se rompió y los fragmentos metálicos cayeron sobre el maderamen de la cubierta.

No obstante, la espada de Shaon consiguió atravesar escamas y piel e hizo que el dragón rugiera sorprendido. El Azul batió las alas para ascender un poco más, justo lo bastante para ponerse fuera del alcance de la mujer bárbara.

La kalanesti cerró los ojos y se concentró, pensando en su tierra natal, Ergoth del Sur, en el hielo que la cubría, en la nieve que caía todos los días y todas las noches aplastando la tierra hasta sofocarla, igual que la garra del reptil la estaba estrujando a ella. Soltó la empuñadura de la daga rota y extendió los dedos cuanto pudo; consiguió tocar la zarpa del dragón y le hizo sentir el terrible frío que estaba evocando.

Sorprendido por la gélida sensación, el Azul soltó a Feril, y la elfa se precipitó hacia el distante muelle. En el mismo instante, el dragón abrió las fauces y soltó un rayo, una leve descarga que atravesó el palo mayor y lanzó al mástil y a Shaon sobre la cubierta. Pero la garra del reptil se movió con rapidez, extendiéndose hacia abajo, y atrapó a la mujer bárbara en el aire. La espada con que lo había herido cayó en cubierta tintineando, inofensiva.

Entonces el dragón alzó la testa hacia los nubarrones y soltó otro rayo; éste retumbó ensordecedoramente en el cielo. El Azul batió de nuevo las alas para ascender aún más.

Empezó a llover, al principio suavemente, repicando sobre los barcos, los muelles y el puerto, pero en cuestión de segundos se convirtió en un fuerte aguacero.

Feril se las ingenió para girar sobre sí misma y aterrizar con las piernas y los brazos flexionados como si fuera un gato. Tanteó en su bolsa, buscando el pedazo de arcilla.

Dhamon subió gateando por la plancha que llevaba a la cubierta del Yunque. Echó una rápida ojeada a Feril para asegurarse de que estaba bien, y después enarboló la lanza y buscó al dragón a través de la cortina de lluvia. El reptil estaba demasiado alto, fuera de su alcance. El guerrero estrechó los ojos intentando ver mejor al dragón. Había algo en él que le resultaba familiar.

Palin, al borde del muelle principal, pasó el pulgar sobre la suave piedra engastada en el broche mientras sus palabras y su pulso se aceleraban. Subió el tono de voz al final del hechizo, y el broche se le hizo añicos en la mano. Un rayo de pálida luz verde salió de su palma hacia el cielo como si fuera una flecha y alcanzó de lleno al dragón en el pecho; cayeron escamas y sangre como hojas de un árbol sacudido.

El reptil aulló de dolor mientras el rojo fluido manaba a borbotones de la herida. Batió las alas para ascender, con la mujer bárbara todavía atrapada en su garra.

—¡Shaon! ¡No! —bramó Rig, que subió de un salto a la batayola, donde mantuvo el equilibrio como un acróbata. Sus dedos encontraron las dagas que guardaba en el pecho y empezó a lanzarlas al dragón que se remontaba en el aire. Apuntó bien, pero la piel de la bestia era demasiado gruesa y las dagas rebotaron en ella y cayeron al mar sin haber ocasionado ningún daño.

—¡Humano oscuro! —siseó el reptil a Rig al tiempo que aleteaba con más fuerza y estiraba el cuello—. ¿Quieres a esta mujer?

—¡Shaon! —gritó el marinero otra vez. Saltó a cubierta, incapaz de seguir manteniendo el equilibrio con las fuertes ráfagas de aire creadas por las alas del Azul que zarandeaban violentamente al Yunque en el embarcadero.

La mujer bárbara se retorcía entre la garra del dragón en un fútil intento de aflojarla para soltarse y caer al mar, pero todos sus esfuerzos fueron en vano.

—¿Quieres a esta mujer? —preguntó de nuevo, furibundo, el reptil.

Finalmente Palin había llegado al embarcadero del Yunque y, de pie junto al poste al que estaba amarrado, había empezado la ejecución de otro conjuro. Sus dedos tomaron una pieza de oro. Era una moneda que su tío Raistlin había utilizado siendo joven en sus actuaciones como el Hechicero Rojo, durante una época en la que parte del grupo de los Héroes de la Lanza tuvieron que recurrir al improvisado montaje de un espectáculo itinerante para pagar sus pasajes en un barco. Su padre se la había regalado cuando era poco más que un niño, y la había guardado durante todos estos años como un preciado tesoro. La moneda vibraba en su mano.

Los ojos del dragón se estrecharon.

—Palin Majere —siseó—. ¡Majere! ¿Esta mujer es algo tuyo? ¿Significa algo para ti?

El mago interrumpió las palabras del encantamiento, sorprendido de que el reptil supiera su nombre.

—¡Suéltala! —gritó.

—¡Puedes quedártela! —escupió el dragón.

Shaon chilló; una abrasadora sensación de dolor le traspasó el cuerpo cuando una de las garras del dragón le perforó el estómago y casi la partió en dos. Después, el reptil la soltó. La mujer cayó como una muñeca rota, y su cuerpo inmóvil se precipitó sobre la cubierta del Yunque con un fuerte golpe. Rig corrió hacia ella.

—¡Ciclón! —barbotó Dhamon. ¡Claro que el dragón le resultaba familiar! Los ojos del guerrero se desorbitaron al reconocer a la bestia. Los largos cuernos retorcidos, la cresta sobre los brillantes y malévolos ojos: los rasgos eran inconfundibles. Tragó saliva—. ¡Basta ya, Ciclón!

El dragón miró hacia abajo, vio a Dhamon cargado con la lanza, vio su propia sangre goteando sobre la cubierta, tiñéndola de rojo. El Azul hizo una pausa en el ataque y escudriñó al hombre al tiempo que dejaba de aletear y se quedaba cernido sobre el barco.

—¿Dhamon? —siseó—. ¿Dhamon Fierolobo?

La concentración de Palin se rompió, dando al traste con el encantamiento que estaba ejecutando. El hechicero miró con incredulidad a Dhamon. También Feril y Jaspe lo miraban de hito en hito. Ampolla estaba boquiabierta, sin habla.

—Sí, Ciclón, soy yo —asintió Dhamon—. No tienes que actuar así. Estas personas no te han hecho nada, y no hay razón para qué luches contra ellas.

—¡Dhamon, únete a mí! —La voz del reptil retumbó sobre la lluvia y el trueno—. ¡Juntos otra vez, podremos servir a un nuevo señor!

—¡No! —replicó el guerrero—. ¡He terminado con esa clase de vida!

—¡Necio! —siseó Ciclón—. Hay una gran guerra en perspectiva, Dhamon, y si te pones contra mí estarás en el bando perdedor.

—No estés tan seguro de eso, Ciclón —contestó el guerrero al tiempo que levantaba la lanza.

El dragón echó la testa hacia atrás y, con un rugido, lanzó un gran rayo chisporroteante al cielo. El retumbo de un trueno sacudió el puerto.

—Así que has terminado con esa clase de vida, ¿no? ¡Entonces, también la tuya terminará pronto! —bramó el reptil—. De momento te la perdono por los viejos tiempos; pero, la próxima vez que nos veamos, no seré tan generoso.

El Azul levantó la cabeza hacia el cielo y soltó otra andanada de rayos; después batió las alas y se remontó hasta las nubes antes de virar hacia las colinas occidentales.

La lluvia arreció, acribillando los muelles y los barcos. El viento aullaba como un animal salvaje, y las embarcaciones que estaban en la bahía chocaron contra los embarcaderos.

Palin, luchando contra el despliegue antinatural de los fenómenos atmosféricos, guardó en el bolsillo la moneda que no había utilizado y subió trabajosamente por la plancha resbaladiza hasta la cubierta del Yunque. Se dirigió hacia donde Shaon había caído.

Rig acunaba el cadáver de la mujer, en tanto que Jaspe, Ampolla y Feril se apiñaban a su alrededor. Dhamon se acercó lentamente hacia el grupo. Los ojos del corpulento marinero estaban llenos de lágrimas, y unos desgarradores sollozos sacudían sus negros hombros.

—Shaon —gimió—, ¿por qué? —Volvió la cabeza hacia Dhamon y sus ojos se estrecharon. Soltó el cuerpo de la mujer con todo cuidado sobre la cubierta y se puso de pie—. ¡Tú! ¡Tienes mucho que explicar!

—¿Conocías a ese dragón? —La voz de Feril estaba cargada de incredulidad—. ¿Conocías al dragón que ha matado a Shaon?

—¿Y Groller? —Dhamon tragó saliva—. ¿También ha muerto?

—Vivirá —respondió Jaspe—. Pero está malherido.

—¡Respóndeme, Dhamon! —insistió la elfa—. ¿Conocías a ese dragón? ¿Cómo?

—Fue mi compañero hace años —empezó el guerrero—. Cuando era un Caballero de Takhisis...

—¡No! —bramó el marinero, que cargó contra Dhamon.

La lanza cayó de las manos del guerrero con estrépito cuando los dos hombres rodaron por cubierta. Las manos de Rig se cerraron en torno a la garganta de Dhamon.

—¡Detente! —gritó Feril mientras tiraba del marinero—. ¡Basta de violencia!

Entre la kalanesti y Palin consiguieron apartar al marinero. Dhamon rodó sobre sí mismo, jadeante, y se agarró la garganta; tosió e inhaló profundamente mientras se incorporaba de rodillas con gran esfuerzo.

—Lo lamento. —La voz le sonó ronca—. Dejé a Ciclón hace años.

—¡Si no lo hubieras dejado quizá Shaon seguiría viva ahora! —escupió Rig.

—Eso no lo sabes —intervino Palin, quedamente.

Feril dio un paso hacia el guerrero.

—¿Por qué no nos lo dijiste? ¿Cómo pudiste ocultarnos algo así?

—Feril, yo... —Se puso de pie y extendió la mano hacia ella, pero la elfa lo rehuyó y dio un paso atrás—. Lo lamento —repitió. Cerró los ojos para contener el llanto, pero las lágrimas se deslizaron por sus mejillas, mezclándose con la lluvia.

—¿Que lo lamentas? —espetó Rig—. ¡Con lamentarlo no le devolverás la vida a Shaon! ¡Tú deberías estar muerto, no ella!

—Cuida de Feril, por favor —pidió Dhamon, mirando intensamente al marinero—. Me ocuparé de Ciclón, y me aseguraré de que no vuelva a hacer daño a nadie.

Bajó presuroso la plancha que llevaba al embarcadero.

—¡Dhamon! —llamó Palin. El mago recogió la lanza y la sostuvo en alto—. Té hará falta.

—No. —El guerrero sacudió la cabeza—. No la necesitaré.

Enseguida se perdió entre la multitud que se había reunido cerca del Yunque y contemplaba en silencio el maltrecho barco.

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